BIBLIOGRAFÍA

Un desembarco

El sábado 22 de marzo de 1930, a las 12:55, llegaban procedentes de París dos eminentes escritores madrileños a la barcelonesa estación de Francia: José Ortega y Gasset y Ramón Gómez de la Serna. Habían viajado juntos, y juntos habían cambiado de tren en Portbou. Los esperaban, para recibirlos como merecían, tres grandes de la cultura catalana: el librero y editor Antoni López Llausàs, Joan Estelrich, hombre de Cambó para cuestiones culturales, y el periodista y escritor Carles Soldevila.

La invitación enviada desde Barcelona se conserva en el archivo personal de Ortega y Gasset. Ésta fue cursada el 13 de marzo de 19301.

Fue una suerte que Ortega pudiera ir, porque los periódicos insistían en que seguía enfermo y en que no iba a poder viajar. Últimamente, Estelrich estaba muy ocupado organizando el banquete de homenaje a los intelectuales castellanos que iba a tener lugar en el hotel Ritz el 23 de marzo. Un acto al que iban a acudir más de doscientos asistentes, entre personalidades invitadas y del país.

El domingo 23, muy de mañana, llegaron Gregorio Marañón y Ángel Ossorio y Gallardo. Los esperaba una multitud agolpada en torno al apeadero del Paseo de Gracia. Esta vez, la delegación de notables catalanes era mucho más nutrida. Esperaban al médico y al político el incansable Joan Estelrich, director de la Fundació Bernat Metge; el historiador y jurista Ferran Valls i Taberner; López Llausàs y Carles Soldevila; Antoni Maria Sbert, que había destacado mucho en la oposición a Primo; Pompeu Fabra, el normativizador del idioma; el genial periodista Gaziel; el abogado y político Amadeu Hurtado; el socialista Campalans; el alma cultural del Ateneo Barcelonés, Joaquim Borralleras; el periodista republicano Màrius Aguilar; el publicista Antoni Rovira i Virgili; el político y filósofo Lluís Nicolau d’Olwer; el liguero Pere Rahola; el pensador Pere Corominas; el poeta Josep Maria López-Picó y el prehistoriador Pere Bosch Gimpera, entre muchos otros.

El recibimiento fue sorprendente y ensordecedor. Los viajeros agasajados no salían de su asombro. La multitud acompañó a Ossorio y a Marañón hasta el hotel Ritz, y una vez allí exigió comparecencias y parlamentos en alguno de los balcones. La multitud gritó, enfervorecida: «¡Vivan los representantes de la democracia española!», «¡Viva la ciencia española!». Marañón ya era conocido en la ciudad de Barcelona, puesto que había asistido a Enric Prat de la Riba en 1917. En torno a Marañón se había formado una auténtica manifestación. De todas partes va llegando más y más gente. Al balcón salen, primero, Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, Azaña, Pittaluga, Marañón y Ossorio. Éste deja claro, en su parlamento, que los manifestantes están homenajeando «a la cultura, a la justicia y a la libertad». Se suceden los aplausos. Luego aparecen Menéndez Pidal y Américo Castro, que también son ovacionados (Pericay, 2013: 233-238). Los intelectuales castellanos se están dando un baño de masas en su llegada a la capital catalana, y ésta sería la tónica dominante durante los dos días siguientes.

La revista Mirador del 27 de marzo reproduce, en la portada, dos imágenes de las masas entusiasmadas que agasajaron a los intelectuales castellanos recién llegados a Barcelona. Son tomas realmente impresionantes, del Paseo de Gracia y de la Plaça de Sant Jaume. En la segunda página, el acostumbrado artículo de Josep Maria de Sagarra, de la sección «L’aperitiu». La columna se centra en el arte de la oratoria, arte que, según Sagarra, que parece admirar sinceramente al filósofo madrileño, pero que nunca puede resistirse a soltar su ironía mordaz, Ortega domina como ningún otro español. Escribe Sagarra que Ortega «llega con su sistema a los efectos más mágicos a que puede llegar un orador español. Su oratoria tiene una fascinación sólo comparable a los mejores momentos de los mejores toreros del país».

