mayas.jpg

LOS MAYAS

Raúl Pérez López-Portillo

logo-pdv-bn.jpg

ISBN: 978-84-15930-02-0

© Raúl Pérez López-Portillo, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

El autor

Introducción

Parte I Mesoamérica

En el principio está el hombre americano

El mundo olmeca

Las otras culturas preclásicas

El origen de la civilización maya

La transición

Esplendor clásico

Clásico maya

El Colapso

Nuevo amanecer

El ocaso

Parte II La España imperial

La expansión

Descubrimiento de Yucatán

El mundo de la política y de los negocios

El fin del mundo mesoamericano

La conquista del mundo Maya

La estabilidad colonial

Desaparecen los mayas

Parte III La República

La guerra

Viaje a Yucatán

Las revoluciones del siglo XX

Bibliografía

El autor

Raúl Pérez López-Portillo. Nació en Guadalajara, México, en 1947. Es periodista y escritor. Estudió periodismo en México, Distrito Federal, en la Escuela Carlos Septién García. Su labor profesional se inició en los diarios El Día y Excelsior, y en la revista Proceso. En 1977 inició tareas de corresponsal en Europa con sede en Madrid, España para diversos medios mexicanos, hasta la fecha. Entre 1993 y 1994 fue presidente de la Asociación de Corresponsales de Prensa Extranjera (ACPE). En 1989 publicó La infancia y la juventud en los países en desarrollo, editado por la Cruz Roja Española. Ha publicado las biografías de José Clemente Orozco, Lázaro Cárdenas y Francisco Ignacio Madero y una Historia General de México. En Sílex Ediciones ha publicado Argelia. El fin del sueño islamista; Chiapas, México desconocido; Historia Breve de México y La España de Riego.

A mis hijos Raúl, María y Laura, con mi amor y a Raúl Pérez Vieyra, mi padre, por su cariño

Y a mis hermanas Dolores y María Antonieta, porque aunque están lejos, las siento cerca

Introducción

Al borde del golfo de México, hace varios miles de años, surgió una civilización de entre los pantanos, ríos, lagunas, ciénagas y selva. Las culturas que se formaron en este entorno denominado Mesoamérica, se dispersaron por el territorio que ahora conocemos como centro y sur de México, Belice, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y parte de Costa Rica. Si en su origen, Mesoamérica nace de la cultura olmeca, de ésta se derivan otras tantas culturas que, con los años, dan pie a una de las más poderosas y enigmáticas de su tiempo, en América: la maya.

Los mayas, en efecto, configuran desde entonces, una de las culturas más avanzadas y aun, llena de incógnitas. El desarrollo humano de este pueblo está llena de vicisitudes y su “desaparición” como pueblo, en una etapa histórica, sólo contribuye a acrecentar el halo de “misterio” que le rodea.

Esta historia se divide en tres partes. La primera corresponde a la fase prehistórica, es decir, la mesoamericana; la segunda, a la presencia española en ese territorio americano, desde el encuentro o descubrimiento de América, y, la tercera, a la parte republicana, ya mexicana. Cada bloque tiene sus correspondientes características, pero unidas, sin embargo, por el hilo conductor de fuerzas externas que en mucho o en parte, modifican su actitud interna.

Tales fuerzas externas contribuyen a moldear una cultura que, lejos de adoptar una actitud pasiva, cauta o sumisa, la hacen violentamente contestataria. Los mayas son un pueblo indómito que hace pagar muy cara su derrota. Incluso hasta nuestros días, es patente tal afán reivindicativo, cómo no, también propiciado por fuerzas externas.

Durante la fase inicial de los mayas, donde la superárea se convierte en el territorio propicio para su desarrollo, incluso en lugares geográficamente inhóspitos, esta cultura cumple con su destino, en medio del militarismo propio de pueblos que luchan por sobrevivir: crece, alcanza un nivel Clásico y decae. Mesoamérica queda entonces expuesta a la influencia europea, con los conquistadores españoles. El mundo maya, arropado en la selva y la altiplanicie, disperso entre distintos cacicazgos, se repliega y sólo hasta principios del siglo XX, son sometidos, a medias, por blancos y mestizos.

La última fase histórica de los mayas no está escrita aún; las diversas rebeliones que han salido a la luz muestran que de una u otra forma, su cultura sigue viva, en medio, si se quiere, de polémicas encendidas. La cultura maya (o el indigenismo, para ceñirnos al término contemporáneo) mantiene aún secretos que faltan por descifrar, si se contemplan sus vestigios de piedra o cerámica. Si se habla de humanos que reivindican derechos y justicia, aún más.

Por tanto, esta historia sólo tiene un fin: acercar al hombre de comienzos del siglo xxi, las vicisitudes de un pueblo milenario, rebelde, indómito y todavía vivo.

“El antiguo México es un mundo de orden, donde cada cosa y cada ser tiene su propio lugar (…) es también un mundo que nos provoca terror por su universalidad (…). Estas culturas no conocían el caos”.

Paul Kirchhoff, El Indio

Todavía más fino, aún más fino, más fino,
Casi desvaneciéndose de pura transparencia,
De pura delgadez como el aire del Valle.
Es como el aire.

De pronto suena a hojas,
Suena a seco silencio, a terrible protesta de árboles,
De ramas que prevén aguaceros.
Es como los aguaceros.

Se apaga como ojo de lagarto que sueña,
Garra dulce de tigre que se volviera hoja,
Lumbre débil de fósforo al abrirse una puerta.
Es como lumbre.

Lava antigua volcánica rodando,
Color de hoyo con ramas que se queman,
Tierra impasible al temblor de la tierra.
Es como tierra.

