Paisajes del mundo

COLECCIÓN:

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS #1

© de los textos, Javier Reverte

© De esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones

© de los vídeos, Francesca Tusa

© De las fotografías de interior: Javier Reverte

www.lalineadelhorizonte.com

info@lalineadelhorizonte.com

Tel: +00 34 912940024

Primera edición digital en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: Noviembre de 2013

Diseño de colección y cubierta: Víctor Montalbán/Montalbán Estudio:

Edición digital: Valentín Venzala

Fotografía de cubierta: Tino Soriano

ISBN Epub: 978-84-15958-08-6

IBIC: WTL, H, JPSL, JNWT

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

PAISAJES DEL MUNDO

Las mejores crónicas y reportajes
de un gran viajero I

-

JAVIER REVERTE

-

COLECCIÓN

FUERA DE SÍ

nº1


PRÓLOGO


Javier Reverte presenta Paisajes del mundo

Este libro de recopilación de escritos viajeros incluye trabajos publicados en diversos medios informativos desde el año 1970. Cuando me puse a seleccionar aquellos que me parecían más adecuados, entre los montones de papeles que conservo, la verdad es que sentí algo de vértigo. Y no porque haya escrito mucho en los periódicos y revistas, que eso ya lo sabía, sino al darme cuenta de lo rápido que ha pasado la vida y cuánto tiempo de la mía he gastado en el oficio de periodista. El periodismo es una ocupación magnífica, quizá la mejor, en tanto que te abre la puerta de mundos muy distintos y te da acceso a gentes muy dispares. Entras en los palacios de los príncipes y viajas por los territorios de la miseria y de la guerra. Hablas con hombres de Estado y conoces a criminales. El periodismo te permite meter las narices en la médula de la vida y puedes hacer tuya, si eres sensible, aquella máxima de los clásicos: «Nada humano me es ajeno».

Pero es una profesión devoradora, que se come lo mejor de ti mismo sin saciarse jamás. Al final de la vida de periodista uno tiene la sensación de que todo cuanto ha hecho quedó en un papel que sólo sirve para envolver bocadillos o encender el fuego de la chimenea. Y, entretanto, tus vísceras y tu alma han sido fagocitadas por un ser invisible que requiere zamparse trozos de tu carne sin descanso.

Por eso, convertir algunos de esos papeles en libro es como rescatar parte de tu cuerpo y de tu corazón, salvándolos del fuego del hogar y de la grasa de las sardinas en aceite. En cierta manera es algo parecido a un trasplante de órganos, recuperar el páncreas o el hígado, una glándula y una víscera a las que, por cierto, ataca con furor el oficio de periodista. El lector podrá imaginar fácilmente por qué razón.

Yo he practicado todos los géneros del oficio: artículos, editoriales, entrevistas, crónicas políticas, sucesos... En fin, que he escrito un montón de material combustible y, a veces, incluso infumable, ya que la urgencia es la primera razón de ser del periodismo, y no la calidad de la escritura. Después de todo, uno ha trabajado casi treinta años en prensa y escribiendo prácticamente todos los días. Por eso, al seleccionar los textos incluidos en este libro, me pareció que lo más oportuno era escoger tan sólo aquellos que resistieran mejor el paso del tiempo, que resultaron ser, por lo general, los trabajos viajeros. De modo que lo dejé así: únicamente periodismo viajero.

Algunos de los reportajes del tiempo más lejano me resultan hoy algo ingenuos, como las crónicas de un viaje a Inglaterra del año 1970, que abren la antología. Pero creo que tienen el valor del esfuerzo juvenil. Y porque les tengo cariño, he dejado un hueco para ellos en el libro.

Y en fin, ahí quedan, en manos del paciente lector, una serie de vísceras recuperadas, pedazos de corazón perdidos, y ahora rescatados, en el voraz y hermoso ejercicio del periodismo.

Javier Reverte

Parte 1

PAISAJES
DEL MUNDO

INGLATERRA,
CUESTA ABAJO

adorno


Vídeo del artículo Inglaterra cuesta abajo comentado por el autor.

