Para Lucy, Mily, Yoel, Daniela y Eli:
su existencia hace que yo quiera crear cosas bellas
Para D.V., por la seguramente indeseable inspiración

 

 

Existe algo tan inevitable como la muerte:
la vida.

CHARLES CHAPLIN

capítulo

0

Redacto esta bitácora en caso de que el proyecto no funcione: puedo acabar enfermo, en estado vegetal, mutilado, desmembrado, crucificado, enterrado vivo, quemado o, aún peor, en la cárcel. Dado que no tengo amigos, novia, pretendientas ni familia cercana a la cual le importe mi destino, la escribo como testimonio del proceso que estoy a punto de emprender. De modo que, si alguien entra algún día a esta casa vieja y encuentra este diario, no me importará que mi historia se convierta en una leyenda urbana o en la cápsula informativa de algún programa llamado Accidentes Extraños o Gente Rara. Al menos alguien sabrá que existo. Bueno, más bien que existí Eso suena feo. Hay que tener fe: no tengo por qué fracasar en esto también.

capítulo

1

Estiro bien las piernas: quiero espacio de sobra para cuando me encuentre aquí dentro.

—Me parece, joven, que es algo grande para usted. ¿Quizá podría interesarlo en alguna de nuestras tallas infantiles…?

—Pero ¿cómo se atreve? Tengo diecisiete años. A mi edad, Mozart ya había compuesto tres óperas, aunque no voy a discutir. Quiero ver uno más ancho.

—¿Más…? Dígame, ¿será un regalo? ¿O es para usted?

—Es para mí. Más ancho. Y más largo —agrego, altivo.

—¿Y para cuándo está planeando el… ejem, evento?

—Lo necesito lo antes posible. En negro, forrado de este terciopelo y con una almohadita.

—¿Almohada? Pero nosotros…

No veo por qué no he de tener una almohada. Saco la chequera y una pluma fuente de la bolsa de mi saco.

“Almohada”, repito sin verlo directamente a la cara; así le doy la impresión de ser un señor muy ocupado. Cuando ignoras a la gente, te toma más en serio. Me dicta la cantidad y yo le hago el cheque. Listo: acabo de comprar el ataúd más elegante de la tienda.

capítulo

2

—Quítese la ropa y póngase esta bata —dice la enfermera.

Tomo la bata y la pongo en el banquito del vestidor. Pienso que es cuestión de tiempo para que la enfermera salga y me quito los zapatos. La miro y le sonrío. No parece con intención de irse. Me desabrocho el cinturón, al que tuve que hacer un nuevo agujero con un picahielos. Toda la ropa me queda grande. Los pantalones resbalan hasta mis rodillas y me los quito. Me saco la playera y la doblo. La pongo al lado de la bata.

Veo a la enfermera y tiene los ojos muy abiertos. Abre un poco la boca, asombradísima. Sale del vestidor y oigo sus pasos rápidos. No tengo ni idea de qué ha pasado. Veo una pelusita en mi ombligo y me apresuro a desterrarla. A los pocos segundos entra y trae de la mano a otra enfermera.

—¡Mira! —dice, entusiasmada—. ¡Mira qué peludo es! ¡Parece un mono!

La nueva enfermera, de aspecto amable, parece incómoda. Le susurra algo en el oído y ni se atreve a mirarme. No me muevo: es interesante obtener una reacción así por mi vello corporal.

—Mmm —digo en voz alta—. Mjm.

Cruzo las piernas y observo mis calcetines, que traen un agujero extraño en el dedo chiquito. Casi siempre se rompen en el dedo gordo, y los míos tendrían todas las probabilidades de romperse así porque no me gusta mucho cortarme las uñas de los pies, y las de los dedos gordos en especial crecen con mucha valentía. Tamborileo los dedos de la mano sobre una rodilla, como si esperara algo importante.

—Disculpa a mi compañera. Yo me encargaré de ti, ¿está bien? —dice la nueva enfermera mientras la otra cierra la puerta.

Me pongo de pie y le ofrezco la mano. Esto parece confundirla, aunque de todas formas la estrecha.

—Fenomenal —le digo, y agito su mano.

—¿Quieres ponerte la bata? —pregunta.

Le suelto la mano y, claro, estoy desnudo. Aunque no del todo: llevo los calcetines. Tomo la bata y me la pongo. La nueva enfermera me guía a una báscula y me pesa.

—Estás muy flaquito —dice.

