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En esta obra se explora el profundo deseo humano de entender las cosas. Un deseo que resulta evidente tanto en las ciencias naturales como en la religión. Observar el mundo es quedarse expuesto al asombro y, por tanto, a las preguntas difíciles de responder. Pero se trata del único camino que está a la altura de la razón del hombre.

Cautivado por el sentido hace este itinerario. Contempla la realidad, percibe la belleza y el orden que hay en ella y reflexiona sobre el sentido que sostiene toda la existencia. En sus páginas recoge las corrientes de pensamiento dominante que tratan de explicar el origen de cuanto nos rodea y también la necesidad de darnos un para qué que atraviesa toda la historia de la humanidad.

El presente volumen recoge el material preparado por su autor para diferentes conferencias impartidas en Londres, Escocia y Hong Kong sobre la relación entre ciencia y fe, relación que para McGrath es la apertura a entender el mundo con inteligencia, es decir, leyendo en lo profundo las líneas que lo sostienen.

Alister E. McGrath

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Alister McGrath es biofísico y teólogo, profesor de la Universidad de Oxford y sacerdote anglicano. Estudió en la Universidad de Oxford —donde obtuvo tres doctorados en Biofísica molecular,en Teología y en Letras— y en la Universidad de Cambridge. Fue elegido miembro de la Royal Society of Arts en 2005. De entre otros títulos, es el autor de The Dawkins Delusion.

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Instituto John Henry Newman Universidad Francisco de Vitoria

Salvador Antuñano Alea

P. Florencio Sánchez Soler LC

Rocío Solís Cobo

© 2018 Alister E. McGrath

© 2018 de la traducción: Julio Hermoso

© 2018 Instituto John Henry Newman Universidad Francisco de Vitoria

© 2018 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

Ctra. Pozuelo-Majadahonda, km 1,800

28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

Tel.: (+34) 91 351 03 03 ext. 2193

editorial@ufv.es

ISBN edición papel: 978-84-16552-93-1

ISBN edición digital: 978-84-18360-00-8

Depósito legal: M-34156-2018

Título original: Surprised by meaning: science, faith, and how we make sense of things. Westminster John Knox Press, 2010.

Impresión: Producciones Digitales Pulmen S. L. L.

Índice

AGRADECIMIENTOS

I. EN BUSCA DE UNA VISIÓN DE CONJUNTO

II. EL ANHELO DE ENTENDER LAS COSAS

III. UNOS DIBUJOS EN LA PLAYA DEL UNIVERSO

IV. CÓMO INTERPRETAMOS LAS COSAS

1. La explicación causal

2. La mejor explicación

3. La unificación explicativa

V. LAS CAVILACIONES DE UN ATEO DECAÍDO

VI. MÁS ALLÁ DEL HORIZONTE CIENTÍFICO

VII. UN PUNTO DE VISTA CRISTIANO

VIII. LA ESTRUCTURA PROFUNDA DEL UNIVERSO

IX. EL MISTERIO DE LA POSIBILIDAD DE LA VIDA

X. ¿UN ACCIDENTE EN LA HISTORIA DE LA BIOLOGÍA?

XI. HISTORIA, CULTURA Y FE

XII. UN DESEO DEL CORAZÓN: EL ANHELO DE TRASCENDENCIA

XIII. CAUTIVADO POR EL SENTIDO

1. Identidad: ¿Quién soy yo?

2. Valor: ¿Importo yo?

3. Propósito: ¿Por qué estoy aquí?

4. Intervención: ¿Puedo hacer que las cosas sean distintas?

CONCLUSIÓN

Agradecimientos

El presente volumen está basado en el material preparado originalmente para la conferencia Drawbridge del año 2009 en el King’s College de Londres; las conferencias Gifford del mismo año en la Universidad de Aberdeen, en Escocia; unas reflexiones acerca de la relación entre la ciencia y la fe emitidas en cuaresma del año 2010 por la British Broadcasting Corporation (BBC); la conferencia Laing del año 2010 en la London School of Theology; y las conferencias de capellanía de la universidad baptista de Hong Kong, también en 2010. Estoy sinceramente agradecido a los diversos públicos asistentes por sus comentarios, de un valor incalculable para la revisión del material para esta obra.

