Miguel de Unamuno

Viajes y paisajes

ANTOLOGÍA DE CRÓNICAS DE VIAJE

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Miguel de Unamuno

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SELECCIÓN DE TEXTOS Y PREFACIO
DE JAIME-AXEL RUIZ BAUDRIHAYE

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Colección Solvitur Ambulando | Clásicos

Viajes y paisajes

ANTOLOGÍA DE CRÓNICAS DE VIAJE

Primera edición en la línea del horizonte ediciones: enero de 2014
© de esta edición: la línea del horizonte ediciones, 2014
Colección: Solvitur Ambulando. Clásicos
www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com
Tel: +00 34 912 940 024

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© de la selección de textos, edición y prefacio: Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
© de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación y producción digital: Valentín Pérez Venzalá

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Fotografía de cubierta: Unamuno ante el paisaje castellano, 1934. Autor desconocido.

ISBN EPub: 978-84-15958-26-0
Ref: CL2E
IBIC: WTL; 1DSE

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Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con
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Sobre el autor

Sobre el libro

Unamuno y la naturaleza
PREFACIO DE JAIME-AXEL RUIZ BAUDRIHAYE

Paisajes del alma

Nieve

País, paisaje y paisanaje

Solitarios del lugar

Emigraciones

La eterna reconquista

Al pie de una encina

La flecha

I. El sentimiento de la naturaleza

II. El paraje

III. La paz del campo

Brianzuelo de la Sierra

Puesta de Sol

Fantasía crepuscular

Humilde heroísmo

En Alcalá de Henares

I

II

III

Los arribes del Duero

España sugestiva. Zamora

La España que permanece

Entre encinas castellanas

Por las tierras del Cid

Cuenca ibérica

El retiro de remanso serrano

Dos lugares, dos ciudades

Castillos y palacios

Por el Alto Duero

En San Juan de la Peña

Soñando el Peñón de Ifac

Los reinos de Fuerteventura

Este nuestro clima

Leche de tabaiba

La aulaga majorera

La Atlántida

El gofio

Lisboa y Toledo

Notas de un viaje a Italia. Pompeya

Junto al Cabo de Roca

Sobre la colección

UNAMUNO Y LA NATURALEZA

Miguel de Unamuno fue un precursor en la contemplación del paisaje español y en la reflexión sobre su significado. El sentimiento de la naturaleza del pensador es el primer acercamiento notable al paisaje que podemos constatar en las letras y en la filosofía españolas.

Paisaje y tiempo, paisaje e historia. Unamuno, sin proponérselo, al describir viajes y paisajes, introduce el concepto de memoria cultural, esa memoria de los lugares que ha investigado mucho más tarde Pierre Nora y que hace sólo veinte años investigara también Aleida Assmann. Ambos relacionan memoria y conocimiento, un concepto diferente al de memoria o experiencia personal. Los lugares, los paisajes, están cargados de emotividad, de historia, y los hombres que en ellos viven y trabajan, sin saberlo, son tributarios de este pasado.

La naturaleza y el paisaje evocan y sugieren en el hombre sentimientos líricos, incluso religiosos. El campo y la montaña facilitan la meditación, la creatividad. Sin embargo, en España esto casi nunca ha sido así, salvo hasta que la Generación del 98 vuelve a mirar al país, a apreciar sus valores intrínsecos, olvidados por la épica y la política. Contrasta esto con el sentimiento del paisaje que predomina, sobre todo, en los países del norte, en los países protestantes, como se manifiesta principalmente en Alemania, Inglaterra y Holanda. Ni siquiera el Romanticismo acerca a los españoles a su tierra, siendo sus obras más de carácter urbano y de tipos humanos que de paisajes. Lo mismo se puede decir de la modernidad, que rara y tardíamente incluye el paisaje como protagonista, sea en la pintura o en la escritura. Tendrá que ser un pintor belga, Carlos de Haes, quien iniciarará y desarrollará el paisajismo, mientras en literatura habrá que esperar a los del 98.

Unamuno explica esto por la lucha de la Reconquista y la dureza de las condiciones de la tierra, que alejaron a los españoles (léase, sobre todo, castellanos) de la naturaleza y del paisaje. El sentimiento estético proviene, dice el pensador, de un sentimiento de agradecimiento, que hace amar el campo, el país, y sentirse en comunión íntima con la tierra.

