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Federico Galende

RANCIÈRE

Lo que en la imagen pensativa está en juego es el poder de cada quien para traducir lo que allí percibe o experimenta a una aventura intelectual singular y libre.

Partiendo del pensamiento de Jacques Rancière, este libro se enfoca en el carácter performático que subyace a las prácticas, las palabras y las teorías en lo que respecta a la construcción de comunidades sensibles inéditas y al modo particular en que los seres nos transmitimos unos a otros la actualización de nuestras capacidades y el contagio de nuestras potencias.

En este sentido, no es un libro sobre el poder, sino sobre la potencia que nace de una inteligencia en común o, si se prefiere, de un comunismo de las inteligencias. Este comunismo funciona como un presupuesto, como una poética o una abstracción que puede siempre materializarse, pues lo que hombres y mujeres compartimos a la hora de emanciparnos no es la lucha singular por una causa en común, sino una lucha en común por causas que nos son singulares.

Federico Galende retoma en Rancière el tema del pueblo y la puesta en común de formas de experimentación que son singulares, viejo dilema al que este libro aporta nuevas preguntas.

Rancière

El presupuesto de la igualdad en la política y en la estética

Federico Galende

Eterna Cadencia Editora

 

Las repulsivas costumbres de los funcionarios del castillo, cuyo poder puramente abstracto se alimenta parasitariamente de la impotencia concreta del pueblo.

W. G. SEBALD

 

 

 

 

FEDERICO GALENDE

Nació en Rosario y vive desde hace más de dos décadas en Santiago de Chile, donde dirigió los Libros de la Invención y la Herencia y la Revista Extremoccidente. Es miembro del doctorado en Filosofía y Estética y del departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile. En calidad de profesor invitado ha dictado cursos y seminarios en diversas universidades del mundo (Michigan, Duke, Tulane, Aberdeen, UAM, Buenos Aires). Es autor de los libros La oreja de los nombres. Lugares de la melancolía en el pensamiento de Occidente (2005); Benjamin y la destrucción (2009); Modos de producción. Notas sobre arte y trabajo (2011); Vanguardistas, críticos y experimentales. Vida y artes visuales en Chile (2014); Filtraciones I, II y III. Conversaciones sobre arte (2006, 2009, 2011); Comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismaki (2016); La república perdida (2017), Memorias de octubre. Perfiles de la revolución rusa (2017) y las novelas Me dijo Miranda (2013) e Historia de mis pies (2018).

Galende, Federico

Rancière : el presupuesto de la igualdad en la política y en la estética / Federico Galende. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eterna Cadencia, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-712-194-0

1. Ensayo Filosófico. I. Título.

CDD 199.82

© 2019, Federico Galende

© 2020, ETERNA CADENCIA S.R.L.

Primera edición: agosto de 2019

Primera edición digital: abril de 2020

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

editorial@eternacadencia.com

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ISBN 978-987-712-194-0

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PRÓLOGO

Este libro, escrito hace una década atrás, no alcanzó a ser contemporáneo del “Ni una menos” y el conjunto de reivindicaciones que los movimientos feministas del mundo hicieron estallar casi al unísono sobre la tierra. Sin embargo, percibió atisbos de su configuración en el contexto específico en el que fue escrito: el de las intifadas de la primavera árabe, el del movimiento de los indignados de España, el de las marchas de las trabajadoras y los trabajadores de Londres, el de las manifestaciones de Wall Street o el de las masivas irrupciones del estudiantado en Chile. Las protestas del feminismo pusieron de relieve las inquietudes de un siglo que dio la impresión de iniciarse poniendo severamente en crisis el libreto de una historia –letrada, oficial, a la europea– que había atravesado las distintas eras de la humanidad dejando sistemáticamente de lado la potencia igualitaria de las culturas populares. Culturas que por lo demás, como señaló Josep Fontana y como lo probó Carlo Ginzburg en esa viga central de la microhistoria que fue El queso y los gusanos, merecerían llamarse “críticas”, puesto que su caracterización como “populares” fue históricamente el recurso que tuvieron las elites para situarla por debajo de la cultura letrada.

Lo que estuvo a la base de todas estas revueltas es el pueblo. Pero el pueblo no es una cosa, no es algo en sí mismo; es más bien la forma heterónoma de lo que rehúye a cualquier categoría que busque apropiarlo o definirlo. El hecho de que las mujeres no sean tampoco algo en sí mismo, una identidad definida o articulada a la manera de una totalidad, mantiene el sentido de este libro, cuyo problema fundamental fue poner en entredicho muchos de los esquemas categoriales con los que se había hecho una costumbre ya proceder en el campo de la filosofía, en el de las humanidades y en el del discurso académico en general.

