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La prestamista

María del Mar Rodríguez

 

 

 

Baile del Sol

A mis hijos, Aarón y Pablo, sólidos nudos de mi red.

In memoriam
A mi padre, José el Pollo, por sus palabras que ahora son las mías.
A mi abuelo, Máximo el Herrero, ejemplo de dignidad.

Nota de la autora

La Palma está situada en la zona noroccidental del archipiélago canario y es conocida como la Isla Bonita por las peculiaridades y la diversidad de su paisaje. Es isla de realengo desde el momento mismo en el que Alonso Fernández de Lugo vence a la población aborigen y la incorpora a la corona castellana el 3 de mayo de 1493. Cuentan los historiadores que fue una tarea fácil, salvo cuando se intenta doblegar a los habitantes del reino de Aceró situado en el mismo centro de este territorio pequeño, ya que protegidos por un inmenso cráter conocido como Caldera de Taburiente y con Tanausú1 al frente, resisten durante un tiempo el embate de los invasores y complican lo que en un principio parecía sencillo.

Ser de realengo le supone a La Palma una serie de privilegios de los que nunca gozarían el resto de las islas de señorío (Fuerteventura, Lanzarote, La Gomera y El Hierro) sometidas a un régimen prácticamente feudal. En el siglo xvi su puerto es uno de los más importantes de Europa, junto con los de Amberes y Sevilla, y la gran actividad comercial que mantiene con Las Indias la convierte en un imán capaz de atraer a familias de la burguesía europea que se instalan en la isla con el objetivo de beneficiarse de su desarrollo económico, al tiempo que firman alianzas y fraguan matrimonios de conveniencia con miembros de la aristocracia castellana.

Pero el esplendor y la abundancia nunca son eternos ni universales.

A partir del siglo xvii y en consonancia con la decadencia que se vive en el resto del país, en La Palma se inventan y reinventan formas de subsistir que presentan un carácter cíclico. Así que después de una época de bonanza por la producción de caña de azúcar, de vino o del colorante natural conocido como cochinilla, irrumpe de manera inexorable un periodo de crisis en el que el hambre azota con virulencia la isla.2

La historia que se relata en La prestamista comienza en 1850 en un pueblo conocido como Villa de Mazo y situado en la vertiente suroriental de La Palma. El municipio tiene quince barrios, uno de ellos es Poleal, un poblamiento disperso y un clima frío y ventoso. Durante los siglos xix y xx muchos de sus habitantes emigran a Cuba en busca de fortuna, especialmente los hombres jóvenes de cada casa.

No es tarea fácil alcanzar la riqueza con la que se ha soñado y regresar un día a Poleal o a cualquier otro barrio de este municipio pequeño alardeando delante de familiares y vecinos de todo cuanto se ha conseguido.3 Pero aun así, el flujo continuado de personas desde La Palma a Cuba solo se interrumpe de 1895 a 1898 con el cierre migratorio.4

Algunos de estos viajes son financiados por particulares que cuentan con dinero suficiente, reales hasta 1868 y pesetas a partir del año en el que Alfonso XII sustituye a una moneda por la otra, como para prestar la cantidad necesaria a quienes quieran emprender una aventura que les permitirá mejorar sus vidas. La figura del prestamista adquiere prestigio y los familiares del emigrante que permanecen en la isla avalan la devolución del préstamo, si por alguna razón la suerte fuera esquiva, con su propio jornal o con sus propiedades en el caso de tenerlas.

El proceso migratorio se convierte en una válvula que rebaja el nivel de presión social y de sufrimiento de un territorio que no produce lo necesario para mantener a su población. En las actas de la época del ayuntamiento de Villa de Mazo se mencionan a los denominados pobres de solemnidad,5 especificando su número como si de un censo de pobres que son más que pobres se tratara y desde los gobiernos insulares se solicita facilitar el proceso de salida que se percibe como el único mecanismo capaz de garantizar la supervivencia de una población desabastecida y hambrienta. La emigración evita el colapso social como ningún gobierno es capaz de hacerlo y una vez asentados en la nueva patria que los acoge, los palmeros se dedican al cultivo del tabaco o al pequeño comercio.6

Los desplazamientos de personas desde una punta del Atlántico a la otra tienen como consecuencia el mestizaje entre dos culturas diferentes que se dedican durante más de cien años, desde principios del siglo xix hasta el primer tercio del siglo xx, a regalarse mutuamente palabras, música, trabajo, conocimientos y formas de explicar y de comprender el mundo.

Pero mientras los barcos de las navieras que hacen un alto en el puerto de la isla cargan viajeros, maletas y esperanzas, una explosión cultural se desata en su capital, iniciándose en 1821 el periodo conocido como el Siglo de Oro palmero que se prolonga a lo largo de toda la centuria.

La creación de una escuela primaria moderna que aplica la pedagogía lancasteriana; la ingente labor filantrópica y humanitaria del sacerdote masón Manuel Díaz Hernández que sería desterrado de la isla durante el periodo absolutista de Fernando VII; la creación de la escuela de instrucción primaria, el colegio de segunda enseñanza, la escuela de adultos así como la de una escuela de dibujo y otra de música; la fundación de compañías de teatro, sociedades de instrucción y sociedades culturales; la construcción de bibliotecas, museos y teatros; la celebración de conciertos, exposiciones y proyecciones de películas y una destacada actividad periodística son el resultado de la labor de una generación de palmeros ilustres y con un alto prestigio en el campo de las letras, las ciencias o las artes.7

El desarrollo del comercio, de la construcción naval y de la arquitectura unido a las relaciones económicas que mantiene la isla con Cuba y con Inglaterra facilitan esta explosión cultural y permiten que la sociedad palmera pueda superar la crisis que provoca la sustitución de la cochinilla por los colorantes sintéticos.8 Esta vez será el tabaco que traen los emigrantes retornados el cultivo que se expandirá por La Palma.

