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Anagramas

LORRIE MOORE

Básicamente, me di cuenta, estaba viviendo en esa espantosa etapa de la vida que va desde los veintiséis a los treinta y siete años conocida como estupidez. Es cuando no sabes nada, sabes incluso menos de lo que sabías cuando eras más joven, y ni siquiera tienes una filosofía sobre las cosas que no sabes, algo que sí tenías a los veinte y que volverás a tener a los treinta y ocho. Aunque intentaste ciertas cosas.

Benna Carpenter es cantante en un club nocturno y rehúye de su vecino Gerard, que la ama con locura. Benna Carpenter es profesora de aerobics para ancianos, le detectan un bulto en un pecho, escribe errados anagramas y está enamorada de Gerard, un músico que le rompe el corazón reiteradamente. Benna Carpenter es profesora universitaria, tiene una hija imaginaria y un amigo íntimo, Gerard, de quien descubre un poderoso secreto cuando ya es demasiado tarde.

En Anagramas, su primera novela, Lorrie Moore despliega un agudo sentido del humor y un delicado manejo del lenguaje que serán característicos de toda su obra, y construye una suerte de laberinto de espejos que reflejan otras vidas posibles en una solapada estrategia para combatir la soledad y el abandono. Como si la vida no fuese otra cosa que intentar todas las combinaciones posibles con las letras que a cada uno le tocaron en gracia.

Hilarante, chispeante y muy tierno, Anagramas es el trabajo de un talento sobresaliente.

The Independent

Anagramas

LORRIE MOORE

Traducción de Cecilia Pavón

Eterna Cadencia Editora

AGRADECIMIENTOS

Por su ayuda y su apoyo, agradezco a las siguientes personas: Victoria Wilson, Melanie Jackson, Joe Bellamy, Alison Lurie, Richard Estell, Margaret Moore, Mike Sangria, Sheila Schwartz, Gary Mailman, Kelly Cherry (y su máquina de escribir), Ron Wallace y mis padres. Mi agradecimiento también para Yaddo, donde escribí parte de este libro.

LORRIE MOORE

LORRIE MOORE

Nació Glens Falls (Nueva York), Estados Unidos, en 1957. Ha publicado las colecciones de relatos, Autoayuda (1985), Como la vida (1990), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2015); las novelas ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? (2019, Eterna Cadencia con traducción de Inés Garland) y Al pie de la escalera (2009); y el libro de ensayos y reseñas A ver qué se puede hacer (2019, Eterna Cadencia con traducción de Cecilia Pavón). Sus artículos han aparecido en The New Yorker, The Best American Short Stories y Prize Stories: The O. Henry Awards. Entre otros premios, Lorrie Moore ha sido galardonada con el Irish Times International Prize for Literature, el Pen/Malamud Award y el Rea Award for the Short Story. Es miembro de la American Academy of Arts and Letters.

Foto: © Basso Cannarsa / Agence Opale / Alamy

Moore, Lorrie

Anagramas / Lorrie Moore. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eterna Cadencia, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Cecilia Pavón.
ISBN 978-987-712-190-2

1. Narrativa Estadounidense. I. Pavón, Cecilia, trad. II. Título.

CDD 813

Título original: Anagrams

© 1986, Lorrie Moore

© 2020, ETERNA CADENCIA S.R.L.

Primera edición: febrero de 2020

Primera edición digital: abril de 2020

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

editorial@eternacadencia.com

www.eternacadencia.com

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ISBN 978-987-712-190-2

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico o electrónico, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

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ETERNA CADENCIA EDITORA

Dirección editorial    Leonora Djament

Edición y coordinación    Virginia Ruano

Prensa y comunicación    Tamara Grosso

Corrección   Silvina Varela

Asistente de edición    Eleonora Centelles

Diseño de colección y de cubierta   Cali Hernández y Vero Lara

Administración    Marina Schiaffino

Comercialización    Mariano Ullua

Conversión a formato digital    Libresque

1. ESCAPE DE LA INVASIÓN DE LOS ASESINOS DEL AMOR

Gerard Maines vivía en el mismo piso que una mujer llamada Benna, quien luego de pasar cuatro minutos en cualquier conversación, siempre lograba decir la palabra pene. Él no era un mojigato, pero de todas formas sentía vergüenza al escucharla. Trabajaba todo el día con niños, les enseñaba un tipo de aerobics, y el lenguaje más extremo que solía escuchar le parecía estar en código, hecho de acrónimos o quizás, incluso, en alemán –bu bu, funky, pinik–, palabras cuyo significado era difícil de descifrar incluso en contexto, y que por esa razón no presentaban ningún peligro para él. Sospechaba que esto no era algo distinto a esos conocidos suyos que odiaban las traducciones de las óperas. “Créeme”, solían explicar, “realmente no quieres saber qué están diciendo”.

Hoy, Gerard y Benna estaban hablando sobre las familias.

–Los padres y los hijos –dijo ella– son como los gobiernos: siempre están usando sus penes como espadas.

–En serio –dijo Gerard, sentado en la mesa de la cocina de ella, y sorbió un poco de cerveza sin alcohol como desayuno. Se tocó la barba como un hombre tratando de decidir.

–Pero yo qué sé –Benna sonrió y se encogió de hombros–. Crecí en un tráiler. No es como una verdadera familia con una casa. –Esa era su excusa para todo, su propio estribillo de autocrítica; había crecido en un tráiler en el estado de Nueva York y por eso no estaba calificada para opinar sobre ninguno de los temas sobre los que se seguía pronunciando.

Gerard tenía su propia línea de autojustificación:

–Yo hice de retardado en la obra de mi padre.

–¿Fuiste un retardado en la obra de tu padre?