Rafael Alberti, México, El Indio

Parte I
Mesoamérica

En el principio está el hombre americano

Y aquella parte
Está siempre de un sol bravo encendida,
Sin que fuego jamás de ella aparte

Virgilio, Geórgicas

La naturaleza

Cuerno de la abundancia. México. La combinación de estos dos elementos produce sentimientos encontrados. El cuerno de la abundancia es, en otras épocas, sinónimo de riqueza y exaltación: la república ofrece lo que, hasta ahora, no puede dar: la felicidad de sus ciudadanos. Es una fórmula optimista e incondicional de amor por México. Un deseo, más que una constatación. Pero el país modifica el concepto, ni tan rico ni tan pobre, pero…

Los parámetros del país los describió hace más de quinientos años el conquistador español, Hernán Cortés, con otra figura. Muy simple: arruga un papel frente a su rey. Eso es México, le explicó. El monarca Carlos V, a su vez, se hace una idea del territorio conquistado, sus nuevos dominios. Y sobre todo, probablemente, de la dificultad de la empresa. Los conquistadores tienen tarea a la hora de escribir sus memorias, con no poca nostalgia y mucha alegría por contarlo, empezando por el capitán extremeño, con sus Cartas de Relación. Afloran los recuerdos ante el paisaje: sus caballos sufren para sacar las patas de las ciénagas donde se atascan, los hombres bajan o suben pronunciadas pendientes, cruzan ríos cortos y caudalosos, aparecen ante sus sorprendidos ojos, bellas lagunas, volcanes humeantes, creen ver mezquitas cuando son pirámides, sus barcos navegan por aguas transparentes nunca vistas y se bañan en suaves aguas templadas o padecen el agobio de los mosquitos y un sol tropical agobiante, tras intensos aguaceros.

Cortés y sus hombres no son los primeros en desenvolverse por aquella tierra inhóspita a la que llama Nueva España; los pobladores que le preceden primero en México, antes del “encuentro” con el hombre europeo, entienden pronto que es un territorio geográficamente complicado y contradictorio. El clima es distinto, según la latitud y la altitud; en unos puntos llueve poco y en otros, mucho, tal vez demasiado; los ríos son cortos y caudalosos, hay pocos que sean navegables y su viaje hacia el mar resulta a veces poco grato. En algunas regiones los ríos sólo serpentean bajo tierra, ocultos a la vista del hombre. Largas son las jornadas para ir de un sitio a otro. Los vientos son exagerados en épocas de lluvias y huracanados, inclusive. Acechan los vendavales llamados “nortes” y del sudeste, los ciclones. En unas zonas el calor es insoportable, tórrido, y en otros suave y templado o frío; en las tierras pantanosas, el rey es el mosquito y el agua, su hábitat. La tierra se mueve en ocasiones y siembra el pánico; los volcanes lanzan fuego por la boca y las lenguas de lodo ardiente acaban con todo a su paso.

México tiene historia común con otra parte de América, el istmo centroamericano, con igual o parecidas condiciones climatológicas y geográficas. Entonces el espacio geográfico aumenta y se incrementan las contradicciones. México y Centroamérica, juntos: desde el desierto mexicano por el norte, hasta la actual Costa Rica, en la vertiente del Océano Pacífico, conforman un todo y una civilización, con sus diferentes matices. A esa entidad geográfica se le denomina Mesoamérica, y a la región de los olmecas, en Tabasco y Veracruz, se conoce como cuna de una civilización llena de paradojas. Y en el principio, en los días prehistóricos, al mundo olmeca se le concede el bello privilegio de ser considerada la civilización madre de México, es decir, el origen de todo el territorio mesoamericano, concebido como una expresión cultural.

El medio natural en el que se desenvuelven los mesoamericanos, es distinto según su posición en el mapa; de ahí, sus diferentes temperamentos. A unos el clima y la altitud les une y a otros, les separa. El norte de México es desértico y árido, es un territorio estepario. El calor es seco y agobia. En el sur de Costa Rica, todo lo contrario, selva y altiplano, montañas que humean, valles fértiles, región muy lluviosa. El cronista José de Acosta anota en su Historia Natural y Moral de las Indias las fuertes diferencias climáticas entre su tierra, España, y los parajes del Nuevo Mundo.

En resumen, el norte de Mesoamérica es desierto y tierra dura, inhóspita; en América Central, la frontera sureña, selva abigarrada, montañosa y compleja. El Este es del golfo de México y el Mar Caribe; hacia el Oeste, predominan las aguas bravas del Océano Pacífico. Por el Norte es ancha la frontera mesoamericana y por el Sur, estrecha; el Norte es abierto, amplio horizonte; el Sur empieza con el nudo de montañas de las Sierras Madres de México, la occidental y la oriental –el llamado eje Volcánico– y continúa hacia Centroamérica la gran cordillera volcánica, en tanto que la región septentrional guatemalteca es una plataforma caliza que entronca con Yucatán. El oriente centroamericano es pura selva y tierra pantanosa en algunas zonas. Esta es la amplia región del Trópico de Cáncer. Hacia la movible frontera norte, a la altura de Tamaulipas, Nuevo León, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Sinaloa y Baja California Sur, se suavizan el clima y las temperaturas, es una zona templada, mientras el resto de la república encaja en la franja tórrida, cálida, a pesar de que las cumbres más altas de México, el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl y el Citlaltépetl, el techo del país –5.747 metros de altitud–, se levantan con sus nieves eternas muy cerca de los 6.000 metros sobre el nivel del mar. En la frontera de México y Guatemala –nación de montañas y mesetas–, sobresale el pico del volcán Tacaná, con 4.092 metros; la cordillera que viene de Chiapas y corre hacia el Sur, con el nudo volcánico de Guatemala y el Salvador, concluye en el volcán de Cosigüina, en el extremo oeste de Nicaragua. En esa línea de conos volcánicos, la altura sobrepasa los 3.000 metros y ahí se elevan el Acatenango con 3.976 metros. El Santa Ana tiene su cumbre en los 2.385 metros, el San Vicente, en los 2.173 y el San Miguel, en los 2.132; los volcanes activos son el de Fuego, con 3.763 metros, en Guatemala y el Izcalco, con 1.885, en El Salvador. Pero aún hay más. El Agua, de 3.760 metros de altitud sepulta en 1773 la ciudad de Antigua, en Guatemala, entonces capital del país. El relieve de Honduras es irregular, montañoso; en el extremo noreste de los Montes Colón se extiende la gran llanura aluvial de la Mosquitia, con los deltas del Coco y Patuca. El techo costarricense se sitúa en la cumbre del Chirribó Grande, con 3.819 metros, en tanto que la punta sur de Mesoamérica se sitúa precisamente en el sudoeste del país, en las aguas del Pacífico: el golfo de Nicoya.

