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LOS VISIGODOS

HIJOS DE UN DIOS FURIOSO

LOS VISIGODOS

HIJOS DE UN DIOS FURIOSO

José Soto Chica

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Los visigodos. Hijos de un dios furioso

Soto Chica, José

Los visigodos. Hijos de un dios furioso / Soto Chica, José.

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2020. – 592 p., 8 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia Medieval) – 1.ª ed.

D.L: M-22589-2020

ISBN: 978-84-120798-9-0

94(460).02

94(363.1/62)

LOS VISIGODOS

Hijos de un dios furioso

José Soto Chica

© de esta edición:

Los visigodos. Hijos de un dios furioso

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-120798-9-0

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Revisión técnica: Alberto Pérez Rubio
Producción del ePub: booqlab

Primera edición: octubre 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2020 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Para mi amigo José Julio Ríos
García, con quien contemplé en
Bosnia el rostro del dios furioso y
junto al que sangré en España. Julio,
no tentaremos más la suerte ¿vale?
Reconozcámoslo, ya estamos mayores
para eso, no somos inmortales.
Pero nuestra amistad sí lo es.

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Introducción. Los godos y la primera España

Capítulo 1 «Los que ponen a prueba el valor de los romanos»

Capítulo 2 De los tervingios a los visigodos (337-378)

Capítulo 3 «El inicio del terror para el Imperio»

Capítulo 4 «Por la causa de Roma»

Capítulo 5 «Fue creado rey en Hispania»

Capítulo 6 «Exterminados por doquier los tiranos y vencidos los invasores de España»

Capítulo 7 «La gloria de un triunfo superior al de los demás reyes»

Capítulo 8 Un reino por dentro: Ejército, legislación, administración, economía, sociedad y cultura

Capítulo 9 «Con la espada, el hambre y la cautividad»

Anexo: Cronología

Bibliografía

Índice analítico

Agradecimientos

He de comenzar agradeciendo a mis editores, Alberto Pérez Rubio, Javier Gómez y Carlos de la Rocha la confianza e ilusión que han depositado en mi trabajo y la amistad con que las han acompañado. Alberto, en afortunada frase, me dijo que «era un honor que estuviera junto a ellos en el muro de escudos de Desperta Ferro». «Pelear» hombro con hombro junto a vosotros en el campo de batalla de la pasión por la historia es todo un épico regalo de los dioses.

Pero, además, Alberto me lanzó tras la pista de los hijos del dios furioso y ha tenido la paciencia de leer el manuscrito, sugerir correcciones e ideas, elegir la preciosa portada, así como las imágenes que ilustran la obra, etc. Y todo ello con montañas de cariño y amistad y con horas de buena conversación sobre historia.

Carlos de la Rocha ha creado los mapas que acompañan al volumen y con ello lo ha hecho más comprensible para los lectores.

Javier Gómez siempre vela porque la información llegue de forma fluida y atractiva y porque uno tenga la sensación de que no se puede estar en mejores manos a la hora de escribir un libro.

Desperta Ferro cuenta con un maravilloso equipo de profesionales que, junto a su saber hacer, ofrecen a sus autores amabilidad y simpatía de calidad y proporciones tales que hubieran brillado con fuerza en el thesaurus del rey godo con más intensidad que la mesa del rey Salomón. Gracias Isabel López-Ayllón por las oportunas correcciones al borrador inicial de este libro, por estar atenta a todos los innúmeros detalles que hacen de un manuscrito un buen libro y por ejercitar una paciencia salvífica con mis manías como autor y mis correcciones de última hora. Gracias a ti también, Mónica del Hierro, por recibir los primeros envíos de los Visigodos: Hijos de un dios furioso y gracias, Laia San José, Cristina Gil y Beatriz Pascual por estar siempre atentas a mis peticiones y a ofrecerme siempre soluciones con gentileza y una sonrisa, y gracias también a todo el equipo en general de Desperta Ferro Ediciones.

La doctora Esther Sánchez Medina, cuyo buen hacer como historiadora solo palidece ante la generosidad y grandeza de su corazón, tuvo a bien regalarme un maravilloso prólogo. Esther, tu amistad es un lujo y el poder disfrutar de ella y de tu saber, una suerte sin medida.

Siempre digo que mi sobrino, el doctor Jorge Juan Soto, pone la mirada que a mí me falta. Sus ojos rastrean para mí lugares de batalla o rutas de migración, escudriñan marfiles romanos, examinan mosaicos… y, además, su magia informática me permite siempre avanzar pese a mi inveterada costumbre de hacer que los ordenadores se bloqueen. Gracias por estar siempre ahí y por compartir conmigo tu saber y tu gusto por la historia.

Ana María Berenjeno y Eduardo Kavanagh, arqueólogos y amigos, transitaron conmigo y con mi hijo Ciro Alejandro, las montañas Transductinas en busca del escenario auténtico en donde se libró la gran batalla en la que el reino visigodo se hundió y la historia de nuestro país giró. Su saber me ha permitido rectificar errores, ver la batalla de una nueva forma más acorde con las fuentes y, sobre todo, disfrutar como un enano en un proyecto de investigación conjunto que seguro que dará frutos jugosos y sorprendentes.

Ana, además, con sus excavaciones en la Isla Verde, poco a poco, va rescatando la memoria de la olvidada Mesopotaminoi y su sonrisa y amistad siempre han sido un faro luminoso para mí en estos ya veintitrés años de amistad.

Eduardo, que además de arqueólogo es el editor de Desperta Ferro Antigua y Medieval, también me ayudó con una mejor y más precisa ubicación de la decisiva batalla de Vouillé y sus apreciaciones son siempre motivo de fructífera reflexión.

He de agradecer también al bombero forestal José Turrillo Blanco que nos guiara por las fragosas lomas de los antiguos montes Transductinos y que haya puesto a mi disposición su amplio conocimiento de la zona y de sus tradiciones e historia oral, tan útiles, por ejemplo, para estipular asuntos tales como hasta dónde llegaban las marismas del Almodóvar o la de La Janda en un año lluvioso o hasta dónde alcanzaban en el estío más riguroso.