En la última parte del siglo xix, concretamente en 1875, se cristaliza,9 de manera definitiva, la organización masónica10 con la fundación del taller Abora, nº 91 que tiene entre sus seguidores a las personas más destacadas y selectas de la burguesía palmera, además de contribuir con una ingente actividad filantrópica11 a cubrir las necesidades de una parte importante de la población ubicada especialmente en las zonas rurales o, incluso, en otras islas.

Pero el esplendor y la abundancia nunca son eternos ni universales.

 

El nuevo siglo trae consigo la toma de conciencia por parte de todas las personas que siguen viviendo en condiciones de pobreza de que no quieren ser los sujetos pasivos de obras filantrópicas ni de actos de caridad. De pronto los pobres de solemnidad, los campesinos empobrecidos, los jornaleros que a cambio de su trabajo de sol a sol obtienen un almud del grano segado, los artesanos, los aparceros, los menesterosos, en definitiva los parias de la tierra como diría Florisel Mendoza Santos12 se miran a los ojos y comienzan a hablar.

El edificio caciquil palmero se ha mantenido prácticamente intacto desde su conquista con familias influyentes al frente. Los Sotomayor, residentes en Argual, llegan a la isla a finales del siglo xvi, pero se vinculan matrimonialmente con linajes de mayor riqueza, prestigio y poder (Monteverde, Vandale, Lugo, Massieu...), integrándose en la oligarquía palmera y durante el siglo xix y el primer tercio del siglo xx, se convierten en la «casa dominante». Por otra parte, los Pérez González de Villa de Mazo, obtienen su fortuna de la emigración y tienen limitada su influencia al ámbito municipal, pero ambas familias son capaces de establecer un entramado de relaciones de poder con la administración y con los políticos canarios, al tiempo que utilizan la propiedad de la tierra y del agua, bien escaso y preciado, para crear un sistema de trueque usual en la época: trabajo a cambio del voto. Sin embargo, esta estructura perfectamente ensamblada tras años y años de apuntalamiento en la mentalidad de la población más desfavorecida tiembla.13

El siglo xx se inaugura con la fundación del periódico La Voz del Obrero (1902-1905), que permite la expansión de una ideología de izquierdas destinada a cambiar el mundo a través de la unión del proletariado.14 La proclamación de la II República el 14 de abril de 1931 es celebrada por toda una generación de jóvenes y no tan jóvenes que unidos bajo la influencia de dos figuras relevantes, José Miguel Pérez y Alonso Pérez Díaz, han decidido desde hace mucho tiempo terminar con los privilegios que ostenta una minoría de la población.

José Miguel Pérez emigra a Cuba en el año 1921, tal y como lo hace la mayoría de jóvenes palmeros sin posibles, no sin antes haber desarrollado una importante actividad política en su tierra natal. En Cuba trabaja como maestro, colabora en el desarrollo de la Universidad Popular José Martí, se afilia a la Federación de Trabajadores y al Partido Socialista y termina como Secretario General del Partido Comunista de La Habana. La dictadura de Machado lo expulsa de Cuba y regresa a La Palma con la formación política y la estrategia organizativa suficiente como para aglutinar tras de sí a toda una generación de jóvenes descontentos y con el entusiasmo necesario para hacer lo que hasta el momento era impensable: cambiar el mundo. Con este objetivo se forma el grupo Espartaco que aglutina a la vanguardia de izquierdas y tiene como órgano de expresión un semanario que lleva el mismo nombre y se funda la Federación de Trabajadores.15 José Miguel Pérez y su esposa Sara Pérez, ejercen la docencia en la academia privada Tanausú, que rechaza las metodologías tradicionales y alcanza un gran prestigio. En 1933 los miembros del grupo Espartaco se escinden del PSOE y el movimiento comunista se extiende por la isla. El maestro entiende desde un primer momento cuál es el poder transformador de la educación y en un intento por universalizarla y por llevar la cultura proletaria a los rincones más apartados, participa en la creación de la Agrupación Octubre de Cultura Proletaria que en pleno Bienio Negro (1933-1935) se encarga de dar recitales de poesía, exhibiciones de gimnasia y actuaciones de su rondalla en los diferentes pueblos palmeros.16 Muere fusilado en el barranco del Hierro de Santa Cruz de Tenerife, el 4 de septiembre de 1936.

Alonso Pérez Díaz17 es el dirigente del Partido Republicano Palmero y sus seguidores, conocidos como alonsistas, representan el liberalismo y muestran rápidamente su adhesión a la República y una preocupación manifiesta por mejorar la educación y por elevar el nivel cultural de la población. Es miembro de la familia Pérez González y rival político de su primo hermano Blas Pérez González que desempeñará el cargo de Ministro de la Gobernación durante la dictadura de Franco (1942-1957).

Alonso Pérez Díaz participa en la vida política insular desde 1905, pero alcanza su mayor proyección durante la Segunda República ya que consigue el acta de diputado en dos legislaturas consecutivas: 1931-1933 y 1933-1935. En los comicios de 1936, la victoria del Frente Popular le impide renovar el cargo y tras el golpe de estado es deportado a Tenerife y encarcelado. Cae sobre él toda la dureza represiva del nuevo régimen por su compromiso político con la izquierda y con la República así como por su conocida vinculación a la masonería. Probablemente esta última circunstancia fue la que impidió que prosperaran las peticiones de libertad para con su persona. Muere en la clínica de San Roque de Gran Canaria, en extrañas circunstancias, el 17 de octubre de 1941.