Me mide y no comenta nada de mi estatura. Caminamos hacia la sala de la máquina y me alegro de haberme dejado los calcetines, porque el piso está frío.

—Piensa en cosas bonitas —sugiere la joven enfermera con dulzura.

Le digo que no es necesario, porque estar en una máquina así siempre me hace sentir como un superhéroe atrapado en una de esas trampas complicadísimas que idean los villanos, artefactos que pretenden torturar psicológicamente al paladín y tardan horas en aniquilarlo. La enfermera comenta que es bueno que tenga una imaginación tan maravillosa. Sospecho que no le interesa, pero no me importa y le digo:

—Como el reloj de arena de Batman, la serie vieja donde sale Adam West y es un Batman gordo con orejas de cartón. El Guasón lo mete en un reloj de arena gigante y se va a hacer más fechorías, seguro de que el Hombre Murciélago no hallará el modo de escapar a su muerte inminente.

La enfermera levanta la mirada de lo que está haciendo —ajustar las correas en mis tobillos— y me sonríe. Le pregunto cómo se llama: Eva.

—Y entonces, Eva, Batman encuentra una manera de desviar un rayo de sol hacia el vidrio del reloj gigante, que se quiebra, y lo deja libre para salvar Ciudad Gótica una vez más. ¡Aleluya! —grito tan efusivamente que Eva pega un respingo.

Me sonríe otra vez con un gesto maternal que indica que, por más que haya leído mi expediente, no cree que tenga diecisiete años. O tal vez sea igual de maternal con todos; no lo sé ni me importa: no me voy a encelar por una enfermera. Se acerca al pequeño armario de donde sacará el bario tan apetitoso que he de tragarme. ¿De dónde habrá obtenido la arena el Guasón? Eva me da la lata con expresión de pena.

—No estés triste, Eva. He tomado cosas peores.

No sabe cómo reaccionar y sólo ladea la cabeza. Tomo la lata, digo “salud” mientras le propongo un brindis imaginario, y me bebo el líquido. Para ser honesto, no recuerdo haber consumido jamás algo más inmundo.

—Está delicioso, Eva, gracias. Aunque habría estado mejor en las rocas —le digo, y no puede evitar sonreír.

Tira la lata vacía en el recipiente de desechos tóxicos y eso me inquieta ligeramente. Acabo de beber quinientos mililitros de algo que Eva considera que no debe ser tocado por manos humanas ni derramado en la tierra so riesgo de incubación de plantas radiactivas, quizá dentadas. Ya no soy Batman: soy el doctor Jekyll. Si fuera un científico con un álter ego monstruoso, le diría a Eva que se fuera lo más lejos posible, que no respondo de mí mismo. Le diría, mientras mis músculos se inflan y me crece una horrenda joroba: “Mátame, querida, te lo ruego. No me dejes convertir en ese monstruo, libérame de mí mismo, sálvame…”. No conozco a Eva lo suficiente como para saber si me mataría o no. Ahora se dirige a las correas en mis muñecas. Extiendo los brazos en cruz y, como no quiero arruinarle la fantasía, no le revelo que mi imaginación tan maravillosa me hace pensar en la Inquisición, en una máquina de tortura fabulosa como las que diagramaba cuando era niño. Me pregunta si me encuentro cómodo y le digo que sí, aunque resulta evidente que la comodidad no es el atributo en que pensó el diseñador de esta máquina prodigiosa.

—Estás tan flaquito —dice Eva con ternura y sigue recorriendo las correas, que no están acostumbradas a huesos tan angostos.

—Eso dice mi novia —le digo.

—Ay, ¿tienes novia? ¡Qué lindo! —opina, y me siento como un niño de diez años que le dijera a su maestra que está enamorado de ella.

No me ofendo, porque ni siquiera tengo novia.

—Listo. Comenzaremos en tres minutos. ¿Te sientes bien? —pregunta Eva mientras recorre mi pequeña humanidad con la mirada.

—Fabuloso. ¡Aleluya! —y la pobre se sobresalta otra vez.

Le hace una seña al operador de la máquina y me pregunta por última vez si me encuentro bien. Asiento con la cabeza y es como si le hubiera dicho al que baja la palanca de la silla eléctrica que ya estoy preparado, que ya dije mis últimas plegarias y despedidas de este mundo: “¡Bájela ya, maldita sea, bájela de una vez!”. Si fuera un criminal peligroso, Eva no estaría aquí.

