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Tabla de Contenido

Título

El Autor

El regalo de los Reyes Magos

Un cosmopolita en un café

El valor de un dólar

El romance de un ocupado bolsista

La última hoja

Best seller

Memorias de un perro amarillo

El péndulo

El guardia y la antífona

El alegre mes de mayo

Después de 20 años

Desde el pescante del cochero

El teatro es la vida

El tributo del éxito

La duplicidad de Hargraves

Un sacrificio por amor

About the Publisher

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El Autor

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Nacido William Sydney Porter, el 11 de septiembre de 1862, en Greensboro, Carolina del Norte. El escritor de cuentos americano, que escribió bajo el seudónimo de O. Henry, fue pionero en imaginar la vida de los neoyorquinos de clase baja y media.

A la edad de 20 años William Sydney Porter se fue a Texas, trabajando primero en un rancho y más tarde como cajero de un banco. En 1887 se casó y comenzó a escribir bocetos independientes. Se convirtió en reportero y columnista del Houston Post.

En febrero de 1896 fue acusado de malversación de fondos del First National Bank de Austin, Texas, donde había trabajado recientemente. En julio de ese año, en lugar de regresar a Austin para ser juzgado, Porter se subió a un tren hacia Nueva Orleans dejando atrás a su esposa, Athol, y a su joven hija, Margaret. Se especula que Porter era sólo un peón en el esquema del banco y que fue incriminado por el crimen.

Cuando le llegó la noticia de la grave enfermedad de su esposa, regresó a Texas. Después de su muerte William Sydney Porter fue encarcelado en Columbus, Ohio. Durante sus tres años de encarcelamiento, escribió historias de aventuras ambientadas en Texas y América Central que rápidamente se hicieron populares y fueron recogidas en Coles y Reyes.

Liberado de la prisión en 1902, Porter fue a la ciudad de Nueva York, su hogar y el escenario de la mayor parte de su ficción por el resto de su vida. Escribiendo prodigiosamente bajo el seudónimo de O. Henry, completó una historia a la semana para un periódico, además de otras historias para revistas.

Porter era un bebedor empedernido, y para 1908, su salud, que se deterioraba notablemente, afectó a su escritura. En 1909, Sarah lo dejó, y murió el 5 de junio de 1910, de cirrosis hepática, complicaciones de diabetes, y un corazón agrandado. Después de los servicios funerarios en la ciudad de Nueva York, fue enterrado en el cementerio de Riverside en Asheville, Carolina del Norte.

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El regalo de los Reyes Magos

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Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

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Un cosmopolita en un café

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A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.

Mi cosmopolita se llamaba E. Rushmore Coglan y de él se sabrá el próximo verano en Coney Island, pues me informó que instalará allí una nueva “atracción” que ofrecerá un benévolo entretenimiento. Y luego su conversación se extendió a lo largo de paralelos de latitud y longitud. Tomó el enorme y redondo mundo en sus manos, por así decirlo, con familiaridad y desprecio, y este no parecía más grande que la semilla de un cerezo marasco en una toronja de table d’hotel. Habló irrespetuosamente del Ecuador, saltó de continente en continente, se burló de las zonas y fregó los altos mares con la servilleta. Con un ademán, hablaba de cierto bazar en Haiderabad. ¡Puf! Lo llevaba a usted en esquí en Laponia. ¡Pif! Ahora perseguía los infractores, con los kanakas en Kealaikahiki. ¡Pronto! Lo arrastraba a usted a través de un pantano de robles de Arkansas, lo dejaba secar un momento, en las plantas de álcali, en las planicies de su rancho de Idaho; luego lo lanzaba a la sociedad de los archiduques vieneses. De pronto, le hablaba de un resfrío contraído por la brisa de un lago de Chicago y de cómo la vieja Escamila se lo curó en Buenos Aires con una infusión caliente de hierba chuchula. Usted podría haber dirigido una carta al “Señor E. Rushmore Coglan, la Tierra, Sistema Solar, el Universo”, seguro de que se la entregarían.

Yo tenía la certeza de haber encontrado, por fin, el verdadero cosmopolita surgido después de Adán, y escuché su discurso mundial temeroso de descubrir en él la nota local del mero globetrotter. Pero sus opiniones nunca se agitaban ni decaían; era tan imparcial en cuanto a las ciudades, los países y continentes como respecto a los vientos o la gravitación.

