jul1124.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1999 Penny Jordan Partnership

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor traicionero, n.º 1124- agosto 2020

Título original: A Treacherous Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-733-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BETH dejó escapar un grito de incredulidad mientras observaba, cada vez más pálida, el contenido de la caja que acababa de abrir.

—¡Oh, no! —protestó desesperadamente mientras sacaba una copa de vino que acababa de desenvolver; una de las piezas de la cristalería que había encargado en el viaje que había hecho a Praga para comprar material.

De repente se sintió mareada.

Había invertido tanto en el pedido checo, y no solo estaba pensando en el dinero.

Tres horas después, con el suelo del almacén, situado detrás de la pequeña tienda que regentaba junto a su socia y mejor amiga Kelly Frobister, lleno de paquetes y piezas de la cristalería, su peor pesadilla se había hecho realidad.

Esas horrorosas piezas que tenía delante nada tenían que ver con la preciosa cristalería, reproducción de un modelo antiguo, que había escogido con tanta emoción y placer hacía ya varios meses en la República Checa. Ni pensarlo. El pedido que había recibido pero que jamás había hecho, quizá igualara en número de piezas al que ella había en realidad encargado, pero en el resto no se trataba más que de una horrenda parodia de la exquisita cristalería de la mejor calidad que había escogido y pagado personalmente.

Le resultaría totalmente imposible vender aquella monstruosidad. Sus clientes eran muy exigentes, y a Beth empezó a dolerle la tripa al pensar en el entusiasmo con el que había despertado el interés de algunos de sus mejores clientes al describirles el pedido y prometerles que convertiría sus cenas de Navidad en fabulosas imitaciones de una época pasada; una época de barroco veneciano y belleza bizantina.

¿Por aquel montón de basura era por lo que había puesto su pequeña tienda, sus finanzas y su reputación en peligro? La cristalería que le habían mostrado nada tenía que ver con la que tenía entre sus manos. ¡Nada en absoluto!

Febrilmente examinó otra de las piezas, esperando contra todo pronóstico que se hubiera equivocado al hacerlo. Pero no había habido ninguna equivocación. Todo lo que iba desempaquetando poseía las características de un trabajo mal hecho, de un cristal de calidad inferior y de un colorido burdo.

Debía haber habido un error. Beth se puso de pie. Tendría que llamar a sus proveedores y hacérselo saber.

Beth empezó a ponerse frenética al considerar la magnitud del problema que tenía entre manos. Tras la extrema tardanza que había acusado el pedido, había llegado justo a tiempo para las ventas navideñas.

En realidad, esa misma tarde había planeado vaciar las estanterías de sus existencias y sustituirlas por la cristalería checa.

¿Qué diantres iba a hacer?

Normalmente un problema de esa índole lo habría compartido inmediatamente con Kelly, pero las circunstancias en ese momento no eran normales. En primer lugar, cuando había decidido encargar la cristalería, había viajado sola a Praga. En segundo lugar, Kelly estaba, y con razón, mucho más preocupada con su nuevo marido y la relación que estaban construyendo que con la tienda, y ya se habían puesto de acuerdo para que de momento Kelly se colocara en un segundo plano en el negocio que habían montado juntas en la pequeña población de Rye on Averton, donde las chicas habían decidido trasladarse animadas por Anna Trewayne, la madrina de Beth.

Y en tercer lugar…

Beth cerró los ojos. Sabía que si tuviera que contarles a su madrina, a su mejor amiga, Kelly, o incluso a Dee Lawson, su casera, los problemas financieros y profesionales en los que se encontraba en esos momentos, sabía que las tres correrían en su ayuda, ofreciéndole toda su comprensión. Pero Beth era bien consciente que, de las cuatro, ella era la única que parecía siempre hacer las cosas mal, la que emitía juicios equivocados, la que acababa siempre siendo engañada, traicionada; la que siempre parecía una perdedora, una víctima…

Beth se estremeció con una mezcla de rabia y angustia. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Por qué no hacía más que tratar con gente que finalmente le fallaba? Quizá fuera, como otras personas ya le habían dicho, un tanto tranquila y a lo mejor un poco complaciente; pero ello no significaba que no tuviera su amor propio, ni que no mereciera ser tratada con respeto.