–Sí –dijo, y se dio cuenta de que cuando uno se enfrentaba con las grandes preguntas de la vida y no encontraba grandes respuestas, debía conformarse con respuestas pequeñas, improvisadas, de la misma forma en que en un día cualquiera una persona tiene que comer al menos algo, aunque no sea maravilloso y grande–. Escribía obras de teatro en nuestro pueblo. Él también elegía el elenco y realizaba la dirección. Fue más difícil vivir el resto de la vida después de eso.

–Debe haber sido horrible para ti –dijo Benna mientras servía más cerveza sin alcohol en los dos vasos.

–Sí –dijo. Él la amaba mucho.

 

 

Benna cantaba en clubes nocturnos. Cuatro noches por semana, se ponía un vestido corto negro y lo que ella cansinamente llamaba sus zapatos “Joan-Crawford-atrápame-poséeme”, y salía a cantar por los diferentes bares de Fitchville. A veces, Gerard iba a verla y a beber demasiado. En el escenario, bajo el reflector, ella le parecía irremediablemente bella, una estrella; sus alhajas de vidrio le lanzaban quásares al público, su risa retumbaba en el micrófono. Había visto a otros hombres enamorarse de ella; conocía la mirada jactanciosa, los tragos gratis enviados entre canciones: él mismo lo había hecho. A veces, se quedaba durante los tres sets y le compraba una hamburguesa al final, o la llevaba a casa. Otras veces, cuando había mucha gente, se la dejaba a los fans –los hombres de negocios con corbatas flojas, las adolescentes del pueblo que la idolatraban, los músicos que contrataba para tocar con ella–, y volvía a casa y se sentaba en la bañera vacía, con la ropa puesta, y esperaba. Sus departamentos tenían una disposición que les hacía compartir la pared del baño, y Gerard podía quedarse allí, en su bañera, esperando a que ella volviera a las dos de la mañana para escucharla hacer pis, escuchar el ruido del papel higiénico desenrollarse, el resorte metálico lanzando la descarga en el inodoro, el deslizarse de la puerta de la ducha, el chorro, la lluvia, el sisear del agua. A veces, la llamaba a través de los azulejos. Ella cerraba la ducha y le gritaba:

–Gerard, ¿me estás hablando a mí?

–Sí, te estoy hablando a ti. No, le estoy hablando a Zero Mostel.

–Escucha, estoy cansada. Me voy a acostar.

Una vez, volvió a casa a las tres de la mañana, completamente borracha, y le tocó la puerta. Cuando él le abrió, estaba apoyada contra el marco, con los ojos cerrados y los zapatos en la mano.

–Gerard –dijo arrastrando las palabras–, ¿harías el amor conmigo? –y entonces se deslizó hasta el piso y se desmayó.

Todas las mañanas, se bajaba un pack de seis cervezas sin alcohol.

–Es que soy viuda –decía, y luego hablaba rápidamente sobre un marido, un abogado que había muerto en un accidente de auto.

–Eres tan joven –murmuraba Gerard–, debe haber sido devastador.

–No –exhalaba, y después cantaba mientras pelaba una naranja–: Oh, qué hermosa mañana –solo esa línea–. No lo sé –decía, y se encogía de hombros.

 

 

Cerca de su edificio de departamentos había un gran campo de béisbol que raramente se usaba. Desde su living, Gerard podía ver el viejo marcador del campo, podrido, erosionado como una madera arrastrada por el agua y con la pintura descascarada, pero que todavía mostraba su escritura discernible y prolija: LOCAL y VISITANTE. Cuando se mudó al departamento, esas palabras parecían burlarse de él –puntuando y enfatizando su propio desplazamiento y soledad– hasta el punto de tener que cerrar las persianas para no verlas.

Sin embargo, ahora, cada tanto, tarde por la noche, solía caminar hasta el campo de béisbol y cuando era verano y hacía calor, se acostaba boca arriba sobre el pasto, a la izquierda del montículo del lanzador, y contemplaba el cielo. Era importante marearse con las estrellas, pensaba. Con demasiada frecuencia uno hasta se olvidaba de que existían. Podía observar una estrella, una estrella brillante y nerviosa, durante tanto tiempo que todas sus entrañas parecían de repente salir disparadas hacia el cielo para encontrarse con ella. Era como lo que sentía de niño cuando jugaba al béisbol; se concentraba tanto en la bola lanzada que, en el momento crucial, el bate parecía saltársele de las manos con un sonido seco para encontrarse con la bola en el medio del aire.

De adulto, rara vez tenía esos momentos de conexión, aunque los que había tenido últimamente habían sido en gran parte con los niños a los que les daba clase. Les había estado mostrando cómo estirarse y luego tocarse la punta de los pies –como árboles, les decía–, y cuando finalmente puso música y les pidió que lo hicieran, los ojos de ellos gritaron: “¡Mírame, lo estoy haciendo!”. El vínculo repentino que se creaba entre ellos tenía la misma magia que un home run. Cada vez se convencía más de que era solo a través de los niños que uno podía volver a conectarse con algo, que en esta vida era solo a través de los niños que uno podía llegar a casa, volverse un hogar, dejar de ser un visitante.

–Muchacho, sí que eres sentimental –le dijo Benna–. Siento que estoy en una película de Shirley Temple.

Benna era una mujer que sabía que estaba ovulando porque soñaba que corría por pasillos para tomar trenes; también era una mujer que decía que no deseaba tener hijos. “Vi a mi amiga Eleanor dar a luz”, decía. “Cuando ves a un niño nacer te das cuenta de que un bebé no es más que un sándwich de jamón y queso reconstituido. Solo un pequeño anagrama de ti y de lo que has estado comiendo durante nueve meses”.

