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Vicente Blasco Ibáñez

El paraíso
de las mujeres

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-755-9.

ISBN ebook: 978-84-9897-245-0.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Los viajes de Gillespie 7

Al lector 9

Capítulo I. Frente a la Tierra de Van Diemen 19

Capítulo II. Noche de misterios y despertar asombroso 29

Capítulo III. De cómo Edwin Gillespie fue llevado a la capital de la República 38

Capítulo IV. Las riquezas del Hombre-Montaña 55

Capítulo V. La lección de Historia del profesor Flimnap 73

Capítulo VI. Donde el profesor Flimnap termina su lección 89

Capítulo VII. El más grande de los asombros de Gillespie 103

Capítulo VIII. En el que el Padre de los Maestros visita al Hombre-Montaña 122

Capítulo IX. Donde el gigante va de caza y Popito expone sus ideas sobre el gobierno de las mujeres 139

Capítulo X. En el que se ve como el Hombre-Montaña conoció al fin la Ciudad-Paraíso de las Mujeres, y la deplorable aventura con que terminó esta visita 151

Capítulo XI. Que trata del discurso pronunciado por el senador Gurdilo y de cómo el Hombre-Montaña cambió de traje 168

Capítulo XII. De cómo Edwin Gillespie perdió su bienestar y le faltó muy poco para perder La vida 190

Capítulo XIII. Donde se ve cómo unos pigmeos bigotudos intentaron asesinar al gigante 204

Capítulo XIV. Lo que hizo el Gentleman-Montaña para que Popito no llorase más 220

Capítulo XV. Que trata de muchos sucesos interesantes, como podrá apreciarlo el curioso lector 239

Capítulo XVI. Donde el Hombre-Montaña deja de ser gigante y da por terminado su viaje 254

Libros a la carta 263

Brevísima presentación

La vida

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.

Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.

Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión n.º 14 de Valencia y después en la logia Acacia n.º 25.

Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir una novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos.

Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.

Los viajes de Gillespie

El protagonista de El paraíso de las mujeres es Edwin Gillespie, un joven ingeniero enamorado de miss Margaret Haynes, hija de un rico potentado. La chica corresponde a su amor, pero su madre solo aprueba la relación entre ellos si Edwin es capaz de hacerse rico.

Edwin decide marcharse a Australia con la esperanza de hacer fortuna. Su barco naufraga frente a las costas de Tasmania, y llega a una playa desconocida que pertenece al país de Liliput. Tras unos primeros episodios influidos por Los viajes de Gulliver, se hace evidente que en los dos siglos transcurridos entre la llegada a Liliput de Gulliver y la de Edwin Gillespie, han pasado muchas cosas.

Una rebelión femenina ha inutilizado todas las armas, y ahora las mujeres tienen a los hombres bajo una sumisión absoluta.

Al lector

Considero necesario dar una explicación sobre el origen de este libro.

Una casa editorial cinematográfica de los Estados Unidos me pidió hace un año una novela para convertirla en «film», recomendándome que fuese muy «interesante» y se despegase por completo de los convencionalismos y rutinas que hasta ahora vienen observándose en las historias presentadas por medio del cinematógrafo.

Yo admiro el arte cinematográfico —llamado con razón el «séptimo arte»—, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las condiciones necesarias para servir a este arte, aunque lo deseasen. La llamada República de las Letras es un estado conservador y misógino, que se subleva instintivamente ante toda novedad y la repele con sarcasmos que cree aristocráticos.

Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar a los espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor a la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad.

Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el vulgo ignorante.

Conozco todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las mismas que todavía a estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las provincias, contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y la causa de todas las inmoralidades existentes.

Si la cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que el sainete grotesco e inverosímil que hace reír con payasadas de «clown», o las historias de ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más allá de veinticinco años de existencia —que equivalen a veinticinco minutos en la historia de un invento útil—, y nadie sabe hasta dónde pueden llegar el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.

También la novela dio en distintos períodos de su vida una fluoración de libros que tuvieron por héroes a bandidos «simpáticos» o tenebrosos y a policías «providenciales», y a nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y de observación directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y la comedia, atraerán siempre a una gran parte del público el melodrama espeluznante o la farsa grotesca.