La combinación de las diversas altitudes y latitudes dividen y subdividen la región en diversos climas y microclimas y así dan pie a un mosaico contradictorio y complejo para la vida humana, animal y vegetal. A ello contribuye también, en su parte oriental, la dirección de los vientos dominantes (alisios, contralisios y perturbaciones ciclónicas) la presencia o no de las cadenas montañosas, la proximidad o lejanía de las costas.

La estructura básica de Mesoamérica se ubica en el nudo de tierras y climas dentro del paralelo 19, llamado Eje Volcánico. Este es el “corazón central” de México. Este corazón “histórico y corazón geográfico” tiene una altura media de 1.700 metros sobre el nivel del mar. La puerta natural de este embrollo geográfico tiene una puerta diáfana, que es, por cierto, la que usan los primeros pobladores de México en su viaje al Sur: el Norte. A los lados, predominan las Sierras Madre oriental y occidental, con sus respectivas vertientes, hacia el golfo de México y el Pacífico, además de la vertiente del Norte (Baja California y su zona de clima mediterráneo) y el Sudeste, con el nudo sur, Oaxaca, Chiapas y Yucatán, y más al Sur, de Guatemala y sus cumbres con sus valles, la parte alta y baja de Honduras y la cordillera volcánica que cruza El Salvador hasta Costa Rica.

Veracruz es la ruta del golfo de México, la entrada hacia la península de Yucatán. El occidente de México es una “tierra más suave y dulce”. “Su altura sobre el nivel del mar es menor, y disminuye a medida que avanza hacia el Oeste y se aproxima a su vertiente, como si buscara hacer menos brusco el paso entre las tierras frías y las calientes”, dice García Martínez. La entrada al Occidente deja ver su marcada naturaleza volcánica.

Las montañas occidentales son muy elevadas y las de Oriente tienen cumbres aplanadas o en forma de meseta; el norte, con su característica peculiar, juega a ser frontera “movible” por circunstancias históricas. La marca Mesoamérica y la expansión colonial española, cuando se enfrenta a los “indios nómadas”. La frontera “sedentaria” se establece a la altura del río Lerma-Santiago. Su movilidad depende luego de la dispersión colonial y el desarrollo de la industria minera. La vertiente del golfo de México la marcan los tres picos más altos de México, el Cofre de Perote, el Pico de Orizaba y la Sierra Negra, auténticos balcones del eje volcánico. De las Huastecas de Hidalgo, San Luis Potosí y Zongolica, se desprende –con su cuenca hidráulica– el río más caudaloso de México: el Pánuco. El sudeste en cambio, se abre con la porción ístmica. Aquí el territorio se estrecha unos 210 kilómetros, entre Tehuantepec y Veracruz.

Las dos Sierras Madres se hacen nudo en la Mixteca y se deprimen sensiblemente al penetrar el Istmo, hacia la costa pacífica: es estrecho y de corta extensión, en contra de la más amplia que se extiende hacia el golfo de México. Se forman llanuras bajas y pantanos en Veracruz y Tabasco. Si se cruza el estrecho aparecen las montañas de Chiapas y la planicie de Yucatán, con su tierra caliza al norte y su zona de jungla, donde se une con el Petén guatemalteco. Oaxaca es, asimismo, la puerta al Sur, si se cruza la sierra. Bernando García Martínez habla de “caos” montañoso, tiene topografía complicadísima y una estructura “difícil de esquematizar”. También es difícil precisar sus límites, bien con cordilleras, bien con ríos; sus frías cumbres se elevan hasta los cuatro mil metros y entre medias, quedan hermosos valles. La región está como el México central, a horcajadas sobre dos vertientes hidrográficas opuestas; sin ser altiplano, tiene rasgos del altiplano: “Oaxaca está volteada sobre sí misma”. García Martínez concluye que Oaxaca le da la espalda al mar, a las tierras bajas de la Vertiente del golfo, a las del Pacífico y a las de Tehuantepec. No obstante, es “bastante homogénea”.

Y Chiapas, con el Soconusco, que tiene su propia conformación física y humana, aparece lejos del México nuclear. Es la periferia y además, frontera. En los tiempos prehistóricos, su importancia es indiscutible. Está muy relacionada con Guatemala en el lapso colonial. Chiapas tiene “una estructura sencilla, pero aglutina tierras muy heterogéneas”, con la costa, la sierra y el altiplano.