“Pero mira las estrellas”, quería decirle él. “¿Cómo hace uno para llegar allí?”. Pero luego la recordaba cantando en el bar del Ramada Inn, sus diamantes falsos brillando en la oscuridad del lugar, y pensaba que de alguna forma ella ya estaba allí.

–Dime por qué no quieres tener hijos –le preguntó Gerard. Hacía poco, se había permitido fantasear durante una semana completa con la idea de tener una familia con Benna, aunque ella no había demostrado ningún interés real en él después de aquella noche en su puerta, y en general salía con otros hombres. A veces, él los escuchaba subir y bajar las escaleras con un ruido sordo.

–Ya me conoces –dijo–, crecí en un tráiler. Tu propio padre te hizo un retardado. Tú dime por qué quieres tener hijos.

Gerard pensó en el pequeño niño sordo de su clase, un chico llamado Barney que hoy había dicho en voz alta, con su lenguaje embrollado y falto de consonantes: “Por favor, Mr. Maines, cuando esté parado detrás de mí, ¿puede zapatear más fuerte?”. La única forma en que Barney podía escuchar la música y el ritmo era a través de las vibraciones en el piso. Gerard sonrió con bondad y dijo: “Por supuesto, jovencito”, y algo corrió y después se aquietó en su corazón.

–A veces pienso que sin niños somos bestias o polvo. Que somos como algo perdido en el mar.

Benna lo miró y parpadeó, tenía los ojos hinchados como por una alergia. Tomó un gran sorbo de cerveza sin alcohol, lo tragó y se encogió de hombros:

–¿Sí? –dijo–. Creo que estoy exhausta de tanto trabajar.

–Sí, bueno –dijo Gerard, intentando expresar algo más ligero–. Supongo que por eso le dicen trabajo. Supongo que por eso no le dicen ping pong.

 

 

–¿Qué miras? –Gerard había golpeado a su puerta y había entrado. Benna estaba acurrucada en el sofá debajo de una manta mirando televisión. Gerard intentó sonreír, lo había estado practicando, debía sentir el aire en sus dientes, las mejillas tenían que inflárseles y entrar en su campo de visión, sus orejas, elevarse levemente a los costados de su cabeza.

–Algo de ciencia ficción –dijo ella–. Escape de algo. O quizás sea invasión de algo. No recuerdo.

–¿Quiénes son esos personajes con bordes de neón? –preguntó mientras se sentaba junto a ella.

–Esos son los asesinos del amor. Te aman y después te matan. Son de otro planeta. Supuestamente.

Gerard miró el rostro de Benna. Estaba pálida, sin maquillaje, y los ángulos de sus pómulos parecían huesos exquisitos. Su cabello, atado con una banda elástica, brillaba rojizo con la luz de la lámpara. Así como estaba, envuelta en una manta que tenía signos elocuentes de pelo de perro y manchas de café, Gerard sintió más que nunca ganas de abrazarla. Y en una especie de impulso fuera de sí, se inclinó sobre ella y la besó en la boca.

–Gerard –dijo ella, mientras se alejaba levemente de él–. Me gustas mucho, pero no me estoy sintiendo muy sexual últimamente.

Gerard pudo sentir la sequedad de los labios de ella sobre los de él, que seguían ahí, como un fantasma de diez segundos.

–Pero sales con hombres –insistió, y al instante odió el tono de su propia voz–. Los escucho.

–Mira. Ahora estoy atravesando la vida sola –dijo Benna–. No puedo pensar en hombres, ni en penes, ni en matrimonio, ni en hijos. Trabajo demasiado. Ni siquiera me masturbo.

Gerard se hundió en el sofá con ganas de decir algo desagradable, algo de lo que mañana tendría que disculparse. Lo que dijo fue:

–¿Acaso necesitas un público para todo? –Y sin esperar una respuesta, se paró y volvió a su departamento, donde el cartel de LOCAL y VISITANTE, como un juego amañado y milenario, se burlaría de él incluso con las persianas bajas. Se puso de pie y cruzó el pasillo en dirección a su casa.

La palabra mamut deriva del término tártaro mamma que significa “la Tierra”… Por esta razón, algunos creyeron que la gran bestia vivía debajo de la tierra y cavaba madrigueras como un gran topo. Y estaban seguros de que moría cuando salía a la superficie y respiraba aire fresco.

ROY CHAPMAN ANDREWS,

All About Strange Beasts of the Past

Diré esto con un suspiro…

ROBERT FROST,

“El camino no tomado”

No creo que haya nada para mí en el bolso negro.

JUDY GARLAND, El Mago de Oz

3. VENTA DE GARAJE

He notado que hay personas en el mundo que nacen vendedores. Saben cómo realizar transacciones, cómo disponer. Saben cómo abrirse paso de forma fascinante y cautivadora hacia un acuerdo, un descuento. Luego se suben a su auto y conducen a toda velocidad.

–Cada vez que me mudo a un lugar nuevo –dice Eleanor–, me compro un estante para la ducha. Me da la sensación de estar empezando de nuevo. –Esboza una gran sonrisa mordaz. 

–Sé de lo que hablas –dice Gerard, sentado en una silla de jardín, mientras se agacha para atarse los cordones. Estamos en el patio de la casa, liquidando nuestros afectos, intercambiando nuestras vidas por efectivo: hemos organizado una venta de garaje. Gerard se endereza. El cabello le cae sobre la cara, lo hace lucir demasiado joven, luego demasiado apuesto cuando se lo corre hacia atrás. El corazón me duele, se expande y se pliega sobre sí mismo como un omelette.

Son dos contra uno aquí.