El doctor y comandante médico militar, Francisco Aguado Blázquez, cuyo hercúleo conocimiento de la historia de Bizancio y Asturias y de la historia de la Medicina tiene algo de heroico, siempre ha estado atento a mis preguntas y siempre las ha contestado todas arrojando luz y buen sentido sobre todas ellas, amén de facilitarme textos y trabajos y su amistad generosa y firme.

La esposa de Paco, Ana Cadena, tuvo también la amabilidad de facilitarme textos de su amplísima y fascinante biblioteca y siempre es un regalo contar con su ayuda.

El profesor y doctor Luis Gonzaga Roger Castillo, el último hombre renacentista, tuvo la amabilidad de ayudarme en la traducción e interpretación de no pocos oscuros textos latinos de los siglos V al VIII y compartió conmigo su enciclopédica maestría en filosofía, hermetismo, religiones comparadas, y media docena más de disciplinas y saberes.

Mis compañeras del Centro de Estudios bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, las doctoras Maila García Amorós y Panagiota Papadopoulou, me auxiliaron con la traducción de textos griegos y el doctor Carlos Martínez, también compañero del centro, me facilitó varios trabajos y fuentes. El doctorando Daniel Hernández hizo otro tanto y me ayudó a comprender bajo una nueva óptica las enigmáticas conexiones entre Bizancio y el norte de Hispania a inicios del siglo VII.

Miguel Jerónimo Navarro, doctorando, discípulo y amigo, me ha ayudado a consultar obras antiguas y medievales, analizar piezas de arte visigodo, etc. Su ayuda ha sido todo un alivio y sus ideas y opiniones sobre la influencia del modelo palatino bizantino entre los visigodos me han resultado muy esclarecedoras.

Pero, sin duda, mi centro de investigación, el Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de Granada, gira en torno a dos grandes personas y maestros: la doctora y profesora titular Encarnación Motos Guirao, mi maestra y amiga, siempre dispuesta a ayudarme y a ofrecerme su consejo y el catedrático Moschos Morfakidis Filactós, tan sabio como generoso. Gracias por tantos años de enseñanzas y amistad.

La doctora Gracia López volvió a ofrecerme la aclaración de algunos términos árabes y su ayuda con los textos en dicha lengua. Gracias.

El arqueólogo Jaime Vizcaíno, el maestro de la arqueología bizantina en España, me ofreció su saber y unas estupendas imágenes sobre uno de sus descubrimientos en la antigua Cartago Spartaria y de la famosa inscripción de Comenciolo y por si fuera poco, su amistad y el recuerdo de un inolvidable momento sentados en las gradas del teatro de Cartagena como dos buenos ciudadanos romanos.

Juan José Sánchez Guerrero, jefe del centro de coordinación y gestión de la biblioteca universitaria de Granada, siempre ha velado porque pudiera acceder a todos los libros, artículos y documentos que necesité y siempre me ha ofrecido su amistad generosa. Gracias, Juanjo.

Mis hijos, Ciro Alejandro y Darío Ulises, ejercitaron de nuevo una bíblica paciencia con su padre y me auxiliaron miríadas de veces consultando concilios y crónicas que el travieso escáner se empeñaba en oscurecer y que me obligaban una y otra vez a volver al viejo papel por mor de una palabra que la informática no había logrado rescatar del todo. Ellos también han sido mis ojos y siempre son el centro de mi corazón.

Mi hermana Esperanza, un ángel de la guarda, mi hermana Mari y mi cuñado Antonio Fernández, otro par de ángeles guardianes, siempre están cuidándonos y haciendo más fácil nuestra vida. Muchas gracias.

En fin, soy un hombre con suerte y eso quiere decir: amigos, muchos y buenos. Vosotros sabéis lo importantes que sois para mí. Gracias de corazón.

Prólogo

Escribía el escritor argentino Julio Cortázar en «Destino de las explicaciones», relato brevísimo contenido en Un tal Lucas (1979), que:

En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural.

Puede que esta no sea la más hermosa de las citas para iniciar el prólogo de un libro. Estoy de acuerdo con usted. Cierto. Sin embargo, es probable que sea una buena reflexión de partida para esta obra que tiene ahora entre sus manos y que se dispone a leer tan pronto como este preludio llegue a su fin.

La Historia, y las pequeñas historias –con minúscula– que la componen, se nos presenta por múltiples vías, pero no de una forma sencilla y lineal, sino a través de la superposición de cientos de relatos, y también a través de la cultura material, tan cotidiana a veces como pueda serlo una moneda o los restos de una iglesia, un palacio o una simple granja. Esta compleja y necesaria superposición no siempre nos permite vislumbrar con claridad el pasado, en especial si este es tan lejano como aquel de los días de Alarico, de Leovigildo, o del malogrado Wamba. Necesitaremos, por tanto, un guía, alguien que dé algo de luz al legado de aquellos siglos, de modo que este se vuelva aprehensible, cercano. Ese será el papel de nuestro autor, José Soto Chica. Él, que tanto sabe de ver en la oscuridad, será nuestro lazarillo, pues los siglos centrales de estas historias sobre los visigodos transcurren en una supuesta oscuridad que, sin embargo, resultará fascinante bajo una tea adecuadamente orientada ante nuestros ojos.