Los mexicanos

“y tengo para mí que el Nuevo Orbe e Indias Occidentales, no ha muchos millones de años que las habitan hombres, y que los primeros que entraron en ellas, más eran hombres salvajes y cazadores que no gente de república y pulida…”

José de Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias

Su origen

Los hombres que pueblan América provienen de Asia. Con el tiempo son capaces de crear una civilización, hasta el choque con la cultura europea. Con posterioridad al encuentro de Cristóbal Colón con el mundo americano, en 1492, los europeos se preguntan quiénes son estos hombres, que no son precisamente egipcios o judíos y mucho menos proceden de la Atlántida. Creen que son más bien “cosas tan de burla”, cuentos o “fábulas de Ovidio, que historia o filosofía digna de cuenta”. A estos “indios” americanos les salen muchos orígenes, pero es el padre José de Acosta el que se acerca más a la realidad: los hombres proceden del Extremo Oriente, dice. Si todos los hombres son hijos de Dios, según el Antiguo Testamento, proceden de Adán y Eva, luego entonces, “quedamos sin duda obligados a confesar que pasaron acá los hombres de allá de Europa o de Asia o de África, pero el cómo y por qué camino vinieron todavía lo inquirimos y deseamos saber. Porque no se trata de qué es lo que pudo hacer Dios, sino qué es conforme a la razón y al orden y estilo de las cosas humanas”.

José de Acosta escribe su tesis: los hombres americanos llegaron al continente caminando. Descarta el Arca de Noé como vehículo de penetración en estas nuevas tierras y saca a relucir el imán. Lo califica de “maravilla”, porque “la aguja de marear”, que no es otra cosa que el imán, “que en su nacimiento mira al Sur, cobra virtud de mirar al contrario, que es el Norte”. Apunta que “el uso del aguja de la mar no le alcanzaron los antiguos, de donde se infiere que fue imposible hacer viaje del otro mundo a este por el océano, llevando intento y determinación de pasar acá”. Entiende que “el Nuevo Orbe, que llamamos Indias, no está del todo diviso y apartado del otro orbe” y que “…días ha que la una tierra y la otra en alguna parte se juntan y continúan o a lo menos se avecinan y alegan mucho”.

El padre cierra con brillantez su exposición: “tengo para mí que el nuevo orbe e Indias Occidentales, no ha muchos millares que las habitan hombres, y que los primeros que entraron en ellas, más eran hombres salvajes y cazadores que no gente de república y pulida; y que aquéllos aportaron al Nuevo Mundo por haberse perdido de su tierra o por hallarse estrechos y necesitados de buscar nueva tierra, y que hallándola comenzaron poco a poco a poblarla, no teniendo más ley que un poco de luz natural, y esa muy oscurecida, y cuando mucho algunas costumbres que les queda de su patria primera (…)”.

Así pues, los hombres de América llegan de Asia, cruzan el estrecho de Bering, desde la punta asiática, el cabo Dezhnev, la península de Chukotka, Siberia y el cabo Príncipe de Gales, península de Seward, en Alaska. Unos ochenta kilómetros, por encima de las capas de los hielos, salvan asimismo las dificultades cuando aprovechan el paso por las dos islas que hay entre los dos continentes, la Gran y la Pequeña Diomede. Más al sur hay otras tablas de salvación: las islas Aleutianas y no cuenta el grado de dificultad que tienen durante la travesía, sino el nivel cultural de los que lo intentan. Estos hombres nómadas y cazadores siguen la ruta de los grandes mamíferos prehistóricos. La travesía también es posible si cuentan con algún tipo de embarcación de cierta categoría. El escenario es la época del Pleistoceno, en la era de las glaciaciones. Hace unos 30.000 años, probablemente. Cruzan todo el continente hasta la Patagonia, hace unos 9.000 años. Los hombres que se quedan en México, más o menos hace 21.000 años, utilizan la piedra, el fuego y la oxidiana. Vienen con perros. Probablemente tejen cuerdas y redes para pescar. Hay dudas sobre este hombre: se ignora si utiliza arco y flechas para cazar o sólo armas arrojadizas. Ignacio Bernal cree que están dentro de un “horizonte del salvajismo” o arcaico, porque es una etapa de transición. Y aun más: hay otra duda, el momento en que nace la cerámica. ¿O aparece primero la agricultura?

Con el llamado hombre de Tepexpan, etapa lítica, se sitúa en torno a los 7.000 años antes de nuestra era. Es una mujer de unos cuarenta años, de un metro sesenta y ocho de estatura. Se encuentra bajo una capa de arcilla arenosa, mezclada con restos de mamut. Es el vestigio humano más antiguo de México. Sus restos están a unos 300 metros del mamut.

El camino hacia la agricultura, coloca a los hombres de México en otra fase superior, hace unos 3.500 años antes de nuestra era. Se abre la ruta al sedentarismo y como consecuencia, a la agricultura: Los pobladores consumen diversas clases de aguacates, semillas de mezquite, amaranto, tunas, chile, calabaza, frijol, ciruela, cosahuico, varias especies de acacias y maíz, la base de su alimentación.

La dimensión tridimensional

“El buen alfarero: pone esmero en las cosas.
Enseña al barro a cantar, dialoga con su propio corazón.
Hace vivir las cosas, las crea…”.

Códice Matritense de la Real Academia, España

La situación de México, “tridimensional”, tiene mucho que ver con su situación geográfica. El clima depende menos de que se viaje de Norte a Sur “que de la altitud de un lugar determinado” y las condiciones varían mucho en distancias cortas. Nigel Davies dice en Los antiguos reinos de México que los contrastes climáticos son “básicos” para la historia mexicana. La marcada diferencia entre las tierras altas templadas y la costa tropical, funciona como aliciente, primero para el comercio y, más tarde, para la conquista. La civilización desarrollada florece “por primera vez en la costa” y después se traslada al Altiplano, “pero gran parte de su religión se basaba en tradiciones tropicales y su cumplimiento requería de toda una gama de productos costeros, como atractivas plumas y pieles de jaguar”.

