Cubierta

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Sobre Pablo Cortizo

Apasionado desde chico por los orígenes del universo, los viajes espaciales y la literatura, Pablo Cortizo (Buenos Aires) editó una revista estudiantil sobre los misterios del cosmos y los platos voladores. Estudió Física en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, y participó en el desarrollo de satélites espaciales en el Instituto de Astronomía y Física del Espacio. Amante de las novelas de Joseph Conrad y Stephen King, con su propia narrativa intenta provocar en el lector el mismo efecto hipnótico de sus autores favoritos. Cumplidos cincuenta años de la llegada del hombre a la Luna, Pablo despega en un viaje de ida con Confines, su primera novela.

Índice

EL ORIGEN DE LAS BRUMAS

Como cualquier historia, la suya también tuvo un origen. Y un hilo misterioso, un azar que se fue devanando con el tiempo. Kimhall estaba convencido de que todo había empezado en una frase anodina:

—Tome asiento.

La mismísima Alexa lo había recibido con esas palabras en la Sala de Reuniones de la estación Armstrong. La acompañaba un uniformado, de visita en la estación. La jefa lo presentó como el mayor Thorgen.

Alexa era la responsable de la estación desde que Kimhall había ingresado en Colonos. Él se había sumado a esa institución civil siendo joven, deseoso de escapar de la mugre y la desidia de aquella naturaleza marginal en la que se había criado: el Submundo. Colonos le ofrecía buena paga y la ciudadanía de la Urbe asegurada al regresar. Pero había que aguantarse en aquellas estaciones fronterizas trabajando bajo supervisión del Ejército, que siempre tuvo a su cargo el acceso a los Confines.

En el corto silencio que siguió, la jefa se acomodó la ropa en un gesto de inquietud.

—Capitán —señaló al mayor Thorgen, sentado a su derecha—, lo hemos asignado a una misión. Su objetivo será la exploración de nuevas rutas que, según estimamos tanto nosotros como Ejército, resultarán de importancia comercial en un futuro.

Kimhall miró de reojo las jinetas del militar, se movió en su silla: explorar nuevas rutas no parecía ser una tarea tan trascendente como para involucrar a semejante jerarquía.

—No crea que tendrá a su cargo un trabajo menor —indicó Thorgen, y le dio al capitán la sensación de que aquel gorila había leído sus pensamientos—. Si así fuera, yo no estaría aquí.

Kimhall lo observó con detenimiento. ¿Qué lo habría delatado? De rasgos duros, el mayor tenía más estatura que él y Alexa juntos. Visto de pie, sería una mole. Sus cabellos canosos habían sido domesticados a fuerza de constantes golpes de tijera. Y ahora, sus ojos grises, hasta entonces huidizos y pequeños, se habían clavado en los suyos como en los de una presa.

—Existe otro objetivo —agregó Thorgen, y carraspeó—. Aunque será sólo de su conocimiento y el nuestro. Y esta segunda tarea, esta misión subalterna..., no-oficial diríamos, es la única que me interesa.

Kimhall no pudo evitar un ligero parpadeo. Alexa ahora sostenía entre sus dedos un cigarrillo sin prender, y miraba a Kimhall callada, y como escrutándolo.

—Hemos recibido cierta documentación... —era evidente que el mayor Thorgen sopesaba sus propias palabras—. Papeles de los que, para serle franco, no nos fiamos.

—Papeles —repitió Kimhall.

Alexa retorció su cigarrillo todavía apagado. Silenciosa, miraba alternativamente a los dos.

—Ejército no confía en esos papeles —dijo—. Pero tampoco puede descartarlos.

El mayor la observó, displicente, como queriendo resaltar que las palabras de la jefa le resultaban irrelevantes.

—Dicha documentación, acaso apócrifa —siguió diciendo— reporta precisas coordenadas de localización. Se trata de una nave, un transporte militar, extraviado tiempo atrás. Y esa nave estaría justo en el paso hacia las nuevas rutas, ¿comprende? Al extremo de los Confines.

—¿Y por qué mandar colonos en busca de un transporte militar? —preguntó Kimhall—. Eso es tarea del Ejército.

El mayor endureció la mirada.

—Vea, Kimhall —dijo—: si mando gente nuestra y no encuentran nada, tendré a los perros de Auditoría montados en mi cabeza. Desde el cambio de gobierno vivimos en un permanente recorte de gastos, así que, si van ustedes, a Ejército le resulta gratis. Y descubrir esa nave, en caso de que la encuentren, será un resultado… casual, en el marco de un programa de investigación solicitado por Colonos. Un programa exploratorio que su jefa nos ha solicitado con insistencia, ¿verdad, Alexa?

La jefa asintió sin decir palabra.

—¿Y qué esperan de mí? —preguntó el capitán, mirando a Alexa.

Ella tiró de cada extremo del cigarrillo más allá de lo que la física permitía. Las partículas de tabaco se desparramaron sobre la mesa.

—Ya lo dijo el mayor: a cambio de destrabar ciertas burocracias… —la jefa miró con resignación las partes de cigarrillo que habían quedado en cada una de sus manos— nos solicitó asistencia para localizar la nave y…

—…¿Sólo localizar? —interrumpió Kimhall.

—Bien observado, capitán. En caso de encontrarla, ustedes deberán bajar a la nave para investigar lo que haya sucedido allí arriba. Plan dos —agregó Thorgen, sonriente.

