LAS HISTORIAS NATURALES

 

 

 

JUAN PERUCHO

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la cubierta: Pepe Far

Este libro se ha publicado con la colaboración

del Institut Ramon Llull

llull

Primera edición: octubre de 2003

Primera edición en e-book: junio de 2020

© Joan Perucho, 1960

«Este libro ha sido publicado por mediación

de Ute Körner Agent, S.L., Barcelona»

Edhasa, 2003

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4767-8

Producido en España

A María José

Al contemplar este fenómeno, yo confieso que no me tengo en menos que el más pintado, pero juro a tal que antes de travarla con tal ente, haría bien mis mementos.

BARTOLOMÉ JOSÉ GALLARDO,

Apología de los palos

Pero ahora, con la declaración de la mayoría de nuestra excelsa Reina Doña Isabel II, empieza una nueva era que entrega todo lo pasado al dominio de la Historia.

TENIENTE GENERAL DON MANUEL

LLAUDER, MARQUÉS DEL VALLE DE RIBAS,

Memorias documentadas

Je rencontrai un jour, dit M. Decremps, dans un café de Londres, un bas Breton, nommé Kuffel, que j’avois connu autrefois au collège. Après les premiers compliments d’usage, je lui demanda i à quoi il s’amusait dans ce pays-là; il me répondit qu’il passait presque tout son temps à l’Academie. Je vous félicite de très-grand coeur, lui dis-je alors, je voudrois bien avoir le même bonheur que vous.

Encyclopédie méthodique

LAS VERDADES SOÑADAS

Ésta es una de las mejores novelas de la literatura catalana contemporánea, y también una de las más originales y divertidas. Un relato de aventuras, fantasía y humor como sólo podía escribir Juan Perucho, el maestro de la ficción mágica que entre burlas y veras nos hace participar de lo imposible como de algo consustancial a la vida.

Cuando se publicó este libro a fines de 1960 –el autor contaba entonces cuarenta años–, imperaban más o menos tiránicamente otras costumbres literarias: sumisos realismos, denuncias airadas, banderas en lo alto, novelas hoscas y útiles, en dos dimensiones, para que no cupiese la menor duda de lo que había que pensar. Cualquier otro intento eran evasivas culpables.

Por eso Las historias naturales fueron recibidas con silencios, educados remilgos y reproches de ser una extravagancia. Un poeta que echaba a volar la imaginación metiéndose a novelista, saboteando alegremente la realidad para transformarla en un juego de ambiguas sorpresas que permitían adivinar la cara impensable que ocultan las cosas más conocidas.

Hoy, cuando la vastísima obra de Perucho, traducida a innumerables idiomas extranjeros, le ha convertido en una de las grandes figuras de la literatura europea actual, nadie se acuerda de todas aquellas incomprensiones, desplantes y críticas adversas; le ha bastado con seguir siendo él mismo, sin conformarse con menos, para que fuese la visión de los demás la que aceptase la suya.

Que es la de un mundo en el que lo maravilloso convive con lo más cotidiano y familiar con una soltura tan elegante y burlona que nos hace admitir lo inverosímil como el más sugestivo de los elementos de la experiencia; lírico y zumbón, travieso y refinado, sus fábulas insólitas tienen el encanto de lo que siempre habíamos intuido sin atrevernos a reconocer que era verdad.

El protagonista de esta historia es un sabio del siglo XIX, Antonio de Montpalau, empeñado en combatir la superstición en nombre de la ciencia. Lo que ahora le quita el sueño es clasificar un extraño pájaro, la «avutarda géminis», que tal vez, oh asombro, deba incluirse entre los mamíferos. Tal enigma le desazona, ya que lo inclasificable le parece un pavoroso riesgo mental, un hecho turbador que perpetúa el desorden. O la realidad se adapta a Linneo o nos hundimos en el caos.

Lo que sucede es que –según Perucho– hay realidades y realidades, y el buen Montpalau, que es joven, apuesto y valiente, se verá abocado a una gran empresa no poco paradójica: la persecución de un ser intrínsecamente inclasificable, o sea de los que la ciencia asegura que no pueden existir, un vampiro que causa estragos en cierto pueblo de Tarragona.

Y allá va nuestro héroe, pertrechado de su «criticismo metódico» para poner orden en el universo imponiéndole certidumbres racionales; se enfrenta así con el peor de sus enemigos, lo que por esencia repugna a la razón. Un vampiro que exista irrefutablemente da jaque mate a las entendederas de un sabio moderno.

