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LA LEYENDA NEGRA

en los personajes de la historia de España

javier leralta

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ISBN: 978-84-15930-08-2

© Javier Leralta, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

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Índice

El autor

La-leyenda-negra: una verdad a medias

Sugerencias musicales

Alfonso VI, rey de Castilla y León, y Rodrigo Díaz, el Cid, hidalgo castellano. La leyenda de la Jura de Santa Gadea

La complicada herencia de Fernando I de Castilla

El cerco de Zamora y la Jura de Santa Gadea

Historia apócrifa del destierro del Cid

El POEMA DE MÍO CID

Ramiro II, rey de Aragón. La leyenda de la campana de Huesca

La formación religiosa

Las primeras medidas y los primeros problemas

La leyenda de la Campana de Huesca

La boda del rey y la cesión del reino

Alfonso X, rey de Castilla. La leyenda del Rey Sabio

Las enfermedades del rey y sus empresas culturales

El dilema de la sucesión

La-leyenda-negra de las misteriosas ejecuciones de los nobles

El golpe de Estado y la primera guerra civil española

La maldición del infante rebelde y los testamentos del rey

Fernando IV, rey de Castilla. La leyenda del rey emplazado

María de Molina y la ingratitud del hijo

La legitimación del rey

La muerte del rey: la sentencia de emplazamiento

Pedro I, rey de Castilla. La leyenda del rey psicópata

La guerra civil fratricida

¿Cruel o Justiciero?

Las mujeres del rey

Leyendas sevillanas del Rey Cruel

La terrible leyenda de María Coronel

La triste historia de Blanca de Borbón

El asesinato de Montiel: “Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”

La peste negra

Juan II, rey de Castilla. La leyenda de la muerte del condestable

La reina Isabel de Portugal

La pesadilla de Juan II

La “loca de Arévalo”

Enrique IV, rey de Castilla. La leyenda del rey impotente

El muñeco de la farsa de Ávila

La impotencia del rey

Las mujeres de Enrique IV

Juana la Beltraneja

Muley Hacén, rey de Granada. La leyenda de los Abencerrajes

Las primeras muertes

Fátima y Zoraya

Juana I y Felipe I, reyes de Castilla. La leyenda de la loca cautiva

La extraña enfermedad de Felipe I

El macabro cortejo fúnebre por los campos de Castilla

El cautiverio de Juana

Felipe II, rey de España. La leyenda del coleccionista de huesos

El relicario de Felipe II

Carlos de Austria, príncipe de Asturias. La leyenda del príncipe atormentado

El accidente de Alcalá

El cirujano del rey

Las enfermedades del príncipe

Prisión y muerte de Carlos

Fernando Álvarez de Toledo, gran duque de Alba. La leyenda del carnicero de Flandes

El Tribunal de la Sangre

Las matanzas de las ciudades del norte

El comienzo de La-leyenda-negra de Felipe II

Antonio Pérez, secretario de Estado, y Ana de Mendoza, princesa de Éboli. La leyenda de un asesinato

Las acusaciones contra Escobedo

El papel de la princesa de Éboli

La cárcel de clérigos viciosos

El final de la historia

Carlos II, rey de España. La leyenda del hechizado

Las enfermedades del rey y los tratamientos

El empleo de la alquimia y el elixir universal

Crónica de una muerte anunciada

Lugares con historia

Ruta de Alfonso VI y el Cid

Ruta de Ramiro II

Ruta de Alfonso X

Ruta de Fernando IV

Ruta de Pedro I

Ruta de Juan II y Álvaro de Luna

Lugares del condestable

Ruta de Enrique IV

Ruta de Muley Hacén

Ruta de Juana I y Felipe I de Castilla

Ruta de Felipe II

Ruta del príncipe Carlos

Ruta del duque de Alba

Ruta de Antonio Pérez y de la princesa de Éboli

Ruta de Carlos II

Direcciones web de los lugares citados con más frecuencia

Bibliografía

Otras consultas

El autor

Javier Leralta es un escritor y ensayista español. Ganador del premio Ortega y Gasset de periodismo, destaca por sus obras sobre Madrid, como Pueblos y paisajes de Madrid: guía turística de la comunidad; Historia del taxi de Madrid o Madrid: cuentos, leyendas y anécdotas.

La Leyenda Negra: una verdad a medias

¿Qué hay de verdad en algunos acontecimientos históricos, notables por su crueldad?, ¿realmente ocurrieron como sabemos o fueron el resultado de la fantasía o distorsión interesada de algún cronista? Muchos personajes de nuestra cultura han pasado a la historia acompañados de una leyenda negra que ha ocultado, a veces, las buenas obras realizadas. En el momento de confeccionar el contenido de la obra surgieron muchas preguntas y dudas razonables sobre varias cuestiones tópicas como la crueldad de Pedro I, los trágicos sucesos de Huesca en tiempos de Ramiro II, la muerte de los Abencerrajes en una sala de la Alhambra o el ajusticiamiento de dos jóvenes que emplazaron a su rey a reunirse con ellos en el plazo de un mes para probar su inocencia, sentencia que se cumplió con gran precisión.

Con frecuencia el investigador tropieza con historias amañadas, difíciles de entender por la falta de documentos y a veces, cuando los encuentra, nota que el cancionero o el romanticismo de una época ha contaminado su espíritu. Dice la Real Academia que la leyenda negra es una opinión contra lo español difundida a partir del siglo XVI; y añade una segunda acepción de opinión desfavorable y generalizada sobre alguien o algo, generalmente infundada. Y es en este segundo supuesto donde se detiene la obra, en una selección de hechos históricos, más o menos legendarios, que bautizaron a sus protagonistas con la aureola de leyenda negra. Hechos diversos marcados siempre por la sangre, la violencia, el dolor o la excentricidad que con el paso del tiempo o por intereses varios desvirtuaron la verdad. El maestro Fernández Álvarez lo explica con el acierto de un gran investigador:

“Cuidadosa distorsión de la historia de un pueblo, realizada por sus enemigos, para mejor combatirle. Y una distorsión lo más monstruosa posible, a fin de lograr el objetivo marcado: la descalificación moral de ese pueblo, cuya supremacía hay que combatir por todos los medios”.