La máquina empieza a moverse y me gira hacia el lado izquierdo. La marea en mi estómago emite ruidos extraños. Como si fuera una lavadora de ropa. El Hombre Lavadora de Ropa. No es un superhéroe muy glamoroso. Las placas que toman los rayos X se mueven encima de mí y registran. La máquina rechina, me devuelve al centro, descansa un segundo y me voltea hacia el lado derecho. Miro de reojo y veo a Eva sentada en un banquito. La prueba toma dos horas; las enfermeras nunca se quedan. Encuentra mi mirada y se levanta deprisa.

—La correa te lastimó el tobillo —dice con tristeza.

Me asomo y sólo alcanzo a ver la uña de mi dedo chiquito asomando por el hoyo de mi calcetín. Ella se dirige al armario y vuelve con alcohol, algodón y una venda.

—No es necesario, Eva. Ni me duele.

De todas maneras humedece el algodón y advierte:

—Puede que arda un poquito.

—Gracias, Eva —digo, y tengo ganas de agregar: “Eres un ángel”; me parece una frase trillada, pero adecuada para la situación.

—¿Eva?

—¿Sí?

—Nadie me había acompañado antes en este examen. Me lo he hecho doce veces y las enfermeras siempre se van. Y la verdad es que ni siquiera es doloroso. No tienes nada que hacer aquí.

Eva se pone de pie. Se irá, claro, le acabo de decir que no tiene nada que hacer aquí, pero en el fondo era algo bueno. No se va. Camina hacia mí y se detiene frente a la máquina. Voltea a verme a la cara y dice:

—Entiendo a la perfección lo que quieres decir.

Le sonrío y le creo. Es posible que nadie antes me haya entendido mejor. Revisa el vendaje, me parece que como un pretexto. Regresa a su banquito y se sienta. Cruza la pierna y el zapato blanco cae al suelo. No intenta ponérselo de nuevo. Es genial.

capítulo

3

Al llegar a casa me siento irritable y agotado. Lo único que me queda para mejorar mi ánimo es fantasear con Eva, aunque la pobre no lo merezca. ¿Qué puedo hacer? Es una mujer hermosa y yo soy un hombre hecho y derecho, o al menos hecho y algo chueco. ¡Ay, Eva!, con tus pantaloncitos blancos, tu pseudobata/pseudocamisa de enfermera con la que es imposible fantasear de lo fea que es, tu peinado de monja… Retiro lo dicho: las monjas no tienen pelo. De maestra regañona, entonces: estirado, sin un pelo fuera de lugar, aunque a ti, Eva, se te ve hermoso y perfecto. Eres Mina Murray cuando se topa con Drácula en el pueblo, con su sombrerito verde y su vestido recatado; y luego Mina cuando está a solas con él, cabello suelto, satín rojo y escote que se mueve a cada suspiro. Escogí a Mina porque, antes de ser vampira, era una niña buena y, mi querida Eva, tú pareces una niña buena. No te ofendas: en la fantasía yo tampoco era yo, sino un tipo interesante y con acento transilvano al que una victoriana ultrasexi iría a visitar en forma voluntaria. ¿Cuántos años tienes, “Mineva”? ¿Qué quieres ser de grande? ¿Quién es tu superhéroe favorito? No me rompas el corazón, nena, ni me digas que estás casada o que tienes un hijo o algo así. Hay tipos que pueden hablarle así a las mujeres, decirles “nena”, “chiquita”… Esos tipos compraron el paquete supercombo, que incluía huesos anchos, vello corporal moderado, rasgos varoniles y voces profundas. A mí sólo me alcanzó para el pa’-que-te-quedes-solo, que trae papas chicas y un muñequito de Disney.

Hablando del rey de Roma, ahí viene Fernando. Maldita sea: tengo que invertir algo de lo que mi madre me envía para poner cortinas en las ventanas y que este mongol no me vea. Claro, es jueves y se escabulle para venir a ver Noches de clímax en mi tele. Ojalá hubiera invertido en cortinas y no en Cinemax: ahí me ganó la adolescencia, lo admito. Lo peor es que no me gustan esas películas, con sus músicas de elevador y esas enormes rubias que acabarían aplastándome en vez de haciendo el amor conmigo. Uf, si Fernando supiera que uso la expresión “haciendo el amor”, no dejaría de molestarme. O sea: todo sería exactamente igual a como es ahora. Siguiente inversión: nuevas bisagras para la puerta y un maldito candado.