Antonio de Montpalau recurre a sus sabios colegas, que le asesoran en múltiples saberes científicos, pero para él lo decisivo será el valor y los recursos tradicionales, de una eficacia pasmosa: los ajos, el perejil, la verdolaga, el crucifijo, la astilla clavada en el corazón del monstruo y el espejo que lo descubre, porque en él no se refleja su imagen.

Todo eso es de carácter dudosamente científico, pero estamos en un territorio novelesco, y un escritor enamorado de las palabras y de su música, y de los ensueños que puedan suscitar, es capaz de convencernos de lo que quiera. La realidad se ensancha y se matiza infinitamente, y el humor y el misterio van abriendo puertas a lo indecible.

Persiguiendo al vampiro, que atiende por Onofre de Dip, Montpalau encuentra el amor –dulce condición sine qua non de las aventuras que merecen contarse–, atraviesa el Maestrazgo en plena guerra carlista, conoce y ayuda al general Cabrera y participa en uno de los asedios de Gandesa. La historia de su tiempo se mezcla insensible, insidiosamente, con la de tantos prodigios de los que no hablan las crónicas.

Y hasta acabamos por comprobar que también el vampiro, a pesar de su condición siniestra, tiene, como suele decirse, su corazoncito: lleva setecientos años de «vivir sin vivir, sin dormir normalmente, sin resfriarse, sin poder acariciar a un niño», y sólo ansía el descanso, la paz eterna y el perdón de Dios. A despecho de las apariencias, el fondo de los hombres y de los monstruos no deja de ser sencillamente humano.

Una vez todo resuelto, Montpalau se concederá una expansión desencantada: «No quedan ya misterios por descubrir». Finaliza el combate con las sombras imaginarias, que son las verdaderamente terribles, y que acaban por volver a lo oscuro, ya que no a la existencia. Triunfan el amor, la bondad, la vida, lo que debe ser, entre atisbos de tristeza, pero sin renunciar a la sonrisa que lo ilumina todo.

CARLOS PUJOL

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Ajo. – Enérgico antídoto vampírico. De la familia de las liliáceas. Planta bulbosa, vivaz. Tiene un gusto picante.

Alcoverro, José. – Alcalde liberal de Gandesa. No tenía pelos en la lengua.

Amadeo. – Cochero de Antonio de Montpalau. Entró al servicio de la casa cuando tenía ocho años. Se distinguió por la fidelidad a su amo, con el cual, ya de sexagenario, mantenía largas charlas, durante las noches de insomnio, recordando tiempos pasados. Murió a los noventa años, con hijos propios, en Sant Cugat del Vallès, en una casa que le legó Antonio de Montpalau.

Ambrosio. – Santo del siglo iv. Formidable latinista. Escribió el «Himno a la mañana.»

Ardenya, Martí de. – Famoso naturalista nacido en Altafulla, pueblo de la provincia de Tarragona. Hizo una rectificación a Lavoisier.

Arisso, Carlos. – Médico de Ramón Cabrera. Fue descalificado por el diagnóstico imprudente que aventuró sobre la enfermedad del general. Falleció, devorado por la envidia, al no poder resistir el prestigio científico de Antonio de Montpalau.

Arnes. – Último pueblo de la provincia de Tarragona, antes de llegar a Aragón. Tiene una casa-ayuntamiento que parece un palacio de Florencia.

arpa neumática. – Artefacto musical, invención de José Ignacio, el hijo del marqués de La Gralla. Causó fuerte impresión a Chopin durante su estancia en Barcelona.

Arpiazu, el cocinero. – Voluntario realista. Enseñó a hablar al saurio volador. Murió loco en el pueblo de Zarauz, durante un temporal de rayos y truenos.

«Áurea picuda». – Volátil. Especie indeterminada. Su canto era una pura melodía inaudible. Tímida. Conservó un raro afecto a Antonio de Montpalau.

Avinyó y Barba, Francisco. – Físico. Miembro de la tertulia del marqués de La Gralla. Pagó una merienda en el café del Perú. Tenía una fábrica de tejidos. Se arruinó con el asunto de las selfactinas. Era muy buen hombre.

«Avutarda géminis». – Misterioso animal que obsesionó durante muchos años a los naturalistas. Súbitamente desapareció de la faz de la Tierra.

Barón de Meer, el. – Barcelonés. Fue general de Cataluña y se distinguió en la lucha contra el conde de España o de Espagne. Era hombre sensible.

Baronesa de Néziers, la. – Parienta de Antonio de Montpalau por parte de madre y amiga de Aurora Dupin, conocida universalmente por el seudónimo de George Sand. Leía a los libertinos franceses del xviii. Mantenía relaciones íntimas con el pintor José María de Martín, exiliado realista en París.

