Portada: Malos tiempos para el país. Michaël Mention
Portadilla: Malos tiempos para el país. Michaël Mention

 

Edición en formato digital: abril de 2020

 

Título original: Sale temps pour le pays

En cubierta: fotografía de © iStock.com/Lenscap67

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Éditions Payot & Rivages, 2012

© De la traducción, Susana Prieto Mori

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-35-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Esta novela está basada en la serie de crímenes cometidos en el norte de Inglaterra entre 1975 y 1981. Por respeto a sus allegados, la identidad de las víctimas y de los investigadores ha sido alterada. Solo se mantienen las circunstancias de los decesos, las etapas de la investigación, los carteles de sensibilización y los artículos de prensa.

 

Gracias a Jane Widdess, Michael Tingay y Stéphane Bourgoin por sus precisiones, así como a Élodie, Marie-Claire y François por sus relecturas. Finalmente, gracias a François Guérif, así como a todo el equipo de Rivages/Noir por su confianza y su indulgencia.

 

 

 

Un recuerdo para Jeanne y Benjamin, que saben por qué, y otro para Élodie, que sabe cuánto...

 

«No esperéis el Juicio Final. Se celebra cada día».

ALBERT CAMUS

La caída, 1956

 

 

«¿Y qué? Debería volver a casa y decir: “¡Hola, querida! ¿Sabes qué? Hoy he visto a un jodido yonqui que ha metido a su bebé en el microondas porque lloraba. ¡Venga, lo comparto contigo! Al compartirlo, vamos a purificarnos de todo ese odio”. Pues no. ¿Sabes por qué? Me aferro a mi angustia. La protejo, porque la necesito. Sigo despierto, en la brecha. Es necesario».

Inspector Vincent Hanna,
a su esposa

MICHAEL MANN, Heat, 1995



22 de marzo de 1979

Agencia local del Daily Mirror, Manchester.

 

 

Esta mañana, como todos los días, la redacción del diario más vendido del país hierve de actividad. Barullo mezclado con timbres telefónicos, repiqueteo de máquinas de escribir e informaciones que se gritan de una mesa a otra. Un caos al estilo de una sociedad conmocionada por un millón y medio de parados, interminables huelgas de mineros y obreros, revueltas raciales y atentados perpetrados por el IRA. En resumen, una Inglaterra lejos, muy lejos, de sus eufóricos sesenta y de su Swinging London.

Periodistas freelance, corresponsales y columnistas se agitan en una aglomeración que hace vibrar la tarima hasta la sala de reuniones. Detrás de la puerta, muros beis, una nube gris de tabaco, una cafetera negra, tazas azules y una mesa ovalada blanca, en torno a la cual están reunidos los siete jefes de sección. En silencio, todos observan al hombre sentado al extremo de la mesa, al que apodan en secreto Darth Vader. De ese icono del Mal, el director del Mirror no tiene en realidad más que las iniciales, pues se llama Dennis Vaughn.

Llueva, haga viento o crisis-petrolifere, este lleva siempre encasquetados los tirantes, que sujetan sus eternos pantalones de pana marrón. Vaughn, son cincuenta años de una existencia dedicada a la objetividad periodística... con la que se identifica tanto como con el Partido Laborista. Su apodo lo debe a su carácter, que es el terror de la redacción.

Por eso todos temen su opinión sobre la maqueta para el día siguiente; el 70 por ciento de la trama original a la espera del hipotético 30 por ciento de las primicias. Con el índice derecho se ajusta las gafas, antes de dirigirse al jefe de la sección de Política.

—Lewis, su artículo sobre Thatcher me parece un poquito demasiado complaciente.

—Señor, no lo he redactado yo, sino...

—... «Alistair Widward», que parece cantar las alabanzas de esa puta de Margaret.

—Simplemente ha insistido en su ambición, que podría permitirle convertirse en nuestro próximo primer ministro.

—¿Una mujer? —El economista en jefe se parte de risa—. ¿Dirigiendo el país?

—No se ría, Sanders. En vista de los últimos sondeos, es una eventualidad muy probable... que parece alegrar mucho a Lewis.