El filósofo Julián Marías ahonda en la misma explicación:

“La Leyenda Negra consiste en que, partiendo de un punto concreto, que podemos suponer cierto, se extiende la condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda la historia, incluida la futura. En eso consiste la peculiaridad original de la Leyenda Negra”.

Es cierto que la mayoría de los autores consultados coinciden en fijar el siglo XVI como el inicio de la mala imagen española en el mundo debido a una serie de sucesos que empezaron con las crónicas de Bartolomé de las Casas sobre las barbaridades cometidas contra los indios americanos, siguieron con las crueles políticas de conquista llevadas a cabo por Francisco de Pizarro, Hernán Cortes o Pedro de Aguirre –con su particular cruzada en busca del dorado sueño de la riqueza–, y se completaron con el fanatismo religioso de la Inquisición y la política represiva de Felipe II dentro y fuera de España, convenientemente adulterada por Antonio Pérez y Guillermo de Orange en sus respectivas obras apologéticas. Para muchos autores, los comentarios realizados por el líder flamenco sobre la crueldad de los españoles fue el nacimiento del mito de la leyenda negra española. Aquel panfleto, redactado realmente por su capellán Pierre L’Oyseleur, fue leído con interés en media Europa y muchos creyeron las acusaciones de barbarismo de las tropas imperiales y otras más graves contra Felipe II, etiquetado de mujeriego, adúltero, bígamo y asesino del príncipe Carlos y de su tercera mujer Ana de Austria. Las acusaciones también salpicaron al resto de la población, señalada de judía y mora por el cruce de culturas que convivían en España.

Pero mucho antes, en unos tiempos en los que aún no se había inventado el concepto leyenda negra, hubo episodios particulares que tiñeron de sombras el buen nombre de algunos personajes de nuestra historia. De todos los sucesos estudiados se han elegido solo aquellos protagonistas cuyos actos narrados tuvieron lugar en la Península y como mucho en algún lugar de Europa para facilitar la proximidad a los lugares con el fin de mejorar la comprensión de los hechos y conocer a las personas implicadas en cada historia.

¿Se puede conocer a un personaje histórico por los lugares y objetos que formaron parte de su vida? Posiblemente, sobre todo si se dispone de una información previa sobre sus hazañas y leyendas. La recreación imaginaria y la ambientación interior que hacemos de unos hechos después de leer sus andanzas ayudan mucho a comprender las historias narradas en la obra. Un objeto o un escenario por sí solo no aporta más información que la meramente visual y técnica; en cambio, esos datos pueden resultar emocionantes y divulgativos si nos acercamos a ellos con información previa. La suma de varios objetos y lugares conectados entre sí por medio de un personaje histórico sí ofrece un valor añadido a su biografía y al conocimiento de su obra.

El Camino del Cid, por ejemplo, es una ruta histórica, literaria, paisajística y legendaria que evoca una época y las peripecias que atravesó Rodrigo Díaz de Vivar a lo largo del siglo XI según la tradición escrita. Si a los lugares por donde pasó camino del destierro, le sumamos la ambientación que supone el contacto directo con los elementos que formaron parte de su vida, el conocimiento sobre el personaje en cuestión se enriquece mucho más y la lectura de su historia se disfruta con mayor intensidad, con mayor implicación si cabe. Existe, pues, una interacción entre la vida del personaje, sus huellas visibles y la inquietud del lector por profundizar en la leyenda de cada protagonista.

La intención de este libro es, por tanto, buscar la complicidad del lector, invitándole a conocer los lugares frecuentados por las personas que dan vida a los capítulos. Siempre he pensado que la historia hay que vivirla con intensidad, con todos los sentidos si es posible, y que una buena manera de entenderla y disfrutarla es paseando por sus recuerdos a través de todas las posibilidades que tenemos a nuestro alcance: museos, yacimientos arqueológicos, conventos, templos, palacios, fortalezas, bibliotecas, pueblos y ciudades, paisajes, caminos, música, literatura, pintura, cine y así hasta completar el maravilloso circuito del túnel del tiempo. La historia hay que tocarla y por eso creo que el mejor complemento de un libro de divulgación de estas características es viajar en el tiempo a través de sus huellas. Afortunadamente este país tiene un rico patrimonio que permite reencontrarnos con ella, a veces en las mejores condiciones posibles, circunstancia que es de agradecer.

Estas rutas solo pretenden servir de ambientación para conocer mejor a los personajes a través de sus mundos, de aquellos lugares que frecuentaron, objetos que manejaron, villas donde residieron e hicieron justicia, dependencias que utilizaron, tierras donde lucharon y murieron y sepulturas que les cobijaron. En algunas rutas se ofrece la posibilidad de mirar a los protagonistas a los ojos, cara a cara, a través de los retratos y pinturas historicistas que nos han dejado los artistas; obras que también le ayudarán a conocer mejor al personaje e incluso a entender su leyenda negra en el lugar de los hechos.

Cada lugar de referencia viene acompañado de varias direcciones web para preparar la ruta con acierto y buena información. Pistas para seguir profundizando en el apasionante mundo de la historia. Me gustaría indicar que en la mayoría de los casos las rutas y recorridos propuestos son solamente un resumen orientativo de los lugares que conservan algún recuerdo de los protagonistas del libro, a partir de los cuales cada lector puede añadir a su gusto otros escenarios a medida que vaya recopilando más información. Aunque el libro tiene una estructura cronológica –del siglo XI al XVII– por razones de orden temporal, la obra se puede abrir por cualquier capítulo y leerse a la carta, a capricho, a trozos, a gusto de lector.

