Smit, Lucy van
La herida / Lucy van Smit ; traducción de Darío Zárate Figueroa. – México : SM, 2019 Edición digital – Gran Angular
ISBN: 978-607-24-3742-9
1. Madurez emocional – Literatura juvenil. 2. Relaciones humanas – Literatura juvenil. 3. Novelas de misterio.
Dewey 823 S6618
Para todos mis muchachos:
Nick, Archie y nuestro amado Luke
Sacrificar lo que eres y vivir sin fe. Ése es un destino más terrible que la muerte.
JUANA DE ARCO
PARTE 1
AMOR
Me robé un bebé.
Esas palabras me atormentan mientras escalo por encima del fiordo y me paro sobre la roca Preken. La blanca noche está llena de resina de pino y trinos de pájaros, pero yo respiro a bocanadas y sólo consigo inhalar sorbos de aire. Es el viento frío de la montaña lo que hace que mis ojos se humedezcan. No los cientos de metros de nada que se extienden entre el mar y yo. No el sonido de su llanto.
“Me robé un bebé.”
¿Eso me hace una mala persona?
“Sí.”
Me quito el portabebés de la espalda, lo acomodo erguido entre mis rodillas y le doy la vuelta al soporte de metal. El pañal sucio me revuelve el estómago, pero pongo el portabebés sobre una roca plana y le acomodo el gorro de pieles al bebé.
Se le cae un zapatito azul, como siempre; batallo para volver a ponérselo y tomo la cámara.
—Voy a arreglar esto —le prometo.
No puede oírme. Sus llantos ahogados van subiendo de volumen, y me tiemblan las piernas como si estuvieran poseídas; bajo mis botas, los guijarros se arrastran sobre la roca. Tengo que ir a gatas hasta la saliente y obligarme a mirar hacia abajo. No hay nadie ahí.
Todo da vueltas.
Hay luces intermitentes detrás de mis ojos. Las nubes púrpuras, el cielo sin límites, los fiordos y el bosque se arremolinan y se desdibujan ante mí como si viajara en un tren fugitivo. Quiero que se detenga. Ya he huido mucho tiempo y quiero que todo pare.
El mundo sigue girando y la cámara sale volando de mis dedos. Girando, describe un arco sobre el fiordo y latiguea de un lado al otro en su correa, enganchada en mi brazalete de cuarzo. Maldita sea. Si pierdo esta Leica, todo se acabó.
Retrocedo a rastras y observo el horizonte con la cámara para comprobar que todavía funcione. Noruega siempre me deja sin aliento.
Las verdes montañas descienden hacia el mar como témpanos de esmeralda, y el agua del fiordo es tan clara que alcanzo a ver el fondo. El mar cristalino ha consumido la hierba de las montañas y la roca desnuda parece el costillar de una catedral submarina. Antes me encantaba todo eso, pero ahora sé lo que hay allá abajo.
El viento se enfurece por la maldad de todo esto; aúlla y me echa el cabello rojo sobre la boca. Y sé que es algo superficial, pero no quiero morir así. Quiero un día más.
“Un día más.”
No es mucho pedir, ¿o sí? Volver a andar por la vida y apreciar las cosas ordinarias. La pasta de dientes. El agua caliente. Subir a un autobús. ¿Mi familia? Ni siquiera me despedí de ellos. Nunca les dije que los quiero. Tiré mi vida a la basura como papel usado y nunca me di cuenta.
Las alondras atraviesan la noche nórdica, cantando. Volar y cantar agota su energía; aun así, cantan mientras el sol tiende mortajas plateadas sobre el fiordo. El sol de medianoche. Aquí lo llaman “sol negro”.
“¿El sol negro?” Sí, ése es él. ¿De verdad puedo detenerlo? Sí. Tal vez. Si no pierdo la cabeza.
El viento se detiene. Filmo mis últimas palabras.
—Soy Nell Lamb —digo a la cámara—. Si están viendo esto, ya estoy muerta. No se alteren. Es peor para mí. Y necesito que escuchen. Yo muero y este bebé vive, aunque sólo si ponen atención.
“No. No. No.” Suena horrible, como una estúpida y autocomplaciente selfie de muerte. ¿Quién va a creerme? ¿Y si lo arruino de nuevo? ¿Y si no funciona? ¿Y si lo encuentran?
“Que tus plegarias suenen más fuerte que tus pensamientos, Nell.”
La voz de mi hermana suena tan clara en mi mente que me doy la vuelta para abrazarla, pero sólo es un juego cruel del viento. Estoy sola en la roca Preken. Nadie me salvará. Nadie me escuchará.
Inclino la cabeza para escuchar el mundo que me rodea. Sombras de color púrpura se alargan y suben por el sendero, sobre rocas cubiertas de musgo y abedules rectos como flechas. Las alondras dejan de cantar. Los cabellos de la nuca me hacen cosquillas. Luego una ráfaga de energía se extiende por el aire, la tierra, el bosque y las rocas. Su pulso me aterra. “Rabia. Rabia. Anhelo.” Y lo único que escucho es el martilleo de mi cabeza.
“Él está aquí.”
Tres meses antes
Mi pasaporte británico tiene treinta y dos rígidas páginas, cada una de las cuales dice una mentira. Miro con el ceño fruncido mi vieja fotografía. Esa niña de diez años con gustos varoniles podía sacarme de este embrollo, pero ahora sólo soy un holograma de lo que fui. Con esa idea patética, golpeo mi teclado con aquella canción de amor. El do central se atora. Toco de nuevo. Más fuerte. Papá grita que me calle. Me callo. En vez de tocar, escribo la letra en la humedad condensada en la ventana y finjo ser una chica ruda, la cual me mataría del susto si nos encontráramos de verdad.
Me niego a creer en el amor verdadero.
Ésas son mentiras y chismes de famosos.
Esta chica tiene los ojos muy abiertos.
Cantaré mis propias mentiras al cielo.
La canción se escurre por el vidrio frío y desaparece como el resto de mi vida.