Los rescoldos del British Empire

Si preguntas a tu abuelo, o quizá a tu padre, qué es un inglés, lo más probable es que, con ligeras variantes, te lo defina así: «Un hombre alto, de pelo rubio y piel blanca, que se cree superior al resto de los hombres». Ésa podría ser la definición que diera del inglés un hombre europeo de la calle. Un escritor con chispa tal vez añadiría que no es que los ingleses se sientan superiores, sino que se encuentran distintos, integrados al mundo de lo angélico. Un sociólogo seguramente soltaría un chorro de explicaciones sobre la influencia que, sobre una raza de hombres, puede ejercer el llevar varios siglos habitando una isla.

El caso es que el inglés, desde su explosión imperial del siglo pasado, ha venido siendo un enigma para los europeos continentales. ¿Son acaso europeos los ingleses? ¿Quiénes son esos seres que se desayunan con tocino frito, que ponen mermelada dulce en los asados, que leen el Times con la misma devoción que un americano lee la Biblia?

El avión que me lleva a Inglaterra enfila las rocas blancas de Dover. Unos minutos más y posará su panza sobre la pista del aeropuerto de Londres. Realmente, yo llevo a Inglaterra un buen paquete de ideas y de incógnitas sobre este país y sus habitantes, un puñado de conceptos a los que habrá que ir buscando acomodo. ¿Tendrán acomodo? Los versos de Shakespeare me zumban en los oídos: «Esta piedra preciosa sentada sobre el plateado mar que le sirve de muro o de foso defensivo contra la envidia de países menos afortunados; este bendito solar, esta tierra, este reino, esta Inglaterra...” ¿Será así esta Inglaterra? ¿Una piedra preciosa, un muro contra la envidia de países menos afortunados?

El avión pierde altura, y las nubes se van quedando cielo arriba. Atravesamos una neblina azulada y ligera. Abajo, aparece una alfombra con distintos tonos de verde, tachonada por las praderas, los bosques, las pequeñas huertas. Y casas, muchas casas solitarias, cuyo único cordón umbilical lo forman las carreteritas grises, en donde diminutos coches circulan por la izquierda.

Al pisar tierra inglesa, plantado sobre la pista del aeropuerto, el viento sopla fuerte. Este viento londinense de verano es pegajoso y algo frío. Un grupo de azafatas minifalderas pasa cerca. El trasero les baila a su antojo, y dejan tras de sí un rastro de olor a lavanda. La escena, tan natural en un aeropuerto inglés, hubiera causado un buen soponcio a las victorianas abuelas de estas señoritas.

Lo que hay que hacer con la bendita tierra de Shakespeare es patearla un poco. Claro que solamente patear Londres de cabo a rabo llevaría meses. Londres es algo así como tres veces Madrid y seis Valencia, con sus siete millones largos de habitantes danzándole en la barriga, de calle en calle, de plaza en plaza. Pero hay que ponerse a patear la ciudad, aunque le echen a uno chispas los riñones. Después de todo, a los riñones puede engrasárseles con alguna que otra pinta de cerveza.

Trafalgar Square, Hyde Park Corner, toda la Westminster City, es la pira donde aún llamean los rescoldos de la Inglaterra imperial. Una pira de calles limpias, de edificios grisáceos, que huele un poco a hollín. En el centro de Trafalgar Square, encaramado a una columna de respetable altura, el tuerto Nelson mira con nostalgia hacia el Támesis, quizá tratando de divisar, en la lejanía, la línea azul del canal de la Mancha. En Hyde Park Corner, la otra gran figura de Inglaterra, Sir Arthur, duque de Wellington, cabalga a lomos de un caballo de bronce, dándole frente a la estatua de Aquiles, que consagra su gloria.