José Miguel Pérez y Alonso Pérez Díaz son el fiel reflejo de la situación que se vive en La Palma durante la primera parte del siglo xx en la que tanto los partidos de izquierda como los sindicatos se significan de manera relevante y dan voz a una población empobrecida como nunca antes había sucedido. Ni siquiera la victoria de la derecha18 en las elecciones celebradas el 19 de noviembre de 1933 consigue mitigar el ambiente de entusiasmo e ilusión y merece la pena recordar que el 1 de mayo de ese mismo año, seis mil personas se movilizan desde diferentes puntos de la isla para celebrar el Día Internacional del Trabajador con una manifestación multitudinaria que se desplaza desde el muelle hasta la plaza de La Alameda. Imposible no emocionarse ante tanta esperanza.19

En 1936 el ambiente es de crispación y de compromiso político y los partidos de izquierda aglutinados en el Frente Popular ganan las elecciones celebradas el mes de febrero.20

El golpe de estado del 18 de julio de 1936, en un primer momento, fracasa en La Palma. La Guardia Civil no se suma a la sublevación militar y se acuartela a la espera de acontecimientos. Mientras, se organizan las milicias populares iniciándose lo que se conoce como la Semana Roja en la que la isla permanece fiel a la República en un ambiente de incertidumbre y de expectación.21 Pero la llegada del buque de guerra Canalejas22 al puerto en la tarde del 25 de julio, con la orden de rendir a las fuerzas republicanas, concluye con el fin de la Semana Roja así como con la huida al monte de personas vinculadas a partidos de izquierda y a sindicatos denominados alzados y perseguidos por las fuerzas golpistas con la ayuda de grupos paramilitares.23

En el periodo que comprende de julio de 1936 a febrero de 1937 se oficializa la represión24 con las condenas a muerte después de la celebración de juicios sumarísimos25 o las desapariciones sin juicio previo que se endurecen a partir del mes de septiembre, fecha esta en la que llega a Canarias el Comandante General Ángel Dolla Lahoz que recrudece el castigo con la connivencia de la alta jerarquía de la Iglesia católica.26 Un auténtico clima de terror se instala en la isla y muchas de las personas que se significaron en la campaña electoral de febrero del 36, militantes, simpatizantes de los partidos de izquierda y sindicalistas, se esconden en el monte o permanecen en sus casas esperando un toque en la puerta a última hora de la tarde.

El miedo y el terror que se vive a lo largo de estos meses es difícil de imaginar. El olvido al que se ven condenados los desaparecidos y los perseguidos, imperdonable.

Juanito nace en una familia pobre del norte de La Palma, probablemente de muchos miembros, y como es común en la época se traslada a vivir a Villa de Mazo como criado en una casa que se convierte en la suya a cambio del trabajo diario. Su historia no está recogida en ningún documento escrito y es la memoria colectiva de los vecinos de Tigalate, un barrio de Villa de Mazo, la que ha mantenido vivo el recuerdo de lo que le sucedió a este muchacho y que probablemente guarda similitudes con otros actos igual de injustos. Cuentan las personas mayores del lugar que Juanito vivía en una zona conocida como el Camino Viejo, en casa de doña Teodora, y fue un entusiasta activista en la campaña electoral del 36 haciendo propaganda de la candidatura del Frente Popular. En los meses de terror, puede que una tarde, puede que ya entrada la noche, tocan a la puerta de la casa y los miembros de Acción Ciudadana, vecinos suyos de toda la vida, le piden que los acompañe. Cuando se lo llevan, doña Teodora parece recordar algo y sale al camino para darle al muchacho una chaqueta que lo proteja del frío, pero sus secuestradores contestan rápido y seguros: «En el sitio al que va, no la necesita».

A Juanito no se le volvió a ver nunca más. Probablemente lo enterraron en una fosa común conocida como la de «los trece de Fuencaliente», pero nadie reclamó sus huesos. El olvido es la mayor injusticia que puede cometer una sociedad.

Durante estos meses siniestros, los alzados se esconden en el monte o en cuevas y pajeros y sobreviven gracias a la ayuda de una red de aliados que los alimentan y los trasladan de unos escondites a otros cuando corren peligro de ser descubiertos. En una isla, la única salida posible es el mar y esa es la solución propuesta por el grupo que apoya en su huida a Florisel Mendoza Santos, secretario de las Juventudes Comunistas hasta el golpe de estado, y a los jóvenes militantes que lo acompañan. Una de las personas que formaba parte del grupo de apoyo era mi abuelo Máximo, herrero de profesión.27

Los vencedores de la guerra instauran un sistema de terror que barre de un plumazo las esperanzas de cambio social que albergara una parte importante de la sociedad palmera durante los años republicanos. El miedo, la pobreza e inclinar la cabeza es todo cuanto queda para los perdedores.28

Estimada lectora, estimado lector: este es el entramado por el que se mueve Petra la prestamista. Un contexto en el que a veces se roza la proeza y en otras emerge la crueldad. Pero no quiero desvelar ningún dato de la historia de una mujer inteligente que vivió en una isla chica durante casi un siglo. Solo te adelanto que un amor grande y rotundo lo ocupó casi todo.

Te dejo con Petra Lorenzo Pérez y depende de ti que agarres su mano y la acompañes en un viaje largo.

la prestamista

Parte I: Petra

I

Poleal, Villa de Mazo.
Enero de 1937

Se levanta despacio de la silla, pues ya sus huesos no le permiten hacerlo de otra manera, cuando oye cómo el agua hierve en aquel caldero pequeño que ha puesto a calentar en la cocina de carbón. Lleva en la mano izquierda un puñado de toronjil que cogió, como cada tarde, en la pequeña huerta que hay fuera de la casa y levanta la tapa con la punta de los dedos para dejar caer, dentro y rápido, las hojas olorosas. Apenas un hervor y retira el recipiente, mientras se acuerda de lo que le decía la vieja Dámasa: «Mucho fuego no es bueno, mi hija».