La cinematografía no iba a librarse de esta división impuesta por los dos gustos diversos y antitéticos que se reparten la gran masa del público. Como ocurre en la infancia de todo arte, el primer producto del cinematógrafo ha sido el melodrama terrorífico y la farsa que hace reír hasta desquijararse, géneros que con más rapidez atraen a las multitudes. Pero ahora, después de dos docenas de años de existencia, los que nos preocupamos del desarrollo cinematográfico vamos viendo cómo se afina el gusto del público en las naciones más instruidas y como al lado de las historias para reír y las tragedias detectivescas surgen las primeras manifestaciones de la verdadera novela cinematográfica, con caracteres extraídos de la realidad, observaciones psicológicas y una fábula que mantiene despierto al mismo tiempo el interés del espectador.

Yo creo próximo el nacimiento de muchas novelas cinematográficas que serán al mismo tiempo grandes obras literarias. Pero estas novelas resultan de más difícil producción que una novela en forma de libro, ya que en ellas no es posible lo que en la jerigonza literaria llamamos el «relleno».

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La cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada por medio de imágenes y frases cortas.

El teatro tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por los breves límites de un escenario, y de los cuales no puede librarse. En cambio, la acción de la novela no reconoce límites; es infinita, como la del cinematógrafo, y puede componerse de tres o cuatro historias diversas, que se desarrollan a la vez, y al final vienen a confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de nuestro planeta.

Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince o veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.

Repito que el «séptimo arte» es novela y no teatro, y tal vez por esto todas las obras teatrales célebres que fueron trasladadas al cinematógrafo pasaron inadvertidas, mientras las novelas famosas, al ser filmadas, obtuvieron grandes éxitos, agrandándose el interés de su fábula con la plasticidad de los personajes que el lector solo había podido imaginarse vagamente a través de las líneas impresas.

Hoy empieza a aumentar considerablemente en todas las naciones el número de los novelistas que nos preocupamos del arte cinematográfico.

La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico. Es cierto que los traductores se encargan de salvar este obstáculo; pero por grande que sea su pericia y la conciencia con que realicen su trabajo, resulta siempre tan diversa la novela traducida de la novela original, y se pierden tantas cosas en el traslado de una a otra!...

En cambio, la expresión cinematográfica puede proporcionar a la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas.

Gracias a este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado. Por medio del «séptimo arte», un autor puede en la misma noche contar su historia imaginada a los públicos de Nueva York, Londres y París, a las muchedumbres cosmopolitas de los grandes puertos del Pacífico a los árabes que llegan a caballo al aduar del desierto donde funciona el modesto aparato del cinematografista errante, a los marineros que invernan en una isla del Océano Glacial y entretienen sus noches interminables con el relato mudo de las novelas luminosas.

Yo puedo decir que una de mis mayores satisfacciones literarias la tuve hace dos años, estando en California, al conversar con un japonés que había viajado por toda Asia.

Este hombre me habló de una de mis novelas, contándome su «argumento» del principio al desenlace para convencerme de que la conocía bien. No la había leído, por no estar traducida aún al idioma de su país, y pensaba comprar la versión inglesa.

Pero la había «visto» en un cinema de Pekín.

•••••

Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones.

El siglo XIX fue el siglo de la música y de la novela. Resulta tan enorme la producción novelesca de los últimos cien años y tan diversas las actividades de sus novelistas, que autores y público viven ahora como desorientados.

Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. Por eso sin duda, muchos autores violentan la serena sencillez de su idioma, obligándole a producir una florescencia atormentada, de invernáculo, y hacen de ello su mayor mérito. Buscan ocultar de tal modo, bajo la frondosidad forzada del lenguaje, la anémica pobreza de la historia que cuentan.

Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector... Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.

Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior a la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del «estilo»; pero creo que si los novelistas empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del «séptimo arte», monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales.

Sin embargo, no a todos los países les es fácil adaptarse con éxito al nuevo medio de expresión literaria.

La cinematografía depende del desarrollo industrial de un país y de su riqueza.

