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Rubén Darío

Los raros

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-322-3.

ISBN ebook: 978-84-9007-323-0.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Prólogo 9

El arte en silencio 11

Edgar Allan Poe 16

1. El hombre 19

Leconte de Lisle 26

Paul Verlaine 40

El conde Matías Augusto de Villiers de L’isle Adam 45

Léon Bloy 55

Jean Richepin 64

Jean Moréas 72

Rachilde 86

George d’esparbès 95

Augusto de Armas 101

Laurent Tailhade 104

Fra Domenico Cavalca 110

Eduardo Dubus 117

Teodoro Hannon 128

El «conde de Lautréamont» 133

Paul Adam 138

Max Nordau 143

Enrique Ibsen 152

José Martí 163

Eugenio de Castro 172

Libros a la carta 191

Brevísima presentación

La vida

Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío) (San Pedro de Metapa, 1867-1916), Nicaragua.

Era hijo de Manuel García y Rosa Sarmiento; nació el 18 de enero de 1867. En 1881 escribió artículos para el periódico político La Verdad y poco después se fue a El Salvador y dio clases de gramática.

Regresó a Nicaragua en 1883 y hacia 1890 se casó en El Salvador con Rafaela Contreras, con la que tuvo un hijo, Rubén Darío Contreras. Ésta murió en 1893 y ese mismo año se casó con Rosario Murillo.

En 1892 Darío viajó a España, en nombre del gobierno de Nicaragua, para la celebración del 400 aniversario de la conquista de América. Un año más tarde, en 1893, empezó su carrera como diplomático en América y Europa y conoció en Madrid a Francisca Sánchez, quien fue por mucho tiempo su inspiración.

Durante años recorrió Europa enviado por el periódico La Nación. Volvió a Nicaragua en 1907 y fue recibido con honores y nombrado ministro residente en España. Vivió otra vez en Europa hasta 1915, año en que regresó a América invitado por el presidente de Guatemala.

Murió el 6 febrero de 1916 en Nicaragua.

Los raros (1896) es un libro de ensayos y perfiles que Rubén Darío dedicó a autores contemporáneos suyos, o anteriores, portadores de su misma estética. Eran, más que «raros», extraños, novedosos, habían venido para proponer lo que el poeta nicaragüense quería: crear una sensibilidad distinta. Poe, Martí, Lugones, Gómez Carrillo entre otros son diseccionados por Darío.

Prólogo

Fuera de las notas sobre Mauclair y Adam, todo lo contenido en este libro fue escrito hace doce años, en Buenos Aires, cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno desarrollo. Me tocó dar a conocer en América ese movimiento y por ello y por mis versos de entonces, fui atacado y calificado con la inevitable palabra «decadente...» Todo eso ha pasado —como mi fresca juventud.

Hay en estas páginas mucho entusiasmo, admiración sincera, mucha lectura y no poca buena intención. En la evolución natural de mi pensamiento, el fondo ha quedado siempre el mismo. Confesaré, no obstante, que me he acercado a algunos de mis ídolos de antaño y he reconocido más de un engaño de mi manera de percibir.

Restan la misma pasión de arte, el mismo reconocimiento de las jerarquías intelectuales, el mismo desdén de lo vulgar y la misma religión de belleza. Pero una razón autumnal ha sucedido a las explosiones de la primavera.

Rubén Darío.

París, enero de 1906.

El arte en silencio

No se ha hecho mucho comentario sobre L’Art en silence, de Camilo Mauclair, como era natural. ¡El Arte en silencio, en el país del ruido! así debía ser. Y pocos libros más llenos de bien, más hermosos y más nobles que éste, fruto de joven, impregnado de un perfume de cordura y de un sabor de siglos. Al leerle, he aquí el espectáculo que se ha presentado a mi imaginación: un campo inmenso y preparado para la labor; un día en su más bello instante, y un labrador matinal que empuja fuertemente su arado, orgulloso de que su virtud triptolémica trae consigo la seguridad de la hora de paz y de fecundidad de mañana. En la confusión de tentativas, en la lucha de tendencias, entre los juglarismos de mal convencidos apóstoles y la imitación de titubeantes sectarios, la voz de este digno trabajador, de este sincero intelectual, en el absoluto sentido del vocablo, es de una transcendental vibración. No puede haber profesión de fe más transparente, más noble y más generosa.