Afuera de nuestra cabaña, la vista de la roca Preken es impresionante. Sin embargo, ¿quién puede escribir canciones de amor sobre fiordos? Y no ayuda que las montañas noruegas luzcan tan bien arregladas, tan congeladas en el tiempo, como si su belleza se debiera al bótox. Aquí el color adquiere un nuevo significado. Suena estúpido, pero la hierba es demasiado verde. Tan brillante que me lastima los ojos.
Once días de mirar ese brillo ya me parecen una vida entera. “Dale tiempo”, dice papá. No necesito una clase de deportes en Noruega para darme cuenta de que no soy el tipo de chica que se divierte con caminatas en el campo. Extraño Mánchester y nuestras calles rojas y sucias. Extraño los rostros. Las pláticas.
Abro un dulce de fresa y tiro la envoltura por la ventana, hacia la roca Preken. Sí, aquí todo es demasiado esplendoroso. Demasiado perfecto. Hace que mi desorden destaque.
Saco mi diario y vuelvo a trabajar en la canción. Tarareo el estribillo en voz baja. Sigue siendo basura.
¿A quién quiero engañar? Yo no compongo canciones de amor. Nunca lo he hecho. Todos saben que el amor apesta. La única vez que estuve cerca de escribir una buena canción de amor fue luego de un enamoramiento fugaz con Ted, en el campamento de verano de la iglesia, y mi hermana Harper le puso fin. Amenazó con contárselo a papá.
Mi teléfono suena.
Lo miro: “Nell, no dejes que Harper te gane con el pretexto de la enfermedad. Toma ese vuelo esta noche”.
Mi mejor amigo, Dom, es un psíquico cuando de presionarme se trata. ¿Tomar ese vuelo esta noche? Hace que suene muy fácil.
No obstante, siempre que pienso en volver a casa para la audición, mi mente ruge: “No. No. No. ¡No!”.
En el vuelo hacia acá, el avión trató de vomitarme hacia el cielo y la noche se volvió verde fluorescente. Ahora tengo pesadillas sobre esas sacudidas y destellos.
Mi hermana dice que grito dormida; ella tiene que despertarme a bofetadas y yo lanzo manotazos en la oscuridad, mientras siento que me caigo. Ya sé. Ya sé. Todos dijeron que sólo eran las luces del Norte. Pero ¿y si se equivocan? ¿Y si hay algo allá arriba?
Elimino el mensaje de texto de Dom y entro en pánico, sin saber qué hacer: ¿volar y probablemente morir de ansiedad o quedarme aquí?
Al menos aquí no puedo caerme de la cama. Mi “cuarto” es una cueva de madera. El colchón cabe ajustado entre las cuatro paredes, y cuando estoy acostada alcanzo a tocar el techo inclinado de pino.
Genial: hay una araña roja anidando sobre mi cabeza. Me incorporo con rapidez.
—¡Papá! —grito—. ¿Las arañas de aquí son venenosas?
Mi papá no responde. Por supuesto que no. Está con Harper.
Respiro profundo, engancho la telaraña con mi lápiz y lanzo a la araña por la ventana. Me siento mal por destruir su casa, aun cuando no haya podido yo quedarme en la mía. Aunque sólo fuera una casucha en una terraza de una parte poco genial del Gran Mánchester.
Suena el teléfono. Es otro mensaje de Dom: “¿Le contaste a tu papá?”.
No. Obviamente no le he contado a mi papá.
Tampoco le he dicho a mi mejor amigo que su mezcla de nuestra audición es una basura. La escucho de nuevo. Sip. Dom añadió un crescendo antes del coro. Es demasiado obvio. Demasiado pop. Yo quería una balada: notas plañideras, inquietantes, que se apagaran poco a poco hasta quedar en silencio. Generalmente, Dom es buenísimo para las mezclas de sonido y sabe lo que quiero antes de que yo lo sepa, aunque no funciona cuando estamos alejados.
—¡Nell! Apaga ese ruido y ven a ayudar —me llama papá.
Nunca tengo un minuto para mí.
—Ya voy.
—“Ya” significa ya.
Mi papá va de cero a cien más rápido que cualquier piloto. No creo que esté más a gusto que yo viviendo en Noruega, aunque todos debemos hacer sacrificios por la recuperación de Harper. Las cosas pasaron demasiado rápido: nuestro viejo médico dijo que Noruega tenía el mejor tratamiento, así que papá me sacó de la escuela y al momento siguiente ya vivíamos aquí.
—Está bien, está bien —le digo y atravieso a rastras la ventanilla hasta la habitación de al lado.
Harper tiene esa habitación, por supuesto, y no me molesta para nada. Papá colgó en las paredes cuarenta imágenes del rostro de Jesús, ese retrato café del sudario de Turín. Ya es bastante malo vivir aquí sin que Jesús se mude con nosotros. Sin embargo, papá no quiere correr ningún riesgo hasta que Harper se cure. Rodeó su cama de medallas milagrosas y figuras de ángeles de la guarda, de ésos con luces rojas de neón en el sagrado corazón. El efecto general es de una cursilería siniestra, como una escena del crimen mezclada con un episodio de Padre Ted.
Mi familia está loca por esas cosas de milagros y santos y ángeles. Creen que Dios puede salvar a mi hermana.
“Ciento por ciento.”
En lo personal, creo que Dios está muy ocupado sembrando el caos en otros países como para preocuparse por la familia Lamb. Ni siquiera me habla.
Como sea, en medio de todo, en una cama matrimonial está acostada mi hermana mayor con su pañoleta azul. A sus dieciocho años, Harper tiene una pálida y delicada belleza que te golpea en el estómago y hace que quieras hacer todo por ella. Hasta que abre la boca.
Me pongo el gorro negro y le dirijo una sonrisa tonta:
—Yo misma me ocupé de la araña monstruosa. Estoy bien, por si te lo preguntabas.
—No me preguntaba nada —mi hermana abre su revista Hair—. Nadie hace caso a nada de lo que dices.