I

En busca de una visión de conjunto

¿Por qué le gustan tanto a la gente los relatos de misterio? Los detectives de la televisión se han convertido en parte integral de la cultura de Occidente. Las estanterías de nuestras tiendas de libros se encuentran atestadas de las últimas novelas de autores del estilo de Ian Rankin y Patricia Cornwell así como de los grandes del pasado. Escritores como Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, Raymond Chandler, Erle Stanley Gardner y Dorothy L. Sayers se labraron una reputación gracias a ser capaces de mantener el interés de sus lectores conforme una infinidad de misteriosos casos de asesinato se iba resolviendo ante sus ojos. Devoramos las aventuras de detectives de ficción como Sherlock Holmes, Philip Marlowe, Perry Mason, Lord Peter Wimsey y la señorita Jane Marple. ¿Por qué disfrutamos tanto de algo así?

Dorothy L. Sayers tenía su propia explicación al respecto. Allá por 1940, la autora recibió una invitación para dirigirse a la nación francesa con el propósito de elevar sus ánimos en las etapas iniciales de la Segunda Guerra Mundial. Decidió darle un empujón a la autoestima de los franceses haciendo hincapié en la importancia de aquel país como origen de grandes detectives literarios.1 Por desgracia, llegado el día 4 de junio de 1940, Sayers no había terminado de preparar su charla. El alto mando del ejército alemán, consciente sin duda de la oportunidad que le brindaba aquel retraso, invadió Francia una semana más tarde. La charla de Sayers, en honor de la figura del detective literario francés, nunca llegó a transmitirse.

Una de las temáticas centrales de la disertación de Sayers era que la ficción detectivesca atrae a nuestro más profundo anhelo de interpretar lo que para algunos parece una serie de sucesos inconexos. Sin embargo, dentro de esos mismos sucesos se encuentran las pistas, los indicadores de relevancia, capaces de conducirnos a la resolución del misterio. Resulta necesario identificar las pistas y situarlas en contexto. Tal y como lo expresa Sayers a través de una imagen de la mitología griega: «seguimos, paso a paso, el hilo de Ariadna y acabamos llegando al centro del laberinto».2 O, por recurrir a otra imagen popularizada por el gran filósofo de la ciencia británico William Whewell (1794-1866), hemos de hallar el hilo correcto en el que engarzar las perlas de nuestras observaciones, de modo que estas expongan así su verdadera disposición.3

Sayers, una de las novelistas británicas más exitosas y de un mayor talento en el género detectivesco, acertaba de manera incontestable al resaltar la importancia del anhelo que tiene el ser humano de llegar a entender las cosas. La «edad de oro del relato detectivesco», a la que ella contribuyó en gran medida, fue un poderoso testigo de nuestro anhelo de descubrir patrones, hallar un sentido y revelar secretos ocultos. La novela negra apela a nuestra creencia implícita en la intrínseca racionalidad del mundo que nos rodea y a nuestra capacidad para descubrir sus patrones más profundos. Ante nosotros se sitúa algo que requiere una explicación, como en uno de los casos más conocidos de Sherlock Holmes, la misteriosa muerte de Sir Charles Baskerville. ¿Qué había sucedido realmente? No estuvimos allí para observar el suceso, y, sin embargo, por medio de un análisis minucioso de las pistas, podemos llegar a identificar la explicación más probable de cuanto había ocurrido en realidad. Habremos de tejer un entramado de sentido en el que el suceso encaje de manera natural y convincente. Las pistas, a veces, apuntan a diversas soluciones posibles: no pueden ser todas correctas, tenemos que decidir cuál es la mejor explicación de lo observado. La genialidad de Holmes reside en su capacidad para dar con la mejor forma de interpretar las pistas que descubre en el transcurso de su investigación.

Este anhelo humano por comprender los enigmas y los misterios de la vida podemos observarlo en incontables formas en nuestro mundo, pasado y presente. A los anglosajones les encantaba provocarse los unos a los otros con adivinanzas complejas cuya correcta solución constituía el equivalente intelectual de una heroicidad en la batalla. Más recientemente, el auge de las ciencias naturales muestra un deseo fundamental del ser humano de dar una interpretación a sus observaciones del mundo.4 ¿Cuál es la visión global que unifica nuestras dispares observaciones? ¿Cómo pueden llegar a entretejerse los hilos de las pruebas y las observaciones para crear el tapiz de la verdad? Esta es una visión que cautiva la imaginación del ser humano, que nos mueve a un deseo de explorar y descubrir las estructuras más profundas de la realidad.