«Creo en la vanidad de las prerrogativas sociales de mi profesión y del talento por sí mismo. Creo en la misión difícil, agotadora y casi siempre ingrata del hombre de letras, del artista, del circulador de ideas; creo que, el hombre que en nombre del talento que Dios le ha prestado, descuida su carácter y se juzga exonerado de los deberes urgentes de la existencia humana, desobedece a la humanidad y es castigado. Creo en la aceptación de todos los deberes por la ayuda de la caridad y del orgullo; creo en el individualismo artístico y social. Creo que el arte, ese silencioso apostolado, esa bella penitencia escogida por algunos seres cuyos cuerpos les fatigan e impiden más que a otros encontrar lo infinito, es una obligación de honor que es necesario llenar, con la más seria, la más circunspecta probidad; que hay buenos o malos artistas, pero que no tenemos que juzgar sino a los mentirosos, y los sinceros serán premiados en el altísimo cielo de la paz, en tanto que los brillantes, los satisfechos, los mentirosos, serán castigados. Creo todo eso, porque ya he visto pruebas alrededor mío, y porque he sentido la verdad en mí mismo, después de haber escrito varios libros, no sin sinceridad ni trabajo, pero con la confianza precipitada de la juventud.»

En efecto, ¿quiénes habrían podido prever, en el autor de tantas páginas de ensueños —«corona de claridad» o «sonatitas de otoño»— este rumbo hacia un ideal de moral absoluta, en las regiones verdaderamente intelectuales donde no hay ninguna necesidad de hacer ruido para ser escuchado? Él ha agrupado en este sano volumen a varios artistas aislados, cuya existencia y cuya obra pueden servir de estimulantes ejemplos en la lucha de las ideas y de las aspiraciones mentales. Mallarmé, Edgar Poe, Flaubert, Rodenbach, Puvis de Chavannes y Rops, entre los muertos, y señaladas y activas energías jóvenes. Antes, conocidos son sus ensayos magistrales, de tan sagaz ideología, sobre Jules Laforgue y Auguste Rodin.

Cada día se afirma con mayor brillo la gloria ya sin sombras de Edgar Poe, desde su prestigiosa introducción por Baudelaire, coronada luego por el espíritu trascendentalmente comprensivo y seductor de Stephane Mallarmé. Mas entre lo mucho que se ha escrito respecto al desgraciado poeta norteamericano, muy poco llegará a la profundidad y belleza que se contienen en el ensayo de Mauclair. Es un bienhechor capítulo sobre la psicología de la desventura, que producirá en ciertas almas el bien de una medicina, la sensación de una onda cordial y vigorizante. Luego el espíritu penetrante y buscador, hace ver con luz nueva la ideología poeana, y muchos puntos que antes pudieran aparecer velados u oscuros, se ven en una dulce semiluz de afección que despide la elevada y pura estética del comentarista.

Una de las principales bondades es la de borrar la negra aureola de hermosura un tanto macabra, que las disculpas de la bohemia han querido hacer aparecer alrededor de la frente del gran yanqui. En este caso, como en otros, como en el de Musset, como en el de Verlaine, por ejemplo, el vicio es malignamente ocasional, es el complemento de la fatal desventura. El genio original, libre del alcohol, u otro variativo semejante, se desenvolvería siempre, siendo, en esa virtud, sus floraciones, libres de oscuridades y trágicas miserias. En resumen, Poe queda para el ensayista, «sin imitadores y sin antecesores, un fenómeno literario y mental, germinado espontáneamente en una tierra ingrata, místico purificado por ese dolor del que ha dado la inolvidable transposición, levantado en ultramar, entre Emerson misericordioso y Whitman profético, como un interrogador del porvenir».

De Flaubert —ese vasto espectáculo— presenta una nueva perspectiva. La suma de razonamientos nos conduce a este resultado: «Flaubert no tiene de realista sino la apariencia, de artista impasible la apariencia, de romántico la apariencia. Idealista, cristiano y lírico, he ahí sus rasgos esenciales». Y las demostraciones son llevadas por medio de la amable e irresistible lógica de Mauclair, que nos presenta la figura soberbia del «buen gigante», por ese aspecto que permanece ya definitivo. Es también de un fin reconfortante, por el ejemplo de voluntad y de sufrimientos, en la pasión invencible de las letras, la enfermedad de la forma, soportada por otros dones de fortaleza y de método.