—¡Por supuesto que no! —se defiende el interesado.

—Mejor, porque si los conservadores se la ponen dura, ¡vaya a trabajar al Sun!

Los demás intercambian miradas, pues la alusión no es anodina. Vaughn no ha llegado a digerir que su competidor le robase a Shakespeare su Winter of discontent para evocar el reciente periodo de huelgas. Un artículo político revestido con una referencia a Ricardo III es una idea genial. Una que Vaughn habría querido tener, si no fuera una idea antilaborista. Uno de sus colaboradores disimula una sonrisa tras la palma de la mano. Al menos cree hacerlo, porque Vaughn lo increpa:

—Deje de cachondearse, Greenway. Su artículo sobre el Frente Nacional también hay que revisarlo, si queremos evitar que los skins nos acusen de difamación.

—Me he limitado a mencionar sus linchamientos en los barrios negros y...

—... a sus candidatos a las próximas legislativas. El problema es su frase sobre «el amenazante resurgimiento de la extrema derecha, cáncer de los valores británicos».

—Le recuerdo que en Londres ha tenido más de cien mil votos.

—No se me olvida, como tampoco se me olvida que Thatcher dijo que comprendía el miedo del pueblo a ser «invadido por una cultura extranjera».

Lewis baja la mirada, prefiriendo concentrarse en su taza de café. Lo que Vaughn se cuida de no añadir es que, tres años antes, un titular del Mirror rezaba: «Nueva ola de asiáticos en Gran Bretaña». Una metedura de pata según él y una enésima estigmatización para los extranjeros, rechazados por un país gangrenado por el racismo. En ese momento, un ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! interrumpe la reunión. Vaughn, ya exasperado:

—¿QUÉ?

—¡Soy Linda, señor! —oye detrás de la puerta—. ¡Hay correo para usted!

—¡Bueno, pues déjelo en mi mesa!

—Es que...

Se levanta bruscamente para abrir la puerta. Linda se sobresalta y deja caer todos los sobres. Los recoge —«Disculpe, señor»— a los pies de Vaughn. Sus colaboradores disfrutan entre risitas de la bienvenida pausa. Algunos se sirven más café o encienden un cigarrillo; otros hacen ambas cosas.

La apertura de la puerta ventila la estancia, adonde llega el jaleo de las mesas de la redacción. Allí resuenan «Manchester United» y «corrupción». Verdad, tal vez. Más allá, dos periodistas hablan de los médicos de urgencias del Hospital Swan, que estarían seleccionando a los pacientes. Seguramente verdad en un país donde, desde hace varios meses, los cadáveres se amontonan en las morgues. Vaughn lo sabe de buena tinta, pero ha recibido la orden de «arriba» de no divulgar nada so pena de demandas judiciales.

—¿ES QUE QUÉ? —se impacienta.

—Es..., es que pone «urgente» en uno de los sobres, señor.

Vaughn se los arranca de las manos y, uno a uno, los recorre con presteza. Tres citaciones al juzgado, dos invitaciones (una a un concierto benéfico en el Royal Albert Hall, otra al preestreno del próximo James Bond «otra-vez-interpretado-por-ese-blandengue-de-Roger-Moore-que-no-le-llega-a-Sean-Connery-a-la-suela-del-zapato») y un sobre blanco que lleva escrito: «A la atención del señor Vaughn – ¡URGENTE!», con matasellos de Sunderland. Observada por los jefes de sección, Linda les dirige un tímido saludo al que no responden.

Vaughn gira el sobre —sin remite— y se lo queda. Devuelve los otros a Linda y, sin darle las gracias, le cierra la puerta en las narices. Vuelve a sentarse ante la mirada del equipo, que ha recuperado la seriedad. Abre el sobre y, mientras despliega la carta, dice a Greenway:

—En resumen, cuento con usted para modificar el artículo sin demora. En cuanto a usted, Sanders... —dice mientras lee.

—Sí, señor.