—Comprendo —dijo Kimhall, tomando clara nota de que seguramente iban a toparse con esa nave. Vio que Alexa ponía discretamente los restos de cigarrillo en un puño, y luego los ocultaba en el bolsillo de su casaca.

Sin prestar atención a los movimientos de Alexa, el mayor Thorgen siguió diciendo:

—Y cuando digo investigar, Kimhall, quiero decir llegar hasta las últimas consecuencias. Deberán determinar que sucedió, y con toda precisión. Y recuerde: no podrán retirarse hasta que yo, específicamente yo, se lo indique. La desobediencia a esta orden equivale al delito de traición.

Mientras Kimhall tragaba saliva, Alexa carraspeó:

—En cualquier caso, el mayor nos ha solicitado una colaboración que debemos prestarle —Alexa bajó la vista y reunió con la mano una parte del tabaco disperso sobre la mesa, la arrastró hasta el borde, y, atajando el tabaco con la otra mano, se apresuró a ocultar esa basura en otro bolsillo de su casaca.

¿Qué estaba sucediendo? Kimhall se alertó: había percibido un tono particular en ese “debemos prestarle”. Entrevió una señal de desacuerdo, de rabia controlada, en aquel hablar entre dientes. Thorgen prosiguió:

—Como todo hombre al mando de una expedición por los Confines, usted se convertirá en personal militar. En su viaje no reportará a Colonos sino a nuestra base. Esto, en lo oficial. En lo real, usted trabajará para mí. —El mayor se interrumpió, y señaló su pecho con el pulgar—: Y cuando digo para mí, quiero resaltar que no reportará a nadie más que a o a mis designados. —El mayor Thorgen sonrió, divertido. Y agregó, directo a Kimhall—: Una proposición bastante interesante, ¿verdad?

Una proposición bastante irregular, pensó Kimhall. Mejor dicho, una imposición. Y miró a Alexa buscando algún tipo de aprobación, pero ella se ocupaba de limpiar los últimos restos de tabaco.

Kimhall vio que Thorgen seguía de soslayo estos desplazamientos. El mayor continuó:

—Capitán: usted ha sido depositario de una gestión confidencial. Ahora le repito mi mando: debe buscar esa nave en las coordenadas que yo le indicaré, y de encontrarla, determinar qué demonios le ocurrió a la tripulación —el mayor se interrumpió. Kimhall notó que miraba de reojo el escote de la jefa. Se te han caído los ojos, ¿eh, Thorgen?, pensó. A sus inconfesados cincuenta, la jefa conservaba una atrayente silueta y sugestivas uñas rojas.

Indiferente, Alexa tomó un nuevo cigarrillo. El mayor continuó:

—Al llegar a la zona de aproximación, lo despertaremos. A usted solamente, no a su tripulación. Se ocupará de barrer el área. Y si localiza al transporte, activará un programa que simulará un pedido de auxilio. Solo entonces levantará a su gente.

—¿Y a mí cómo me despertarán?

—Bien, capitán: me gusta la gente despierta. No lo despertaremos una mierda, ¿sabe? Programará usted mismo esa función usando las coordenadas que le haré llegar.

Kimhall aceptó jugar al duro: con tipos como Thorgen, lo peor era que lo tomaran por asustadizo.

—Es lo que supuse. Ahora… ¿tiene alguna otra sugerencia creativa para que yo justifique la necesidad de bajar a la nave? Un colono no se metería ni borracho en un transporte militar.

Thorgen se demoró en una sonrisa muda, clavándole la vista. Kimhall no parpadeó.

—Mienta —dijo Thorgen hablando como si quisiese morder sus palabras—. Diga que las propias reglas de Colonos lo obligan, y que como hombre a cargo de una misión en los Confines usted se convierte usted en oficial de reserva de Ejército —Thorgen hizo sonar sus nudillos—. Y tenga bien presente que usted y yo nunca nos conocimos.

Thorgen le extendió un sobre amarillo y de tamaño mínimo.

—Aquí tiene las instrucciones para correr el programa que generará la alerta y lo despertará. Y.… otros detalles menores. Entre ellos una clave. Memorícela y destruya este mensaje.

El capitán guardó el sobre en su bolsillo. El mayor continuó:

—Si logro desclasificarlo, le alcanzaré un dossier de la nave que buscamos —tras un silencio incómodo, Thorgen se puso de pie—. Capitán: toda información sobre el transporte es secreto militar. Y memorice bien: cualquier obstrucción a mi mando equivale al delito de traición.

Kimhall tragó saliva: conocía demasiado bien cómo trataban los militares ese tipo de faltas.

—¿Firmaremos una declaración de confidencialidad en la que se describa su mando?

—¿Firmar? —yendo hacia la salida y sin volver la espalda, el mayor dijo—: No, capitán. Mis palabras son suficientes. Ahora mis hombres lo acompañarán a su barraca. Partirán en setenta y dos horas. Antes debemos entrenarlos. Comandar una nave como tan sofisticada como el Pahkna es una tarea compleja. Es demasiado moderna para unos... colonos.

El capitán se incorporó, parsimonioso, mirando a Alexa. Thorgen abrió la puerta y con un gesto indicó a dos soldados que traspusieran el umbral. Kimhall los miró de reojo: dos monos armados hasta los dientes.

De repente la jefa hizo algo muy extraño. Kimhall se vio atropellado súbitamente: Alexa lo empujaba hacia fuera, pero al mismo tiempo lo mantenía agarrado del cinturón, por detrás.

—¿Qué...? —atinó a decir.