Deseamos entender las cosas. Ansiamos ver el panorama completo, conocer la historia en su globalidad, esa historia de la cual nuestra propia historia es un fragmento pequeño, si bien importante. Discernimos con acierto la necesidad de organizar nuestras vidas en torno a un marco de referencia o narrativa rectora. El mundo que nos rodea parece encontrarse tachonado de pistas que apuntan a una visión más amplia de la vida y, aun así, ¿cómo ser capaz de unir los puntos y revelar una imagen? ¿Qué sucede si nos vemos abrumados por una inmensidad de puntos y no somos capaces de distinguir imagen alguna? ¿Y si los árboles no nos dejan ver el bosque?

La poetisa norteamericana Edna St. Vincent Millay (1892-1950) hablaba de una «lluvia meteórica de datos» que caía del cielo,5 unos datos que, sin embargo, «aguardaban sin que nadie los cuestionase ni los combinase entre sí». Son como hilos con los que hay que tejer un tapiz, pistas que hay que ensamblar para revelar ese panorama completo. Tal y como señala Millay, nos vemos superados por el volumen de información y no podemos interpretar esa «lluvia de datos» con la que se nos bombardea. Parece que «no hay telar con el que tejerlos». Enfrentados a una superabundancia de información que no podemos procesar, nos vemos viviendo al borde de la incoherencia y de la carencia de sentido. Es como si se nos hubiera mantenido oculto el sentido… si es que lo hay, siquiera.

Son muchos los que encuentran insoportable la idea de un mundo sin un sentido. Si no hay un sentido, la vida no vale la pena. Vivimos en una época en la cual la evolución de Internet ha provocado que resulte más fácil que nunca el acceso a la información y la acumulación de conocimiento; pero la información no es sinónimo de sentido, igual que el conocimiento tampoco es sinónimo de sabiduría. Mucha gente se puede sentir engullida por un tsunami de datos en el cual no somos capaces de hallar un sentido.

Esta temática se desarrolla en un pasaje profundo y con mucha fuerza del Antiguo Testamento, en el que el rey de Israel, Ezequías, reflexiona acerca de cuanto ha pasado al hallarse próximo a una absoluta crisis mental (Is 38, 9-20). Se compara a sí mismo con un tejedor que ha sido separado de su telar (versículo 12). Utilizando la imagen de Millay que vimos antes, podríamos decir que Ezequías se siente bombardeado por una «lluvia meteórica de datos» que no es capaz de entretejer en un patrón coherente. Los hilos caían sobre él desde los cielos, pero no tenía forma de tejerlos para revelar una imagen, no era capaz de crear una tela a partir de esos hilos que parecían inconexos, que parecían no conducir a nada, como escalofriantes símbolos de la ausencia de sentido. Le habían sido arrebatados los medios para interpretarlos, y así se encuentra a sí mismo reducido al desaliento y la desesperación.

Para algunos no existe tal panorama global, no hay un dibujo con sentido, no hay una estructura más profunda en el cosmos. Lo que se ve es lo que hay. Esta postura se encuentra en las obras de Richard Dawkins, destacado ateo, quien afirma, confiado y cargado de atrevimiento, que la ciencia ofrece las mejores respuestas a la cuestión del sentido de la vida. Y la ciencia nos dice que no hay un sentido más profundo de las cosas dentro de la estructura del universo. El universo «carece de diseño, de propósito, de un bien y un mal; no hay nada excepto una indiferencia ciega e implacable»6.

Éste es un credo escueto, cerrado y dogmático que ofrece a sus fieles una serie de certezas que resultan de lo más oportuno. Ahora bien, ¿está Dawkins en lo cierto? Parece una lectura sorprendentemente superficial de la naturaleza, que apenas raspa la superficie en lugar de zambullirse en busca de estructuras y patrones más profundos. Lo que hace Dawkins, en el fondo, no es más que expresar un prejuicio en contra de que el universo posea un sentido, aunque este venga disfrazado de un modo, digamos, poco persuasivo como argumento. Sospecho que el verdadero problema que tiene Dawkins es su preocupación de que tal vez resulte que el universo sí tiene un propósito que no goza de su aprobación.