Este Londres, el Londres de Westminster City, es un remanso de soledad y silencio durante las noches, al amanecer, en los atardeceres. Durante el día, las manadas de turistas, con sus máquinas fotográficas al hombro, lo asaltan en riadas a golpe de autocar. Las palomas de Trafalgar Square están gordas como gallinas, a fuerza de dejarse fotografiar en centenares de manos extranjeras que les ofrecen comida. También bajan aquí, algunos días, concentraciones de hippies, de estudiantes maoístas... Pero todos: estudiantes, hippies, turistas, son aves de paso. Westminster, con sus plazas repletas de historia, con sus estatuas de bronce, con sus ilustres recuerdos, rezuma soledad y silencio en su verdadera entraña.

Este Londres, el de Trafalgar, el Parlamento, el Big-Ben, el Londres de Westminster, es el que ha venido molestando durante siglos al resto de los europeos, dando por supuesto, al menos geográficamente, que Inglaterra es una isla que pertenece a Europa. Es el Londres donde los hombres se sentían enviados del cielo para cumplir en la tierra una labor ejemplar. El Londres que hizo decir a Malaparte: “Quien se ocupa de Europa y del género humano es el Papa. Dios, personalmente, no se cuida más que de sus queridos ingleses”.

En este Londres se formó el carácter de un Nelson y un Wellington; aquí se alimentó la astucia de Disraeli y Gladstone. Aquí, en este Londres, Reynolds plantó su caballete para iniciar el Gran Estilo que cantase, retrato a retrato, la gloria eterna de Inglaterra. De este Londres, en fin, nacieron aquellos soldados que preocupaban tanto al oficial español de Trafalgar: «Matar a un inglés es sumamente fácil; pero es fastidioso saber que todos van al cielo».

¿Y qué es ese Londres solitario y silencioso? ¿Quiénes son esos ingleses ya ancianos que acuden a echar migas a los patos de Hyde Park? Son los últimos hijos de Oxford, del críquet, de Disraeli y de la reina Boadicea, aquella rabiosa indígena que atacó a los invasores romanos allá por el año 61 de nuestra era. Son una mezcla de hombres libres, corteses, hipócritas y deportivos. Lechosos de piel, independientes, comerciantes hasta la médula. Son el cuerpo principal de los lectores del Times y hombres con un sentido del humor que atraviesa las fronteras de la alegría y la tragedia. De esta raza era Stanley, aquel cínico periodista que, al encontrar a Livingstone después de buscarle, durante meses, por las selvas africanas, se contentó con decir: «Livingstone, supongo».

En este Londres, ayer glorioso y hoy solitario, me he sentado junto a un abuelo que lee, impasiblemente, su ejemplar del Times. No ha sido capaz de responder a una pregunta concreta (o no ha querido): ¿Qué pasa con Inglaterra y con ustedes, los ingleses? ¿Ya no son como antes? Pero se ha extendido hablándome, entre las humaradas del tabaco de pipa, sobre los aciertos políticos de la reina Victoria. No es, en cambio, muy partidario de Tomás Moro. Para éste tiene un reproche importante: «No fue lo suficientemente listo como para estar vivo y disfrutar de las doscientas libras que dieron por su casa a sus herederos». Tomás Moro era, desde luego, un mal negociante, un mal inglés.

La venta del puente de Londres

Támesis arriba, la barcaza repleta de turistas parte el agua achocolatada del río. Es un agua grasienta, de color aceite de ricino, que arrastra trozos de madera oscura y balancea las gabarras varadas cerca de las orillas. Desde el puente de Westminster, a ambas riberas del Támesis, los edificios majestuosos, las estatuas de bronce, las columnas corintias de los puentes ofrecen un panorama respetable y somnoliento. Allí late aún la conciencia del Imperio, la conciencia de una Inglaterra que sigue siendo grande aun cuando los años vayan desmenuzando grano a grano su poderío.

El patrón del ferry, desde el micrófono, va explicando en su mecánico inglés los lugares destacados que se asoman a las orillas del río. A la izquierda, la columna de Cleopatra; a la derecha, el County Hall; a la izquierda, el Savoy Hotel; a la derecha, el National Film Theatre. Al frente, Waterloo Bridge. Los restaurantes flotantes, Somerset House, Blackfriards Bridge...