Sobre Mallarmé la lección es todavía de una virtud que concreta una moral superior. ¿Acaso no va ya destacándose en toda su altura y hermosura ese poeta a quien la vida no consentía el triunfo, y hoy baña la gloria, «el Sol de los muertos», con su dorada luz?

La simbólica representación está en la gráfica idea de Félicien Rops: el arpa ascendente, a la cual tienden, en el éter, innumerables manos de lo invisible. La honorabilidad artística, el carácter en lo ideal, la santidad, si posible es decir, del sacerdocio, o misión de belleza, facultad inaudita que halló su singular representación en el maravilloso maestro, que a través del silencio, fue hacia la inmortalidad. Una frase de madame Perier en su Vida de Pascal, sirve de epígrafe al ensayo afectuoso, admirable y admirativo, justo, consagrado al doctor de misterio: «Nous n’ avons su toutes ces choses qu’ apres sa morte».

La estética mallarmeana por esta vez ha encontrado un expositor que se aleje de las fáciles tentativas de un Wisewa, de las exégesis divertidas de varios teorizantes, como de las blindadas oposiciones de la retórica escolar, o lo que es peor, junto a la burda risa de una enemistad que no razona, la embrolladora disertación de mas de un pseudodiscípulo.

Las páginas dedicadas a Rodenbach, con quien la juventud le une más cercanamente, en una afección artística fraternal, mitigan su tristeza en la afirmación de un generoso y sereno carácter, de una vida como autumnal, iluminados crepuscularmente de poesía y de gracia interior. «Le hemos conocido irónico, entusiasta, espiritual y nervioso; pero era, ante todo, un melancólico, aun en la sonrisa. Le sentíamos menos extraño por su voz y ciertos signos exteriores, que lejano por una singular facultad de reserva. Ese cordial era aislado de alma. Había en esa faz rubia y fina, en esa boca fina, en esos ojos atrayentes, una languidez y un fatalismo que no dejaban de extrañar. Es feliz, pensábamos, y, sin embargo, ¿qué tiene? Tenía el gusto atento y la comprensión de la muerte. Se detenía en el dintel de la existencia, y no entraba, y desde ese dintel nos miraba a todos con una tristeza profundamente delicada. Ha vuelto a tomar el camino eterno: era un transeúnte encantador que no ha dicho todo su pensamiento en este mundo. Estaba “hanté” por su misticismo minucioso y extraño, evocaba todo lo que está difunto, recogido, purificado por la inmóvil palidez de los reposos seculares. Llevaba por todas partes su claustro interior, y si ha deseado ser enterrado en esa Bruges que amó tanto, puede decirse que su alma estaba dormida ya en la pacífica belleza de una muerte armoniosa.» Decid si no es este camafeo de un encanto sutil y revelador, y si no se ve a su través el alma melancólica del malogrado animador de Bruges la muerta. Estos párrafos de Mauclair son comparables, como retrato, en la transposición de la pintura a la prosa, al admirable pastel en que perpetúa la triste faz del desaparecido, el talento comprensivo de Levy Dhurmer.

Algunos vivos, son también presentados y estudiados, y entre ellos uno que representa bien la fuerza, la claridad, la tradición del espíritu francés, del alma francesa, el talento más vigoroso de los actuales escritores de este país.

He nombrado a Paul Adam. Así sobre Elemir Bourges de obra poco resonante, pero muy estimado por los intelectuales, consagra algunas notas, como sobre Léon Daudet.

La parte que denomina «El crepúsculo de las técnicas», debía traducirse a todos los idiomas y ser conocida por la juventud literaria que en todos los países busca una vía, y mira la cultura de Francia y el pensamiento francés, como guías y modelos. Es la historia del simbolismo, escrita con toda sinceridad y con toda verdad; y de ella se desprenden utilísimas lecciones, enseñanzas cuyo provecho es inmediato, así el estudio sobre el sentimentalismo literario, en que el alma de nuestro siglo está analizada con penetración y cordura a la luz de una filosofía amplia y generosa, poco conocida en estos tiempos de egotismos superhombríos y otras nieztschedades. No sabría alabar suficientemente los capítulos sobre arte, y el homenaje a altos artistas —artistas en silencio— como Puvis y Felician1 Rops, Gustave Moreau y Besnard, así como los fragmentos de otros estudios y ensayos que ayudan en el volumen a la comprensión, al peso, y para decirlo con mi sentimiento, a la simpatía que se experimenta por un sincero, por un laborioso, por un verdadero y grande expositor de saludables ideas, que es al propio tiempo, él también, un señalado, uno que ha hallado su rumbo cierto, y como él gustará que se le llame, un artista silencioso.


