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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1998 Sharon Kendrick

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción, n.º 1079 - agosto 2020

Título original: One Wedding Required

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-684-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

EL VESTIDO de boda relucía atenuado por el plástico que lo cubría para preservarlo del polvo.

Era de satén de color marfil, y tenía un diseño sencillo. El velo era de fino tul.

Contaba con algo más de veinte años, pero carecía de edad. No respondía a las modas y era un clásico sin tiempo, traspasado de novia a novia y adaptado por cada mujer para hacerlo especial en cada ocasión.

El vestido ya tenía historia: lo había lucido Holly Lovelace, aunque había sido comprado originalmente para las bodas de otras dos mujeres, hermanas…

Una de las cuales se llamaba Amber O’Neil y estaba destinada a lucir ese vestido.

Pero todo el mundo sabía los giros y las vueltas que el destino podía dar…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BUENO, Amber –el periodista levantó la vista de su cuaderno y la miró sonriente–, ¿puedes contarnos cómo conociste a Finn Fitzgerald?

Amber dudó. La pregunta la incomodó, consciente de que rompería una regla no escrita si respondía. Ella nunca concedía entrevistas. Y tampoco Finn. Nunca dejaban que las cámaras entraran en su casa y, sin embargo, ese día lo había permitido. Luego, se había pasado la tarde probándose diversos modelitos y posando en diferentes posturas por toda la casa.

Se había fotografiado con satén negro, recostada sobre los grandes cojines blancos de la cama de matrimonio; con un vestido rosa de cachemir, con el pelo recogido por detrás de las orejas; en vaqueros mientras bebía zumo de naranja, sentada sobre la encimera de la cocina; y, por supuesto, frente a un centro de flores, con un lazo rojo navideño, que le había regalado el entrevistador. Iba a aparecer en la edición prenavideña de la revista y por eso había tenido que decorar su casa con varias semanas de antelación.

Lo que no le importaba lo más mínimo, pues las navidades eran una de sus fechas del año favoritas… en las que siempre se volvía un poco loca. Por eso no habían tenido que insistir apenas para que colocara el árbol de Navidad tan pronto. Al fin y al cabo, las tiendas llevaban casi un mes ya con los escaparates decorados.

El fotógrafo le había dicho que el brillo del vestido contrastaba muy estéticamente con el verde del abeto. Y también la habían querido fotografiar en el jardín, con un vestido muy fino; pero, dejando de lado el frío que hacía, Amber no había caído en la vieja trampa: sabía que habrían aprovechado la posición del sol para asegurarse de que la tela del vestido terminase siendo totalmente transparente… ¡y habrían publicado la foto para que el mundo entero la viera desnuda!

Y si bien no estaba segura de cómo reaccionaría Finn ante aquella entrevista, no le cabía duda de que la foto lo enfurecería. Para estar habituado al mundo de la moda, donde los desnudos eran tan frecuentes, Finn Fitzgerald era el hombre más anticuado con respecto a su prometida.

¡Su prometida!

Amber tragó saliva, emocionada, y miró hacia la enorme piedra preciosa que rebrillaba en el tercer dedo de su mano izquierda. Todavía le costaba creérselo, pero el anillo de pedida era real y prueba suficiente de su compromiso con Finn Fitzgerald… el hombre al que amaba con una pasión que la espantaba. El hombre de sus sueños. El hombre…

–¿Amber?

–¿Sí? –preguntó ésta después de pestañear dos veces.

–¿Decías? –preguntó el periodista, con la suavidad de un entrevistador profesional–. ¿Cómo lo conociste? –le recordó la pregunta al ver que Amber no respondía.

–¡Ah, eso! –exclamó ésta. Bueno, ¿por qué no?, ¿por qué no dar a conocer su historia? Finn le había regalado el diamante más grande que jamás había visto ella… de modo que era obvio que no le importaba que el mundo entero supiese que estaban prometidos. De hecho, ella quería contárselo a todo el mundo y provocar un buen revuelo…

Porque desde que Finn le había puesto el anillo en el dedo, Amber había notado cierta pérdida de entusiasmo por parte de éste, como si el compromiso lo hubiera cambiado todo entre ambos. Y la preocupaba.

–¿Que cómo conocí a Finn? –prosiguió Amber–. Pues no fue nada especial… bueno, por supuesto que fue especial, pero… –se quedó callada, tratando de expresar el impacto físico y psicológico de enamorarse a primera vista de su prometido.

–Oye –intervino el entrevistador mientras toqueteaba la grabadora–, ¿por qué no bebemos algo mientras charlamos?

–¿Algo?, ¿un té?

–¿Alguna vez has visto a un periodista tomar té? –rió él–. Más bien pensaba en una copa de champán.

–¿A media tarde?

–No es ilegal. He traído una botella –respondió el entrevistador–. Para celebrar tu compromiso.

Amber accedió y se sintió absurdamente agradecida… lo que no era de extrañar, pues aún no estaba acostumbrada a su condición de futura esposa de Finn y no sabía cómo debía comportarse. ¿Sería normal que las mujeres recién prometidas tomaran champán con un desconocido a media tarde?

