Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 407 - julio 2020
© 2008 Trish Morey
Amante por venganza
Título original: The Italian Boss’s Mistress of Revenge
© 2008 Annie West
Noche de pasión con el jeque
Título original: The Desert King’s Pregnant Bride Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-612-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Amante por venganza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Noche de pasión con el jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
HACÍA una noche pésima, de acuerdo con el humor de Dante Carrazzo.
El limpiaparabrisas del BMW luchaba por mantener el ritmo de la cegadora lluvia al tiempo que los faros del coche trataban de abrirse paso a través de la niebla que ocultaba los árboles flanqueando la carretera de las colinas Adelaide Hills. Si había un hotel-boutique en la zona, parecía negarse a que nadie lo encontrase.
Lo que no le sorprendía, dados los planes que tenía para él.
El cansancio se había apoderado de él y le escocían los ojos, ocho horas al volante después de una dura jornada laboral luchando por firmar el trato con Quinn estaban empezando a hacer mella en él. Pero contuvo su debilidad igual que hacía con todo, obligándose a mantenerse alerta. A pesar del tiempo transcurrido, sabía que ésa era la carretera. El hotel tenía que estar ahí, escondido tras la niebla, en alguna parte…
Ya había pasado el pobremente iluminado desvío cuando se dio cuenta. Tras un juramento, giró el coche, retrocedió y tomó el sendero que llevaba a su destino.
Ashton House.
Por fin.
Envuelta en la niebla, la vieja mansión convertida en hotel-boutique tenía un aspecto casi siniestro: las ventanas oscuras, los viejos muros de piedra con un brillo casi sobrenatural bajo las luces exteriores.
Dante aparcó el coche, pensando que aquel lugar le odiaba tanto como él odiaba lo que representaba.
Sacó su bolsa del maletero, se acercó a la arqueada entrada y pulsó el timbre. Esperó exactamente diez segundos antes de volver a llamar.
–Tengo una reserva –dijo pasando por delante del recepcionista de noche hasta adentrarse en el vestíbulo.
Oyó cerrarse la enorme puerta de madera a sus espaldas.
–Voy a mirar, señor –dijo el recepcionista acercándose al mostrador de madera de la recepción–. Aunque me temo que no tenemos habitación libre esta noche.
Dante traspasó al hombre con la mirada.
–Espero que lo que dice no signifique que han alquilado mi habitación.
El recepcionista frunció el ceño mientras, nervioso, miraba la pantalla del ordenador.
–¿Cómo ha dicho que se llama, señor?
–No lo he dicho todavía. Me llamo Carrazzo, Dante Carrazzo.
–¡Ah! –el recepcionista se enderezó al instante.
Dante captó el olor del miedo en él. No le sorprendió. Todos los empleados del hotel debían de estar preguntándose qué planes tenía respecto a ellos ahora que Ashton House le pertenecía.
Se permitió una irónica sonrisa. Dada su reputación, era lógico que estuvieran preocupados.
–No… no le esperábamos esta noche ya que todos los aeropuertos de Melbourne están cerrados.
–¿Tiene o no una habitación para mí? –los ojos seguían escociéndole y le ardía el estómago. Después de las últimas veinticuatro horas, lo que necesitaba era dormir, no discutir sobre su viaje.
–Perdone, señor. Sí, claro que sí –el recepcionista le pasó un bolígrafo para que firmara el libro de reservas antes de agarrar la llave de la habitación–. Su suite está reservada. Lo que pasa es que no le esperábamos hasta mañana.
–Según mi reloj, ya es mañana –respondió Dante con voz suave y modulada, pero expresión gélida–. Dígame, ¿a qué hora va a venir el mánager?
–Mac… Mackenzy empieza a trabajar a las siete.
–Bien –dijo Dante mientras firmaba–. Dígale a Mackenzy que se reúna conmigo a las nueve en el restaurante. Y ahora, dígame dónde está mi suite.
El recepcionista le indicó el camino después de que Dante le convenciera de que era perfectamente capaz de llevar su propio equipaje. Pero apenas había dado unos pasos cuando el recepcionista le llamó.
Impaciente, Dante volvió la cabeza.
–¿Qué quiere?
–Se me había olvidado decirle, señor Carrazzo, que los empleados le teníamos preparado un recibimiento especial. Lo encontrará en su suite. Y, por favor, llámeme para cualquier cosa que necesite.
–No se preocupe, lo haré –respondió Dante casi a modo de amenaza.