Y, mientras E. Rushmore Coglan parloteaba acerca de su pequeño planeta, pensé con alegría en un gran casi cosmopolita que escribió para el mundo y dedicose a Bombay. En un poema dice que hay orgullo y rivalidad entre las ciudades de la tierra y que “los hombres que surgen de ellas comercian de un lado a otro, pero se adhieren a los límites de sus ciudades como el niño a la falda de la madre”. Y, siempre que caminan “por ruidosas calles desconocidas”, recuerdan su ciudad natal “en la forma más leal, tonta y tierna, haciendo de su apenas musitado nombre vínculo sobre vínculo”. Me causó alegría el hecho de haber captado la descripción del señor Kipling. Había encontrado aquí a un hombre que no estaba hecho de polvo; que no tenía mezquinas ostentaciones de suelo nativo o país; que si se jactaba, lo hacía de todo su mundo redondo contra los marcianos y los habitantes de la luna.

La conversación sobre estos temas le fue urgida a E. Rushmore Coglan por la música proveniente en dirección de la tercera esquina de nuestra mesita. Mientras él describía la topografía del ferrocarril siberiano, la orquesta se explayó a través de un potpurrí. El fragmento con que concluía era Dixie y, mientras las regocijantes notas terminaban, fueron casi ahogadas por un ruidoso aplauso surgido de casi todas las mesas.

Vale la pena dedicar un párrafo para decir que esta extraordinaria escena puede ser presenciada todas las noches en numerosos cafés de la ciudad de Nueva York. Toneladas de cerveza han sido consumidas en el desarrollo de teorías que la expliquen. Algunos han conjeturado apresuradamente que todos los budistas de la ciudad se apresuran a refugiarse en los cafés al caer la noche. Este aplauso de la canción “rebelde” en una ciudad norteña realmente confunde un poco; pero la cuestión no es insoluble.

La guerra con España, que durante muchos años fue una generosa cosecha de menta y sandías; algunos vencedores de tiro largo en el hipódromo de Nueva Orleáns y los brillantes banquetes ofrecidos por los ciudadanos de Indiana y Kansas, que componen la sociedad de Carolina del Norte, han hecho del Sur más bien una “moda” en Manhattan. Su manicura le balbuceará suavemente que el dedo índice de su mano izquierda le recuerda muchísimo al de un caballero de Richmond, Virginia. ¡Oh, sin duda! Pero muchas damas tienen ahora que trabajar... la guerra, usted sabe.

Cuando se estaba ejecutando Dixie, un joven de cabellos negros surgió de algún lado con un grito de guerra de los Mosby y agitó frenéticamente su sombrero de blando borde. Luego se perdió entre el humo, se dejó caer en la silla desocupada de nuestra mesita y sacó un paquete de cigarrillos.

La velada estaba en el período en que desaparece la reserva. Uno de nosotros mencionó tres Würzburgers al mozo; el hombre de cabellos obscuros agradeció que lo incluyeran en el pedido, dibujando una sonrisa y efectuando un movimiento de cabeza. Me apresuré a formularle una pregunta, porque deseaba poner a prueba una teoría que había elaborado.

-¿Tendría usted inconveniente -comencé- en decirme de dónde procede?...

El puño de E. Rushmore Coglan golpeó la mesa y el estrépito me sumió en el silencio.

-Discúlpeme -dijo él-, pero esa es una pregunta que no me agrada oír nunca. ¿Qué importa de dónde procede un hombre? ¿Es justo juzgar a un hombre por su dirección postal? Caramba, he visto personas oriundas de Kentucky que odian el whisky; virginianos que no eran descendientes de Pocahontas; indianos que no han escrito una novela; mexicanos que no usan pantalones de terciopelo con dólares de plata cosidos a lo largo de las costuras; ingleses divertidos; yanquis pródigos; sureños impasibles; occidentales estrechos de criterio y neoyorquinos demasiado ocupados para detenerse una hora en la calle a observar un empleado de almacén manco colocando arándanos en bolsas de papel. Dejen que el hombre sea hombre y no le pongan trabas con la etiqueta de ninguna zona.

-Perdóneme -dije-, pero mi curiosidad no era del todo inútil. Conozco el sur, y cuando la banda toca Dixie me agrada observar. Me he formado la idea de que el hombre que aplaude este fragmento con especial vehemencia y ostensible lealtad regional, es invariablemente un nativo de Secaucus, Nueva Jersey, o el distrito comprendido entre Murray Hill Lyceum y el río Harlem, es decir, esta ciudad. Estaba por poner a prueba mi opinión preguntándole a este caballero, cuando usted me interrumpió con su propia... larga teoría debo confesarlo.

El hombre de cabellos obscuros habló y se puso de relieve que su pensamiento se movía también a lo largo de su propia serie de surcos.

-Me agradaría ser una pervinca -dijo misteriosamente-, estar en el extremo de un valle y cantar turalúralú.

Esto, evidentemente, era demasiado obscuro, de manera que me volví hacia Coglan.