Vaughn no responde, concentrado en el papel. Tras sus lentes, sus ojos se van abriendo con creciente estupor, luego con una inquietud que no se le escapa a nadie. Todos lo miran con la misma sorpresa. Greenway quiere tomar la palabra, pero Lewis se le adelanta:

—¿Algún problema, señor?

Vaughn se queda mudo, hipnotizado por la carta que aprieta entre las manos. Visiblemente afectado, se frota la frente plisada por la angustia. Al terminar la lectura, mete la carta en el sobre. Lewis insiste:

—¿Señor?

—La..., la reunión queda pospuesta —declara Vaughn con voz apagada.

Se levanta de la silla —esta vez con lentitud— y vuelve a abrir la puerta, con el sobre en la mano. Con paso rápido, cruza la zona de las mesas de redacción, indiferente al estrés periodístico. Por el camino, un joven dibujante le presenta unas ilustraciones sin conseguir captar su atención. Según avanza, la angustia de Vaughn se muda en pánico, que el trayecto en ascensor hace insoportable. Llegado al último piso, recorre el pasillo desierto hasta su despacho, ante el cual se encuentra su secretaria.

—¡Ah! Señor, su cita con...

—¡Póngame con la policía de Wakefield! Y que no me molesten.

Ella descuelga el auricular mientras lo mira entrar en el despacho. Vaughn cierra de un portazo, se desploma en la silla y se afloja la corbata. Su teléfono retumba y hace vibrar su bote de lápices. Descuelga y encuentra la voz de su secretaria:

—Le paso la llamada, señor.

—Sí, adelante.

Vaughn espera los tres segundos que lleva transferir la comunicación, al cabo de los cuales le llega una voz masculina:

—¡Policía de West Yorkshire a su servicio!

—Buenos días. Dennis Vaughn, director del Mirror en Manchester. Quisiera hablar con el superintendente Walter Bellamy.

—Voy a ver si está.

Espera. Más espera. Insoportable. Abre el último cajón de su escritorio habilitado como minibar y saca de él su botella de Rémy Martin. Quita el tapón y se sirve un vaso de coñac, cuando interviene otra voz, mucho más grave:

—¡Bellamy, dígame!

—Buenos días, soy...

—Ya lo sé. Tengo poco tiempo, así que dese prisa. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Yo... ejem... he recibido una carta firmada por «Jack el Destripador».

—Ídem.

—Entonces ya está... vuelve a empezar.

—No, continúa.

1

Tres años antes,
20 de enero de 1976

Barrio de Chapeltown, Leeds (Yorkshire, norte de Inglaterra).

 

 

... I would do aaaanything for youuuu

I would climb mountaiiiins

I would swim aaaall the oceans blueeee

I would walk a thousand miiiiles, reveal my secreeeets

More than enough for me to shaaaare...

 

Con su voz temblorosa, Brian Ferry dandifica If there is something1, que el saxo arrastra poco a poco a los confines del pop. El piano y la batería se turnan en un crescendo psicodélico para gran placer de los clientes del Gaiety Hotel. De todos los pubs de Roundhay Road, es el preferido de los habitantes de Leeds y con razón: contrariamente al resto, en él puede consumirse alcohol hasta las tres de la mañana. Y putas también. En Chapeltown abundan, entre las «ocasionales» (esencialmente madres de familia que redondean sus ingresos mensuales), las que lo hacen para pagarse la dosis, para distraerse del aburrimiento o porque les gusta eso...

... como Emily Oldson, llamada «Goldson» por sus clientes a causa de su cabellera rubia. Clienta habitual del Gaiety, está de nuevo sentada a «su» mesa, en compañía de su marido, Sydney. Un tipo majo, el tal Sydney. Más majo si cabe porque acepta la «actividad extraconyugal» de su esposa. Mejor aún, lo excita. Emily y él tienen una visión muy personal de la fidelidad, pero se quieren y eso es lo principal. Sus tres hijos pueden dar fe.

Aún más que a su marido, a Emily le gusta el ambiente distendido del Gaiety: allí todo el mundo bebe, baila, liga y conversa. De música, de cine, de ese año que empieza mal con la desindustrialización de la región y del fallecimiento de Agatha Christie, sucedido ocho días antes. Sydney toma un sorbo de su Guinness.