Y allí, al fin, aparecen los arcos del London Bridge. ¡El puente de Londres! El patrón, desde el micrófono, explica fríamente que el antiguo puente, el más antiguo puente que se tendió de orilla a orilla del Támesis, lo han comprado los norteamericanos por un millón de libras esterlinas. ¿He entendido mal las palabras del patrón? ¿Será capaz Inglaterra de cambiar su histórico puente por un río de dólares? Sí, he entendido bien. Piedra a piedra, chinarro a chinarro, el London Bridge va desapareciendo del Támesis, rumbo a Estados Unidos. Cada pieza del puente tiene un número. Los trozos de petril tienen un número, las secciones de las columnas tienen un número. Todo el puente aparece numerado de punta a punta, de arco a arco. ¿Qué ocurre para que Londres venda el London Bridge?

El Tower Bridge, el puente de la Torre, parece una frontera natural de los dos Londres absolutamente distintos. De Westminster al Tower Bridge se levanta el Londres que soñó el arquitecto Christopher Wren. De Tower Bridge a Greenwich, el oscuro y espeso silencio de los muelles, la multitud de gabarras ancladas, la fría y oscura presencia del hollín de las fábricas. Entre Westminster y el Tower Bridge, los árboles se asoman al río repletos de hojas verdes, los edificios buscan el apoyo de las columnas corintias, las estatuas forman una guardia de honor en las orillas. De Tower Bridge a Greenwich, los muelles se agarran al río con patas de madera sucia, los almacenes se cortan a pico al borde del agua.

Pero el London Bridge lo han comprado los norteamericanos. A partir de ahora, al Londres de Wren le va a faltar un pedazo de su alma. Wren contó con ese puente cuando inició la reconstrucción de la ciudad después del gran incendio de 1666. Sólo en el Gran Fuego, como la historia lo llama, se perdieron más de trece mil casas. Christopher Wren, el más notable arquitecto de su tiempo, inició la reconstrucción de Londres. Él dirigió los trabajos de Saint Paul’s Cathedral y cincuenta y una iglesias más. Los arquitectos que le siguieron no hicieron más que imitar su estilo. Así nació la Westminster City sobre sus propias cenizas: el Parlamento, el Big-Ben, Buckingham mismo.

Pero Wren contaba con el puente de Londres. Y el puente es ahora de los norteamericanos por un millón de libras esterlinas. ¿Qué les ocurre a los ingleses?

Algo ocurre con los ingleses, eso salta a la vista. El sistema métrico decimal va a ser adaptado a la moneda inglesa, definitivamente, a principios de 1971. Ya no hay coronas ni medias coronas desde enero de 1970. En enero próximo, los chelines no se dividirán en doce peniques, sino en diez nuevos peniques. Además, está ese proyecto de un túnel bajo la Mancha que puede acabar con la insularidad a ultranza de Inglaterra. Chesterton decía que los ingleses eran demasiado insulares para una isla, y quizá esa sea la clave de la historia de Inglaterra. Ahora, con el puente de Londres vendido, con el sistema métrico decimal adaptado a su moneda, con el proyecto del túnel bajo la Mancha, los ingleses pueden comenzar a ser demasiado poco insulares para una isla. Y ese es el problema: si los ingleses comienzan a perder su sentido de la insularidad, la historia de Inglaterra puede comenzar a ser un absurdo. ¿Está sucediendo así?

Antes, según contaba Malaparte, todos los ingleses, sin excepción, iban al cielo. Ahora muchos ingleses parecen haber comprado acciones del infierno. Durante el largo reinado de Victoria, la virginidad era una virtud a escala nacional. Ahora esas virtudes cuentan poco. Importa más la píldora, el aborto, el divorcio, la homosexualidad reconocida socialmente. Cuando Wellington hacia la guerra, perder una pierna en Waterloo significaba ganarse la inmortalidad. Ahora, hacer el amor y olvidar la guerra es un eslogan para las juventudes: Make love, not war.

