El último

viaje de

BASHIR

Meneses Claros, Gerardo, 1966-

El último viaje de Bashir / Gerardo Meneses Claros ; ilustraciones Daniel Fajardo. -- Edición Alejandra Sanabria Zambrano. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2021.

176 páginas : ilustraciones ; 21 cm. -- (Literatura juvenil)

ISBN 978-958-30-6391-6

1. Novela juvenil colombiana 2. Fantasía - Novela juvenil 3. Amistad - Novela juvenil 4. Familia - Novela juvenil 5. Adolescencia - Novela juvenil I. Fajardo, Daniel, ilustrador II. Sanabria Zambrano, Alejandra, editora III. Tít. IV. Serie.

Co863.6 cd 22 ed.

Gerardo Meneses Claros

El último

viaje de

BASHIR

Ilustraciones de

Daniel Fajardo

CONTENIDO

1. ...................................................... 9

2. ....................................................... 17

3. ...................................................... 29

4. ....................................................... 35

5. ...................................................... 43

6. ...................................................... 51

7. ...................................................... 63

8. ...................................................... 73

9. ...................................................... 85

10. .................................................... 99

11. .................................................... 111

12. .................................................... 119

13. .................................................... 131

14. .................................................... 143

15. .................................................... 159

16. .................................................... 167

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1.

A Pitalito llegaba el circo dos veces al año. Venía en marzo y en octubre. Bueno, acla-ro, en marzo llegaba uno y en octubre otro. Pero eran tan parecidos, tenían números tan simi-lares, payasos tan chistosos y bailarinas tan bellas, que uno podría llegar a pensar que se trataba del mismo circo con distinto nombre.

Solo había un personaje que los hacía diferentes: el mago Bashir. Y Bashir venía con el circo de octu-bre. El de marzo traía un hombre parecido, con ro-pajes idénticos y trucos similares, pero el verdadero, el único e inigualable era Bashir, el de octubre.

Alto, trigueño, narizón, con una cabellera gris que anudaba en una cola de caballo, un espeso pe-laje amarillento en sus brazos y unos ojos penetran-tes e intensamente azules, el mago Bashir, además

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de encantar, daba miedo. Y no era para menos. Su voz ronca y pausada, su vestimenta de cuento de hadas y sus engañifas, con las que lograba realizar todo lo que se le antojara, hacían de él un verdade-ro mago.

Decía que había nacido en Persia. Y vaya uno a saber dónde quedaba Persia. Escasamente conocía-mos los cinco barrios del pueblo y los nombres de los cuatro poblados que lo circundaban; los nom-bres, porque conocerlos, jamás. Por lo menos a los trece años, que es cuando más recuerdo la llegada del circo.

Y Persia se volvió una palabra común en nuestro vocabulario. Era la tierra de Bashir y él lo repetía en cada presentación, porque uno no iba una sola vez a verlo, hacíamos largas filas para entrar una y otra vez al circo con tal de ver “lo que ojos mortales ja-más han visto”. Así decía Bashir. Y era cierto.

La más incrédula era mi mamá. Acostumbrada como estaba a lidiar con las gitanas que de cuan-do en cuando llegaban al pueblo con sus barajas de naipe español para leerle el futuro a la gente, o con las enredadas profecías que descubrían en las líneas de la mano o en las cenizas del tabaco que tam-bién sabían interpretar, mi mamá había aprendido

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a desconfiar de todo, sobre todo de gitanos, magos y hechiceros.

Pero con Bashir fue distinto. Tanto insistí en que fuéramos a la función esa noche que ella, más por compasión que por otra cosa, accedió. A mi papá no pudimos convencerlo, se quedó en casa fuman-do y jugando cartas con mi padrino.

Pero lo que vivió mamá esa noche jamás lo ha-bía vivido nadie. Bashir pidió un voluntario, “una voluntaria, quizá”, exclamó. Y como si hubiera leí-do en su mente los pensamientos de mi mamá, se acercó a ella, la señaló con el dedo adornado de anillos y la llevó al centro de la pista. La llevó sin que mamá se hubiera opuesto o hubiera dicho si-quiera un no, así fuera susurrado.

La envolvió con su mirada, hizo sus pases má-gicos, y mi mamá se levantó de la gradería, caminó en el aire, se fue por encima de las cabezas de todos y llegó a su lado, en el centro de la pista. Mamá reía apenada pero feliz. Bashir le pidió que escogiera de una cajita metálica una de las piedras que allí ha-bía; la tomó en sus manos, la lanzó al aire y la pie-dra se convirtió en un pájaro que se fue volando por la carpa, buscó la salida y ya nadie volvió a ver-lo. Nunca más.