Baronesa de Urpí, la. – Madre de Inés y hermana del marqués de La Gralla. Fue suegra de Antonio de Montpalau. Testó en 1840.

Bassa, el general.– Ayudante del general Llauder. Murió trágicamente defenestrado en el llano de Palau.

Bonaplata, Ramoncito. – Un cretino, hijo de buena familia. Tuvo un bebé de tapadillo con Pepita, la camarera.

Borso di Carminati, el general. – Militar liberal, de ascendencia italiana, como su nombre indica. Se distinguió en uno de los sitios de Gandesa.

Cabrera, Ramón. – General en jefe de los ejércitos carlistas de Aragón, Valencia y Murcia. Posteriormente lo fue también del de Cataluña. Célebre en todo el mundo por su valor y sentido táctico. Hacia el final de la campaña contrajo una enfermedad extraña, superada por la oportuna intervención de Antonio de Montpalau, de quien se hizo gran amigo. Posteriormente se casó y vivió en Londres, rodeado de «setters» con pedigrí.

Café del Perú. – Café de Barcelona. Merendaron, el día de su llegada a la ciudad condal, George Sand y Chopin, con los contertulios del marqués de La Gralla.

Café de La Libertad. – Café. Radicado en Gracia, en la calle de la Virtud. Se reunían en él los elementos progresistas. El dueño se llamaba Vicentico y era de Sant Sadurní. Poseía la rara y nefasta cualidad de cortar la fermentación del mosto en la época de la vendimia.

Calmet, el monje. – Especialista en demonología y vampirismo. Murió en la región francesa de Bretaña, arrodillado ante un calvario. Sus obras fueron publicadas por la Sorbona.

Cantalupo, el capitán. – Aeronauta. Dio la vuelta al mundo en ochenta días. Su viaje inspiró a Julio Verne para escribir la famosa novela.

Carbó, Jaime. – Mariscal de campo liberal. Era propietario de una envidiable colección de armas. Intervino activamente en la primera guerra civil.

Carlos V. – El Pretendiente.

Colonna d’Este, el príncipe. – Aristócrata romano. Vestía batas floreadas y era «amateur» del arte. Tenía fama de seductor. Un día, un amigo japonés le regaló una geisha. Era íntimo del príncipe Lichnowsky, a quien presentó a la bellísima Matilde de Ferrari. Asqueado de la vida se suicidó en la madrugada del 6 al 7 de noviembre de 1847.

Corbella, Sansón. – Médico. Vivía en la plaza de Regomir. Contertulio del marqués de La Gralla. Su mujer no comprendía sus íntimas veleidades sentimentales. Huyó a Nápoles con la cantante Teodora Lazzi, y acabó como médico del Gran Turco, en Constantinopla. Se hizo mundialmente famoso por su «Discurso sobre el contagio de las moscas».

Cordelles, colegio de. – Institución barcelonesa de enseñanza.

Cornudos, garganta de los. – Foco de leyendas folclóricas. Según parece, el conde Arnau solía ir a dicho lugar con Adalaisa, durante su idilio. Al producirse la muerte definitiva de Onofre de Dip se volvió fosforescente durante algunos segundos.

«Courrier des Sciences». – Publicación científica de gran fama.

Despuig, Cristóbal. – Escribió una curiosa obra titulada «Los coloquios de la insigne ciudad de Tortosa fechos por mosén Cristóbal Despuig, caballero». Hace en ella interesantísimas referencias a la Historia Natural.

Difunto, sima del. – Sima del Maestrazgo, pasados los puertos de Beceite, a la izquierda. Antonio de Montpalau hizo en ella maravillosos descubrimientos, entre los que cabe destacar la música petrificadora. No ha sido estudiada posteriormente.

Dip, Onofre de. – El vampiro. Durante la guerra carlista fue también conocido por el Mochuelo. Caballero del rey Jaime I. Se enamoró de la duquesa Meczyr, ser No Muerto, la cual le inoculó la terrible condición. Era señor de Pratdip. Halló la paz a manos de Antonio de Montpalau, después de muchas vicisitudes que se narran en esta novela.

Periódicos barceloneses de la época. Se pueden consultar en el Archivo Histórico de la Ciudad:

«El Joven Observador»

«El Vapor»

«El Guardia Nacional»

«El Guirigay»

«El Constitucional»

«El Eco del Comercio»

«El Mallorquí». – Navío. Embarcaron en él, George Sand y Chopin en su viaje a Mallorca.