La matriz de ese entredicho sigue estando en la lucha que libran los pobres contra los ricos, una lucha de la que no puede afirmarse que se limite a una mera confrontación entre clases. Por supuesto que la confrontación existe, pero como parte de una tensión casi inmemorial que tiene de un lado el poder articulado y viril del uno, y la potencia igualitaria de una multiplicidad heterogénea, del otro. Si esta confrontación toca a la filosofía, es simplemente en virtud de que lo que la multiplicidad introduce en las llanuras del pensamiento filosófico es el escándalo mismo del pensar.

Este escándalo forma parte del partido de los pobres, en el sentido de que “pobres” no son esta o aquella persona en particular (por mucho que también lo sean), sino la reunión de todas las causas humanas que luchan contra el poder del uno sin el consuelo previo de una síntesis que las articule. Sabemos que pastores, intelectuales y sacerdotes suelen precipitarse, tal como no dejaron de hacerlo en los umbrales de este siglo, a abjurar de estas luchas despojadas de una vanguardia que las dirija, de estas improvisadas irrupciones de las mujeres y los hombres del pueblo que de pronto parecen prescindir tanto del horizonte salvífico que trazan probos y expertos, como de los edictos catastrofistas que los inmoviliza. Pero lo cierto es que hay en esto una liberación, un descarte de dictámenes y recetas que lleva a pensar la política en la línea que piensan los feminismos, es decir: como la manera que tienen los cuerpos de definir autónomamente sus formas de estar juntos. No hay otra política que no sea esta, y por eso el problema del pensamiento no es en este aspecto la suspensión de la historia de la metafísica o la pregunta por el origen del Ser, sino más precisamente cómo se enhebran y distribuyen los cuerpos, los textos y las voces sobre la superficie de esta palabra en común.

En relación a esto, la obra de Jacques Rancière representa un aporte fundamental, no solo en virtud de su inclinación por pensar la teoría como una forma de experimentación que pone en común pensamientos habitualmente desencontrados –como lo hace el arte con la comunidad entre los materiales– o por su disposición a hacer pasar la filosofía por un abanico de géneros vinculados a lo sensible que van de la literatura al cine pasando por el teatro, el ensayo o la historiografía, sino también por su persistente rechazo a relacionar la política con el poder.

Rancière dedicó buena parte de sus investigaciones a una provocación que mantiene también su vigencia, y que consiste básicamente en liberar la lógica de la emancipación de la telaraña teórica en la que la ha mantenido entrampada un cierto dogma de izquierda. Esa telaraña fue custodiada a menudo por un pensamiento –él mismo viril, obsesivo– que residió en presuponer la existencia de un punto de llegada al que los oprimidos accederían a condición de que no equivocaran el rumbo, trazado por lo demás de antemano por las directrices espirituales de la revolución teórica. Su conocida posición es la de que esta idea, según la cual los oprimidos desconocen los mecanismos que los oprimen, de manera que deben seguir las directrices de los instruidos en el campo de la ciencia o de la teoría, no se diferencia tanto de aquella otra que asocia la política con la gestión de un orden en el que cada una de las cosas debe permanecer en su lugar. De ahí su insistencia por desarmar el nudo que une las formas de emancipación a los privilegios que son propios del saber de la crítica ilustrada.

Desarmar este nudo significa repensar la separación entre la potencia autónoma de los emancipados del repetido poder de una crítica consagrada a exhibir al pueblo como una materia manipulada. Como entre el régimen comisarial que cautiva que nada ni nadie se mueva del sitio que le ha sido asignado y este otro régimen de la crítica que observa en cada cosa que se mueve una especie de avance ciego hacia alguna emboscada existe más de una simbiosis, lo que a Rancière le interesa es pensar la emancipación como una forma de interrupción y reconfiguración de ese reparto desigual de las partes que el régimen policial entabla y que la crítica, de un modo consciente o inconsciente, propaga.