Eleanor está tratando de vender su antiguo estante de ducha por veinticinco centavos a pesar de que los restos de un horrible jabón se han secado y han formado una cera verde sobre toda la superficie del accesorio. Eleanor es una buena amiga y ha venido a nuestra venta de garaje este fin de semana con todos los artículos desagradables que no pudo vender en su propia venta de garaje la semana pasada. La invité para poner su propio puesto, pero ahora me pregunto si no estará profanando nuestro jardín. Gerard y yo estamos vendiendo cosas lindas: una bicicleta de diez velocidades, un decantador de vino de vidrio tallado, algunos discos de jazz raros, plantas saludables que necesitan un hogar saludable, suéteres de buena lana, dos sillas antiguas con el respaldo alto. Eleanor ha traído basura: ruleros de goma con pelos todavía enredados en ellos, un body de encaje color lavanda con una antiestética mancha, dos bolsas de placas de aislamiento de fibra de vidrio, tres vasos viejos y grasientos de jugo que venían gratis con el cóctel de camarones y que Eleanor quiere vender ahora por setenta y cinco centavos. También trajo una caja entera de tops sin mangas y una antigua banda sonora de la película Millie, una chica moderna. Extendió la mayor parte de estos objetos en una de las mesas bajas que Gerard y yo habíamos armado con ladrillos y dos puertas viejas traídas desde el cobertizo. Magdalena, nuestra perra, tiene una etiqueta de precio púrpura pegada en la parte trasera (“parece popó”, dice el eternamente joven Gerard). Olfatea los vasos de cóctel de camarones y tira uno. Gerard le alisa con la mano el pelaje negro, le acaricia el lomo, le dice que se calme. Una vez, Eleanor describió a Magdalena como un perro que se veía exactamente igual que el dibujo de un perro de un niño de primer grado. Ahora, sin embargo, con su parte trasera ornamentada, Magdalena parece un poco incorrecta: disfrazada, gitana, como un bebé con las orejas perforadas. Su trasero dice “43 centavos”. Magdalena tiene el porte de una duquesa, siempre lo pensé.

Eleanor ubica algunas prendas de vestir en las ramas de los abedules junto a nosotros: algunas faldas, una chaqueta raída, el body de encaje herido. Ahora somos realmente un tugurio.

–Eso es adorable, Eleanor –dice Gerard señalando los abedules. Magdalena se ha acercado y se ha puesto a ladrarle a la ropa de Eleanor.

–Oh, desaparece y sé una cachorrita yuppie –le dice Eleanor a la perra. A veces, como en un terrorífico acto de ventriloquía, Eleanor supone que estoy enojada, e incluso exagera en su suposición. Gerard es un pianista de cafetería cansado que partirá en dos días hacia California para empezar la carrera de derecho. Se lleva con él a Magdalena, a mí no. Dice que necesita hacer una publicación de leyes para conseguir un trabajo maravilloso en alguna parte. A Eleanor le gusta definir a los yuppies como personas que compran la mostaza cara y el ketchup barato, mientras que el resto del mundo lo hace al revés. 

–Gerard, eres demasiado viejo para transformarte en un yuppie –dice, aunque se equivoca. Gerard es un año más joven que Eleanor y casi dos años más joven que yo. 

Eleanor se acerca con una bolsa de papel y se sienta. 

–¡Un punto de inflexión! –anuncia y saca de la bolsa una caja abierta de tintura aclarante para morochas y la ubica en la mesa junto a mi hermosa aglaonema y mi decantador de vino, que fue un regalo de mi hermano. Me es más fácil de lo que pensaba deshacerme de las cosas.

–Todo mi pasado aquí y solo pido diez centavos –dice Eleanor con una sonrisa socarrona. Hace poco se ha teñido el pelo de rojo. Ella y su esposo, Kip, se mudan en diez días a Fort Queen Anne, Nueva York, donde Kip encontró un mejor trabajo y Eleanor quiere comenzar desde cero–. Esta es una ciudad muerta –dice–, pero no puedes ganar el dinero solo con críticas.

Clavo la vista sobre la caja de tintura. Las letras están en proceso de borrarse y tiene marcas de tazas de café, como los anillos de la insignia olímpica, en el frente. 

–Eleanor –digo lentamente. Pasan algunas personas que miran la ropa colgada en los árboles, sonríen y siguen caminando. Estoy a punto de decirle que su concepto del comercio no es el mismo que el nuestro pero, en lugar de eso, saco diez centavos de mi taza con monedas y se los doy. 

–¿Me quedará bien? –Sonrío y sostengo la caja de tintura frente a mi cara como en una publicidad. Soy la única de nosotros que no se muda, aunque pronto me iré de vacaciones a Cape Cod por dos semanas para pensar en mi vida.

–Serás la sensación de Truro –dice–. Deslumbrarás. Gerard llorará de arrepentimiento.

Son dos contra uno aquí.

Gerard se vuelve a sentar a mi lado. Eleanor, que sospecha que él la escuchó, se acerca y le da un golpecito en el muslo. Vuelve a hablarnos de la mostaza y el ketchup.

Gerard no sonríe. Mira los árboles. Magdalena se ha echado a sus pies. 

–Da la impresión de que alguien hubiera sido asesinado con eso puesto, Eleanor –dice Gerard y señala el body de encaje.

Me estiro hacia un costado, debajo de la mesa, y le aprieto la mano a Gerard para advertirle, para rescatarlo. Son dos contra uno aquí; simplemente seguimos turnándonos.