Petra vuelve a sentarse al lado de lo que se llama en aquella casa la mesa de la cocina, a la espera de que el agua y el toronjil se enreden y se amen un rato. Ya después pondrá en un jarro la infusión que, desde hace años, se toma siempre antes de dormir para calmar y engañar a sus propios demonios. Pero eso lo hará más tarde; porque ahora está en silencio, esperando una visita anunciada en voz baja, envuelta en el secreto y que llegará de un momento a otro.

Seguro que Vicentito andará por la lonja preparando la comida para las bestias, cortando rama de boniato, aireando el trigo que tienen guardado en las cajas de tea –¡vete a saber!–, pero siempre con las orejas bien abiertas. Ya se lo había dicho ella.

–Tú, atento, bien atento. Y cuando llegue, lo mandas a pasar que yo lo estaré esperando.

El recado lo escuchó, la tarde anterior, de la boca de su criado y le había quitado el sueño el resto de la noche. Llegaron de repente, como por asalto, recuerdos y más recuerdos que, por decisión propia, había arrinconado en un agujero bien hondo de su alma desde hacía tiempo. Y por más vueltas que le daba, no lograba entender por qué José María quería hablar con ella ahora, después de más de veinte años, unos cuantos más, sin verse aun viviendo en el mismo pueblo.

–Doña Petra, que me encontré con José María, el de Juana, su ahijado...

–Y ¿dónde fue eso, Vicentito?

–En la venta de Sixto. Es que yo fui a tomar un vaso de vino.

–No me tienes que contar lo que haces por las noches, pero cuidado con el vino, que ya te ha dado muchos disgustos, mi hijo –mientras hablaba se daba tiempo para que la imagen de su ahijado, alejada de su corazón, se dibujara poco a poco en su cabeza..., con más años, con más vida a sus espaldas.

–Solo un vasito, doña Petra, si no, a ver cómo entro yo en calor.

–Y ¿qué te dijo? –se atrevió a preguntar, por fin.

–Me dio un recado...

–Vicentito ¿qué te dijo? –insistió y en su voz había apremio, ganas de saber.

–Que quería hablar con usted.

–¿Para qué?

–No sé... me pagó el vaso de vino; se portó bien conmigo. Después se acercó y me habló bajo, pegado a la oreja porque era un secreto: «Cuéntale a la madrina que voy a verla a su casa mañana por la noche».

–¿No te explicó nada más?

–No, señora. Cogió el sombrero, se lo puso y se fue.

Y ahora ella sigue enfrascada en la misma tarea que inició la tarde anterior justo después de que Vicentito, que regresó de la venta antes de lo que tenía por costumbre, la sorprendiera de camino a su alcoba y plantado delante de ella, en el pasillo, le soltara a la cara el mensaje de su ahijado. Trata de adivinar, de anticipar, de intuir.

Petra escucha el sonido de los pies de aquel hombre que se cuela por las rendijas de las tablas de tea del piso que comunican, eternamente, la lonja con la parte alta de la casa. Ahora agradece la compañía de los pasos lentos de su criado que con sesenta y cinco años y con unas articulaciones inflamadas y comidas por la humedad se mueve como si fuese más viejo de lo que realmente es. Si Juana viviera, tendría su misma edad. Dos críos eran cuando él la recogió en el monte, con su hijo y con su barriga; salvándola del frío, pero condenándola a otros castigos.

Vicentito, el de casa de Petra: el criado tonto, el niño grande, el viejo ingenuo, el que cada tarde se consuela con unos vasos de vino en la venta de Sixto, en El Morro, mientras imita los gestos y las palabras de los que allí se juntan para decirse a sí mismo que es igual que ellos, uno más.

Y cuando ya el alcohol le anega el corazón, solo entonces, le sale la rabia por ser un medio hombre que nunca ha terminado de crecer y se lanza de cabeza contra el primero que encuentra en su camino, sabiendo que este lo enviará, de un solo manotazo, a una esquina de la venta donde, derrotado, se echará a llorar. «Que te estés quieto, Vicentito, coño», le dicen al tiempo que lo empujan; y allí lo olvidan hasta que llega la hora de cerrar y algún vecino que va para Poleal carga con él y lo deja en la lonja de la casa de doña Petra, donde tiene su camastro y en el que se duerme cada noche con el olor dulzón de los higos pasados pegado a la nariz.

Petra agradece que el tiempo y la humedad hayan abierto aquellas grietas en los tablones de madera del piso, porque así, en sus noches de soledad, puede oír la tos y los pedos que se tira el criado allá abajo, en un esquina de aquel espacio inmenso al que se puede acceder por cualquiera de las tres puertas que se presentan, altivas, en su frente; una lonja que soporta, con elegancia, el peso de una segunda planta igual de grande y que habla de la riqueza de una familia que siempre ha tenido alimentos que guardar, excedentes que conservar y no todo el mundo puede decir lo mismo en un pueblo como aquel. Ese espacio abierto, sin tabiques que lo dividan, acoge cajas y más cajas de tea que se llenan cada año de gofio, de higos, de almendras, de grano; y alrededor de estas y colgados de las paredes, están los aperos que usa Vicentito y antes que él, los hombres que se han encargado del trabajo del campo y de sacarle partido a una tierra de secano a la que a veces hay que hacerle trampas, cosecha tras cosecha.

En una esquina de la lonja está el camastro del criado con un par de traperas por encima y un colchón lleno de paja que hay que revolver y levantar de cuando en cuando para que no se acostumbre demasiado al molde de un mismo cuerpo. A Petra, ahora, le produce alivio sentir su compañía sonora y lejana, aunque hubo un tiempo, recuerda, en que deseó que su habitación fuera hermética, una burbuja infranqueable para los oídos extraños.

José María debe de andar por los cuarenta y ocho años, piensa, mientras su cabeza se entretiene en cuadrar números y fechas, tarea que siempre se le ha dado muy bien. Ya no es un hombre joven. ¿Qué querrá ahora?