«El mochuelo«. – Véase Dip, Onofre de.

Escoda, Francisco. – Liberal distinguido de Gandesa.

Espartero. – El vencedor del carlismo. Le fue conferido el título de duque de la Victoria, y, después, de Morella. Tiraba a vanidoso. Tuvo graves conflictos con María Cristina, la regente. Desempeñó un gran papel en la política española.

Ferrari, Matilde de. – Nombre de casada: Matilde de Leblanc. Gran amor del príncipe Lichnowsky. Amor imposible. Era amiga de George Sand.

Ferrer, Segismundo. – Descubridor de la coagulación matemática. Carácter escéptico. Negado absolutamente para la poesía. Se enemistó con Antonio de Montpalau, a quien trató de farsante. Murió en Sevilla, de un atracón de gazpacho. Se ganó justificadamente muchos enemigos.

Ferrery, Juan Manuel. –Eminente científico, nacido en Pasajes de San Juan. Hizo donación del cuerpo incorrupto de santa Faustina. Un día, en una recepción que daba el rey de Baviera, pronunció la célebre frase: «Todo es nada». Murió en Bayona de Francia.

Forcadell, el general. – Ayudante de Cabrera. Estaba considerado como su brazo derecho.

Galván, Antonio. – Médico liberal de Gandesa. Tocaba la campanilla cuando iba a recoger a los heridos.

Gandesa. – Población liberal de Cataluña. Figura en los «Episodios Nacionales» de Galdós. Sus gentes son enérgicas.

Garriga, Bartolomé. – Contertulio del marqués de La Gralla. Filólogo. Conoció en su juventud a Jovellanos, con ocasión de un viaje a Asturias. Reía de una manera característica. De viejo se volvió un poco duro de oído, e iba siempre con una trompetilla. Testó en 1858.

Gil, Pedro. – Jesuita naturalista, nacido en Reus. Es autor de una famosa «Historia natural de Cataluña».

Gombren. – Pueblo de la comarca del Ripollés. Constantes apariciones del conde Arnau. Los viejos aún recitan los versos atávicos: «Si el conde Arnau no hubiese renegado, / el Llobregat bañara nuestros campos».

Hilario de Poitiers, san. – Santo. Escribió poesía en latín.

Horta de San Juan. – Pueblo muy pintoresco del partido judicial de Gandesa. Ha sido inmortalizado contemporáneamente por Picasso en composiciones cubistas, hacia el año 1906. Cuando triunfaron los liberales le llamaban «Horta del Ebro».

Inés. – Hija de la baronesa de Urpí. Su delicada presencia conmocionaba el alma de las plantas. Vivió en Pratdip hasta la mayoría de edad. Contrajo matrimonio en la primera mitad del siglo XIX. Testó en 1874.

José Ignacio. – Hijo y heredero del marqués de La Gralla. Inventor del arpa neumática (véase) y de la flauta liberal. Músico notable. Cuando heredó título y patrimonio se trasladó a Montmartre y montó espectáculos científico-musicales de gran resonancia.

Junta de Berga. – Junta realista del Principado, radicada en Berga. Se le atribuye la responsabilidad de la muerte del conde de España, en Coll de Nargó. Dictaba pomposas proclamas.

Junta de Comercio. – Institución barcelonesa de gran importancia cultural.

La Gralla, El marqués de. – Aristócrata barcelonés. Miembro de la Academia de Ciencias. En su palacio se reunía una famosa tertulia científica. Era hombre de buen talante y gran autoridad. Tenía entre manos un estudio sobre la aclimatación y explotación del avestruz en el llano del Llobregat. Era hermano de la baronesa de Urpí y, por lo tanto, tío de Inés.

Laborde, Alejandro de. – Viajero francés que escribió «Voyage pittoresque de l’Espagne» e «Itinéraire descriptif de l’Espagne», muy documentadamente. Tenía los ojos azules. Hizo grandes elogios de la salsa mahonesa.

Lammarck-Boucher et de la Truanderie, el caballero de. – Pariente de Montpalau por parte de madre. Botánico famoso. Poseía cafetales en Haití. Enviudó en el año 1813.

Las Cuatro Naciones, Fonda de. – Fonda. Se albergaron en ella George Sand y Chopin.

Leblanc. – Véase Ferrari.

Lesseps, Fernando de. – Cónsul de Francia en Barcelona. Hombre de sólida formación científica. Tenía un gran futuro por delante.