La expresión de esta interrupción no es un aporte de la filosofía a la política; es al revés: hay política cuando la autonomía de la emancipación altera el orden que la filosofía compone. La política es de esta manera una forma libre que desregula el reparto social establecido, pero justamente por esto es necesario que la teoría adopte ella misma un comportamiento experimental, performático. Una teoría no es interesante por el despliegue del acumulado que la conduce a una interpretación estable y privilegiada del estado de las cosas, a un diagnóstico más correcto o menos correcto que la pone a la cabeza de aquello que debe ser transferido o enseñado; su interés reside más bien en la capacidad práctica con la que cuenta a la hora de proponer relaciones que recogen en una misma asociación formas de pensar escindidas, conjunciones o correspondencias inesperadas. La teoría es una práctica performática que propone a la vida colectiva los mismos supuestos con los que experimenta.

Esto quiere decir que entre la autonomía del pensar filosófico y las formas performáticas o experimentales que al interior de este espacio demarcado se llevan a cabo, no hay ninguna contradicción. No es necesario difundir ante el pueblo la promesa eterna de que algún día el filósofo destruirá la distancia que lo separa de la vida para sumergirse por fin en ella, promesa culposa de una vanguardia pasada por el cedazo de una moral ecuménica, ni tratar de derrumbar desde dentro el edificio de la metafísica bajo la ilusión de que se cuenta para ello con la exclusividad de ser “filósofo”. Se puede ser filósofo contemplando de antemano la eventualidad de que esa destrucción sea efecto de una erosión compleja, sin vectores ni trazados previos, en la que se superponen una serie de prácticas heterogéneas.

Este poder performático del discurso teórico tiene que ver con la decisión radical de sustituir la filosofía política por un tipo de experiencia política que la filosofía hace al entrar en relación con lo múltiple. Entrar en relación con este múltiple significa desechar la definición filosófica de la política, así como también la precomprensión teórica de lo que significa emanciparse. De este doble rechazo no sería serio afirmar ni que se realiza de un plumazo ni que Rancière lo consuma en su totalidad. Hay algo relativamente ineludible en el modo que tiene toda filosofía de hacerse cargo del registro experimental de la interrupción política. Pero pese a esto es posible abrir el pensamiento a una serie de presupuestos de los que hombres y mujeres podemos tomarnos para ver qué sucede con ellos.

El más importante de estos presupuestos es el de la igualdad, que como sabemos no es para Rancière parte de un horizonte que alcanzaremos en conjunto depositando nuestra fe en la revolución o el progreso, sino un punto de partida, un axioma, una condición que nos habita y de la que podemos hacer uso para interrumpir el régimen desigual que de ese presupuesto nos separa. Lo que nos vuelve iguales unos a otros es contar con una voluntad de la que la inteligencia es su sierva. La idea de una voluntad servida por su inteligencia significa en la práctica que no hay personas más inteligentes que otras, personas que por el camino de la instrucción o por algún don natural del espíritu resultan más perspicaces que otras, pues lo que es propio en tanto que singular no es la inteligencia misma, la inteligencia como tal, sino la voluntad de cada quien por participar de la potencia común de los seres intelectuales.

Este presupuesto conduce al siguiente: cuando esta voluntad por participar de esa potencia común de los seres intelectuales se afirma, entonces hay emancipación. Esto se debe a que hombres y mujeres –a diferencia de como lo sopesan policías de gobierno o policías teóricas– no necesitan para emanciparse de que alguien les explique la manera en que son oprimidos. Lo que necesitan es simplemente reanudar la confianza en sus propias capacidades a fin de interrumpir el régimen ficticio que separa a los capaces de los supuestos incapaces. La política para Rancière se juega aquí, en esto que podríamos llamar “un comunismo de la inteligencia”.

Sobra decir lo poco que esto último tiene que ver con esa dialéctica que recorrió buena parte del siglo XX y que, a partir de Benjamin o de Brecht, exploró en las diversas formas de politizar el arte una alternativa a las supuestas manipulaciones del pueblo por parte de un esteticismo abocetado en las madrigueras abyectas del nazismo. Discutir esta dialéctica de las manipulaciones condujo experimentalmente a este pequeño libro sobre Rancière a tensionar tres relaciones que en aquel momento fueron erosionadas de un modo práctico: la relación que une la lección del orden explicador a la recepción pasiva de los no instruidos; la que une el espíritu superior de las vanguardias partidarias a los procesos de autodeterminación de los oprimidos; y la que une el virtuosismo del arte político a la concientización del espectador anestesiado por la forma burguesa o la estetización de la vida.