Sin embargo, estaba segura que ninguna de las otras tres se habría metido en una situación así. Sabía a ciencia cierta que Dee, por ejemplo, no lo habría hecho. No, le resultaba imposible imaginar que alguien pudiera engañar a Dee, con sus modales confiados y profesionales, o a Kelly, con su personalidad fuerte y positiva, o ni siquiera a Anna, con su serena amabilidad.

No. Ella era la vulnerable, la tonta, la idiota que parecía ir pidiendo a gritos que la engañaran.

Tenía que ser culpa suya. Por poner un ejemplo, solo tenía que recordar cómo se había tragado las mentiras de Julian Cox. Qué inocente había sido al creer que la amaba cuando lo único que le había movido todo el tiempo era el dinero que pensó que ella heredaría.

Se había sentido tremendamente avergonzada cuando Julian la abandonó, diciendo que jamás le había dicho que quisiera casarse con ella, acusándola de ir detrás de él, de imaginar que alguna vez había sentido algo por ella.

Beth se puso colorada. Pero no porque siguiera amándolo, que desde luego no era así, e incluso había llegado a pensar que nunca lo había sido; simplemente se había dejado embaucar por sus constantes halagos, por sus frecuentes declaraciones de amor, por su insistencia en que eran almas gemelas. Bien, desde luego había aprendido esa lección. Nunca jamás volvería a confiar en ningún hombre que la tratara así, y se había aferrado a esa particular promesa incluso cuando… Al menos no había cometido dos veces la misma equivocación. No, se dijo para sus adentros, pero había cometido otras distintas.

Su fallido romance con Julian y la humillación que había sentido al enterarse la gente, a pesar de ser muy doloroso todo ello, al menos solo le había afectado a ella. Pero lo que acababa de ocurrirle podría humillarla no solo a ella, sino también a Kelly.

Se habían ganado una estupenda reputación en la ciudad desde que abrieran la tienda de porcelana y cristal. Y su éxito se basaba en ser un pequeño punto de venta que se centraba en satisfacer las necesidades de los clientes más exigentes y, mientras pudieran, anticiparse a ellas con nuevas ideas.

Kelly ya le había dicho muy contenta que tenían varios buenos clientes, con distintas celebraciones durante esas fechas y también más adelante, a quienes les había comentado que la compra de una cristalería muy especial y original podría ser una idea excelente.

Tan solo la semana anterior, un cliente en particular le había estado explicando a Beth la ilusión que le hacía comprar tres docenas de copas de champán rojas de cristal de Bohemia.

—La víspera de Navidad celebraremos nuestras bodas de plata, nos vamos a reunir toda la familia y sería maravilloso poder disponer de las copas para ese día —le había dicho.

No era posible que Candida Lewis-Benton quisiera comprar lo que Beth acababa de desembalar. De ninguna manera.

Valientemente, Beth se resistió a la tentación de romper a llorar. Era una mujer, no una niña y, tal y como había creído demostrar cuando estaba en Praga, también podía ser una persona decidida e independiente, además de orgullosa. Era capaz de aprender a respetarse a sí misma y no le importaba lo que pensara cierta persona arrogante y mentirosa, que creía haberla conocido mejor de lo que se conocía ella misma. Una persona que había pretendido controlarle la vida, que había pensado que podía mentirle y hacer que consintiera a todo lo que quisiera diciéndole que la amaba. Y se había dado cuenta, por supuesto, de lo que a él le interesaba.

—Beth, sé que quizá sea demasiado pronto para decirte esto pero… me he enamorado de ti —le había dicho esa tarde bajo una lluvia torrencial en el Puente Charles.

—No, eso no es posible —ella le había contestado con dureza.

—¿Si esto no es amor, entonces qué es exactamente? —le había preguntado en otra ocasión, mientras le rozaba los labios con la punta de los dedos, aún inflamados después de besarse apasionadamente.

Ella le había contestado con resolución.

—Simplemente lujuria… sexo; eso es todo —y había seguido demostrándoselo.

—No te dejes engañar por las promesas que te hagan los vendedores ambulantes —la había aconsejado en más de una ocasión—. No son más que títeres al servicio del crimen organizado para engañar a los turistas.