Todo esto tiene mucho que ver con la venta del London Bridge, con el sistema métrico decimal, con el túnel bajo la Mancha. Inglaterra ya no es un Imperio, y los ingleses lo saben. Inglaterra ha renunciado a plantar su bandera en todos los puertos importantes del mundo, lo que no estorba el que quiera conservar todos los que pueda. A Inglaterra le interesa, en la mayor parte de los casos, una feliz unión con los países que antes vieron ondear la enseña de la Union Jack. Hoy, para Inglaterra es más importante el Mercado Común que la gloria de Drake o de Nelson. Y sabe también que no ofrece muchas posibilidades de futuro el refugiarse en la seguridad de una isla indestructible. Las islas no tienen razón de ser en nuestro siglo. Y los ingleses, que tienen tanta astucia como ambición, son conscientes de ello.

Eros, rey de los ingleses

Los ingleses ya no pintan una naturaleza amable y aristocrática, con animales dulces y domésticos, como hizo Gainsborough allá por el mil setecientos y pico. Los pintores ingleses no dibujan los bosques de Constable, ni las humoradas de Hogarth, y ni siquiera las llamaradas de luz y color de Turner. Hay pocos ingleses que destaquen hoy en pintura, y si los hay se limitan a seguir las escuelas en boga en Europa. Eso es bastante sintomático, si concedemos al arte un valor termométrico.

Pero hay más datos para anotar aún. La vida de Londres, que antes encontraba su corazón en la Westminster City, en los parques de Kensington o Saint James, ha sufrido un brusco traslado. Ahora, el Londres à la mode, el Londres in, el Londres joven, se ha trasladado a Picadilly Circus y sus alrededores. Westminster es un paraíso de parques verdes, un remanso de nostalgia, un lugar para refugio de la historia. Pero es, al fin, algo solitario que huele un poco a muerto.

Los jóvenes se han ido a Picadilly, al arrimo de las boutiques, en las cercanías del Soho, a la sombra de la estatua de Eros que preside Picadilly Circus. ¡Eros lanzando sus dardos a todos los jóvenes de Londres!

La estatua en piedra de la reina Victoria siente cosquillas en la barbilla. Y la reina Victoria no era, precisamente, una soberana a la que le gustasen las cosquillas. Si la estatua pudiese hablar, a buen seguro que abriría sus brazos desde la plaza de Buckingham Palace y diría a sus ingleses: «Hijos de Albión, ¿sabéis lo que estáis haciendo con el Imperio?».

Pero a los hijos de Albión, a los hijos jóvenes de Albión, el Imperio, la reina Victoria y toda la zarandaja de Waterloo o Trafalgar parecen importarles un rábano. Todo es piedra muerta, pintura seca sobre tapices viejos. Los jóvenes de Albión no piensan, ya que un inglés es el white man of the white men (el hombre blanco de los hombres blancos).

Toda la zona de Staple Inn, a la que Dickens llamó «pequeña isla de paz», no conoce hoy más que el paso de maduros ingleses con bombín y paraguas que aún creen en el fantasma del Imperio. A la casa de Keats sólo arriban autocares de turistas. En el jardín, la vieja morera a cuya sombra escribió el poeta la Oda al ruiseñor, va deshojándose en un lento otoño por el que muy pocos sienten tristeza.

¿Cuál es el motivo de la soledad del caballo de Wellington y a qué se debe la popularidad que conoce el revoltoso Eros? Todo puede entenderse si le damos la vuelta a una célebre frase de un rey inglés: «Comfort not without glory» («Confort, no sin gloria»), decía Jorge I. «Comfort not without sex», podrían hoy decir los jóvenes ingleses.

Eros reina sobre Albión. El goloso diosecillo gobierna hoy sobre los oscuros edificios de Londres. D.H. Lawrence se ha quedado canijo en sus atrevimientos. Cuando el autor de El amante de lady Chatterley se propuso escandalizar a Inglaterra y limpiarla así de hipocresías, no podía imaginar que, con la mayor naturalidad del mundo y sin escándalo para nadie, la BBC, por ejemplo, habría de pasar tranquilamente secuencias de un strip-tease ante los ojos de millones de televidentes. ¡Y qué decir de la inefable reina Victoria! La pobre mujer, que se escandalizaba del revoltoso príncipe Eduardo (un revoltoso cincuentón que gastó tres cuartas partes de su vida esperando ocupar el trono de Inglaterra, contemplando la tozudez de su madre en no retirarse del asiento imperial); la reina Victoria, que se escandalizaba cuando Eduardo fumaba cigarrillos después de las comidas o conducía uno de aquellos horribles artefactos de cuatro ruedas por las calles de Westninster; la pobre Victoria, como digo, se llevaría un soponcio miserere si hubiese llegado a ver la escena de ¡Oh!, Calcuta, en la que aparece desnuda con todo el peso de la corona imperial sobre sus sienes.