Ella sabe cosas de su vida; todo lo que las lenguas del pueblo se han ocupado en hacerle llegar y que escucha sin mostrar que pone interés en ello. Pero su corazón se abre como una esponja, cada vez que oye un chismorreo, para absorber cualquier pequeño detalle que le ayude a comprender cómo es la vida de su ahijado, ahora. ¿Tendrán, todavía, sus ojos ese color azul tan intenso? Petra se prepara para su encuentro con una cara envejecida, la carita de sus amores, probablemente llena de manchas y de arrugas ya que el tiempo no pasa en balde para nadie y también para que los rencores que ese muchacho ha cargado en el corazón no le destrocen el suyo de un golpe seco. Aunque, ya puestos, piensa aprovechar aquella visita inesperada para cumplir con la última voluntad de Juana, porque la vida ha sido generosa con ella al darle esta oportunidad.

Echa el agua de toronjil en el jarro pasándola por un colador y con el recipiente bien agarrado con sus dos manos se sienta, otra vez. Entre sorbo y sorbo empieza a hacer números, a calcular los gastos que debe cubrir durante el mes, las ganancias que va a obtener y la danza de cifras en su cabeza logra relajarla y adormecerla un poco mientras espera a su visita.

–Los números son perfectos y exactos –le decía su padre–. Aprende a jugar con ellos y la perfección crecerá también en ti.

–¡Papá, papá, cuánto te quería!

II

Poleal, Villa de Mazo. Mayo de 1850

–¿Da usted su permiso, don Gregorio?

–Pasa, Fabián, pasa.

–Perdone que le moleste, pero si tiene un momento, necesito consultarle un asunto y pedirle un favor.

–¿Cómo no voy a tener un momento? Si tiempo es lo que me sobra ya. Los días son largos cuando uno no puede moverse de este cuarto. Pasa, Fabián, y acércate tú que estás más liviano y te cuesta menos caminar.

–Muchas gracias, don Gregorio.

Fabián se dirigió hacia al taburete de piel de cabra que estaba cerca de la ventana y en el que su patrón se pasaba el día sentado, mirando la costa del pueblo donde vivían, seca y ventosa. Poco más podía observar, pues la disposición de la casa, escondida en un repliegue del terreno que le daba la espalda a El Pueblo, lo condenaba a ver pasar las horas solo, como si fuera el único ser vivo sobre la tierra. En una cárcel se sentía, con el monte acordonándolo por el oeste y un mar, pintado de blanco la mayor parte al año, haciendo de linde por el lado opuesto; aunque del mar no tenía queja ya que le regalaba la única alegría del día cuando cada mañana se pintaba de fuego a la salida del sol. El mismo que calentaba, despacio y a medida que ascendía, las paredes encaladas de aquella vivienda grande y buena, construida por los Pérez que le precedieron y que la levantaron piedra a piedra. Sin embargo, fue su padre, uno de los mayores propietarios de tierras del pueblo, quien le dio el empujón definitivo y terminó de construirla, con muros anchos y sólidos que trataban de aislarla, todo cuanto fuera posible, de la humedad y del frío del exterior.

El primer signo de riqueza era una lonja espaciosa que conformaba la parte baja, con tres puertas de doble hoja; y el segundo, un número igual de ventanas en el piso superior, al que se accedía por la escalera exterior, protegida por un techo de piedra y adornada, a ambos lados, con enredaderas y geranios que crecían a su antojo alimentándose de la humedad de aquella zona de umbría.

Después de ascender por el último tramo de escalera, aparecía un patio que señalaba el inicio de la vivienda y desde el que se podían ver dos puertas diferentes: la principal, de madera noble, y otra pequeña y sencilla que era la entrada a la cocina donde el olor a carbón y la poca luz que se colaba por un postigo eran los compañeros habituales de las criadas que se encargaron de atender a la familia cuando eran muchos. Con solo dos personas, no se necesitaba ayuda y era Dorita, la única hija de don Gregorio, la que cocinaba y cuidaba de su padre.

Desde la puerta principal se cruzaba un pasillo oscuro, sin luz directa, que permitía acceder a cada una de las seis habitaciones situadas, la mitad de ellas, hacia oriente, y la otra mitad, hacía poniente, en una organización simple y sencilla, y que parecía haber sido ideada por un niño que, como si de un juego se tratara, se hubiese dedicado a colocar cuadrados al lado de cuadrados con una zona neutral y oscura que los delimitaba y los separaba.

Los tres cuartos de cada uno de los dos lados se comunicaban entre ellos, tanto por las puertas que hacían de frontera entre unos y otros como por el aire, por ese tramo de espacio vacío que quedaba libre entre el final de cada tabique y el tejado de dos aguas sostenido sobre gruesas vigas de tea. Así que las palabras, los suspiros, los ronquidos, los quejidos que se lanzaban en alguno de sus rincones corrían veloces, atravesando el techo, hacia el resto de la casa.

La primera habitación de la zona de oriente era la que ocupaba habitualmente don Gregorio Pérez, tanto mientras dormía como durante el resto del día, cuando se dedicaba a ver pasar a sus vecinos por el camino real. Allí se concentraba la mayor parte de la actividad de la casa y se consumía poco a poco su dueño, sentado en un taburete de piel de cabra. Ese había sido, tradicionalmente, el cuarto de recibir, pero Dorita, en un intento por acercar a su padre a la vida del resto de la familia, lo convirtió en su dormitorio después de que una enfermedad lo dejara postrado en una silla. Los demás estaban cerrados y vacíos ya que poca cosa se podía hacer en ellos.

