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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Grace Green

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Más fuerte que el temor, n.º 1610 - mayo 2020

Título original: Forever Wife and Mother

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-164-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

POR QUÉ le había mentido?

De pie ante la ventana del estudio, Caprice Kincaid, con los ojos llenos de lágrimas, contemplaba las tres limusinas negras que se llevaban a un grupo de dolientes rezagados de Lockhart House. Nunca se había sentido tan sola, tan perdida, tan desconcertada. Toda su vida había confiado en su padre y le dolía en el alma saber que la había engañado.

Quería preguntarle desesperadamente por qué, pero era demasiado tarde. Se había ido para siempre. Y ella se quedaba allí sin saber cuál era el hondo secreto que había escondido durante todos esos años.

–Con permiso, Caprice.

Tras limpiarse las lágrimas, se volvió hacia el abogado de su padre, Michael Duggan, que la miraba desde la puerta.

–Michael –con una leve sonrisa indicó al fornido hombre con barba que se acercara al escritorio de su padre–. Gracias por esperar.

–Dijiste que querías enseñarme algo.

–Sí.

Caprice abrió un cajón del escritorio de palo de rosa con una diminuta llave que la noche anterior había encontrado en la cartera de su padre. Con dedos temblorosos sacó un folio amarillento y luego cerró el cajón. Michael habló:

–Como te dije el otro día, el testamento de tu padre es sencillo. Por ser el único familiar vivo, tú eres la heredera universal de todos sus bienes. Así que ahora te has convertido en una joven muy rica.

–Este es el certificado de nacimiento de mi padre –dijo Caprice al tiempo que le tendía el documento y se apartaba de la mejilla un mechón de pelo rubio ceniza–. Papá siempre me dejó creer que había nacido en Nueva York. ¿Por qué me mentiría?

El abogado frunció el ceño.

–Según este documento, nació en el estado de Washington. Menuda sorpresa… –murmuró tras examinar el documento.

–¿Para ti también?

–Sí. Tenía la impresión de que había nacido en Nueva York. Sé que allí conoció a tu madre y que se trasladaron aquí, a Chicago, antes de que nacieras. Pero de ese lugar en el estado de Washington, Hidden Valley, solo sabía que tu padre poseía allí una propiedad junto al río. Que ahora es tuya, naturalmente.

–¿Qué clase de propiedad?

–Una cabaña. Un sitio modesto, con unas pocas hectáreas de tierra.

–Pero tenía entendido que había invertido todo su capital en edificios de apartamentos, ¿no es así?

–Excepto Holly Cottage, la casa de campo de la que hablamos.

–¿Está alquilada?

–Actualmente, no; pero durante más de veinte años tu padre la cedió a una organización benéfica de Seattle llamada Break Away. Se utilizaba como lugar de retiro para mujeres de recursos modestos que, por alguna razón, necesitaban con urgencia un descanso. Mujeres que habían sufrido grandes problemas en la vida.

–No tenía ni idea…

–El pasado otoño, tras el segundo infarto, tu padre le comunicó a Break Away que Holly Cottage ya no estaría disponible. Pensaba vender todos sus bienes y, de hecho, se deshizo de todas las propiedades; sin embargo, nunca puso en venta la cabaña. Al parecer, algo se lo impedía. Pero no sé lo que era –declaró al tiempo que le devolvía el certificado.

–Me gustaría averiguarlo.

–Yo me encargaré de eso.

–Gracias, Michael, pero quiero hacerlo yo misma. El próximo lunes iré a la oficina para revisar los documentos de los que ya hemos hablado y el martes volaré a Seattle. He localizado Hidden Valley en el mapa. Se encuentra a un par de horas de la ciudad. Alquilaré un coche en el aeropuerto.

–¿Y te quedarás en Holly Cottage?

–¿Está habitable?

–Claro que sí. Un guarda mantiene la casa en condiciones.

–Entonces me quedaré allí.

–¿Por cuánto tiempo?

–Tanto como sea necesario –dijo con un suspiro tan hondo que la blusa de seda negra se le ciñó a las costillas–. ¿Puedes conseguirme la llave de la casa?

–Naturalmente. Bien pensado, no es una mala idea que te tomes unas vacaciones en el campo. Durante los últimos dos años has sufrido una gran tensión debido a la mala salud de tu padre –comentó el abogado antes de dirigirse hacia la puerta.

Caprice esperó a que Michael Duggan se marchara para abrir el cajón nuevamente y sacar el otro objeto que había encontrado allí: una fotografía.

La instantánea mostraba una modesta casa de madera de dos pisos, con una encantadora mujer morena que posaba ante la puerta principal.

En el reverso de la foto aparecía escrita una sola palabra, con los firmes trazos de la letra de su padre. Angela.

Caprice sintió que se le encogía el corazón. En vida, su madre se llamaba Kristin.

¿Quién era esa desconocida mujer morena que había compartido la vida de su padre en el pasado? ¿Por qué nunca había hablado de ella?

Era un misterio que Caprice estaba decidida a desentrañar.