—¿Qué pex, Mini-mi?

Detesto que me llame así. No sé de dónde sacó la idea de que parezco su clon en una proporción de sesenta por ciento.

—Necesitas poner cortinas, güey. Si alguien pasa por acá, podría vernos… —y hace ese nefasto movimiento con la mano.

—Por favor, no me relaciones con tus actividades masturbatorias —le suplico.

Aclaro: yo jamás haría eso con alguien más a la vista. Y aclaro doble: Fernando nunca ha hecho eso en mi casa. Que yo sepa.

—“Actividades masturbatorias.” Suena bien. Pon cortinas para tus actividades masturbatorias.

—Ya sé que necesito poner cortinas, aunque para que tú me dejes en paz —le digo.

—Oye, ¿y qué? ¿Ya? ¿Te retiraste? ¿Al demonio con la prepa para ti?

Mis malestares y exámenes médicos me hicieron faltar cuatro días, no más, pero por supuesto que está en mis planes retirarme. Hay dos tipos de personas que no necesitan terminar la prepa: las que se morirán prontísimo y las que ya están muertas. Abro la boca para inventarle algo, aunque él sigue hablando: no he aprendido que a Fernando lo que le gusta es escuchar su propia voz.

—A huevo, güey. Pinche escuela: yo también la dejaría si mi jefe me dejara entrar a trabajar con él de un vez.

Su “jefe”: su padre. Tiene una fábrica de tornillos y cosas así, pero insiste en que Fernando acabe la prepa y una carrera.

—A este paso nunca voy a dejar de estudiar —y se deja caer en mi viejo sillón; el polvo vuela por todas partes—. Ahora dice que me va a mandar a Estados Unidos para acabar la prepa. ¿Qué escuela fufurufa me va a aceptar allá?

Ninguna.

—Ninguna —contesta su propia pregunta—. A mí lo que me urge es ganar lana ya. Pinche escuela: no sirve para nada.

Ya se apoderó del control y está cambiando los canales. Yo estoy de pie junto al sillón, deseando, como siempre, que me deje solo y, como siempre, permanezco con la boca cerrada porque no me atrevo a pedirle que se largue.

—¿Y tú qué? ¿Qué haces todo el día, eh?

Otra vez estoy por abrir la boca, pero…

—Güey, todo el mundo preguntó por ti —dice sin mirarme, mientras sigue cambiando los canales.

—¿De verdad?

—Sí… Viviana me agarró en el recreo y me preguntó qué pex contigo, porque sabe que somos amigos.

—¿Ah, sí? —pregunto.

—¡Claro que no, güey! ¡No mames! Si esa vieja ni sabe cómo te llamas.

Se saca los tenis y se acomoda en el sillón. Sus calcetines tienen huecos en el mismo lugar que los míos, aunque eso no me convierte en su clon. Ah, Viviana. Tiene nombre de malvada de telenovela, pero no podría decir que me haya tratado mal alguna vez. Fernando tiene razón: aquella diosa con pechos más grandes que mi cráneo, falda más corta que lo correcto y labios de pucherito perpetuo no sabe cómo me llamo ni le importa.

—Eres un cavernícola —le espeto en voz baja y me voy a mi cuarto, con la bitácora apretada contra el pecho.

—Pero ¡sí me agarró en el recreo! —alcanzo a oír que me grita—, así que dije la verdad en algo, jeje.

Azotaría la puerta de mi cuarto si fuera mi estilo. En vez de eso, la cierro antes de que Fernando piense que me interesa oír cómo Viviana lo agarró y cómo él la agarró a ella, etcétera. Nunca he sabido si creerle o no, aunque debo admitir que los detalles con que adorna sus historias suenan demasiado específicos para ser inventados. Hasta he pensado que es un desperdicio que vaya a dedicarse a vender tornillos: debería ser escritor.

—¿Qué te pasa, Mini-mi? ¡Ven a ver! ¿O no te gustan las viejas?

—Si confesara apasionadamente que me gustas tú, ¿te retirarías de mi residencia? —le pregunto.

Lo está pensando o se encuentra distraído con alguna pareja de mujeres besándose en la pantalla, porque tarda en contestar.

—¡Claro que no! Si eres gay, es tu problema; yo no tengo bronca —decide—. “Mi residencia…” Güey, eres muy raro —y el volumen de la música y de los gemidos falsísimos de las mujeres sube más.