Unamuno contempla el paisaje con demora, caminando (las ruedas del automóvil /son invención de Luzbel), meditando y, en segundo lugar, se inclina por valorar, más que la descripción más perfecta, virtuosa, la intuición y el sentimiento. En tercer lugar, cuando nos describe un paisaje, siempre nos habla de sus hombres. Su evocación de la historia, en todo caso, no es ni nostálgica ni retrógrada.

Se extiende a veces don Miguel en los conceptos de bello y feo. ¿Qué es un paisaje bello? Y defiende la sobriedad castellana, cuya monotonía no cansa, frente a esos paisajes de postal que, como la música pegadiza, «empachan pronto». No deja de ser irónico que cuando él contempla y describe el paisaje, entremezclando sus pensamientos y sus evocaciones históricas y literarias, las ciudades y pueblos de España todavía no estaban envilecidas estéticamente, como señaló Julio Caro Baroja; la fealdad se enseñorea sobre todo a partir de los años cincuenta. Antes, dentro de la pobreza, existía una cierta armonía. Los pueblos y ciudades todavía disfrutaban de viejos monumentos, conventos, monasterios, casonas y casas dignas, pobres acaso, pero de una sencillez y austeridad de líneas, volúmenes y colores que hoy echamos de menos. Baste ver hoy la inmensa mayoría de los pueblos del Levante, de centenas de pequeñas poblaciones castellanas, gallegas, extremeñas, a veces con larga historia, que han sido desfiguradas en los últimos sesenta años.

Los pueblos tal como Unamuno los describiera ya no existen. La masacre constructora acabó con ellos. Sólo queda, en las zonas interiores, muy poco en las turísticas, el paisaje puro, intocado, y eso cuando no es productivo y no se ha sometido a la agroindustria de plásticos, a las urbanizaciones o a los bloques de tantas ciudades medias.

La atención que presta nuestro filósofo a la naturaleza y el paisaje aún hoy son raros. Su forma de ver y de mirar hacen de Unamuno el precursor, siguiendo un tenue hilo conductor de una minoría de españoles que sí estuvieron preocupados por el paisaje, como Jovellanos o el Abate Ponç, incluso el mismo Cervantes, ese «andariego soñador», como le llamara Unamuno. Otros escritores y filósofos también prestarían después atención al paisaje, como Azorín, Ortega, Pere Coromines, Baroja o Josep Pla. Luego seguirían otros, no muchos, y hoy parece como si, excepción hecha de geógrafos, científicos o humanistas como Eduardo Martínez de Pisón, Nicolás Ortega Cantero o Joan Nogué, el paisaje hubiera pasado a tener, de nuevo, la consideración de un mero decorado, sin más. El paisaje, salvo cuando se utiliza como señuelo turístico, no parece todavía importar a las autoridades públicas. Parece como si la naturaleza sólo fuese noticia ante catástrofes, inundaciones, riadas, desprendimientos de tierras o sismos, catástrofes muchas veces inducidas o agrandadas por nuestra incuria. También podemos observar cómo en España la instalación de eólicas o de paneles solares no han suscitado apenas controversia estética.

En fin, como Miguel de Unamuno nos enseña, viajar, ver y describir han sido siempre medios para reflexionar sobre un país, una civilización, una sociedad. Y el paisaje, la forma en que lo tratamos, no es sino el trasunto de la estima en que tenemos a nuestro propio país. No es casual que el bilbaíno, con esa identificación tan vasca con la naturaleza, encuentre la auténtica raíz del país en su paisaje, en su naturaleza, lejos de la ramplonería, comodidad y vulgaridad (palabras que él usa a menudo) de la vida de las ciudades, invadidas por la modernidad y la técnica. En este sentido, podría compararse a Unamuno con Ernst Jünger, ambos amantes de salirse del marco, fuera de la masa, egregios, partidarios de la emboscadura. Y ambos con una reflexión que vincula naturaleza e historia con la posición del hombre en el mundo.

La selección que ofrecemos aquí a nuestros lectores obedece a dos criterios: sus artículos menos conocidos, no fácilmente accesibles, y la procura de un cierto abanico de tipos de paisaje que, en lo posible, abarquen toda la geografía de España, con una pequeña incursión a Italia y a Portugal, ese país tan querido por don Miguel, sobre cuya historia y literatura tantas páginas nos ha dejado.