Sucede entonces la “revolución neolítica”, el tránsito de la recolección al cultivo. No todos están de acuerdo en llamarla así porque las “plantas culturales” de América “fueron domesticadas en regiones muy diferentes y en varias formas, de modo que no podemos pensar en un único centro donde habría ocurrido el cambio de la recolección a la horticultura”, como afirma Haberland.

El hombre aprende a cultivar y a protegerse de los depredadores pero también de otros hombres. Conoce el terreno que pisa, distingue los productos y separa unos de otros, planta semillas en lugares propicios y en épocas adecuadas. Finalmente “domestica” al maíz, una planta que se convierte en “divina”.

Con la cerámica, sin descartar la piedra, y el maíz como planta “divina”, los hombres adquieren el sentido “de la propiedad territorial”, se crean “conflictos por fuentes de aprovisionamiento”, y un sistema de relación con otros grupos más o menos afines, con los que comparten algunas fuentes de producción “cuando ésta es superior a la capacidad de consumo de un solo grupo”, según José Luis Lorenzo. Aparecen diversas y difusas zonas fronterizas donde ciertos grupos mixtos comparten “economía y cultura”. Estas fronteras que varían con el tiempo supeditan el avance o retroceso de los agricultores, apuntan López Austín y López Luján. Si en esta época se vislumbran los choques pacíficos o antagónicos entre estos dos grupos, el avance de los conquistadores tras la caída de Tenochtitlán en el siglo XVI, “significó la imposición del sedentarismo a algunos grupos nómadas; el acoso, que llevó a otros a regiones inhóspitas de refugio; el hostigamiento militar y el exterminio”.

La geografía se impone. Paul Kirchhoff habla de “Aridamérica” cuando se refiere al norte mexicano, región de mesetas, estepas, desiertos y costas. Las avanzadas de los agricultores que entran en México reduce el vasto territorio aridamericano. Austin y Luján la llaman Oasisamérica. Y nos acercamos al mundo del maíz “domesticado”, una “planta humana”, dice Guillermo Bonfil Batalla. Es el resultado de una evolución cultural y agrícola, porque no se reproduce sin la mano del hombre. “Más que domesticada, la planta del maíz fue creada por el trabajo humano”. Con respecto al ciclo del maíz, los indios tzeltales de Chiapas dicen que “es en la semilla donde empieza y acaba todo; es el principio y es el fin”. Según Eric Thompson, el maíz constituye entre los mayas algo más que una simple base económica. “Sin este grano los mayas no hubieran tenido tiempo suficiente ni hubieran gozado de la prosperidad que le permitió construir pirámides y templo”. Alfonso Villa Rojas recuerda que entre los mayas la vida sólo tiene sentido alrededor de la milpa. “Sin ésta se desvanece el significado de las estaciones, los astros, los vientos, las lluvias y aun de los propios dioses. El maíz es el don supremo recibido del Creador; por esta razón se le da el nombre de ‘gracia’ y no ‘íxim’ mientras conserva su pureza, es decir, mientras no sea utilizado como medio de intercambio comercial. Su abundancia o escasez depende, en buena parte, de la conducta religiosa de los hombres”.

Hay atisbos de civilización. El desarrollo de estos grupos humanos nos acercan e introducen en la cultura madre de México: la olmeca.

Nos referimos a Mesoamérica (1800-100 a.C.), más o menos al momento en que la planta del maíz domesticada y expandida su cultivo hacia el Norte, por Tamaulipas, Nuevo México y el río Pánuco, llega también hasta Honduras. Es muy probable que el maíz domesticado naciera en Guatemala. Ignacio Bernal afirma que los indicios sugieren un proceso tal vez no idéntico, sino similar en otras regiones y que la mitad sur de México y norte de Centroamérica se adelanta a sus vecinos al establecerse como una sociedad agrícola, sedentaria y con una organización social que “tal vez ya podemos llamar tribal”: aparecen pequeñas figurillas de barro, entierros rituales que hablan de “una verdadera religión” que “sólo nacerá después” si muestran “la existencia de una magia que en parte le servirá de base” en la cultura que se llama Mesoamérica. Así en esta “América Media” como la denomina Bernal o Preclásica, nace una civilización poco antes del año mil antes de nuestra era.

El mundo olmeca

Entre los ríos Coatzacoalcos y el Tonalá, para colindar con los mayas de Comalcalco, en la planicie costeña y lindando con las estribaciones de la Sierra Madre oriental, en el país del Hule, allí situaban el Paraíso, los informantes de Sahagún:

“Y así decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan había siempre jamás verdura y verano”.

La superárea

Con la agricultura, el hombre de México alcanza una fase superior en su desarrollo. El cultivo básico es la triada de plantas: maíz, frijol y calabaza. Las aldeas crecen, igual que las “necesidades espirituales”. En este periodo formativo en donde se sientan las bases “de la más destacada creación del genio humano” conocida por Mesoamérica, Nigel Davis observa los rasgos característicos: centros ceremoniales, sacrificios humanos, los códices pintados, un calendario religioso especial y el juego de pelota ritual.

Con otras palabras, el maíz, la tradición compartida y una historia igualmente común, forman también esa base cultural de Mesoamérica y, pese a los contrastes regionales y las transformaciones que acentúan las diferencias de desarrollo social, político y económico, se establece un diálogo que no siempre es homogéneo, apuntan López Austin y López Luján. Estos nexos, añaden, sufren los vaivenes de los grandes procesos históricos.