 

 

–¡Will! Maldición, ¿dónde estará esa chica?

Willow Ryland se despertó sobresaltada al oír las voces. «Habrá un gran jaleo si papá me encuentra aquí», pensó mientras se levantaba de un salto de la mecedora donde se había dormido.

A toda velocidad, se quitó las joyas: la pulsera de plata, los pendientes azules, el collar de perlas rosa, el broche dorado que tenía grabado Angela y, rápidamente, las puso en el fondo del viejo baúl, bajo los vestidos de seda, los sombreros de paja, las sandalias de tacón alto y otras prendas. Luego cerró la tapa cuidadosamente.

–¡Will! ¿Dónde te has metido con ese condenado perro?

Cuando Fang oyó la palabra «perro» se despertó y se sacudió con un gruñido de protesta.

–¡Silencio! Tenemos que salir de aquí. Tú primero –susurró Willow al tiempo que abría la puerta del desván con todo sigilo.

Seguido de Willow, el perro, de raza indefinida y color blanco y negro, empezó a bajar con dificultad la estrecha escalerilla. Cuando llegaron a la segunda planta, la niña guardó la llave en la grieta de la estantería de madera donde la había encontrado el año anterior.

Se encontraba a medio camino del tramo de escalera que conducía a la primera planta cuando vio a su padre en el vestíbulo. En ese momento, este se pasaba con impaciencia una mano por el oscuro cabello ondulado.

–¡Will! –bramó.

–¡Hola, papá, estamos aquí!

El hombre alzó la cabeza con una mirada de alivio que, de inmediato, se transformó en irritación.

–¿Dónde demonios te habías metido? Te he buscado por todas partes.

–Papaíto, no está bien que digas «demonios»

Él torció la boca.

–De acuerdo. Lo siento, Will. No lo volveré a decir.

Willow se subió al pasamanos y se deslizó con la seguridad de que su padre la recogería en sus brazos. Como de hecho sucedió.

–¿Dónde estabas con ese estúpido perro tuyo? –preguntó al tiempo que la depositaba en el suelo.

–Por ahí, estábamos ocupados –respondió vagamente, con una mirada de adoración hacia su padre–. No te oí. ¿Para qué me querías?

–La cena está lista. Hamburguesas con tocino, tu plato preferido –dijo al tiempo que entraban en una agradable y pequeña cocina que era la habitación favorita de la niña, después del desván.

Y también abril era su mes favorito. La temporada de esquí había terminado y el verano aún no comenzaba. El personal del refugio estaba de vacaciones, así que disponía de su padre, el mejor papaíto del mundo, para ella sola. Las cosas serían muy diferentes dentro de dos semanas cuando el centro turístico se llenara de huéspedes. Entonces su padre se pasaría los días fuera, en medio de la naturaleza con un grupo de personas muy acomodadas a las que les gustaba el deporte al aire libre.

Se había comido dos hamburguesas con un gran vaso de leche, cuando se le heló la sangre al ver que había olvidado quitarse el anillo de boda, que brillaba en su dedo.

Mientras se lo sacaba furtivamente, con las manos bajo la mesa, se dio cuenta de que su padre ni siquiera la miraba.

Estaba perdido en sus pensamientos. La niña había aprendido a leer esa mirada de profunda soledad en sus ojos. Una mirada que expresaba sufrimiento por algo. Pero nunca había sabido cuál era la causa.

Su padre no tenía ni idea de que ella solía subir al desván, cosa que él nunca hacía. Y también ignoraba que el día que limpió la habitación había descubierto el baúl de las cosas preciosas. Él no sabía que a ella le encantaban las joyas, los vestidos de seda y todo lo que allí había. A su padre no le gustaban las cosas bonitas. Y tampoco las mujeres bonitas.

Por esa razón, desde el primer momento en que se lo oyó decir, cuando tenía apenas cuatro años, supo que para ganarse el amor de su padre tenía que estar fea.

Y no había sido muy difícil conseguirlo, solía pensar con una sonrisa burlona.

 

 

–¿Hidden Valley? –preguntó el dependiente de la gasolinera al tiempo que escudriñaba la oscura noche. Acto seguido le indicó una carretera que cruzaba la autopista desde la estación de servicio donde se encontraban–. Siga recto otros tres kilómetros aproximadamente y llegará a un pueblecito que debe cruzar. A unos veinte kilómetros, por el mismo camino, verá un letrero iluminado que dice «Ryland’s Resort». Allí debe torcer a la derecha y llegará a la propiedad de Lockhart.

Caprice no tuvo problemas en orientarse, pero el trayecto desde Seattle había sido más largo de lo que esperaba, así que casi era medianoche cuando al fin vio el cartel iluminado.

Tras cruzar la entrada al camino privado, giró a la derecha unos cuantos metros más adelante.

Mientras avanzaba con dificultad, las luces del vehículo iluminaban los pinos alineados a la vera del camino. Tras tomar una curva entró en un claro. La casa de madera se alzaba frente a ella.