Releer a Unamuno es transportarnos a un mundo desaparecido, pero su idea perdura. El paisaje es lírico y filosófico y, en cierto modo, es para él, la metáfora del país, el barómetro que mide de verdad el amor y responsabilidad de un pueblo hacia su país. Para él, el verdadero patriotismo se manifiesta principal y precisamente en el amor a la naturaleza y el paisaje. Creemos que un viajero que se precie debe ser un observador del paisaje que trascienda lo pintoresco. Don Miguel de Unamuno, tan sensible, tan contundente y directo, abrupto a veces con su castellano claro y puro, es un buen modelo, y leerlo continúa siendo un placer y un estímulo para la reflexión.

JAIME-AXEL RUIZ BAUDRIHAYE

Viajes y Paisajes

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Paisajes del alma

La nieve había cubierto todas las cumbres rocosas del alma, las que, ceñidas de cielo, se miran en éste como en un espejo y se ven, a las veces, reflejadas en forma de nubes pasajeras. La nieve, que había caído en tempestad de copos, cubría las cumbres, todas rocosas, del alma. Estaba ésta, el alma, envuelta en un manto de inmaculada blancura, de acabada pureza, pero debajo de él tiritaba arrecida de frío. ¡Porque es fría, muy fría, la pureza!

La soledad era absoluta en aquellas rocosas cumbres del alma, embozadas, como en un sudario, en el inmaculado manto de la nieve. Tan sólo, de tiempo en tiempo, algún águila hambrienta avizoraba desde el cielo la blancura, por si lograba descubrir en ella rastro de presa.

Los que miraban desde el valle la cumbre blanca y solitaria, el alma que se erguía cara al cielo, no sospechaban siquiera el frío que allí arriba pesaba. Los que miraban desde el valle la cumbre blanca y solitaria eran los espíritus, las almas de los árboles, de los arroyos, de las colinas; almas fluidas y rumorosas las unas, que discurrían entre márgenes de verdura, y almas cubiertas de verdura, otras. Allá arriba era todo silencio.

Pero dentro de aquellas cumbres rocosas, embozadas en la arreciente pureza de la blancura de la nieve y escoltadas de cielo, bullían aún las pavesas de lo que en la juventud de las rocas fue un volcán.

Los arroyos que desde el valle contemplaban las cumbres estaban hechos con aguas que del derretimiento de las encumbradas nieves descendían; su alma era del alma excelsa que se arrecia de frío. Y la verdura se alimentaba de aquellas mismas aguas de las nieves. La tierra misma sobre que discurrían los arroyos, la tierra de que con sus raíces chupaban vida los árboles, era el polvo a que las rocas de las cumbres iban reduciendo.

Y si los arroyos y los árboles contemplaban a las rocosas cumbres, también éstas, también las cumbres de roca contemplaban a los arroyos y a los árboles. Acaso éstos envidiaban la excelsitud y hasta la soledad de las cumbres. Hastiados del bosque, hubiera querido cada uno de ellos, de los árboles, poder trepar a las cumbres y convertirse allí en tormo; pero las raíces les ataban al suelo en que nacieron. ¿Y qué arroyo, por su parte, no ha querido alguna vez remontar a su fuente? Cuando el arroyo que discurre entre vegas de verdor ve levantarse la bruma de su propio lecho fluido y remontar, empujada por la brisa, hacia las alturas de que baja, sigue con ansia esa ascensión vaporosa.

Mas lo seguro es que las cumbres anhelaban bajar al valle, deshacerse en polvo para hacerse tierra mollar. Las cumbres, presas en la soledad de la altura, miraban con envidia la vega; su blancura se derretía en deseos del verdor del valle. ¿Hay nada más dulce que una nevada silenciosa sobre la verdura de la yerba? Las montañas que ven volar sobre ellas, a ras de cielo, a las águilas, y sienten las sombras de éstas recorriendo su blancura, ansían ser estepa que sienta sobre sí las pisadas de los leones. Y mirándose las montañas y las estepas, y cambiando sus pensamientos, aguileños los de aquéllas y leoninos los de éstas, sueñan en el águila-león, en el querubín, en la esfinge. Y lo ven en las nubes que, acariciando la estepa, como una mano que pasa sobre la cabellera de un niño gigante, van a abrazar a las montañas.