Fuera del campo visual de los guardias, ella le levantó la casaca y le metió bajo la ropa, a la altura del cinturón un objeto delgado, rectangular. ¿Acaso un dispositivo de memoria?

Caminando hacia la salida, la subrepticia Alexa volvía a acomodarle la casaca. Al llegar a la puerta lo entregó a los soldados y se despidió con toda naturalidad:

—Confío, capitán Kimhall, en que cumplirá un exitoso servicio. Y recuerde que pronto es su cumpleaños. Buena navegación. —Y agregó—: Buena misión.

¿Cumpleaños? ¿Qué demonios quiere decirme? Habían compartido dos rondas de cerveza un mes atrás, para festejar sus cuarenta y dos. Y la jefa, como buena mujer que era, no se confundiría en esas cosas.

Escoltado, o, mejor dicho, entrampado entre los dos gorilas, Kimhall se preguntó que encontraría en aquel transporte perdido. Empezaba a sentirse asfixiado.

¿Y qué carajo me dio Alexa?, se dijo.

¿Adónde mierda me están mandando?

LA MÉTRICA DEL FIN

Los monitores del sistema de seguridad de la nave habían captado aquel horror desde una toma fija, lejana.

Ajeno al terror frío que lo recorría, Kimhall veía una vez más la imagen difusa de ese cuerpo tambaleante que chocaba contra las paredes del pasillo. La ropa vuelta un despojo, jirones. Y el primer plano, ahora, del rostro deformado, irreconocible, mostraba perforaciones de furiosos estiletes: la sangre oscura huía por los agujeros abiertos.

Un estertor, una náusea profunda. El capitán Kimhall tiró su asiento hacia atrás y miró el techo del Pahkna.

Se había quedado solo, solo ante la muerte. Agarró la botella de vodka y tomó un trago tan largo como pudo. Y otro más. Respiró agitado. Y volvió a dar PLAY. Aquellas tomas… ¿De dónde tanta fascinación? Sabía la respuesta: esos segundos habían sellado su destino. ¿Pero de qué le servía repetir esa secuencia hasta el absurdo?

Oprimió PAUSE: en ese fotograma alcanzaba a vislumbrar a las sombras, esos asesinos indestructibles.

Y dio PLAY una vez más, y se quedó mirando el discurrir escalofriante de las tomas.

La cara en primer plano, la conformación amoratada.

Los agujeros que escupen rojos violentos.

Volvió a detener la escena, y la hizo avanzar en cámara lenta: ahora parecía que las mismas sombras salieran desde adentro, desde la propia masa de carne hacia afuera.

—Todo es irreversible —dijo, aturdido—. Nada cambiará el rumbo del Pahkna.

Y era cierto: él y su nave se desintegrarían al chocar contra la estrella Stevenson.

Se llevó a la boca la botella casi vacía y la oleada de vodka le quemó las tripas. Cerró los ojos y lloró. Entre lágrimas, fragmentos de historia rasgaban su mente.

El desierto.

El tren.

Aquella voz.

Soooonnyyy Soooonnyyy

Sintió la agitación de la carrera estéril. Y se descubría una vez más siendo un niño. Un niño a la vera de esas vías sin destino. Tragaba arena, tragaba sus propias palabras:

—Papá... Papá...

Si sólo pudiese acordarse, recuperar la fisonomía del padre.

Aunque era inútil. La maldita amnesia se había tragado sus primeros años para siempre.

Y ahora, al final del camino, por fin comprendía la etiología indescifrable de la inestabilidad celular que lo acosaba desde que tenía memoria. Aunque hubiera preferido no saberlo nunca.

Kimhall se estremeció, soltó la botella vacía y apenas si atinó a observarla recorriendo en cámara lenta la geometría que la separaba de su conclusión, el estallido del final. Igual acabarían él y el Pahkna bajo la fuerza gravitatoria de la Stevenson. Tomó otra botella y bebió hasta agotarse y la dejó caer. El vodka se deslizó sobre el piso del Pahkna.

La cabina se le confundía con la filmación, la oscuridad, el desierto, el tren... —un tren que acaso jamás existió—. Y un túmulo emergiendo de la arena, y un gran ojo de vidrio, al acecho. Y vampiros invisibles que intentaban devorarlo.

Gritó, y su propio grito lo hizo reaccionar.

Vomitó. Y un sabor repugnante se estacionó en el vacío de su boca.

¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?

 

JORGE LUIS BORGES

CUANDO EL FUTURO SE VUELVE INEVITABLE

Kimhall volvió el video a la imagen inicial, aquella en la que creía distinguir a las sombras en el fino aire del Pahkna. Y allí estaban: fantasmas en suspensión: podía entreverlas aún en esa difusa confusión de píxeles.

Miró sus antebrazos, se palpó el cuello: ni incisiones ni restos de sangre. Aquellos vampiros no lo habían atacado. O al menos eso parecía.

Tomó aire, aturdido por aquel estado maldito que entremezclaba pesadilla y realidad.

¿Sería él en verdad inmune?

Soooooooooonnyyyyyyyyy

¿Sony?

Se estiró hasta atrapar una nueva botella y quedó tieso, mirando el monitor desnudo de la computadora. Se restregó los ojos. Y vio letras en la pantalla. Letras que se escribían solas. Letras de un rojo profundo. Y un borrón sanguinolento en el ángulo superior. Kimhall quiso limpiarlo con un pañuelo, pero se estremeció al darse cuenta: la mancha estaba del lado de adentro.

—Sangre —dijo, sin saber cómo había llegado esa palabra a su boca.