–De acuerdo, señor Millington –convino Amber por fin.

–Llámame Paul –le pidió éste mientras servía el champán con la velocidad de un hombre que ha descorchado muchas botellas–. Por tu felicidad –brindó con ironía.

El choque de ambas copas sonó como una campanada… ¡de boda!, pensó Amber. Estaba deseando oír campanas de boda, sí. No tenía por qué celebrarse en una iglesia enorme, pero nunca en uno de los juzgados civiles de Londres. Aunque aún no habían hablado al respecto, lo que quizá fuera un error.

–Y ahora, venga –prosiguió Paul tras conectar la grabadora de nuevo–, dime cómo empezó todo. Tú querías ser modelo, ¿no?

–La verdad es que no. En realidad no era algo que me hubiese planteado.

–Pero todos te decían que eras muy guapa y… –aventuró él.

–¡Qué va! –Amber negó con la cabeza–. Yo no crecí en esa clase de ambiente. Vivía en un barrio pobre de Londres.

–¿De veras? –preguntó el entrevistador, sorprendido por aquella revelación. Con el aspecto tan delicado que tenía, parecía una mujer nacida y educada en el seno de una familia rica, rodeada de todos los lujos imaginables.

–Sí –Amber dio un sorbo de champán–. Mi madre era viuda y el dinero escaseaba. Se tuvo que matar a trabajar para sacarnos adelante a mi hermana y a mí en un mundo hostil. Y en ese mundo, la belleza era peligrosa.

–¿Por qué peligrosa? –le preguntó el periodista interesado.

Amber asintió mientras los recuerdos se agolpaban en su cabeza. Recuerdos dolorosos, como la reticencia de su madre a hablar con ella sobre sexo; como el susto que se llevó con su primera menstruación o la extrañeza que le provocó el veloz desarrollo de sus pechos. Le había dado miedo pedirle a su madre que le comprase un sujetador, por no hablar del temor que le inspiraban las miradas lujuriosas de los hombres del vecindario.

–Era ese mundo en el que las chicas se quedaban embarazadas a los dieciséis años y luego las abandonaban. No había trabajo y los hombres acechaban. Una cara bonita era un reclamo peligroso – insistió Amber.

Había aprendido en seguida la importancia de afearse, prescindiendo de maquillajes y usando ropa que ocultara su cuerpo. Mientras sus amigas se ponían vaqueros ceñidísimos y tops atrevidos, Amber elegía ropa amplia y suelta, que la ayudara a pasar desapercibida. Por su parte, su hermana Ursula había adoptado otra estrategia: se había dedicado, simplemente, a engordar.

–¿Alguna vez te cansaste de rechazar a esos hombres? –inquirió Paul.

–Nunca. Ni siquiera dejé que se acercaran lo suficiente para tener que rechazarlos. Pero sabía que ahí fuera había algo mejor. El piso en que vivíamos era diminuto, así que me marché de casa en cuanto pude… con dieciséis años.

–¿Tenías estudios?

–¿Estás de broma? El colegio al que iba no se caracterizaba precisamente por la calidad de su enseñanza –repuso Amber con sarcasmo–. Se daban por satisfechos con que los jóvenes no estuvieran tirados en la calle.

–Pero no entraste en la agencia de modelos Seducción hasta casi cumplir los veinte años, ¿no?

–Sí.

–Entonces, ¿qué hizo una chica de dieciséis años sin título de bachiller siquiera?

–Conseguir trabajo para ir tirando. En hoteles, sobre todo. Yo he limpiado habitaciones, he atendido en recepción, he trabajado en la barra del bar y he servido mesas. No se gana mucho, pero da para un alquiler en el centro de Londres.

–Chica lista –el entrevistador volvió a llenarse la copa–. Y le sacaste jugo a la ciudad, ¿verdad?

–Eso creo. Hice todo lo que era gratis… así que me recorrí todos los museos y galerías de arte hasta conocerlo al dedillo.

–Serían tiempos de muchas emociones.

–Guardo muy buen recuerdo de esa época –aseguró Amber–. También me aficioné a la lectura, devoraba todos los libros que caían en mis manos –añadió.

–¿Y luego?

–Los hombres del hotel no paraban de decirme que tenía una cara muy bonita… –Amber se encogió de hombros.

–¿Te importaba?

–No, claro que no me importaba –negó con la cabeza, aunque aún recordaba a varios empresarios, tan ricos como desagradables, que habían intentado propasarse con ella–. Pero fue difícil ignorarlo, sobre todo cuando la novedad de emanciparse se pasó. Trabajaba mucho y me aburría más, la habitación donde vivía dejó de parecerme un palacio…

–Adelante –la instó Paul.

Le resultaba extraño el desahogo que le producía hablar del pasado. Amber abrió los ojos con horror y dejó que las palabras fluyeran, estremecida al recordar al corpulento director de una empresa que le había propuesto que se convirtiera en su amante.