La entrada a este “superárea” de Mesoamérica, se hace de la mano del maíz, pero no se sabe cuándo, cómo ni dónde los cazadores y recolectores nómadas “se civilizaron y se convirtieron en agricultores establecidos y cuándo comenzaron las diversas culturas indígenas a tomar forma y a desarrollar sus características individuales”, escribe Miguel Covarrubias. En el Arte indígena de México y Centroamérica, Covarrubias afirma: “las grandes civilizaciones del pasado y la vida misma de millones de mexicanos de hoy, tienen como raíz y fundamento al generoso maíz”.

El poeta Ramón López Velarde habla de la patria mexicana y apunta que “tu superficie es el maíz”. Eric Thompson recuerda la prosperidad que les da el maíz a los mayas para levantar sus pirámides y templos porque tienen “un místico amor por el maíz” y se someten a ese “gran programa” constructor “en que la jerarquía vivía empeñada. Porque es obvio que para el labrador todas aquellas construcciones estaban encaminadas a conciliar a los dioses del cielo y la tierra, y que en el poder de tales seres estaba la protección de sus campos de maíz”. Ahí está también la leyenda de la creación de los cinco soles, en los días prehispánicos. En efecto, dos son los dioses que alternativamente crean las diversas humanidades que pueblan el mundo: Quetzalcóatl, el benéfico, el descubridor de la agricultura y la industria, y Tezcatlipoca, el todopoderoso, multiforme y ubicuo; el dios nocturno, patrono de los hechiceros. El combate entre ambos es la historia del universo.

Tezcatlipoca es el primer dios que hace el sol y se da al mundo. Los primeros hombres son gigantes que no cultivan la tierra y se alimentaban de bellotas, frutas y raíces. Más tarde, el día 4 Lluvia, –según el calendario maya– los hombres se alimentan ya de una semilla llamada acecentli, o maíz de agua, pero es hasta la creación del Quinto Sol, cuando los hombres domestican el teosique y lo convierten en maíz. En este proceso evolutivo, los hombres pasan de la barbarie a la civilización, de las bellotas al maíz. En estas dos versiones sobre el origen del maíz, el hombre y la civilización, cambian de papel los distintos personajes, desaparecen unos y entran en escena otros. En Chilam Balam de Chumayel, uno de los libros célebres de los mayas, se dice: el nacimiento de la primera gracia divina (la primera semilla de maíz), ocurrió cuando era infinita la noche, cuando aún no había dios. El maíz no había recibido el don divino y estaba solo, dentro de la noche, cuando no había cielo ni tierra. El maíz permanecía oculto bajo una montaña. El antiguo Chac, dios del trueno, hizo pedazos la roca y el maíz nació libre, creció.

Es una incógnita el lugar donde se cultiva el maíz, pero su origen puede estar en la frontera de Chiapas o Guatemala, según Nicola Kuehne Heyder y Joaquín Muñoz Mendoza. El sistema agrícola que se usa es el de “quema y roza” y el de “esquejes”. El primero es el más importante: se corta y quema el monte antes de sembrar. Pero la tierra se agota pronto y obliga al campesino a buscar nuevos terrenos. El sistema de “esqueje” consiste en tener una parcela en cultivo y otra en barbecho; se requiere un terreno con clima tropical lluvioso, muy utilizado en la región del golfo de México.

Se denomina Mesoamérica al territorio de México por el Norte, desde el Río Pánuco hasta el río Sinaloa, en el Occidente, Guatemala, Belice, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. La frontera sur mesoamericana se extiende desde el Puerto Limón, en el Mar Caribe, hasta el golfo de Nicoya, en el Pacífico, cruzando el lago de Nicaragua. Estos son sus límites, hacia finales del segundo milenio antes de nuestra era. Es un “foco intelectual y artístico” de la civilización que significa en América , “lo que en el Valle del Nilo para África, el archipiélago Egeo para Europa y el Valle del Río Amarillo para el Asia Oriental”, apunta Miguel Covarrubias. Es la culminación del proceso llamado Preclásico (entre 2000 a 100 años a.C.) hasta el punto de ser considerada “una civilización”. Paul Kirchhoff reconoce a las sociedades que la integran como “cultivadores superiores”. Eduardo Matos Moctezuma estima por su parte que el concepto de Mesoamérica “es sinónimo de la presencia de un modelo de producción” a partir de los olmecas que se extiende hasta llegar, en el siglo XVI “a los límites establecidos por Kirchhoff ”, ya citados.

En resumen, Mesoamérica se divide en cinco grandes regiones: la costa del golfo de México, donde moran en distintas épocas, olmecas, totonacas y huastecos. La oaxaqueña, habitada por zapotecas y mixtecos; la maya, la del Altiplano Central, donde viven teotihuacanos, nahuas y otomíes; y la de occidente, ocupada por tarascos y diversos pueblos que habitan Colima, Nayarit, Jalisco y Sinaloa.

A esta “superárea” le dan distintos calificativos que se complementan, haciendo hincapié en “factores medioambientales“, “formaciones socioeconómicas” que dan un “sentido dinámico”, la relación “dialéctica” entre el altiplano y la costa y el paso de una cultura de agricultores a una cultura urbana. La superárea perfila durante su historia un nuevo modelo de producción basado en la agricultura y en el tributo, al pasar de la etapa de cazadores-recolectores, a la sociedad agrícola igualitaria, hasta la sociedad agrícola-militarista estatal, tal como lo plantea Paul Kirchhoff.