El libro también necesita sujetarse a la influencia de estos dos factores; pero un editor de novelas impresas puede establecerse en cualquier parte donde existan imprentas y almacenes de papel, y le bastan unos cuantos miles de pesetas para publicar sus primeros volúmenes.

Las casas editoriales de cinematografía necesitan capitales de millones y crear por su propia cuenta inmensos talleres. Además, les es indispensable tener a sus espaldas la grandeza de una de esas naciones que son primeras potencias industriales, para encontrar con facilidad energías eléctricas gigantescas, fábricas capaces de producir nuevas maquinarias: en una palabra, para disponer de poderosos aliados y servidores.

Por este motivo, el más enorme de los pueblos americanos es y será siempre el primer productor cinematográfico de la tierra. Francia, que inventó la cinematografía, figura actualmente como una simple importadora de films facturados desde Nueva York.

El cinematógrafo ocupa en los Estados Unidos el quinto lugar entre los productos nacionales. Avanza a continuación del acero, el trigo y otros artículos indispensables para la vida.

Hay en aquella República veinticinco mil salas de cinematógrafo, algunas de ellas con lugar para más de seis mil espectadores.

En los miles de ciudades donde viven agrupados sus ciento veinte millones de habitantes, los teatros se mantienen en una situación estacionaria, mientras los cinemas son cada vez más numerosos.

De una obra cinematográfica americana que obtiene éxito en el mundo entero llegan a venderse por término medio doscientas copias. Es lo que se llama, en lenguaje de librería, «una mediana tirada». De estas copias Francia compra tres o cuatro para «pasarlas» en sus diversos cinemas; España tres; Italia tres o dos, etc. La Gran Bretaña, que es la mayor compradora de Europa, adquiere once o quince para la metrópoli y sus colonias.

En total: de las doscientas copias, los Estados Unidos consumen ellos solos ciento veinte, y las ochenta restantes son para los demás pueblos de la tierra. Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos a modo de una propina.

Después de saber esto, reconocerá el lector que el cinematógrafo solo puede ser americano, y que la suprema aspiración de todo novelista que desee triunfos en el «séptimo arte» consiste en abrirse paso allá... si es que puede, pues la empresa no resulta fácil.

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Pero volvamos a la explicación del origen de este libro.

Como mi novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis ha sido convertida en «film» —más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durará años—, recibí de Nueva York, como ya he dicho, el encargo de escribir un relato novelesco que pudiera servir para una obra cinematográfica de «interés y novedad».

Así produje El paraíso de las mujeres.

Esta historia fantástica, que se despega por completo de mis novelas anteriores, no ha nacido verdaderamente ahora, pues data de los tiempos de mi infancia.

Desde que leí, siendo niño, Los viajes de Gulliver, el recuerdo de Liliput y sus pequeños habitantes se fijó para siempre en mi memoria. Muchas veces me pregunté, en aquellos años ya remotos: «¿Qué habrá ocurrido en Liliput después que se marchó el héroe de Swift?...». Y me entretenía imaginando a mi modo los diversos episodios de la historia contemporánea de los pigmeos.

Ahora, en la madurez de mi vida, he intentado otra vez rehacer la historia moderna de Liliput, pero como puede realizarlo la fantasía de un hombre, menos optimista y generosa que la de un niño.

Esto de imaginarse una humanidad más pequeña que la nuestra, con nuestros mismos defectos y preocupaciones, como si fuese contemplada a través de un microscopio, es algo que halaga la vanidad de los hombres, y por lo mismo resulta tan antiguo como su existencia.

Swift, el humorístico deán irlandés, fue el creador de Gulliver y del reino de Liliput; pero cien años antes, Rabelais, que indudablemente le sirvió de modelo, había descrito con no menor humor las costumbres de enanos y gigantes.

Tengo la certeza de que en todas las literaturas antiguas fueron muchos los relatos sobre países de pigmeos y países de colosos. ¿Qué pueblo no contó historias de gnomos minúsculos, de vida misteriosa, y gigantes que para contemplar a uno de nuestra especie necesitan colocarlo sobre la palma de una mano?... Voltaire se inspiró en Swift para crear su Micromegas, y sería muy largo el relato de todos los novelistas y cuentistas que imitaron más o menos directamente este género de fantasías.