Para la mayoría de los expertos en las ciencias naturales, la ciencia ha de ser considerada como la representación de un viaje interminable hacia la comprensión más profunda del mundo. Es sencillamente incapaz de ofrecer respuestas simples y llanas a las grandes cuestiones de la vida, tales como aquellas de las que Dawkins es partidario. Obligar a las ciencias a responder preguntas que se hallan fuera de su alcance es tratarlas de manera inapropiada, no respetar su identidad y sus límites. Dawkins parece tratar la ciencia como si fuera una ideología atea predeterminada en lugar de una herramienta de investigación por medio de la cual podemos obtener un entendimiento más profundo de nuestro entorno.

La validez intelectual de las ciencias reside en su capacidad de decir algo sin tener que decirlo todo. Es tan sencillo como que la ciencia no puede responder a las preguntas acerca del sentido de la vida, y no se debe esperar —y mucho menos forzar a— que lo haga. Exigir que la ciencia responda a unas cuestiones que se encuentran más allá de la esfera de su competencia supone desacreditarla de manera potencial. Estas cuestiones son metafísicas, no empíricas. Sir Peter Medawar (1915-1987), un sobrio científico racionalista, galardonado con el premio Nobel de Medicina por su trabajo en inmunología, insiste en la necesidad de identificar y respetar los límites de la ciencia. De lo contrario, afirma, la ciencia cae en el descrédito al haber sido objeto de abuso y explotación por parte de quienes cuentan con un programa ideológico. Existen preguntas importantes y trascendentales a las «que la ciencia no puede responder, y que ningún avance científico imaginable podría otorgarle la capacidad de responder».7 El tipo de cuestiones que Medawar tiene en mente es lo que ciertos filósofos denominan «preguntas fundamentales»: ¿para qué estamos aquí?, ¿qué sentido tiene vivir? Estas preguntas son reales, son importantes y, sin embargo, la ciencia no puede darles respuesta de una forma legítima: se hallan fuera del alcance del método científico.

No cabe duda de que Medawar tiene razón. En última instancia, la ciencia no nos proporciona las respuestas que la mayoría estamos buscando, y no puede hacerlo. Por ejemplo, la búsqueda de una buena vida se encuentra en el corazón de la existencia humana desde los albores de la civilización. Está claro que Dawkins acierta al afirmar que «la ciencia no cuenta con método alguno para decidir lo que es ético»8, aunque esto ha de ser interpretado como una declaración de los límites de la ciencia, y no como una forma de poner en tela de juicio la posibilidad de una moral. Lo único que consigue la incapacidad de la ciencia para revelar valores morales es que sigamos adelante, que los busquemos en otra parte, en lugar de declarar inútil e inválida la propia búsqueda. La ciencia es amoral. Incluso el filósofo ateo Bertrand Russell, tal vez uno de los defensores menos críticos de la ciencia como árbitro del valor y el sentido, fue consciente de su perturbadora carencia de una dirección moral. La ciencia, «utilizada de manera imprudente», conduce a la tiranía y a la guerra9.

La ciencia es moralmente imparcial justo porque es moralmente ciega, se sitúa al servicio del dictador que desea imponer su dominio opresor por medio de armas de destrucción masiva, y de igual modo al servicio de quienes desean sanar a una humanidad maltrecha con nuevos medicamentos y nuevas técnicas médicas. Necesitamos unas narrativas trascendentes que nos proporcionen una orientación moral, un propósito social y una sensación de identidad personal. Por mucho que la ciencia pueda proporcionarnos conocimiento e información, resulta impotente a la hora de conceder sabiduría y sentido.

¿Y cómo encaja aquí la fe cristiana? El cristianismo sostiene que en el orden de las cosas hay una puerta oculta que se abre a otro mundo: una nueva forma de entendimiento, una nueva forma de vida y una nueva forma de esperanza. La fe es una idea compleja que va mucho más allá de la simple afirmación o declaración de que determinadas suposiciones son ciertas. Es una idea relacional que apunta a la capacidad de Dios de cautivar nuestra imaginación, de emocionarnos, de transformarnos y de acompañarnos en el trayecto de la vida. La fe va más allá de cuanto es lógicamente demostrable; y, aun así, la fe posee la capacidad de una motivación y un fundamento racionales.