Sangre, se repitió, mientras palpaba una grumosa humedad en los dedos.

Un hilo oscuro, letras intensas cubrían todos los espacios. Kimhall podía entender lo que se ocultaba en ellas:

J?JSKVESTAMOS QQQAQUI

QSLQSQSL PRESOS QSLQSL EN LAS PUEXXRTAS

JJ.%$JJX DE LA ETER$%&NIDAD///&%FJGG%=

Claro que lo entendía. Sólo debía leerse entre letras para comprender el mensaje.

Las sombras, balbuceó.

Fantasmas asesinos. Criaturas presas para siempre, incapaces de morir.

Los píxeles de la pantalla se convertían en pupilas que contenían pupilas, y lo miraban: los ojos vidriosos de una mosca. Se llevó las manos a la cara: sí; eso quería, una calma oscuridad. Y tuvo la impresión de elevarse, de estar escapando de su organismo. Pudo verse desprendido de sí, un muñeco sentado frente al ordenador.

No puede ser. Yo estoy aquí. Yoestoyconmigo.

Y podía sentirlo —sentirse—, aunque no verse con nitidez. Sus brazos abiertos en cruz, suspendido por sobre el muñeco y el ordenador. Él estaba allí arriba, y... —debía aceptarlo—, ese cuerpo de abajo, el de un borracho desvanecido, ya no le pertenecía.

Cerró los ojos, un mundo oscuro fue rodeándolo.

Al volver a abrirlos, se sorprendió de nuevo en sí mismo, habitando el cuerpo del muñeco. Había regresado. Y seguía tan borracho como antes. Se limpió restos de vómito de la comisura de los labios.

Y pensó —deseó— que la pesadilla hubiese terminado: que él ya no viajara sólo en una nave que se dirigía a destruirse contra la Stevenson, sino que iba de regreso a casa. Si acaso podía llamarse casa una fría estación espacial.

Pero una forma difusa lo apuntó con el dedo, acusándolo: ¡Usted no tiene derecho a salvarse!

La forma llevaba por cara una máscara blanca. Y ahora se transformaba en una cara distinta. Ya no calva y rotunda, sino en una fina y alargada. Una cara en la que Kimhall distinguió el mentón agrietado, partido, y como de porcelana. Quiso levantarse, ir hacia la forma, pero trastabilló, y cayó de rodillas. La cara volvió a transmutarse, y la voz grave le repitió: ¡Usted no tiene derecho a salvarse!

Le arrojó el cellular al fantasma, y el fantasma se deshizo ante sus ojos. Solo la máscara de porcelana flotó hasta golpear el piso y hacerse añicos.

Y lo mismo hizo su cellular.

Kimhall se quedó sin aire. Miraba la carcasa partida del cellular como si observara su propio cadáver. Allí se iban para siempre sus fotos, la música que amaba, sus videolibros, sus películas. Todo lo que había atesorado en su vida. Y su cuaderno de frases.

Todo, todo destruido.

Avanzó como pudo hasta apoyarse contra la pared y pulverizó los restos del cellular con el taco.

¿Acaso importaba?

Se llevó las manos a la cara, y sintió un líquido pegajoso. ¿Rezumaba sangre? ¿Acaso él también se había contagiado?

Entonces los zumbidos a su espalda.

Los vampiros, pensó. Las sombras. Y corrió como pudo, y se encerró en el baño. Se apoyó en el lavabo y vio en el espejo las facciones de alguien parecido a él.

—Maldita sea... —le dijo a ese capitán Kimhall que tenía la cara embadurnada de sangre—. Voy a terminar igual que ellos —abrió la canilla y se enjugó la cara. Y el agua era transparente.

El espejo le mostró la imagen de un semblante limpio.

No. No se había contagiado.

Se lavó la cara con esa agua encantadoramente tibia.

Cerró la canilla y recorrió tambaleante los cinco mil kilómetros que lo separaban de su puesto de comando. Contempló la imponencia del entramado de estrellas. El mundo, la vida, quedaban lejos, demasiado lejos.

Miró la botella rota. Especuló que, aunque pudiese acometer la demencial tarea de rearmarla, ya no sería la misma: algo en su esencia se habría quebrado para siempre. Algo que no les era dado a los hombres reparar.

Su propia historia, hecha añicos, era irreparable.

Pero, aunque fuese estúpido y en vano, se obligó a recordarla.

UNA FIGURA DE NEGRO

Los soldados guiaron a Kimhall hasta un cuarto interno, con apenas un camastro. Una celda.

—Dispone de treinta minutos —le dijo el gorila más alto—. El plan de entrenamientos tiene una agenda apretada.

Ya solo, el capitán cerró la puerta. Transpiraba. Miró en derredor: le habían dejado un pijama sobre el jergón, y ropa de entrenamiento. Y eso era todo.

Llevó la mano a su espalda, en busca de lo que Alexa le había dado. Algo lo frenó: ¿y si estuviesen espiándolo? Mejor revisar aquella celda espartana primero. Y sin que se notase.

Tras confirmar que no había nada parecido a un micrófono o una cámara, tanteó su espalda y recuperó el objeto. Se trataba de un MCH, un dispositivo de memoria encastrable en el cellular. Kimhall se sentó a los pies de ese camastro duro, pedregoso, y se puso los auriculares. Intentó cargar el MCH, pero el sistema requería una clave de acceso.

Titubeó. Entonces recordó que, insólitamente, Alexa había mencionado que pronto vendría su cumpleaños. Ingresó su fecha de nacimiento, y el sistema solicitó el cambio de código. Digitó una nueva contraseña.