El motivo por el que no sería sensato seguir pensando estas tres relaciones (pertenecientes en principio cada una de ellas al campo de la ciencia, la política y la estética) por separado, escindidas unas de otras, se debe a que todas parten de un prejuicio en común: el que depara a la actividad de los capaces un poder de maleabilidad sobre la pasividad del resto, sean estos últimos alumnos aplicados, obreros explotados o espectadores entusiastas. Este libro trata de recorrer esas tres zonas dejando que cada una orbite en la otra, de un modo no muy distinto a como lo hicieron materialmente en quien alguna vez lo escribió.

III. POTENCIAS DE LA MEMORIA Y LA IGUALDAD

Para Rancière existe atontamiento no en el acto por el cual las masas son engañadas por el contenido formal de un mensaje (el de la televisión, el del arte burgués, el de las imágenes anestesiantes, etc.), sino ahí donde el método del progreso reduce el uso libre de las capacidades del hombre a una fórmula unívoca. Esto quiere decir que el atontamiento está en la lección que promete liberarnos de la cadena de la ignorancia a costa de crearla o erigirla. Sin embargo, por mucho que una de las claves de Jacotot para salir de esta emboscada haya sido la de resistir el dualismo entre quien hace comprender y quien asimila, nada nos dice que debamos prescindir del maestro. Los alumnos de Jacotot aprendieron prescindiendo de la ciencia de él, pero no de él.

Esto significa que se puede sujetar la voluntad de uno a la voluntad de otro, como de hecho sucedió con la de los alumnos flamencos respecto de la del maestro francés, sin subordinar por ello la inteligencia, que queda libre para obedecer a sí misma. Rancière llama emancipación precisamente a esa voluntad que obedece a otra voluntad dejando libre el acto de una inteligencia que en cambio obedece a sí misma. Reside en esto la necesidad de que existan maestros: de ellos se puede aprender mucho sin la necesidad de someterse a sus métodos. Todos los métodos, que el acto pedagógico pone a competir entre sí, perfeccionándolos con el tiempo, persiguen algo en común: transferir el conocimiento desde el maestro hacia el alumno de un modo más rígido a veces, de un modo más flexible otras. Lo interesante en el caso de Jacotot es que no hay uno, no hay un método.

No hay método porque lo que Jacotot perseguía era simplemente la sustitución de una distancia por otra: la distancia pedagógica entre ciencia e ignorancia por la distancia filosófica entre atontamiento y emancipación. Más adelante veremos que será justamente esta mutación la que formará el cimiento desde el que Rancière partirá para pensar el régimen estético de las artes por fuera del contrapunto benjaminiano entre estetización y politización. Por ahora concentrémonos en esta sustitución como tal, una respecto de la cual no solo el mito del progreso ilustrado sino también su tendencia a oscurecerse en el sistema universitario actual, a esta altura prácticamente una red tejida por grandes corporaciones del conocimiento aplicado que se autopromocionan con términos tan vagos como “excelencia”, representan una verdadera contraofensiva.21 Lo que frente a esta contraofensiva –y con relación a la sustitución imaginada por Jacotot– a Rancière le interesa es exhibir la contradicción que subyace a la dinámica entre pedagogía y emancipación. Esta reposa en el hecho de que el sabio no puede transferir al ignorante un método para que se libere sin a la vez expropiarlo, por el mismo acto, de esa libertad.

De aquella sustitución imaginada por Jacotot a principios del siglo XIX se puede extraer entonces una mínima enseñanza: la igualdad no se enseña. Esto sucede porque quien enseña a ser igual fomenta la desigualdad que subyace a la distancia que lo ha conducido a enseñar. La “lección del ignorante” solo puede ser de este modo una relación de indiferencia con esa contradicción. Esta indiferencia es propia de alguien que no enseña lo que él sabe, no difunde su método ni promociona un determinado camino. El ignorante es en este sentido todo lo contrario de ese adulto que se coloca la falsa máscara de la experiencia para persuadir a los más jóvenes de que no la tengan. ¿Qué es lo que hace, entonces? Atenúa o mitiga el método que se ha probado a sí mismo, incluso cuando le ha sido de la mayor utilidad, con el fin de animar a quienes lo siguen a que se enfrenten a sus propias experiencias y empleen libremente la inteligencia que tienen.

