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Sobre Hasta encontrar una salida

Karina tiene cuarenta, un matrimonio abierto, dos hijos que no sabe si aún le gustan y una casa que solo le hace sentido por su jardín.

Jeff, un norteamericano que llegó a Buenos Aires en los 80, luego de años de estar solo, un día conoce a Alejo. Conocer a alguien obliga a recordar quienes somos. Como quien busca sacudirse una tristeza o una nostalgia ancestral, repasa su infancia en una granja del sur de los Estados Unidos, el viaje a Hollywood con el sueño de ser actor y el giro que dio su vida cuando alguien le sugirió que tenía un “talento” que le podía dar más dinero que las películas. Nacho, modelo y acompañante, revela a un entrevistador los gajes de su oficio y la relación que mantuvo durante años con un cliente especial que un día simplemente desapareció.

Tercera novela de uno de los escritores argentinos más talentosos de su generación, Hasta encontrar una salida cruza tres historias en un drama exquisito y sensual sobre las relaciones de pareja, el sexo como moneda de cambio, el porno, las frustraciones y la búsqueda del amor en un mundo que se empeña en ser decepcionante.

Hugo Salas

Es escritor y traductor. Nació en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz, Argentina, en 1976. Ha publicado las novelas Los restos mortales (2010) y El derecho de las bestias (2015), además del libro de cuentos Cuando fuimos grandes (2014). Tradujo obras de Derek Jarman, Simon Reynolds, Homi K. Bhabha y Gerald Cohen. Durante muchos años ejerció la crítica de cine y el periodismo cultural en distintos medios, entre ellos Radar (Página/12), Ñ (Clarín), Review, Los inrockuptibles, b2mag (Alemania), Cinemascope (Canadá), CinémAction (Francia) y Senses of Cinema (Australia). Dictó clases de literatura argentina y latinoamericana en Pepperdine University. Actualmente, realiza el doctorado en Romance Languages, Hispanic and Portuguese Studies, en University of Pennsylvania.

Fotografía © Ximena Zabala

COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

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Hasta encontrar una salida

Hugo Salas

Salas, Hugo

Hasta encontrar una salida / Hugo Salas.

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Compañía Naviera Ilimitada, 2018.

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-46827-1-0

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

Esta novela fue escrita con el apoyo de las Becas Bicentenario
del Fondo Nacional de las Artes.

© Hugo Salas, 2018

© Compañía Naviera Ilimitada editores, 2018, 2022

Diseño de tapa: Santiago Palazzesi / gostostudio.com

Primera edición: abril de 2018

marzo

Primera edición digital: marzo de 2022

ISBN de edición impresa: 978-987-46827-0-3

ISBN de edición digital: 978-987-46827-1-0

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

Compañía Naviera Ilimitada editores

Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

(C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Índice

1

2

Epílogo

Para Gonzalo,
que me hace alguien distinto, alguien mejor

1

Improbe Amor, quid non mortalia pectora cogis?
¡Cruel Amor!, ¿a qué no fuerzas a los mortales corazones?

Virgilio, Eneida

En mitad de camino al shopping, por tomar un atajo a la ligera, Ana Karina fue a parar al conurbano. (Ana Karina no, Karina. Nunca usaba sus dos nombres. Su madre se lo reprochaba, “te elegimos un nombre precioso, de actriz francesa”. Acaso lo hiciera para eso).

No entendió bien lo ocurrido. Si alguien le hubiese preguntado “¿qué pasó?”, habría dicho que al pasar a la banquina y después salir a campo traviesa, justo en esa parte donde falta el guardarraid, había querido evitar el peaje y la rotonda. “Muchos lo hacen en la curva de los Tordos, ¿no?”. Pero en su interior, como cuando de chica la sorprendían con un dedo en la nariz, sabía que aquel no había sido un acto deliberado.

Venía embotada. Torpe por naturaleza, al volver de la palanca de cambios, su mano derecha se colgó del volante y sin que se percatara de ello, la hizo completar el trayecto carril-banquina-terraplén envuelta en una nube de polvo. De pura casualidad no terminó en accidente. Continuó impávida. Recién terminó de procesar lo ocurrido cuando en vez de la avenida y el bulevar de palmeras nuevas sostenidas por trípodes de palos se encontró sobre un camino de ripio que sacudía la camioneta como un carro.