Dorita tenía su alcoba al otro lado del pasillo, en la parte más fría, que apenas se calentaba un poco al caer la tarde y desde cuya ventana se podía ver la montaña de Las Toscas y el resto de los montes cercanos al pueblo. Delante de la fila de cuartos tristes y oscuros se desplegaba, como un regalo, un patio lleno de geranios silvestres, y en el que había varios bancos de piedra, un aljibe grande con un brocal de madera y una pileta, de piedra también, para lavar la ropa todos los sábados. Y era ese pequeño espacio cubierto de flores el que hacía que esas habitaciones fueran más íntimas y acogedoras, escondidas como estaban de la vista de todos cuantos pasaban por el camino real: mujeres con cestas en la cabeza y hombres que tiraban de las bestias cargadas de monte, y a los que don Gregorio saludaba desde la ventana, levantando la mano y lanzando al aire un «¿qué pasó?».

De resto, el dueño de la casa se limitaba a ver cómo se sucedían las horas y a maldecir las piernas que ya no respondían a sus deseos de caminar por unas tierras que, hasta no hacía mucho, recorría veloz siempre subiendo, siempre hacía el monte.

–Y ¿se puede saber qué me quieres consultar? –le preguntó a Fabián que, nervioso, se mantenía de pie, a su lado.

–Pues verá usted, don Gregorio... Es que mi chico, Antonio, se quiere ir a Cuba.

–¿Y eso? ¿No está contento con nosotros?

–Contento sí que está. Usted es muy buen patrón, pero él está antojado en que se quiere marchar. Cosas de jóvenes, como todos se van, ahora...

–Eso es lo que pasa, Fabián: que huyen del hambre y de la miseria. Pero no es oro todo lo que reluce. Y que no piense tu chico que se va a hacer rico nada más llegar. No es tan fácil.

–Ya se lo he dicho, que pocos lo consiguen; son más los que se mueren de alguna enfermedad y nunca se vuelve a saber de ellos. Pero no hay manera, está empeñado.

–Es que esta isla ya no puede mantener a sus hijos y como una mala madre, los echa al mar, a su suerte. Maldita sequía y maldita la pobreza en la que nos ha tocado vivir. Aunque no estoy yo como para reclamar nada, pues en mi mesa nunca ha faltado la comida. Y en la tuya tampoco, Fabián, que unos buenos reales te pago por tu trabajo.

–Usted sabe que yo no me quejo, don Gregorio.

–Los que te mereces, por otra parte. Si no te tuviera de capataz, este barco ya se habría hundido hace mucho tiempo.

–Y yo que se lo agradezco; pero mi hijo no se quita de la cabeza la idea de embarcar. Ya está arreglando los papeles...

Don Gregorio carraspeó y saludó con la mano a un vecino que pasaba por el camino con una bestia cargada de tagasaste.

–Y ¿qué ocurre?

–Que no nos dan los reales para comprar el billete. Se lo devolveríamos; solo sería un préstamo y con el interés que usted considere.

–Déjate de intereses, que tú ya sabes la estima que le tengo yo a tu hijo.

–Los negocios son los negocios y cuando Fabián Lorenzo da su palabra, la cumple. En nuestra familia, los hombres se visten por los pies; no tenga usted pena por eso.

–Que ya lo sé, cristiano. Si habré tenido yo tiempo de conocerte en todos estos años.

–De devolverle los reales me encargo yo; de la manera que usted me diga. No quisiera que el chico se me fuera para Cuba empeñado; para eso está su padre, que se hace cargo de la deuda mientras tenga manos para trabajar.

Don Gregorio se giró un poco para escupir en la bacinilla que tenía al lado de su taburete y después se limpió la comisura de la boca con un pañuelo arrugado que sacó del bolsillo de su pantalón, donde lo volvió a esconder al rato.

–Tenía yo otros planes para Antonio, y tú lo sabes, Fabián.

–A veces las cosas no salen como uno quiere.

–Y ¿dónde está el muchacho? ¿No me tiene confianza como para pedirme él los reales?

–Lo que le tiene a usted mi hijo es mucho respeto y le da pena pedir; por eso me ha dicho que lo haga yo. Está en la cocina, esperando.

–Dile que venga. A ver si no vamos a poder, Antonio y yo, hablar como hombres.

Fabián se dirigió a la cocina donde lo esperaba su hijo, de pie, inquieto y dando vueltas en la habitación oscura, pero siempre caliente por los rescoldos del carbón. Cuando vio aparecer a su padre lo miró a los ojos y le preguntó:

–¿Qué ha dicho?

–Que te quiere ver. Vamos, entra.

Antonio carraspeó, se aclaró la voz, se pasó la mano por el pelo negro y rizado, y siguió a su padre con paso ligero.

–Trae de camino dos sillas, Fabián –oyeron que les gritaba el anciano cuando estaban saliendo de la cocina–, que ya me duele el cogote de tener que mirar para arriba.

Y el joven obedeció al momento, cogiendo las dos primeras que encontró a su paso, sin dejar que el padre cargara con ninguna de ellas.

–Buenos días, don Gregorio –dijo Antonio.

–Siéntate, muchacho; y tú también, Fabián –y padre e hijo se sentaron, incómodos, al lado del patrón y detrás de la ventana desde la que se veía el camino real que iba desde la Montaña de la Breña a Cruz de Somada Alta, limpio de hierbas, no porque el ayuntamiento se encargara de ello, ya que reales para eso no tenía, sino por el trasiego de personas y bestias de un lado para otro.

No había dinero ni para eso ni para nada. Miseria y más miseria, mantenida por unos alcaldes que se sucedían los unos a los otros como los voladores en una fiesta, sin ser capaces, ninguno de ellos, de sacar a aquel pueblo del hambre crónica y de la penuria; siempre barriendo para su casa, detrás de sus propios intereses y nada más.

Ahora le había tocado el turno a José García Méndez, que no tenía ni donde reunirse con sus concejales. Celebraban los plenos en El Pósito, hablando de política en un almacén de grano en el que las ratas vivían felices, ya que no contaban con posibles para construir la casa consistorial ni para hacer una cárcel; y así estaban todos los sinvergüenzas del pueblo bebiendo vino en la venta del Morro, cada noche, como si tal cosa. Tampoco había dinero para arreglar los caminos o para darle algo de comer a los menesterosos y a los desnutridos que malvivían en aquellas tierras de secano. No era de extrañar que los jóvenes se encandilaran con promesas de abundancia y de riqueza. Pero que se fuera Antonio, eso sí que no se lo esperaba.