Ella sabía muy bien detrás de qué estaba él. Lo que él pretendía era lo mismo que Julian había pretendido antes… ¡Su dinero! Con la diferencia de que Alex Andrews también había deseado su cuerpo.

Al menos en lo tocante al terreno sexual, Julian se había comportado correctamente.

—No quiero que seamos amantes… hasta que lleves mi anillo de compromiso —Julian le había susurrado apasionadamente la noche en que le había declarado su amor; un amor que no había sentido hacia ella, como más tarde se averiguaría.

En esos momentos, después de haber sufrido tremendamente por culpa de su maldad, le parecía casi gracioso. Quizá el odio exacerbado que había experimentado tras su engaño había estado más relacionado con la humillación que le había hecho sentir que con un corazón roto.

Desde luego, cada vez que pensaba en Julian en el presente, no sentía más que perplejidad por haber podido encontrarle atractivo. Había ido a Praga principalmente para demostrarse a sí misma que no era tan tonta y emotiva como él la había pintado, y además se había prometido a sí misma que jamás se dejaría engañar por las palabras de amor de ningún hombre.

Había vuelto del viaje a Praga sintiéndose extremadamente orgullosa de sí misma, e igualmente orgullosa de la nueva Beth, fría e indiferente. Si los hombres querían mentirle y traicionarla, entonces aprendería su juego. Era una mujer adulta, con todo lo que ello conllevaba. El hecho de no confiar en la sinceridad de los hombres no significaba que tuviera que negarse a sí misma el placer de encontrarles sexualmente atractivos. Eso de que las mujeres tuvieran que negar su sexualidad era cosa del pasado.

Beth se dijo a sí misma que había estado viviendo en la Edad Media, rigiéndose por un conjunto de principios morales anticuados; un conjunto de principios morales anticuados y demasiado idealistas. Pues bien, eso era ya agua pasada. Por fin había despertado al mundo real, a un mundo de crudas realidades. El derecho a disfrutar del sexo por el placer de hacerlo había dejado de ser competencia tan solo de los hombres, y si a Alex Andrews no le gustaba peor para él.

¿Habría creído de verdad que iba a tragarse las mentiras que le había contado? ¿Esa ridícula idea de que se había enamorado de ella nada más verla?

Sorprendentemente, había encontrado en Praga a un montón de personas como él. Británicos y americanos nacidos en el continente, estudiantes en su mayoría, o al menos eso decían ser, que se habían tomado un año sabático para indagar en campos antes prohibidos para ellos. Algunos tenían familiares en la República Checa y otros no, pero todos poseían un matiz en común: todos ellos habían estado viviendo de su ingenio, utilizando sus dotes de oradores para embaucar a los inocentes turistas.

Ciertamente, Alex Andrews le había hablado del muy distinto estilo de vida que decía llevar en Gran Bretaña. Según le había dicho era profesor de Historia Contemporánea en una prestigiosa facultad, que se había tomado un año sabático para pasarlo con sus familiares checos, pero Beth no lo había creído. ¿Por qué hacerlo?

Julian Cox le había dicho que poseía un próspero y respetable imperio financiero y finalmente había resultado ser simplemente un estafador que se las había apañado para burlar continuamente a la justicia. Beth había estado segura desde el primer momento de que Alex Andrews era más o menos el mismo tipo de persona.

Demasiado guapo, demasiado seguro de sí mismo… y demasiado confiado en que iba a lanzarse a sus brazos tan solo porque él le había dicho que eso era lo que deseaba desesperadamente. No era tan tonta. Quizá hubiera caído en ese tipo de trampa una vez, pero desde luego no estaba dispuesta a hacerlo una segunda.

Oh, sí, desde luego había logrado escapar de los embustes de Alex Andrews, pero no había sido capaz de…

Aturdida, Beth examinó la cristalería que tenía delante y experimentó una sensación nauseabunda en la boca del estómago. Tenía que ser un error… Tenía que serlo.

Sencillamente no podía enfrentarse al hecho de contarle a Anna, Dee o Kelly que había cometido otro disparatado error.

Beth se puso de pie con inquietud. Lo primero que debía hacer era llamar a la fábrica. Entonces, cuando estaba a punto de marcar el número que aparecía en la factura, sonó el teléfono. Al descolgarlo oyó la voz de su amiga Kelly.