Lichnowsky, el príncipe. – Voluntario realista, emparentado con la familia imperial. Muy sagaz. Enamorado sin esperanza de Matilde de Ferrari. Tocaba delicadamente el flautín. Tenía gran éxito entre las mujeres y estaba dotado de una finísima sensibilidad. Tuvo un fin trágico.

Lo Gayter del Llobregat. – Seudónimo de Joaquín Rubió y Ors, uno de los padres de la Renaixença. Sus versos eran celebradísimos. Instauró una dinastía de hombres de letras.

Llagostera, el general. – Otro ayudante de Cabrera. Valeroso. Sufrido.

Madoz y Fontaneda. – Naturalista. Residente en Sevilla. Mantenía contactos con naturalistas de las Américas. Era una autoridad en mamíferos voladores, y descubrió, después de laboriosas investigaciones, el huevo de una lagartija anfibia. Una noche, en una fonda de Madrid, le robaron el reloj parlante, de un valor extraordinario. A consecuencia de este hecho tuvo un altercado con el ministro de la Gobernación.

Magrinyá y de Sunyer, Antonio. – Ex presidente de la Diputación de Tarragona. Polígrafo. Escribió una historia de los sitios de Gandesa que el consistorio de esta villa acordó publicar. Este acuerdo no se ha llevado nunca a cabo, por falta de dinero.

Mani, Oriol. – Voluntario liberal de Gandesa.

Marina, Santa. – Santuario situado en los alrededores de Pratdip. Centro de gran fervor popular. Se hacen romerías.

Martí, Juan. – Médico fracasado de Cabrera.

Mas, Bernardo. – Botánico notable.

Mataplana, Castillo de. – Antigua corte trovadoresca de Hugo de Mataplana. Encontró en él la paz Onofre de Dip, el No Muerto. Actualmente en ruinas. Lugar pintoresco.

Matons, Pascual. – Canónigo liberal y contertulio del marqués de La Gralla. Leía a Horacio a ratos perdidos, y preparaba un índice de autores catalanes antiguos. Acabó siendo obispo de Murcia. Escribió una oda latina dedicada al progreso, que se publicó en «El Vapor.»

Meczyr, duquesa de. – No Muerta. Húngara y bellísima. Fue decapitada y descuartizada. Inoculó el vampirismo a Onofre de Dip.

Milá y Fontanals, Manuel. – Erudito. Maestro de Menéndez Pelayo. Influyó decisivamente en la Renaixença.

Minosca, Pedrito. – Habitante de Pratdip. Fue víctima del vampiro.

Moles, Enriqueta. – Víctima, pedante, del vampiro.

Montpalau, Antonio de. – Científico de extraordinario valor. Miembro de la Academia de Ciencias. Racionalista en su juventud, acabó diciendo que había descubierto la poesía de tres cosas: el Amor, el Misterio y la Aventura. Es el protagonista de la presente novela. Murió en Amsterdam, de una angina de pecho.

Morella. – Ciudad. Capital del Maestrazgo. Catedral magnífica. La guardan canónigos coléricos. Morella tiene mucho carácter.

Navarro, Rafael. – Artillero. Defensor liberal de Gandesa.

Nicolás, el Pez – Pez terrible. Es el «Pesce Cola» de los genoveses.

Novau, Isidro de. – Capitán de barco. Primo de Montpalau. Acompañó a éste en sus extraordinarias aventuras. Tuvo un fin misterioso: cuando viajaba por aguas de Malta vio, por segunda vez, al espantable pez Nicolás. Entonces, encerrándose en su camarote, desapareció sin dejar rastro, por lo que el segundo oficial tuvo que hacerse cargo de la navegación. Legó su fortuna a Antonio de Montpalau.

Núñez, Leopoldo. – Víctima vampírica. Castellano. Cartero de oficio.

Ocaña, Manuel. – Notario. Defensor liberal de Gandesa. Le gustaban las polcas.

O’Donnell, el general. – General de la reina. Era pariente del coronel carlista O’Donnell, que la chusma exaltada asesinó en la Ciudadela.

«otorrinus fantasticus». – Animal inexplicable.

Pascual, José María. – Casuista. Defensor liberal de Gandesa.

Pep de l’Oli. – Guerrillero realista. Sucio. Hacía lo que podía.

Peuderrata, Magín. – Alcalde de Pratdip. De una ojeada descubría el rastro de las liebres y perdices. Cuando enviudó se trasladó a Barcelona, donde regentó un burdel. Murió ahorcado en la Mola de Mahón.

«phallus impúdicus». – Seta vergonzante. Muy rara. Se decía que curaba la alopecia.