El 8 de marzo de 1930, La Vanguardia ya había anunciado que se estaba preparando en Barcelona un banquete de homenaje a los intelectuales castellanos que respondía al acto de defensa del espíritu catalán que se había celebrado en Madrid hacía seis años. Había anunciado ya algunos de los nombres de los que iban a llegar: Ortega mismo, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. Al final fueron muchos más, y acudieron a la cita Ramón Menéndez Pidal, Ramón Gómez de la Serna, Ángel Ossorio y Gallardo, Pedro Sáinz Rodríguez, Américo Castro, Enrique Díez-Canedo, Nicolás María de Urgoiti, Luis Bello, Fernando de los Ríos, Ernesto Giménez Caballero, José Castillejo, Álvaro de Albornoz, Julio Álvarez del Vayo, Joaquín Jiménez de Asúa, Luis Bagaría, José Antonio Sangróniz y Gustavo Pittaluga.

Ramón Menéndez Pidal, como director de la Real Academia de la Lengua, presidió el banquete. A su derecha se sentó August Pi i Sunyer, presidente de la Academia de Medicina de Cataluña. A su lado, Ossorio y Gallardo, presidente de la Academia de Jurisprudencia de Madrid; luego, Gregorio Marañón, presidente del Ateneo de Madrid; y los demás miembros de la mesa principal: Pere Corominas, presidente del Ateneu Barcelonès; Américo Castro y, finalmente, Ramon d’Abadal, decano del Colegio de Abogados de Barcelona. Por la izquierda, el orden de los notables fue el siguiente: Pompeu Fabra, Ortega y Gasset, el filósofo Jaume Serra Húnter, Fernando de los Ríos, Pedro Sáinz Rodríguez, Lluís Nicolau d’Olwer, Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Martínez Sierra. De la Lliga Regionalista se había designado a Lluís Duran i Ventosa y Joan Ventosa i Calvell; este último había sido ministro de Hacienda en un gabinete de concentración bajo García Prieto (1917). Cambó lo había pagado todo.

Ortega no habló durante ese banquete de manera improvisada. Sí improvisaron Giménez Caballero, Ossorio y Sáinz Rodríguez. En cambio, nuestro filósofo llevaba un guión en un papel. Habló de qué era un intelectual, y de la importancia de que intelectuales que pensaban diferente se reunieran en un ambiente de cordialidad. Ortega, a diferencia de otros, que fueron interrumpidos por vítores y aplausos, fue escuchado en absoluto silencio. Seguramente, fuera el mejor de los oradores presentes. Sagarra, que comentaría el episodio en su Aperitiu, lo sabía perfectamente porque lo había visto disertar sobre Costa en el Ateneo de Madrid (Pericay, 2013: 285).

Ortega dijo que ya iba siendo hora de incorporar el problema catalán a la arquitectura de la España del futuro. Esto no quiere decir que aceptara las reivindicaciones del problema catalán. Ortega viajó a Barcelona para mostrar un desacuerdo, de forma cordial. Y, a la vez, para reclamar que se escuchara a los catalanes. Ortega llevaba muchos años imaginando un programa de fortalecimiento peninsular. En esa reforma deseaba integrar a los regionalistas catalanes. Si bien Ortega no había disertado directamente en Barcelona, sí habían llegado sus textos, y sí había pedido informes sobre la vida cultural catalana, tal y como veremos. El encuentro de 1930 marcó la cumbre de la voluntad de diálogo entre Ortega y sus interlocutores catalanes. Llevaba algunos años gestándose –lo veremos–, pero fue en 1930 cuando tomó forma el proyecto conspirativo que se propuso integrar el regionalismo catalán en la gran empresa de la reforma hispánica.

¿Cómo se había llegado a ese momento feliz, a esa cumbre esperanzadora? ¿Tuvo continuidad? Lo que tenía, indudablemente, eran antecedentes. La dictadura de Primo de Rivera había tenido dos efectos: en primer lugar, el desarrollo, por oposición, del independentismo del Estat Català y, en segundo lugar, el acercamiento entre las cúpulas de pensadores y políticos liberales de una y otra capital. Acercamiento que iba a prefigurar algunas de las plataformas políticas, consensos o confianzas mutuas de la Segunda República.