Una proyección holográfica se desplegó en pantalla. La cámara no se movía, la toma era fija. Mostraba la escena desde el ángulo superior de una habitación oscura: todo armado para ocultar la identidad de la persona sentada frente a una mesa vacía. Un sombrero de ala ancha le ocultaba la cara. El humo de un cigarrillo ascendía en línea recta difuminando el haz de luz. El brazo se movía una y otra vez trasladando el cigarrillo a la boca. Por fin, la figura vestida de negro habló:

—¿No le resulta curioso, capitán —habían deformado aquella voz: sintetizada y metálica, no sonaba humana—, que un trámite tan simple como gestionar la investigación de nuevas rutas se demore durante años? El directorio de Colonos presentó el papeleo hace casi una década, y nunca obtuvo respuesta, hasta que unos dos meses atrás apareció Thorgen. El mayor se interesó en el expediente y lo activó de inmediato. Todo se destrabó en solo dos semanas. Pero no fue gratis: a cambio, Colonos debía localizar un transporte presuntamente desaparecido en el área. La jerarquía aprobó sin dilaciones ese comando. Y desde entonces todo se enturbió —la figura interrumpió su relato, dio un par de feroces pitadas—. Colonos buscó datos sobre el mayor Thorgen, pero su legajo figura bajo el rótulo de RESERVADO. Y, como usted sabrá, esa clase de carátulas se aplican exclusivamente al personal de un área particular de Inteligencia: Misiones Especiales.

La figura de negro volvió a dar una serie de pitadas.

—Capitán, como ya habrá entendido, la petición de Thorgen no obedece a ninguna improvisación. Y, lo que es peor, intuyo que esa misión fue programada con antelación, y que a nosotros nos usan de cobayos; moscas atrapadas en la telaraña. Ah... entérese: fue Thorgen, y no su jefa, quien decidió ponerlo a usted al mando. Ignoramos la razón, pero él lo eligió.

El capitán maldijo su condenada suerte: aquella misión apestaba.

Tampoco fuimos nosotros quienes seleccionamos a su tripulación —continuó la silueta desde el holograma—. Y tal elección no parece casual: ninguno de ustedes tiene familia, y lo que es más inusual: los tres provienen de una misma región del Submundo. No es que esto deba preocuparle, pero... no podemos pasarlo por alto.

La figura volvió a llevarse el cigarrillo a la boca, mientras decía:

Tampoco me extrañaría que alguno de los tripulantes que le eligieron sea personal de Thorgen.

El capitán detuvo la imagen: Sí... las uñas pintadas de rojo: Alexa. ¿Por qué se protegería tanto? Kimhall sonrió, tableteó lo dedos y dio PLAY:

—No creo que el mayor le entregue más información —siguió diciendo la jefa—. Por eso creí útil especular acerca de qué es lo que andan buscando.

¿De modo que Alexa supone que iré a ciegas? Ella prosiguió, ajena a sus suspicacias:

Existen muy pocas naves militares desaparecidas en el área. Y sólo me preocuparía que encontrase una: la Gebbet.

El capitán detuvo la representación hologramática del MCH y la retrocedió un poco.

—...una: la Gebbet.

¿Gebbet? ¿Por qué ese nombre me resulta familiar...? Kimhall creía conocerlo desde siempre.

Esperamos que no se la encuentre en su camino. Si así fuera, le hemos dejado algunas precisiones adicionales obtenidas en forma no oficial. Por ello entenderá que le daremos acceso a esos datos sólo si realmente encuentra esa nave. Para consultarlos, deberá usted conocer la matrícula de la Gebbet. La nave la lleva pintada bajo las alas. Y esa matrícula era secreta: se borró toda mención aún en las redes más profundas.

Kimhall resopló. La figura de negro cerró su mensaje:

Que su travesía termine SIN NOVEDADES, capitán.

El MCH se desconectó.

Kimhall se levantó, pensativo. Cómo podían los militares perder una nave. Ejército tiene sistemas de comunicación redundantes. Los de la Gebbet habrían tenido un problema serio. Pérdida total de energía, o… alguna catástrofe que se precipitó demasiado rápido y les impidió dar aviso y localización. Quién sabe.

Además, y aunque ella lo había dicho casi como al pasar, Kimhall se había tomado muy en serio la sugerencia de la jefa insinuado que alguno de sus hombres podía ser personal de Thorgen que actuaba encubierto.

Como fuera, todo en aquella misión le sonaba a pájaro de mal agüero.

TODO COMIENZA A ENTURBIARSE

En un arranque pateó el camastro. ¡Maldita cosa! ¡Ya me vas a torturar esta noche!

Pensó que, a esa altura, en pleno siglo XXV, los viajes interestelares ya no significaban un peligro. El cosmos carecía de la naturaleza salvaje que había perseguido a los descubridores de los mares. Ahora los viajeros sabían perfectamente hacia dónde se dirigían. No los esperaban monstruos ni misterios. Tampoco el fin del mundo. En el espacio no estallaban rayos ni se levantaban olas ni asolaba la muerte violenta. Los viajes interestelares rara vez significaban un peligro físico. Pero esas travesías estaban sometidas a algo aún más desolador: la vastedad.

Si una desgracia sucedía a bordo, jamás la ayuda llegaba a tiempo. Los viajeros quedaban condenados a una muerte lenta. Infinita.

Entonces sonaron unos golpes en la puerta.