Harper nunca deja de recordarme que soy la hermana fea. Me aliso el vestido corto sobre las mallas a rayas que siempre uso para cubrirme las piernas. Mi hermana le dice a cualquier muchacho interesado en mí que tengo las rodillas peludas. Y soy tan mala con el rastrillo que le dice a papá que me lastimo a propósito cuando intento rasurármelas, así que por ahora me quedo con las mallas.
Mi papá cuelga otra imagen de Jesús sobre la puerta. Trabaja en plataformas petroleras, aunque se cree curandero. Y mientras más bebe, más se viste como un maniático religioso. Hoy lleva un crucifijo cromado y su suéter de lana azul, que abulta aún más su enorme pecho y brazos. No le queda bien.
—Eh... ¿Papá? —respiro profundo—. ¿Puedo hablar contigo?
—Ahora no —dice—. Pásame las tachuelas.
Se las doy y vuelvo a intentarlo.
—Es urgente. Sobre mi...
Antes de que logre terminar, Harper me interrumpe:
—¿Papá? Nell dice que el sudario de Turín es un fraude. Que le hicieron la prueba del carbono y todo. No es cierto, ¿verdad, papá? ¿Verdad que es el rostro verdadero de Jesús?
—Tengan fe, chicas —ordena papá, ignorando la pregunta—. Necesitan Su protección.
Cuento en silencio para calmarme.
“¿Le contaste a tu papá?”
Lo suelto de golpe:
—¡Papá! Necesito volver a casa. Esta noche. Mañana tengo una audición.
Mi papá se queda inmóvil en la escalera. Observo fijamente su imagen de Jesús, que se tambalea en el aire.
—Mira, sólo son dos días —digo.
—Es Miércoles de Ceniza —lo dice como si el primer día de la Cuaresma fuera mucho mejor que la Navidad.
No obstante, en nuestra casa significa el inicio de cuarenta días sin diversión. El año pasado, papá le cortó el enchufe a la tele cuando me sorprendió viendo Netflix.
—Esta mañana iremos a misa, y eso es definitivo —dice—. Tu hermana te necesita.
—Bueno. Después de misa —concedo—. Harper dice que puede arreglárselas sin mí.
En ese preciso momento, mi hermana mayor choca contra la mesa de noche y su ejército de frascos de medicina cae al piso.
Harper siempre se pone mal cuando quiero algo. Luego se dobla, tosiendo, y un instante después estoy a su lado.
—Estarás bien —reviso su cartilla médica, saco una jeringa e inyecto medicamentos en su línea PICC, un catéter insertado de manera permanente en la vena sobre su codo.
Le froto la mano hasta que se le pasa el espasmo. Harper está en posquimio, en recuperación después de su último ciclo de tratamiento. Sin embargo, no ha vuelto a crecerle el cabello y aún tiene ese dolor que le llega hasta los huesos por la forma rara de leucemia que padece.
Los médicos dicen que se le pasará, pero está tomando montones de medicamentos. En un localizador especial nos llega un recordatorio automático del hospital, que me dice qué medicamento darle. A mí. No a papá.
Necesito rogarle a Harper para que lo tome.
Odia el sabor del temazepam y odia a las enfermeras. Y papá odia el olor de los hospitales. Entre una y otro me siento como prisionera y carcelera en nuestro nuevo hogar.
—¿Estás bien, cariño? —le pregunta papá, aunque mantiene cierta distancia.
—Agua —pide Harper con una vocecita de bebé que me provoca ganas de gritar.
Papá toma el vaso de Harper. Le tiemblan las manos y derrama agua sobre la vieja colcha de Barbie. Gruño para mis adentros. Papá ya empezó a beber, y eso que apenas anoche regresó de la plataforma.
—Voy por una toalla —dice y desaparece en el baño.
—Dejará de beber por la Cuaresma —le susurro a Harper—. Estarás bien durante algunos días.
—Sólo lo dices para sentirte mejor.
—¡Oye, eso no es justo! —respondo.
—Bienvenida a mi vida —restalla.
Papá grita desde el baño:
—¡Niñas! Parece que aquí mataron a alguien.
Maldición. Se me olvidó.
—Sólo es tinte para el cabello —murmuro.
—Perdón por el desastre de Nell —dice Harper con una sonrisa.
—¿Desastre? Esto es un baño de sangre. Ese color no se quita con nada —papá carga el montón de toallas blancas sucias como si fuera un pequeño cadáver—. Eres de lo peor. Déjame ver.
Insiste hasta que me quito el gorro negro. Sigue un silencio largo y sofocante. Es como si papá nunca hubiera visto a una pelirroja. El tic de su ceja parece bailar. Esto no funcionará. Miro a mi hermana.
—Nuestra Nell quería ser estrella de pop —dice con un bostezo.
—Compositora —suspiro.
—¿Quieres dejar de molestarme? —dice y voltea los ojos hacia papá—. Nell consiguió una audición en esa escuela de música fresa. Dom le encontró un vuelo y todo. ¡Qué tonta! Nunca logrará entrar al BRIT con sus cancioncitas quejumbrosas.
Igual que siempre, siento como si el suelo desapareciera bajo mis pies.
—¿Composición? —pregunta papá con un resoplido—. ¿Quién te crees, la nueva Amy Winehouse?
“Eso es exactamente lo que quiero ser.”
Mi teléfono se enciende. Es Dom otra vez: “¿Por qué no le dices y ya?”.
Le respondo: “Ya le dije. No me hace caso”.
—¡Dame ese teléfono infernal! —grita papá—. ¿Cuándo aprenderás? Aquí te quedas. Así son las cosas y ya. Puedes olvidarte de esas tonterías en Cuaresma. Piensa en los demás, para variar.
Me arrebata el teléfono antes de que logre esquivarlo.
—No. ¡Por favor! Eso no —me odio por rogarle, pero no me lo devolverá en semanas—. No es justo. No puedes convertirme en mártir. Necesitamos una enfermera de verdad para Harper. Yo no puedo hacer esto.
—¡Eres igual que tu madre! Obsesiva. Egoísta —papá aprieta los labios.