Dante continuó el camino, pasando por la sala de los billares hacia el corredor que conducía al ala del edificio en el que se encontraba la suite presidencial, que ocupaba la mitad del ala. Si los empleados creían que algo tan insignificante como un regalo de bienvenida iba a hacerle cambiar de idea respecto a sus intenciones para ese lugar iban a sufrir una gran decepción.
El cansancio menguaba su sensación de triunfo después de enterarse de que Ashton House era suya. Se detuvo delante de la puerta de hoja doble de madera maciza, su suite, la suite de Jonas y Sara Douglas diecisiete años atrás.
Diecisiete años había tardado en llegar allí.
Ahora, tras esos diecisiete años, la última propiedad, la joya de la corona de Douglas Property Group, era suya al fin. Se merecía celebrarlo.
Tras abrir la puerta, se encontró en un escasamente iluminado pasillo; en ese momento, el ruido de la lluvia era casi ensordecedor. El dormitorio estaba a la izquierda, si la memoria no le fallaba, por lo que giró hacia la derecha, donde recordaba que había un cuarto de estar y, una vez ahí, encendió la luz. Dejó la bolsa en el suelo y abrió un mueble de madera. ¡Justo! Vació dos diminutas botellas en un vaso y bebió el whisky. Lanzó un suspiro de placer.
Al cabo de unos segundos, se quitó la chaqueta, se desabrochó las mangas de la camisa y recorrió la estancia. Le sorprendió que no hiciera frío en la suite a pesar de las dos puertas de cristal de doble hoja en dos de las paredes por las que sólo se veía oscuridad. En otra de las paredes había una puerta que, según recordaba, daba a un cuarto de baño, que a su vez daba al dormitorio… y a una cama.
¿Podría dormir en el antiguo dormitorio de Sara y Jonas?
¡Sí, claro que sí! La venganza tenía un sabor dulce.
Cuando acabó en el cuarto de baño, después de quitarse la ropa y dejarla ahí, fue al dormitorio completamente desnudo.
Y allí la encontró.
LA PIEL de sus delgados hombros, iluminada por la luz del cuarto de baño, brillaba, igual que las cobrizas ondas de su cabello. Aunque tenía el rostro vuelto, ni las sombras podían ocultar la fina línea de la mandíbula ni las largas pestañas ni la prominencia de los pómulos.
Todo un regalo de bienvenida, pensó Dante con súbita excitación mientras se acercaba a la cama.
Desde luego, no se podía negar la creatividad de los empleados del hotel.
Por supuesto, no estaba interesado. Nadie decidía con quién se acostaba Dante Carrazzo. Y ninguna prostituta iba a hacerle cambiar de idea respecto a los planes que tenía para ese lugar. Esa mujer iba a tener que buscarse otra cama. No le costaría mucho, debido a sus evidentes atributos.
Estaba a punto de despertarla cuando se miró a sí mismo y… lanzó un juramento en voz queda. En ese estado no iba a convencerla de que no necesitaba sus servicios.
Después de ponerse una bata del hotel que encontró en el armario, volvió a acercarse a la cama e iba a despertar a la mujer cuando unos truenos sacudieron la habitación y, a los pocos segundos, unos relámpagos la iluminaron. La mujer se movió y murmuró, pero no se despertó.
Dante contuvo la respiración mientras sus ojos contemplaban la muy mejorada vista. La mujer tenía unos labios marcados y llenos, pero fueron sus cremosos pechos los que le contuvieron.
Dante se sintió poseído por un extremo deseo carnal que le hizo lanzar un gruñido. No iba a cambiar de idea respecto al hotel, pero se merecía una fiesta. ¿Y qué mejor lugar para celebrar su triunfo que la habitación en la que Jonas y Sara habían dormido la noche antes de sonreírle como animales de presa y confesarle la verdad?
Un profundo dolor acompañó el recuerdo y la bilis le subió a la garganta, como si hubiera ocurrido ayer y no tantos años atrás.
¡Malditos! Iba a enterrar su recuerdo, su legado… igual que él iba a hacerlo en esa mujer.
Después, la echaría de allí.
Dante volvió al cuarto de baño, localizó lo que necesitaba y se quitó la bata. Ahora sólo le quedaba por descubrir cuánto iba a costarle excitar a esa mujer; cuanto más difícil fuese, mejor.
Esa noche era todo venganza.
La mujer estaba tumbada bocarriba con el rostro ladeado, los brazos abiertos y sus perfectos pechos expuestos. Dante la contempló unos momentos. Aquel rostro era casi angelical y su cuerpo se asemejaba al de una sirena.
Respiró profundamente movido por la necesidad de regular la cantidad de sangre concentrada en su entrepierna.