Separada ya de la autopista por una franja de colas de zorro, decidió seguir. Iba sin radio, sin música, las ventanillas cerradas. Allá, más adelante, la esperaba el letrero metálico del shopping. “Voy por adentro, es lo mismo”, se tranquilizó. De no muy lejos, además, llegaba un sonido constante, sostenido, ruido a algo.

No estaba en medio de la nada.

Se distrajo mirando el ascenso de la noche por las hojas de las tacuaras. En esos dos años que llevaba viviendo allí, había notado que en la pampa el atardecer no se ve como si la luz fuera apagándose, sino como si el suelo devolviese sus sombras a las cosas. Le gustaban las siluetas del follaje. “A contraluz, las moscas se ven mejor”, divagó.

Vino entonces una curva y el letrero quedó atrás. Poco después, perdió toda referencia de la autopista. Estiró el cuello y se levantó en su asiento. Nada. La huella era demasiado estrecha. ¿Y si pinchaba intentando dar la vuelta? ¿Y si quedaba encajada? ¿Y si se caía a una zanja? ¿Cómo orientar al auxilio mecánico? Puro pajonal. Bichos, seguro. Lo mejor era seguir hasta encontrar una salida.

De algún lugar tenía que venir ese ruido insistente, ese golpeteo marcado. Un bar, un puesto, un taller, una estación de servicio… ¿Cuánto vacío podía haber alrededor de una ciudad?

Primero llegó el olor, colándose por las toberas del aire acondicionado: repugnante, una mezcla de basura con excremento de animales, agua estancada y un vaho de amoníaco recortándose contra huevos podridos. Después vio un hilo de luz, el filamento de una lamparita que colgaba sobre la puerta de una casilla de chapa. Era cumbia aquel rumor hueco y reiterativo, con su irritante quejido de pato. Cumbias. La simetría del ritmo y la previsibilidad de la armonía las hacían coincidir y confundirse como si fueran una sola.

Las luces y casillas se multiplicaron.

El camino se hizo más estrecho. Con cuidado, levantó el pie del acelerador. Aquí y allá, asomaron rostros desconfiados. Respiró hondo. “Podría pasar cualquier cosa acá”, pensó, “y nadie se enteraría”.

Sobre las montañas de mugre la seguía un grupo de chicos descalzos acompañados por perros sarnosos y flacos. Le pareció que algunos hacían una pausa para levantar una piedra del suelo, y mientras su mano derecha, buscando el teléfono, se retorcía entre los bordes de la billetera, los pañuelos de papel, el rouge, su foulard, unos caramelos viejos, un perfume de cartera y un alfiler de gancho con el que se pinchó, sus ojos iban del camino al espejo y del espejo al camino. No quería cometer ningún error. No quería que nadie se diera cuenta de que tenía miedo.

El caserío era inmenso pero todo se veía cerca. Había ropa colgada de las ventanas. Animales. Fogones improvisados. Escombros. A un costado, una gorda de calzas y tetas caídas le dedicó una risita sobradora. Por mirarla, no evitó un pozo y la cartera fue a parar al suelo. A pesar del sonido machacón de los bafles (“¿por qué esta gente siempre tiene parlantes tan potentes?”), oyó clarito “bajá la máquina, cheta”. Alguien contestó: “Dejala que seguro va a verse con un macho, la trola”.

El camino trazó otra curva, y aunque fuera cada vez más grande el grupo que la seguía, y más los gritos a su alrededor, en el horizonte volvió a ver su guía. Habían encendido las luces del letrero metálico del shopping. Faltaba nada: dos, tres kilómetros. En pocos minutos, todo aquello sería apenas una anécdota en la mesa. (“No, Gastón no se tiene que enterar”). En pocos minutos, todo volvería a ser como siempre.