–Me dice tu padre que te quieres ir –y como los dos hombres estaban ya sentados a su lado, los podía mirar de frente.

–Sí, don Gregorio.

–¿Tan mal te hemos tratado en esta casa?

–No, no es eso.

–Y entonces, ¿qué es?

–Ganas de tener una oportunidad en la vida. Uno escucha lo que dicen de Cuba y quiere ir y probar – respondió Antonio en voz baja.

–¿Qué vas a hacer allá, muchacho? ¿Tienes algo pensado?

–Algo tengo pensado.

Y, como no parecía dispuesto a desvelar sus planes, fue su padre el que continuó por él.

–Es que hay muchos palmeros en un sitio de la isla... ¿Cómo se llama, mi hijo?

–Cabaiguán –respondió, simulando una familiaridad con esa ciudad que realmente no tenía.

–Y ¿a quién tienes allí conocido? –preguntó don Gregorio.

–Hay gente de El Pueblo, de La Rosa y alguno de Loderos. Se fueron hace un par de años y trabajan en los chinchales de tabaco. Dicen en las cartas que les va bien.

–Pero, ¿qué sabes tú de tabaco, Antonio?

–De tabaco, nada. Pero sé llevar las cuentas de un negocio; y donde hay dinero, hay números para cuadrar.

–Puedes seguir llevando las cuentas de estas tierras como hasta ahora. Ya lo sabes.

–Sí que lo sé, don Gregorio, y se lo agradezco, pero quiero probar suerte. Si no sale bien, siempre se puede volver. Mi padre seguirá aquí y se encargará de todo.

–Lo sé, mi hijo. Lo sé –y Gregorio se rindió pues el muchacho ya había tomado, desde hacía mucho, una decisión–. Está bien, está bien. No se puede amarrar a la juventud. Coge lo que necesites para ese billete y ya me lo devolverás cuando puedas.

–Prepararé un documento y firmaremos mi padre y yo. Lo iremos devolviendo mes a mes. Somos gente de palabra, don Gregorio. Pierda usted cuidado por eso –Antonio casi no podía disimular la prisa que le entró, de repente, por salir de allí y correr a sacar su billete para Cabaiguán.

Lo compraría con la naviera Pinillos y saldría del puerto de Tenerife en uno de sus barcos. Le habían dicho que esa naviera andaluza hacía escala en Canarias y, después de veinte días, le podría dar un abrazo a Cirilo, su amigo de la infancia, y con el que compartió tanto el cuidado del ganado en el monte como las horas que pasaron en la casa del cura aprendiendo a leer y a escribir; y a hacer cuentas, porque era eso lo que más les gustaba. «Listos como teas», decía el cura que eran aquellos dos muchachos y se empeñó en instruirlos y dotarlos de unas destrezas que el resto de los vecinos del pueblo no tenían y ni siquiera deseaban. Por eso siempre se sintieron un poquito por encima de los demás.

Antonio no se atrevió a irse con Cirilo, dos años atrás. Por no dejar a su padre sin hijo; por pena de don Gregorio que solo contaba con ellos dos para gestionar sus bienes; por miedo a lo desconocido y por Dorita, que lo miraba de aquella manera cuando pasaba por su lado. A fin de cuentas, y si no se enredaba en mentiras consigo mismo, porque no tuvo valor y esa falta de arrojo y de hombría lo hacía sentirse un inútil; especialmente cuando llegaba alguna carta de Cuba con el nombre de su amigo Cirilo en el remite y el de Cabaiguán al lado. Esa ciudad comenzó a ser como su segunda casa de tanto y tanto que se la imaginaba: llana, mojada, luminosa, febril, sonora... Ya tenía el dinero para comprarse el billete y ahora todo lo demás debía esperar.

Cuando Antonio salió de la habitación, cuando su espalda ancha y sus piernas fibrosas atravesaron la puerta para desaparecer tras ella, los dos viejos sintieron que la eterna neblina que envolvía a aquel pueblo, aún en una mañana de mayo, se colaba por la esquina de un cristal de la ventana que andaba medio suelto y les humedecía las camisas, erizándoles la piel... La sangre fresca y ruidosa que se marchaba, con prisa, sin mirar para detrás.

–Vete a la cocina y trae la botella de vino, Fabián.

–Es media mañana, Gregorio –en un gesto de cariño, de agradecimiento, de cercanía; en un acto de respeto hacia el recuerdo de los momentos de copas y mujeres que vivieron juntos en su juventud, se apeó del tratamiento con el que habitualmente se dirigía a su patrón y lo tuteó.

–Pues por eso mismo, porque ya es media mañana. Vete a la cocina y trae la botella de vino. Y dos vasos chicos.

–¿Vamos a brindar por algo?

–Tú haz lo que te digo.

Se dirigió a la cocina y buscó en el locero lo que le había encargado don Gregorio, mientras dio por concluido el momento de confianza que se había instalado entre los dos y se recordó a sí mismo que el sitio de cada uno es el que es. Cuando caminaba de regreso a la habitación en la que lo esperaba su patrón, se cruzó con Dorita, que lo miró con los ojos enrojecidos y después se echó a correr para perderse entre los cuartos de la casa.

–Siéntate, Fabián, y pon dos vasos.

–Porque usted lo manda, don Gregorio, que tendría yo que estar picando monte para el ganado.

–Que lo haga tu hijo hoy, no vaya a olvidarse muy pronto del olor a mierda de vaca con el que se crio de chico.

–Antonio no olvida de dónde viene. Él lo sabe muy bien.