Un maestro ignorante, como tantas veces se ha afirmado, es aquel que no sabe lo que enseña. Pero ignorando lo que enseña hay algo que sin embargo sabe: sabe que debe encerrar a quienes lo siguen en el círculo de un problema del que saldrán cuando sus inteligencias lo requieran. Se podría aducir que el maestro de Sultán hace lo mismo, pero no hace lo mismo: Sultán no quiere ser encerrado, no es un seguidor de quien lo encierra, no es su voluntad la que ha quedado anudada a la del científico sino, contra esta y a pesar de esta, su inteligencia. El maestro ignorante opera exactamente al revés: no deduce su autoridad de la sumisión involuntaria de la inteligencia del otro; la deduce del hecho de que este otro confiere a él su voluntad con el fin de potenciar su propia inteligencia. Esto en virtud de que lo que necesitamos no es a alguien que nos transmita su método para que salgamos del problema que este mismo método nos crea, sino a alguien que nos encierre en dilemas de los que para escapar tengamos que apelar al nuestro.

Rancière considera que el modo mediante el cual los hombres nos transmitimos unos a otros la actualización de nuestras propias capacidades refuerza el círculo anónimo de la potencia. En el arte de la emancipación los hombres nos ayudamos unos a otros a emanciparnos por el solo hecho de compartir la vida en este círculo. Lo que compartimos no es necesariamente la lucha singular por una causa en común; es la lucha en común por una causa que nos es singular. No hay, como sin embargo se podría argüir, ningún resabio de individualismo en el hecho de que cada quien defienda estas causas, en parte porque si se las redujera a un denominador común, de ellas cada hombre no tardaría en convertirse en un súbdito. Que de la lucha en común por una causa particular se acceda a la vez a algo en común, si es que no lo es suficientemente esta lucha, es algo respecto de lo cual el porvenir nos lleva, como siempre ha sido invariablemente, una ventaja.

Lo que más seriamente amenaza a este círculo anónimo de la potencia es su contrario, el círculo de la impotencia, expresado con claridad en un mundo en el que cada quien se distrae de sus propias capacidades para dedicarse a minimizar las del otro. Los hombres no somos reacios, en virtud de que todo principio de placer carga, como observó Freud, con el obstáculo que le impide alcanzarse a sí mismo, incluso cuando se lo libra a su propia suerte, a contagiarnos esta incapacidad para romper con la situación que nos esclaviza. El círculo de la impotencia multiplica la policía y la hace emerger en los lugares más recónditos de nuestra existencia. Corresponde a Karl Kraus el haberse preguntado en alguna ocasión si la impotencia casi natural de su época no era el eco de su anterior “demencia sangrienta”, una que impulsó a Sebald, en esa historia natural de la destrucción que escribió, a observar cómo los alemanes se transferían unos a otros en medio de esas ciudades bombardeadas por la Air Force, probablemente a causa de lo que habían hecho a sus coetáneos judíos, un mutismo espantoso y una impavidez obsecuente. Que en un país como Chile el círculo de esa impotencia llevara a que los mismos puentes que antes cortaba el fascismo toda una cultura los aplicara durante las cuatro décadas que siguieron a su propia trama de reconocimiento, de manera que cada quien se fuera sintiendo día tras día, alentado por el supuesto incapaz de al lado, más incapaz también él, lo explica tal vez ese eco sangriento del que hablaba Kraus y del que los estudiantes hacen hoy, por vía de la potencia que han empezado a contagiarse unos a otros, rompiendo así con la telaraña del trauma, todo por salir.

La capacidad de los hombres para romper con ese círculo tiene que vérselas no solo con el trauma que empuja su curso sino también, de modo independiente, con el hecho de que ese círculo daría la impresión de precedernos. Pues a pesar de que impotencia y potencia conforman para Rancière vidas autónomas o relativamente apartadas entre sí, de manera que de sus fuerzas no se participa sin incrementarlas, dejándose arrastrar con más facilidad después por ellas, es una cierta impotencia lo que está al principio, protegida o custodiada por lo que Jacotot llama el “adiestramiento perfeccionado”. Quienes de este adiestramiento se encargan no tienen que hacer mayores esfuerzos; este funciona más o menos solo, con piezas que el hábito o la pereza lubrican.

Bajo el auspicio de esta pereza el maestro se especializa en el método con que nos azota y se priva a sí mismo de la experiencia de enseñar lo que ignora tan bien como lo que sabe. Dejar atrás todo lo que se sabe para incursionar en lo que se ignora es una manera de potenciar el intelecto, pero las hileras cada vez más largas de especialistas viven esto como una degradación de su método o su ciencia. Esta especialidad de los especialistas los arroja a ellos mismos a quedarse cada vez más solos, hasta que llegará el día en que conversen probablemente con sus hallazgos como lo hace el náufrago en una isla desierta, lo que no sería grave si no fuera porque van quedando así también solos, producto de una sucesión lógica, quienes no se han especializado en nada.