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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Peggy Bozeman Morse

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En manos del dinero, n.º 295 - agosto 2020

Título original: Tanner’s Millions

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-744-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

En el antiguo Oeste, los agentes del sheriff solían sentarse de cara a la puerta porque preferían ver venir los problemas de frente, no fuera a ser que los problemas los encontraran de espaldas.

Los policías del siglo XXI suelen hacer lo mismo y, más o menos, por la misma razón.

Los solteros que van a los bares también prefieren esa colocación, aunque en ese caso no es por seguridad sino para ver a las mujeres que entran.

Ry Tanner no era un agente del sheriff ni un policía y, desde luego, no estaba en absoluto interesado en las mujeres.

Por eso, estaba sentado de espaldas a la puerta. Lo único que quería era que lo dejaran solo.

Por eso había ido al River’s End, buscando olvido, y estaba a punto de encontrarlo en el fondo de una copa de whisky.

Era la cuarta noche seguida que acudía a aquel restaurante del centro de Austin, en Texas, que prometía servir buey alimentado con maíz y alcohol puro, sin adulteraciones.

Al estar muy cerca del capitolio del estado y del campus universitario, había muchos jueces y estudiantes.

Ry lo había elegido porque estaba a pocos minutos andando del hotel que en aquellos momentos era su hogar.

Un mes antes, su casa era una villa de estilo español situada en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad.

Antes, había sido la vivienda del presidente de una gran multinacional de informática y tenía un centro tecnológico de vanguardia, una piscina olímpica y un garaje para cinco coches cuya temperatura se controlaba por termostato, además de un apartamento independiente para el servicio.

Su ex mujer se había quedado con la casa tras el divorcio, además de con todo lo que había podido.

Ry no echaba de menos la casa y a su ex mujer tampoco, la verdad.

Su descontento tenía unos motivos mucho más profundos. Lo cierto es que no sabía cuándo había empezado exactamente aquella depresión que se había abatido sobre él, pero se lo había comido vivo y le había arrebatado el entusiasmo por vivir y por ejercer su profesión de cirujano plástico.

Desesperado por vivir en paz de nuevo, había vendido su consulta, lo que había supuesto que su matrimonio se fuera al garete. Aquello lo había desequilibrado porque jamás creyó que una cosa diera lugar a la otra.

Suponía que eso demostraba que lo único que Lana, su ex, buscaba en él era dinero y prestigio.

Ry detectó movimiento en la mesa de al lado y comprobó que la camarera le estaba llevando la cuenta a la pareja que tenía sentada al lado.

Era la misma camarera que le había servido a él un whisky detrás de otro durante las últimas cuatro noches.

Ry supuso que tendría unos veinte años y que sería estudiante de la universidad cercana, lo que lo hizo sentirse viejo; él se graduó en la universidad de Utah cuando aquella chica debía de estar empezando el colegio.

A pesar de todo, siguió mirándola. Verdaderamente, aquella mujer era muy guapa.

Era una cabeza más bajita que él, lo que quería decir que debía de medir casi un metro ochenta, tenía el pelo rubio y largo recogido en una cola de caballo que le caía a la mitad de la espalda y unos ojos grandes de color marrón, un par de tonalidades más oscuros que el último dedo de whisky que le quedaba a él en la copa.

Sin embargo, no era su belleza lo que lo atraía a aquel restaurante noche tras noche, sino su sonrisa.

Tenía una sonrisa radiante, abierta y natural. Aquella mujer exudaba felicidad y exuberancia, algo que Ry no había experimentado hacía mucho tiempo.

Aunque le hubiera gustado creer que se reservaba su sonrisa sólo para él, era absurdo pensarlo porque, si era sincero consigo mismo, la camarera sonreía a todos los clientes.

Mientras bebía, Ry se preguntó qué motivos tendría para sonreír tanto.

Noche tras noche, la había visto sacar bandejas, limpiar las mesas y aguantar las impertinencias de los clientes, que le echaban la culpa de todo, desde que la comida estuviera fría hasta el ruido que hacían los de la mesa de al lado.

Y siempre lo aguantaba todo con una sonrisa.

Hasta ahora.

Aunque el cambio de expresión había durado un abrir y cerrar de ojos, Ry se había dado cuenta.

No en vano era un reputado cirujano plástico, precisamente porque tenía una gran habilidad para estudiar los rostros de sus pacientes, para detectar cualquier imperfección y variación en los movimientos faciales por minúsculos que fueran.