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Bashir pidió un aplauso para mi mamá. Ella hizo una reverencia, tomó la mano del mago y ambos, al tiempo, hicieron la venia al público. Bashir no la dejó ir, le pidió que lo acompañara en el siguien-te acto. Ella aceptó gustosa. Yo la veía y la animaba con mis aplausos y mi risa. Mi mamá, tan bella, tan elegante y fina se veía aún más hermosa sirviendo de asistente del mejor mago del mundo.

Y el acto siguiente llegó. Un hombretón de ca-bello largo y mirada apacible trajo un gran sillón. Mi mamá se sentó en él, Bashir tocó levemente su frente y mamá cayó sumida en un letargo. Yo gri-desde la gradería, pero el mago gritó más fuerte que hiciéramos silencio, que no lo desconcentrára-mos. De repente, por los parlantes empezó a sonar una música extraña, bella pero extraña; entonces, mi mamá se levantó del sillón y empezó a bailar una danza preciosa, tomó a Bashir del brazo y jun-tos continuaron bailando mientras el público aplau-día feliz y la música se deshacía estridente para que mamá y Bashir bailaran más y más.

Cuando la música finalizó, mi mamá volvió al sillón, el mago rozó de nuevo su frente y ella pre-guntó que dónde estaba, que por qué la gente reía y la aplaudía tan frenéticamente. Luego la devolvió

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a mi lado como si tal cosa. Los unos aplaudieron, las otras gritaron, pero todos al tiempo exclamaron un “Ohhh”, que aún después de acabada la función se seguía escuchando en el circo. Un “Ohhh” que mamá todavía preguntaba por qué lo pronunciaban.

Cuando mi papá se enteró del suceso, porque en Pitalito no se habló de nada más en los siguientes días, fue él mismo a hablar con Bashir. Lo encon-tró en su carreta, embebido en sus cavilaciones. El mago lo vio, supo a qué había ido y, antes de que papá le reclamara algo, le pasó un pañuelo de seda oloroso a fragancia de nardos. Mi papá se amarró el pañuelo en la frente y luego subió al caballo blanco que Bashir le señaló y en el que todo el pueblo lo vio galopar como al más diestro jinete, haciendo pi-ruetas y saltos por las calles polvorientas. Después, llegó al río y se desmontó, le dio de beber al animal y volvió a montar, ya no sentado, sino de pie, enci-ma de la silla preciosa de cuero curtido, saludando con el brazo en alto, dejándose llevar por el corcel más brioso que jamás en su vida había montado.

Una hora después, mi papá volvió a la casa en medio de los aplausos de los vecinos; él respondía con su sonrisa generosa, preguntándose todavía:

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—¿Y esos aplausos a qué se deben?

Por eso, cada octubre, año tras año, anhelába-mos la llegada del circo. De sus payasos y saltim-banquis, de sus bailarinas y malabaristas, pero, sobre todo, de Bashir, el mismo que una noche de tormenta, cuando el Guarapas había crecido tanto que amenazaba con inundar todo el pueblo, se su-bió a lo alto de la loma de Solarte, habló en lenguas extrañas, abrazó la oscuridad con su capa de estre-llas e hizo que la tormenta desapareciera y que el río volviera a su cauce y fuera de nuevo el río cal-mado y tranquilo de siempre.

No todos lo vieron. Yo sí. De la plata que me daban para los recreos del colegio, había ahorrado para ir esa noche al circo. Pero el aguacero impidió que la gente saliera, que el circo tuviera función. Por eso Bashir hizo lo que hizo. Yo lo vi. No me lo contaron. Por eso que dondequiera que esté, se-guirá siendo el más grande de los magos que andan de pueblo en pueblo, camuflados en una carpa de circo.

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2.

Todos soñábamos con la idea de que Bashir se quedara más tiempo en Pitalito; que no estuviera solamente las dos semanas que acostumbraba visitarnos con el circo. Pero no era así. Quince días después de llegar, volvíamos a ver a los ayudantes desmontando la carpa, recogiendo sus corotos, ensillando las bestias y armando las ca-rretas que cogían por el camino del norte, buscando otro pueblo para deleitar y distraer. Pocos hablaban con él. Mi papá fue uno de ellos. Y aunque digo ha-blar, eso realmente no pasó. Papá fue a reclamarle, pero solo se acuerda de haberlo saludado, recibir un pañuelo que nunca apareció y volver a casa. Lo del caballo no lo cuenta.

La noche de la tormenta y del río crecido, luego de ver lo que Bashir hizo, lo seguí hasta su carpa.

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Lo esperé mientras él se limpiaba las botas en el pasto y lo enfrenté.

—¿Tú quién eres? —me preguntó cuando salu-dé—. ¿El duende verde?

—Me llamo Isaac —respondí.

—¿Isaac? ¿A quién se le ocurriría ponerle ese nombre a un chico?

—A mi papá —afirmé.

—¿Y qué haces a esta hora por aquí?

—Vine a verlo. A pedirle que se quede en el pueblo. Con nosotros.