—Nunca me han llegado a gustar sus libros.

—¿Cómo? —pregunta Emily, ensordecida por el volumen de la música.

Sydney deja su jarra en la mesa y se inclina hacia ella para repetir la frase. Emily se inclina a su vez.

—Puede que no hayas leído los mejores...

—Bueno..., he leído Diez negritos, por ejemplo.

—¿Y no te gustó?

—Está bien, pero resulta anticuado.

—Desde luego, pero lo que da valor a sus libros no es el contexto, sino la psicología de sus personajes.

Él se encoge de hombros cuando el jukebox emite lo último de Bowie, Station to Station.

Intro futurista seguida por un piano mordaz que desconcierta a las tres bailarinas de estriptis. Dejan de bailar y recogen su sujetador del escenario, para decepción de los borrachos. Ante su insistencia, retoman las barras verticales. Sus piernas se alzan, los billetes y las pollas también. Emily y Sydney se vuelven para mirarlas con recíproca excitación. Él marca el ritmo con los pies, ella termina su Guinness.

—Cariño, me voy.

—Espera, me acabo la cerveza.

—No, te veo en casa.

Con esas palabras él comprende que su esposa tiene ganas de acabar la noche «a su manera». Entonces toma su rostro entre las manos y la besa con ternura. Emily le acaricia la mejilla, se levanta y ajusta sus botas altas. Luego se pone su largo abrigo beis y señala los vasos que hay sobre la mesa.

—Pago yo. —Sonríe Sydney—. Pásalo bien.

—Gracias. Hasta luego, cariño.

Emily le sonríe y camina en zigzag entre las mesas, ante las miradas de hombres casados o no. Saluda al portero de corte de pelo afro, que descruza sus brazos musculosos para abrirle la puerta. Emily sale y —¡brrrr!— se abrocha el abrigo. Vistazo a los alrededores, ocupados por algunas «colegas». Su presencia la empuja a recorrer Roundhay Road, lejos de la competencia y las rondas policiales. No le apetece especialmente ser arrestada por ofrecimiento de servicios sexuales..., que no por prostitución, matiz. Una distinción más para un país que cultiva su diferencia con el resto del mundo.

Emily busca en su bolsillo y saca su mechero y un Woodbine. Lo enciende maquinalmente, más por dependencia que por ganas. Esos pitillos resultan asquerosos, pero son los más baratos y se venden sueltos. Por eso allí todo el mundo los fuma. Emily aprieta el paso para entrar en calor o, al menos, tener la sensación de hacerlo.

Según avanza, la animación de Chapeltown va dejando lugar al silencio de la ciudad industrial. Allí toma una calle brumosa donde, a lo lejos, dos hombres comparten el ano de una mujer inconsciente. Emily no lo sabe y bordea un estacionamiento, entonces un claxon atrae su atención hacia un Ford Corsair rojo. Se detiene y mira el coche, que vuelve a tocar el claxon. Tira el cigarrillo, cruza en dirección al Ford y sube a bordo.

 

 

A la mañana siguiente, un obrero descubre su cuerpo en un descampado, a varios cientos de metros del Gaiety Hotel.

 

 

 

 

 

 

1 Roxy Music (1972). (Todas las notas son del autor salvo otra indicación).

2

22 de enero de 1976

Departamento de Policía de West Yorkshire, Wakefield (a 20 kilómetros de Leeds).

 

 

A través de las lamas del estor, el superintendente Walter Bellamy contempla cómo se agita la calle, seis pisos por debajo. Manifa antipolis, la segunda en tres meses. Con las manos cruzadas a la espalda, observa cómo resisten los bobbies, mal que bien, a la multitud. A las botellas y a los adoquines se añaden las palabras «fachas» y «cabrones». «Cabrones», el insulto de moda en los tiempos que corren. Cabrones, los laboristas que sacrifican los salarios. Cabrones, los sindicatos que apoyan las medidas del Gobierno. Cabrones, los policías que rompen las huelgas y protegen los desfiles del Frente Nacional en nombre de la libertad de expresión.