Ry se fijó en que la chica estaba mirando el dinero que la pareja había dejado sobre la mesa y supuso que no le había parecido suficiente la propina.

Aun así, cuando los clientes se pusieron en pie, les sonrió y les dijo que volvieran pronto de una manera que sonaba bastante sincera.

Una vez a solas, recogió los vasos y las servilletas rápidamente y limpió la mesa. Al pasar a su lado, su sonrisa se hizo todavía más radiante.

–Hola, vaquero, ¿qué tal?

Se paró junto a su mesa.

–No se han portado bien, ¿verdad?

Ella parpadeó.

Obviamente, creía que nadie se había dado cuenta de lo que había sucedido. A continuación, se encogió de hombros.

–Supongo que no les ha gustado el servicio que han recibido.

El hecho de que no intentara quitarse la culpa de encima hizo que ganara otro punto a ojos de Ry.

–El servicio es perfecto –le aseguró–. Lo que le pasa a ese hombre es que es un cretino. Me he dado cuenta desde que ha entrado por la puerta –le dijo alzando la copa–. Espero que recoja lo que siembra –añadió tomándose el contenido y pidiendo otro.

–¿Por qué no se toma mejor un café? –sugirió la camarera.

Aunque Ry se dio cuenta de que estaba preocupada por él, negó con la cabeza en absoluto conmovido.

–Whisky –insistió.

La camarera dudó un momento, como si quisiera negarse, pero sonrió y recogió la copa vacía.

–Como quiera.

Ry la siguió con la mirada mientras iba hacia la barra y no pudo evitar fijarse en sus nalgas, que se movían ágilmente entre las mesas del pequeño local.

Al llegar a la barra, la observó mientras estiraba la espalda. Obviamente, debía de tener el cuerpo dolorido después de una dura jornada de trabajo.

Aunque hubiera querido, no habría podido dejar de mirarla, pues tenía unas piernas larguísimas, una bonita cintura y pechos firmes cuyos pezones se marcaban en la camisa.

Sin embargo, fue la expresión de su rostro lo que lo cautivó. La única palabra que se le ocurría para describirla era «impresionante».

Claro que jamás lo habría admitido.

El hombre que estaba en la barra, un tipo grande con bigote, dejó la copa de Ry en la bandeja de la camarera.

–Hiciste doble turno ayer y lo has vuelto a hacer hoy, así que puedes irte cuando quieras.

–Gracias, Pete –contestó la camarera, agradecida–. En cuanto cobre a unas cuantas mesas que quedan, me voy.

En cuanto se giró, Ry apartó la mirada por miedo a que viera el pánico que se había apoderado de él cuando la había oído decir que se iba.

Debía de estar borracho o loco. No conocía a aquella mujer de nada y no tenía ningún derecho a pedirle que se quedara.

–¿Quiere tomar algo más? –le preguntó al llegar a su mesa.

Ry la miró a los ojos y vio que estaba exhausta, así que decidió portarse bien.

Sabía cuál era su rango de mesas y comprobó que sólo quedaban él y un par de estudiantes que estaban en un acalorado debate sobre el sistema judicial.

–No, no quiero nada más. Tráeme mi cuenta y la de esos chicos.

–¿Son amigos suyos?

–No –contestó Ry bebiéndose de dos tragos el whisky que le habían servido.

La camarera dejó las dos cuentas sobre la mesa y le sonrió con admiración.

–Entonces, les voy a decir que los ha invitado usted. Seguro que le quieren dar las gracias.

–No hace falta –contestó Ry poniéndose en pie–. Simplemente dígales que ya está todo pagado.

Mientras se ponía la cazadora y el sombrero de vaquero, pensó que, tal vez, tendría que haber aceptado el café que la camarera le había ofrecido, porque los números de las cuentas le bailaban

Ry sacó un billete de cien dólares de la cartera y lo dejó sobre la mesa rezando para que cubriera ambas notas y dejara una buena propina para ella.

A continuación, se guardó la cartera en el bolsillo trasero de los vaqueros, dijo adiós con la mano y se dirigió a la puerta.

 

 

Kayla abrió la puerta trasera del River’s End y tomó aire para saborear la noche.

Después de haber estado nueve horas respirando aire reciclado y humo era maravilloso inhalar aire fresco y limpio aunque hiciera frío.

Mientras se dirigía a su coche, dio gracias al vaquero que le había dejado aquella generosa propina.