Yo escribí la presente novela creyendo que únicamente iba a servir para la producción de una cinta cinematográfica, y jamás aparecería en forma de libro. En realidad, la casa editorial de Nueva York no me pidió una novela, sino lo que llaman en lenguaje cinematográfico un «escenario», un relato escueto y de pura acción, para que sirva de guía al director de escena, a los encargados de las tramoyas y a los actores que interpretan los personajes.

Pero excitado por la novedad del trabajo y a impulsos también de mis hábitos de novelista, empecé a escribir y a escribir, sin darme cuenta de que en vez de un «escenario» producía una novela, y en veintiuna tardes terminé El paraíso de las mujeres.

Nunca he trabajado tan aprisa y con tanto fervor. Creo que si me pusiera ahora a hacer una copia del presente libro emplearía más tiempo.

Repito que jamás pensé que mi novela cinematográfica pudiera convertirse en volumen impreso; y mi sorpresa fue grande al ver que el «escenario» era un libro al que algunos pretendían encontrar cierta intención filosófica y política. Hasta en los Estados Unidos —país donde las mujeres ejercen una enorme y legítima influencia— creen algunos, equivocadamente, que mi novela es a modo de una sátira del feminismo norteamericano.

Como El paraíso de las mujeres ha sido traducida ya a varios idiomas, me decido a publicarla igualmente en español, aunque no pensase en ello cuando la escribí.

Será una obra más dentro del marco de la novela española, la cual desde hace algunos años no peca ciertamente por exceso de variedad. Los más de los novelistas marchan en fila india, uno tras otro, y solo de tarde en tarde se les ocurre saltar un poco fuera del sendero. Mientras tanto, en los otros países la novela procura renovarse y los autores cambian con frecuencia su manera de ver la vida y de expresar sus impresiones, para que no los «encasille» el público, adivinando de antemano lo que pueden decir. Además, la novela es un género de variedad infinita, y allí donde todos los novelistas describen lo mismo, con un lenguaje semejante, la novela corre peligro de muerte.

Tal vez el presente libro sea considerado por muchos como una «equivocación» al compararlo con mis anteriores obras; pero yo prefiero equivocarme yendo en busca de novedad, a conseguir aciertos fáciles, que muchas veces no son más que simples repeticiones de triunfos anteriores. De todos modos, me anima la esperanza de que este relato ligero tal vez resulte más entretenido para el lector que muchas novelas de moda reciente, en las que se emplean trescientas páginas solo para preparar el encuentro a puerta cerrada de dos personas de distinto sexo, llegando así a la escena «culminante» de la obra, que es simplemente una escena de «libro verde», escrita con las precauciones necesarias para bordear el Código y que el volumen pueda exponerse sin peligro en los escaparates de las librerías.

Del film que dio origen a esta novela diré que aún está por nacer. Según parece, fui amontonando en él tales dificultades de ejecución, que los ingenieros norteamericanos que inventan nuevas «magias» para esta clase de obras todavía están haciendo estudios y no han podido encontrar el modo de que aparezcan en el lienzo luminoso, a un mismo tiempo y sin trampa visible, la enormidad del Gentleman-Montaña y la bulliciosa pequeñez de las muchedumbres que pueblan la Ciudad-Paraíso de las Mujeres.

Vicente Blasco Ibáñez

Villa Fontana Rosa Menton (Alpes Marítimos) Febrero 1922

Capítulo I. Frente a la Tierra de Van Diemen

Edwin Gillespie, joven ingeniero de Nueva York, llevaba varias semanas de navegación a bordo de uno de los paquebotes ingleses que hacen la carrera entre San Francisco y Australia.

Nunca había conocido un viaje tan triste. Recordaba con dulce nostalgia su navegación de tres años antes, desde los Estados Unidos a las costas de Francia, cuando era oficial del ejército americano e iba a guerrear contra los alemanes. Aquella travesía resultaba peligrosa; reinaba a bordo una continua vigilancia por miedo a los submarinos y a las minas flotantes; pero Gillespie tenía entonces como inseparables compañeros la alegría de una juventud ansiosa de aventuras y el entusiasmo del que va a exponer su vida por un ideal generoso.