1 Se refiere al pintor belga Félicien Rops (833-1898).

Edgar Allan Poe

En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right! Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por la falta de Sol, la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas: el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. ¡Ave, Libertad, llena de fuerza!; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la Tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquella no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate».

Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro; Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey, y agarrada a Brooklyn, con la uña enorme del puente; Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.

Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y techumbres, produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo, recuerdo la ciudad que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma:

Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles

De fer d’où s’enroulaient des spirales de tours

Et de palais cerclés d’airain sur des blocs lourds;

Ruche énorme, gékenne aux lugubres entrailles

Où s’engouffraient les Forts, princes des anciens jours.

Semejantes a los fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Manhattan.

En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el Banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange, entre sus muros de hierro y granito, reúne tantas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sentís el dominio del vértigo. Por un gran canal cuyos lados los forman casas monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrios y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres sandwichs vestidos de anuncios, y mujeres bellísimas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de percherones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión de tranvía en tranvía, y grita al pasajero: «lntanrsoonwood!», lo que quiere decir si gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios: el Evening Telegram, el Sun o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a cada instante aumentarse. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más convulsivo y crespo de la ola de movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra o una miss rubia, o una nodriza con su bebé, quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano; detiénese el torrente; pasa la dama; all right!

«Esos cíclopes...», dice Groussac. «Esos feroces calibanes...», escribe Péladan. ¿Tuvo razón el raro Sar al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos algún ser de superior naturaleza que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...

¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, Alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de Poe, cuyo nombre de Edgar, armonioso y legendario, encierra tan vaga y triste poesía, y he visto desfilar la procesión de sus castas enamoradas a través del polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tú eres hermana de las filiales vírgenes cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú, como ellas, eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en la maravilla de tu virtud, ¡oh mi ángel consolador, oh mi esposa! La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los mares lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia, de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante: la otra es Frances, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío Lago de Auber; la otra, Helen, la que fue vista por la primera vez a la luz de perla de la Luna; la otra, Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra, Anabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del cielo; la otra, Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son, cándido coro de ideales oceánidas, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo amarrado a la montaña Yanqui, cuyo cuervo, más cruel aún que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñalándose con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú para mí. En medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu ser inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca de mí el oro invisible de tu escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico surge en el cielo de mis noches como un incomparable guía y por tu claridad inefable llevo el incienso y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.

1. El hombre

La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y trascendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en que, ya en el libro o en la revista, no se ocupen del excelso poeta americano críticos, ensayistas y poetas. La obra de Ingram iluminó la vida del hombre; nada puede aumentar la gloria del soñador maravilloso. Por cierto que la publicación de aquel libro cuya traducción a nuestra lengua hay que agradecer al señor Mayer, estaba destinada al grueso público.

¿Es que en el número de los escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio valor el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se hizo del ilustre difunto debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo libre de mancha al cisne inmaculado.

Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario. De un país de cálculo brota imaginación tan estupenda. El don mitológico parece nacer en él por lejano atavismo y vese en su poesía un claro rayo del país de Sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace en él el alma caballeresca de los Le Poer alabados en las crónicas de Generaldo Gambresio. Arnoldo Le Poer lanza en la Irlanda de 1327 este terrible insulto al caballero Mauricio de Desmond: «Sois un rimador». Por lo cual se empuñan las espadas y se traba una riña que es el prólogo de guerra sangrienta. Cinco siglos después, un descendiente del provocativo Arnoldo glorificará a su raza, erigiendo sobre el rico pedestal de la lengua inglesa, y en un nuevo mundo, el palacio de oro de sus rimas.

El noble abolengo de Poe, ciertamente, no interesa sino a «aquellos que tienen gusto de averiguar los efectos producidos por el país y el linaje en las peculiaridades mentales y constitucionales de los hombres de genio», según las palabras de la noble señora Whitman. Por lo demás, es él quien hoy da valer y honra a todos los pastores protestantes, tenderos, rentistas o mercachifles que lleven su apellido en la tierra del honorable padre de su patria, Jorge Washington.