 

 

–No, no vamos a casarnos. Él se va a California y yo me quedo aquí –le dije a mi madre por teléfono cuando preguntó. Normalmente nunca llama. Normalmente hace cosas como enviarme notas con garabatos histriónicos que dicen “Bueno, sabes, yo no los puedo usar”, y junto con la nota, en el sobre, hay cupones de descuento de tampones y analgésicos para los dolores menstruales.

–Bueno –dijo mi madre–. El consejo que escucho de mis amigas últimamente es no te cases hasta los treinta. Tómate tu tiempo. Diviértete conociendo gente mientras seas joven. No te quedes con las ganas de nada.

Conocer gente es una frase que mi madre ama. 

–Mamá –dije lentamente, alzando la voz–. Tengo treinta y tres. ¿Con las ganas de qué crees que no debería quedarme?

Esto pareció dejarla boquiabierta. 

–Sabes, Benna –dijo finalmente–, no todas las mujeres piensan como tú y yo. Algunas simplemente quieren establecerse. –Esta alianza entre madre e hija era algo que mi madre había empezado a hacer tarde: de forma arbitraria, sin prestar atención–. Definitivamente, tú y yo somos excepcionales en ese sentido.

–Madre, él me dijo que pensaba que iba a ser un infierno vivir conmigo mientras estuviera estudiando derecho. Dijo que ya era una especie de infierno. Eso es lo que me dijo.

–Yo era como tú –dijo mi madre–. Estaba decidida a estar soltera y divertirme y salir con muchos hombres. No me importaba lo que pensaran los demás.

 

 

La gente no para de preguntar por Magdalena. “¿El perro está a la venta?”, dicen, o: “¿Cuánto piden por el perro”, como si fuera un chiste especial y divertido. Luego se ríen y se ponen a revisar nuestras pertenencias.

Lo primero que se va es mi bicicleta de diez velocidades. Está casi nueva, pero es incómoda y nunca la usé. 

–¿Cuánto? –pregunta un hombre vestido con un rompevientos rojo que se enteró de nuestra venta por los avisos clasificados.

Miro a Gerard para que me ayude.

–¿Cuarenta y cinco? –digo. El hombre asiente con la cabeza, se monta a la bicicleta y da unas vueltas por la vereda.

–La próxima vez –me susurra Gerard– pide sesenta y cinco. –Pero no hay próxima vez. El hombre vuelve con la bicicleta. “Me la llevo”, dice, y me pasa dos billetes de veinte y uno de cinco. Gerard se encoge de hombros. Yo miro el dinero. Me siento mal. No lo quiero.

–No soy buena para estas cosas –le digo a Gerard. El hombre de rojo carga la bicicleta en su camioneta Dodge, se sube al vehículo y arranca. 

–Era una buena bicicleta, pero no te sentías cómoda con ella. El tipo hizo un buen negocio –dice Gerard. La camioneta se aleja y desaparece de nuestra vista. Ahora ya no poseo una bicicleta.

–No te preocupes –dice Eleanor. Me rodea el hombro con el brazo y me conduce hacia los abedules–. Es como la vida –y señala con el pulgar hacia atrás, donde está Gerard–. Vende al joven y elegante, y consíguete un viejo achacoso y te sentirás mucho más feliz. El viejo achacoso es cómodo y nunca te lo robarán. Mira a Kip. Al viejo achacoso lo tienes de por vida.

–Cuarenta y cinco dólares –digo y sostengo el dinero frente a mi cara, como si fuera un abanico.

–Ya aprenderás –dice Eleanor. Ahora, una pequeña multitud está congregada alrededor de los tops de Eleanor, los discos de Gerard, mis plantas. Las plantas no, me digo. No estoy segura de que deba venderlas. Son cosas vivas, mucho más que los tops de Eleanor.

Eleanor es toda una vendedora junto a los abedules. Señala la falda negra.

–Esta es marca Liz Claiborne –le dice a una mujer cuyo interés en la prenda no es seguro–. ¿Sabes quién es?

–No –dice la mujer, fastidiada, y se pone a mirar los discos de jazz.

–Queremos las plantas –dice una adolescente con su novio–. ¿Cuánto?

Hay un ficus pequeño y una aglaonema.

–Ocho dólares –digo, improvisando un número. El sentimiento de incomodidad me invade nuevamente. La aglaonema me mira sin poder creerlo, traicionada. La parejita junta los ocho dólares, me los dan, y luego toman las plantas en sus brazos, como si fueran los bondadosos salvadores de unos niños.

–Gracias –dicen.

Las ramas del ficus me dicen adiós, pero la aglaonema chilla: “¡No eres apta para ser la madre de una planta!”, o algo así, mientras es conducida hacia el auto de la pareja. Pongo los ocho dólares en mi taza. Me pregunto cuán lejos se podría llegar en una de estas ventas de garaje. “Por supuesto”, podrías decirle a un desconocido total, “llévate a la perra, llévate a mi novio; las madres y los dedos tienen una oferta especial: dos por uno”. Si lo único que quisieras fuera llenar tu taza de efectivo podrías dejarte llevar. Un resto de uña o un bebé, las dos cosas bien podrían tener un precio escrito sobre cinta adhesiva. El ímpetu de vender podría apoderarse de ti, como el alcoholismo o la religión. 

–Estoy mal –le digo a Gerard, que acaba de vender algunos discos y pone alegre el dinero en su taza.

–¿Qué sucede? –Otra vez, he vuelto amarga su felicidad, me he interpuesto en su camino, da la impresión de que eso es lo que hago.

–Vendí mis plantas. Me siento mal. 

Me rodea la cintura con un brazo.

–Es dinero, podrías usarlo para algo.

–Gerard –digo–, huyamos a New Hampshire y solo usemos bolsas de dormir como ropa. Seremos principiantes durmiendo en tiendas.