Se cruzó de golpe, ni yendo lento la hubiese podido evitar. Tampoco frenó, la verdad. Era tan chiquita que en la cabina apenas se sintió un resalto, como si la rueda hubiese mordido una roca o un pedazo de escombro. “¡La agarró, la agarró!”, aullaron los chicos. Uno se tapó la boca y salió llorando. Lo correcto hubiera sido detenerse. Ella no tenía ningún problema en hacerse cargo y pagar lo que fuera, pero no pensaba frenar ni bajarse ahí por una gallina. ¿A quién se le ocurre tener un animal suelto?

Para su alivio, las casillas comenzaron a espaciarse y los chicos, sonrientes, detenían la carrera, y antes de volverse a sus casas levantaban la mano en un saludo. Uno llevaba, agarrada del cogote, la gallina deformada. Sin necesidad de verse en un espejo, supo que se había puesto colorada. Tenía razón la gorda: cheta trola, tarada. ¿En eso se había convertido? ¿En una de esas mujercitas frívolas y temerosas?

No iba a dejar las cosas así, no. “Voy a volver”, se dijo. “Voy a volver con el baúl lleno de ropa vieja de Gastón y mía, de Germán, de Cordelia. No, usada no. Voy a ir de compras. Toda ropa nueva. Ropa buena y abrigada, para que no sufran la falta de calefacción”. Y también iba a organizar colectas. Iba a conseguir todas cosas que hiciera falta: materiales, herramientas, una escuela, una asistente social, un médico. Iba a traer a los chicos del country para que conociesen la realidad. Iba a sacudir el municipio hasta que alguien le diera una respuesta. “Nadie merece vivir así. Nadie quiere vivir así”. Y lo peor de todo: “para que nosotros vivamos como vivimos, para que yo viva como vivo, ellos tienen que vivir así”.

Luego vinieron los reproches: “no puedo ser tan idiota, tiene razón Gastón”, seguido de “esto te pasa por salir de tu casa fumada, ¿qué tenés, quince años?”. También el enojo, la indignación. Apenas volviera a Santa Eloísa iba a poner una queja. Administración de mierda. Día de mierda. Suerte de mierda. Porro de mierda. País de mierda. Gastón y la puta que te parió.

Mientras iba así insultando, casi al límite de las luces alcanzó a ver un auto en muy malas condiciones. Dos hombres bajaban algo del baúl. Había también un chico en una moto. La huella no tenía el ancho suficiente para dos vehículos, apenas entraba ese esperpento que le había regalado su marido. Ellos le hicieron señas de que siguiera. “No, no paso, necesito que lo corras… que lo corras un poco”, intentó transmitir con gestos. Por toda respuesta, uno sacudió la mano, y cuando ella tocó bocina, le levantó el dedo medio en clara señal de hostilidad. Vio entonces un cuarto hombre que vaciaba sobre el auto el contenido de un bidón de plástico verde. El de la moto se llevó la mano a la cintura.

Sin pensarlo, se tiró fuera del camino para pasar y una vez que estuvo de nuevo sobre la huella aceleró. No habría hecho veinte metros cuando oyó el estallido. En el espejo se alzó una columna de humo y fuego, y sobre ese fondo vio recortarse la silueta de la moto, el pibe la seguía con un acompañante. Se le pegaron. El que iba atrás se levantó haciendo pie en los estribos y se manoseó la entrepierna. “Ya me los saco de encima, ya me los saco de encima. Por favor, ya me los saco de encima” se repetía. Estaba segura de que de un momento a otro iba a aparecer un camino que le permitiría doblar a la izquierda, hacia el letrero luminoso. Tenía que aparecer.

Cuando la moto al fin logró adelantarse, creyó ver un arma en la mano del conductor. Agachó la cabeza y aceleró, tratando de seguir la huella. Oía la bocina insistente de la moto y esperaba el golpe del disparo contra la carrocería. O no oír nada. El teléfono sonaba en el suelo y en lo único que pudo pensar fue que iba a volcar. No había firmado el cuaderno de comunicaciones de Germán. El saco negro de Gastón estaba en la tintorería. La llave de la bomba de la pileta estaba en su pantalón de step. Sintió bronca, mucha bronca de dejar las cosas para más tarde, de no hacer nada bien, “nunca van a encontrar la llave ahí”, de estar llorando, de no poder hacer otra cosa que llorar e ir con la cabeza gacha.