—¿Me has hecho llamar? —oye tras él.

Walter se gira. En la entrada del despacho, el inspector George Knox: un metro ochenta y cuatro, ochenta y dos kilos, cincuenta y tres años, de los cuales veintidós a la cabeza de varios departamentos de Investigación Criminal. Policía emérito, posee la hoja de servicios más edificante de la zona norte. Así que, qué se le va a hacer si a veces, para llevar a bien una investigación, se le va un poco la mano. Forma parte de la leyenda y George es una leyenda, tanto por su prestigio como por lo chapado a la antigua que está. Dos décadas en Investigación Criminal le han tallado un rostro de otra época, ya extinta. Una jeta a lo Richard Burton agravada por unas Ray-Ban Aviator Silver Mirror, que solo lleva él en una región tan sombría, sea invierno o verano. Su cabello y su perilla grises, su camisa blanca, su corbata y su pantalón negros le dan un aspecto estricto; la única excepción son sus pantalones de campana.

Walter y él se conocieron en la Royal Air Force, en la época en que se dedicaban a cargarse nazis, a los mandos de sus Hurricane. Más burócrata que su amigo, Walter subió los peldaños hasta ser nombrado superintendente en su ciudad natal. George, por su parte, obtuvo hace dos años el traslado a York, porque su esposa ya no soportaba la agitación londinense. Cada día, casi una hora de camino para ir a trabajar, pero recorriendo Yorkshire, una de las regiones más bellas del mundo, con sus paisajes pictóricos desvelados al antojo de una bruma caprichosa. Puzle multicolor, donde el verde de los pastos se convierte en amarillo forestal, en blancura caliza y...

—Cierra la puerta —le responde Walter.

Su bigote gris es tan ancho que oculta sus labios, hasta el punto de que no parece haber abierto la boca. ¿Walt, ventrílocuo? A George podría hacerle gracia, pero no. Eso se lo deja a sus colegas de las comisarías de barrio, los que prefieren Benny Hill a Monty Python. Cierra la puerta tras él, cruza los brazos y espera. Walter vuelve a sentarse tras su escritorio donde figuran dos dosieres, una foto enmarcada de su esposa Emma, varios bolígrafos, un paquete de cigarrillos Benson & Hedges, un cenicero lleno y un mechero con los colores de la Union Jack, el único regalo de su hijo pequeño Andy, que nunca se ha atrevido a enseñar a sus hombres.

—Menudo caos ahí abajo —suspira George—. ¿Quieres que vaya?

—No hace falta, nuestros chicos ya se ocupan.

—Parecen desbordados. Va siendo hora de que Peterson2 les dé un arma para defenderse, ¿no?

—¿Quieres que nos llamen asesinos además de fachas?

—Si te digo lo que pienso...

Walter abre el primer dosier y lo gira hacia George. En sus lentes se refleja un artículo titulado: «Police hunt for sadistic killer of woman»3.

—Prefiero que me digas lo que piensas de esto —dice Walter.

—Mmm, estoy al tanto.

—Todo el mundo lo está. Desde hace dos días, no se habla de otra cosa en Leeds.

—Desde luego, así descansan de las putas y los drogatas.

—Dudo de que las conclusiones del forense te inspiren la misma ironía.

George toma el dosier y, bajo el artículo, descubre la ficha de Emily Oldson: treinta y dos años, casada, tres hijos, domiciliada en Churchwell, sin profesión, prostituta ocasional, descubierta en el barrio de Chapeltown, cerca del pub donde pasó su última noche. Con el informe de la autopsia están grapadas tres fotos de la escena del crimen, donde yace la víctima. Desnuda y bocabajo. Recorre el informe lleno de macabras conclusiones. Dos heridas en la parte posterior del cráneo causadas por un martillo. Destornillador clavado en la espalda. Cuello, vientre y pecho acuchillados...

—... ¿treinta y dos veces?

—Y eso no es todo.

George prosigue su lectura y descubre que el muslo derecho llevaba la marca de una suela del número 41. «Marcada, como el ganado». Nervioso, Walter enciende un cigarrillo. El olor indispone a su amigo, pero no le dice nada.