La fe habrá de ser vista, por tanto, como una forma de creencia motivada o justificada. No es un salto a ciegas en la oscuridad, sino el gozoso descubrimiento de una visión global de las cosas, de la cual formamos parte. Se trata de algo que interpela e invita al asentimiento racional, no es algo que lo imponga. La fe consiste en ver cosas que otros han pasado por alto y captar su importancia más profunda. No es por casualidad que el Nuevo Testamento hable de llegar a la fe en términos de recobrar la vista, de verlo todo con mayor claridad, o de que se le caigan a uno de los ojos algo parecido a unas escamas (Mc 8, 22-25; 10, 46-52; Hch 9, 9-19). La fe consiste en una capacidad de visión mejorada que nos permite ver y discernir pistas que están realmente ahí, pero que otros malinterpretan o pasan por alto.

Y, aun así, el Nuevo Testamento habla también de la fe, no como un logro humano, sino como algo que es evocado, suscitado y sostenido por Dios. Dios sana nuestra vista, nos abre los ojos y nos ayuda a ver lo que hay realmente ahí. La fe no contradice la razón, sino que la trasciende por medio de una gozosa liberación divina de los fríos y austeros límites de la lógica y la racionalidad del ser humano. Nos vemos sorprendidos y deleitados por un sentido en la vida que no éramos capaces de descubrir por nosotros mismos; no obstante, una vez que lo hemos visto, todo cobra sentido y encaja en su sitio. Es como leer una novela de misterio de Agatha Christie conociendo el desenlace. Al igual que Moisés, se nos conduce a ascender al monte Nebo y divisar la tierra prometida, una tierra que está realmente allí, pero que se extiende más allá de nuestra capacidad visual normal, oculta por el horizonte de las limitaciones humanas. El marco de la fe, una vez aprehendido, nos otorga una nueva manera de ver el mundo y de interpretar nuestro lugar en ese orden más amplio de las cosas.

Una de las formas más comunes de visualizar la presencia de Dios en la vida es la expuesta en el salmo 23, que habla de Dios como nuestro pastor: Dios está siempre con nosotros, una presencia de gracia y consuelo en nuestro curso vital, incluso aunque uno «camine por cañadas oscuras» (23, 4). La tradición cristiana habla de Dios como nuestro acompañante y nuestro sanador, quien despeja los rompecabezas y los enigmas de la vida. Tal vez el mundo parezca una tierra oscura; sin embargo, Dios es nuestra luz, quien ilumina nuestra senda mientras viajamos. Tal y como lo expresa el poeta dominico Paul Murray, Dios es «el ojo de la aguja hacia el cual se ven atraídos todos los hilos del universo».

¿Cómo tratamos de entender las cosas, entonces? En el siguiente capítulo, exploraremos esto en mayor detalle.

1 Dorothy L. Sayers, Les origines du roman policier (Hurstpierpoint, UK: Dorothy L. Sayers Society, 2003).

2 Ibíd., 14.

3 William Whewell, The Philosophy of the Inductive Sciences, dos volúmenes. (Londres: John W. Parker, 1847), 2:36: «Los hechos son conocidos, pero se encuentran aislados, son inconexos. […] Las perlas están ahí, pero no colgarán juntas hasta que alguien proporcione el hilo».

4 Véase Peter R. Dear, The Intelligibility of Nature: How Science Makes Sense of the World (Chicago: University of Chicago Press, 2008).

5 Edna St. Vincent Millay, Collected Sonnets, edición revisada y expandida (Nueva York: Harper Perennial, 1988), 140.

6 Richard Dawkins, River out of Eden: A Darwinian View of Life (Londres: Phoenix, 1995), 133. Publicado en español como El río del Edén (Barcelona: Debate, 2000).

7 Peter B. Medawar, The Limits of Science (Oxford: Oxford University Press, 1985), 66.

8 Richard Dawkins, A Devil’s Chaplain: Selected Writings (Londres: Weidenfield & Nicolson, 2003), 34. Publicado en español como El capellán del diablo (Barcelona: Gedisa, 2006).