La Antigüedad tardía, periodo en el que se desarrolla plenamente el mundo visigodo y en que se producirá su consolidación plena, primero, en la Galia y, más tarde, con mayor éxito, en las antiguas provincias hispanas, es una época de claroscuros. Una época en la cual, la historia de los godos o de cualquier otro pueblo, no puede ser otra que la historia misma de la gran Roma, pues es esta la que, además de dejar testimonio escrito de todo lo acaecido, marca las pautas de relación con el resto de poderes. Así, en las siguientes páginas veremos cómo, desde los primeros contactos con los godos, Roma se muestra rectora de las relaciones. A través de pactos logrará su participación en la guerra contra los persas sasánidas de Sapor I y con cuantiosos subsidios despertará el interés de este y otros pueblos por la política del Imperio y por todo aquello que ocurría en el interior del limes. Pues no nos engañemos, los limites del Imperio no eran más que las permeables fronteras que envolvían el verdadero tesoro de Roma, el Mediterráneo. El mare nostrum era la auténtica Roma. A través de él se desarrollarán los más importantes capítulos de una historia, la de la Antigüedad tardía, absolutamente vertebrada y en la cual nada puede concebirse sin el tejido interconectado que supone este mar y la romanidad que articuló, desde el proceso de expansión territorial tardorrepublicano, los territorios provinciales, entre los cuales Hispania siempre desempeñó un importante papel. Esta romanidad estaba, a su vez, basada en un peligroso binomio: Romanitas vs. Barbaricum, el cual encerraba la paradoja de sustentarse sobre un desequilibrio imprescindible, el de la superioridad de la civilización romana frente a la barbarie de las gentes que poblaban dentro y fuera del Imperio. Pero ¿qué ocurrió en estos postreros siglos de la otrora floreciente Roma?, ¿se rompió acaso ese equilibrio en pos de una progresiva integración de elementos bárbaros en el seno de una transformada romanidad? Así fue y, en gran medida, ello se debió a las actuaciones godas que jalonaron de importantes hitos político-militares la historia del Bajo Imperio.

En realidad, fue la propia Roma la que concedió carta de naturaleza a unos godos que, a partir del foedus del 332, comenzarán a instituirse como intermediarios entre las distintas gentes, a uno y otro lado del limes, y Roma. Estas gentes formaban parte de una realidad étnica muy compleja que la actual historiografía –desdeñados ya los principios esencialistas que acompañaron la ciencia histórica en épocas pasadas– nos muestra cada vez con más claridad como híbrida, fruto de un intenso mestizaje tanto interno como externo, el cual facilitó sin duda el desarrollo de los mecanismos de integración necesarios para que el barbaricum, los bárbaros, acabaran convertidos en portadores de la romanidad más allá de la tan pregonada «caída» de Roma del año 476.

Constantino Cavafis en su famoso poema «Esperando a los bárbaros» afirmaba que estos, los bárbaros, eran al fin y al cabo una solución. Pero solución o no, los bárbaros, en especial los godos, son la clave interpretativa para comprender los cambios de equilibrio entre la parte oriental y occidental del Imperio, así como su distinta suerte durante el siglo V. Los godos forman, por tanto, parte de esas amontonadas explicaciones que mencionaba Cortázar en su cuento, pues la ambivalente relación de Roma con las externae gentes, convertidas con el paso de los siglos en intralimitáneas, es el eje central de los siglos finales de la Antigüedad.

Esta relación estuvo siempre animada por el mutuo interés y generó desde sus orígenes controvertidas emociones en ambos lados. Así, el historiador hispano Orosio, ante la debacle sufrida por Teodosio en la batalla del río Frígido en el 394, se atreve a afirmar que la muerte de más de 10 000 godos aliados del emperador «fue sin duda una ganancia y su derrota una victoria» (VII, 35, 19). Desde luego, los romanos no hicieron de la necesidad –de entenderse– virtud y tampoco los godos, cuya relación se movió siempre en el estrecho margen que iba del amor al odio, sin dejar por ello, de buscar la aprobación de Roma y emular sus poderes, de los que en muchos casos acabaron formando parte a través de las magistraturas militares.

Más tarde, el vacío de poder creado por una exigua administración imperial dio lugar a crecientes aspiraciones políticas en todo el Occidente, entre las cuales destacará sobremanera, la del reino visigodo. El proceso se inició en Galia con un primigenio proyecto, que se vio truncado en la batalla de Vouillé del 507, pero que, sin embargo, logró consolidarse al otro lado de los Pirineos, en las antiguas Hispaniae. La península ibérica vería así surgir un reino heredero del poder de Roma, del que solo de un modo tardío trataría de desligarse, a raíz del intento de Constantinopla de retomar de manera efectiva el control de los territorios –renovatio imperii– que en otro tiempo habían formado parte de la nómina provincial. En este contexto absolutamente interconectado de los siglos VI y VII vivirá el reino visigodo de Toledo sus mejores momentos. Por una parte, emulando a la vieja Roma –e.g. fundando ciudades reales como Recópolis– y, por otra, avanzando hacia un mundo claramente medieval, en el cual la unificación religiosa bajo el credo niceno desempeñará un importantísimo papel como aglutinador identitario de la población peninsular y sus poderes eclesiásticos asumirán gran parte de las acciones rectoras de su sociedad.

Todo este proceso se verá interrumpido y transformado en una nueva realidad debido a la rápida irrupción de los arabobereberes, los cuales, con su vertiginoso avance hacia el Occidente irán quebrando uno a uno los miembros del anciano cuerpo político de legitimidad y fides que había supuesto durante siglos Roma, para terminar conquistando no solo cada una de las extremidades de este cuerpo agonizante que era el antiguo Imperio –reino visigodo incluido– sino también su tejido interconectivo, su sangre, el Mediterráneo.

Esta es, en líneas generales, la historia que encontrará el lector en las siguientes páginas, una historia en la cual su autor, José Soto Chica, Pepe, se muestra empático, cercano a los autores antiguos a los que sigue con devoción, ofreciéndonos unas páginas narradas con entusiasmo, con una prosa en ocasiones épica, pues en este libro que el lector se dispone a leer, el escritor, el novelista, vence con frecuencia al historiador, al académico, y junto a los datos y el análisis se amontonan también los detalles, las anécdotas, y también los muertos y el olor a sangre… y los gritos de desesperación de los heridos y los hambrientos.

Ahora, no tenga miedo, no se detenga. Avance. Busquemos juntos el basural y ayúdese del autor, de Pepe, para desentrañar todas las amontonadas explicaciones que necesita el mundo visigodo y no espere –como hacían los romanos de Cavafis– a los bárbaros…, ahora son ellos los que le esperan a usted.

En la vieja Complutum, más tarde
Alkal’a Nahar, a 31 de julio de 2020,

Esther Sánchez Medina

Introducción

Los godos y la primera España

Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de
príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras
que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por
derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien
reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el
Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más
ilustre porción de la tierra, en tu suelo campea alegre y florece
con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo.