Sabía que no me libraría de una pelea, pero me toma por sorpresa lo mucho que esto duele.
Papá nunca habla de ella.
Nadie habla de ella.
Mamá no llevaba abnegación en sus maletas cuando se fue.
Tampoco a mí.
—¿Harper? —volteo a ver a mi hermana, sacudiendo mi cabello teñido de rojo—. Vamos. Me lo prometiste.
Nuestro trato era que Harper haría lo que quisiera con mi cabello y yo podría ir a casa para la audición.
Mi hermana casi nunca cumple su palabra. Jamás aprendo. Esta vez se quita la pañoleta azul y se rasca la cabeza calva. Con eso logra sacarle casi todo a papá.
Y hace que yo parezca una engreída por querer algo más en la vida. Observo su blanco cuero cabelludo y su hermosa cara en forma de corazón. Mi hermana mayor sonríe, aunque sus ojos, ensombrecidos por la preocupación, me ruegan que me quede. Este sentimiento horrible me sofoca el cuerpo, como un calamar gigante. “¡Ay, Harper! ¿Qué hay de mí?”, quisiera decir. “¿Qué hay de mis sueños?” Ya conozco la respuesta. En mi familia no hay yo.
Somos nosotras.
Harper y yo.
“No dejes que Harper te gane con el pretexto de la enfermedad.”
Sin embargo, no es un pretexto. Es cáncer.
Y le gana a todo.
Los cielos noruegos son espectáculos llenos de luces y de sonidos extraños. El fiordo refleja todo. Las nubes. Las casas rojas. Y la roca Preken. La vieja montaña rota custodia la entrada de nuestra aldea de pescadores. Harper y yo entramos a misa sin hablar. Estoy furiosa porque rompió su promesa. Papá acelera por el estrecho camino del fiordo como si llegar a la iglesia fuera la línea de meta de la mejor carrera de todos los tiempos.
La oscura iglesia de madera se ubica sobre una roca, desnuda y loca, como si Van Gogh la hubiera creado en un arranque de garabateo. El techo y el chapitel son tortuosos, pero el cementerio es totalmente noruego, y las pulcras lápidas blancas bajan por la cuesta cubierta de hierba hasta Nøyfjord.
—Ya sé que es la única iglesia católica en varios kilómetros a la redonda, pero no podría soportar que me enterraran allá abajo —dice mi hermana—. Terminaría como comida para peces.
Entrelazo mi brazo con el suyo.
—No si yo puedo impedirlo —digo.
Seguimos caminando. Mi ansiedad me consume entera. ¿Y si su último tratamiento no funcionó? ¿Y si nunca mejora? Ni siquiera puedo encerrar ese pensamiento en la “habitación” de mi mente.
Papá no puede resistirse a darnos un sermón acerca de la roca Preken: cómo el hielo partió la montaña a la mitad y dejó una cara de roca abrupta e impenetrable que protege la aldea.
—¿Protección? —se mofa Harper—. La gente ni siquiera cierra sus puertas en Nøy. ¿Se imaginan eso en casa?
—Por eso allá todos tienen perros grandes. ¿Verdad, papá? —digo.
Con perfecta sincronización, el brutal husky del sacerdote se lanza contra la reja de la iglesia, ladrando y saltando hacia nosotros como si estuviera drogado.
Me inmovilizo. No me gustan los perros. De niña me mordieron.
—Respira más fuerte que tus pensamientos —entona Harper—. Ni siquiera un husky asesino podría saltar esa reja.
—Ya lo sé, pero mi cuerpo tiene memoria propia y está bastante asustado.
—Reza para tener valor —ríe mi hermana.
—Claro, como si eso sirviera —murmuro.
Papá se detiene para sermonearme sobre mi falta de fe. Cómo fastidia.
Harper me lleva más allá de la perrera. La miro, sorprendida; le encantan los perros. Sin embargo, desde que me mordieron, lo que más le gusta es soltarlos para asustarme.
Harper intenta ser buena persona, aunque tiene que esforzarse mucho. La bondad no se le da, Y sin cabello resulta peor. Nuestra vida no es como un cuento de hadas donde tener cáncer convierta a cualquier miembro de mi familia en una mejor persona. Harper quiere ser estilista, y es terrible que no tenga cabello. Una vez la dejé raparme, cuando acababa de perder el suyo. Por un tiempo, dulce y doloroso, lucimos iguales: un par de extraterrestres con cabeza de bola de boliche. Luego volvió a crecerme el cabello y creo que ella no me ha perdonado por eso.
La iglesia es fría. En su interior la pintura se ha decolorado hasta quedar blanca, y todas las bancas y las paredes se encuentran decoradas con rosemåling, las rosas del arte popular noruego. Es la iglesia más bonita que he visto, parecida a una casa de juegos muy alta, con un balcón que recorre las paredes.
Todos se acercan a adular a mi papá y a susurrarle en el oído. Él ya tiene en mano su gastado libro azul de plegarias y anota a lápiz las peticiones de la gente. Mi papá es un curandero; no es sacerdote ni nada. ¡Trabaja en una plataforma petrolera, por Dios! No obstante, en casa sus oraciones parecían funcionar para todos, y nuestro párroco llamó al párroco de Nøy y ahora todos creen que papá es un santo. Francamente me asombra que no se le caiga la cara de vergüenza. ¿No huelen su aliento alcohólico? Creo que él está sufriendo porque sus oraciones no pueden curar a Harper. Me quito el crucifijo; me niego a creer en un Dios que no salva a mi hermana.
Se supone que debo tocar música alegre para los himnos. Divago, como de costumbre:
Si no confías en mí,
¿qué ves?
No a mí. No a mí. No a mí...
Creo que estoy canturreando la letra en mi cabeza. Harper me toca el hombro.
—No puedes tocar tus canciones —susurra—. Ya no.
Luego me da palmadas en la cabeza, como diciendo: “No te preocupes; al menos tienes cabello”.
Cierro los dedos sobre el pasaporte que llevo en el bolsillo y olvido las palabras del padrenuestro, que sólo rezamos unas mil veces al día.