9 Bertrand Russell, The Impact of Science upon Society (Londres: Routledge, 1998), 97. Publicado en español como El impacto de la ciencia en la sociedad (Madrid: Aguilar, 1967).

II

El anhelo de entender las cosas

El destacado crítico cultural británico Terry Eagleton, en su brillante argumentación crítica al respecto del «nuevo ateísmo», ridiculiza a quienes piensan que la religión se inventó para dar una explicación a las cosas.1 Eagleton se refiere a las exageraciones ligeramente absurdas de Christopher Hitchens sobre esta materia, tales como su afirmación descarada de que, desde la invención del telescopio y el microscopio, la religión «ya no da explicación a nada que sea importante».2 «En primer lugar, el fin del cristianismo no ha sido nunca el dar una explicación de nada —contesta Eagleton—. Es como decir que gracias a la tostadora eléctrica nos podemos olvidar de Chéjov». Para Eagleton, creer que la religión es un «intento chapucero de explicar el mundo» se encuentra en el mismo nivel intelectual que «ver el ballet como un intento chapucero de salir corriendo para coger el autobús».

No obstante, a pesar del acertado juicio de Eagleton al respecto de que el cristianismo es mucho más que un intento de interpretar las cosas, los cristianos creen que ciertas cuestiones son ciertas, que uno se puede fiar de ellas y que iluminan nuestras percepciones, decisiones y actos. La fe nos habilita para ver cuánto nos rodea de forma distinta y, por tanto, nos conduce a obrar en coherencia. Indiscutiblemente, todo lo demás que pudiera ser la fe cristiana alude a la creencia de que Dios existe y en que esta existencia es significativa para la identidad, la acción y la actividad del ser humano. Tal y como señaló hace muchos años el psicólogo de Harvard William James, la fe religiosa es básicamente «fe en la existencia de un orden oculto de alguna clase en el cual se pueden encontrar y explicar los enigmas del orden natural».3

Los cristianos han mantenido siempre que su fe se entiende por sí sola y da a entender los enigmas y los misterios de nuestra experiencia. El Evangelio es como una radiación de luz que ilumina el paisaje de la realidad y nos permite ver las cosas como son en realidad. La filósofa y activista social francesa Simone Weil (1909-1943) argumentó esto con particular acierto. A pesar de su tardía conversión al cristianismo, adquirió una profunda percepción de su capacidad para proyectar luz sobre nuestra forma de ver y sentir el mundo:

Si enciendo una linterna por la noche, en el exterior, no juzgaré su potencia mirando a la bombilla, sino fijándome en la cantidad de objetos que ilumina. El brillo de una fuente luminosa se aprecia por la intensidad de la luz que proyecta sobre los objetos no luminosos. El valor de una forma de vida religiosa, o espiritual, de un modo más genérico, se aprecia por la iluminación que esta arroja sobre los objetos de este mundo.4

La capacidad para arrojar luz sobre la realidad es una medida importante de cuán fiable es una teoría, y resulta un indicador de su veracidad.

¿Cómo procedemos, entonces, a la hora de desarrollar teorías sobre la realidad? ¿Cómo creamos unos telares que entretejan los hilos de los datos y generen tapices que nos muestren las imágenes? ¿Cómo construimos esquemas de sentido? A veces los recibimos de nuestras familias, o se los tomamos prestados a nuestros amigos como si se tratase de una especie de prenda intelectual heredada, una forma de pensar que ha resultado válida para otro y que esperamos que también a nosotros nos sirva. A veces las absorbemos de nuestra cultura. Si parece que todos los demás creen algo, nos dejamos llevar y lo creemos también nosotros. La mayoría de la gente que conozco cree que el siglo XXI comenzó el 1 de enero del año 2000. En realidad, empezó el 1 de enero de 2001.5 Sin embargo, nadie parece preocupado por esta discrepancia entre la opinión popular y los datos.