También en la estepa, en el páramo, lejos de la montaña, cae la blanca soledad de la nevada silenciosa, y el páramo, como la montaña, se envuelve en arreciente manto de nieve. Pero es que el páramo suele ser también montaña, todo él vasta cima ceñido en redondo por el cielo. Cuando el cielo del alma-páramo de la vasta alma esteparia se cubre de aborrascadas nubes, de una sola enorme nube, que es como otro páramo que cuelga del cielo, es como si fuesen las dos palmas de las manos de Dios. Y entre ellas, tiritando de terror, el corazón del alma teme ser aplastado.

Terrible como Dios silencioso es la soledad de la cumbre, pero es más terrible la soledad del páramo. Porque el páramo no puede contemplar a sus pies arroyos y árboles y colinas. El páramo no puede, como puede la cumbre, mirar a sus pies; el páramo no puede mirar más que al cielo. Y la más trágica crucifixión del alma es cuando, tendida, horizontal, yacente, queda clavada al suelo y no puede apacentar sus ojos más que en el implacable azul del cielo desnudo o en el gris tormentoso de las nubes. Al Cristo, al crucificarlo en el árbol de la redención, lo irguieron derecho, de pie, sobre el suelo, y pudo con su mirada aguileña y leonina a la vez abarcar el cielo y la tierra, ver el azul supremo, la blancura de las cumbres y el verdor de los valles. ¡Pero el alma clavada a tierra...! Y ninguna otra, sin embargo, ve más cielo. Sujeta a la palma de la mano izquierda de Dios, contempla la mano de su diestra, y en ella, grabada a fuego de rayo, la señal del misterio, la cifra de la esfinge, del querubín, del león-águila.

Y cuando empieza a nevar en el páramo, sobre el alma crucificada a su suelo, la nieve sepulta a la pobre alma arrecida, y en el blanco manto se descubren las ondulaciones del alma sepultada. Sobre ella pasan las fieras hambrientas, y acaso escarban con sus garras en la blancura al husmear vida dentro.

Todos estos paisajes se ven o se sueñan en esas horas abismáticas en que, al separarse uno de la dulcísima ilusión de la sociedad de sus hermanos, de sus semejantes, de sus compañeros, cae de nuevo en la realidad de sí mismo. Todos estos paisajes he soñado y he visto después de una nevada sobre Madrid, sobre Madrid estepario, y mientras del Madrid administrativo —no hay otro modo de decirlo—, de la arreciente capital administrativa de España, nevaba en densos copos sobre mi corazón. Y mirando a lo largo de la sábana de nieve vi que se levantaba en sierra contra el cielo. Y un momento desesperé. Un momento que se prolonga como la misma nieve sobre el suelo.

EN EL SOL, MADRID, 6 DE ENERO, 1918

RamasNevadas

Nieve

Nieva. Espectáculo y sensación que siempre me rejuvenece. ¿Rejuvenecer? ¡Sí, rejuvenecer! Parece que la nieve, en el invierno, debería dar sensación de vejez, y recordar su blancura a la de las canas, y, sin embargo, en Navidades, a fin de año y a la entrada del invierno —por lo menos en este hemisferio boreal o ártico, que es donde se formaron las tradiciones y leyendas de nuestra cultura común—, en Navidades, se celebra la fiesta de la niñez, el culto al Dios Niño. El nacimiento del Hombre-Dios se pone en un paisaje nevado y alto, aunque en Belén no fuere muy conocida la nieve. El año en este hemisferio, en el mundo que conocieron los grecorromanos autores del calendario, empieza en invierno. Bien es verdad que acaba en él. En invierno se abrazan el año viejo y el año nuevo, la vejez de un año con la infancia del que le sigue. Y si se dice: «¡Oh primavera, juventud del año!», tanto como: «¡Oh invierno, vejez del año!», cabe decir: «¡Oh invierno, infancia del año!», o si se quiere: «¡Oh infancia, invierno de la vida!».

El invierno de nieve, o la nieve del invierno, tanto o más que la vejez, nos recuerda la infancia. Entre otras cosas, por su desnudez y su blancura. Es lampiño como la infancia. Y el manto de la nieve parece una sábana para recibir a un niño.