Quiero terminar este preámbulo con una sugerencia para completar la ambientación de la vida de cada personaje. En todas las cortes citadas la música formaba parte del arte de vivir de los nobles y, afortunadamente, tenemos muy buenos testimonios sonoros gracias al espléndido trabajo de grandes especialistas en música antigua y popular como Jordi Savall (www.jordisavall.es), Luis Delgado (www.luisdelgado.net), Joaquín Díaz (www.funjdiaz.net) y Eduardo Paniagua (www.pneumapaniagua.es) entre otros artistas. En la discografía de todos ellos podemos encontrar una maravillosa ambientación musical para acompañar la lectura de cada capítulo.

De todos los maestros citados he elegido al madrileño Eduardo Paniagua para completar el ciclo emocional del libro. Se trata de uno de los grandes especialistas en música medieval, arábigo-andaluza y de las tres culturas, laureado con múltiples premios gracias a su trabajo de investigación y hermanamiento a través de la música. Recomiendo leer cualquier capítulo acompañado de la excelente música recopilada en su vasta discografía que abarca desde la España del Cid hasta la Conquista de Granada en lo que se refiere al ámbito del libro. Para la España de Juana la Loca, Felipe II y Carlos II existen muy buenas obras de música renacentista (ver música borgoñona y de la Capilla Real) y barroca que pueden utilizarse para acompañar la lectura de los últimos capítulos como las de Juan de la Encina, Cristóbal de Morales y sobre todo el ciego Antonio de Cabezón, músico favorito de Felipe II al que acompañó toda su vida.

Termino con dos apuntes que conviene anotar: las páginas web de Radio Clásica (www.rtve.es) y www.musicaantigua.com pueden ayudar para completar el apartado de documentación, y el programa musical Spotify puede ser una buena herramienta informática para tener la oportunidad de escuchar todas las propuestas musicales sugeridas.

Sugerencias musicales

El capítulo primero se puede abrir escuchando de fondo los Romances del Cid de Joaquín Díaz, completados con la recopilación España del Cid. Para la lectura del capítulo de Ramiro II se pueden elegir varios álbumes como Tres Culturas y Octoechos Latino. El capítulo de Alfonso X es el más complejo por el minucioso trabajo realizado con las Cantigas, desmenuzadas por territorios. De todas ellas propongo escuchar las de Toledo, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Madrid, Jerez, Santa María del Puerto más una obra de tiempos de su abuelo Alfonso VIII, Trovadores en Castilla. De todas formas, cualquier elección siempre será un acierto. Para el capítulo de Fernando IV el Emplazado puede ayudar la audición del disco Al Ála Al Andalusiyya por la fuerte vinculación que tuvo el monarca castellano con el viejo Al Andalus.

La misma vinculación con el sur peninsular tuvo Pedro el Cruel y por ello se sugieren los trabajos La felicidad cumplida, Alcázar de Sevilla y Poemas de la Alhambra. Este último álbum también es recomendable para seguir las vidas de Juan II y sobre todo la de Enrique IV, fanático de la cultura nazarí. Los temas de La conquista de Granada, El oficio de la toma de Granada, Zambra de moriscos y Tesoros de Al Andalus completan las recomendaciones de los capítulos sexto, séptimo y octavo pertenecientes al siglo XV. Quisiera añadir algunas sugerencias para el capítulo de Juana la Loca: Juana I de Castilla, Misteris de Dolor y Si no os hubiera mirado. La lectura de la vida del príncipe Carlos puede estar acompañada por la ópera Don Carlo de Verdi y para cerrar la primera parte del libro (capítulo de Carlos el Hechizado) me recomiendan la música de Cristóbal Galán, responsable de la capilla de las Descalzas Reales y de la Capilla Real del monarca, más los álbumes La Rosa de la Alhambra y Canciones de amor y de guerra.

Javier Leralta

Alfonso VI, rey de Castilla y León, y Rodrigo Díaz,
el Cid, hidalgo castellano.
La leyenda de la Jura de Santa Gadea

“Dios, qué buen vasallo, si tuviese un buen señor”.

Comentario de las gentes de Burgos al pasar Rodrigo por la ciudad de camino al destierro según el Poema de Mío Cid.

Alfonso VI (?1040-Toledo, 1109), rey de León, Castilla y Galicia; hijo segundo de Fernando I de León y doña Sancha. Conquistó la taifa de Toledo en 1085 extendiendo la frontera cristiana del Duero al Tajo. Su leyenda negra está relacionada con la posible participación en la muerte de su hermano Sancho II, rey de Castilla, ocurrida junto a la muralla de Zamora. Este episodio sangriento obligó al Cid a tomarle juramento en la iglesia burgalesa de Santa Gadea para que negase tal acusación. Según la tradición aquel acto, ofensivo para la dignidad real, fue castigado con el destierro de Rodrigo Díaz. Los restos de Alfonso VI descansan en el monasterio de benedictinas de Sahagún de Campos, en León, al pie del Camino de Santiago, cuya seguridad impulsó.

Rodrigo Díaz (Vivar del Cid?, Burgos, hacia 1045?-Valencia, 1099), hijo de Diego Laínez y de María? Rodríguez; se casó con Jimena Díaz con la que tuvo tres hijos: Diego, María y Cristina. Noble castellano apodado Campeador (posiblemente del vocablo latino campi doctor [luchador]) y el Cid (del árabe sidi [señor]). Descendiente por vía paterna de Laín Calvo, uno de los primeros jueces de Castilla, entró al servicio de Fernando I de León como doncel del infante Sancho, donde aprendió las artes de las armas y las letras. Luego fue caballero de confianza de Alfonso VI que le encargó el cobro de las parias de los reinos de taifas. Desterrado dos veces por desavenencias con el monarca, también estuvo al servicio del emir de Zaragoza.

Su apodo de Campeador se hizo patente al conquistar Valencia, en junio de 1094, en cuya ciudad murió y recibió sepultura. Posteriormente su cuerpo fue trasladado al monasterio de San Pedro de Cardeña de donde salió en 1921 para ser enterrado en la catedral de Burgos junto a su mujer.