Isidoro de Sevilla, Historias, 1-101

La cita con la que comienza el capítulo es el inicio del De laude Spaniae (Alabanza de España), y fue escrita por Isidoro, obispo de Sevilla, en el año 626 –hace ya casi mil cuatrocientos años– y bajo el reinado del rey godo Suintila (621-631) en el momento en que este último había completado el control godo sobre la totalidad del territorio de la península ibérica.2

El De laude Spaniae de san Isidoro fue el primer panegírico dedicado a Hispania como entidad independiente. De hecho, desde la segunda mitad del siglo VI y a lo largo del siglo VII, fue cada vez más común usar el término Spania como sinónimo del territorio del estado erigido por los godos de Occidente. Así, por ejemplo, Juan de Bíclaro, obispo de Gerunda (Gerona), reservaba ese nombre, Spania, al territorio que los godos controlaban en la península ibérica, mientras que designaba como Reino de Gallaecia a las tierras controladas por los suevos. Cuando en el 585 estos últimos perdieron su independencia frente a los godos, sus antiguos dominios se integraron en lo que Juan de Bíclaro llamaba Provincia Hispaniae. Y es que aunque los reyes visigodos seguían llamándose Rex Gothorum también se denominaban a sí mismos y eran llamados Regis Spaniae atque Galliae.3 Fuera del Reino tampoco se tenía duda alguna de lo que en realidad eran y así, Gregorio de Tours, un cronista franco de finales del siglo VI, llamaba a Leovigildo (569-586) Rey de los Hispanos y a su hijo, Recaredo (586-601), Rey de Hispania.4 Y lo cierto es que al subir al trono un nuevo monarca, a quien se exigía el juramento de fidelidad era a «Todos los pueblos de Spania».5 Era esta una fórmula muy significativa que identificaba Spania con el ámbito de la soberanía ejercida por el rey godo. Identificación que, por otra parte, y de forma aún más señalada si cabe, también se reflejaba en la Lex Visigothorum o Liber Iudiciorum, código constituido en un principio por Recesvinto en el 654. Así, por ejemplo, en una ley promulgada por Wamba (672-680) podemos leer como encabezado de la ley que debía regir la movilización general en caso de ataques enemigos: «qué hay que hacer si se originasen hostilidades en los confines de Hispania». Como se habrá advertido, no se nombra ni a Gallaecia, ni a Galia, pese a que las disposiciones nombradas regían para todo el reino, sino que se abarcaba por completo a este último en la palabra Hispania y para que no quedara duda de ello, algo más abajo el legislador aclaraba: «y si alguien dentro de las fronteras de Hispania, de la Galia, de Galicia, esto es, en todas las provincias que están sujetas a la jurisdicción de nuestro gobierno […]». Y lo que acabamos de evidenciar al citar esta ley, es decir, la equivalencia y concreción de todo el reino en el término Hispania de las partes que lo constituían, se sigue manifestando en leyes como la que trataba de los siervos huidos: «así mismo cualquier persona que resida o se halle en los límites de Hispania […]». Y es que la realización de la unidad política, legislativa y religiosa del reino godo se estaba concretando y se iba expresando en una creciente sinonimia entre Regnum gothorum (reino de los godos) y Spania. Una patria, un regnum que era asimismo condensado por los «intelectuales» como Juan de Bíclaro, Braulio de Zaragoza, Isidoro de Sevilla, Eugenio de Toledo o Julián de Toledo en la voz Spania,6 que no era sino la nueva identidad labrada desde la segunda mitad del siglo VI por reyes como Leovigildo, Recaredo, Sisebuto o Suintila. Pues es que, aunque Isidoro era hispanorromano y Suintila era godo, esas diferencias, antaño tan importantes, se estaban difuminando y se estaba consolidando una nueva realidad.

Esa identidad, esa realidad, se asentó por completo y puede comprobarse en los textos que se escribieron en los cien años que siguieron a la destrucción del reino visigodo de Toledo. Así, en el 715/716, pasados apenas cuatro años de la gran batalla que vio sucumbir ante los musulmanes al ejército godo encabezado por Rodrigo, un cronista contemporáneo de los hechos, el de la Crónica mozárabe del 754, nos dice:

Abd al-Aziz había impuesto la paz por toda España durante tres años, sometiéndola al yugo del censo. Vanagloriándose en Hispali [Sevilla] con sus riquezas y honores que compartía con la reina de España, a la que se había unido en matrimonio, y con las hijas de los reyes y príncipes con las que se amancebaba y después abandonaba imprudentemente. Promovida una conjuración de los suyos, fue asesinado por consejo de Ayyub cuando se dedicaba a la oración. Éste gobierna España durante un mes, y por orden del príncipe le sustituye en el trono de Hesperia Al-Hurr, a quien se le informa de la muerte de Abd al-Aziz en el sentido de que por consejo de la reina Egilóna, anterior esposa del rey Rodrigo, con la que aquél se había casado, intentaba alejar de su cerviz el yugo árabe y asumir individualmente el conquistado reino de Iberia.7

El texto anterior es muy significativo. Primero nos habla de un reino, esto es, de la dimensión espacial de una identidad política, que persistía más allá de la destrucción del gobierno de su rey nativo, Rodrigo, el gothorum rex, el rey godo que había sido derrotado y muerto por los invasores musulmanes en julio del 711. Ese reino que ahora administraban gobernadores árabes designados por el califa, se denomina Spania (España), y de forma arcaizante, poética y helenizante, Iberia y Hesperia. Los conquistadores árabes asumirían estas designaciones, Spania y Hesperia, y las harían figurar en las monedas que desde el 712 comenzaron a acuñar en la península ibérica, y en las que puede verse la estrella de ocho puntas que simbolizaba a Hesperia, «el país de la estrella del ocaso», y las latinas letras SPAN que designaban al reino que acababan de someter: Spania. De hecho, el nombre árabe, al-Ándalus, solo aparecería en las acuñaciones monetarias islámicas a partir del 717 y como equivalente del latino Spania que, además y para reforzar esa equivalencia, seguía apareciendo en la otra cara de la moneda en letras latinas: Span.8

En segundo lugar, el texto de la Crónica mozárabe del 754 deja claro que Abd al-Aziz, que por cierto era hijo de Musa ibn Nusair, el conquistador y primer valí (gobernador) de España, pretendía, por consejo de su esposa, la reina goda Egilona, la enviudada esposa del rey Rodrigo, a la que nótese que se sigue llamando reginam Spanie (reina de España), hacerse con el trono de Spania e independizarse del poder del califato. Para ello, Abd al-Aziz contaba con el soporte y legitimidad que parecía darle su matrimonio con esta reina, una mujer a todas luces influyente y poderosa.