Ahora llevaba como invisibles camaradas de viaje la desesperación y el aburrimiento, y cuando conseguía huir de uno, caía en los brazos del otro. Se había embarcado apresuradamente, creyendo encontrar la fortuna lejos de los Estados Unidos; pero se sentía cada vez más triste así como iba alejándose de su tierra natal.

Era el amor el que le había aconsejado esta resolución desesperada.

A su vuelta de la gran guerra había visto el mundo transfigurado. Todo le parecía más hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire cantaba junto a sus oídos, agitado por las vibraciones de una sinfonía interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer a miss Margaret Haynes, una persona primaveral, cuyos diecinueve años, alegres y graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos encantadores.

Gillespie olvidó de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable criatura. Creyó que su vida anterior había sido un ensueño. Recordaba con esfuerzo, como si fuesen pálidas visiones, su ida a Europa; los combates junto a Saint-Mihiel, de los que salió herido; la ceremonia guerrera durante la cual a él y a otros compañeros les colocaron sobre el pecho la roja cinta de la Legión de Honor.

Para Edwin Gillespie la única realidad era miss Margaret, y los días que no la veía, aunque solo fuese por unos momentos, se imaginaba que el cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos cataclismos de los que no podían enterarse los demás mortales.

Toda una primavera se encontraron en los tés de los hoteles elegantes de Nueva York. Después, durante el verano, siguieron conversando y bailando en las playas del Atlántico más de moda.

Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos negocios. La sonriente miss iba a heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aún no contaba con una posición social.

El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fue la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fue él quién se atrevió a declarar su amor, o fue ella la que con suavidad le impulsó a decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.

Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó a tropezar con obstáculos. Seguro ya del cariño de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces solo había merecido su atención como una dama de aspecto imponente, muy digno de respeto, pero que siempre se mantenía en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida a través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabía mantener íntegra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.

Amaba a su hija única, tanto como detestaba a la juventud actual por su carácter frívolo y su inmoderada afición al baile. En las reuniones buscaba siempre a las personas graves, lamentándose con ellas de la ligereza y la corrupción de los tiempos presentes. Se había fijado en la asiduidad con que el ingeniero seguía a su hija, en su afición a bailar juntos y en sus conversaciones aparte. Además, tenía noticias de varios encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.

Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces solo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fue a instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que un hombre que había ido de América a Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York a California detrás de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.

Una semana después, al bajar por la mañana al parque del hotel, vio a Margaret jugando al tenis con un gentleman de pantalón blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.

Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los naranjos californianos. En cambio, la madre recobró su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones de afecto del ingeniero.

—Ha sido para mí una agradable sorpresa —dijo el joven—. Yo no sabía que estaban ustedes aquí...

Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.

Desde entonces, la majestuosa viuda empezó a pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante a la dignidad de yerno suyo. La gallardía física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba a las jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la señora Haynes otros tantos títulos de incapacidad.

Ella apreciaba en los hombres cualidades más positivas. ¿A cuánto ascendía su fortuna? ¿Qué es lo que había hecho hasta entonces de serio en su existencia?...

Era ingeniero; pero esto no representaba más que un simple diploma universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas, ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra, en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial e inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo solo a un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la tierra de Europa.

Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto de su trabajo.

La viuda no ahorró medios para hacer ver al ingeniero su hostilidad. Evitaba ostensiblemente el invitarlo a sus fiestas; fingía no conocerle; estorbaba con frecuentes astucias que su hija pudiera encontrarse con él.

Miss Margaret se mostraba triste cuando de tarde en tarde conseguía hablar con Edwin, lejos de la agresividad de su madre y de la animadversión de todas las familias amigas, igualmente hostiles a él.

Un día, Gillespie, con un esfuerzo supremo de su voluntad y más conmovido que cuando avanzaba en Francia contra las trincheras alemanas, visitó a la majestuosa viuda para manifestarle que Margaret y él se amaban y que solicitaba su mano.

Aún se estremecía en el buque al recordar el tono glacial y cortante con que le había contestado la señora. Su hija era heredera de una respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos, otro tanto a la asociación matrimonial.