Plancy, Collin de. – Tratadista en demonología y vampirismo. Le gustaban los brocados y las blondas. Fue consejero de la Inquisición, en Cahors.

Pratdip. – Pueblo de la provincia de Tarragona, sujeto a la señoría del Dip. Véase esta novela.

Prim y Prats, Juan. – Capitán del ejército de la reina. Tuvo papel de primera categoría en la política española, cuando llegó a general. Trajo al rey Amadeo a España. Nacido en Reus. Murió asesinado en la calle del Turco, en Madrid, el 30 de diciembre de 1870.

Riera, Narciso. –Uno de los rectores del Colegio de Nobles de Cordella. Pronunciaba discursos en un castellano académico.

Sabater, Matías. – Defensor liberal de Gandesa.

Salvador, Jaime. – Uno de los fundadores de la ciencia catalana. Botánico excelente. Coleccionó un herbario del que aún hoy se habla.

Sallent, el marqués de. – Liberal exaltado. Murió luchando como un león en una emboscada carlista, en Campdevánol.

Sand, George. – Seudónimo de Aurora Dupin. Iba vestida de hombre. Escritora célebre. Escandalizó a los mallorquines.

saurio volador, el. – Reliquia prehistórica. Hablaba como un loro. Era lento y siempre estaba somnoliento; ahuyentaba a los perros con su presencia.

«scolopendra martirialis». – Insecto monstruoso y terrible. Mortal de necesidad. Parece un ciempiés gigante.

Segarra, el general. – General carlista del Principado. Formaba parte de la Junta de Berga. Se pasó al enemigo, y dirigió, desde Ripoll, una famosa proclama invitando a sus colegas a rendirse.

«simius saltarinus». – Mono saltarín. El pelaje se conserva con naftalina.

Sol, José. – Comerciante de Gandesa. Tomó parte activa en la defensa.

Solanes, José. – Veterinario del ejército de Cabrera. Certificó la muerte in extenso de la caballería a causa de diarrea galopante.

Solaní, el guerrillero. –Guerrillero realista que operaba a orillas del Ebro.

tenias intestinales. – Parásitos de los intestinos en forma de grandes lombrices. Son ciegos. Causan un adelgazamiento general de la persona.

Torrebadella, el canónigo. – Maquiavélico canónigo de los apostólicos. Presidió temporalmente la Junta de Berga. Era enemigo personal del canónigo Matons. Fue destituido por el conde de Morella, y se vio obligado a dar lecciones de maquiavelismo práctico en el exilio, en Grenoble.

Vallbona de les Monges, Abadesa de. – Preocupada por problemas económicos. Restauró la tumba de la reina Violante de Hungría. Tenía el tratamiento de monseñora y conocía la fórmula secreta del delicioso ojaldre conventual.

Veciana y Sarda, José. – Nacido en Reus. Corresponsal de la Academia de Ciencias de Barcelona. Era padre de dos hijas en edad de merecer. Cantaban delicadamente «Il baccio furtivo» y «La lacrima viva».

Villanueva, Jaime. – Religioso erudito. Escribió el «Viaje literario a las iglesias de España».

Vinyes, Paulita. – Víctima del vampiro.

Zurbano, el general. – Valeroso general de la reina. Fue fusilado, sin formación de causa, el 21 de enero de 1845, con sus dos hijos. Tristísimo episodio de la política del siglo XIX.

LAS HISTORIAS NATURALES

PRIMERA PARTE

I

EL NATURALISTA

El sol, a través de la vidriera, tomaba unos tonos dorados, azules, amarillos o rojos, según la pequeña forma geométrica que lo filtraba; y caía, en diagonal, a la gran sala, para reflejarse en el ojo de la monstruosa «scolopendra martirialis». Fuera, las finas columnas de la galería ascendían erectas, un tanto torturadas por el yeso de las guirnaldas, y servían de marco al jardín botánico, en donde cada planta y arbusto tenía un breve rótulo, escrupulosamente caligrafiado. A veces, cuando corría un poco de viento fresco, se percibía un rumor vegetal, insinuante y dulce, mezclado con un ruido de cartulinas que se restregaban las unas con las otras; entonces, de manera inesperada, el autómata, impelido por algún resorte que se disparaba intentaba tocar la guitarra y movía los labios silenciosamente, sin ningún éxito. Lo habían arrinconado en la galería, hacía ya algún tiempo, cuando disminuyó la gran pasión por la mecánica recreativa, y fue sustituido por la nueva máquina de estampación de indianas.