Desde unas nubes pardas, grises, oscuras, penumbrosas, cae el manto de copos de la nieve, del que ya dijo algún poeta que era como una lluvia de plumas de alas de los ángeles, de ángeles que al entrar el invierno cantaron lo de: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz!». En la Antigüedad, las campañas guerreras se suspendían por razones prácticas y de conveniencia, al entrar el invierno. El invierno era la estación, por excelencia, pacífica. Y la caída de la nieve es un símbolo de paz.

Hace años escribí un pequeño poema, «La nevada es silenciosa», que guardo todavía inédito. Helo aquí:

La nevada es silenciosa,

cosa lenta;

poco a poco y con blandura

reposa sobre la tierra y cobija a la llanura.

Posa la nieve callada,

blanca y leve

la nevada no hace ruido;

cae como cae el olvido,

copo a copo.

Abriga blanda a los campos

cuando el hielo los hostiga,

con sus campos de blancura;

cubre a todo con su capa,

pura, silenciosa,

no se le escapa en el suelo

cosa alguna.

Donde cae allí se queda,

leda y leve,

pues la nieve no resbala

como resbala la lluvia,

sino queda y cala.

Flores del cielo los copos,

blancos lirios de las nubes,

que en el suelo se ajan,

bajan floridos,

pero quedan pronto

derretidos;

florecen sólo en la cumbre,

sobre las montañas,

pesadumbre de la tierra,

y en sus entrañas perecen.

Nieve, blanda nieve,

la que cae tan leve,

sobre la cabeza,

sobre el corazón,

ven y abriga mi tristeza

la que descansa en razón.

Lo más simbólico de la nevada, en efecto —y este en efecto no tiene ya nada poético—, es su silenciosidad. Silenciosidad más bien que silencio. La nieve es silenciosa. El agua de la lluvia, y más si ésta es fuerte, rumorea y a las veces alborota en el ramaje de los árboles, en las hierbas del pasto, en los charcos en que chapotea. La nevada, no; la nevada cae en silencio, y llenando los huecos, iguala el sobrehaz de las cosas. La silenciosa nevada tiende un manto, a la vez que de blancura, de nivelación, de allanamiento. Es como el alma del niño y la del anciano, silenciosas y allanadas. ¡Los largos silencios del alma del niño! ¡Los largos silencios del alma del anciano! ¡Y la blancura allanadora de la una y de la otra!

Así como al ponerse el sol, al atardecer, en el lubricán, las cosas no se hacen sombra unas a otras, y como que se abrazan y cohermanan o cofradean en la santa unidad del crepúsculo y más tarde en la unificadora negrura de la noche, así en el blancor de la nieve. La blancura de ésta y la negrura de la noche son los dos mantos de unión, de fusión casi, de hermanación.

¡Y un campo todo nevado y de noche, a la luz de la luna que parece también de nieve! Es cuando mejor se siente el sentido íntimo, enigmático, místico, de las estrellas. Y en especial de la llamada Vía Láctea, y aquí, en España, Camino de Santiago. Vía Láctea, es decir, de leche. ¿Y por qué no Vía Nivea o de nieve? ¿Por qué si los copos de la nieve se componen de cristales de agua no hemos de creer que los copos de la Vía Láctea son cristales de luz?

Y como la nieve son las estrellas silenciosas. Y no lo es el agua. Díaz Mirón, el poeta mejicano, dijo una vez esta frase maravillosa:

y era como el silencio de una estrella por encima del ruido de una ola.

«Año de nieves, año de bienes» —dice aquí el refrán—. Porque la nieve endurecida luego por la helada es el caudal de agua para el agostadero del estío. ¡Ay del que al llegar al ardoroso estío de la vida, al agosto de las pasiones ardorosas, no conserva en el alma la blanca nieve de la infancia, de donde manan surtidores de frescura fecundante! ¡Nieve de infancia, nieve de vejez también!

EN CARAS Y CARETAS, BUENOS AIRES, 22 DE ABRIL, 1922.

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País, paisaje y paisanaje

Esta parrilla..., mejor, esta mano tendida al mar poniente que es la tierra de España. Sus cinco dedos líquidos, ¿Miño-pulgar? ¿Duero-índice? ¿Tajo-el del corazón? Guadiana y Guadalquivir. Y la otra vuelta, la de Levante, Ebro, Júcar, Segura y el puño pirenaico y las costas cántabras. Y, sobre ella, sobre esa mano, la palma azul de la mano de Dios, el cielo natural. Y la mano, ¿pide u ofrece?