—Walt, ¿en qué me concierne esto?

—Esta clase de horrores nos concierne a todos.

—Ya me has entendido: murió en Leeds, entonces ¿por qué me llamas a mí?

—Porque eres el mejor. Vas a cerrar este asunto rapidito y bien. Es Rubin, de la comisaría de Millgarth, quien ha pedido que nos ocupemos del caso.

—Un poco pronto para hablar de caso, ¿no? Este crimen es un hecho aislado.

—Precisamente; no lo es.

George frunce sus cejas pobladas. Desde fuera llegan los gritos de odio de los manifestantes. Walter da una calada y abre el otro dosier.

—Esto ocurrió hace tres meses.

—¿También en Leeds?

Walter asiente y George pasa de una víctima a otra: Wilma McCrane, veintiocho años, soltera, cuatro hijos, domiciliada en Chapeltown, prostituta, hallada a cien metros de su casa el 30 de octubre pasado. Desnuda y bocabajo. Dos heridas en la parte posterior del cráneo causadas por un martillo. Cuello, vientre y pecho lacerados por catorce cuchilladas.

—Mismo perfil y mismo procedimiento —suspira Walter—, aunque sin el destornillador.

—Recuerdo haber oído hablar de ello, pero no causó gran sensación.

—Bueno, es que no se encontró el bolso de McCrane y...

—... claro, nuestros «colegas» concluyeron que se trataba de un robo. No se liquida a una víctima para robarle el bolso. Vaya lumbreras los de Leeds.

Cierra el dosier y se aposta junto a la ventana, desde donde contempla a la multitud que desborda a los bobbies. En los disturbios, cócteles molotov abrasan Wood Street. Uno de ellos incendia una cabina telefónica, que pasa del rojo vivo a un amarillo anaranjado. Avanzada de los policías, dispersión de los manifestantes, suspiro de George.

—En resumen, que me envías a la Gris.

—Antes te gustaba ir a Leeds.

—Antes. ¿Cuándo empiezo?

—Ahora mismo. ¿Tienes ya alguna idea?

—Pues... si hubiera habido violación tendríamos al menos algo parecido a una pista, estilo «mato putas porque mamá me obligaba a follar con ella», para buscar a chiflados que calcen el 41.

George toma los dosieres y se dirige con paso militar hacia la puerta. Walter lo interpela:

—¡George! Hasta ahora, nunca te he dicho nada sobre tus... excesos, pero sin duda has oído hablar de los rumores de corrupción alrededor del CID.

—Son chorradas, y solo afectan al departamento de Londres.

—Sí, pero sabes tan bien como yo que a través de él toda la Investigación Criminal del país está en el punto de mira. La prensa espera un nuevo escándalo como agua de mayo.

—¿«Nuevo»? ¡Hace un siglo!

—Fue ayer.

Walter tiene razón: en aquella época, la prensa había revelado una vasta red de corrupción en el seno de la Metropolitan Detective Force, antepasada del CID. Hasta entonces considerada como irreprochable, la policía nunca llegó realmente a recuperarse. Desde entonces, nadie lo ha olvidado, y menos que nadie las jaurías de Punch, la joya de la prensa satírica.

—Si lo he entendido bien, Walt, me estás pidiendo que sea discreto.

—Eso es. Saludos a Kathryn.

—Se los daré.

—A propósito, ¿se encuentra mejor?

—Sigue con los dolores de cabeza —dice George antes de girar el picaporte.

Su inquietud lleva a Walter a levantarse de la silla para acercarse a él. Demasiado tarde: George ya ha salido, cargado con dos cadáveres suplementarios. Dos de más.

 

 

 

 

 

 

2 Arthur Peterson era director desde hacía cuatro años del Home Office (Ministerio del Interior).

3 «La policía busca al sádico asesino de una mujer».

3

31 de mayo de 1976

Comisaría de Millgarth, Leeds.

 

 

Biiiip... biiiip... biiiip... biii...

 

—¡Bellamy, dígame!

—Walt, soy yo.