El ojo colgaba casi fuera de su órbita. El iris brillaba con una cierta fosforescencia en la media penumbra, pero cada día, a la misma hora, cuando la luz venía a tocarlo, se ponía duro y preciso, y toda la masa de cristal adquiría una significación maligna y obsesiva. Podían verse reflejadas las sedas de las tapicerías que recubrían las paredes de damasco dorado, con pequeñas manchas de humedad algo florecidas por los años, y la alfombra de Bangkok, regalo del archiduque de Austria, cuando éste escapó de Barcelona poco tiempo antes de la gran catástrofe. Más allá, el ojo se esforzaba por seguir el graciosísimo vuelo detenido del «áurea picuda», tan coquetamente adornada de bellos colores, o ponderaba el pelaje apolillado del «simius saltarinus», comprado a Jefuda, el judío, por Jaime Salvador, el gran botánico que comenzaba a burlar astutamente, por amor a la ciencia, los preceptos del Santo Oficio. El ojo recogía en particular la imagen del «otorrinus fantásticus», animalito muy feroz, que disparaba, a regular distancia, unas pequeñas pero mortíferas púas, como saetas envenenadas. Provenía de Asia. Mucho más allá del ojo y fuera de su alcance, estaban las vitrinas llamadas «macabras», con restos humanos reducidísimos: cabezas, orejas, labios extrañamente disociados de la estructura del rostro, vagos recuerdos de protuberancias fálicas, todo con una repulsiva cualidad de organismo viviente. Provenía de las selvas americanas. El ojo, sin embargo, exasperaba su violencia ante las fláccidas «ténies intestinalis», que, sumergidas en un líquido amarillento e indefinible, dentro de botes de cristal, se movían con pausa y cadencia a la más pequeña trepidación. En noches de luna llena, una sombra se recortaba contra los cristales de la galería, y, sin explicación satisfactoria, penetraba en la amplia estancia del museo y se dirigía hacia las formas viscerales.

Del techo colgaba, sin peso casi, ligera y delicada, una gran lámpara de Venecia, llena de reflejos; y podían verse en las paredes cuadros de ignorados artistas que representaban a Linneo, Arnaldo de Vilanova; el maestro Jaime Salvador, de joven; el caballero de Lammark-Boucher y de la Truanderie, así como el de su primo Antonio de Montpalau, noble barcelonés, propietario de excelentes colecciones de historia natural y del palacio en donde éstas se albergaban, y el cual, por su arrogancia, su posición y su dulce habla, desasosegaba los sueños matrimoniales de las doncellas aristocráticas de la ciudad. En un ángulo de la sala, precisamente encima de una librería pequeña, colmada de infolios y manuscritos, un diploma de la Junta de Comercio nombraba con todos los honores a Antonio de Montpalau y de la Truanderie miembro selecto de la benemérita y doctísima corporación.

Tosió discretamente, como excusándose. Después, con natural elegancia, rondó entre los cadáveres, observando algún que otro detalle. Se dirigió a la puerta y salió al vestíbulo. Una vez en la escalinata dio una ojeada al «Courrier des Sciences», y desde allí, también por una ventana del patio, a un fragmento de la graciosa «áurea picuda». Los palafreneros, después de hacer dar la vuelta al carruaje habían enganchado los caballos, y el cochero, con la portezuela abierta, aguardaba respetuosamente. Había sido una gran idea, sin duda, y muy de acuerdo con su sentido del progreso, instalar la plataforma giratoria, para que el coche, una vez libre de los caballos, pudiese, en el reducido vestíbulo dar la vuelta y quedar listo para la partida.

Dio las gracias a Amadeo, y dijo:

–No, quiero estirar un poco las piernas.

Ahora, el problema era, exactamente, si la «avutarda géminis» debía ser clasificada entre los mamíferos o no. Jaime Salvador, con toda su sabiduría, no se había manifestado, y en la reunión del último miércoles, en la Junta, se había podido apreciar que el parecer de los ilustres colegas era absolutamente discordante. Se necesitaría, acaso, consultar a Madoz y Fontaneda, quien, desde Sevilla, mantenía contactos con naturalistas de las Américas. ¡Quién sabe! Todo era cuestión de experimentación. Sin un ejemplar auténtico de la «avutarda géminis» era verdaderamente imposible pronunciarse. Aparte esto, no cabía más que la hipótesis; o, como decían los colegas de edad provecta, fantasías. Es preciso partir de los datos de la razón y de la observación científica. Sí, aquella noche escribiría a Madoz y Fontaneda, conocido por «el Divino».