—¡Qué pasa...! —dijo, sobresaltado.

Los instructores de vuelo venían por él.

 

Ya frente a aquella nave de última generación que había resultado ser el Pahkna, le presentaron a sus tripulantes.

Pete Timshel, unos diez años menor que él, sería el piloto, y Oscar de Kremer el asistente mecánico.

—Qué hay, Kimhall —dijo De Kremer.

Hi, cap —saludó Timshel.

El capitán los conocía. De vista. Pero nunca antes había trabajado con ellos. Recorrió a Timshel de arriba abajo: su aflautada silueta remataba en una cabeza alargada coronada por una cresta de cortos y erizados pelos rojos. En cuanto a De Kremer, Kimhall sabía que las malas lenguas lo crucificaban. Contestatario, malhumorado, habitualmente conflictivo.

Nice ship, ¿huh? —dijo el piloto sin sacar sus ojos de la nave.

—Así parece, Timshel.

—Habrá que ver —terció De Kremer.

El capitán sonrió en silencio. Tendré que saber llevarlo, se dijo.

—Estas cosas tan nuevas... —insistió el mecánico—. Siempre fallan.

Fail, boy? —Timshel silbó—. ¿Cómo va a fallar una maravilla como esta?

—¿Maravilla...? Que no te engañen los brillos —el mecánico lanzó una mirada hosca sobre Timshel—. Las naves más probadas son las mejores. Tienen muchas horas de vuelo, y esa es la misma diferencia que hay entre hacerse atender por un enfermero de quince años de oficio y un médico recién recibido. O ser guiado por un piloto recién salido de la Academia…

El pelirrojo negó con la cabeza.

I don’t think so. Las naves son iguales a las mujeres —dijo, haciendo un gesto histriónico—, y yo prefiero siempre el último modelo, muñeco —su cara era tan estrecha y tan estirada... Kimhall la imaginaba atrapada por el aplauso de unas manos gigantes... Y así quedó, qué remedio.

—¡Un carajo! —respondió De Kremer. El capitán lo vio alzar el mentón, como si desafiara a Timshel.

Kimhall estudió a Oscar de Kremer: sólido, de cara ancha y redonda, constituía la imagen misma de la tozudez. Su curiosa calvicie de ariete era la resultante de una naturaleza rotunda.

—No estoy en absoluto de acuerdo con usted, ¿entiende? —insistió el mecánico alzando aún más su mentón.

So...?

—A ver, colonos: ¡dejen de parlotear y suban de una puta vez! —el gruñido de un gorila instructor los interrumpió—. ¡O piensan que les dedicaré todo el día!

 

El entrenamiento fue extenuante. Apenas si tenían tiempo para comer, y seis horas de sueño. En varias oportunidades Kimhall preguntó si Thorgen le había dejado algo.

—¡Deje de molestar, colono! —obtuvo por toda respuesta, al tercer día—. Si hubiera un envío dirigido a usted, ya se lo hubiesen dado.

Recordó lo que el mayor le había contestado cuando él pidió órdenes escritas. “Una proposición bastante interesante, ¿verdad?”, había dicho Thorgen, con marcado tono de burla.

La noche antes del despegue, Kimhall se dirigió al milico encargado de custodiar la barraca:

—Quiero hablar con Thorgen.

El encargado lo miró de arriba abajo.

—El mayor Thorgen —corrigió.

—El mayor Thorgen —asintió Kimhall.

—Imposible. Thorgen partió ayer de retorno a Hodgson. Monitoreará su vuelo desde allí.

Kimhall bajó la vista y tragó rabia. Hodgson era la base de Ejército más cercana a los Confines, prácticamente en la frontera. Así que la jefa estaba en lo cierto: Thorgen iba a respirarle en la nuca, y por lo demás, no iba a mandarle nada de nada.

HARTO DEL JERGÓN

Cansado de quedarse encerrado en la covacha que le habían asignado, y demasiado inquieto para yacer en el jergón, Kimhall decidió ir por unos tragos al casino de los militares. Lo llamaban “El café de Rick”, y aquel era un nombre curioso: en esa pocilga podía beberse cualquier tipo de alcohol, pero desde luego no servían café.

El lugar estaba desierto. Apenas un negro flaco que repasaba copas. Y un milico replegado sobre sí en la barra. Kimhall se sentó junto a él.

—Agua —pidió—. Agua mineral.

El mono lo miró mientras apuraba su whisky. Y le mostró el vaso vacío, boca abajo, al negro que atendía.

—¿Agua mineral? —le dijo sonriente a Kimhall, frunciendo el ceño—. Esto estará aburrido, brother, pero no para tanto.

Bingo. Esa era la señal que Kimhall esperaba: entraría en conversación. El negro desparramaba whisky en el vaso del gorila.

—Este lo pago yo —dijo el capitán tirando su credencial sobre la barra.

—No espere que yo le pague el agua —retrucó el mono.

Enseguida se presentaron, y vinieron las mentiras sobre misiones, mujeres y proezas y más mujeres. Pura palabrería. A Kimhall le importaba otra cosa. Aunque tenía que esperar el momento justo. Dejó transcurrir unas rondas de alcohol.

—¿No me prestaría su usuario? —le disparó de pronto al mono—. ¿Sabe, soldado? Olvidé mi clave como un estúpido, y a esta hora...

El capitán detectó prevención en la mirada del tipo.

—No irá a insultar a mi jefe.

—Pierda cuidado —dijo Kimhall, y le sonrió—. Mañana salgo en misión... y quería actualizarme sobre las novedades del planeta.