Eminentes victorianos, ¿qué queda de todo vuestro edificio? Pobre Tennyson, cantor de Lanzarote y Arturo; pobre Dickens y pobre de tu Londres dramático y entrañable; pobre Reynolds, Sargent, Gladstone, Lawrence y todos los que pusisteis una sola de las piedras del gran edificio de la Inglaterra imperial. ¿Os queda sólo el rincón de un Westminster solitario y melancólico? Pobre ingenuo Huxley escribiendo bajo los efectos de la mescalina. ¿Y todo el esfuerzo de tantos para que lo derribaran tan pocos? ¿Son sólo ruinas aquella antigua serenidad de la isla indestructible? ¿Has salido derrotada, rubia Albión, frente a «la envidia de países menos afortunados»?

El inglés, fuera del paraíso

No; Albión no ha sido derrotada. No ha ganado, pero tampoco ha perdido. Si bien Inglaterra renunció ya a su Imperio, eso no estorba el que conserve ventajosas relaciones comerciales con las tierras que antes dominó. Retira sus cañones, retira sus banderas, retira sus buques de guerra de las costas del antiguo Imperio. Pero donde hubo banderas, hoy se levantan compañías mercantiles; donde hubo barcos de guerra, hoy flotan panzudos mercantes.

Es cuestión de saber adaptarse a los vientos que soplan. Por algo los ingleses —no es casualidad— inventaron el empirismo, que es una escuela filosófica que juega con lo que toca. La filosofía española, que vivió durante siglos de la Suma Teológica de Tomás de Aquino, es, en alguna manera, el reflejo de una España que no conserva una sola factoría comercial allá, en las Indias. Locke, Hume y Berkeley, en cierta forma, tienen mucho que ver con que Inglaterra posea la sabiduría del zorro a la hora de soltar las amarras imperiales.

A las siete de la tarde, Fleet Street, la calle de la prensa, comienza a quedarse vacía. En el suelo, algunas hojas de periódico revolotean impulsadas por el viento. Desde la catedral de Saint Paul llega el sonido de las campanas.

Fleet Street es una calle larga y segura de sí misma, como el espíritu de la prensa que aloja en sus altos edificios. La prensa de Inglaterra es una prensa libre. O si no lo es, al menos sabe simularlo muy bien. Puede que en el fondo no sea libre, pero sabe echarle gracia al asunto. Cuando el estreno de ¡Oh!, Calcuta, una opereta que ataca de raíz los cimientos de la moral británica, una crítica de teatro comenzaba así su crónica: «No me dormí en el estreno porque ante una obra así me parecía incorrecto dormir sola». Así la crítica se burlaba de la obra, y sabía hacerlo con la chispa suficiente como para colocarse alrededor un halo de libertad. Si la crítica hubiese comenzado, por ejemplo, diciendo: «La obra ataca directamente a la moral y carece de solidez», si lo hubiera hecho así, cualquiera hubiese pensado que la crítica se situaba en una postura de defensa del sistema. Y hubiese aparentado ser menos libre.