Después de estacionar el Honda junto a la portezuela de una cerca de estacas que rodeaba un vasto jardín, se dio un masaje para suavizar la tensión del cuello. Luego tomó el neceser de viaje, apagó las luces y salió del vehículo.

Mientras estiraba los cansados miembros, tomó conciencia de la oscuridad reinante y de la soledad en que se encontraba. El aire puro olía a vegetación y tierra húmeda. En las profundidades del bosque, una criatura salvaje lanzó un chillido y, al sentir el siniestro eco en la colinas, Caprice se estremeció.

Dándose ánimos, emprendió el camino por el sendero de entrada hasta la puerta delantera de la casa. Dejó el neceser en el suelo del porche y sacó la llave del bolso. La puerta se abrió con facilidad. La dejó abierta al comprobar que la entrada estaba completamente oscura. Mientras tanteaba la pared en busca del interruptor de la luz, algo emergió de la oscuridad y pasó junto a ella, rozándole la cabeza con un chillido tan horrible que se le heló la sangre de espanto.

Segundos más tarde, aterrorizada y casi sin aliento, se introducía en el vehículo.

 

 

Fang fue el primero que lo oyó.

En la escalera del porche, Gabe esperaba que el perro hiciera sus necesidades antes de irse a dormir, cuando oyó el ladrido de advertencia desde la espesura del bosque.

Segundos más tarde, sintió el ruido de un motor y luego vio las luces de un vehículo que se estacionaba a unos pocos metros de la casa.

Fang se abalanzó contra el coche ladrando furiosamente.

–¡Fang, ven aquí! –Gabe lo llamó a gritos–. ¡Quieto!

El perro obedeció y se puso junto a su amo.

La potente luz que alumbraba la entrada iluminó el vehículo. Era un Honda Civic. La tensión de Gabe se aflojó al ver que el intruso que salía del coche era una mujer menuda y delgada vestida con tejanos y una camisa oscura. La mujer se protegió la cara de la luz y se acercó, vacilante.

–Sé que es tarde pero, ¿podría proporcionarme una habitación por esta noche?

–Lo siento –dijo Gabe mientras miraba la hermosa melena en completo desorden, adornada con unas plumas negras. Sin duda el peluquero que había agregado unas plumas al peinado tenía que estar loco para imponer esa moda–. ¿No leyó el cartel de la entrada? El refugio se abre dentro de un par de semanas.

–Oh, Dios. ¿Dónde se encuentra el motel más cercano? –preguntó ella con un tembloroso suspiro.

–Tal vez en Cedarville. Queda casi a una hora de camino… –el hombre se detuvo al ver que la mujer se inclinaba hacia un lado–. ¿Se encuentra bien?

No hubo respuesta. Ella se quedó inmóvil, con la mirada perdida y luego se desplomó.

Gabe bajó los peldaños de un salto y alcanzó a sostenerla antes de que se golpeara contra el suelo. Tenía los ojos cerrados, el rostro mortalmente pálido y con manchas oscuras.

Tras unos segundos de vacilación, la alzó en brazos y se dirigió a la casa profiriendo juramentos en voz baja.

Cruzó el vestíbulo, entró en la sala de estar y la depositó en un sofá.

Luego fue al bar y volvió junto a ella con un poco de brandy que dejó caer en su boca. Ella tragó, tosió, movió la cabeza de un lado a otro y lentamente abrió los ojos.

–¿Qué pasa? –preguntó parpadeando.

–Perdió el conocimiento en la entrada de la casa.

–Ah, ahora recuerdo. Al parecer las negativas me sientan mal –balbuceó con una sonrisa irónica.

–Espero que no las reciba muy a menudo. Pueden ser peligrosas para su salud.

–Gracias. Ahora me encuentro bien.

Pero no parecía estar bien en absoluto. Aparte del cansancio, parecía abatida, con tal tristeza en los ojos, que si hubiera sido un ser querido se habría afligido. Pero como no lo era, no necesitaba preocuparse un segundo más por ella. De hecho, cuanto antes se marchara, mejor sería.

–Siento molestarlo –dijo al tiempo que se sentaba con dificultad y se pasaba una mano por el pelo–. ¿Y esto de dónde ha salido? –preguntó horrorizada al ver la pluma negra que tenía en la mano y que tiró al suelo de un manotazo.

–De su pelo, pero no se preocupe: las otras están en su sitio.

–¿Las otras? –de un salto se puso en pie y comenzó a revolverse la melena frenéticamente. Gabe distinguió el brillo de una alianza en uno de sus dedos–. ¿Dónde?

–Quédese quieta –dijo, y comenzó a quitarle las plumas mientras pensaba que el peluquero quedaba libre de culpa. Pero, ¿de dónde habrían salido?–. Aquí están todas.

Ella hizo un gesto de disgusto.

–Gracias por el brandy. Y ahora es mejor que me marche. ¿Podría indicarme cómo llegar a Cedarville y el nombre de un motel? Si me presta el teléfono, podría reservar una habitación.