De la relación entre Alfonso VI y el Cid sabemos lo que la leyenda ha querido que supiéramos. Durante años la idea de un castigo de destierro por obligar a su señor a jurar que no había participado en la muerte de su hermano Sancho fue un hecho asumido por la historia popular, sin más consideraciones historiográficas. El mito del héroe castellano estaba por encina del rigor histórico. Las alabanzas y elogios recogidos en los textos medievales y épicos como el Carmen Campidoctoris, la Crónica Najerense, la Historia Roderici o el Poema de Mío Cid fueron suficientes argumentos para dar crédito a todos los episodios. Pero llega un momento en que la ficción histórica se desvanece con el discurrir de las investigaciones y los hechos probados. Ahora, después de muchas reflexiones y de un conocimiento más profundo de la figura de Rodrigo Díaz, podemos afirmar que la leyenda del destierro y otras tantas vinculadas al Campeador son solo eso, leyendas que han servido para magnificarle como uno de los personajes más relevantes de nuestra historia, un héroe útil e imprescindible para una España necesitada de personajes épicos más allá de reyes y papas.

Y lo mismo se puede decir de su amo y señor, del rey Alfonso VI. Seguramente nada tuvo que ver con la muerte de su hermano Sancho II (1038?-1072), hecho real y cierto; igual que la famosa Jura de Santa Gadea de Burgos en la que pretendidamente el Cid hizo jurar al rey de Castilla y León de que no participó en aquel vil asesinato ni que aquel acto tan osado y prepotente le supuso al Campeador su primer destierro. Estas leyendas, recogidas en el Poema de Mío Cid, una de las obras épicas más trascendentales de nuestra literatura, circularon de boca en boca por plazas y caminos de Castilla hasta constituirse en una verdad legendaria que animaban a las gentes a reunirse en las plazas mayores alrededor del juglar. No quiero decir que algunos de aquellos lances no ocurrieran, pero tal vez no sucedieron como realmente se contaron. Ahora hay más información para ofrecer un poco de luz sobre unos acontecimientos fechados a finales del siglo XI y que forman parte de la leyenda negra de dos personajes que impulsaron el carácter y la grandeza de Castilla: Alfonso VI y Rodrigo Díaz, Cid y Campeador a la vez.

La complicada herencia de Fernando I de Castilla

A veces las herencias son un regalo envenenado, un maná caído del cielo que si son mal recibidas y mal administradas resultan un serio problema. Sancho Garcés III (988?-1035), uno de los principales reyes navarros, abuelo de Sancho II y Alfonso VI, repartió sus bienes al morir entre sus cuatro hijos: García Sánchez recibió Navarra más las tierras de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y La Rioja; a Fernando le correspondió Castilla; Gonzalo se encargó de los condados pirenaicos de Sobrarbe y Ribagorza, germen del reino de Aragón, y el bastardo Ramiro fue agraciado con el condado de Aragón. El reparto no gustó por razones de envidias y cuestiones fronterizas y enseguida empezaron las tensiones entre los hermanos que acabaron con la muerte de Gonzalo entre otros escándalos. Aquel error, que debía haber servido de ejemplo, lo repitió Fernando I (1016?-1065), el primer rey de León y Castilla, quien cometió la equivocación de segregar sus tierras entre sus hijos. A Sancho, el mayor, le tocó en suerte Castilla; a Alfonso le correspondió el reino de León, y García, el tercero, se hizo cargo de Galicia. La herencia también incluía la recaudación de los tributos (parias) de los reinos musulmanes de Zaragoza, Toledo, Albarracín, Badajoz y Sevilla que rendían vasallaje a los reinos cristianos con el fin de evitar sus ataques.

Pero este reparto no se ajustaba al derecho castellano porque los bienes territoriales repartidos por Fernando I –sobre todo los correspondientes a Castilla– formaban parte indisoluble de su patrimonio y según el derecho en vigor, esas tierras le correspondían a su primer hijo Sancho. Además la cuestión jurídica era muy complicada en este caso porque Fernando I hizo muy bien al entregar el reino de Castilla a Sancho porque era patrimonio propio y así debía ser según la ley; y tal vez pensó que los otros territorios, los de León y Galicia, que los había recibido de su matrimonio con Sancha –aunque él fuera el rey efectivo de todos ellos– los debía entregar a sus otros hijos, seguramente por razones defensivas y militares. Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) cronista y arzobispo de Toledo, autor de la Historia de los hechos de España, explicó muy bien este conflicto en sus escritos:

“ningún poder admite ser compartido y como los reyes de España deben a la feroz sangre de los godos el que los poderosos no soporten a nadie igual ni los débiles a nadie superior, con bastante frecuencia las exequias de los reyes se empaparon con la sangre de la herencia entre los godos”.

Por eso, la distribución territorial realizada por Fernando I no fue del agrado de sus hijos que aguantaron la furia mientras vivió la reina madre, Sancha, fallecida en 1067. Fue entonces cuando se desataron las hostilidades; Sancho –que con razón se consideraba el único rey de Castilla y León– atacó a Alfonso en Llantada (1068), cerca de la raya fronteriza formada por el río Pisuerga, con un resultado dudoso que no alteró los límites de ambos reinos. Más tarde, el pusilánime García sería despojado de su territorio por sus hermanos quienes se repartieron el reino de Galicia, seguramente con un mal acuerdo porque al poco tiempo ambos se enfrentaron de nuevo, esta vez cerca de la localidad palentina de Carrión de Campos por donde ya empezaban a pasar los primeros peregrinos de camino a Santiago. Y digo lo de un mal acuerdo porque resultaba muy complicado ejercer el control de Galicia desde Castilla estando por medio el territorio del reino de León. Aquella batalla, conocida con el nombre de Golpejera (1072), se saldó con la derrota de Alfonso, detenido y posteriormente desterrado al reino musulmán de Toledo en donde entabló una gran amistad con el prestigioso y hospitalario rey Ismail al-Mamún. Se desconoce la causa por la que Sancho dejó en libertad a su hermano cuando lo normal en esos casos era matar o dejar inválido (ciego) al oponente para que no pudiera gobernar, aunque fuera un familiar. Tal vez la petición de clemencia hecha por su hermana Urraca y por el influyente abad de Cluny, san Hugo, hicieron cambiar de parecer a Sancho II. El caso es que los territorios de León y Castilla volvieron a unirse bajo el cetro de Sancho II, pero un hecho aparentemente ocasional cambió el rumbo de la historia que se estaba escribiendo en ese momento.