La mujer apenas se movió cuando él le retiró un mechón de pelo del rostro. Incapaz de resistir seguir tocándola, deslizó la yema de un dedo por la mejilla de ella y se vio recompensado con un suspiro.
Dante le acarició los labios y sintió en la piel el cálido aliento de ella. Entonces, se animó al oír escapar de aquellos labios un murmullo de placer.
Bajó la cabeza, embriagado por el cálido y femenino aroma de ella, y la besó suave y brevemente. Ella volvió a suspirar y cambió de postura hasta quedar tumbada de costado. Volvió a acariciarle los labios con los suyos y los encontró cálidos y voluntariosos. Ella movió la boca bajo la de él, a pesar de estar dormida, invitándole a continuar.
Dante se permitió sonreír mientras le ponía una mano en el hombro, notando con placer el contraste entre los tonos de piel, y volvió a besarla.
Aunque no se había despertado, la mujer le devolvió el beso. Y él le acarició el contorno de los labios con la lengua. Ella tembló.
–Oh… sí… –susurró ella con un suspiro junto a la boca de él.
La respiración de la mujer se estaba acelerando y Dante levantó la cabeza, sorprendido por el golpe de excitación que acababa de sentir, medio esperando que ella se despertara porque estaba seguro de que esa mujer había sentido lo mismo. Estaba seguro de que ella estaba teniendo un sueño sexual, soñando a un amante que la visitaba en medio de la noche y convertía sus sueños en realidad.
Dante lanzó un gruñido y sonrió. Pronto, ella abriría los ojos y descubriría que él era real. ¿De qué color tenía los ojos?, se preguntó mientras recorría la garganta de ella con los dedos. Castaños, decidió. Tenían que ser castaños, pensó mientras bajaba una mano hacia esos senos.
Ella, aún dormida, gimió y arqueó la espalda, haciendo que la ropa de cama le bajara algo más por el cuerpo, exhibiendo el inicio de la cintura. Su piel era como la miel y brillaba bajo la suave luz, y a él se le secó la garganta.
Las pulsaciones de su entrepierna se hicieron más insistentes. La bestia estaba despierta, anhelante y hambrienta. En ese momento, ella murmuró algo, un nombre…
¿Richard?
De repente, aquel pequeño juego perdió su atractivo. Por una parte, quería seguir explorando las curvas de la mujer, saborear el secreto placer despacio mientras esperaba a que ella se despertara; por otra parte, su cuerpo le pedía a gritos alivio sexual inmediato. Pero no deseaba en absoluto hacer el amor con ella pensando que estaba con otro hombre. Quería que se despertara. Quería que supiera quién le estaba haciendo el amor y quería borrar la imagen del tal Richard de su memoria.
–Vamos, es hora de que te despiertes –dijo Dante antes de bajar la boca hacia un pezón perfecto.
El sueño se repetía. Su amante nocturno estaba allí otra vez, el amante que, en vez de hablarle con palabras, lo hacía con la dulce caricia de sus labios, haciéndola sentirse deseada.
Y esa noche parecía más persuasivo, más convincente y más real que nunca.
Pero era un sueño, como siempre, y Mackenzie conocía las reglas del juego. Sabía que, si abría los ojos, su amante se desvanecería y todo se habría acabado. Y esa noche era especial, se sentía más mujer que nunca, y quería creer lo que él le estaba diciendo.
Sintió sus dedos acariciándole el cabello y el rostro. Sintió los labios de él sobre los suyos e incluso imaginó que podía sentir su cálido aliento en el rostro.
Era tan real…
¿Podía ser esa noche «la noche»? ¿O acaso el amante de sus sueños desaparecería una vez más antes del amanecer dejándola bañada en sudor e insatisfecha, dudando más que nunca de sí misma?
Y, peor aún, creyendo que lo que Richard le había dicho era verdad, que ella no era una buena amante. Que era frígida.
Entonces, Mackenzie se sumió en un mar de sensaciones y placeres paganos, preguntándose por qué su misterioso amante era el único que parecía poder desencadenar en ella semejante pasión. El deseo la consumía mientras los labios de él se movían sobre los suyos. Tembló bajo aquellas caricias, imaginando que podía saborearle, deseando que sus caricias bajaran hasta donde su deseo se convertía en un desesperado anhelo.
¿Por qué Richard nunca había logrado provocarle una respuesta similar a la del amante de sus sueños? ¿Era culpa de ella, como Richard había dicho?
Entonces, dejó de importarle todo. Lo único que tenía importancia era disfrutar aquello durante el tiempo que durase.