“Basta”, pensó, y armándose de valor, se incorporó.

Para su sorpresa, los había perdido, pero era noche cerrada y por ningún lado veía el letrero ni las luces de la autopista. Clavó los frenos. Todo era vacío, oscuridad, caminos de tierra y alambrados. Exhausta, levantó el teléfono del suelo, pero cuando abrió la tapa para marcar el número de su casa, se apagó. Nunca se acordaba de cargarlo. Otra cosa que hacía mal. Apretando los dientes, lo golpeó contra el volante hasta que la batería saltó contra su pecho. En fin, podía quedarse ahí hasta que amaneciera o dar la vuelta y desandar el camino.

—Usted pasó antes —le iban a decir.

—Sí.

—¿No vio que atropelló una gallina, eh?

—No me di cuenta —siempre podía mentir.

—Vergüenza debería darle.

—Por favor, usted no sabe lo que acaba de pasarme.

—No hay excusa. ¿Qué clase de persona hace algo así y no frena? Se ve que no le enseñaron a respetar.

Ella nunca había querido dejar Buenos Aires, para qué. Nunca había vivido en provincia, no entendía. Ahora estaban encerrados en ese vacío inmenso, cruzado por autopistas y trenes que no conocía, lleno de colectivos con números imposibles, ranchos y animales sueltos. Todo era ridículo. No le quedaban fuerzas ni para llorar, y cuando vio aparecer unos faros, pensó que los tipos la habían seguido y venían a buscarla. Una parte de ella tembló, tembló mucho, pero otra agradeció que al fin se terminara todo. No quedaba tiempo para escribir un mensaje. Era lo primero que hubiese hecho una buena madre.

Ella intentaba. Durante el embarazo de Germán había dejado el cigarrillo, y aunque lo más natural del mundo hubiera sido volver a fumar, entendió aquel sacrificio como un ritual de pasaje. Quiso asegurarse de que su hijo contara con una mamá por muchos años pero ahí estaba, no le había salido bien, y en algún momento, mientras pensaba esto, el temblor se convirtió en una mezcla de risa e hipo.

La madre viene sin garantía.

La risa estalló casi en carcajada cuando las luces pasaron de largo. No eran ellos. Era una Hilux negra de vidrios polarizados, y antes de que se fuera del todo, comenzó a golpear la bocina a manotazos y le hizo seña de luces. El otro lo advirtió, aminoró la marcha y la esperó hasta que se puso a su par. Bajó la ventanilla. Ella tardó, actuó casi por imitación.

—Buenas noches… ¿perdida?

Era la voz de un hombre. Asintió. Si podía verla, debía parecerle una loca.

—Supuse eso —dijo él—, casi nadie anda por acá.

Negó con la cabeza.

—Vivo en Santa Eloísa, el club… Iba a Las brisas y me desvié, no sé, yo bajé de la autopista y… ¿me podés decir cómo salgo, por favor?

—¿Al shopping o al country?

—Solo quiero volver… —balbuceó, y sintió que se le estrechaba la garganta. Un papelón.

—No pasa nada. Va a estar todo bien. Es acá nomás, me sigue.

Mientras se dejaba guiar en medio de la noche, fue recobrando la compostura. ¿Qué diría en su casa cuando la vieran llegar? No sabía. Solo sabía que quería quitarse ese olor, refregarse la piel con una esponja áspera y meterse en la cama. De a poco, la oscuridad comenzó a resultarle familiar y en algún momento se dio cuenta de que ya no estaba perdida. Habían llegado a la autopista.

La Hilux se tiró a la banquina para dejarla pasar y ella se despidió con seña de luces.

Cuando llegó a su casa, ni Gastón ni los chicos parecían preocupados. No debía de ser tan tarde. Saludó por arriba y se encerró en el baño. No había manera de sentirse más sola.