El cerco de Zamora y la Jura de Santa Gadea

Al parecer los deseos expansionistas de Sancho fueron más allá y ahora pretendía la conquista de la ciudad de Zamora, señorío de su hermana Urraca y bien defendida por sus robustas murallas, orilladas por el Duero. No se sabe muy bien cómo ocurrió, el caso es que un caballero zamorano, de nombre Vellido Dolfos (Vellido Adolfo según la Primera Crónica General de Alfonso X) consiguió abandonar la villa y llegar hasta el campamento de Sancho II a quien le pidió su protección. Una vez ganada su confianza, el resto de la operación resultó sencilla. El falso desertor aprovechó un momento de soledad del monarca para atravesarle el pecho con una lanza, provocándole la muerte. Otras opiniones indican que el traidor, aprovechándose de la amistad de Sancho, le explicó la manera de entrar en la ciudad a través de un portillo. El confiado rey se acercó a la muralla y en un descuido fue apuñalado en el costado (7 de octubre de 1072) por el caballero zamorano. El traidor pudo escapar del acoso de la guardia real a través de una pequeña puerta del recinto que durante mucho tiempo se llamó Portillo de la Traición y ahora es conocido como de la Lealtad. Es probable que aquel incidente fuera un hecho organizado por los defensores de Zamora, nobles gallegos y leoneses favorables al desterrado Alfonso quien había cedido la ciudad a su hermana Urraca, o bien a una decisión personal del audaz caballero, tal vez un noble, que empujado por el cerco de las tropas de Sancho II decidiera acabar con la vida del rey en un momento crítico para los asediados por la escasez de víveres y moral. El caso es que la hazaña le salió bien: penetró en las líneas enemigas, alcanzó el objetivo, consiguió destruirlo y finalmente volvió sano y salvo a la ciudad. Una proeza al alcance de muy pocos que aprovechó el exiliado Alfonso para recuperar el trono de León y las tierras de Castilla. Para asegurarse el total dominio del reino, encarceló a su hermano García para el resto de su vida en el castillo de Luna, en la montaña leonesa, donde murió después de dieciocho años de cautiverio.

A partir de estos acontecimientos, la fantasía popular y la tradición inventaron diferentes finales para el protagonista del magnicidio. Para algunas fuentes el héroe zamorano se perdió por tierras de moros sin dejar rastro gracias a la ayuda de Urraca; para otras murió descuartizado por cuatro caballos, vengado por Diego Ordoñez, primo del rey muerto, y por último hay quien opina que el tal Vellido vivió tranquilamente al norte de Zamora como héroe y dueño de amplias tierras. Este episodio histórico del cerco de Zamora, cierto y documentado, fue el origen de la primera leyenda negra atribuida a Alfonso VI, el primer interesado en recuperar el control de León y Castilla y por ello fue acusado de participar en la muerte de su hermano a pesar de encontrarse lejos del lugar del suceso, en la corte de Toledo. Uno de los jóvenes militares que acompañaron a Sancho II en la toma de Zamora fue Rodrigo Díaz, alférez real y magnífico caballero que durante el asedio hizo gala de su destreza en el manejo de las armas al enfrentarse en solitario a quince soldados enemigos a los que puso en fuga menos a uno que resultó muerto y dos más que cayeron heridos. La Crónica Najerense, por su parte, recoge una versión más heroica al indicar que el Campeador luchó contra catorce leoneses de los que trece perdieron la vida. La propia leyenda indica que fue Rodrigo el primero en dudar de las verdaderas intenciones de Vellido Dolfos y que, después del vil asesinato, le persiguió a caballo sin conseguir alcanzarlo por muy poco.

Según la tradición, Rodrigo, tras la muerte de su señor, al que había acompañado desde sus tiempos mozos, quiso saber la verdad de los acontecimientos y hasta qué punto eran ciertos los rumores que corrían por la corte sobre la participación de Alfonso en la muerte del rey. Posiblemente en representación de todos los caballeros y nobles castellanos, se autoproclamó defensor de la memoria de su señor y obligó a su nuevo amo, el rey Alfonso VI, a jurar ante Dios y el pueblo de Burgos que no había intervenido en los sucesos de Zamora. Un acto lleno de arrojo y osadía que el rey aceptó y cumplió en la iglesia de Santa Gadea de Burgos, no sin reservas por la arrogancia del Cid al poner en duda su inocencia. Según las fuentes épicas, la Jura de Santa Gadea se celebró a finales de 1072 y el rey juró que no había participado en la muerte de su hermano ni en los hechos que se le imputaban. La consecuencia inmediata fue el castigo y la expulsión del reino de Rodrigo, su primer destierro durante el gobierno de Alfonso VI. Un destierro que le llevaría a recorrer las tierras musulmanas de Barcelona y Zaragoza para ponerse al servicio del mejor postor, de aquél que valorara más sus conocimientos guerreros, como así sucedió. Fue el caso del rey de Zaragoza a cuyo servicio estuvo cinco años por su reconocido talento militar y bravura.

Historia apócrifa del destierro del Cid

Hasta aquí la narración de los sucesos de Zamora que dieron paso a la leyenda negra del rey Alfonso VI, acusado de la muerte de su hermano y de castigar a uno de sus mejores caballeros con el destierro por cometer la osadía de obligarle a defenderse de la acusación y tener que negar su participación en los hechos en la Jura de Santa Gadea. Ahora bien, las narraciones históricas posteriores, a excepción del Poema de Mío Cid, donde se recoge la Jura de Santa Gadea y su expulsión del reino, nada dicen de aquel episodio que seguramente fue una invención del amanuense que un siglo después redactara el cantar de gesta, escrito alrededor del año 1200. Unos sucesos que, de ser ciertos, tendrían que haber aparecido descritos en diferentes documentos coetáneos y posteriores y no fue el caso. Por ello, los investigadores defienden la teoría de que se trata de una historia imaginaria, inventada para dar más categoría de héroe al Cid y de esta manera crear un personaje de leyenda en una época que andaba necesitada de ellos (siglo XIII).