—Beth, no te va a gustar nada lo que te voy a decir… —Kelly hizo una pausa—. Brough tiene que ir a Singapur en viaje de negocios y quiere que vaya con él. Quizá vayamos a estar fuera más de un mes… Y dice que como está a mitad de camino no sería mala idea si nos fuéramos a Australia a pasar un par de semanas con mi prima y su familia. Me imagino lo que debes estar pensando. El periodo más activo del año está a punto de empezar y, además, últimamente solo he trabajado un par de días a la semana… Si prefieres que no vaya, lo entenderé. Después de todo, el negocio…

Beth pensó con rapidez. Ciertamente le iba a resultar duro bandeárselas ella sola durante cinco o seis semanas, pero si Kelly se marchaba entonces no tendría que contarle lo de la cristalería. Cobardemente Beth pensó que sería mejor solucionarlo todo discretamente, sin inmiscuir a nadie más, incluso si ello significaba tener que contratar a alguien para que la ayudara en la tienda mientras Kelly estaba fuera.

—¿Beth? —oyó el tono ansioso de Kelly.

—Sí. Sigo aquí —Beth le confirmó y después de aspirar profundamente, le dijo a su amiga en el tono más jovial posible—. Por supuesto que debes ir, Kelly. Sería una estupidez perderse una oportunidad así.

—Sí… Además, echaría mucho de menos a Brough. Pero me siento culpable por dejarte sola, Beth, sobre todo en esta época del año. Sé lo ocupada que vas a estar, sobre todo con la nueva cristalería… ¿Por cierto, ha llegado ya? ¿Es tan preciosa como tú la recordabas? ¿Y si voy a…?

—No. No hace falta… —Beth se apresuró a decirle.

—Bueno, si no te importa —Kelly le contestó con agradecimiento—. La verdad es que Brough dijo que podríamos ir a Farrow hoy. Me han dado la dirección de una persona que vive allí que hace unas maravillosas reproducciones de muebles antiguos. Tiene un taller en el Old Hall Stables, que lo han convertido en un mercado de artesanos. Pero si me necesitas en la tienda…

—No. Estoy bien —Beth le aseguró.

—¿Cuándo vas a colocar la cristalería nueva en el escaparate? —Kelly le preguntó con entusiasmo—. Me muero por verla…

Beth se puso tensa.

—Esto… Aún no lo he decidido…

—Ah. Pensé que habías dicho que ibas a hacerlo nada más recibirla —Kelly protestó, muy confusa.

—Sí, es cierto. Pero… pero estoy esperando a ver si se me ocurren otras ideas; todavía faltan dos semanas antes de que empiecen a colocar las decoraciones navideñas por la ciudad, y se me ha ocurrido que no sería mala idea cambiar el escaparate al mismo tiempo…

—Oh, sí, es una idea estupenda —comentó la otra con entusiasmo—. Podríamos incluso hacer una pequeña fiesta de canapés y vinos para nuestros clientes, con bebidas y comida del mismo color que la cristalería…

—Esto… Sí, claro… Estupendo —Beth concedió, esperando aparentar un empeño que no sentía.

—Ay, pero acabo de darme cuenta que como nos vamos a finales de esta semana, voy a perdérmelo —Kelly se quejó—. Aun así, estaremos lo más seguro de vuelta para Navidad; eso es algo en lo que he insistido con Brough y, afortunadamente, él está de acuerdo conque debemos pasar nuestras primeras navidades aquí en casa… juntos… Ah y, por cierto, guárdame un juego de esas maravillosas copas, Beth.

—Esto, claro, lo haré —le confirmó.

Con un poco de suerte, podría conseguir que le corrigieran el pedido y le enviaran la cristalería que ella quería mientras Kelly estaba fuera. ¿Pero llegarían a tiempo para las ventas de Navidad? Cuando había seleccionado las piezas había elegido los colores que le habían parecido más fáciles de vender en esas fechas navideñas: rubí, azul porcelana, verde musgo y oro, todo ello en un estilo muy elaborado. Pero, a pesar de la belleza de las piezas, dudaba que pudiera venderlas con la misma facilidad en los meses de primavera y verano.