—¡Oh! ¡George! ¡Llamas un segundo más tarde y no me pillas! ¿Qué tal?

—No muy bien. Ahora Kathryn sufre desmayos... Bueno, tengo novedades: a principios de mes, una puta fue atacada a martillazos por un tipo y sacamos un retrato. De hecho, otras dos fueron agredidas en la zona el año pasado.

—En la zona..., ¿en Leeds?

—No, una en Keighley el 5 de julio y otra en Halifax el 15 de agosto. La primera fue golpeada con «algo pesado» dentro de un calcetín. Describió al tipo, que coincide con el retrato: unos treinta años, moreno y bigotudo.

—Un bigotudo en el setenta y seis va a ser tan difícil de encontrar como un beatnik en el sesenta y nueve. ¿Has comprobado si hay algún tipo que corresponda a la descripción en el entorno de McCrane y Oldson?

—Sí, pero sin resultado. El equipo de Millgarth y yo...

Se interrumpe y ordena a alguien —un agente, sin duda— que salga de la estancia. «Por favor», añade con imperiosa cortesía. Walter oye una puerta que se cierra, tras lo cual George prosigue:

—Sí, decía que seguimos buscando a sus clientes, pero no es fácil. Follaban con muchos hombres de negocios de la City.

—Esos sí que pagan bien.

—Está claro, mejor que los loiners4...

—Seguid buscando a los clientes. Mis chicos están investigando a todos los pirados que han salido de prisión desde hace un año. ¿Y cómo van las cosas con los polis de ahí?

—Con Rubin bien, pero el otro..., el capullo gordo...

—¿El inspector Caine? No le gusta que investigues en su terreno, ¿verdad?

—Por decirlo suavemente. Me ha dado un local al lado del váter.

—Por lo menos está claro. ¿Anda por ahí?

—Encerrado en su despacho, como todos los días entre doce y dos.

—¿Y qué hace?

—Ni lo sé ni me importa.

—Mmm. ¿Y por lo demás?

—Viejos, camellos y putas.

—Entonces, te dejo en tan encantadora compañía. Mantenme informado sobre el «bigotudo».

—De acuerdo. Adiós, Walt.

 

¡Clac!

 

 

Dos días después, se lanza una campaña de difusión de carteles en Leeds, Keighley y Halifax, con el retrato robot del bigotudo acompañado del siguiente mensaje:

 

 

cartel_01.jpg 

 

 

 

 

 

 

4 Habitantes de Leeds.

4

10 de octubre de 1976

Domicilio de George y Kathryn, Skeldergate, York.

 

 

En sus tiempos, Jorge VI decía que York reflejaba por sí sola toda la historia del país. Ese buen rey ya murió y la ciudad no es más que un escaparate del pasado. Naturalmente, como todo escaparate, ofrece un espectáculo atractivo, en particular con la catedral y los Jardines del Museo de York.

Situada a orillas de los ríos Ouse y Foss, esta antigua ciudad asediada por los romanos y los daneses tiene múltiples facetas: tradicional, cultural, comerciante y por tanto turística. En resumen, York lo es todo... salvo representativa de la Inglaterra de los setenta. Antaño considerada como la segunda ciudad más grande después de Londres, hoy en día es la población de Yorkshire menos diversificada socialmente, con pocos obreros y muchos jubilados.

¿York, una ciudad anquilosada en la nostalgia de su antigua gloria? Eso es al menos lo que George piensa. Cuando se lo dice a Kathryn, ella replica que «poca gente tiene la suerte de vivir a orillas del Ouse». Y, sobre todo, de estar casado con la hija de uno de los agricultores más ricos de Escocia, que les ha regalado una casa de campo por sus bodas de plata. Una casa de dos plantas, toda blanca, con un bonito porche y un jardín del que George no se ocupa. Hoy no lleva sus Ray-Ban. Es normal, es domingo.

—¿Quieres que te ayude, querida?

—No, gracias.

Con los brazos cruzados, observa cómo Kathryn se pone de puntillas para alcanzar la maleta que está encima del armario. El esfuerzo agita su largo cabello gris, donde persiste su antiguo color rojizo. Escocesa hasta en su belleza, más aún que la isla de Arran que la vio nacer.