Papá nos conduce al altar para que nos pongan la ceniza. El padre José mira la cabeza rapada de mi hermana y mi cabello teñido de rojo. Juraría que, en susurros, me llama pecadora impía. ¿Pecado? Quisiera tener el coraje para ser buena en eso.
El padre José tampoco es de aquí. Noruega necesita importar sacerdotes; aquí hay más multimillonarios que católicos, y la mayoría de estos últimos somos extranjeros. El padre traza la señal de la cruz en mi frente —odio cómo su seco pulgar raspa mi piel—. Luego retrocede con el cáliz de comunión y me pone una hostia redonda y blanca en la lengua.
—Cuerpo de Cristo —dice con tanta desaprobación que estoy segura de que escucha mis sucios pensamientos.
—Amén —respondo con dulzura, para molestarlo.
La hostia se derrite en mi paladar. Digo una breve oración por Harper y le pido a Jesús que me dé el valor para abordar ese vuelo por la noche.
La luz del sol entra por los vitrales y le da vida al arcángel. Sus enormes alas parecen inflarse en ese brillo dorado y su larga espada lanza destellos mientras combate a Lucifer para salvar a la humanidad. El rostro de papá se ilumina. Siento ganas de llorar. Papá está loco por los milagros.
Harper toma mi mano y yo la aprieto.
—Es una señal —susurra mi hermana—. Vete. Estaré bien.
—¿Promesa? —contengo el aliento, pues esto sí es un milagro.
Me hace esperar una eternidad y luego sonríe.
Harper luce radiante cuando sonríe. Me echará en cara esta buena acción por varios meses, aunque estas raras ocasiones en que hace algo por mí son cuando tengo un atisbo de lo distinta que podría ser nuestra vida.
Salimos de misa. Me cuelgo la mochila de Dora la Exploradora en un hombro y tomo mi teclado. Los cabellos de la nuca se me erizan como si alguien me observara. Desde que nos mudamos a Noruega tengo esa sensación muy a menudo. Harper dice que eso me convierte en una loca. Miro alrededor, sintiéndome estúpida, y me limpio la ceniza de la frente.
—¡Nell, déjatela! —ordena papá—. Los pecadores arrepentidos llevan esa marca con orgullo.
—¡Papá! Esa vaca de Gudrun y mis compañeros de clase van a... Nadie va a la iglesia en Noruega. Es un hecho.
Apenas llevo una semana en Vord Skole, pero eso me ha bastado para ver cómo es la situación, y Gudrun me hace la vida imposible.
—No empieces, Nell —dice papá—. Los pecadores necesitamos protección. El mal recorre la Tierra.
—El mal no existe —digo, incapaz de quedarme callada—. En casa, nuestro maestro de psicología dijo que las malas personas, como los psicópatas, en realidad no son malvadas. Sólo carecen de empatía. A diferencia de nosotros, no sienten emoción ni culpa por arruinar las vidas de otros.
No estoy segura de que mi maestro tenga razón en eso último. Papá y Harper nunca se sienten culpables por arruinar mi vida, y eso que no son psicópatas. Al menos no están diagnosticados.
—No me vengas con tu psicología new age —dice papá—. Por supuesto que el mal existe. El diablo está en todos nosotros, esperando una oportunidad para arrastrarnos.
Así es mi papá. Le reza a Dios, aunque cree más en el diablo.
Tres autos se detienen en la estrecha carretera del fiordo, porque papá está divagando en medio del camino. No para de hablar. Mi hermana y yo miramos la roca Preken y fingimos que no estamos emparentadas con él.
—¿Entiendes? —pregunta al fin mi papá—. No puedes desear que el mal desaparezca sólo porque no te gusta cómo suena. Ahora prométeme que no te quitarás la ceniza en el camino hacia la escuela.
—Lo prometo —digo.
Y en vez de ir a la escuela, me dirijo al aeropuerto internacional de Bergen.
El autobús avanza como un rayo por interminables túneles blancos, topándose con ferris que cruzan los fiordos. Voy sentada en la parte de atrás, arruinando una canción tras otra en mi teclado. Al principio, huir me parecía algo osado, pero sin Dom al otro lado del teléfono esa sensación se desvanece pronto. Harper prometió no contarle a papá hasta después de clases, aunque no dejo de mirar por encima de mi hombro, a la espera de que él rebase el autobús y me saque a rastras.
Horas después el vehículo se detiene en Bergen. Rodeada de montañas, es la ciudad más lluviosa de Europa. El muelle se encuentra bordeado de bonitas casas de madera, amarillas y rojas. Reviso el cronograma del aeropuerto junto al mercado de pescado. Tengo varias horas antes de mi vuelo.
Dirijo mis pasos hacia Svad's. Está por todas partes en Noruega: Petróleos Svad, Minería Svad, Tiendas Svad. El huraño magnate petrolero Harry Svad es el dueño. O lo era cuando vivía. Su helicóptero se perdió. Todos lo dan por muerto. Son unos tontos. Es huraño, ¿no? Apuesto a que sólo huyó, igual que yo. Como sea, este centro comercial Svad es tan largo como la plaza Torvallmenningen, y tiene una red de escaleras eléctricas doradas que zigzaguean entre los locales. Pienso en nuestra hacinada cabaña oscura y entro. Quiero saber cómo se siente la riqueza. Y papá nunca se enterará.
Svad es uno de los muchos puntos ciegos de mi papá. Ni siquiera tenemos permitido mencionarlo en casa. Todavía no entiendo por qué papá renunció y aceptó un trabajo que le paga la mitad.
En piloto automático, llego al área de comida y busco algo para la cena de Harper. Con el cáncer no puede comer muchas cosas y lo único que se le antoja es salmón ahumado; sin embargo, el precio es un robo, y además es una estupidez: no la veré en varios días. Pensar eso me aturde, pues mi hermana odia que papá le dé los medicamentos.
“Concéntrate en la audición.”