Sábese que en el linaje del poeta hubo un bravo sir Rogerio, que batalló en compañía de Strongbow; un osado sir Arnoldo, que defendió a una lady acusada de bruja; una mujer heroica y viril, la célebre «condesa» del tiempo de Cromwell; y pasando sobre enredos genealógicos antiguos, un general de los Estados Unidos, su abuelo. Después de todo, ese ser trágico, de historia tan extraña y romancesca, dio su primer vagido entre las coronas marchitas de una comedianta, la cual le dio vida bajo el imperio del más ardiente amor. La pobre artista había quedado huérfana desde muy tierna edad. Amaba el teatro, era inteligente y bella, y de esa dulce gracia nació el pálido y melancólico visionario que dio al arte un mundo nuevo.

Poe nació con el envidiable don de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto suyos, ninguno da idea de aquella especial hermosura que en descripciones han dejado muchas de las personas que le conocieron. No hay duda que, en toda la iconografía poeana, el retrato que debe representarle mejor es el que sirvió a míster Clarke para publicar un grabado que copiaba al poeta en el tiempo en que éste trabajaba en la empresa de aquel caballero. El mismo Clarke protestó contra los falsos retratos de Poe que después de su muerte se publicaron. Si no tanto como los que calumniaron su hermosa alma poética, los que desfiguran la belleza de su rostro son dignos de la más justa censura. De todos los retratos que han llegado a mis manos, los que más me han llamado la atención son el de Chiffart, publicado en la edición ilustrada de Quantín, de los Cuentos extraordinarios, y el grabado por R. Lonrup para la traducción del libro de Ingram por Mayer. En ambos, Poe ha llegado ya a la edad madura. No es, por cierto, aquel gallardo jovencito sensitivo que al conocer a Elena Staneand quedó trémulo y sin voz, como el Dante de la Vita Nuova... Es el hombre que ha sufrido ya, que conoce por sus propias desgarradas carnes cómo hieren las asperezas de la vida. En el primero, el artista parece haber querido hacer una cabeza simbólica. En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica del rostro, Chiffart ha intentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al unhappy master más que al hombre. En el segundo hay más realidad: esa mirada triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del sufrimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en los que precedieron a su muerte. Los otros retratos, como el de Halpin para la edición de Armstrong, nos dan ya tipos de lechuguinos de la época, ya caras que nada tienen que ver con la cabeza bella e inteligente de que habla Clarke. Nada más cierto que la aguda observación de Gautier:

«Es raro que un poeta —dice—, que un artista sea conocido bajo su primer encantador aspecto. La reputación no le viene sino muy tarde, cuando ya las fatigas del estudio, la lucha por la vida y las torturas de las pasiones han alterado su fisonomía primitiva; apenas deja sino una máscara usada, marchita, donde cada dolor ha puesto por estigma una magulladura o una arruga.»

Desde niño Poe «prometía una gran belleza».2

Sus compañeros de colegio hablan de su agilidad y robustez. Su imaginación y su temperamento nervioso estaban contrapesados por la fuerza de sus músculos. El amable y delicado ángel de poesía sabía dar excelentes puñetazos. Más tarde dirá de él una buena señora: «Era un muchacho bonito».3

Cuando entra a West Point hace notar en él un colega, míster Gibson, su «mirada cansada, tediosa y hastiada». Ya en su edad viril, recuérdale el bibliófilo Gowans: «Poe tenía un exterior notablemente agradable y que predisponía en su favor: lo que las damas llamarían claramente bello». Una persona que le oye recitar en Boston, dice: «Era la mejor realización de un poeta, en su fisonomía, aire y manera». Un precioso retrato es hecho de mano femenina: «Una ralla algo menos que de altura mediana quizá, pero tan perfectamente proporcionada y coronada por una cabeza tan noble, llevada tan regiamente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la impresión de una estatura dominante. Esos claros y melancólicos ojos parecían mirar desde una eminencia...».4 Otra dama recuerda la extraña impresión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba, y era a ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he visto otros ojos que en algo se le parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro de azabache: el iris acero-gris poseía una cristalina claridad y transparencia, a través de la cual la pupila negra-azabache se veía expandirse y contraerse con toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni emoción. Su expresión habitual era soñadora y triste: algunas veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le observaba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía que mentalmente estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena de ello. “¡Qué ojos tan tremendos tiene el señor Poe! —me dijo una señora—. Me hace helar la sangre el verle darse vuelta lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando”».5 La misma agrega: «Usaba un bigote negro esmeradamente cuidado, pero que no cubría completamente una expresión ligeramente contraída de la boca y una tensión ocasional del labio superior, que se asemejaba a una expresión de mofa. Esta mofa era fácilmente excitada y se manifestaba por un movimiento del labio, apenas perceptible, y, sin embargo, intensamente expresivo. No había en ella nada de malevolencia, pero sí mucho sarcasmo». Sábese, pues, que aquella alma potente y extraña estaba encerrada en hermoso vaso. Parece que la distinción y dotes físicas deberían ser nativas en todos los portadores de la lira. ¿Apolo, el crinado numen lírico, no es el prototipo de la belleza viril? Mas no todos sus hijos nacen con dote tan espléndido. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, Lamartine, Poe.