Al comenzar el día, le debía cincuenta dólares al casero y ahora tenía para pagarle antes del miércoles y podría mandarle un poco de dinero a su madre.

Al doblar la esquina, se chocó contra un hombre que estaba apoyado en la pared del restaurante, de espaldas a ella.

Al instante, reconoció la cazadora y el sombrero.

–Perdón –se disculpó–. No miraba por dónde iba.

Al ver que no contestaba, lo rodeó y lo miró a los ojos.

–¿Está usted bien? –le preguntó poniéndole la mano en el brazo.

–Sí –contestó el vaquero sonriendo bobaliconamente–. Me parece que habría hecho mejor aceptando la taza de café que me has ofrecido. Creo que he bebido demasiado.

–Es lo que tiene de malo tener una vejiga muy grande.

–¿Cómo dices?

–Si tuviera usted la vejiga más pequeña, habría tenido que ir al baño y, al levantarse, se habría dado cuenta de que no debía seguir bebiendo –le explicó Kayla buscando un taxi–. Espéreme aquí, voy a buscar un taxi.

–No hace falta –contestó Ry–. El Driskill está aquí al lado, a un par de manzanas.

Al oír el nombre del hotel que acababan de reformar, Kayla se quedó con la boca abierta. Aunque pasaba por delante de él todos los días, nunca había estado dentro y le habían dicho que era impresionante.

Sabía que era una locura, pero no perdía nada por acompañarlo y ver el edificio por dentro. Aquel hombre no le parecía peligroso. Si hubiera querido ligar con ella, ya lo habría intentado.

–Si quiere, lo acompaño –se ofreció.

–No hace falta, estoy bien –contestó Ry.

–Insisto, no me desvío en absoluto de mi camino –aseguró Kayla viendo que el vaquero apenas se sostenía en pie–. Paso todos los días por delante del hotel.

–¿Vienes andando al trabajo?

–Es más fácil que intentar encontrar un sitio donde apartar en el centro –afirmó Kayla encogiéndose de hombros.

–Con el frío que hace esta noche, yo me habría arriesgado –contestó Ry metiéndose las manos en los bolsillos y echando a andar.

–El frío no me molesta. De hecho, me ayuda a estar más fresca para estudiar cuando llegue a casa.

–Sabía que eras estudiante.

–¿De verdad? ¿Por qué?

En ese momento, Ry dio un traspié y, suponiendo que estaba más bebido de lo que ella creía, Kayla lo agarró del brazo.

–¿Cómo ha sabido que era estudiante?

–Bueno, sé que muchos estudiantes trabajan en restaurantes y bares del centro y, como eres tan joven, he supuesto que eras uno de ellos.

–No soy tan joven –rió Kayla–. De hecho, suelo ser de las mayores de la clase.

–Me apuesto el cuello a que no tienes más de veintiún años.

–Pues lo va a perder porque tengo veintiséis.

–¿Veintiséis? –repitió Ry parándose y mirándola de arriba abajo–. Casi, pero no –añadió retomando el paso.

–¿Qué ha querido decir con eso?

–Supongo que ir a la universidad y trabajar debe de ser muy duro –apuntó Ry.

Kayla se preguntó si había ignorado su pregunta porque estaba demasiado borracho.

–Siempre he estudiado y trabajado a la vez, así que estoy acostumbrada.

–¿Y tus padres no te pueden ayudar?

–Mi padre murió cuando estaba en el colegio y mi madre me ayudaría si pudiera, pero no suele llegar nunca a fin de mes.

Ry se paró y Kayla se dio cuenta de que estaban frente a la entrada principal del hotel. Ry frunció el ceño y Kayla supuso que era porque había un montón de gente entrando y saliendo.

–Entraremos por la puerta de atrás –le indicó llevándolo hasta allí.

Una vez dentro del hotel, lo condujo hacia los ascensores intentando no comportarse como una chica de campo que jamás ha estado en un entorno tan lujoso.

Se le hizo difícil porque jamás había visto tanta opulencia. El vestíbulo, para empezar, era enorme y de mármol.

–¿Cree que será capaz de llegar a su habitación solo? –le preguntó abriéndole la puerta del ascensor.

–Sí –contestó Ry intentando apretar el botón.

–Me parece que va ser mejor que lo acompañe –dijo Kayla viendo que había dado con el dedo en la pared.

–No estoy tan borracho.

–Aun así –insistió Kayla–. ¿Qué planta es?

–El entresuelo –contestó Ry apoyándose en la pared.