Lo intento, aunque mis dedos se sienten perdidos sin un teléfono, y llevo el ritmo golpeteando un paquete de salmón ahumado. No creo en el amor verdadero. La letra da vueltas en mi cabeza. Son mentiras y chismes de famosos. ¿Será lo bastante buena para la audición? No sé. Por lo común, Dom me arrebata las canciones antes de que pueda trabajarlas más de la cuenta.
Vago en círculos y termino en la sección de zapatos, babeando por un par de botas cafés, cuando una empleada de seguridad con un holgado uniforme negro sale del área de comida.
—Stop! —grita.
Doy la vuelta para ver a quién le grita y mi teclado la golpea en la pierna.
—Estás bajo arresto —me ladra en inglés.
Por alguna razón, los noruegos nunca me toman por una de ellos.
—¿Perdón? —digo.
—Eres ladrona —me agarra del brazo—. Te vi robar pescado.
—¿Qué? Claro que no.
—Jo! —la empleada insiste y abre el bolsillo del gastado estuche de mi teclado.
—¡Oiga, cuidado! Son mis cosas.
—Nei. Pertenece a Svad —y saca el paquete de salmón ahumado de entre mis partituras arrugadas: no tengo idea de cómo llegó ahí.
—Mire, lo siento. No lo hice a propósito.
—Es ladrona. La vi robar —le anuncia a la multitud de clientes reunida a nuestro alrededor.
—Oiga, esto no está bien —replico—. Ni siquiera he salido de la tienda.
—Esto es Svad —responde—. Tenemos nuestras propias reglas.
“Claro. Si eres rico, puedes hacer lo que quieras.”
—Oiga, se lo ruego. Debo tomar un vuelo —me aferro a mi teclado—. No estaba robando. Por favor. Es un error.
—Nei. ¡Dime tu nombre! Muéstrame pasaporte. Eres menor. Llamo a tus padres.
—No puede. No tengo padres. Sólo a mi papá y me confiscó el teléfono. Además, no tengo nuestro nuevo número.
—Escribió su número atrás —señala mi pasaporte con el dedo—. Eres mentirosa. Y ladrona.
Pone su mano de la muerte en mi hombro. Entro en pánico. Todos observan. Sacuden la cabeza. Agacho la mía. Papá se volverá loco si le doy mala reputación a los católicos. La mujer es muy fuerte y no sé qué hacer.
Hay un chico apoyado en el mostrador de la zapatería tomándome fotos, como si me hiciera falta que se publique en redes sociales mi arresto por robo. La dependienta envuelve un par de botitas de bebé. No sé nada de bebés, pero ese chico es la última persona que esperaría ver comprando zapatos de bebé. Luce intenso. Sombrío. Indómito. Como si acabara de salir de la naturaleza salvaje para terminar por error en una zapatería, con su enorme abrigo de piel gris azulado. Miro alrededor, en busca de un equipo de televisión o un director de cine. Tiene que ser actor o modelo o algo, pero está solo, y los chicos como él nunca lo están.
Le pinto dedo. Baja su cámara. Y me mira. Ojos verdes. Mar y vidrios rotos. Intento apartar la mirada. Sin embargo, mientras más me esfuerzo, más me siento atraída hacia él.
Todo lo demás se desvanece. Sólo quedamos él y yo, unidos con fuerza como ambos lados de una cerradura hermética. ¡Diablos!
—¡Señorita Eleanor Mary Lamb! —dice la guardia, tan fuerte como para que la luna la escuche—. Estás bajo arresto por robar propiedad de Svad.
—No puede —digo, jadeante—. Es un error.
El chico, las caras que me miran, el brillo de las luces de la tienda, el ruido y el olor corporal de la guardia de seguridad me sofocan, y me cuesta mucho trabajo respirar.
El chico no me quita los ojos de encima y golpetea la caja de los zapatos de bebé con un encendedor de metal. Reconozco el código Morse: SOS. Harper y yo solíamos tocarlo en la pared que nos separaba de los vecinos siempre que necesitábamos que nos rescataran de nuestra familia. Significa save our souls —“salven nuestras almas”— y no save our skin —“salven nuestro pellejo”—, como antes pensaba.
El chico me dirige una sonrisa maliciosa. Se estira sobre la caja registradora y aplasta el botón de la alarma de incendios.
—BRANN! —exclama con voz grave—. Alle ut! Brann!
Su voz retumba por la tienda y sobre mí. Los cabellos de la nuca se me erizan.
Todo se alborota.
La alarma de incendios suena por el establecimiento entero. La guardia me da vueltas. Intento cubrirme los oídos con las manos, pero ella me sujeta de los brazos. Miro hacia atrás. El chico desapareció. Mi corazón se marchita. La sirena me taladra el cerebro. Los clientes se dirigen a las escaleras. Con calma. Como si tuvieran todo el día para salvarse. Bajan sus canastas de compras. Si estuviéramos en Mánchester, correrían. Pero aquí es Noruega y todos se comportan bien. Siempre.
—¡Muévete! —ordena la guardia—. Sube las escaleras.
El chico nos detiene en el pasillo, con los brazos extendidos y el enorme abrigo de piel cayéndole en pliegues sobre el cuerpo. Lleva la caja de zapatos de bebé en una mano. Mi visión se pone borrosa. Las luces se vuelven más brillantes. Su cabello negro parece convertirse en un casco brillante. La sangre resuena en mis oídos. Él es mi ángel guardián.
La idea resulta tan ridícula que me da risa. Luego mi visión se desvanece y sólo queda ese chico, parado allí, con un abrigo de piel que parece demasiado grande para su cuerpo.
Está tan sereno, tan dueño de sí, que silencia todo alrededor. La guardia se detiene en seco y se le queda mirando, aunque hace un minuto me empujaba hacia la salida de emergencia. Él nos rodea, retira el brazo de la guardia de mi hombro y le planta un beso en la mejilla. La vaca mandona se sonroja, y eso que tiene edad para cobrar pensión.
—Es usted maravillosa —le murmura—, escoltando a una clienta distraída a la salida cuando la tienda podría estar incendiándose. Está bien: viene conmigo. Se trata de una visitante con costumbres extranjeras. Yo me encargo de ella y usted vaya a ayudar a los demás.