En cambio, sí existió el destierro del Campeador, dos en concreto, acontecimientos bien documentados a través de diferentes narraciones. El primero tuvo lugar en 1081, nueve años después de la muerte de Sancho II, tiempo excesivo como para pensar que fue una consecuencia del acto de Santa Gadea. Pero las causas no están nada claras; para algunos el motivo estuvo en las parias que recaudó al rey de Sevilla, el poeta al-Mutamid, y que no entregó íntegramente a su señor, y, para otros, se debió a una incursión realizada en las tierras de la taifa de Toledo para vengar un ataque musulmán a la fortaleza soriana de Gormaz y alrededores. Rodrigo, al enterarse del suceso, tomó la iniciativa personal de salir en la búsqueda de las tropas enemigas penetrando en las posesiones del rey de Toledo, amigo de Alfonso VI, donde asoló tierras, capturó rehenes y se adueñó de un importante botín que repartió generosamente entre su mesnada. Se dio la curiosa circunstancia de que el rey castellano se encontraba en suelo musulmán intentado sofocar un ataque del rey de Badajoz contra su compatriota toledano, por lo que se vio envuelto en una situación delicada: por un lado defendiendo al rey de Toledo y por otro atacando sus territorios por medio de uno de sus mejores hombres. Una vez recibida la queja de quien le pagaba buenos dividendos para defenderle, Alfonso castigó a su mejor soldado expulsándole de León y Castilla. Así pues, la leyenda negra del rey castellano se ha mantenido viva hasta que las investigaciones sobre la figura del Cid han demostrado lo contrario, que el personaje histórico superaba al personaje literario. Aún así, como muy bien indica el profesor Francisco Javier Peña, experto cidiano, detrás de una leyenda se esconde un mensaje y en los episodios legendarios narrados en este capítulo destaca el talante de un caballero honesto, de moral firme, defensor de la legalidad y del orden político y social del reino, algo impropio entre la alta nobleza.

El POEMA DE MÍO CID

La historia de la obra literaria del Cid es tan legendaria como la de su protagonista. No está claro cuando fue escrita por diferentes motivos. Hay quien entiende, entre ellos Ramón Menéndez Pidal, el gran investigador cidiano, que el Poema fue obra de dos autores por el desarrollo de los temas, el uso de la métrica y la narración de los sucesos históricos y lugares descritos. Tradicionalmente se ha pensado que una parte de la obra se debió a un juglar de San Esteban de Gormaz –villa próxima a los lugares citados– que la debió escribir hacia 1105, seis años después de la muerte del Cid. De ahí el conocimiento fresco, cercano y casi real de los sucesos y lugares narrados en la primera y segunda parte: “Cantar del Destierro” y “Cantar de las Bodas”. Siguiendo con esta teoría, el autor de la tercera y última parte, el “Cantar de la Afrenta de Corpes y Cortes de Toledo”, pudo haber sido algún poeta de Medinaceli, también en tierras de Soria, pero más alejadas del Duero, el cual comete imprecisiones en la descripción de los lugares por desconocerlos y hace una narración más alejada de la realidad, más imaginaria y novelesca, tal vez con más gancho legendario. La fecha probable de la redacción se sitúa alrededor de 1140 teniendo en cuenta los arcaísmos utilizados en el texto y las costumbres descritas entre la población.

En cambio, los estudios actuales no coinciden plenamente con las tesis del gran filólogo y medievalista gallego y apuntan a una fecha en concreto, la que aparece en el manuscrito: 1207, es decir, cien años después de la muerte del héroe castellano, una fecha que también levanta discusiones debido al tipo de grafía, más parecida a la utilizada en el siglo XIV, y a una duda que surge en la fecha del documento. El manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de España y es una copia del siglo XIV que no deja dudas. La controversia está en conocer el original que sirvió para la copia realizada por el amanuense Per Abad o Pedro Abad, cura de la localidad soriana de Fresno de Caracena, próxima a Gormaz, territorio muy conocido por el Campeador por tener propiedades en la zona y cuyas hazañas seguro que conoció el copista de viva voz por algún juglar. Si hay algo claro es que la obra es el resultado de la tradición oral y de la lectura de relatos anteriores como el Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici. Posiblemente de la amalgama de ambas fuentes surgió el germen de la obra, inventada en este caso por un solo autor de origen desconocido.

El Poema de Mío Cid es posiblemente la obra más antigua de la literatura castellana, lengua que empezaba a desplazar al latín de los ambientes cortesanos y aristócratas y que era entendida, además, por el pueblo. De ahí la gran difusión y buena acogida que tuvo. Un trabajo memorable, único e irrepetible por su desarrollo narrativo y planteamiento argumental, dividido en tres actos. Un texto de ficción, comprobado por diferentes estudiosos del tema, que intentó promocionar el orgullo castellano y los valores caballerescos de la época como la lealtad, la justicia, la fidelidad y la nobleza. El Cid aparece como un personaje de leyenda, asumiendo con resignación la desgracia de abandonar su tierra por una decisión injusta. Pero el autor de la obra supo combinar muy bien la verdad histórica con la ficción y el resultado fue un poema épico de gran calidad y mucha trascendencia literaria e histórica. Ante el acoso almohade, Castilla vivía un periodo convulso necesitado de personajes heroicos que dieran valor al espíritu castellano de siempre, de guerreros vencedores y combativos con el enemigo almorávide. Hacía falta una renovación del sentimiento de vasallaje hacia el rey y, al mismo tiempo, había que contentar a la nobleza con proezas bélicas y episodios atractivos que afirmaran el espíritu caballeresco del momento, y el Cid representaba todas esas virtudes. Así pues, el Poema de Mío Cid se convirtió en la mejor campaña de propaganda de la España de Alfonso VIII y tal vez ayudó a subir la adrenalina y la autoestima de los soldados cristianos que derrotaron a los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212.