–Ben-na –dice separando mi nombre con tono de advertencia. Saca su brazo de mi cintura.

–Tuvimos una buena vida aquí, ¿verdad? Comimos mucho arroz y muchos porotos. Toma tus ocho dólares, Benna. Cómprate un bistec.

–Ya sé –digo–. ¡Podríamos abrir un puesto de limonada!

La aglaonema sigue chillando a la distancia, como un pájaro. Entre los abedules, la mancha en el body de Eleanor es una suerte de spin art orgánico, una flor o un blanco; un ojo menstrual aplastándome.

 

 

Sé lo que pasará: él me prometerá escribirme día por medio, pero cuando resulte ser una vez por semana, me prometerá escribirme una vez por semana y cuando resulte ser una vez por mes y aunque solo sea una postal, llamará por teléfono, dirá: “Benna, te lo prometo, una vez por mes te escribiré”. Empezará a decir cosas falsas con tono de abogado, cosas como: “Sabes, estoy extremadamente ocupado” y “hago mi máximo esfuerzo”. Será el primero en sacar el tema del costo de las llamadas de larga distancia. De repente, palabras como res ipsa loquitur y no nos beneficia aparecerán en su lengua como forúnculos. Hablará sobre lo que “otras personas dijeron” y lo que él “y otras personas hicieron”, y cuando nunca mencione específicamente a ninguna mujer será como las agencias de noticias soviéticas que nunca publican nada que contenga los nombres de las ciudades donde están las nuevas bombas.

 

 

–No hay problema, puedo aceptar un cheque –dice Eleanor–. ¿Por qué no lo aceptaría? –Milagrosamente, alguien está comprando Millie, una chica moderna. Un hombre con una gran barriga y con chequera pero sin camisa. El pelo en su pecho es parecido al de Gerard: un territorio muy diferente al de su cara, algo exótico y prestado, como un disfraz de Halloween. El hombre toma el decantador de vino. Es un objeto feo, un regalo caro y equívoco de mi hermano solitario y con sobrepeso. 

–Puedes llevártelo por un dólar –digo. Una vez, encontré un libro de poesía bastante bueno en una tienda de libros usados, y en la portada alguien había escrito: “Para Sandra, la única mujer que amé”. Me sonrojé. Me sonrojé por la perra de Sandra. Las traiciones, incluso las que tú misma llevas a cabo, pueden tomarte por sorpresa. Te das cuenta de que eres capaz de ciertas cosas.

El hombre nos hace cheques a Eleanor y a mí. 

–¿El perro está a la venta? –dice riéndose entre dientes, pero ninguno de nosotros le responde–. Mi mujer ama con locura a Julie Andrews –dice, sosteniendo el disco en alto–. De niña, quería crecer para ser niñera y cantar las canciones de Julie. “Doe a deer” y todo eso. 

–¡Ja, yo también! –digo, una niñera ridícula, una Julie Andrews con un sapo en la garganta. El hombre hace el gesto de brindar con el decantador de vino, después se aleja por la vereda.

–El gusto de un abrelatas –murmura Eleanor.

 

 

Y en el teléfono, en California, en un último y acorralado estallido de sentimiento erótico, susurrará: “Buenas noches, Benna. Guarda tus senos para mí”, pero la conexión de la línea no será muy buena y sonará como: “Guarda tus sueños para mí”, y yo diré “Estás loco, mi amorcito”, y cortaré golpeando el teléfono.

 

 

Se produce un momento de calma en nuestra venta de garaje. Voy adentro y busco cervezas, y vierto una en un plato para Magdalena. 

–Bueno –dice Gerard reclinándose en su silla de jardín–. Nadie ha preguntado por el body color lavanda aún, Eleanor. Quizás piensen que está manchado.

–Bueno, sabes, no es una mancha completa –explica Eleanor–. Es solo el contorno de una mancha… en el medio ya no se ve. Los moretones también se borran así. Después de algunos lavados habrá desaparecido del todo.

Gerard parpadea con gesto serio en señal de burla. Yo trago mi cerveza como una mujer en pánico. Gerard y Eleanor cuentan su dinero, enrollan y desenrollan los billetes y hacen torres plateadas con las monedas. Son dos contra uno. La gente pasa caminando, algunos se paran y miran, otros siguen. Otros dicen que volverán. 

–No paran de decir que van a volver pero nunca lo hacen –digo. Tanto Eleanor como Gerard alzan rápidamente la vista desde sus tazas de dinero y me miran, como si de alguna forma los hubiera acusado a ellos, una contra dos–. Solo un comentario –digo, y ellos regresan a su dinero. 

Una bella mujer de pelo negro con un jumper de jean pasa caminando y al ver nuestra venta se detiene a curiosear y reordenar la mercadería. Está bronceada y sus ojos grises llaman la atención y todas esas cosas que son obviamente encantadoras quedan opacadas por su falta de sutileza.

–Oh, ¿el perro está a la venta? –dice y se ríe más bien estridentemente mientras mira a Magdalena, y Gerard le contesta con una risa igual de estridente (para ser amable, explicará después), aunque Eleanor y yo no nos reímos; la mujer está más cerca de la edad de Gerard que de la nuestra.

–No, la perra no está a la venta –dice Eleanor y descruza y vuelve a cruzar las piernas–, pero, sabes, eres realmente la primera persona que hace esa pregunta.

–¿Sí? –dice la bella mujer. El problema con una mujer linda es que hace sentir a todos a su alrededor desesperadamente masculinos, lo que no presenta ningún problema particular si para empezar eres hombre. Pero si eres cualquier otra cosa, tu identidad sexual completa es arrastrada hasta la oficina del director, donde te dicen: “¿Qué es eso que escuché de que has estado pavoneándote por ahí, haciéndote pasar por mujer?”. Tú no sabes qué decir. Estás sentada sobre tus manos. Rezas para que tus pechos crezcan, para que tu cabello tenga más volumen.