¿Qué he hecho para merecer a este parásito metido en mi casa? Son las diez de la noche de un jueves y, después de la visita al hospital, tenía muchas ganas de estar solo y reflexionar acerca de mi proyecto, no de preguntarme si las manos de Fernando están afuera o adentro de su pantalón. Ding, dong: en verdad no se me ocurre quién podría estar tocando.

—¡Mini-mi! ¡Pizza!

Cierro la bitácora y la escondo entre la colchoneta y la base de la cama. ¿Pizza? ¿A qué hora la pidió? El olor del queso barato llega flotando y mis pies me llevan a la sala en contra de mi voluntad. Una mujer simula una gran pasión sobre un tipo rasurado por completo, y cualquiera puede ver que los dos traen calzones. El engaño me irrita.

—No puedo ver esto mientras como —anuncio.

Fernando apaga la televisión y me avienta el control remoto. Contra todas las expectativas, lo atrapo.

—Güey, eres muy…

—Raro. Ya sé.

Comemos la pizza en silencio. Después de una semana de avena instantánea, quiero pensar que mi organismo agradecerá el cambio, pero no agradece nada: la comida pasa a través de éste como si fuera una tubería impermeable; no absorbe nutrientes y por eso soy un tallarín. Los doctores no saben por qué. Eva tampoco sabe por qué. Yo he leído lo que he encontrado, aunque por lo visto soy un misterio de la ciencia. Si fuera más vanidoso, eso me haría sentir bien. Gracias a mi “condición”, como le dicen, no puedo hacer ejercicio y me canso mucho. Dicen que mis huesos podrían quebrarse, aunque no ha pasado todavía. Dicen que es extraño que tenga tanto pelo, y aquella enfermera concordaría.

—¿Y qué más, güey? —pregunta Fernando, con las palabras atoradas en el queso derretido entre sus dientes.

—Nada más.

—¿Qué haces aquí todo el día, eh? ¿Tu mamá qué pedo, ya te abandonó para siempre o qué?

Mi estómago se enreda como la cola de un tornado y Fernando sigue masticando como si me hubiera preguntado qué marca de cátsup prefiero. ¿Qué creerá este neandertal, que no me he hecho la misma pregunta quinientas veces? Mi mandíbula se abre, pero las palabras se desintegran en el ojo del huracán y me quedo callado.

—Ohio, ¿verdad? ¿Qué demonios hay en Ohio? —pregunta—. Suena como una mierda.

Dejo caer mi pedazo de pizza mordido en la caja vacía y Fernando me pregunta con la mirada si puede comérselo. Troglodita.

—Pues qué hija de puta, ¿no?, pero, bueno, mejor. Una casa para ti solo, dinero para lo que se te antoje, independencia total. Ponte mi cara, vete a vivir a mi casa y yo me mudo sin pedos para acá, ¿eh?

Este humano tiene una nariz que le roba oxígeno a las demás narices, unos ojos que no ven ni lo que tienen enfrente y una boca de la que sale revoloteando una cantidad asombrosa de estupideces, aunque si fuera posible intercambiaría rostro con él cualquier día. Caras, cuerpos, vidas… hasta el cerebro: alguien tan desconectado de la realidad tiene que ser más feliz.

—Ya, neta, ¿qué pex con la escuela? ¿Te joden mucho? Un primo mío era enano como tú y, cuando cumplió diecisiete, se fue de verano a Europa y al volver medía como dos metros. Neto. Luego le partió la madre a los que lo molestaban. Neto. Bueno, eso dice. Ahorita tiene una novia buenísima. Hermosa. Se llama Hermosa, ¿puedes creerlo?

—No tengo razón para no creerlo.

—Está cabrón, porque la vieja es horrible.

—¿No que era guapa? —pregunto.

—Buena; guapa no. Güey, ¿en qué país vives? —y se levanta de un salto—. Ya me cansé de estar aquí. Vamos a comprar unas papas de McDonald’s o algo, ¿no?

Veo la caja de pizza, aún tibia, y le envidio a Fernando su hambre de troglodita y su metabolismo de superhéroe, que convierte todas las porquerías que ingiere en músculos y centímetros de altura. Consulto mi viejo reloj de bolsillo y son las once de la noche.

—¡No manches! ¡Tu reloj es como del siglo menos diez! ¿A ver? —y me lo arrebata, con lo que rompe de un jalón la cadenita que lo unía a mi pantalón.