Una voz interrumpió sus pensamientos. Una voz pronunciando unas palabras que no entendía. Después, silencio… mientras gemía al sentir una lengua chupándole un pezón, inflamándola. Y se extrañó de algo: el amante de sus sueños jamás antes había pronunciado palabra alguna.
Un súbito temor se apoderó de ella mientras salía de su estupor. Y al abrir los ojos…
¡No era un sueño! Ese hombre, y lo que le estaba haciendo, era real.
Mackenzie gritó y, presa del pánico, se apartó de él mientras agarraba las ropas de la cama para cubrirse.
–Buenos días, preciosa. Estaba empezando a pensar que no ibas a despertarte nunca –dijo él con voz suave al tiempo que un relámpago iluminaba la habitación y el rostro del amante de sus sueños.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo al reconocer ese semblante…
¡Dante!
El hombre que tenía en sus manos el destino del hotel. El hombre contra el que iba a luchar con uñas y dientes para evitar que destruyera esa propiedad y dejara a todos los empleados en la calle.
No había sido un sueño. Era una pesadilla.
En la penumbra, Dante pareció esbozar una sonrisa llena de pecaminoso significado, y ella se estremeció. Y cuando estiró el brazo y le acarició el rostro, ella tuvo que hacer un esfuerzo para no inclinarse hacia ese hombre.
–Jamás lo habría imaginado –dijo Dante crípticamente antes de alargar una mano hacia la mesilla de noche para agarrar algo.
Mackenzi aprovechó la oportunidad para retroceder al tiempo que agarraba con fuerza las sábanas para cubrirse unos pechos que aún le hormigueaban tras las caricias de la lengua de ese hombre. Cerró los ojos. «Dios mío, ha sido la lengua de Dante Carrazzo!».
–Tengo… tengo que irme –balbuceó Mackenzi.
Entonces oyó la rasgadura de un sobre y vio a Dante volverse con algo en las manos y, de repente, descubrió que su visitante nocturno estaba completamente desnudo, igual que ella.
Al bajar la mirada, tragó saliva y siguió mirando con fascinación mientras él se ponía el preservativo. A pesar de que no había ninguna luz encendida, ni siquiera las sombras podían ocultar las dimensiones de lo que Dante acababa de enfundar. ¿Qué sentiría con eso dentro de su cuerpo?, se preguntó ella con la garganta seca y la entrepierna húmeda.
Y, de repente e inexplicablemente, lo que más deseaba en el mundo en aquellos momentos era descubrirlo.
–No quieres marcharte ahora –le aseguró él, aprovechándose de su confusión al tiempo que la rodeaba con los brazos–. Sobre todo, teniendo en cuenta que lo mejor está por venir.
Aunque hubiera querido irse, no habría podido moverse. Su cuerpo parecía haber cobrado vida propia; sobre todo, cuando él bajó la cabeza hacia sus senos y atacó uno de los pezones.
Mackenzi jadeó, entregándose por completo a la tentación.
«Por fin vas a sentir lo que Richard te había dicho que eras incapaz de sentir. ¿Qué peligro puede haber en ello? Estamos a oscuras y él se va a dormir en cuanto acabemos. Jamás se enterará de quién eres», se dijo Mackenzi a sí misma.
«Él nunca sabrá que eres tú».
Tenía que creerlo porque había llegado a un punto en el que no había vuelta atrás.
Dante le acarició el costado, la curva de la cadera y el lateral de la pierna, haciéndola temblar. Después, subió la mano hacia su rodilla y comenzó a acariciarle el interior de la pierna. Ella reposó la cabeza en la cama y, cuando la mano de Dante se detuvo en el rizado vello, ella no podía creer lo que sintió. Entonces, Dante la hizo separar las piernas y, al tocarle el centro del placer, la hizo sentir como una corriente eléctrica que la dejó perpleja.
–Por favor… –dijo ella, instándole a que continuara.
La ardiente boca de él se aproximó a su garganta, mordisqueándola, y a ella no le sorprendió abrirse más de piernas mientras él se colocaba.
Sabía que después se arrepentiría de lo que estaba ocurriendo, pero… ¿qué alternativa tenía cuando sentía lo que sentía? ¿Cómo podía luchar contra ese deseo?
Era como si el amante de sus sueños hubiera cobrado vida. Era como si su deseo de experimentar el placer sexual se hubiera convertido en realidad.
Cuando Dante se colocó sobre su entrada, todo su ser se concentró en ese punto. Alargó las manos hacia él y acarició aquella irresistible piel, confirmando la firmeza de aquellos músculos.