¡Y lo que es recorrerla! Cada vez que me traspongo de Ávila a Madrid, del Adaja, cuenca del Duero, al Manzanares, cuenca del Tajo, al dar vista desde el Alto del León, mojón de dos Castillas, a ésta, a la Nueva, y aparecérseme como en niebla de tierra el paisaje, súbeseme éste al alma y se me hace alma, no estado de conciencia conforme a la conocida sentencia literaria. Alma y no espíritu, psique y no pneuma; alma animal, ánima. Como esas ánimas que, según la mitología popular católica, vagan separadas de sus cuerpos, esperando en purgatorio la resurrección de la carne. Siento que ese paisaje, que es a su vez alma, psique, ánima —no espíritu—, me coge el ánima como un día esta tierra española, cuna y tumba, me recogerá —así lo espero— con el último abrazo maternal de la muerte.

No me ha sido dado otearla, en panorama cinematográfico, desde un avión, pero sí columbrarla a partes, a regiones, desde sus cumbres. E imaginarla viéndola así, con el ánima y con el ánimo. ¡Imaginar lo que se ve! Si el catecismo nos enseñó que es creer lo que no vimos, cabe decir que fe —conocimiento, ciencia— es crear lo que vemos. E imaginar lo que vemos es arte, poesía. Tener fe en España y conocerla, pero también imaginarla. E imaginarla corporalmente, terrestremente. He procurado, sin ser quiromántico, a la gitana, leer en las rayas de esta tierra que un día se cerrará sobre uno, apuñándolo; rastrear en la geografía la historia.

Y aquí, aunque se me acuse de jugar con las palabras y de discurrir imaginativamente con el lenguaje —¿y qué mejor?—, he de decir que si la biografía, la historia, se ilumina y aclara con la biología, con la naturaleza, así también la geografía se ilumina y aclara con la geología. Hay las líneas —las rayas de la mano— y hay los colores. Hay nuestras tierras rojas, blancas y negras. El verdor es otra cosa y no de entraña. Y hubo quienes a modo de lo que biología y geología son a biografía y geografía, inventaron, junto a la cosmografía, una cosmología. Mas dejemos esto.

En esta mano, entre sus dedos, entre las rayas de su palma, vive una humanidad; a este paisaje le llena y da sentido y sentimiento humanos un paisanaje. Sueñan aquí, sueñan la tierra en que viven y mueren, de que viven y de que mueren unos pobres hombres. Y lo que es más íntimo, unos hombres pobres. Unos pobres hombres pobres. Y algunos de estos pobres hombres pobres no son capaces de imaginar la geografía y la geología, la biografía y la biología de la mano española. Y se les ha atiborrado el magín, que no la imaginación, con una sociología sin alma ni espíritu, sin fe, sin razón y sin arte. ¡Hay que ver la antropología, la etnografía, la filología que se les empapiza a esas frívolas juventudes de los nacionalismos regionales! ¡Cómo las están poniendo con los deportes folklóricos, los bailes dialectales y las liturgias orfeónicas! ¡Qué paisanaje están haciéndole al paisaje!

Aunque..., ¿paisanaje? No, ésos no serán nunca paisanos, hombres del país, del pago, de la patria que en el paisaje se revela y simboliza; no serán paisanos o si se quiere aldeanos. Y sin ser aldeano, paisano, no cabe llegar a ciudadano. El espíritu, el pneuma, el alma histórica no se hace sino sobre el ánima, la psique, el alma natural, geográfica y geológica si se quiere. Esos, los de la diferenciación, suelen ser señoritos de aldea, que no aldeanos, cuando no algo peor, y es señoritos rabaleros de gran urbe, rabaleros aunque vivan en el centro de la populosa aldea. Son los que han inventado lo del meteco, el maqueto, el forastero, o sea el marrano. Ellos se creen, a su manera, arios. No verdaderos aldeanos, paisanos, hombres del país —y del paisaje—, no cabreros o Sanchos, sino Bachilleres Carrascos. En el fondo resentidos; resentidos por fracaso nativo.