La cara se me empieza a calentar y el músculo de mi hombro derecho brinca por su propia voluntad. O sea: estoy furioso.

—¡Ups! —y mira el reloj en su mano como si se tratara de una mosca a la que hubiera aplastado sin querer.

—Eres un… —comienzo, pero las palabras se me evaporan: soy malo para el enojo.

Le tiendo a Fernando una mano abierta y temblorosa, y él deposita en ésta el cadáver del tiempo.

—Es que no mido mi fuerza, güey, perdón—dice con una sonrisa apologética y estúpida.

Cierro la mano y me voy a mi cuarto.

—¿Estás enojado? ¡Guau, Mini-mi! Nunca te había visto enojado.

Viene detrás de mí, y sé que lo que lo motiva, más que disculparse, es la curiosidad de ver al animalito de circo disgustado. Empujo la puerta y sé que sólo aguantará un par de azotones más antes de desprenderse de las bisagras. O sea: mi relación con Fernando necesita acabar pronto, o mi morada acabará en ruinas.

—¿Mini? —grita a través de la puerta.

Observo el reloj desencadenado y se me llenan los ojos de lágrimas. Me tiro a la colchoneta como una niña de telenovela y abrazo mi almohada.

—¡Odio que me digas así! ¡Lárgate! —mascullo, y ya estoy apretando los puños, a la espera de una respuesta fernandezca, cuando llega lo más inesperado: el silencio.

capítulo

4

Esto ha sucedido antes; por eso me da miedo abrir los ojos. He despertado en un vagón del metro, apoyado en el hombro de alguna mujer gentil que no se ha movido aunque le haya llenado el suéter de saliva; en la silla del rincón de una cafetería, con un cocinero grasiento agitando una servilleta empapada en alcohol bajo mi nariz y, con mayor frecuencia, aquí, en la enfermería del colegio.

Me siento en el catre, que huele a desinfectante, y sueño que la que entrará por la puerta es Eva y no la señora Consuelo, quien falla en consolar tanto como yo fallo en ser una estrella de futbol. Mi cuerpo sigue balanceándose como un puente colgante, y siento tantas ganas de vomitar que casi deseo haber comido mucho más cereal con leche en la mañana. Ya sé qué pasaría si cediera al impulso: lo único que subiría serían los jugos gástricos, se meterían en las pequeñas úlceras que se han ido construido en mi esófago y me escandalizaría al hallar coágulos de sangre flotando en el escusado. Así que mejor respiro hondo y absorbo el aroma dizque a lavanda del desinfectante que me llega mezclado con algo más, algo de mujeres. ¿Espray de cabello? No. ¿Crema de manos? No: barniz de uñas. Abro los ojos y ahí está Samanta, o Fantasmanta, como le dicen los muy creativos cuando no se les enreda la lengua. Esta chica, quien viste siempre de negro y parece comprender la muerte, levanta la mirada de su labor absorbente por un segundo, y sus ojos rodeados de un maquillaje del color del carbón se hacen pequeños mientras me observa, preparada para decir algo importantísimo, determinante, profundo como un pozo; algo como:

—Te vas a quedar calvo antes de los veinte.

Mis manos saltan a mi cabellera delgada, pero digna.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

¿Por qué me reconforta su certidumbre? Veamos… Ah, sí: porque me imagino llegando a los veinte, con o sin pelo. Sigo con ganas de vomitar, y el olor a barniz no ayuda. Obligo a mi cabeza a dejar de balancearse. Al fin logro entornar la mirada.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto.

—Estaba con… —y en vez de completar la frase, señala con la cabeza a la oficina de enfrente: la psicóloga escolar.

—¿Por qué?

Se jala la manga de la sudadera negra hasta arriba del codo y observo que lleva una venda en la muñeca izquierda.

—¿Otra vez? —me escucho decir, y al instante me tapo la boca.

Quería pensarlo, no decirlo. Ahora Fantasmanta le enterrará alfileres a un muñeco de tela con mi cara.

—Otra vez. Ni siquiera eso me sale bien —dice, distraída, y sin dejar de pintarse las uñas.

No debí sorprenderme de que Samanta supiera que toda la prepa conoce sus intentos de suicidio; tampoco es que intente ocultarlos.

—Tal vez no te quieras morir y sólo quieras llamar la atención —propongo.