—Además —dijo la viuda—, yo deseo un yerno que sea persona seria y trabaje con provecho. Nunca me han gustado los hombres que pasan el tiempo soñando despiertos, leyendo libros o escribiendo cosas que nada producen.

Gillespie tuvo que reconocer que la viuda estaba bien enterada de su existencia; tal vez por la indiscreción de un amigo infiel, tal vez por las informaciones de algún detective particular. En realidad, este ingeniero era algo dado al ensueño, gustaba mucho de la lectura, y en sus cajones, junto con los planos y los cálculos de su profesión, guardaba varios cuadernos de versos.

Margaret le amaba; pero el amor de una señorita de buena familia y excelente educación, acostumbrada a las comodidades que proporciona una gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella a abandonar a su madre y a reñir con todas las familias amigas para casarse con un novio pobre, dedicado por completo a su amor e ignorante del camino que debía seguir en el presente momento. Estas resoluciones desesperadas solo se ven en las novelas.

Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían los años sin que ella amase a otro hombre. Edwin podía estar seguro de su fidelidad. Mientras tanto, la fortuna tal vez se fijase de pronto en Gillespie, como se había fijado en míster Haynes. Acostumbrada a ver en los salones de su casa a muchos hombres que habían empezado su carrera siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era inevitablemente la historia de todos los humanos y que a Edwin le llegaría su turno.

Pero la madre velaba, y cortó con una enérgica resolución esta rebeldía mansa. La señora y la señorita Haynes desaparecieron de su hotel. El ingeniero, después de disimuladas averiguaciones entre las familias amigas de ellas residentes en Pasadena y en Los Ángeles, llegó a saber que se habían trasladado a San Francisco. Fue allá, y consiguió una tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su maestra de español.

La entrevista resultó grata para el joven, porque le dio la seguridad de que Margaret le amaba siempre; más no por eso sacó de ella un resultado positivo.

Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión contra su madre. Pero como en sus afectos solo podía mandar ella, juró a Edwin que le esperaría un año, dos, tres, todos los que fuesen necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente lucrativa o un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro que la madre cejaría en su resistencia.

El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. El conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la vida, empezaba a despertar en su interior.

—¡Adiós, Margaret! Antes de un año seré rico, y nos casaremos...

Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle cuando estaba al lado de su novia, volvió a contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. ¿Cómo puede un hombre ganar unos cuantos millones en un año cuando los necesita para casarse con la mujer que ama?... Quiso ver otra vez a Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de español, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.

Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había disminuido considerablemente los contados miles de dólares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes a un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.

Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir a Australia, ofreciéndole para allá varias cartas de recomendación.

Gillespie acabó embarcándose con rumbo a Melbourne, pero antes escribió a una amiga de Margaret para que esta conociese su resolución y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.

La larga navegación fue muy triste para él. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole a perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.

Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelanda, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, a través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.

Varias familias de Nueva Zelanda tomaron pasaje para ir a Sidney o a Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compañeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose a ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con el y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.

Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vio un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta de que debía pertenecer a los niños de una familia subida al buque en Nueva Zelanda.

La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vio un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rotulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, a pie y a caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, a estilo oriental.

—Las Aventuras de Gulliver —murmuró el ingeniero—. El gracioso libro de Swift... ¡Cuánto tiempo hace que no he leído esto!... ¡Qué feliz era yo en los años que podía interesarme tal lectura!...

Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueña y algo desdeñosa. Primeramente fue mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto a abandonarla, pero retardando el momento a causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabo por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.

Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fue interrumpida violentamente.

Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa a popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder a impulsos del golpe recibido.

El ingeniero vio elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos oscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del Sol.

Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del atronador desgarramiento. Pero el silencio fue corto. A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.

A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.

Se vio hablando con un oficial que corría a lo largo de la cubierta dando gritos a los marineros para que echasen los botes al agua.

—Hemos tocado con la proa una mina flotante —dijo contestando a las preguntas de Gillespie—. Y si no es una mina, será un torpedo abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el Pacífico.

Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. ¿Cómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?... ¿Por qué raro capricho de la suerte iban ellos a chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?... Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que solo había cambiado algunos saludos durante el viaje.