Kayla dio al botón y se colocó a su lado, lo suficientemente cerca como para agarrarlo si se escurría, pero sin tocarlo.

–¿Va a estar mucho tiempo en Austin? –le preguntó para entablar conversación.

–Vivo aquí.

Kayla lo miró sorprendida.

–¿Vive en el hotel?

En ese momento, el ascensor llegó a su destino y Ry se separó de la pared.

–No porque yo lo haya elegido así, se lo aseguro.

Al intentar salir del ascensor, se le enganchó el tacón de la bota y estuvo a punto de caer de bruces, pero Kayla lo impidió.

–¿Cuál es su habitación?

–La 255.

Al llegar a la puerta de la suite, Kayla alargó la mano y Ry le dio la tarjeta para abrirla.

Mientras lo hacía, él se apoyó en la pared y se le cerraron los párpados.

–Pues ya está, vaquero –anunció Kayla abriendo la puerta con una sonrisa–. A partir de aquí, ya puede usted solo.

Ry ni siquiera se movió, se quedó mirándola fijamente.

–Eres verdaderamente guapa.

Kayla se rió y le metió la tarjeta en el bolsillo de la camisa.

–Eso lo dice porque ha bebido mucho.

–No, no he bebido tanto.

–¿Ha oído esa canción que dice «las mujeres siempre parecen más guapas cuando llega el momento de cerrar»?

–No, pero podrías pasar y cantármela –sonrió Ry.

Kayla puso los ojos en blanco y lo empujó hacia la puerta.

–Buen intento, vaquero.

Ry bajó los dos escalones de entrada de la suite. Antes de cerrar la puerta, Kayla echó una mirada a su alrededor.

–¿Has cambiado de opinión?

–No –contestó ella–. Es que desde que empezaron las obras de remodelación del hotel, estoy deseando ver cómo ha quedado.

–Pues pasa y lo ves –la invitó Ry.

Kayla lo observó mientras se quitaba la cazadora y, al ver que ni siquiera era capaz de dejarla en el sofá, decidió que estaba a salvo con él.

Así que entró y recorrió la habitación, fijándose en la preciosa chimenea que había en el centro.

–Esto es muy bonito –murmuró fijándose en los muebles de estilo victoriano.

–Es todo de mentira.

Kayla se giró y vio que Ry se había sentado en el sofá y la estaba mirando.

–De mentira, pero caro –lo corrigió–. Debe de ser alucinante tener estos muebles tan bonitos en casa –suspiró.

–Ya te he dicho que son de mentira.

Kayla tocó uno de los cojines del sofá y acarició el suave cuero de la tapicería.

–Siéntate –la invitó Ry.

Kayla dio un paso atrás y negó con la cabeza.

–No, lo cierto es que me tengo que ir. Tengo que estudiar un par de temas antes de acostarme.

–Esos dos temas seguirán estando en el mismo sitio mañana.

–Sí –rió Kayla–. Esos dos y otros cuatro iguales de difíciles –añadió–. Tengo dos temas de anatomía para esta noche y cuatro de estadística para mañana. Tengo que mirármelos todos para la clase del lunes.

–¿Anatomía y estadística? ¿Qué estudias?

–Enfermería –contestó Kayla dando otro paso hacia la puerta–. De verdad, me tengo que ir. Gracias por haberme dejado ver la habitación.

Ry se puso en pie como si tuviera intención de acompañarla, pero sólo dio un paso al frente pues la habitación le daba vueltas.

–¿Cree que será capaz de llegar a la cama? –le preguntó Kayla preocupada por si se desmayaba y se daba un golpe en la cabeza.

A Ry se le doblaron las rodillas y se dejó caer en el sofá.

–Sí, estoy bien –contestó resoplando como si le faltara el aire.

–Si quiere, lo ayudo a meterse en la cama –se ofreció Kayla yendo hacia él–, pero luego me tendré que ir. ¿De acuerdo?

Ry tragó saliva, pero no contestó.

Kayla rezó para que no le vomitara encima, se acercó a él y lo tomó de la mano.

–Venga, vamos, vaquero –le dijo tirando de él y poniéndolo en pie–. Por aquí –añadió pasándole el brazo por los hombros para sujetarlo.

Al llegar a una de las dos habitaciones que tenía la suite, Kayla encendió la lámpara que había en la mesilla de noche y dejó caer a Ry sobre el colchón.

Frunció el ceño y se preguntó si debería quitarle la ropa o no. Al final, decidió que no, que con quitarle las botas sería suficiente.