Qué descaro el suyo. Miente mejor que Harper. No logro identificar su acento. En definitiva no es noruego: ellos hablan con un ritmo de staccato, y este chico tiene una voz grave y amable. Parece español o ruso, aunque no creo que sea ninguno de los dos.
—¿Viene contigo? —pregunta la guardia, sin creer que aquel joven extraordinario conozca a alguien como yo, y se aleja farfullando algo sobre extranjeros groseros.
Ahora el piso entero está vacío y la alarma se apaga.
El chico me tiende la mano. La miro. Tiene el dorso marcado de largas cicatrices blancas sobre la piel bronceada, aunque sus uñas están manicuradas e impecables, como si en esa misma mano hubiera dos personalidades: una salvaje y la otra civilizada. Me pregunto qué lado gana la guerra.
—Ven conmigo —dice.
Suena joven y viejo a la vez, como si tuviera el control absoluto de la situación.
No creo en el amor a primera vista. Es un mito estúpido. Sin embargo, cuando toco su mano extendida con mis uñas mordidas y pintadas de verde brillante, siento como si me hubieran disparado. En ese momento mi viejo yo muere y entonces otra Nell emerge de mi cuerpo.
No puedo moverme.
—Qué grosero soy —dice—. Yo, Lukas —se da un golpe en el pecho con el puño.
Recupero la voz:
—Hablas inglés como británico.
—También tú, para ser del norte.
—Miau —digo—. ¿Cómo lo aprendiste?
—Me enviaron a una escuela internacional —dice—, pero crecí en Ulv Fjell. Quiere decir “Montaña de Lobos” en noruego —Lukas hunde la barbilla en su abrigo de piel como si el invierno hubiera vuelto, y su cara parece tan triste que resulta insoportable.
—Soy Nell —digo con brusquedad, desesperada por hacerlo reír de nuevo.
—¿Nell? —pregunta—. ¿De Eleanor?
—Sí, el nombre de mi abuela.
Examina mi rostro:
—Eleanor fue la reina de Aquitania. Era formidable. Su nombre significa “luz ardiente”.
—Igual que Lucifer —replico—. Yo sólo soy Nell.
—Para mí, no —dice mientras sonríe.
Nos atoramos en la puerta giratoria de metal y quedamos atrapados entre los cristales, mirándonos mutuamente. Luego nos da un ataque de risa cuando los bomberos se abren paso a empujones para revisar la tienda. Por fuera, el elegante edificio está espolvoreado de nieve. Los clientes se apiñan en el pavimento a nuestro alrededor, con sus chamarras acolchadas de colores brillantes y gorros de lana, de modo que no podría irme aunque quisiera. El aire parece hervir entre nosotros. Lukas inhala mi aroma. Yo hago lo mismo.
Su cabello negro huele a fogatas y campo abierto y jabón caro. Su cara se enciende de risa un segundo y al siguiente sus ojos se oscurecen como un sol cubierto por una nube. Después la nube se desvanece y Lukas emerge, radiante de nuevo.
De alguna manera parece rico, y al mismo tiempo luce como si llevara semanas sin comer. Su piel bronceada está tensa sobre sus pómulos, y finas arrugas bordean sus ojos de vidrio marino, como si los entrecerrara ante el sol o para ver algo entre la alta hierba, a lo lejos.
—¿Quién se va de su pueblo sin abrigo y con sólo un teclado y una mochila rosa de Dora la Exploradora? —pregunta al fin—. ¿Ésa es la última moda en Reino Unido?
Me quedo ahí de pie, temblando como una idiota.
—Deberías probarlo. Los abrigos de lobo y los chicos melancólicos al estilo Heathcliff son muy del milenio pasado.
—¿Heathcliff? —ríe; tiene una risa contagiosa y es imposible no unírsele—. ¡Entonces tú eres Cathy! —dice—. Como sea, se ve que te encanta el pescado, ya que lo robas —y mete el húmedo paquete de salmón ahumado en el estuche de mi teclado.
—¡Espera! No me lo robé —digo y se lo devuelvo—. No quiero nada de Svad.
Lukas me mira con fijeza.
—¿Nada de Svad? No mucha gente puede decir eso —abre el paquete y arroja el salmón a la plaza Torgallmenningen, por encima de mi cabeza—. Cada movimiento suyo es grácil y preciso, como si estuviera en sintonía con cuanto lo rodea, y también con su propia piel. Parece moverse por el mundo justo de la manera en que desea.
—Lamento sonar malagradecida, pero eso fue un desperdicio de pescado —digo.
Lukas sonríe y dice:
—Observa.
—Un dóberman corre hacia el paquete cubierto de hielo de Torgallmenningen para tomar el pescado y arrastra tras de sí a la joven con hiyab que lo sujeta de una correa. Ella no logra evitar que la bestia devore doscientas coronas de pescado de un bocado.
Río, o lo intento.
—Los perros como ése me matan del susto.
—Nunca dejes que se enteren —dice Lukas en voz baja y lanza un agudo silbido.
El dóberman se detiene de inmediato, se echa de espaldas y lo mira. Su aliento se convierte en vapor en el aire frío de la tarde. La joven mira boquiabierta a Lukas mientras caminamos hacia ella y se ajusta el hiyab.
Parece decepcionada cuando Lukas saca una cámara del bolsillo de su abrigo sólo para tomarle fotos al perro. Ella mira la caja de zapatos de bebé que él lleva bajo el brazo, y luego mi estómago. Llevo puesto un grueso suéter nórdico sobre mi vestido; no puede pensar que estoy embarazada. De todos modos meto la panza y siento que mi cara se sonroja. Me fijo en los diseños que tiene pintados con henna en las manos.
—Qué fino —digo, como si fuera una experta—. ¿Cómo logras que sea tan perfecto? ¿Lo haces con esténcil?
—Nei. A mano alzada —le encanta mi interés—. Pintamos el patrón con una pasta café y dejamos que se seque toda la noche.