Ramiro II, rey de Aragón.
La leyenda de la campana de Huesca

“No por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”.
(Palabras de Ramiro II al ser coronado rey de Aragón)

Ramiro II (Jaca, 1084-Huesca, 1157), rey de Aragón (1134-1137), tercer hijo de Felicia de Roucy y Sancho Ramírez I, rey de Aragón y Navarra. Heredó la corona del reino de su hermano Alfonso I y en 1137 cedió el trono a su yerno Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, aunque siguió ostentando el título de rey hasta su muerte. Está enterrado en la iglesia de San Pedro el Viejo de Huesca.

La muerte de Alfonso I el Batallador, sin descendencia directa, dejó el trono de Aragón lleno de incertidumbres y tensiones porque nadie, o muy pocos, dieron crédito al testamento real de donar la gestión de la Corona de Aragón a las Órdenes Militares y, mucho menos, de hacerlo efectivo. Una cosa era la decisión personal del rey y otra muy distinta la realidad social y política del reino, su historia, sus costumbres y sus maneras de vida. La Iglesia exigía el cumplimiento de la última decisión de Alfonso I y la nobleza aragonesa buscaba una salida más sensata y ajustada a derecho. Al final, los aragoneses buscaron una solución momentánea para salir del apuro como fue la propuesta de ofrecer el trono de Aragón al monje Ramiro, hermano menor de Alfonso I.

La formación religiosa

Ramiro, al igual que su hermano, había recibido de su madre Felicia de Roucy una esmerada educación fundamentada en profundos principios religiosos que le animaron a entrar en la abadía benedictina francesa de Saint-Pons-de-Thomières [San Ponce de Tomeras] con nueve años; después su hermano Alfonso le encargó que se hiciese cargo de la abadía leonesa de Sahagún (1110); luego fue elegido obispo de Burgos (1114) y un año después de Pamplona, más tarde abad del maravilloso templo románico de San Pedro el Viejo de Huesca (1130) y finalmente alcanzó el grado de obispo de Roda de Isábena y Barbastro (Huesca) en 1134. Y así pasaba su vida, entre claustros, hábitos y oraciones, alejado del mundanal ruido de las batallas y de los despachos reales. Esta vida fue la que le valió el sobrenombre con el que ha pasado a la historia, Ramiro II el Monje o el Rey Cogulla, como aparece en los escritos.

Pero la muerte de su hermano le obligó a salir de las dependencias monacales para ceñirse la corona de Aragón. Necesitó de una dispensa pontificia de Benedicto IX (1134) para que abandonara su matrimonio con Dios y se hiciera cargo de otros menesteres más tangibles e incómodos como era el gobierno de un reino envuelto en guerras y disturbios. Lo cierto es que Ramiro no lo hizo con buena gana y que fueron razones de Estado las que le empujaron a cambiar la cogulla de obispo por la capa y el cetro de rey… “no por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”. Los cuatro años que estuvo reinando en Aragón fueron tan intensos y frenéticos que no es de extrañar que al final echara en falta su vida contemplativa de monje e hiciera todo lo posible para desprenderse de la corona como así hizo más adelante.

Las primeras medidas y los primeros problemas

Antes de entrar en los detalles de la leyenda negra de Ramiro II conviene explicar algunas circunstancias previas a los acontecimientos que tuvieron lugar en Huesca, entre ellas su elección de rey, hecho que no fue del agrado de mucha gente. El nuevo monarca fue coronado en su localidad natal de Jaca en 1134, pero la ciudad de Pamplona no le aceptó y una parte de la nobleza proclamó rey de Navarra a García Ramírez V. En aquellas fechas Aragón y Navarra estaban unidas desde 1076 a raíz de la muerte del rey de Pamplona Sancho Garcés IV, asesinado en el transcurso de una cacería por orden de sus hermanos, Ramón y Ermesinda, que pretendían alcanzar el poder. El rey navarro fue arrojado al fondo de un profundo precipicio pero las cosas no salieron como esperaban. Enterados algunos nobles de la intriga, no aceptaron como soberano a ningún miembro de la familia, ni siquiera al pequeño heredero del monarca asesinado debido a su corta edad, y decidieron elegir a su primo, al rey aragonés Sancho Ramírez I. Desde entonces habían permanecido unidas las coronas de ambos reinos hasta que Ramiro II tuvo que colgar el hábito.

Por si faltaba algo, el monarca castellano Alfonso VII, que se hallaba en todos los acontecimientos, decidió entrar en escena aprovechando la debilidad y la confusión del momento, ocupando Soria, Nájera (La Rioja) y Zaragoza. Para poner las cosas en orden, el nuevo rey pidió una tregua a los musulmanes y firmó algunos pactos con sus vecinos navarros para aclarar las fronteras de ambos reinos que en aquellos tiempos estaban muy difusas por varias circunstancias como eran la inestabilidad política –hecho que provocaba que entre los reinos vecinos se ocuparan y se entregaran plazas en función de acuerdos y casamientos– y las razias o incursiones musulmanas, que penetraban en territorios ajenos y luego los tomaban en propiedad. El caso es que Ramiro II tenía tanta faena en casa que no sabía muy bien qué hacer. Además, estaba la presión de Inocencio II que de vez en cuando le enviaba algún aviso recordándole el testamento de su hermano, la cesión de la Corona de Aragón a los caballeros templarios, hospitalarios y del Santo Sepulcro.