En tercer lugar, el texto constata que más allá de la conquista y destrucción del reino godo de Toledo, Spania pervivía como entidad política, si bien integrada como provincia del gigantesco imperio del califa de Damasco. Por eso, cada vez que era nombrado un valí para al-Ándalus, e iniciaba su gobierno, el cronista mozárabe del 754 lo consignaba en su crónica con expresiones como «llega al trono» o «reina en España» (regnat in Spania).9

Así de sencillo y claro. Más de cuarenta años después de la mal llamada batalla de Guadalete, Spania, esto es, lo que hoy suman desde un punto de vista peninsular Portugal y España, pervivía como idea política, como entidad que podía estar dominada por los musulmanes, sí, pero que no tenía por qué seguir estándolo, o al menos no en su totalidad, y cuya unidad intrínseca, en tanto que sujeto político, se reconocía y se aspiraba a mantener o a recomponer, según el caso y en función de si pertenecía a los dominadores islámicos, a los dominados mozárabes o a los rebeldes norteños.

También lo creían así los visigodos que resistieron en la Septimania y que terminarían sumándose a los carolingios y reconquistando las tierras de la Marca Hispánica, solar de los condados catalanes, tierras que, por cierto y como señal inequívoca de la percepción que de sus gentes se tenía y que de sí mismas ellas tenían, serían llamadas, a partir del año 817, marquesado de Gotia, denominación que agrupaba a todos los condados de la Marca Hispánica y de Septimania, y que mantendrían hasta el 865. Esta denominación perviviría en el nombre del territorio hasta conformarlo y con tanto prestigio que, todavía en el año 972, el conde Borrell II de Barcelona haría ostentación del título de duque de Gotia en un alarde hispánico que, asimismo, quedó reflejado, en el 988, en la adopción del título de duque de Iberia o en el de «duque de la España Citerior» que le otorgó el contemporáneo historiador Richer.10

Y es que los godos de Septimania y la Marca Hispánica también creían que Spania, bajo el control musulmán, debía de ser recuperada por los cristianos que combatían a los conquistadores sarracenos. Por eso, en el año 797, un escritor de la antigua Septimania gótica, al sudeste de la actual Francia y la más septentrional provincia del debelado Regnum gothorum, escribía en la obra llamada Chronologia Regnum Gothorum:

Rodrigo reinó 3 años. En este tiempo, llamados los sarracenos por los que habitaban aquella tierra, ocuparon las Hispanias, y tomaron el reino de los godos; el cual aún sin interrupción poseen pertinazmente en parte; y contra los cristianos entablan combates día y noche, y diariamente luchan hasta que la predestinación siempre divina disponga que en lo porvenir sean cruelmente expulsados.11

Esa idea, la de la lucha de los cristianos por recuperar el control de Spania en pugna con los conquistadores musulmanes, también quedó explicitada pocos años más tarde, en el 812, esto es, justo a un siglo del inicio de la conquista islámica, en el Testamento de Alfonso II el Casto, rey de Asturias:

Pero te ofendió –dirigiéndose a Dios– la jactancia prepotente de ellos en la era de 749, cuando en aquel tiempo el rey Rodrigo perdió la gloria del reino. Con razón se mantuvo la espada árabe. Cuya peste, por tu diestra, Cristo, expulsaste por medio de tu siervo Pelayo. El cual al principio, haciéndose con el poder, victoriosamente golpeó a los enemigos que combatía y, alzándose victorioso, defendió al pueblo de los astures y de los cristianos.12

No hay, pues, duda. Tanto los conquistadores como los conquistados y los que aún se resistían al dominio islámico entendían, décadas después de que el gobierno instaurado por los godos hubiera sido destruido, que Spania pervivía. Pero ¿de dónde provenía esa idea de un reino hispano? Dicho de otro modo: ¿cómo Spania había cobrado forma e identidad propia e independiente? Pues bien, esa identidad la fundaron los godos. La erigieron sobre una realidad preexistente que se sustanció en el año 298 en la creación de la dioecesis Hispaniarum (diócesis de las Hispanias) que agrupaba a las siete provincias sujetas al vicarius Hispaniae (vicario de Hispania): Bética, Tarraconense, Cartaginense, Gallaecia, Lusitania, Mauritania Tingitana y Baleares. Esa realidad subyacente, la de la diócesis hispana, era la que llevaba a un teólogo e historiador como Paulo Orosio, nacido hacia el 382 en Bracara Augusta (la actual Braga en Portugal), y que escribía hacia el 414, a sentir como propia la destrucción por los bárbaros de Tarraco, Tarraconem nostra13 escribe, significativamente, es decir, «nuestra Tarragona». Pero he aquí que Tarraco era una ciudad que no se hallaba en la Gallaecia natal de Orosio, sino en la Tarraconense. Y, sin embargo, Orosio la siente como «suya»: Tarraconem nostra, o «nuestra Tarragona», es decir, «su Tarragona». Nótese que Orosio no emplea esa expresión nostra cuando señala la destrucción de otras ciudades y lugares del Imperio, sino tan solo al referirse a la ciudad hispana. Tarraconem nostra, escribe, pues lo sentía así, del mismo modo que sentía «suya» a Hispania al completo y en un grado que sobrepasaba por un punto, un sentimental punto, a lo que sentía por el resto del Imperio romano.