A propósito de los significados de los actos de aquella ocasión, Jordi Gracia ha escrito que «hubo más banquetes con vocación conciliadora –Ortega estuvo en pocos–, pero en alguno de ellos nacen unas declaraciones a La Vanguardia del 29 de marzo de 1930 que establecen una continuidad lógica de la doctrina fundamental de Ortega en los últimos treinta años. Lo único que queda por ensayar en España es ‘ver lo que pasa haciendo un poco de caso a los intelectuales’». Lo que acabó pasando es que un golpe de Estado sangriento se cruzó en el camino de aquella empresa soñada. «El cambio de tono en las relaciones de catalanes y castellanos empuja a su vez a ‘una profunda y total reforma del cuerpo nacional del Estado y lo que no es Estado’. Ése es el runrún que delata un movimiento conspirativo que se ha puesto en marcha en aquellos encuentros multitudinarios y del que nace el borrador de ‘Llamamiento a la nación’, que Ortega redacta a su regreso a Madrid. Está pensando en reunir cien o ciento cincuenta personas bajo el título de ‘Conversación sobre España’. El plan tiene mucho de resurrección de la Liga de 1914 y es el primer embrión de la Agrupación al Servicio de la República» (Gracia, 2014: 443-444).

Éste es, en parte, el tema de este libro. La construcción, entre los años de la Primera Guerra Mundial y 1931, de un espacio liberal de entendimiento y escucha mutua entre Ortega y sus colaboradores y los nacionalistas catalanes. Un libro que se propone reconstruir no tanto (o no sólo) la relación epistolar o profesional de Ortega con coetáneos catalanes, sino la evolución que siguió el pensamiento político orteguiano en su roce cotidiano con el de figuras representativas del mundo cultural y político catalán como Francesc Cambó, Antoni Rovira i Virgili, Gaziel, Marcelino Domingo, Alexandre Plana, Pere Corominas, Rafael Campalans, Josep Ferrater Mora y otras figuras menores pero no menos interesantes: Joaquim Montaner, Ferran Agulló o Luis de Zulueta.

El punto de partida

Ortega creció y se educó en una familia sólidamente vinculada a dos construcciones ideológicas: el Partido Liberal y el regeneracionismo costista. Su tío, Rafael Gasset, varias veces ministro de Fomento, era el propietario del periódico en el que empezó a publicar: El Imparcial. Su padre, José Ortega Munilla, era uno de los principales redactores del rotativo, frontalmente opuesto a cualquier iniciativa catalanista. El contexto del que partía el joven Ortega era relativamente demócrata e intensamente jacobino, lo cual explicaría la lentitud con la que el filósofo fue descubriendo, a medida que evolucionaban sus ideas, la necesidad de la descentralización del Estado.

En un libro anterior he dedicado algunas páginas a la trayectoria política de Rafael Gasset, a mi juicio, una de las figuras clave para entender la política española de la segunda Restauración. Resumiendo, podríamos concluir que Gasset fue el ministro que más veces intentó (en concreto, nueve) desarrollar la política hidráulica descrita por Costa a través de los Presupuestos Generales del Estado. A su vez, fue un total fracasado, porque nunca logró su objetivo: a lo sumo, victorias parciales. Rafael Gasset fue ministro de Agricultura con Silvela (1900) y Villaverde (1903), luego se pasó al Partido Liberal y tomó la cartera de Fomento en siete ocasiones: tres veces con Moret (1905, 1906 y 1909), una con Canalejas (1911), dos con Romanones (1913 y 1916) y la última vez con el canto del cisne de García Prieto, en 1922, justo antes de que Primo de Rivera liquidase el turnismo y la Constitución de 1876 (Navarra, 2015: 271-280). Sanjuán se equivoca, pues, cuando afirma que Gasset, tío de Ortega, se apoyó siempre en el Partido Liberal. En realidad, hizo lo contrario que Maura, que se había iniciado en el Partido Liberal para desarrollar, luego, su carrera en el Conservador. El detalle no es insignificante, porque podría explicar (en parte) las fluctuaciones de Ortega entre las izquierdas y las derechas, lo cual es un signo distintivo de los políticos regeneracionistas.