Da la impresión de que, en la cultura en la que vivimos, ciertas asunciones y convenciones sociales quedan fuera de toda duda. Aun así, el distinguido sociólogo polaco Zygmunt Bauman critica de forma inteligente nuestra tendencia a confiar en la «corriente ideológica dominante actual, cuya difusión se toma como prueba de su sentido».6 El predominio de una creencia puede no ser un indicador fiable de su veracidad, sino el reflejo de una moda cultural o intelectual pasajera. Lo que hoy parece aceptado de manera global y permanente se suele descartar mañana como un modo de pensar anticuado. El posmodernismo, por ejemplo, ha invertido muchos de los juicios, a primera vista irrefutables, de la modernidad, abriendo así una significativa brecha generacional dentro del pensamiento occidental contemporáneo. No hay nada malo en evaluar de forma crítica las ideas que encontramos a nuestro alrededor. Los problemas surgen cuando aceptamos sin más lo que nos cuentan y nos negamos a pensar por nosotros mismos.

Y, sin embargo, existe una alternativa a la opción de aceptar pasivamente nuestro entorno cultural e intelectual: podemos desarrollar nuestra propia manera de pensar, ponernos al timón de nuestra propia nave y descubrir las cosas por nosotros mismos. ¿Y cómo podríamos lanzarnos a esto? El gran filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce (1839-1914) expuso un punto de vista clásico sobre esta cuestión. A su enfoque lo denominó «abducción», aunque en años recientes ha ganado reconocimiento como la «inferencia a la mejor explicación», un punto de vista ahora ampliamente aceptado como la filosofía característica de las ciencias naturales a la hora de investigar el mundo. Y ¿cómo funciona?

Peirce expone del siguiente modo el proceso del pensamiento que conduce al desarrollo de las nuevas teorías científicas o las nuevas formas de pensamiento sobre la realidad:

1. Se observa el hecho sorprendente C.

2. Pero si A fuera verdadero, C sería de esperar.

3. Por tanto, hay razón para sospechar que A es verdadero.7

La abducción es el proceso por medio del cual observamos ciertas cosas y después decidimos qué esquema intelectual les podría dar un sentido. El gran detective de ficción Sherlock Holmes emplea este mismo método, aunque él, de manera errónea, lo denomina «deducción». Según sugiere Peirce, unas veces la abducción nos «llega como un fogonazo, como un acto de perspicacia». Otras se llega a ella a través de un lento proceso de reflexión metódica al intentar generar todas las posibilidades que podrían dar una interpretación a lo que observamos.

Peirce presta una especial atención a cómo desarrollan los investigadores sus ideas e identifica este proceso como algo subyacente al método científico. La ciencia comienza por reunir una serie de observaciones y, acto seguido, pasa a preguntarse por el marco interpretativo que otorga una mayor lógica a cuanto se ha observado. Podría tratarse de una teoría heredada o tomada de épocas anteriores, o tal vez podría ser una forma de pensar completamente nueva. La pregunta que hay que responder es la siguiente: ¿qué grado de adecuación existe entre la teoría y las observaciones? A menudo se utiliza la expresión «adecuación empírica» para referirse a esta correspondencia entre lo que se ha visto en el mundo y aquello a lo que puede dar cobijo una teoría.

Consideremos los movimientos de los planetas por los cielos estrellados. Su observación se remonta a miles de años, ahora bien, ¿cuál es la mejor manera de interpretarlos? En la Edad Media se pensaba que la mejor explicación de estos movimientos era el, con frecuencia, denominado modelo «ptolemaico». Conforme a esta teoría, la Tierra se encuentra en el centro de todas las cosas, mientras que el Sol, la Luna y los planetas giran todos a su alrededor. Se trataba de un modelo muy ingenioso, pero, llegado el final del medievo, quedaría claro que no era lo bastante bueno. El grado de adecuación de las observaciones a la teoría no era lo suficientemente acertado, el modelo ptolemaico se retorcía y crujía, incapaz de dar cobijo a una cantidad de observaciones empíricas cada vez más precisas y detalladas al respecto del movimiento de los planetas, y resultaría obvio que se requería un enfoque nuevo. En el siglo XVI, Nicolás Copérnico y Johannes Kepler propusieron la teoría de que todos los planetas, incluida la Tierra, rotaban alrededor del Sol. Quedó demostrado que este modelo «heliocéntrico» lograba interpretar de un modo mucho más certero el tránsito de los planetas por el cielo nocturno. Una adecuación empírica muy elevada entre la teoría y las observaciones sugirió, de manera decidida, que la teoría era correcta. Sigue siendo el modelo adoptado por los astrónomos hoy en día.