–Le voy a quitar las botas, ¿de acuerdo?

Desde luego, si la había oído, Ry no contestó.

Kayla tomó una de las botas entre las manos y comenzó a tirar con todas sus fuerzas. Cuando consiguió quitársela, dio con el trasero en el suelo.

Acto seguido, hizo lo mismo con la otra.

Durante todo el proceso, Ry ni se movió.

Satisfecha por haber cumplido con su deber, fue hacia la puerta, pero entonces se dio cuenta de que Ry llevaba un cinturón con una gran hebilla que probablemente sería muy incómoda.

Volvió a su lado y se la soltó. Por si acaso, para que no le faltara el aire, también le desabrochó el primer botón de los vaqueros.

Cuando se disponía a apartarse de la cama, Ry le agarró la mano.

Lo miró a los ojos y comprobó que los tenía cerrados, pero no se había quedado dormido.

–No te vayas –le dijo.

Kayla pensó que debería salir de allí corriendo, pero había algo que la retenía.

No era su mano, porque no la estaba agarrando con fuerza y, desde luego, no habían sido sus palabras, pues no habían sido una orden sino, más bien, una súplica.

Aquel hombre parecía desesperado.

–¿Qué te pasa, vaquero? –le preguntó Kayla sentándose en el borde de la cama–. ¿Te encuentras solo?

–He estado solo durante toda mi vida.

–¿No tienes familia?

–Cuatro hermanos –contestó Ry.

–Entonces, es imposible que estés solo –rió Kayla acariciándole la mano–. Yo tengo dos hermanos y cuatro hermanas y te aseguro que hubo veces cuando vivíamos todos en la misma casa que habría matado a alguno para tener un poco de intimidad.

Ry entrelazó los dedos con los de Kayla y ella sintió la poderosa fuerza que emanaba de su cuerpo.

Lo miró para ver si él también se había dado cuenta, pero Ry seguía teniendo los ojos cerrados y la expresión no le había cambiado.

Se preguntó quién sería aquel hombre, qué haría en la vida. Desde luego, no tenía manos de obrero. Aunque tenía manos fuertes, las tenía muy cuidadas, con la manicura hecha.

Al darse cuenta de que tenía la marca de una alianza, suspiró irritada.

–¿Y tu mujer no te hace compañía?

–Estoy divorciado.

Kayla se preguntó si estaría mintiendo. Sabía que había hombres que se quitaban las alianzas cuando salían, pero lo cierto era que su estado civil no le importaba porque no tenía ninguna intención de tener una aventura con él.

–¿Cómo es que estás siempre contenta?

Kayla lo miró sorprendida.

–¿Qué se gana estando triste?

–A veces, no hay opción.

–La felicidad es una opción –le aseguró Kayla–. Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia tu vida! La vida es muy corta como para pasársela sintiéndose mal.

–Parece fácil cuando tú lo dices.

A Kayla le entraron ganas de reírse porque ella no había tenido una vida precisamente fácil, pero no serviría de nada cargarlo a él con sus problemas… Aquel hombre ya tenía bastante con los suyos.

Al darse cuenta de que respiraba acompasadamente, retiró la mano con cuidado.

–No te vayas, por favor.

Kayla lo miró y sonrió con tristeza. Le hubiera gustado poder quedarse porque parecía que aquel hombre necesitaba un amigo de verdad.

–No me puedo quedar –le dijo sinceramente apagando la lamparita–. Que duermas bien, vaquero –murmuró.

Casi había llegado a la puerta cuando el vaquero la llamó.

–Dime.

–No sé cómo te llamas.

Kayla sonrió pensando que no se acordaría al día siguiente.

–Me llamo Kayla, Kayla Jennings.

 

 

Cuando Ry se inscribió en el hotel, el recepcionista le había advertido que todavía había obras en el edificio, pero jamás había esperado que lo despertara el atronador ruido de un martillo hidráulico.

Con la idea de matar al operario, se incorporó de la cama, pero volvió a tumbarse al sentir un terrible dolor en la cabeza.

Entonces, se dio cuenta de que no era un martillo hidráulico lo que retumbaba en su cabeza sino una horrible resaca.

Tomó aire varias veces y, de repente, le pareció que allí olía a mujer.

Intentó recordar si había ligado con alguna. Aunque tenía los detalles de la noche anterior un poco borrosos, se acordaba de haber ido al River’s End a beber hasta explotar.

Por la tremenda resaca que tenía, por lo visto lo había conseguido.