Sus ojos de halcón furioso se vuelven amarillos por un segundo y me inmovilizan. Está por lanzarse sobre mí como si fuera un pequeño roedor, para destriparme con sus garras en cualquier momento.

—Tal vez —admite—, y tal vez tú no estés enfermo y sólo finjas tus desmayos como una damisela del siglo xviii —replica.

—¿Sabes dónde me desmayé esta vez?

—Justo afuera del baño de mujeres. Una chica se tropezó contigo y por tu culpa hizo el ridículo. Juró venganza.

—Si eso no prueba que no finjo…

Samanta se suelta el vendaje y me muestra unas cortadas bastante feas. Algunas están curveadas y parecen sonrisas macabras. Me estremezco sin poder controlarlo.

—Si esto no prueba que en verdad me quiero morir…

—…prueba que no sabes mucho de anatomía —me oigo decir.

Por lo visto no sé cerrar la boca. Quisiera sostenerle la mirada a esas rajas que se burlan de mí, pero no puedo. Esto no habla bien de las posibilidades de éxito de mi proyecto. Me observo los zapatos y espero una respuesta venenosa por parte de Samanta.

—¿Y a ti quién te preguntó? —farfulla, con una cantidad de veneno bastante moderada.

—Tú. En cierta forma.

—No me interesa hablar de eso contigo.

—Entonces, ¿qué haces aquí? —pregunto, sintiéndome muy ingenioso.

Cierra su barniz de uñas y me mira con una expresión ligeramente psicótica.

—Anunciándote que te quedarás calvo.

—Bueno, pues gracias.

Me sigue mirando. Me da un poco de miedo, y al mismo tiempo imaginarme sin pelo, suave como una bola de boliche, me causa bastante gracia. Vuelvo a tocarme la cabeza. Puede ser que el cabello resulte un estorbo y que los aliens lampiños sean la onda.

—¿Estás imaginándote calvo? —inquiere.

—Definitivamente. Y me gusta.

Le sonrío e, increíblemente, su labio se curvea, con la intención de hacer lo mismo. Lo detiene a tiempo, aunque de cualquier forma ha dejado de parecer una asesina serial. Borro en mi mente la plasta de maquillaje de su rostro e incluso es linda. Mide el doble que yo y pesa el triple, pero ese parámetro no significa nada.

—¿Por qué haces eso? —pregunta.

—¿Imaginarme calvo? Hoy, porque tú lo sugeriste; otras veces lo hago por aburrimiento.

Ahora no lo puede evitar y sonríe. Sus ojos también lo hacen.

—Qué idiota eres —murmura.

Sonrío de vuelta.

—¿Por qué me desmayo? No sé. Nadie sabe. Tengo una enfermedad extraña.

—¿Mortal? —pregunta con una curiosidad demasiado alegre.

—Espero que no, pero no sé. ¿Y tú? ¿Por qué lo haces?

—¿Imaginarte calvo? Por molestar.

Me entendió, pues se mira la muñeca con expresión soñadora.

—Porque la vida es muy solitaria — dice luego de unos segundos.

¿Cómo puede haber gente que le tenga miedo? Siento ganas de abrazarla.

—¿Y la muerte no es solitaria? —le pregunto.

—No para mí.

—¿Y por qué?

—Porque tengo amigos allá.

No sé si sus amigos sean imaginarios, demoniacos o si esta chica hable con espíritus. Sin embargo, su respuesta hace que me imagine la muerte como un lugar, cosa que nunca había hecho antes. ¿Estará alguien esperándome “allá”? Instintivamente busco el reloj en la bolsa del pantalón.

capítulo

5

La Hora Negra, como la llamo, o el momento, cada noche en que me acuesto, en que los huecos me caen encima y me tragan. Pink Floyd para el dolor: Cómo quisiera que estuvieras aquí. Somos tan sólo dos almas perdidas nadando en una pecera, año tras año… Es más fácil estar enojado que triste; sí, escuché esa frase docenas de veces, pero es un problema sin solución. Quisiera patear los huecos, golpearlos a puño cerrado, escupirles en la cara, aunque toda la energía invertida en ellos sea en vano: pulverizan cualquier cosa que les eches dentro y siguen ahí, ahuecando como si nada. Ocupan el lugar que deberían ocupar los recuerdos, y esa invasión me enfurece.

capítulo

6

Había una cosa que podía hacer de esta visita algo bueno, una sola que podía convencerme de que no todo el mundo está en mi contra, y hela ahí, esperando frente al mostrador y jugando con su zapato mientras mueve la cabeza y canta en su interior.