Saca un cuenquito de pasta de henna con un diminuto pincel y me lo pone en las manos.
—Svad tenía una oferta especial —dice—. No necesito dos. Quédatelo —mira mi estómago—. Para el bebé.
Quiero que me trague la tierra.
—Shh. No hay bebé —espero que Lukas no la haya escuchado; aunque nos da la espalda, juro que lo oigo reír: está ocupado rascándole la panza al perro.
—Veo uno en tu futuro —insiste la chica.
—Gracias, Meg, la Mística, pero nunca tendré bebés —digo—. Arruinan todo.
El dóberman me dirige una mirada feroz mientras la chica se aleja y tropiezo en mi intento de apartarme.
—Yo también tengo que irme —le digo a Lukas—. Mi vuelo sale esta noche.
Sin embargo, no me muevo.
—¿Por qué no te gustan los perros? —pregunta Lukas; está revisando sus fotos, ajustándolas para que los dientes amarillos del dóberman contrasten con su boca cavernosa.
Me estremezco:
—Un perro alsaciano me abrió el brazo cuando tenía diez años.
—Un lobo puede hacer eso si no tienes cuidado —dice, como si no se tratara de algo importante—. En nuestra manada siempre hay uno problemático.
—¿Tu manada? ¿Crías lobos?
—Me criaron los lobos —dice y ríe.
—¿Qué? —pregunto, sorprendida—. ¿Y no te comieron? ¿Los lobos no son asesinos salvajes?
—Ése es un mito —Lukas se pone la caja de zapatos bajo el brazo y una vez más la tristeza aparece en su rostro, tan fugaz que por poco y no la veo—. La mayoría de las teorías acerca del comportamiento de los lobos se basa en estudios desacreditados, realizados en lobos cautivos en un zoológico suizo. Los expertos, que no sabían cómo actúa de verdad una manada de lobos, pusieron juntos a lobos elegidos al azar. Desconocidos, competidores. Demasiados machos alfa. Por supuesto que peleaban. El cautiverio engendra agresión. En la naturaleza, los lobos se rigen por el respeto, no por la violencia.
—¿Y qué hay de ti? —le pregunto—. Tú no creciste en un zoológico, ¿verdad?
—No —responde Lukas con una sonrisa—. Un minero y su esposa me encontraron viviendo con los lobos cuando era niño, lo bastante pequeño para no ser una amenaza para el macho alfa. Así es como se llama al jefe de la manada. Los lobos aman a sus crías y, cuando la loba me adoptó, toda la manada de Ulv Fjell me aceptó como uno de los suyos.
—Oh —digo, sin encontrar más palabras: ¿estará tomándome el pelo?—. Eso suena... mmm... como un cuento de hadas.
—Sí —dice despacio—. Supongo que lo es.
Me parece que ha contado esta historia mil veces. Miro furtivamente su abrigo con forro de piel. Yo nunca uso pieles. El cuello y las mangas se ven muy lujosos, con una franja de pelaje negro azulado que se vuelve más corto y suave en el interior del abrigo. Por fuera es de una hermosa gamuza de color gris oscuro.
—¿Esto es... pelo de lobo de verdad? —pregunto con incomodidad.
Nadie que ame a los animales usaría pieles. No sé cómo describir el cambio en sus ojos de vidrio marino, como un anochecer repentino que les quita su belleza y su color. Su cuerpo entero tiembla. De manera involuntaria. Es como si se sacudiera una maldición, y sus ojos emanan pérdida, rabia y desesperanza.
—Es un abrigo de lobo —dice Lukas en voz muy baja—. Único en su tipo. Está hecho de las pieles de mis cachorros. El minero mató a nuestra manada y mandó hacer el abrigo. Como trofeo. Me lo dio cuando nació mi hermano menor. Un regalo. Uso estas pieles para honrar a los caídos. Ustedes, los católicos, dirían que es un cilicio: una prenda de penitencia que se sufre en silencio y nunca se olvida.
—¿Cómo sabes que soy católica? —pregunto, horrorizada por su historia.
Lukas asiente en dirección a mi frente:
—Llevas una monstruosa mancha negra en la cara.
—¿Ceniza? —pregunto, avergonzada—. Le prometí a mi papá que no me la quitaría. Hoy se lo debo.
—Entonces deja que yo te la quite —Lukas apoya su pulgar en mi frente con suavidad.
Mi mundo se encoge hasta concentrarse en ese punto. Mi piel está memorizando la huella de su pulgar. Cada voluta y cada surco. ¡Maldita sea! Estoy en problemas. Así es como las chicas terminan yendo a ver los partidos de futbol de sus novios o fingiendo que la Fórmula Uno les gusta más que Netflix.
No tengo tiempo para esto. No. No. Acerco el teclado a mi pecho y trato de recordar lo mucho que la audición significa para mí.
—Debería tomar el siguiente autobús al aeropuerto —digo—. ¿No tengo que estar ahí horas antes de mi vuelo?
Su mano se aparta de mi rostro:
—¿A qué hora sale?
Mi piel se siente desamparada sin su contacto.
—Esta noche, más tarde —digo, vacilante—. No estoy muy segura —no me atrevo a mirar mi boleto; una parte de mí tiene la esperanza de perder el estúpido avión.
—Ah —gira sobre sus talones—. Ven. Conozco un atajo.
Lukas se echa mi mochila rosa al hombro y se aleja del muelle a zancadas. Me pongo a su lado y casi necesito trotar para seguirle el paso. La gente lo mira con fijeza y se aparta de su camino como si fuera una celebridad. Después su abrigo de lobo me roza y mi rodilla se estremece de felicidad. No puedo creer lo mucho que deseo tocarlo. Aprieto el puño y mis uñas me cortan la palma de la mano, pero no funciona. Nada funciona. Es una tortura no mirarlo. No tocarlo.
—Así que haces música —dice por encima de su hombro.
—Escribo canciones.
—¿Eres buena?
—Voy a averiguarlo. Haré una audición para la escuela BRIT.
Se da la vuelta:
—¿Qué?
—La escuela BRIT