Dante lanzó un gruñido junto a su garganta y, entonces, la penetró. Así que eso era lo que se sentía, pensó ella con todas las terminaciones nerviosas del cuerpo a flor de piel.
Dante salió de su cuerpo y Mackenzi quiso gritar debido a la sensación de pérdida; pero él volvió a penetrarla con otro empellón, profundizando. Le aceptó con ardor mientras sentía una deliciosa presión aumentando en su cuerpo con cada empellón.
Mackenzi quiso gritar por todo lo que sentía, cosas que jamás había imaginado podían sentirse. Movió la cabeza de un lado a otro mientras él continuaba su asalto, dejándola jadeante y sin control.
El ritmo de los movimientos de Dante se tornó frenético, al igual que la pasión en ella. Dante bajó la cabeza y se apoderó de uno de sus pezones con la boca, chupándolo, produciendo lo que a ella se le antojó asemejar a corrientes eléctricas, haciéndola arquear la espalda en una mezcla de placer insoportable y dolor exquisito.
Mackenzi estalló con la fuerza de un cohete, explotó en una cantidad infinita de estrellas que brillaban y se mecían al viento mientras caían sobre la tierra.
Dante la siguió, acompañando su clímax con un gruñido de victoria antes de dejarse caer sobre la cama junto a ella.
Mackenzi se subió la sábana para cubrirse y permaneció tumbada, jadeante, con los ojos fijos en el techo… incrédula. No podía creer que una persona tan fría como le habían dicho que ella era pudiera ser consumida por la pasión de esa manera y con un desconocido.
De repente, sintió miedo. Ahora que se sentía satisfecha, ahora que se había entregado por completo al placer, no tenía dónde esconderse.
¿Qué demonios había hecho?
Cerró los ojos con fuerza y se cubrió la boca con una mano para evitar gritar de miedo. ¿En qué había estado pensando? ¿Cómo había podido permitir que alguien como ese hombre le hubiera hecho eso?
«Jamás sabrá que eres tú», se dijo Mackenzi a sí misma una y otra vez. Dante Carrazzo no podría reconocerla porque, de lo contrario, su causa estaba destinada al fracaso.
Mackenzi sintió el cambio en la respiración de él. Al volver la cabeza, vio en el reloj de la mesilla de noche que pasaban de las tres de la madrugada. Esperó unos momentos más y, tras asegurarse de que él se había quedado dormido, se levantó de la cama, agarró su ropa, que había dejado en un sillón, y salió a toda prisa de la habitación… Negándose a pensar en lo maravilloso que había sido sentir la boca de él en su piel.
¡No, se negaba a pensar en ello!
EL YA estaba esperándola, sentado en un rincón apartado en el concurrido comedor del restaurante, con expresión sobria y una mandíbula que parecía acostumbrada a estar siempre tensa. A pesar de ello, era la clase de hombre que atraía a las mujeres. Sus marcados y angulosos rasgos no poseían una belleza clásica, sino una belleza que sólo podía describir como… intensa. Atrayente. Peligrosa.
Con sólo mirarle, Mackenzi sintió sus músculos internos ponerse tensos al recordar la noche anterior. Dante Carrazzo era el hombre más atractivo que había en el restaurante, el poder emanaba de él.
Mackenzi trató de ignorar el recuerdo de la noche anterior y se alisó la falda mientras se decía a sí misma una vez más que él no la reconocería ahora que estaba vestida. Además, con el cabello recogido y las gafas, estaba segura de tener un aspecto radicalmente diferente. A lo que había que añadir que la habitación había estado a oscuras y a él lo único que le había importado era satisfacer sus necesidades sexuales.
¿Y qué clase de hombre se lanzaba al ataque de una mujer creyéndose con derecho a tener relaciones sexuales con ella? Reconocía que había estado durmiendo en la cama de él, pero no le esperaban esa noche y ella no recordaba tener un tatuaje en la frente que dijera «tómame a tu antojo».
Tras respirar profundamente, se armó de valor y se acercó a la mesa.
–Buenos días, señor Carrazzo.
Él subió los ojos en su dirección y luego se miró el reloj antes de volver de nuevo su atención al periódico que estaba leyendo.
–Ya he pedido el desayuno.
–Y también ha pedido que me reuniera aquí con usted a esta hora –dijo ella, intentando que la voz no le temblara, al tiempo que le ofrecía la mano–. Soy Mackenzi Keogh.
Esta vez, él se la quedó mirando fijamente y Mackenzi sintió enrojecer sus mejillas.
–¿Usted es Mackenzi? –preguntó él sin estrecharle la mano.