–Me puse a pensar en el futuro –prosiguió–. Y me di cuenta de que, si no tenía cuidado, acabaría esclavizada como mi madre. Sólo que yo no era una viuda con dos hijas a mi cargo; yo no tenía esa responsabilidad y podía ampliar mis horizontes. Comprendí que me estaba perjudicando por no sacar partido de mi físico.

–Y por fin te tiraste a la piscina y te liaste con Finn Fitzgerald –se precipitó el periodista.

–No. No me lié con Finn hasta pasados muchos años –corrigió Amber, molesta con aquella observación impertinente–. Fui a la agencia Seducción…

–¿Por qué elegiste Seducción? –la interrumpió él–. Habrías visto alguna foto del dueño y…

–Te equivocas. No tenía ni idea de que Finn existiese; sólo sabía que Seducción era la mejor agencia de modelos de Londres. Así que entré y… y…

–¿Y?

Resultaba difícil poner en palabras lo que sintió la primera vez que vio a Finn. Iba vestida muy seductoramente, o al menos eso pensaba ella. Su hermana le había dicho que si tenía intención de visitar una agencia de modelos, debía explotar todos los encantos de su cuerpo.

Y le había hecho caso.

Se había deshecho de la coleta y de las ropas de camuflaje. Se había lavado su largo cabello dorado para que reluciera sobre sus hombros; pero había cometido el pecado capital de las novatas: desacostumbrada a maquillarse, había usado la sombra de ojos, los pintalabios y el colorete con tanto exceso como ausencia de conocimiento. De haber tenido a una amiga, ésta la habría advertido; pero no contaba con más apoyo que el de Ursula, tan ignorante como ella en el manejo de los cosméticos.

Y se había comprado ropa para la ocasión: una falda demasiado corta y una blusa demasiado ajustada. Había entrado en Seducción sobre dos zapatos de tacón alto y…

–¿Y? –la presionó el entrevistador.

–Y vi a Finn Fitzgerald, ahí, sentado, vestido todo de negro. Jersey negro con cuello de polo, vaqueros negros, pelo negro… Tenía algo, no sabría describirlo, que atrajo mi atención, como si tuviera una luz interior especial. Era…

–¿La cosa más sexy sobre dos patas? –sugirió Paul–. ¿La testosterona en persona?

Amber soltó una risotada. Era una manera escandalosa de expresarlo. Aunque se ajustaba a la realidad.

–Bueno, sí –concedió ella–. Pero su atractivo iba mucho más allá de su físico. Tenía mucho carisma… El caso es que estaba sentado, hablando por teléfono y con todas esas fotos de chicas preciosas colgadas por las paredes. Estuve a punto de marcharme.

–¿Por qué?

–Me sentí intimidada, fuera de lugar –Amber se encogió de hombros.

–Entonces te miró y dijo…

–Colgó el auricular, me miró durante unos segundos eternos y me dijo que, si empezaba a llevar tacones altos, era probable que consiguiera mucho dinero en… sugirió que iba vestida como una… –todavía le dolía recordar aquellos instantes.

–¿Cómo?

–Como una prostituta –especificó de mala gana.

–¿Eso te dijo?

–Lo sugirió.

–¿Y qué respondiste?

–Que sus ojos parecían dos semáforos.

–¿Semáforos?

–Sí –Amber rió–. Es que sus ojos son verdes, pero esa vez también eran rojos. Tenía gripe, era la primera vez que se ponía enfermo desde hacía años. Todos decían que era muy mal paciente.

–¿Cómo se lo tomó?

–Rompió a reír. Echó la cabeza hacia atrás, se echó a reír y cuando dijo touché todos dejaron lo que estaban haciendo y me miraron. Al principio creía que me miraban por la pinta que llevaba; pero mucho más tarde me enteré de que estaban asombrados porque nunca habían visto a Finn reírse tan desinhibido.

–¿Quieres decir que es un hombre seco?

–No tanto. Quiero decir que no hay muchas personas que puedan hacerlo reír.

–¿Y tú eres una de ellas?

–Eso espero.

–Así que te contrató y te pidió que salieras con él.

–No –Amber negó con la cabeza–. Me dijo que no era lo suficientemente alta para ser modelo.

–¿Ah, no? –preguntó el entrevistador mientras la miraba de arriba abajo.

–Yo mido sólo metro setenta y cinco y la mayoría de las modelos llegan al uno ochenta hoy día.

–¿Qué le dijiste?

–Que, a cambio, él no era lo suficientemente amable para ser mi jefe. Y eso lo hizo reír de nuevo.

–Y te marchaste.

–Estuve a punto. Pero en ese momento sonó el teléfono y Finn comenzó a hablar; y sonó una segunda línea y empezó a hacer gestos de impaciencia con la mano, así que descolgué, respondí, tomé nota del mensaje y me dispuse a marcharme –explicó Amber–. Entonces me llamó, me preguntó si sabía escribir a máquina y le dije que sí. Luego me preguntó si sabía servir cafés y le dije que sí… y que si él también sabía.

–Y volvió a reírse.

–Exacto.

–¿Y entonces?

–Entonces me ofreció trabajo como secretaria.