—Ah, Eva, de todos los laboratorios de sangre del mundo entras al mío —saludo, imitando la voz virilmente nasal de Humphrey Bogart.

Para cuando voltea hacia mí, sus labios ya le abren paso a sus dientes. Qué maravilla.

—No quería verte por acá otra vez —dice sin moverse de donde está.

Esa tranquilidad me parece de lo más cool. No se da cuenta de lo mal que suena su frase y, aunque yo, que confío en sus excelentes intenciones, comprendo que quería decir otra cosa, le digo:

—Trátame suavemente, Eva.

Ella se sonroja.

—Digo, porque es el hospital, no porque… —comienza a explicar, pero se autocensura—. Y tus resultados todavía no… no están listos —señala un poco avergonzada.

Sus mejillas siguen teñidas y parece una caricatura. Gigi, para ser exactos.

—Los científicos exigen mis células, Eva. No le digas a nadie, pero estoy seguro de que quieren clonarme para hacer un ejército de soldados superpoderosos.

La mujer del mostrador estira los dedos para arrancarme la solicitud llena y hace una mueca increíblemente versátil: dice al mismo tiempo “estúpido adolescente” y “me das asco”. Sigo analizando esas cejas malignas cuando siento unos deditos sobre la piel. Es Eva, quien ha avanzado hasta mí sin previo aviso y se apoderó de mi brazo. No puedo respirar. No puedo moverme. Mi vientre es como una tina a la que de pronto hubieran llenado de agua hirviente y burbujeante: toda mi sangre, con o sin transaminasas, se fue corriendo para allá, dejándome más pálido que un fantasma de ésos de sábana. El contacto físico no es cosa de todos los días.

—¿Por qué vienes a este hospital?

—Mi papá era militar.

—¿Ya no es?

—No —me oigo decir—: ya no es.

Eva entiende. Claro que entiende. Sin dejar de mirar al frente, vuelve a tomar mi mano y asiente. Un hombre sale de uno de los cuartitos y dice mi nombre. Aprovecho para apretar la mano de Eva en plan: “Sí, cariño, es hora. Vinieron por mí y he de morir en la horca por ponerle a Billy the Kid una bala entre las cejas, pero fue por ti, nena”. Estoy por levantarme, pero Eva no me suelta. El hombre repite mi nombre. Intento incorporarme, aunque ella, con esa manita, me mantiene sentado. Así de ligero soy.

—¿Nena? —digo en voz alta.

Dios, acabo de llamar “nena” a Eva. Planeo mortificarme. Sin embargo, cuando la miro me doy cuenta de que está llorando. Lleva mi mano hasta su cara y se apoya en ella como si quisiera abrazarla toda. No me mira a los ojos. El hombre repite mi nombre, ya irritado, y Eva y yo nos levantamos, coordinados. Creo que va a soltarme, pero no: camina a mi lado hasta el cuartito de la toma de sangre y, con voz tranquila y el rostro lloroso, le dice al hombre:

—Yo lo hago.

El enfermero se encoge de hombros y se quita de nuestro camino.

—Soy experta en venas escurridizas —explica Eva, y una fantasía que tiene que ver con nuestro inminente matrimonio y una vida entera sin necesidad de decirnos las cosas que el otro entiende como por arte de magia recorre mi cerebro a la velocidad de la luz.

Ella desenvuelve la aguja y me muestra que es nueva y todas esas cosas rutinarias, aunque lo hace mientras de sus ojos siguen resbalando lágrimas.

—Estoy bien, Eva —le digo a modo de consuelo—. De lo de mi papá y eso. En serio. Lo extraño, claro. Nos llevábamos bien. Con todo y que era militar, era buenísima onda. No me trataba como un general, como todo el mundo se imagina. Bueno, “todo el mundo”: Fernando. Fernando es un… ¿qué es Fernando? Es un troglodita neandertal. Un tarado. Me usa para ver porno. A mí no me gusta, ¿eh? No Fernando: la pornografía. O sea, ninguna de las dos cosas. ¡Argh!

Eva sonríe mientras suspira; o sea: “Comprendo a la perfección”. Ya se le secaron las lágrimas. Analiza mi brazo con tranquilidad.

—Como vivo solo… —explico, queriendo sonar muy adulto.