–Así es.
–Es una mujer.
Mackenzi arqueó las cejas, conteniendo las ganas de decirle que eso lo sabía desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, bajó la mano, y contestó:
–Así es. Al menos, siempre he creído que lo era –y Mackenzi se sentó en la silla opuesta a la de él.
Dante lanzó un bufido mientras la camarera aparecía y le servía a ella un café antes de volver a llenarle la taza a Dante. Él continuó observándola mientras ella se entretenía en colocarse la servilleta en el regazo con el fin de evitar esa mirada y rechazaba la invitación a desayunar. No podía probar bocado, pero el café le daría fuerzas.
–¿Qué clase de nombre es Mackenzi para una mujer?
–Mi nombre, señor Carrazzo –respondió Mackenzi, atreviéndose a mirarle. Si Dante no la había reconocido todavía, quizá no lo hiciera. Al fin y al cabo, a penas se habían mirado la noche anterior–. En fin, supongo que no quiere verme para hablar de por qué mis padres eligieron este nombre para mí.
A Dante no había muchas cosas que le sorprendieran; al menos, ya no. Pero Ashton House estaba demostrando ser una caja de sorpresas. En primer lugar, había sido la mujer que le dio la bienvenida en su cama. En segundo lugar, la ausencia de esa mujer al despertar…
Y ahora, otra sorpresa: la mánager del hotel era una mujer con nombre de hombre y una actitud mezcla de hostilidad y nerviosismo. Había esperado que su actitud fuese hostil, estaba acostumbrado a ello; sin embargo, ella se había ruborizado y, cuando él la había mirado, la tal Mackenzi había bajado los ojos y se había puesto a manosear la servilleta como una adolescente en su primera cita.
En cualquier caso, era normal que le tuviera miedo; por supuesto, se daba cuenta de la vulnerabilidad de su posición.
Dante bebió un sorbo de café mientras trataba de dilucidar qué era lo que le resultaba tan extraño. Quizá fuera el nerviosismo que notaba en ella cuando la miraba, pero… ¿por qué?
Además, Mackenzi debía de estar acostumbrada a que los hombres la mirasen. A pesar del severo atuendo, tenía unos rasgos agradables; quizá tuviera la nariz algo torcida, pero debajo de la camisa se adivinaban unas prometedoras curvas.
De repente, la oyó aclararse la garganta antes de decir:
–Señor Carrazzo, me he tomado la libertad de organizar una reunión con el resto de los empleados a las diez y media para que usted nos diga qué planes tiene respecto a Ashton House. Pero, hasta ese momento y si no le importa, ¿le molestaría que le resumiese la situación de los empleados y lo que les preocupa?
Él asintió, aunque estaba más interesado en esa mujer que en los problemas de los empleados.
–Ashton House es el mejor hotel de Adelaide Hills –comenzó a decir ella–. Es un hotel-boutique cuyo comienzo se remonta a mediados del siglo XIX. El hotel cuenta con cincuenta empleados, y todos sin excepción están preocupados por la posibilidad de perder sus puestos de trabajo; sobre todo, teniendo en cuenta que usted ha cerrado, por lo menos, la mitad de las otras propiedades que ha adquirido durante los dos últimos años. Como es de suponer, los empleados del hotel están nerviosos. Les gustaría saber que sus puestos de trabajo están seguros y que Ashton House continuará funcionando como un hotel-boutique.
–¿Hay alguna razón en particular por la que debería conservarlo?
Mackenzi parpadeó.
–Porque vale la pena conservar este hotel. Ningún otro en Adelaide Hills, ni siquiera en toda Adelaide, se le parece.
–¿Por qué? –preguntó él, ya aburrido con la conversación–. ¿Qué hace que la gente venga aquí?
–Para empezar, la belleza del lugar –respondió ella–. Las vistas…
Dante volvió la cabeza hacia los ventanales por los que sólo se veía un manto blanco.
–Ah, sí, claro, las vistas –dijo él en tono burlón.
Ella se recostó en el respaldo del asiento y Dante sonrió.
–Señor Carrazzo, espero no molestarle, pero, en mi opinión, los empleados de este establecimiento tienen derecho a saber si van a conservar sus puestos de trabajo o no. Ahora que usted ha tomado posesión de Ashton House, tienen derecho a saber cuáles son sus planes al respecto.
En ese momento, una camarera se acercó a la mesa con el desayuno y Dante notó su nerviosismo por la forma como le miró y le sirvió.
–Soy el propietario de Ashton House –dijo Dante después de que la camarera se retirase–. Puedo hacer lo que me plazca con este lugar.