Kathryn deja la maleta en la cama, cruza el dormitorio hasta la cómoda y tira del pomo del primer cajón, que se le resiste. Hace fuerza y lo abre bruscamente. Sobre la cómoda se tambalea la foto enmarcada de su hija Anna. Kathryn tiende la mano para detener su caída y el marco, al fin, se estabiliza. Aliviada, saca diez bragas y —con una mano encima y otra debajo— las transporta como un sándwich de encajes. Una a una, las dobla sobre la cama.

—¿Y tu investigación?

—¿Cuál?

—La del asesino de Leeds.

—¡Ah! Pues mis chicos han interrogado a una decena de loiners, pero no hemos podido sacar nada en claro. Ídem con los carteles... Sin embargo, teníamos la pista de las «tres».

—¿De qué?

—Ah, no te lo he contado. En un año, tres pu... prostitutas fueron agredidas, dos de ellas aparentemente por el mismo tipo. Las dos lo describieron, pero me entusiasmé pensando que se trataba del asesino.

—Querido, es normal entusiasmarse. Al cabo de treinta años de carrera, ya va siendo hora de aceptar que tu trabajo induce tantos éxitos como fracasos.

—Tienes razón. Eso debería decir a los huérfanos cuando pregunten por qué sus madres ya no están.

Silencio y frotamiento deliciosamente indescriptible de las bragas, con las que Kathryn tapiza el fondo de la maleta. Las cubre con pares de calcetines y abre el segundo cajón. Sin esfuerzo, en este caso. Inspecciona sus sostenes y, tras haber añadido tres, abre el armario. George cierra los dos cajones de la cómoda. El primero se le resiste tanto que la foto de Anna cae sobre la moqueta. Sobresaltos, miradas fijas al marco —¡uf!— intacto. George lo recoge con ambas manos, lo deja sobre la cómoda y se queda mirando la foto. Tres segundos al cabo de los cuales va a acariciar la nuca de Kathryn.

—Lo siento..., es que hace seis meses que mis chicos y yo seguimos la pista del «bigotudo» y aún no tenemos nada.

—¿«El bigotudo»? —ironiza Kathryn alzando las manos—. ¡Brrrr!

—Lo digo en serio.

—Yo también: seis meses no es mucho. ¡Siempre tienes prisa! ¡Querido, relájate un poco! ¡Y deja de preocuparte!

—No es eso lo que me preocupa.

Ella rehúye su mirada y toma dos perchas con dos vestidos colgados. Uno blanco fruncido con escote y otro rosa, sencillamente rosa.

—Querido, tú tendrías que tranquilizarme a mí. Soy yo la que debe preocuparse.

—¡Ah! ¿Lo ves? —dice él con falsa ligereza—. Ayer fingiste lo contrario.

—Sí, pero es hoy cuando me marcho.

Retira las perchas de los vestidos y los dobla con delicadeza sobre la cama. Primero el blanco. Desde el Hotel Queen’s, enfrente, ladra el galgo del jardinero. «Maldito chucho», despotrica George en secreto. Se sienta en la cama y, de espaldas a Kathryn, se frota las rodillas. Con la cabeza gacha, la escucha colocar los vestidos en la maleta antes de dirigirse al baño. Chasquidos de plástico preceden su regreso, con un neceser en la mano. Kathryn lo deja en la maleta, pasea su mirada por el dormitorio. ¿No se olvida de nada? No. ¡Sí! Regresa al armario, de donde saca...

—¿... dos jerséis? —se sorprende George.

—Empieza a hacer frío.

—Sí, pero el doctor Lawrence dijo que solo te quedarías una semana.

—Es por si acaso me quedo más tiempo de lo previsto.

—¡Si es así, te llevaré yo mismo los jerséis!

—No te enfades —sonríe ella—. Volveré a tiempo para darte tu regalo de Navidad.

 

 

cáncer (m.): Tumor maligno formado por la multiplicación desordenada de las células de un órgano o un tejido.