–Un viejo achacoso –susurra Eleanor, mirando a Gerard–. Consíguete un viejo achacoso.

 

 

Seguramente miraré muchos especiales de televisión: Sammy Davis cantando “For Once in My Life”, Tony Bennett cantando “For Once in My Life”, todos cantando “For Once in My Life”.

 

 

–¿Puedo mostrarte algo de Liz Claiborne? –dice Eleanor y baja la falda negra del árbol–. No sé mucho de ropa de diseñadores pero supuestamente Liz Claiborne es una buena marca. 

La bella mujer de cabello negro azabache con un jumper de jean sonríe levemente.

–Está bien salvo por las pelusas –dice y levanta cautelosamente el dobladillo de la falda y luego lo vuelve a soltar. Eleanor se encoge de hombros y pone de vuelta la falda en el árbol.

–Ya nadie sabe nada sobre tener personalidad –suspira y vuelve dando saltitos a las mesas donde se pone a apilar revistas gratuitas de aerolíneas y números viejos de People y Canadian Skater.

–Entonces llevo solo esto, supongo –dice la mujer y le pasa un dólar por un disco a Gerard. Miro rápidamente y noto que es un álbum de Louis Armstrong que le regalé la última Navidad. Cuando la mujer se ha ido, digo:

–¿Así que ahora vendes los regalos? ¿Te di ese disco para Navidad y ahora está en nuestra venta de garaje?

Gerard se sonroja. Lo hice sentir mal y no estoy segura de haber tenido esa intención. Después de todo, yo misma vendí el decantador de vino que me regaló mi hermano el año pasado. Cuando me lo dio sacudía los pies y llevaba la totalidad de su vida imposible impresa en su cara como una moneda.

–Lo tengo en casete –dice Gerard–. Tengo a Louis Armstrong en casete.

Miro a Eleanor.

–Los casetes de Gerard –digo.

Ella asiente con la cabeza. Está revisando unas revistas People viejas que quiere vender a diez centavos cada una.

–Así que Billy Joel se casa con una modelo –dice mientras hojea las revistas–. Qué puedes esperar de un tipo que escribe “No quiero una conversación inteligente” y llama a eso una canción de amor. –Muy poco después, Eleanor se pone a cantar el tema que acaba de citar–: “No quiero una conversación inteligente. Solo quiero unas tetazas enormes”. Kip ama a Billy Joel –agrega–. El hombre tiene el gusto de un abrelatas.

Esto es un sálvese quien pueda.

 

 

Me mudaré a un nuevo departamento en la ciudad. Lo llenaré con nuevos olores: el vinilo de la cortina del baño, el percal maloliente de las nuevas sábanas, el aroma enérgico de los pesticidas del conserje. Tomaré demasiados baños calientes: un sustituto del sexo y del alcohol y un intento de reorientarme. 

En el trabajo, de repente, nadie entenderá cuando esté bromeando.

 

 

En realidad, nos está yendo bastante bien en la venta de garaje, a pesar de que los suéteres no son un gran hit dado que hace calor. 

–Perdón por lo del disco –dice Gerard mientras pone su mano en mi muslo en la parte donde termina el short.

–No hay problema –digo y voy a la casa y traigo un montón de regalitos baratos que me ha dado en los últimos dos años: carpetas tejidas al crochet, jabones marca Crabtree and Evelyn, una bolsita para perfumar cajones que dice “Soy pino para ti y a veces soy bálsamo”. Todos provienen de otras ventas de garaje. Estuvieron guardados durante años en los cajones de otras personas, y luego en sus garajes, y ahora me voy a deshacer de ellos. Supongo que me estoy vengando, pero en realidad esos regalos nunca me gustaron. Son para una solterona o para una abuela, y esta es mi oportunidad de tirarlos a la basura. Tal vez soy una persona poco generosa. A veces pienso que debo querer más a Magdalena que a Gerard, porque cuando los dos partan hacia California quiero que Magdalena esté contenta y quiero que Gerard se deprima y pierda el cabello en su plato de agua. No quiero que sea feliz. Quiero que me extrañe. Eso no es realmente amor, supongo. Eso lo entiendo. Tal vez sea como la pequeña niña que por un instante perplejo y desencantado nota que la muñeca de plástico rígido no es un bebé real, pero pronto retoma la simulación. Quizás sea como un jugador de fútbol que, vano y superfluo, se coloca sobre la pila de jugadores incluso cuando sabe que el tackle ha terminado, incluso después de saber que el juego ha sido completado y que eso no tuvo nada que ver con él; simplemente salta allí de todas formas.

–Oh, Dios mío –grita Eleanor mientras levanta la bolsita para perfumar cajones–, he visto esto al menos en dos ventas de garaje.

–La compré en Oak Street –dice Gerard–. ¿La viste ahí?

–Creo que no –la toma con dos dedos y la inspecciona con sospecha.

 

 

Por un tiempo me encontraré hablando sola y me daré cuenta de que eso es algo que siempre he hecho; lo que pasa es que cuando vives con alguien más piensas que hablas con esa persona. Solo porque están en el mismo cuarto supones que te escuchan. Y luego, cuando empiezas a vivir sola, te das cuenta de que has desarrollado el hábito perturbador de hablar en voz alta cuando no hay nadie.

Como medicación, miraré mucho HBO y comeré manzanas asadas con crema ácida. La parte blanca de mis ojos se resquebrajará con líneas de color escarlata. Solamente una o dos veces correré hacia la calle en el medio de la noche con el pijama puesto.