Esa misma realidad, esa misma idea y sentir, era la que con posterioridad reflejarían, continuando y ampliando la senda abierta por Juan de Bíclaro, san Isidoro de Sevilla y san Julián de Toledo, muchos cronistas, poetas y pensadores medievales como el castellano Rodrigo Jiménez de Rada, el gallego Lucas de Tuy,14 o el anónimo autor castellano del Poema de Fernán González,15 el cual escribe hacia 1250:

Fuertemente quiso Dios a Espanna honrar,

qant al Santo apostol quiso y enviar,

d’inglatierra e Françia quiso la mejorar.

Con ello explicitaba que, por encima de Castilla, León o Aragón, se hallaba una entidad comparable –superior a estas en el orgulloso sentir del poeta– a Inglaterra o Francia y que se denominaba España.

Lo arriba señalado se sustancia aún de forma más explícita en el «Loor de Espanna» que aparece en la Primera crónica general de España del contemporáneo Alfonso X el Sabio, quien escribe:

Espanna sobre todas es engenosa, atreuda et mucho esforcada en lid, ligera en afan, leal al señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, complida de todo bien.16

Es curioso, o quizá no tanto, que Alfonso X, tras narrar las historias de los héroes y reyes antiguos de «Espanna» inserta su «Loor a Espanna», justo tras contar la derrota y muerte del rey Rodrigo, como si quisiera señalar que las virtudes de la primera sobrevivieron al abrupto fin de la soberanía goda que, por otra parte y como se hacía señalar en un texto del siglo XIII a Sancho II de Castilla (1065-1072) era el modelo a seguir en lo político, en lo jurídico y en lo administrativo: «Los godos antiguamente ficieron su postura entre que nunca fuese partido el imperio de España. Mas que siempre fuese todo de un solo Señor».17

A los autores del siglo XIII que acabamos de citar, les siguieron otros muchos durante los siglos XIV a XVII y los Laudes Hispaniae se multiplicaron. No era solo un afán que interpelara a Castilla. Pedro de Medina, que escribió a inicios del siglo XVI su Libro de las grandezas u cosas memorables de España, nos aclara que va a cantar los hechos y cosas notables, pasados y presentes de España y para que no se tenga dudas al respecto de lo que se quiere abarcar con dicho término, aclara: «Andalucía, Lusitania, Extremadura, Castilla y León, Galicia, Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra, Granada, Cartagena y Valencia, Aragón y Cataluña».18 Y otro tanto haría el portugués Luís Vaz de Camões quien en sus Os Lusíadas, la obra fundadora de la literatura portuguesa, al cantar la hazaña del Reino de Portugal al abrir los océanos y someter la India a su comercio, hacía de Portugal «cabeza de España» y a esta última «cabeza de Europa» y glosaba una por una a las regiones que componían España hasta coronar sus prendas con las de Portugal.19 Camões, que también escribía en castellano y a quien escritores castellanos como Miguel de Cervantes o Félix Lope de Vega tenían como al «príncipe de los poetas de España», no era una excepción a la hora de «cantar» a España, sino la regla. De hecho, será Francisco de Quevedo, ya en 1609, quien lleve el género de las laudes Hispaniae a su cima y será una cima erudita y apasionada, pues escribía su laude Spaniae en defensa de España, su patria: «Cansado de ver el sufrimiento de España, con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que desvergonzados nuestros enemigos, lo que modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos».20

Así pues, la idea, la creación de una identidad de nombre Spania –España–, tenía hondas raíces, las cuales llevaron a los Reyes Católicos a justificar su conquista de las Canarias y de las plazas del norte de África en la legitimidad que les confería el ser los sucesores de los reyes godos y, a través de ellos, de la vieja legitimidad romana que hacía de la Mauritania Tingitana una de las siete provincias de la dioecesis Hispaniarum.21

¿Neogoticismo? De acuerdo. Y también propaganda política, por supuesto, y construcción ideológica, claro está. Todo eso es cierto y, además, muy antiguo, pues brota, como muy tarde, en la época en que en Asturias reinaban Ordoño I y Alfonso III el Magno, es decir, que el neogoticismo como factor de propaganda y legitimidad política arranca, como poco, de la segunda mitad del siglo IX.22 Pero todo ello, el sentimiento y la identidad, y la propaganda política también, se apoyaban en una línea argumental que se asentaba sobre la vieja realidad romana de la diócesis hispana y, más aún y, sobre todo, sobre el viejo reino visigodo de Toledo.

Lo que importa de una idea es su aceptación y su consolidación. La idea de Spania fue aceptada por musulmanes y cristianos y, antes que por ellos, por hispanorromanos y godos y por todos sus descendientes durante siglos. Fue esa idea consolidada la que hacía que los cronistas de la corte de Alfonso III de Asturias recrearan y ansiaran, por así decirlo, el pasado del reino visigótico, y también fue la que llevó al abad Oliva y al abad Bernardo de Palencia, hacia 1030, a llamar a Sancho Garcés III, padre de los primeros reyes de Castilla y Aragón, Fernando I y Ramiro I, y de García, rey de Pamplona, como Sancio Rex ibericus, (Sancho, rey ibérico) y como «rey de los reyes de Hispania», y la que motivó que un cronista franco contemporáneo de todos ellos, Rodolfo el Calvo, lo consignara en sus Cinco libros de historia como Rege Navarriae Hispaniarum (rey de Navarra de las Hispanias).23 Fue también la que propició que un rey de León y Castilla, Alfonso VI, se intitulara Imperator totius Hispaniae en 1077. En fin, la fuerza de esa idea, de esa identidad, fue la que motivó que, en España, desde Portugal a las Baleares y desde Asturias a Almería, los cristianos y a veces los musulmanes, dataran la mayor parte de sus documentos oficiales y crónicas con la «Era hispánica» que contaba los años desde el 38 a.C. La Era hispánica la comenzó a usar el obispo y cronista Hidacio hacia el año 468 aplicándola para consignar los acontecimientos que en la Hispania de su tiempo acontecían, mientras que para los que se daban más allá de los Pirineos seguía usando la Era de las Olimpiadas o consignaba el año de reinado del emperador. Nótese que con su uso de la Era hispánica, Hidacio singularizaba a Hispania del resto del Imperio, a la par que, por así decirlo, la «unificaba» en lo que a cronología se refiere.24 De hecho, y como curiosidad, el término «era» que significa el año o suceso inicial de una forma de cómputo temporal, aparece en la España goda de los siglos V y VI y, desde ella, se extenderá al resto de Europa, primero, y del mundo, después. En el reino godo de Hispania, la Era hispánica se adoptó de forma oficial como cómputo del tiempo en el siglo VI y se mantuvo como tal en el condado de Barcelona hasta finales del siglo XII, en Aragón y Castilla hasta el siglo XIV y en Portugal y Navarra hasta finales del siglo XV.