Don Gregorio se tomó su vaso de vino de un trago y extendió la mano para que le sirviera otro.

–Y ¿qué hacemos ahora con las tierras, sin gente joven que las atienda? –dijo el patrón en voz baja casi como si se lo preguntara a sí mismo.

–Algo pensaremos, no se preocupe. Además, yo no soy tan viejo. Todavía sirvo para algo –y Fabián hizo un amago de sonrisa.

–Échate el vaso de vino que ya tendrás tiempo de partirte el lomo cuando te quedes solo.

–Cosas de los hijos, que no suelen hacer lo que uno quiere.

–No hemos tenido mucha suerte, Fabián. El tuyo se va.

–Sí, el mío se va –y la tristeza empañó la mirada de aquel hombre.

–Y el mío nació muerto. Aquel parto de jimaguas que se llevó por delante a la madre y al hijo macho. Y mira lo que me fue a quedar: una hembra.

–Dorita es una muchacha seria y lo cuida muy bien, don Gregorio.

–Como es su obligación, que para eso están las hijas; pero parece que Antonio no la ve con los mismos buenos ojos que tú. En un momento creí... –y se calló el resto de sus pensamientos.

–Es difícil saber lo que él piensa –dijo el padre como una disculpa velada.

–Creí que cuidaría de las tierras y de mi hija. Pero no le interesa este negocio, prefiere el tabaco.

Fabián se revolvió incómodo en su silla, sin saber muy bien qué decirle a aquel hombre para borrar el desprecio de Antonio por una posición y por unas riquezas que no merecía, pero que le habían puesto en bandeja. No era poco casarse con la hija de don Gregorio Pérez, con la heredera de una finca conformada por trozos de tierras desperdigados por la costa y por el monte, y que daban muy bien para comer, para no pasar hambre. No era bobería hacerse con el patrimonio en reales de aquel hombre, que se iba ampliando a medida que los desgraciados del pueblo tenían que recurrir a él para tapar agujeros con préstamos que devolvían poco a poco y a veces durante el resto de su vida. Y cuando no se pagaba, la finca de Gregorio Pérez se hacía mayor.

No era fácil justificar la partida de Antonio y contentos tendrían que estar, porque, al fin y al cabo, el patrón les había prestado el dinero que necesitaban. «Que eres muy orgulloso y de orgullo no se vive», le decía Fabián, cuando todavía trataba de desmontar una decisión que ya había sido tomada hacía tiempo. Y la respuesta de su hijo siempre era la misma:

–No voy a entrar en la familia de don Gregorio Pérez con una mano delante y otra detrás, como un muerto de hambre. Si Dorita me quiere, que espere.

Pero eso no se lo iba a contar al padre de la muchacha, porque de esas cosas los hombres no hablan; así que no le quedaba otra que beberse el vaso de vino que sostenía en la mano y aguantar las amarguras de aquel viejo que era tan solo un poco más viejo que él.

–Poca suerte tuve con los hijos –repitió don Gregorio con una voz cansada–, quedarme con la hembra y morirse el macho, coño.

–Verá usted cómo el día menos pensado, viene a pedirla cualquier soltero del pueblo.

–Si ya no quedan, Fabián. Solteros serios, con fundamento, en este pueblo quedan pocos. Todos están cortando caña y liando tabaco en Cuba. Desgraciados y muertos de hambre es lo único que hay por aquí. Los que sirven para algo, ya han cogido el barco.

–La isla es grande y la muchacha es un buen partido –insistía Fabián, aun sabiendo que traicionaba a su hijo y a Dorita, y a lo que quiera que hubiese entre ellos, que lo había, con tal de tranquilizar a su patrón.

–Esta se me va a quedar soltera. Si lo sabré yo. Le cogió cariño a tu hijo y no creo que quiera casarse con nadie, a menos que la obligue; y yo no tengo fuerzas para eso.

–Ya me hubiese gustado a mí, Gregorio, ya me hubiese gustado... –y volvió el tuteo, la intimidad, sin atreverse a ponerle palabras a esa imagen de un matrimonio entre los chicos, ya que no le correspondía a él hablar de lo que hubiera sido posible, de querer su hijo, pero inmerecido.

–Vamos a brindar, Fabián; vamos a brindar para que ese barco llegue bien a Cuba y para que Antonio se canse rápido del olor a tabaco y vuelva a esta casa, la suya, si la quisiera.

–¡Porque el barco llegue bien a Cuba! –dijo Fabián. Y se tomaron el tercer vaso de vino de la mañana, de un solo trago, como hacen los hombres, al tiempo que arrastraban las penas.

III

Poleal, Villa de Mazo. 1855-1859

El regreso de Antonio desde Cuba se produjo antes de lo que él hubiese deseado porque la vida dio un par de giros grandes y formó un nudo duro que lo enredó y tiró de él hacia el lado de acá del Atlántico. En una de las cartas que le mandó Dorita, le decía que su padre, Gregorio, se había muerto, y entre ella y Fabián atendían los terrenos de la familia como podían.

–No te preocupes, aunque me gustaría que estuvieras aquí, con nosotros.

Fue al recibir la siguiente carta, leyendo unas frases que pedían socorro a gritos, cuando entendió que su padre también se iría pronto detrás de su gran amigo; puede que el único que tuvo, a pesar de las diferencias y de las distancias que había entre ellos y que estuvieron marcadas desde el mismo día de su nacimiento.

–Pasan cosas muy raras –le contaba Dorita–. Un día vi a tu padre sacar ropa del arcón y llevarla a los pajeros, para que la comieran las vacas; y al otro estaba mordiendo unos trozos de jabón que encontró en la pileta. Él ya no me habla de ti, ni me pregunta cómo estás; solo nombra a tu madre y yo no sé qué hacer.

Entonces supo que tenía que volver, antes de tiempo y con todo a medias.