 

 

Cerca de las tres y treinta y cinco, la venta realmente aminora. Yo ya he vendido mis sillas de respaldo alto y mis chalecos escoceses. Ni siquiera estoy segura de por qué he vendido todas esas cosas; quizás solamente para no ser dejada afuera de este gran insulto a la propia vida que es una venta de garaje, este grandioso proyecto de deshacerse rápido de algo. Lo que en realidad debería haber sacado es la comida que Gerard y yo todavía tenemos: papas que ya se están echando a perder, intestinos de vaca que se ponen cada vez más oscuros, perejil y lechuga llenándose de moho en bolsas de plástico, especias derramándose por el costado de sus contenedores en el estante de la cocina. O quizás debería haber bajado todos los espejos: el que está en el baño, el que está sobre la cómoda. Estoy cansada de mirarme en ellos y ponerme tanto maquillaje y verme como una prostituta. Estoy cansada de decirme a mí misma: “Solía ser capaz de lucir mejor. Sé que solía ser capaz de lucir mejor que esto”.

Todo me da dolor de estómago. 

–Ahí va mi dote –digo cuando una niña de diez años compra mi “Soy pino para ti” por veinticinco centavos. Siento preocupación por ella. Tiene el cabello duro como alambre y es tímida, con la voz casi inaudible susurra: “Gracias”. Camina dando pasos diminutos y sostiene la bolsita contra su pecho.

Observo el cielo y deseo que llueva.

–Esto se vuelve aburrido después de un tiempo, ¿verdad? –digo–. Me gustaría cerrar, pero anunciamos que estaríamos abiertos hasta las cinco. –Pasan muy pocos autos por la calle Marini; algunos bajan la velocidad, nos inspeccionan y luego vuelven a acelerar y se van. Eleanor agita un top y grita:

–Lo mismo para ti, amigo.

–Si cerráramos –continúo–, ¿alguien podría demandarnos por publicidad engañosa? ¿Por perpetuar un fraude público?

–Por arrojar basura en la vía pública –dice Gerard y señala el body color lavanda.

–Por Dios –dice Eleanor indiferente–, odio cuando alguien viene y revisa una caja con ropa que tú considerabas bastante linda, y ellos simplemente mueven las prendas y las huelen y luego siguen. Es decir, yo ni siquiera estaba segura de deshacerme de la falda Liz Claiborne, pero ahora que ha sido manoseada, olvídalo. No hay manera de que regrese a mi clóset.

Entro a la casa y Magdalena me sigue, se queda conmigo y se echa en el linóleo del piso de la cocina donde está fresco. Tomo el paquete de seis latas de cerveza que queda en la heladera y lo llevo al patio. El ruido de las latas de cerveza abriéndose me reconforta, la amargura almidonada burbujeando debajo de mi lengua. Gerard pasea por el patio con su lata de cerveza. Finge ser un cliente. Camina pavoneándose delante de las mesas, delante de los abedules, gira y, con un acento de chico malo de Brooklyn que sacó de las películas, dice:

–Oye, ¿cuánto me pagarías a para que me lleve estas cosas? –Nos reímos, molestas con su carisma y su belleza. Bebo la cerveza demasiado rápido y la efervescencia me quema y me corta la garganta. 

Eleanor decide que ahora le toca a ella. Toma el aislante de fibra de vidrio y lo modela como si fuera un chal. Va y viene por la pasarela silbando y meneándose como una modelo drogada.

–Querrriduuu, no te preocupes por unas astillitas –dice–, ¿cuál es el problema con unas astillitas?

Gerard y yo aplaudimos.

 

 

Es posible que mi nuevo departamento esté en un lugar donde haya muchos niños. Quizás se junten cerca de mi puerta a jugar, y cuando salga a hacer las compras me dirán: “Hola, ¿tienes hijos?”, y después: “¿Por qué no?, ¿no te gustan los niños?”.

“Sí me gustan”, explicaré, “me gustan mucho”. Y cuando esté a punto de atropellarlos con mi auto en la entrada del garaje, sentiré muchas cosas distintas.

 

 

–Tu turno, Benna –dicen Eleanor y Gerard–. Sé alguien –dicen–. Actúa algún personaje. Alguna historia de venta de garaje. Estamos aburridos. No viene nadie.

El cielo tiene ese aspecto de alfombra de baño vieja de cuando está por llover. 

–¿Algún personaje entrañable? –La verdad no me siento con ganas.

–Tres personajes en un garaje –dice Gerard sonriendo y Eleanor gruñe y le golpea el brazo con una revista People.

Pongo mi lata de cerveza sobre el suelo cuidadosamente. Me paro.

–Está bien –exhalo, aunque es una exhalación que suena matizada de histeria hasta para mí. Yo sé lo que es la histeria: es tu útero manifestándose por su propio interés. “Este es tu sexo hablando”, dice, “y estamos recibiendo un trato poco favorable”.

Camino hacia los abedules y pretendo estar interesada en la falda negra. La bajo de la rama del árbol de un tirón y la acerco a mi cuerpo. Retrocedo un paso y la hago bailar en el aire. Doblo la cintura hacia afuera y observo la etiqueta. La señalo con un gesto teatral de espanto. Miro por sobre mi hombro, luego miro a Gerard que me saluda con la mano y a Eleanor que se está riendo. Hago una cara horrible.

–¡¿Liz Claiborne?! –grito fingiendo estar indignada–. ¡¿Liz Claiborne?! –Arrojo la falda hacia la calle, aterriza sobre el cordón de la vereda–. ¡Liz Claiborne es una pobre prostituta!