Hay, sin embargo, una “duda razonable”: algunos historiadores explican la región como una “superárea cultural” o “una división metodológica”. Ignacio Bernal cree que tiene una base cultural común y una historia paralela, pero poca unidad racial y lingüística. Conforme se eleva el nivel cultural en Mesoamérica, se limita el área y se distingue de sus vecinos. Se hablan lenguas muy distintas, dieciséis de acuerdo con las familias lingüísticas. Sólo de la lengua maya, existen estas derivaciones, por citar unas cuantas: huasteco, cotoque, maya yucateco, lacandón, mopán, chol, chontal, tzeltal, tzotzil, tojolabal, mam, chuj, kanjobal, kekchí, pokonchí, ixil, quiché, cakchiquel, pokoman, rabinal, tzutuhil, aguacateca, o chorti.

El tipo físico de los pobladores, no mongoloide, tal vez pertenece a los primeros emigrantes asiáticos, tienen cabeza y nariz alargada, cabellera lisa, estatura alta con piernas largas y delgadas (semejantes a los actuales tarahumaras, pimas o yaquis, del norte de México, los otomíes y los de lengua tzeltal y tzotzil en las tierras altas de Chiapas). Migraciones tardías, de rasgos mongoloides “mucho más pronunciados” según Nicola Kuehe y Joaquín Muñoz, se subdividen en dos grupos, los más adaptados a la montaña, de cabeza ancha, piernas cortas, tórax ancho con un aspecto macizo y los que se adaptan a las Tierras Bajas, de cabeza ancha y pequeña, que ofrecen dos variantes, una de osamenta pequeña y grácil, nariz ancha como su cabeza –totonacas y huastecos de Veracruz– y otra variante, de tipo pequeño, cuerpo macizo, cabeza ancha, nariz grande y aguileña, característica de los individuos de habla maya. Estos rasgos se combinan con el pliegue ocular mongoloide. Es el vestigio de la herencia que deja el lejano antepasado asiático.

Nicola Kuehe y Joaquín Muñoz señalan que en Mesoamérica se llegan a hablar unas 260 lenguas aproximadamente. Algunas de ellas tenían una sintaxis polisintética, es decir, “expresan los conceptos mediante palabras largas y compuestas”, como en el náhuatl. Otras en cambio son analíticas, elaborando sus conceptos “disponiendo las palabras cortas en una cuidadosa secuencia, como la maya”.

A pesar de este mosaico lingüístico y de tan distinto origen, con el transcurso de los siglos, es capaz de “crear una unidad cultural fundada en torno al cultivo del maíz”. Austin y Luján señalan que comparten “una tradición, independiente de influencias extracontinentales, hasta el siglo XVI”. Así, el sedentarismo agrícola y la irrupción europea “son los límites temporales de Mesoamérica” hasta desaparecer como tradición cultural autónoma a partir de 1521 d.C. Por tanto, entre esos siglos (2500 a.C. a 1521 d.C.) se esbozan grosso modo tres fases en Mesoamérica: el Preclásico (entre 2000 a 100 a.C.), el Clásico (100 a 900 d.C.) y Posclásico (900 a 1521).

Este vasto territorio y su medio ambiente tan entreverado impone a sus habitantes cierto comportamiento ecológico. Abarca todos los climas y sólo para recalcar, como se ve a lo largo de esta historia, recordemos el peculiar trazado de los ríos: en el caso de la costa del Pacífico tienen un recorrido muy corto y caen al mar desde gran altura –el Lerma recorre 430 kilómetros y desciende 1.500 metros–, en la Costa del Golfo las lluvias son cuantiosas y ofrecen más bien un problema por exceso que por su escasez. Mesoamérica iba aproximadamente, hasta el momento de la conquista, de los 25o a los 10o latitud norte y de mar a mar en la mayor parte de su extensión. Así acotado incluye valles fríos y elevados, bosques tropicales y lluviosos, amplias planicies costeras, llanuras extensas, tierras árida unas y otras ricas en corrientes y depósitos de agua. La naturaleza no ofrece “una vida fácil al hombre mesoamericano” y contribuye al “problema” del agua, uno de los motivos de sus expresiones artísticas y religiosas. La obsesión por el agua se refleja en su vida cotidiana y en el calendario religioso. “Llegaron al extremo de concebir su espiritual paraíso como un lugar pletórico de agua, con abundancia de aves acuáticas y exóticos follajes, al que llamaron Tlalocan”, recuerdan Nicola Kuehe y Joaquín Muñoz.

La historia mesoamericana y sus tres fundamentos (tradición básica, la dualidad local-regional y la “acción globalizadora” de los “protagonistas”) se fortalecen a lo largo de los siglos hasta que, según Austin y Luján, la parte de los “protagonistas” se considera “una fuerza uniformadora”. Así, olmecas, teotihuacanos, toltecas y mexicas, difunden creencias, instituciones, conocimientos, estilos y modas, pero “implantan sistemas” y no siempre para establecer relaciones simétricas sobre los pueblos incluidos en su radio de influencia. Por tanto, además de propiciar el desarrollo de un modelo del que ellos mismos son prototipo, “inhibieron con su acción la potencialidad económica y creativa de los afectados”. Favorecen semejanzas y también diferencias: “Las sociedades que ingresaban en sus sistemas tenían que responder a los papeles específicos que les correspondían en el orden introducido”.