Ser mamá lo cambia todo. Las vacaciones de invierno se convierten en una sucesión de pegotes de caramelo, gritos, horas de cola para ver obras de teatro baratas pero caras y pedidos, muchos quiero-quiero-quiero-quiero. Karina creyó que iba a disfrutar de este tipo de cosas. Había fantaseado con ser una mamá alegre –“¿viste qué lindo?”, “¡mirá, mirá el malabarista, Germán!”, “uuuuuuuy, se cayó”–, pero en algún momento sintió que a sus hijos no les interesaba demasiado que ella estuviera allí, las mamis comenzaron a parecerle un hato de oligofrénicas y percibió, detrás de la ternura impostada de los clowns, los mimos y las princesas de pañolenci, una crueldad perversa y atávica. Un círculo de extorsionadores. “Usted sabe que hacemos bosta, nosotros sabemos que hacemos bosta, pero adivine qué quieren sus hijos. ¿Los va a hacer llorar?”.

Quiero.

Por si fuera poco, hasta entrado agosto no había nada que hacer en el jardín. Lo único interesante de mudarse había sido descubrir su debilidad por las plantas, que se dejaban cuidar dócilmente, pero en invierno dormían como osos. El primer año, leyendo una revista de arbustos y flores, barajó la idea de armar un invernadero y aprovechar la estación fría para cultivar de semilla los plantines de primavera –copetes, caléndulas, esas cosas–, pero el lote que ocupaban no era lo suficientemente grande. La casa estaba pegada a la parrilla, adosada a su vez a la pileta, una franja de verde entre medio, un microparque al fondo y pará de contar. No había lugar para un invernadero. Ni siquiera llegó a averiguar si el reglamento lo permitía. Sospechaba que no, un invernadero “da viejo”.

Lo único bueno era que Gastón seguía yéndose temprano y los chicos dormían. Le gustaba recostarse en los camastros del deck, cubierta por una frazada, a mirar el rocío suspendido sobre las briznas de césped, alguna telaraña, la superficie del agua de la pileta. Hacer nada. Era su “manía”, como decía él; “loca, ¿quién se va a tirar ahí afuera, cuando acá adentro tenés calefacción central?”. Pero a ella esa hora de frío le resultaba vigorizante. Había leído, además, que retrasaba el envejecimiento, pero no se lo tomaba en serio. No demasiado.

Casi siempre la acompañaba Licia. Vivía al lado y con el tiempo se habían hecho amigas. Cuando se vive en un barrio cerrado, no hay forma de no tener trato con los lotes contiguos. En muchos casos, basta con intercambiar saludos y hacerse preguntas generales acerca del bienestar de la familia, pero cuando al lado vive alguien tan dispuesto a socializar como Licia, no es tan sencillo.

Se entendían, aunque cualquiera habría dicho que no tenían demasiado en común. Su vecina era una de esas personas que se muestran particularmente conformes y ufanas de varias cosas en su vida, por ejemplo, haberse quitado la “A” inicial del nombre: “Alicias hay a patadas. Licia, solo yo”, explicaba cada vez que conocía a alguien. No era chiste.

Al hablar, tenía la costumbre de acompañarse con la mano (no las manos, solo la mano derecha) en una serie de movimientos que a Karina le resultaban hipnóticos. Ni las heladas la desalentaban. Cada vez que comenzaba una frase, la mano se alejaba de su dueña y se volcaba hacia afuera, quedando la palma hacia arriba, apenas cerrada, como si sostuviera un ovillito de lana. Siempre así, salvo que el comienzo fuera explosivo (“¡no sabés!”), en cuyo caso los cinco dedos se extendían hacia arriba, como si salpicase agua, pero después los dejaba caer y adoptaba la posición ovillo chiquito. De allí en más, existían distintas alternativas. Si comenzaba a hacer una enumeración del estilo “no digo que por tener una hija deje de arreglarse, se olvide de su propio aspecto o no pueda estar linda”, los dedos iban extendiéndose uno a uno, a partir del índice, con el propósito de hacer explícitos los puntos 1 (“deje de arreglarse”), 2 (“se olvide de su propio aspecto”), 3 (“no pueda estar linda”) y así sucesivamente. A “pero”, “aunque”, “claro que” y similares, les correspondía un movimiento por el cual la palma de la mano, totalmente abierta y extendida, daba un giro hacia abajo y se sacudía dos o tres veces en el aire, como un saludo nervioso a un enano en la tierra, mientras que a “yo”, “me” y “mí” les correspondía verse puntuados por una enfática vuelta de la extremidad hacia la escápula derecha, y dado que en el discurso de Licia los pronombres de primera persona se reiteraban con una frecuencia notable, lo que podía verse a la distancia era que su mano se alejaba de su torso y volvía a él, con distintas inflexiones y ritmos, en un incansable movimiento pendular que solo se detenía cuando el índice y el mayor, extendidos y hacia arriba, se posaban sobre su barbilla.