–¿Igual que ha hecho con las otras propiedades que ha adquirido?
–Esas propiedades no son asunto suyo.
–¡Pero sí lo es lo que ha hecho usted con ellas! Ha destruido tres negocios que funcionaban bien, ha vaciado tres hoteles y los ha convertido en edificios de apartamentos. ¿Y por qué?
«Por venganza», pensó Dante. «Y la venganza tiene un sabor muy dulce». Pero no esperaba que nadie le comprendiera. Nadie podría hacerlo.
–A eso se le llama progreso –respondió Dante en tono casual–. El mundo continúa girando.
–¿Y es ésa la clase de progreso que tiene pensado para Ashton House? ¿Va a convertir también esta propiedad en un edificio de apartamentos?
Dante dejó el tenedor y el cuchillo en el plato antes de beber otro sorbo de café mientras observaba a esa mujer por encima del borde de la taza. Ella había vuelto a ruborizarse, su pecho moviéndose al ritmo de su agitada respiración… Y él tuvo la impresión de que se le estaba escapando algo.
En cualquier caso, no había esperado un ataque tan apasionado de una persona que, al principio, le había parecido tan tímida y nerviosa.
–No –respondió él–. El ayuntamiento de aquí no me lo permitiría.
–¡Lo que significa que estaba en sus planes!
Fue una acusación, no una pregunta. Pero él no había ido allí para ganar amigos y no le importaba lo que nadie pudiera pensar. Era demasiado tarde para eso.
–La verdad es que tengo otros planes para Ashton House.
–¿Qué planes? –preguntó ella empequeñeciendo los ojos–. ¿Va a mantener el hotel?
A pesar de la cautela con que había hecho la pregunta, Dante se daba cuenta de que la esperanza de la mujer había despertado y eso le provocó una sonrisa de satisfacción.
–Voy a destruir este lugar –declaró Dante–. Voy a destruir todas y cada una de las ventanas, las puertas… todo. No voy a dejar nada en pie.
Mackenzi no podía dar crédito a lo que acababa de oír. Sin comprender, preguntó con apenas un hilo de voz:
–¿Por qué?
Mackenzi sacudió la cabeza con incredulidad. Los ojos de ese hombre se veían fríos y carentes de vida, asustaban.
–Porque puedo.
Ahora ya no le extrañaba el disgusto de los antiguos propietarios de Ashton House cuando ese hombre adquirió la propiedad. Pobres Sara y Jonas; habían tratado, por todos los medios, de defenderse contra Dante Carrazzo, que poco a poco había adquirido todos y cada uno de sus bienes.
La perplejidad dio paso a la cólera.
–Ésa no es razón para derrumbar un edificio tan bonito y destruir un negocio. ¿Qué van a hacer los empleados?
Él se encogió de hombros.
–Buscar otro trabajo, supongo.
–¿Así, sin más?
–Si son buenos profesionales, como deberían ser y como usted dice que son, no les supondrá ningún problema.
Cada vez más encolerizada, Mackenzi no estaba dispuesta a permitirle que destrozara aquel hermoso edificio sin decirle lo que pensaba de ello. Tenía que haber una forma de salvar el hotel de los planes de aquel loco. Pero necesitaba tiempo.
–Dígame, ¿cuándo tiene pensado llevar a cabo sus planes? –le preguntó ella–. Dado que tenemos reservas durante los próximos doce meses, ¿diría que el hotel seguirá funcionando un año? ¿Un año y medio? ¿Cuánto tiempo tendrán los empleados para buscarse otro trabajo?
El sacudió la cabeza.
–No.
–¿Qué quiere decir con «no»?
–Quiero decir que no tiene sentido decir a los empleados que disponen de doce meses para buscarse otro trabajo cuando, en realidad, estarán todos fuera dentro de seis meses. Es mejor dejar las cosas claras desde el principio.
–Entonces… ¿cuánto tiempo tienen?
–El hotel va a cerrarse al cabo de tres meses.
–¿Qué? Eso es imposible. No hay forma de…
–Señorita Keogh, si he aprendido algo en el mundo de los negocios es que nada es imposible. Este hotel va a cerrarse. Punto.
–Pero… no puedo permitirle que haga eso.
Dante se echó a reír.
–¿Y se puede saber cómo va a impedírmelo?
–Convenciéndole de que esta propiedad es rentable. He preparado informes y proyecciones…
–Usted misma ha dicho que la gente viene aquí por las vistas –él indicó con un gesto la ventana por la que se veía el campo envuelto en niebla–. No creo que nadie vaya a perder gran cosa cuando este hotel se cierre, ¿no le parece?