 

 

Una hora y cinco intentos fallidos de llamada después, Beth empezó a dar vueltas desesperadamente por el caótico almacén.

El horror y la rabia iniciales estaban trasformándose en una turbación y una sospecha frenéticas.

La fábrica que había visitado era muy grande, y el director comercial que la había atendido engolado y muy trajeado. Las vitrinas que forraban las paredes de su lujoso despacho estaban llenas de las cristalerías más bellas que Beth había contemplado en su vida y él la había invitado a que eligiera la que le gustara.

El despacho de su secretaria, por el cual había pasado de camino al del director comercial, estaba atestado de la tecnología más moderna y no era posible que tal organización, durante el horario de oficina, no tuviera todas las lineas de teléfono atendidas ni los faxes en funcionamiento.

Pero cada vez que Beth había marcado el número se había encontrado con un silencio total. Incluso suponiendo que ese día fuera fiesta en la República Checa y la fábrica hubiera estado cerrada, al menos habría obtenido tonalidad.

Las más terribles sospechas empezaron a tomar forma en su pensamiento.

—No te dejes engañar por lo que te enseñen —Alex Andrews la había aconsejado—. Se sabe que hay gitanos que trabajan para el crimen organizado. Su objetivo es vender artículos inexistentes a turistas inocentes para engordar las arcas de su organización con divisas extrajeras.

—No te creo. Solo lo estás diciendo para asustarme —Beth le había dicho muy enojada—. Para asustarme y para asegurarte de que hago el pedido a la fábrica de tus primos —había añadido con aspereza—. Eso es lo que tú quieres, ¿verdad? Diciéndome que te has enamorado de mí… que te importo… Yo sería la inocente si creyera tus embustes, Alex…

Beth no quería ni recordar la reacción de Alex ante tales acusaciones; no quería recordar nada de Alex Andrews; no pensaba permitirse a sí misma recordar nada en relación a él.

¿No? ¿Entonces por qué había soñado con él casi cada noche desde que había vuelto de la República Checa?

Había soñado con él solo por el alivio de saber que se había mantenido en sus trece y que no había caído en sus redes.

Miró su reloj de pulsera. Eran casi las cuatro de la tarde; no tenía sentido seguir intentándolo con la fábrica checa. En vez de ello, se pondría a empaquetar de nuevo el pedido equivocado.

Dee la dueña de la tienda y cómoda vivienda que había en el piso superior, que se había convertido en una buena amiga, la había invitado a cenar esa noche.

Beth se puso a guardar las piezas muy desanimada, estremeciéndose ligeramente mientras lo hacía. Los artículos que tenía en la mano eran más adecuados para tarros de mermelada que para copas, decidió Beth haciendo una mueca de asco.

—No sé si me equivoco —le había dicho Dee unas semanas atrás—, pero creo que he oído que algunos de los procesos de producción de porcelana y cristal son un poco burdos comparados a los nuestros.

—Quizá en un mercado de calidad inferior —Beth había defendido—. Pero la fábrica en la que estuve originariamente se dedicaba a fabricar artículos para la casa real rusa. El director de ventas me mostró unas piezas de lo más exquisito que he visto en mi vida, que habían sido fabricadas para un príncipe rumano. Me recordaron mucho a las vajillas de Sèvres, y la traslucidez de la porcelana era impresionante. Los checos están muy orgullosos de fabricar un cristal de tan alta calidad.

Esa información tenía que agradecérsela a Alex Andrews. Él se lo había comentado muy enojado cuando ella lo había acusado de intentar convencerla para que comprara el cristal a sus primos, y la causa de una disputa entre ellos.

Beth jamás había conocido a nadie que la enfureciera tanto como él. Había provocado en ella una reacción tan rabiosa y apasionada que hasta a ella la había asombrado.

Rápidamente, Beth continuó empaquetando las cajas. «Recuerda», se dijo con vehemencia. «No vas a volver a pensar en él. Ni tampoco en lo que pasó…»

Para desgracia suya, Beth se puso colorada.

—Dios mío, eres estupenda. Tan dulce y amable en la superficie y tan apasionada y alocada en privado, tan apasionada y alocada…

Furiosa consigo misma, Beth pegó un respingo.

—No ibas a pensar en él —se dijo con indignación—. No vas a pensar en él.