Bashir se tomó su tiempo para responderme. Me miró a los ojos, descubrió mi miedo y mi an-siedad. Agarró la capa con sus manos y se arropó con ella.

—¿Cuántos años tienes?

—Tengo trece, casi catorce —respondí—. Ya los cumplí.

—Sígueme —me ordenó.

—No me puedo demorar. Papá y mamá me es-tán esperando. Creen que hoy hubo función, por eso me dejaron venir.

—Sígueme —repitió.

Un momento después, yo estaba sentado en una butaca volando despacio por la pista del circo.

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—¿Podría bajarme de esta butaca, señor Bashir? —supliqué.

—Cualquier chico de tu edad desearía seguir ahí por toda la eternidad —se burló él.

—Me estoy mareando —balbucí mirando hacia abajo.

—Eso es bueno. Quiere decir que aún el miedo te tiene invadido, Isaac.

—Vine a hablar con usted, no a que hiciera tru-cos de magia conmigo.

—No son trucos, jovencito. Y es inevitable.

La butaca siguió su curso, levantó vuelo aún más alto y luego, dando una vuelta completa alrededor de la carpa, empezó a descender hasta quedar jun-to al mago, que se había sentado en la gradería a fu-mar tranquilamente.

—¿Quieres que me quede en el pueblo, dijiste?

—No solo yo. Todos en el colegio lo hemos di-cho en algún momento.

—En el colegio —repitió.

—En La Normal. Ahí es donde estudio.

—Quieres que me quede en el pueblo… ¿Y eso como por qué?

—Quiero ser mago, señor.

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—Ah, ya veo —exclamó y aspiró una nueva bo-canada de humo.

—Todos hablan de sus habilidades, todos qui-sieran conocerlo, hablarle. Pero nadie se atreve.

—Solo —dijo, mirándome fijamente.

—Estaba con mi mamá cuando usted la hizo volar.

—Levitar —me corrigió.

—Y vi cómo papá montaba un caballo como el más diestro jinete. Mi papá es sastre. Jamás ha montado así, por lo menos que yo sepa. Y vi lo que hizo con el río la noche de la tormenta.

Bashir aspiró plácidamente su tabaco, caminó un poco, puso las manos atrás y, de repente, de su capa sacó un aro metálico del tamaño de una rueda de bicicleta, se metió en él y desapareció.

—¡Bashir! —grité asustado sin poder mover-me—. ¡Señor Bashir, aparezca, por favor!

Una carcajada se escuchó en el circo. Nadie más parecía vernos.

Los artistas, los ayudantes, todos, descansaban en sus carromatos como si el resto del mundo no existiera.

—¿Asustado? —se burló hablándome muy cer-ca de la oreja.

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—Me voy —dije enojado—. Usted no es un mago serio.

—¿Te vas? ¿Adónde, Isaac? —indagó pasándo-me el aro.

—Me voy a casa —respondí, recibiéndole el aparatejo.

—Úsalo —me ordenó—, así llegarás mucho más rápido.

Y sin esperar más, me metí en él y me agarré fuertemente como para no dejarme caer al preci-picio que de repente apareció ante en lo alto de una enorme roca, desde donde se oía el oleaje de un mar embravecido. Me asomé al borde del acanti-lado y vi ese mar inmenso, azul y blanco en una tarde de sol.

—No te sueltes del aro —gritó el mago.

—¡Auxilio, Bashir, devuélvame al circo! —grité asustado.

—Deja de gritar como un niño malcriado —me respondió.

—¿Dónde estoy?

—No hagas preguntas obvias. ¿No lo ves? Y ahora déjame fumar tranquilo mi tabaco.

—¡Bashir, Bashir, Bashir! —llamé, pero no ob-tuve respuesta.

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Entonces, atraído por la curiosidad, bajé como pude por el acantilado hasta encontrar la playa. Co-rrí sobre la arena blanca, me detuve a recoger con-chas y grité de felicidad ante lo que estaba viendo. Me había engarzado el aro en un hombro y sentía que estando pegado a él, nada malo podría pasar-me; de hecho, el miedo había desaparecido. Ni si-quiera la sensación de soledad y de encontrarme perdido en una playa que jamás había visto pudo quitarme la alegría que estaba viviendo.

Lo único extraño de todo era que no había nadie más en lo que parecía ser esa isla desierta. Me metí al mar, siempre aferrado al aro, jugué con las olas, con la espuma, y me dejé llevar por la fuerza del agua gritando de felicidad. La playa se veía lejos, muy lejos desde donde yo estaba. Entonces, lleva-do por la emoción, me sumergí en esa inmensidad, nadé entre los peces de colores, entre los arrecifes de coral y las que había en lámi-del de Nadé cada más la hasta un enorme, a serpiente, muy de y enroscó, en fi-aún terrorífica lo ya de te, parte de cola anudó mi