Mackenzi, iracunda, cerró las manos en dos puños.
–Es invierno, señor Carrazzo. Y, en invierno, tenemos niebla frecuentemente. No todos los días, sólo ocasionalmente. Y resulta que hoy es uno de esos días.
–Tres meses. Nada más.
Mackenzi no pudo contener la cólera por más tiempo.
–¡Está loco! ¿Y qué hay de las reservas? Tenemos bodas y conferencias reservadas y la gente ha pagado depósitos. No puede cancelarlos.
–Se cancelarán. Y, por supuesto, se pagarán compensaciones si es necesario. Como mánager, usted se encargará de eso.
Mackenzi lanzó un bufido.
–No, no voy a hacerlo.
–¿Se niega a realizar su trabajo, señorita Keogh? De ser así, podría organizar que alguien la sustituya inmediatamente. ¿Qué le parece hoy mismo?
Mackenzi jadeó cuando la dura realidad de que podía salir de allí ese día sin trabajo la golpeó. Era más afortunada que la mayoría de los empleados, ya que casi había pagado la hipoteca de la pequeña casa de campo en las colinas debido a que vivía sola y tenía un salario decente; no obstante, ¿cuánto tiempo podía durar con una compensación por despido?
Por otra parte, si dejaba el trabajo ese mismo día, las posibilidades de que ese hombre descubriera su identidad eran nulas.
–Dicho así, no me deja alternativa –declaró ella con voz fría tras tomar una decisión–. Me marcharé. Hoy mismo.
Le había pillado. Mackenzi lo vio en su mirada, que no pudo ocultar la sorpresa. ¡Él había creído que iba a suplicarle para que la dejara conservar su trabajo!
Dante arqueó una ceja con gesto cínico.
–¿Una salida triunfal? No espere que la pida que se quede.
Mackenzi se sintió casi liberada. Con poder. Porque ahora no había motivo alguno para no decirle lo que realmente pensaba.
–Señor Carrazo –dijo ella con una sonrisa–, a pesar de lo que habíamos oído decir respecto a usted, yo creía que se podría hablar con usted, dialogar, apelar a su lado bueno. Pero usted no tiene ningún lado bueno, ¿verdad? Usted es un sinvergüenza sin corazón.
–Ése es sólo la mitad de mi problema –reconoció Dante también sonriente–. No olvide que tengo que mantener mi reputación.
–¡No comprendo cómo puede dormir por las noches!
–¿Es por eso por lo que me proporcionó a una mujer? ¿Porque suponía que necesitaría un entretenimiento ya que mi mala conciencia no me dejaría dormir?
Las mejillas de Mackenzi volvieron a enrojecer y sus manos volvieron a retorcer automáticamente la servilleta.
–No sé de qué está hablando.
Dante esbozó una falsa sonrisa.
–De la mujer que estaba en mi cama anoche. Usted es la mánager, así que no me diga que no fue usted quien lo arregló todo.
Mackenzi apretó los labios y se puso en pie bruscamente.
–No estoy dispuesta a seguir escuchando esto.
Dante se levantó y le impidió la fuga.
–¿En serio creía que mandando a una prostituta a mi cama lograría convencerme de que mantuviera el hotel abierto?
Dante la vio tragar saliva y cerrar las manos en dos puños.
–Dígame, señor Carrazzo, ¿dónde está esa prostituta? ¿Esperándole para que repita su, sin duda, magnífica actuación? Me sorprende que se haya levantado de la cama.
Dante estaba seguro de que ella sabía más de lo que reconocía saber y de que se sentía culpable. Le habían enviado a una prostituta con el fin de endulzarle la píldora. Pero, por supuesto, el truco no iba a funcionar.
–Sabe perfectamente que se ha marchado. ¿Por qué, la pagaba por horas?
–Aunque comprendo perfectamente que tenga que pagar para que alguien se acueste con usted, señor Carrazzo, le aseguro que nadie ha pagado a nadie para que fuera a su habitación. Quizá esa mujer no sea más que un producto de su imaginación. Y ahora, si me lo permite, tengo que ir a vaciar mi despacho.
Dante vio esos ojos verdes echar chispas…
¿Ojos verdes?
Y, de repente, lo supo. Supo quién era esa mujer.
Dante se llevó las manos las caderas, remontando en cólera. No sabía a qué había estado jugando esa mujer, pero el juego había terminado.
–Bien, dígame, señorita Keogh, ¿quién es mejor amante, Richard o yo?