Nuestro poeta, por su organización vigorosa y cultivada, pudo resistir esa terrible dolencia que un médico escritor llama con gran propiedad de la enfermedad del ensueño. Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio. Desde niño quedó huérfano y le recogió un hombre que jamás podría conocer el valor intelectual de su hijo adoptivo. El señor Allan —cuyo nombre pasará en lo porvenir al brillo del nombre del poeta— jamás pudo imaginarse que el pobre muchacho recitador de versos que alegraba las veladas de su home fuese más tarde un egregio príncipe del arte. En Poe reina el «ensueño» desde la niñez. Cuando el viaje de su protector le lleva a Londres, la escuela del dómine Brandeby es para él como un lugar fantástico que despierta en su ser extrañas reminiscencias; después, en la fuerza de su genio, el recuerdo de aquella morada y del viejo profesor han de hacerle producir una de sus subyugadoras páginas. Por una parte posee en su fuerte cerebro la facultad musical; por otra, la fuerza matemática. Su «ensueño» está poblado de quimeras y de cifras como la carta de un astrólogo. Vuelto a América, vémosle en la escuela de Clarke, en Richmond, en donde al mismo tiempo que se nutre de clásicos y recita odas latinas, boxea y llega a ser algo como un champion estudiantil; en la carrera hubiera dejado atrás a Atalanta, y aspiraba a los lauros natatorios de Byron. Pero si brilla y descuella intelectual y físicamente entre sus compañeros, los hijos de familia de la fofa aristocracia del lugar miran por encima del hombro al hijo de la cómica. ¿Cuánta no ha de haber sido la hiel que tuvo que devorar este ser exquisito, humillado por un origen del cual en días posteriores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las asechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la Naturaleza, tan sana y fortalecedora... «Odio sobre todo y detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Pope, Poe, a su vez, habla «de la mezquina amistad y de la fidelidad de polvillo de fruta (gossamer fidelity) del mero hombre». Ya en libro de Job, Eliphaz Themanita exclama: «¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como la iniquidad?». No buscó el único americano el apoyo de la oración; no era creyente, o, al menos, su alma estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático para su propio espíritu. La ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición algebraica de su fantasía, hácele producir tristísimos efectos cuando nos arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no recuerdo, solo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo.6 Profesaba, sí, la moral cristiana; y en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y aun en lo referente a Dios y sus atributos, pensaba, con Spinoza, que las cosas invisibles y todo lo que es objeto propio del entendimiento no pueden percibiese de otro modo que por los ojos de la demostración,7 olvidando la profunda afirmación filosófica: «intelectus noster sic de habet? ad prima entium quae sunt manifestissima in natura, sicut oculus vespertilionis ad solem». No creía en lo sobrenatural, según confesión propia; pero afirmaba que Dios, como creador de la Naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la metempsicosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Granwill, que parece ser sustentada por Poe: Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su intensidad... Lo cual estaba ya dicho por santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el fin por otro que sea determinador de la naturaleza. Este es el que previene todas las cosas, que es ser por sí mismo necesario, y a éste llamamos Dios...».8 En la Revelación magnética, a vuelta de divagaciones filosóficas, míster Vankirk —que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo— afirma la existencia de un Dios material, al cual llama materia suprema e imparticulada. Pero agrega: «La materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es, en lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu... En el diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina Inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra de la Muerte, produciendo, como pocos, extraños vislumbres en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.


2 Ingram.

3 Miss Royster. Citada por Ingram.

4 Miss Heywod. Citada por Ingram.

5 Mrs. Weiss. Ibid.

6 Tiene, no obstante, un himno a María en Poems and Essays.

7 Spinoza: Tratado teológico político.

8 Santo Tomás: Teodicea, XLI.