Les conozco a esos pobres diablos; les tuve que sufrir antaño. Querían convencerme de que eran una especie de arios, de una raza superior y aristocrática. Conocí más de uno que en su falta de conocimiento de la lengua diferencial del país nativo estropeaba adrede la lengua integral del país histórico, de la patria común, de esta mano que nos sustenta, entre Mediterráneo, Atlántico y Cantábrico, a todos los españoles. Su modo de querer afirmarse, más aún, de querer distinguirse era chapurrar la lengua que les había hecho el espíritu.

Y luego decir que se les oprime, que se les desprecia, que se les veja, y falsificar la Historia, y calumniar. Y dar gritos los que no pueden dar palabras.

«Pero, ¿es que usted les toma en serio?», se me ha preguntado más de una vez. ¡Ah!, es que hay que tomar en serio la farsa. Y a las cabriolas infantiles de los incapaces de sentir históricamente el país. Todo lo que en el fondo termina en la guerra al meteco, al maqueto, al forastero, al inmigrante, al peregrino, termina en una especie no de ley, pero sí de costumbre de términos comarcales o regionales. Cuestión de clientelas. Y como si fuera poco la supuesta lucha de unas supuestas clases, viene la de las flamantes naciones.

¿Adonde he venido a parar desde la contemplación, desde la imaginación del paisaje y del país de esta mano de tierra que es España? Mano y lengua. Lengua de tierra en el extremo occidente de Eurasia, en vecindad del África. Mano que cogió a América y lengua que le habló en su lengua. Y desde arriba otra mano le señaló su misión, su historia. Por encima de regímenes.

EN AHORA, MADRID, 22 DE AGOSTO, 1933.

arbolSolitario

Solitarios del lugar

¡Esos espíritus originales —y originarios— que viven vida recatada y oscura por esos campos de Dios! Del Dios de España y de la España de Dios. Originales y acuñados por el mismo cuño. Pero copias los unos de los otros. Esos espíritus no laminados, no planchados por esta civilización eléctrica, pedagógica y sociológica. Es el tipo del solitario de lugar. No solitario del lugar, sino de lugar: lugareño. Así era Alonso Quijano «el Bueno». Y forman, sin ellos saberlo, una cofradía en toda España, un monasterio.

El solitario de lugar suele ser médico, boticario, notario, rentero, pequeño labrador, maestro, cura..., cualquier cosa. Su profesión es accidental. A las veces, uno que emigró de joven, que ha corrido y visto mundo, y la querencia del terruño natal le vuelve a su casa. Y tal vez se encierra en ella, en una casita que se abre —y se cierra— a unos soportales, y allí se aquieta y rumia sus recuerdos contemplando la sosegada postura de los cotidianos enseres caseros. Y piensa en el pueblo de su lugar, que es todo el pueblo de todos los lugares y de todas las naciones de la Historia. Porque si el solitario de lugar escribiese en vez de soñar en su camilla o en su «gloria» en invierno o en el campo en verano, este visionario vidente —ve la realidad en visiones— podría escribir la historia universal de su lugar, de Villavieja de la Ribera o de Aldealuenga del Encinar. Porque él siente en universal lo local. Pero no es ni un archivo ni un archivero de las universales tradiciones lugareñas, sino la silenciosa tradición misma encarnada.

Recoge y consuma la difusa y rala vida espiritual del lugar; lee en las miradas de sus convecinos, y así para él es comunión la convecinidad. Recoge murmuraciones que se susurran a su paso y adivina dramas familiares y hasta individuales. Y así viene a ser el callado y desconocido sacerdote de la subconciente religión lugareña popular; representa a todos los demás del lugar ante Dios. Y sueña por todos ellos.

¿Cacique? No; el solitario de lugar no suele llegar a cacique, ni siquiera a alcalde. Cuando quieren hacerle tal lo rehúsa. Pero no suelen quererlo porque le respetan y adivinan su honda función espiritual. El solitario de lugar —el tío Fulano muchas veces— es varón de consejo. Y no espolea al pueblo, sino que lo enfrena. Sé de alguno cuya silenciosa sonrisa es una crítica de siega. Y que en cierta ocasión me dijo: «Estoy aburrido de ser siempre yo mismo». Y qué mirada, no sé si de compasión o de tristeza, me dirigió cuando le dije por qué no se metía en política. ¿En política él, él?

AHORA