Esta superárea se divide en cinco, –lingüísticas, étnicas, históricas y geográficas–, según sus características: Occidente-Norte, Centro de México, Oaxaca, Golfo y Sudeste. Los escenarios histórico-cultural cambian según las épocas, pero la clasificación resulta útil para una realidad tan extensa y variada, en donde, incluso –es obvio–, coexisten varios grupos étnicos, no necesariamente subordinados unos a otros. La pluralidad étnica es así al menos en la última fase de la historia prehispánica. Sonia Lombardo y Enrique Nalda coinciden en la visión de un México antiguo desmembrado, con pueblos en pugna constante –visión justificable si se consideran solamente los acontecimientos durante la conquista española–. Habría entonces que ajustarla, pues no es fácil que se concilie con la de la tolerancia requerida para la coexistencia de etnias diferentes.

Y lejos de verse como “espectadores pasivos”, los mesoamericanos creen ser integrantes plenos del orden cósmico. Su preocupación por asignar a cada individuo un lugar en el universo es, sin duda, “la principal contribución al importante desarrollo de la astronomía mesoamericana”.

Entre esos pueblos antiguos, los mexica imponen formas de vida y estilos, apoyados en un poderoso aparato militar. Dominan y cobran tributos a lo largo y ancho de un amplio territorio, salvo algunos pueblos aislados –Tlaxcala y el mundo tarasco, entre ellos–. Así, los conquistadores españoles reconocen a la capital mexica, Tenochtitlán, como “el mayor centro mesoamericano de poder y de acumulación de riquezas y, por tanto, el objetivo final de su empresa de conquista”. A los mayas, sin embargo, les cuesta más sojuzgarlos. La fecha de 1521 es el límite de la realidad mexica, pero el último rincón de Mesoamérica no colonizada es Tayasal, en territorio maya: subsiste libre hasta 1697.

El golfo de México

La tierra del jaguar

Dividido en tres épocas el periodo histórico denominado Preclásico (2200 a.C. a 200 d.C.), es el Preclásico Medio (1200 a.C. a 400 a.C.) y especialmente el Preclásico Tardío (400 a.C. a 200 d.C.), el que más nos interesa. En la etapa intermedia aparecen las diferencias sociales y alcanza sus primeros efectos espectaculares entre los olmecas del área del golfo de México: se observa entre los individuos de una misma comunidad en la complejidad de sus tumbas, en la riqueza de las ofrendas, en las representaciones iconográficas y en la importancia que adquieren los bienes de prestigio, “sobre todo cuando son de procedencia foránea”. El ocaso del mundo olmeca corresponde a la época tardía: aumentan los asentamientos humanos, alcanzan una gran complejidad y se convierten en enormes centros de poder rodeados de aldeas, satélites estructurados por orden de importancia. La pugna entre las cabeceras genera conflictos bélicos para zanjar rivalidades por el control comercial y político.

El vocablo “olmeca” se deriva del término náhuatl olmécatl, que significa “habitante de la región del hule o del caucho”. Esta designación mantiene su vigencia hasta los tiempos mexicas para nombrar a los pobladores costeños de la región donde prolifera el árbol del hule.

En la base de este mundo olmeca se generan las futuras culturas de Mesoamérica. Algunos autores creen posible que al mismo tiempo que la cultura olmeca, habrían podido florecer otras culturas. Brian Hamnett recuerda que, al parecer, los olmecas nunca formaron un gran imperio, pero su organización política y sistema religioso, su comercio a larga distancia, su astronomía y su calendario, alcanzan una gran complejidad. Su grupo lingüístico es el mixezoque, relacionado con las lenguas mayas. La influencia olmeca se encuentra en Mesoamérica central y meridional, pero su influjo político es sobre todo, la zona del golfo de México, el sitio donde se origina esta cultura. “Es tal la belleza del arte olmeca que muchos investigadores se han inclinado por los estudios estilísticos e iconográficos, dando menos importancia a los aspectos económicos y sociales”, afirman López Austin y López Luján.

De las costas del golfo surge una civilización semi urbana en una región húmeda. A pesar de esas condiciones, los vestigios de piedra y la cerámica permanecen para determinar el grado de su avance cultural. Unos autores dudan a la hora de determinar dónde se inician los adelantos: en el Altiplano del Valle de México (Copilco, Zacatenco, Cuicuilco, Ticomán) o en las costas. Ignacio Bernal se pregunta si éstos son los indicios originarios de la cultura madre de México y de Mesoamérica. ¿Son los olmecas los precursores de esta cultura? Se resume que sí, lo son.

Austin y Luján creen que la hipótesis “muy arraigada” de la influencia directa a partir de un único foco “ha perdido adeptos recientemente” (1996) y que en poco tiempo se ha pasado de hablar de una cultura madre a concebir muchas culturas hermanas. Según Christine Niederberger, citada por ambos, el radiocarbono “no permiten sostener la existencia precoz de lo olmeca en un sólo foco cultural”; por el contrario, a partir del siglo XIII a.C. se observa una sincronía en el surgimiento de las manifestaciones simbólicas y estilísticas olmecas. Es patente en sitios muy lejanos a la costa del golfo, “en los cuales se produjeron con materias primas locales obras cuya calidad artística va mucho más allá de las simples copias provinciales”. Por tanto, según Niederberger, en 1200 a.C. se gesta la primera cultura panmesoamericana, cuya evidencia más tangible es el llamado estilo olmeca. “Éste fue un proceso de maduración cultural simultáneo de numerosas etnias que habitaban un vasto territorio geográficamente diverso”.

v

Los olmecas como miembros de un ámbito cultural desaparecen en el Preclásico Tardío (400 a.C. a 200 d.C.). Sin embargo su influencia se esparce como el viento, incontenible, desde los pantanos del golfo, a los cuatro puntos cardinales y con ella, la cultura y el mundo de Quetzalcóatl, convertido en dios, con especial incidencia en las culturas mexica y maya.