Aquella mañana, la euforia garantizaba a la extremidad una jornada atareada. Licia tomaba clases todo el tiempo, en distintos horarios, de las cosas más variadas: jardinería, cocina, fotografía, dibujo, pintura, cerámica, historia del arte, tornería, literatura comparada, grabado, yoga, vidrio soplado, tarjetería española. Era el sueño húmedo de cualquier centro cultural. Gastón decía que la suya era una estupidez cultivada. Ella ya no se permitía comentarios crueles acerca de su amiga.

—… no estudiar más la mente humana desde la enfermedad y el malestar, desde las emociones negativas, sino con una mirada positivista. Son investigadores científicos de la felicidad, ¿entendés? Toda gente muy seria, de universidades estadounidenses, nada que ver con la autoayuda, no. Serios pero positivistas. En vez de trabajar sobre lo morboso, la locura, así, bien manicomio –que me encanta, igual, pero no es eso– están descubriendo de qué manera el cuerpo y el cerebro trabajan juntos para ayudarnos a alcanzar la superación personal y el bie­nestar y la satisfacción y la realización. Me doy cuenta de que yo de alguna manera medio subconsciente ya venía trabajando en esto, porque ¿te acordás esa vez que hice tai chi y todo…

Podía seguir horas, pero aquel día Karina no estaba de humor.

—Anoche… —la interrumpió, y su amiga se quedó mirándola. Su mano quedó tendida en el aire, a mitad de camino entre aquel “todo” (ambas manos hacia arriba) y un “me”, y no sabiendo cómo emplear el movimiento para formular otra frase o empalmar una posición con la otra, Licia dejó caer la mano derecha en picada y la juntó nerviosamente con su par. El desmoronamiento.

Quería contarle lo sucedido. Licia era de las pocas personas que sería capaz de entender su miedo sin juzgarla, incluso que no se le hubiera pasado del todo, pero cómo explicarle. ¿Qué pensaría de una mujer de su edad que fumaba? ¿Sería de esas personas que le dicen “cigarrillo de droga”? A tiempo, sacudió la cabeza y optó por hacer referencia a una anécdota aislada de la comida familiar, otro berrinche de los chicos. Su amiga, que era trivial pero no idiota, entendió que callaba, y de momento respetó su silencio.

Por la tarde, circo en carpa. Casi una hora y media de viaje por autopista en el peor horario. Mamá hubiese preferido cine o algo un poco más cómodo, mamá estaba cansada, mamá trató de pensar mil excusas, por mamá cualquier otra cosa hubiera sido mejor, la verdad, pero Germán había visto el comercial en la tele y se negó a comer, tiró el plato al suelo y se puso a zapatear sobre la comida hasta que mamá, ya sin fuerzas, le dijo que sí, que iban a ir al circo. A Cordelia pareció darle lo mismo. “Fría. Sos tan parecida a tu papá”, le dijo, casi en tono de reproche, a lo que ella le contestó con un mohín de desagrado. Cantaron a los gritos durante todo el viaje. Cada uno una canción distinta, pero la misma, tratando de tapar al otro. Cuando llegaron al predio, les compró todo lo que le pidieron. Es lo que se hace con los hijos para ocultar que a veces se los desprecia.