Sabiendo que no lo identificarían, el capitán se conectó en la computadora del salón, ingresó a los chats restringidos, los de la red profunda y marginal. Y descubrió que aquel maldito primate le había dado una contraseña de capacidad reducida: le era imposible insertar comentarios.

Tramposo, pensó. Con ese acceso de mierda sólo podía leer. Kimhall había pensado en pedir ayuda a un par de hackers conocidos para identificar el cellular de Thorgen, y tratar de mandarle un mensaje. No es que realmente creyera que iban a conseguirlo, pero al menos esperaba poder intentarlo. Imposible con el usuario del mono. Frustrado, se conformó con ponerse al tanto de los últimos hechos.

Como si hubiese imaginado los insultos que por lo bajo rumiaba Kimhall, el soldado levantó el vaso a su salud. El capitán le respondió alzando su pulgar. Me vigila, pensó.

Lo sorprendió la inusitada actividad del chat. Los comentarios eran confusos. Y abundantes. Algo le había ocurrido a la jefa: Alexa había sido trasladada u hospitalizada, u otro suceso poco claro. Una profunda conmoción dominaba la estación entera, aunque aún no se disponía de partes oficiales.

—¿Qué demonios...?

¿Acaso tendría que ver con Thorgen? ¿O con el MCH?

Súbitamente aterrado, y temeroso de que lo atraparan, Kimhall se deslogueó. Yendo hacia la barra, empezó a entender el precavido sigilo de la jefa. Conque Misiones Especiales...

—Un whisky —le dijo al negro—. Doble.

El gorila tendió el brazo. Intentaba atrapar la bebida, tal vez pensando que era para él. Pero el capitán se le adelantó.

—Lo siento, soldado —dijo—. Se me vació el talego. Y este whisky lo necesito para mí.

—¡Ja! —el mono le lanzó un guiño cómplice al negro—. Era hora de que se nos hiciera machito.

Kimhall mandó el líquido a su estómago en un viaje directo.

—Mejor acostarme —dijo, y se apuró a retirarse.

El primate le gritó un par de obscenidades a modo de saludo.

Kimhall lo ignoró: no podía dejar de pensar en Alexa. Lo que le hubiera pasado, de seguro estaba relacionado con Thorgen. Y con la maldita misión que a él le habían encomendado.

UN CHINO Y EL PASADO

Al despertarse, descubrió un sobre en el piso de su cuarto. Lo habían deslizado por abajo de la puerta. Contenía otra memoria, esta vez de las pequeñas. La cargó en su cellular. Había sido codificada. Probó ingresar su fecha de cumpleaños. Y falló. Entonces comprendió que no se trataba de un envío de Alexa, sino de Thorgen.

¿Y esto? Acaso me habré equivocado.

Y así parecía: después de todo el mayor cumplía su promesa y no lo dejaba en ascuas.

Recordó la clave que Thorgen le había dejado en el sobre amarillo. Y funcionó: en el visor se escribieron unas coordenadas, indicando la zona donde debería iniciar la búsqueda del transporte. Ahora tenía lo necesario: programaría su despertar en ese punto. Inspeccionaría el sitio mientras Timshel y De Kremer seguían guardados en sus máquinas de sueño: si él no encontraba la bendita nave, ellos jamás se enterarían de esa parada.

Sí, se repitió Kimhall, ahora tengo lo que necesito. Lo mínimo indispensable.

Buscó más información, pero el mini MCH no contenía nada más.

Alexa había tenido razón: el dossier nunca vendría, Thorgen no le daría información ni dejaría huellas.

Entonces golpearon a la puerta. Kimhall consultó su intercomunicador: cuatro horas para la partida. Sin esperar a que le abrieran, un hombre blanco, aunque de ojos marcadamente rasgados se metió en la barraca.

Kimhall se sobresaltó: ¿acaso el tipo tenía una llave maestra? ¿Quién era?

Lo examinó: una curiosa mezcla entre orientales y arios. Vestía con el inconfundible guardapolvo de los médicos. El labio superior se le levantaba, como si fuese corto, descubriendo unos dientes que caían en diagonal y hacia afuera de la boca. El extraño llevaba unos desusados anteojos de lentes gruesas, y un estetoscopio colgaba de su cuello.

Sin todavía atinar a levantarse, sentado sobre su litera, Kimhall miraba una y otra vez al personaje. Como salido de otro siglo, pensó.

—Cierre —dijo el hombre señalando la puerta.

Atontado, el capitán obedeció, y se quedó parado frente al médico, como esperando instrucciones. El otro buscó en el bolsillo del guardapolvo y le tendió un sobre.

—Son suyos —preguntó, como acusándolo.

Kimhall intentó agarrar el sobre, pero el hombre apartó la mano.

—Es copia de sus estudios genéticos. Y la tenían en Colonos. ¿Por qué no lo dijo?

—¿Por qué no dije que? —preguntó Kimhall.

El desconocido alzó una voz chillona,

—Usted tiene una malformación, capitán Kemhill. Genética. Algo muy inusual... una cierta inestabilidad en sus células.

—Nunca oculté nada, doc. Y usted no es el primer médico al que mi estructura celular le llama la atención. Y oiga: mi nombre es Kimhall, no Kemhill.

—¡Déjese de tonterías, Kinghell! —el médico hablaba atropellándose, como si estuviese en un estado de permanente enojo. Entrecortaba las sílabas— ¡Esto no es de nacimiento!