—No creo en la mina ni en el torpedo —dijo este hombre—. Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelanda o alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos a pique irremediablemente.

Gillespie se dio cuenta de que este pasajero decía la verdad. El buque empezaba a hundir su proa y a levantar la popa lentamente. Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados.

Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los niños ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.

Se abstuvo Gillespie de unirse a los grupos que esperaban sobre la cubierta el momento de huir del buque. Sabía que él, por su juventud y su vigor, debía ser de los últimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora sus acciones. La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que podía solucionar todas las contrariedades de su existencia.

Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por qué hacía esto.

Al volver a la cubierta, ya no vio a los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes. Solo quedaban algunos tripulantes, y el mismo oficial que le había hablado corría ahora de una borda a otra, dando ordenes en el vacío.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó severamente—. Embárquese enseguida. El buque va a hundirse en unos minutos.

Así era. La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frío, de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.

Gillespie tuvo que subir a gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montaña, hasta llegar a un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizó a lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado a las suertes gimnásticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.

Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al oficial, que descendía detrás de él.

El bote no era gran cosa como embarcación. Lo habían despreciado, sin duda, los demás tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se alejaban a vela o a remo del buque agonizante.

Por fortuna, este bote, en el que podían tomar asiento hasta ocho personas, solo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un marinero.

El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vaporosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque solo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba a quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía a su encuentro.

Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo más que su voluntad, y acabaron tendiéndose en el fondo de la embarcación.

La lobreguez de la noche abatió sus energías. ¿Para qué seguir remando a través de las sombras, sin saber adónde iban? Era mejor esperar la luz de la mañana, economizando sus fuerzas.

Acabó Gillespie por dormirse con ese sueño pesado y profundo, de una densidad animal, que solo conocen los hombres cuando están en vísperas de un peligro de muerte.

Le pareció que este sueño y la misma noche solo habían durado unos minutos. Una impresión cáustica en la cara y en las manos le hizo despertar.

Era la caricia del Sol naciente. El bote se agitaba con movimientos más suaves que en la noche anterior. El cielo no tenía sobre sus ojos una nube que lo empañase; todo el estaba impregnado de oro solar. Las aguas se extendían más allá de las bordas del bote, formando una llanura de azul profundo y mate que parecía beber la luz.

Se incorporó, y al tender su vista de un extremo a otro de la embarcación, no pudo retener un grito de sorpresa. Se llevó una mano a los ojos, restregándoselos para ver mejor.

Estaba solo.

Capítulo II. Noche de misterios y despertar asombroso

No pudo comprender la desaparición de sus compañeros. Es más: presintió que este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitado sin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que él no se dio cuenta durante su sueño. Luego pensó que, al encontrarse en el curso de la noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote, el oficial y el marinero habían querido pasar a ella por considerarla más segura, abandonando a Edwin a su suerte para no cargar a la repleta embarcación con un pasajero más.

El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir de su angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo el rumbo que le aconsejaba su instinto.

Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal, pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas e incansables como en la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeña embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, o los había tragado el mar durante la noche.

A mediodía descanso para comer. En el bote había abundantes provisiones, así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era una suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantas cosas preciosas.

Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una barrera de obstáculos submarinos, en torno a los cuales se revolvían las aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.

El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución a través de las aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo, se vio en un inmenso y tranquilo circo de agua.

En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas.

Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivino que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que solo tenía algunos metros de profundidad.

Media hora después, al volver a hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo. Empezaba a ocultarse el Sol cuando llegó cerca de tierra, y fue siguiendo su contorno a unos cincuenta metros de distancia. Iba en busca de una bahía pequeña o de la desembocadura de un riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.

Como empezaba a anochecer, aceleró su exploración antes de que se extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vio que la costa avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, las aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba cierta profundidad. Llego a tocar con la proa esta tierra, relativamente alta entre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de la orilla, dio un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.

Lo primero que pensó fue buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza.

Buscando en la penumbra, dio con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban a la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su relativa pequeñez.

Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este fenómeno vegetal, y se limitó a pasar la cuerda en derredor de tres de los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio, metiéndose tierra adentro.

La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir a la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó a descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía a veces hasta la cintura.