Así que por muy fruto que sea de la supuesta «propaganda de la monarquía asturiana del siglo IX», por mucho neogoticismo que se señale en ella, la idea de Spania es una sólida, tenaz y vieja idea. Sí, y por eso, san Isidoro, en el 626 y sin tener que esperar al siglo IX, si se me permite la ironía, y aun siendo el vástago de una familia hispanorromana que abandonó sus predios en la Cartaginense para mudarse a la Bética y poder seguir así bajo dominio godo, pudo cantar a Spania. Una Spania que para san Isidoro ya no solo era romana, sino también goda o, mejor dicho, hispanogoda. Una realidad que tiene su proyección jurídica en los códigos y leyes, hasta el compendiador y definitivo Liber Iudiciorum del rey Recesvinto, código promulgado en el año 654 y en los que un solo código de derecho servía ya para regir la vida y relaciones de todos sus súbditos, hispanorromanos y godos por igual. Fue este un paso revolucionario en una Europa occidental en la que por esos mismos años y durante mucho tiempo aún, cada pueblo (francos salios, francos ripuarios, burgundios, alamanes, galorromanos, bávaros, etc.) se regía por sus propias leyes pese a vivir todos juntos y bajo unos mismos monarcas, los merovingios.25

Pero como se me podría aducir que soy español y peco de nacionalismo, dejaré que sea un francés –también podría citar a un alemán o a un inglés– quien lo exprese de forma rotunda y clara: De fait, le regnum gothorum se confond désormais avec le regnum Hispaniae […] De cette fusion entre le regnum barbare et la grande province hispanique est née, la première en Europe, la nation d’Espagne, l’hispania.26

Aquella Spania, la del obispo hispanorromano Isidoro de Sevilla y la del godo rey Suintila, fue la primera España, la première en Europe y la España primigenia y común de la que surgirían las Españas musulmana y cristiana con sus múltiples ramas que, a la postre, volverían a sumarse en el siglo XVI.

Pero todo comenzó con los godos. Con su «Reino de Hispania» como escribía a finales del siglo VI el franco Gregorio de Tours. Aquí se contará la historia de ese reino y de los bárbaros que, surgiendo de las nieblas de las leyendas escandinavas como «hijos de un dios furioso» y tras merodear por toda Europa, terminaron por erigir un poderoso estado en el confín occidental del orbe romano: Spania. Es la suya una larga historia de sangre y batalla, de mudanza y quebranto, pero también de creación política y esplendor cultural. Es nuestra historia y merece ser contada.

Notas

1 San Isidoro, Historias, De laude Spaniae, 1-10, en Rodríguez Alonso, C., 1975.

2 San Isidoro, Historias, I, 63. Para la correcta datación del texto, véase Martín, J.C.: «La Crónica universal de Isidoro de Sevilla: circunstancias históricas e ideológicas de su composición y traducción de la misma», 199-239. Isidoro emprendió sus dos obras históricas, las Historias y la Crónica, en época y a demanda del rey Sisebuto y las terminó ambas en el quinto año del reinado de Suintila, entre el 625 y el 626.

3 Juan de Bíclaro, en Campos, J., 1960. Para la identificación del término «Spania» con el territorio peninsular del reino visigodo, véase, entre muchos ejemplos, Juan de Bíclaro año VII del emperador Justino y V de Leovigildo, 2; año II del emperador Tiberio y X de Leovigildo, 4. Para el uso de la designación «Reino de España» para denominar al reino visigodo: Juan de Bíclaro, año III del emperador Tiberio y XI de Leovigildo, 3. Y para «Reino de Galicia» como denominación del reino de los suevos, véase Juan de Bíclaro, año IV del emperador Justino y II de Leovigildo, 4 y año I del emperador Mauricio y XV de Leovigildo, 1. En general, el Regnum gothorum se consideraba compuesto por tres partes: el Reino de Hispania, el Reino de Gallaecia y la Galia. Pero en el IV Concilio de Toledo (633), se habla ya de «un solo reino» y se asiste claramente a la identificación del Reino de Gallaecia y el de Hispania en una sola identidad equiparable al Regnum gothorum.

4 Gregorio de Tours, Historias, VI, 40 y IX, 32, en Herrera Roldán, P., 2013.

5 Para el juramento que el rey prestaba a los pueblos de Hispania véanse Actas del XII Concilio de Toledo del 681, pp.381-389, en: Vives, J., 1963; Julián de Toledo, Historia Wambae regis, 4, en Velasco, T., 1981, tomo I, apéndice VI, 413-433 y Menéndez Pidal, R., 1991, t. III, vol. I, XLVII-XLVIII.

6 Liber Iudiciorum, IX.2 y IX.1, en Ramis Barceló, R., Ramis Guerra, P., 2015; Bronisch, A.P.: «El concepto de España en la historiografía visigoda y asturiana», 9-42. El autor desconoce, al parecer, que fue Juan de Bíclaro el primero en usar Spania como sinónimo de Regnum gothorum. Pero dejando ese detalle de lado, su trabajo es magnífico. Para el De laude Spaniae de san Isidoro de Sevilla y su influencia, véase Martínez Pina, J.: «San Isidoro de Sevilla. El origen de la tradición del De laus Hispaniae», 90-93.