¿Kinghell? Kimhall contuvo sus ganas de trompear al chino —no podía dejar de verlo así pese a la extrema blancura de la piel del médico.

—Lo sufro desde que conservo el uso de la razón.

—¿Y sus padres nunca le dijeron nada?

—Soy… huérfano, doc. O algo parecido.

—¿Parecido? ¿Qué quiere decir con parecido?

La estridente voz del chino lo sobresaltaba una y otra vez.

—Yo… —se interrumpió Kimhall.

Tampoco él sabía que quería decir con eso de parecido. Y le ardieron los ojos. No voy a llorar, se dijo apretando los puños. Pero aún hoy le venían las lágrimas cuando recodaba su inexplicado venir al mundo. Aquel despertar a la vida teniendo ya nueve años. Sólo, y sin madre ni padre, y despertando sin recuerdo alguno en mitad de la mugre y el desamparo de las calles del Submundo. A pesar del tiempo transcurridos, ese terror infantil aún latía en su sangre. Y nunca, nunca conseguiría dejar atrás aquella maldita amnesia.

—Tal vez un accidente —decía un médico de amplios bigotes mientras sostenía al Kimhall niño sentado en una camilla.

El soldado, el mismo soldado que lo había despertado en las calles mugrientas del Sector XY17 del Submundo, miraba callado mientras el médico encendía un haz estroboscópico y le iluminaba las pupilas. Y aun hoy, a más de treinta años de distancia, aquel intenso violeta seguía quemándole los ojos. Y la tensión de aquel niño que gritaba y peleaba con todas sus fuerzas contra los brazos del médico volvía a palpitar en sus músculos. Como si ese terror todavía se agazapara entre los nudos de sus nervios. La cara del soldado se le venía encima, y entre muchos brazos lo forzaban a quedarse quieto.

—Tranquilo, hijo. Tranquilo.

Y le oía decir al médico que lo mejor era derivarlo al Hospital Central para más estudios.

—Me oculta información —el chino ahora lo apuntaba con el dedo.

Kimhall se dejó caer sobre el jergón. El chino se puso a caminar nerviosamente en derredor.

—No me dice lo que debería decirme, Kemhill.

Kimhall exhaló.

En el Central le habían puesto una camisa de fuerza y lo enterraron en máquinas de todo tipo, y le arrancaron muestras del cuerpo y lo abandonaron a su propia soledad. Un bozal le impedía gritar. Y morder.

—Vamos Kemhill, hable.

—No sé qué quiere saber, doctor… Usted nunca se presentó, ¿verdad?

—Kellogs, doctor Kellogs. ¿Qué pasó con usted, Kenil?

Así que Kimhall refirió los resultados de los estudios del Hospital Central: amnesia profunda causada por algún evento traumático. Y una estructura celular inestable, jamás observada en un ser humano.

Antes de dejarlo ir al Centro de Custodia, los médicos del Central le habían informado a quienes serían los futuros preceptores del niño Kimhall, y en su presencia, que la inestabilidad celular no parecía tener consecuencias futuras, aunque debería ser controlada periódicamente.

Los controles nunca habían descubierto nada. Pero Kimhall sí conocía una o dos consecuencias: a veces se desconectaba de la realidad, por décimas de segundo. Décimas que a él se le hacían horas. Horas en la que podía ver visiones interminables. Visiones incapaces de que ocurrieran en apenas míseras fracciones de tiempo.

Pero eso de las visiones se lo calló. Que el muy cretino de Kellogs lo averiguara por sus propios medios.

—Es todo raro, muy raro —el doctor Kellogs se frotaba el mentón una y otra vez—. Inexplicable.

Kimhall se levantó, poniéndose frente al chino. Le llevaba una cabeza de alto.

—Algo más que quiera saber, doc.

Kellogs le dio la espalda y salió disparado hacia la puerta.

—Nada, Kimhall. Nada. Sólo que no puedo explicar lo que sucede con usted. Los estudios médicos indican que sus células desaparecen. Por milésimas de segundos es como si usted… se desintegrara en el tiempo, y volviera a rearmarse.

Kimhall pensó en sus visiones: ¿estarían correlacionadas?

—Muy raro —dijo el doctor Kellogs antes de cerrar de un portazo.

MAL PRESENTIMIENTO

Kimhall se quedó maldiciendo junto a la puerta: el destino se empeñaba en confrontarlo con individuos extraños. Tuvo un mal presentimiento.

Como fuera, lo mejor era cerrar los ojos y descansar hasta que llegara la hora de partir.

 

Ya en el Pahkna Kimhall se alegró de que no haberse topado con más sorpresas. Timshel ejecutó un despegue suave y guio al Pahkna con manos ligeras. La nave fue alejándose de la galaxia madre.

—Codifique el rumbo —le ordenó Kimhall—. Y active el control automático. Revise todo dos veces. Y usted, De Kremer, prepare las máquinas de sueño. Y revise a conciencia el mecanismo de apertura. Siempre me aterra quedar atrapado en esos sarcófagos para siempre.

—Comparto su terror, Kimhall. Así que despreocúpese. Revisaré el mecanismo quinientas veces de ser necesario.

Mientras tenía ocupados a De Kremer y a Timshel, Kimhall se dedicó a programar el sensor que lo despertaría sólo a él y frenaría al Pahkna a velocidades de rastreo.

Más tarde comieron, casi sin hablar, y se dispusieron a una prolongada hibernación. Pronto viajarían a velocidades imposibles de soportar en estado de vigilia.