La leyenda de la Campana de Huesca

Tantos problemas internos y externos animaron a una parte de la nobleza a levantarse por la mala gestión política del nuevo regidor que, entre otras medidas, había devaluado la moneda jaquesa y vaciado los cepillos de las iglesias para superar la crisis económica. A partir de esta situación social se creó, siglos después, la leyenda de la Campana de Huesca con múltiples facetas y diversas interpretaciones históricas de dudosa verosimilitud. He intentado analizar de nuevo todas las versiones históricas para trasladar al lector la verdad de uno de los episodios más tristes de la Alta Edad Media, y lo cierto es que no he podido llegar a una conclusión categórica. Así pues, a medio camino entre la leyenda y la verdad historiográfica, estos fueron los sucesos ocurridos hacia el año de 1135 y que dieron lugar a la leyenda negra de Ramiro II.

Según la tradición, el rey aragonés, cansado de tanta rebelión y crispación civil, convocó a los nobles en su palacio de Huesca con la excusa de presentarles el proyecto de construir una campana que se oyera en todo el reino. A la cita fueron llegando los principales nobles a los que invitó a pasar uno a uno a una sala del palacio donde les esperaba una trágica sorpresa: todos fueron decapitados por los hombres del rey y sus cabezas quedaron colocadas en círculo menos la última, la del prohombre más levantisco, el obispo Ordás, titular de la diócesis de Huesca, cuya cabeza fue colgada de una campana pendiendo como un badajo. Algunas fuentes hablan de hasta doce nobles decapitados y otras de siete. Allí, en el suelo del palacio de los Reyes de Aragón, se encontraban repartidas las cabezas del señor de Albero Alto y Torreciudad, Lope de Fortuñones; la del señor de Bolea, Ejea y Luna, Bertrán; la del señor de Perarrúa, Miguel de Rada; la del señor de Naval, Íñigo López; la del señor de Ruesta, Cecodín de Navasa, y, por último, la de Fortún Galíndez, señor de Huesca. En total, seis nobles más la cabeza de la máxima autoridad religiosa del reino. La ausencia de estos caballeros en la documentación de aquel año de 1135 hace pensar que ellos fueron los elegidos para formar parte de la leyenda de la Campana de Huesca. Después, una vez cumplido el atroz escarmiento, Ramiro II hizo entrar al resto de los invitados para que vieran qué destino les esperaba si continuaban agitando el orden de Aragón. Visto lo visto los caballeros abandonaron el palacio y las revueltas cesaron.

Hasta aquí la leyenda de la Campana de Huesca como ha sido contada en los escritos desde el siglo XIV cuando apareció por primera vez en la Crónica de San Juan de la Peña o Crónica Pinatense, escrita por orden del rey aragonés Pedro IV el Ceremonioso. Después, la historiografía ha intentado indagar en las causas de la matanza, en los motivos que guiaron a Ramiro II a cometer tal locura y parece ser que una parte de la tradición tiene su base en los Anales Toledanos Primeros que citan de esta manera un suceso ocurrido en 1136: “Mataron las potestades en Huesca”. Si damos crédito a este breve comentario, podemos deducir que algo pasó durante el reinado del monarca aragonés; además, el historiador árabe Ibn Idari va más allá y explica que la causa de los asesinatos se debió al asalto que hicieron varios nobles a una caravana de mercancías que viajaba por tierras musulmanas hacia Huesca, acto que rompió el pacto de no agresión firmado entre Ramiro y el gobernador árabe de Valencia y Murcia.

Otras fuentes explican que la decisión tomada por el rey aragonés estuvo influenciada por Frotardo, abad del cenobio francés de San Ponce, donde había aprendido desde pequeño la moral cristiana y otras enseñanzas. Ante la difícil situación que vivía el reino, el soberano envió a un emisario para pedirle consejo sobre la mejor manera de acabar con el desorden. Como el religioso francés no se fió del enviado real, le invitó a visitar el huerto monacal y allí se dispuso a cortar las coles que sobresalían por encima de las demás. Una vez acabada la faena, le dijo que contara a su rey lo que había visto. Y eso hizo el buen caballero. Ramiro II interpretó que el huerto era su reino y las coles cortadas las cabezas de los nobles insurrectos.

También se cuenta que una parte de la nobleza se mofaba de él y le ridiculizaba porque entendía que era una persona inepta para el gobierno, sin valor ni conocimientos guerreros y poco hábil con las armas de batalla como la lanza y la espada, cuyo uso le resultaba difícil de compaginar cuando iba montado a caballo hasta el punto de llevar sujetas las bridas con la boca. Y así lo explica el romance:

“Las riendas tomad, señor,
en aquesta mano misma
con que asides el escudo,
y ferid en la morisca.
El rey, como sabe poco,
luego allí les respondía:
Con esa tengo el escudo,
tenellas yo no podía,
ponédmelas en la boca,
que sin embarazo iba”.

La boda del rey y la cesión del reino

Una vez resueltos de forma drástica una parte de los problemas internos, el rey se dispuso a pensar en la retirada. Como el tiempo apremiaba porque había que buscar a un heredero, inmediatamente le buscaron esposa y se casó con Inés de Poitiers, de noble linaje y buenas referencias, pues era hija de los condes de Toulouse. La boda, celebrada el primer día del año 1136, se realizó antes de que llegara el permiso papal para que pudiera consumarse el matrimonio, cosa que debió hacer sin más dilación porque a los nueve meses de la ceremonia nació Petronila, destinada a heredar el trono paterno de forma inmediata. Y así fue pues antes de cumplir los dos años la casaron con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, que contaba con veinticuatro años en el momento de los esponsales, celebrados en Barbastro el 11 de agosto de 1137.

Tres meses después, el monarca aragonés decidió abdicar en su yerno y regresar a su lugar de origen, el monasterio de San Pedro el Viejo, joya del románico aragonés, donde vivió hasta su muerte. A pesar del retiro, siempre mantuvo el título de rey mientras su yerno, en un signo de inteligencia política, se reservó el nombramiento de príncipe de Aragón. El enlace sirvió para unir definitivamente las tierras de Aragón y Cataluña en un solo reino, una sola unidad territorial pero con tradiciones y leyes diferentes.