7 Crónica mozárabe del 754, 80, en López Pereira, J.E., 1980.

8 Frochoso Sánchez, R.: «Las acuñaciones andalusíes en la primera mitad del s. VIII», 175-187; Ariza Armada, A.: «Los dinares bilingües de al-Ándalus y el Magreb», 137-152; García San Juan, A., 2013, 159-167; Manzano Moreno, E., 57.

9 Crónica mozárabe del 754, 79, 80 y 91.

10 Menéndez Pidal, R., 1992, t.VI, 434-436, 445-465 y 482-499.

11 Chronologia Regnum Gothorum, en Migne, J.P., 1850, vol. 83, col.1118.

12 Sanz Fuentes, M.J., 2005, 85.

13 Orosio, VII, 22.8, en Sánchez Salor, E., 1982.

14 Jerez Cabrero, E.: «El Chronicon mundo de Lucas de Tuy (h.1238). Técnicas compositivas y motivaciones ideológicas», 2006 [tesis doctoral].

15 Poema de Fernán González, 144-157, en Salvador Martínez, H. (ed.), 1991.

16 Alfonso X el Sabio, Crónica general de España, p. 311 B, en Menéndez Pidal, R., 1955.

17 Citado por D. Ramón Menéndez Pidal en su introducción de Menéndez Pidal, R., 1991, t.III, vol.I, XXXIX.

18 Pedro de Medina, Proemio segunda parte del Libro de Grandezas u cosas Memorables de España, en González Palencia, A. (ed. y pról.), 1944, vol.I, cap. 28.

19 Luis Vaz de Camões, Os Lusíadas III, 18-22, en Pinto Pais, A., 2000.

20 Buendía, F., 1979, vol.I, 548-B.

21 Sánchez Prieto, A.B., 2004, 273-301.

22 «Pérez Marinas, I.: «Regnum gothorum y Regnum Hispaniae en las crónicas hispano-cristianas de los siglos VIII y IX: continuación, fin o traslado en el relato de la conquista árabe», 175-200.

23 Lacarra, J.M., 1975, 226 y Sarasa Sánchez, E., 2000, 1004-1035.

24 Introducción de D. Ramón Menéndez Pidal en Menéndez Pidal, R., 1991, t.III, vol.I, XIX.

25 Ibid., t.III, vol.I, L-LI.

26 Teillet, S., 1984, 473-475 y 594-501. Para consultar la cita del texto, véanse 497-498. Su traducción sería: «De hecho, el regnum gothorum se confunde en adelante con el regnum Hispaniae […] De esta fusión entre el regnum barbare y la gran provincia hispánica nace, la primera en Europa, la nación de España, la Hispania».

1

«Los que ponen a prueba el valor de los romanos»

El origen de los godos y sus primeras guerras con Roma (100 a. C.-337 d. C.)

Estos son los que Alejandro afirmó que había que rehuir,
los que temió Pirro y horrorizaron a César.
Tuvieron durante muchos siglos un reino y reyes que,
como no fueron anotados en las crónicas, permanecen ignorados.
Fueron incluidos en las historias desde el momento
en que los romanos pusieron a prueba su valor contra ellos.

San Isidoro, Historias, I, 2.

El texto con el que se abre este capítulo fue escrito por Isidoro, obispo de Híspalis (Sevilla) en el año 626. Dejando de lado la hipérbole, señala una cuestión fundamental sobre los godos: «[…] tuvieron durante muchos siglos un reino y reyes que, como no fueron anotados en las crónicas, permanecen ignorados […]». En efecto, los godos carecían de historia hasta confrontarse con los romanos en el siglo III de nuestra era: «[…] Fueron incluidos en las historias desde el momento en que los romanos pusieron a prueba su valor contra ellos». Fue en ese momento, en el segundo tercio del siglo III, cuando los godos aparecen como merodeadores en el limes danubiano. A partir de ahí sembrarían el terror, primero, y se convertirían, después, en una pieza clave y a tener muy en cuenta en el complicado juego que Roma tuvo que jugar durante la segunda parte del siglo III y la mayor parte del siglo IV para sostener sus fronteras.

Saqueadores, piratas, mercenarios… Esos fueron sus primeros «oficios» en el mundo romano y los godos los desempeñaron muy bien antes y después de fundar en las estepas pónticas y en las montañas carpáticas reinos y señoríos que luego barrerían los hunos. Pero antes, aunque Isidoro de Sevilla ignorara los detalles, antes de que «pusieran a prueba el valor de los romanos» los godos, bajo el manto neblinoso de las leyendas, emprendieron una saga de emigración, conquista y mestizaje que los llevó desde el sur de Escandinavia a las llanuras y montañas de lo que hoy son Ucrania, Moldavia y Rumanía. Fue un lento proceso que, en su primera fase, duró trescientos años y que la arqueología, la filología y un mejor análisis de las fuentes literarias grecorromanas y de las leyendas y noticias godas que sobrevivieron en la tradición oral y que fueron recogidas en los textos de autores como Casiodoro, Jordanes o Isidoro, han ido colocando, con todos los matices y discusiones eruditas que se quiera, a la luz de la historia.

DE ESCANDINAVIA AL MAR NEGRO

En 1973 moría Gustavo VI Adolfo de Suecia. Fue el último monarca sueco en ostentar el título de Dei gratia, suecorum, gothorum et vandalorum rex, esto es, «por la gracia de Dios, rey de los suecos, los godos y los vándalos». Este era el título tradicional de la monarquía sueca desde los lejanos días en que Olaf Skötkonung (995-1022), hijo de Erico el Victorioso y segundo rey de Suecia, comenzó la larga y difícil cristianización de su belicoso, diverso y complejo reino norteño. En ese reino habitaban los götar o gautas, los godos. Su tierra se denominaba y aún se denomina, Götaland, y se hallaba dividida en muchos señoríos y reinos menores agrupados en dos entidades mayores: Vestrogotia, literalmente, Gotia del Este, y Ostrogotia, esto es, Gotia del Oeste. Al norte de Götaland estaba Sveeland (Svealand), el país de los sveear, es decir, de los suecos propiamente dichos, y al sur se extendía Escania, que formaba parte de Dinamarca y que continuó formando parte de ella hasta el siglo XVII.