Entonces, recordó a la camarera, que lo había acompañado al hotel y había insistido en dejarlo en su habitación.

Pero no recordaba que se hubiera ido.

Ry abrió los ojos y pensó que, tal vez, había sido víctima de uno de esos timos que contaban en el periódico en los que una mujer drogaba a un hombre y luego le robaba todo.

Se tocó el bolsillo trasero y comprobó que su cartera seguía allí. También el Rolex seguía en su muñeca.

Miró a su alrededor y vio sus botas en el suelo y su cinturón enroscado encima. No recordaba habérselos quitado, así que supuso que había sido la camarera.

¿Qué más le habría hecho?

Ry se pasó los dedos por el pelo y se dijo que nada más, porque él no debía de estar para muchos trotes. Pero sí recordaba, con total claridad, haber querido más.

Volvió a tomar aire para aspirar su aroma y seguir recordando.

Vio su sonrisa y la expresión de maravilla que había llenado sus ojos mientras recorría la suite.

Recordó cómo le había dicho que jamás había tenido muebles bonitos, la vio sentada en el borde de la cama y sintió el consuelo de sus dedos.

Y le pareció estar escuchando de nuevo aquella voz dulce y amable que le había preguntado si se encontraba solo.

En ese momento, sonó el teléfono y Ry se tapó los oídos. Antes de que volviera a sonar, lo descolgó.

–Doctor Tanner –dijo dejándose llevar por la costumbre.

–Buenos días, doctor Tanner. ¿Te he despertado?

Era uno de sus hermanos, Ace, y parecía realmente divertido.

–La verdad es que sí –contestó cerrando los ojos con fuerza y volviéndolos a abrir para despertarse del todo–. ¿Se puede saber por qué me llamas a las siete de la mañana un domingo? –añadió al ver la hora que era.

–Hemos quedado para vernos hoy en el rancho.

Ry se apretó el puente de la nariz.

No quería ir al rancho.

Había ido más veces en los meses que habían transcurrido desde la muerte de su padre que en todos los años que habían pasado desde que se había ido de casa.

Y cada viaje se le hacía más difícil porque sacaba a la luz recuerdos y remordimientos que había querido tener enterrados durante años.

Pero era un Tanner y tenía el mismo sentido del deber que sus hermanos. Por eso, todos habían acudido al rancho familiar y Ry no estaba dispuesto a dejar que fueran sus hermanos los que tuvieran que lidiar con las cargas y las pesadillas que su padre había dejado tras su muerte.

–¿A qué hora?

–A mediodía. Así, comeremos todos juntos.

–No contéis conmigo para comer porque no me va a dar tiempo de llegar. Estaré allí sobre la una.

–Muy bien, nos vemos luego.

Ry colgó el teléfono y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

Desde luego, ir al rancho aquel día no figuraba en su agenda.

Claro que ya no tenía ninguna agenda.

Ya no tenía casa.

Ni mujer.

Ni consulta.

No tenía nada que hacer.

Cuando empezó a sentir que se hundía en un pozo negro, recordó las palabras de Kayla.

«Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia de vida! La vida es muy corta como para pasársela sintiéndose mal».

Ry frunció el ceño mientras pensaba en el consejo, pero se rió. Ella era joven y todavía y no había sufrido como él para darse cuenta de que la felicidad no era una opción.

De vez en cuando, todo se torcía.

Y, aunque quisiera ver la vida de color de rosa, como ella le había dicho, Ry tenía la sensación de que no le serviría de nada porque hacía tanto tiempo que no era feliz que ya ni siquiera recordaba lo que lo hacía feliz.

Sin embargo, ahora que no tenía casa ni mujer ni consulta disponía de todo el tiempo del mundo para averiguarlo.

Y, además, tenía suficiente dinero como para no tener que trabajar mientras tanto.

A diferencia de la camarera.

Ry recordó que Kayla le había contado que su padre había muerto cuando ella estaba en el colegio y que su madre no la podía ayudar a pagar la universidad y se preguntó qué motivos tendría para ser tan feliz.

Desde luego, trabajar y estudiar a la vez no debía de ser muy placentero, pero su felicidad parecía genuina y su sonrisa lo suficientemente radiante como para alumbrar un corazón tan destrozado como el suyo.

Ry suspiró, se levantó y fue al baño a ducharse diciéndose que aquella mujer debía de estar loca o, tal vez, fuera una ilusa.

«O quizá he conocido a Pollyanna en carne y hueso», rió.