Que Ortega buscara, puntualmente, en momentos distintos, los apoyos de Maura y de Cambó, que planteara, hacia 1932, la posibilidad de construir un «ingente Partido Nacional», es decir, una opción de centro aglutinador; que aplaudiera los gobiernos de concentración; que siempre tuviera en cuenta (en sus iniciativas editoriales: Faro, España, El Sol y Revista de Occidente) el pensamiento conservador; y jamás renunciara a dialogar con él y a concederle un amplio valor, avalan esta hipótesis: el modelo de Rafael Gasset debió de influir sobre el de Ortega en el sentido de que su labor nacionalizadora ponía el éxito de las iniciativas de regeneración por encima del partidismo parlamentario. Algo que, por otra parte, es costismo puro; porque Costa, que se confesaba «republicano federal» en su juventud, no puso reparos en apoyarse en plataformas de toda índole: desde las Cámaras de Comercio, es decir, la burguesía reformista, hasta el mismo Ejército.

En 1908, Ortega ya aplicaba el término «particularismo» a la política de la Solidaritat Catalana. En esa época, Cambó era un factor muy nocivo desde el punto de vista orteguiano. En 1908 escribió algunos artículos en los que tanto el líder de la Lliga como el federalista Vallès i Ribot salían bastante malparados. El proceso de aceptación de las posturas de Cambó por parte de Ortega fue extremadamente lento. Su tesis fue que la Solidaritat Catalana fue un movimiento claramente antiprogresivo. Atacando al Bloque alemán, ultraconservador, utilizó la palabra «Solidaridad», tal y como ha explicado Anselmo Sanjuán: «hemos de tener en cuenta que la influencia filosófica de Kant no sólo le llega a través de la lectura directa de sus tratados sobre ética. De ahí proviene el hecho de que, recién retornado de Alemania, considere el instinto como algo que brota de lo más grosero de la humanidad, de la materia corpórea, y deba por tanto ser sometido a la razón y al ideal puro. Huelga decir que ese enfoque kantiano trasluce a su vez la influencia de Platón, por entonces uno de sus filósofos favoritos. Esa doble influencia, la ética de cuño kantiano y la política de signo humanista, explican su enérgica denuncia del Bloque Alemán, coalición electoral amalgamada por el temor a la pérdida de toda suerte de privilegios, y su defensa de la socialdemocracia, que en ese momento encarna para él los ideales de libertad e igualdad. Pero ¿por qué alude a ese bloque con el nombre de Solidaridad alemana. Lo hace, sin duda, porque está pensando en la Solidaridad catalana?» (2005: 44). Hacia 1908, el catalanismo, para Ortega, no es más que instinto tribal y defensa materialista de privilegios. Tendrán que llegar los años de la Gran Guerra para que Ortega empiece a darse cuenta de que el proyecto de Cambó y la Lliga que lidera entraña también un programa de construcción estatal para toda España, un programa económico y de engrandecimiento nacional no particularista.

Sanjuán se pregunta, también, acerca del silencio orteguiano en relación a los hechos que levantaron la Solidaritat catalana. Ninguna referencia a los asaltos a redacciones de revistas y periódicos catalanes, ninguna referencia a la Ley de Jurisdicciones. Ortega no supo entrever el carácter reactivo de ese alzamiento político, en un primer momento. Concluye: «Enfoque dogmático y, por lo tanto, opuesto a un perspectivismo sinceramente interesado en ver y sopesar todos los aspectos de una cuestión» (2005: 48). La hipótesis de Sanjuán es que Ortega buscó la colaboración de Cambó en cuanto cambió la filosofía neokantiana por la raciovitalista, y cuando se derechizó para intentar construir una alternativa nacional de centro, política y pragmática, entre 1923 y 1932. Hacia esa época, el «separatismo» era un «particularismo» más, una doctrina de «acción directa» desnacionalizadora de las que Ortega denunció sin descanso (Marías, 1971: 17).

Ortega tuvo que darse cuenta, a medida que iba perfilando su pensamiento reformista, que carecía de instituciones desde las cuales implantar sus ideas. Sanjuán ha escrito: «Digamos de pasada que el Ortega previtalista, excesivamente convencido de la eficacia de las solas ideas, no reparaba suficientemente en el peso, a menudo decisivo, de las realidades económicas. Sólo más tarde, partiendo de una filosofía más realista y en base a una observación más atenta, se percató de que de la gestión económica del gobierno central dependía no sólo el destino de la atrasada agricultura española, sino también del progreso de la industria catalana y, de rechazo, el grado de intensidad de los conflictos sociales en Cataluña» (2005: 82). Estos cambios y estas claves orteguianas son claramente perceptibles en España y El Sol durante los años de la Primera Guerra Mundial.