Atravesó la calle de Lledó y la placita de San Justo, y se internó en un laberinto de calles tortuosas, de caprichoso trazado. De vez en cuando debía arrimarse a un muro, para dejar paso a un carruaje o para esquivar los cestos chorreantes de los pescaderos, que, descalzos y haciendo equilibrios entre la gente, pasaban con la mercadería sobre sus cabezas.

Prosiguió su camino hasta llegar a las obras de apertura de la nueva calle que el conde de España, unos años antes, había dedicado a la nefasta memoria de Fernando VII. Allí estuvo un rato, contemplando las casas que estaban siendo derruidas y las que, simultáneamente, se edificaban. Pensó que, en el futuro, había de meditar sobre los posibles avances de la construcción, ya que era evidente que los maestros de obras trabajaban con una rutina y, sobre todo, con unos métodos de los tiempos de Mari Castaña.

Fue a parar al Llano de las Comedias, donde grupos de menestrales y de payeses comentaban los acontecimientos de la guerra carlista. Había ciegos que vendían romances, y unas mujeres despechugadas ofrecían por dos ochavos el retrato del general Mina y la litografía iluminada de su estómago devorado por un cáncer.

Faltaba poco para mediodía. El sol acariciaba las fachadas de las casas y el empedrado de la Rambla de Santa Mónica. El cielo era límpido y de un azul transparente. En un esfuerzo titánico, el «áurea picuda», en su rigidez, intentaba entonar su canto irresistible, en homenaje al caballero de Montpalau; pero la acústica no era favorable, y la gente, aparte de las canciones de moda de significación política, sólo se complacía en escuchar los aires de la «Fattucchiera», de Vicente Cuyás, joven de veintiún años, que moría tristemente, el mismo día y a la misma hora en que su ópera era aplaudida con delirio en El Principal.

Permaneció un momento triste y pensativo. Recordaba haber leído, no sabía dónde, que los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Pero el espectáculo, aunque fuese in mente, de la juventud sacrificada le deprimía. Procuró desviar sus pensamientos hacia el campo preferido, y consideró cuán largo y dificultoso era aún el camino para conseguir la completa clasificación de las especies animales. Si, al menos, el régimen del país fuese estable y las gentes serviles no se pusieran de acuerdo para hacer triunfar la reacción y la intolerancia. Se sintió, súbitamente, inflamado por sus convicciones liberales.

Había llegado al Baluarte de las Pulgas. Más allá del cuartel de las Atarazanas, la tropa maniobraba, y por su aspecto y por las precauciones que tomaba la guardia se apreciaba que algo no marchaba en la ciudad. Los soldados vestían uniformes de color azul y colorado, con cartucheras de cuero pintado de blanco y gorros altísimos. Cada dos por tres había revueltas y alborotos, ejecuciones o asesinatos. El país estaba en plena efervescencia. Todavía podían verse ruinas y edificios ennegrecidos por el fuego. El pueblo llano cantaba:

Salieron seis toros.

Todos fueron malos.

Por este motivo

conventos quemaron.

Se apoyó en la balaustrada y contempló la mar en calma. Se divisaban seis navíos, uno de los cuales enarbolaba pabellón británico. Pasó una «gavinis comunis», chillando, en vuelo rasante. Se hizo un silencio perfecto. Allá arriba, en Montjuich, tremolaba la bandera. Surgieron unos acordes arrebatadores, pero inaudibles, absolutamente inexistentes. Aparecía la imagen de Riego, y el himno, y la Constitución de 1812. Podía verse a los carlistas y la ciudadela y al general O’Donnell desplomándose, con la sangre que fluía, lenta y absurda. Fluía, vertiéndose sobre los adoquines. Pasaban los milicianos y las canciones patrióticas, y se gritaban vivas a la reina. Volaban «gavinis comunis» y «avutarda géminis», la especie indeterminada, chillando, moviendo las alas sobre los pórticos de la casa de Xifré, recién estrenados. Se saboreaba el gusto salobre del mar, y un optimismo delirante alternaba con un fúnebre pesimismo. Todo el mundo movía las alas y gritaba. Sólo la ciencia permanecía impasible, más allá del bien y del mal. Sólo la ciencia. Conjuraba las sombras y la ignorancia, y las reducía a luz y a progreso. Había, sin embargo, sombras que parecían irreductibles; sombras que provenían de parajes montañosos, informuladas todavía, pero que esperaban el momento propicio para concretarse, y que algunas veces se habían insinuado, lívidas y espectrales, detrás de los cristales o en forma de murciélago.