Algo semejante sucede con el pueblo inglés. Si no son libres, saben aparentarlo con la misma pureza dramática que Laurence Olivier interpreta a Shakespeare. Y es muy probable que los ingleses conserven muchas libertades concretas. Libertad de votar, de tener un jardín inviolable, libertad de comprar el periódico que más les guste... Un inglés no cambia por nada sus libertades. Y es capaz de sacrificar un imperio por ellas. Claro que la libertad de los ingleses, en política, nunca ha chocado con la libertad de acción de sus Gobiernos de forma espectacular, por lo menos desde los tiempos de Cromwell. Ese es el secreto: el saber estar de acuerdo sistema y pueblo, pueblo y sistema. Y aunque el Imperio se desgrane día tras día, los ingleses saben conservar sus libertades como un rico botín histórico que nunca hay que dejar escapar. Los ingleses de hoy, en ese sentido, son los mismos que conoció Voltaire y que le hicieron decir: «L’anglais, comme homme livre, va au ciel par le chemin qui lui plaît» («El inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que le place»).

En el pequeño pub de Doughty Street —un par de manzanas más arriba de la casa donde Dickens escribió Pickwick Papers— la gente bebe cerveza a media tarde con la parsimonia y el ceremonial de quien disfruta del fin de su jornada de trabajo. Tengo sobre mi mesa una pinta de cerveza de dos chelines y medio. Son agradables estos pub de Londres. En las estanterías se alinean las jarras de mangos dorados, las botellas de cerveza negra. Algunos cuadros con escenas de caza adornan las paredes. Hay toallitas de color sobre la barra.

El norteamericano bebe con su grupo de amigos en un rincón del pub. Se ríe aparatosamente y golpea la moqueta con su zapato del cuarenta y cinco. Sentado, las rodillas le llegan casi al pecho, por encima de la mesita donde se asienta un buen montón de jarras de cerveza rubia. Los brazos descienden a lo largo de su cuerpo y terminan en unas manos enormes, desproporcionadas. Consume de un trago el resto de la cerveza y chista al mozo. «Son dos libras y media», le dice el muchacho. La manaza del americano busca en el bolsillo interior de la chaqueta y planta luego sobre la mesa una libreta de cheques. «Sorry —se excusa el mozo—, no aceptamos cheques». El americano arquea las cejas y, a través de las narices, exclama: «Why?» Con media sonrisa, el muchacho responde: «Aquí tenemos un acuerdo con el banco, señor. Ellos no venden cerveza y nosotros no aceptamos cheques».

No. Inglaterra no ha sido derrotada. Si los sueños victorianos son ya cosa de la Historia, los ingleses son capaces de reírse de la misma Victoria, de plantarla desnuda en un escenario con su corona imperial a cuestas. En Inglaterra, la sátira encuentra su carta de ciudadanía, lo cual es síntoma de elevada civilización. El humor de los ingleses es una forma de conservar sus libertades. Los norteamericanos pueden comprar el puente de Londres, pero no pueden evitar ciertas chuflas y deben pagar en libras las pintas de cerveza. En el escudo de Inglaterra hay un león rampante que saca la lengua, como haciendo un gesto de burla al mismo país que representa. Es un respeto a la libertad del león. Si un perro, en Hyde Park, destroza una planta de flores, se arregla el desperfecto antes que prohibir la entrada de perros en los parques públicos.

El león del escudo, los perros, los ingleses y la prensa inglesa aparentan ser los seres más libres del planeta. Y a esa libertad le resbalan la construcción de un túnel bajo la Mancha, la venta del puente de Londres y la gloria misma del Imperio. Y a esa libertad le resbala la seguridad en sí mismo de un Wilson, como en su día le resbaló la del legendario Winston Churchill.

El Támesis se desliza tranquilo hacia el mar, arrastrando maderos sucios y partiendo en dos el corazón de la húmeda ciudad. «Enséñame a escuchar el canto de las sirenas», pedía John Donne en un verso allá por el 1600. Los ingleses hace tiempo que han aprendido a escuchar el canto de las sirenas, despreciando si hace falta los sabrosos frutos que les ofreció un tiempo irrepetible, desoyendo las promesas del pasado. Se puede escuchar el canto de las sirenas escépticamente y no llevar la nave hacia los dentados arrecifes. En otras palabras: los ingleses se han dado cuenta de que ya no viven un presente dorado, sino que pisan sobre las cenizas del pasado. Saben, pese a Malaparte, que ya no habitan en el paraíso.

Agosto, 1970