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Leopoldo Alas Clarín

Su único hijo

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-153-3.

ISBN ebook: 978-84-9897-973-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

I 9

II 14

III 20

IV 25

V 36

VI 50

VII 62

VIII 76

IX 86

X 95

XI 119

XII 130

XIII 151

XIV 169

XV 189

XVI 208

Libros a la carta 237

Brevísima presentación

La vida

Leopoldo Alas Clarín (1852-1901). España.

Clarín comenzó sus estudios en León, en el colegio de los Jesuitas, y a los siete años marchó a Oviedo.

En 1871 ingresó en la Universidad de Madrid y continuó los estudios de Derecho y Filosofía que había iniciado en Oviedo. Había vivido la revolución del 68 y fundó con sus compañeros Tomás Tuero, Pío Rubin y Armando Palacio Valdés la tertulia de la Cervecería Inglesa de la Carrera de san Jerónimo, llamada también Bilis Club por la agudeza de las críticas que en ella se hacían.

En 1875 usó por primera vez el pseudónimo Clarín para firmar en El Solfeo. También escribió en La Unión, El Progreso, Gil Blas y La España Moderna. Hizo un periodismo ágil y atrevido, en artículos que llamaba paliches.

En 1882 fue nombrado catedrático de la Universidad de Zaragoza y al año siguiente vivió en Oviedo, ciudad en la que provocó gran escándalo la publicación de la novela La Regenta (1885), la cual, junto con Su único hijo son consideradas las dos grandes novelas naturalistas españolas del siglo. Estos libros retratan con dureza la sociedad provinciana de Vetusta, ciudad imaginaria semejante a Oviedo.

Clarín murió en 1901.

I

Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años se enamoró del escribiente de su padre, abogado. El escribiente, llamado Bonifacio Reyes, pertenecía a una honrada familia, distinguida un siglo atrás, pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada. Bonifacio era un hombre pacífico, suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de corazón, maniático de la música y de las historias maravillosas, buen parroquiano del gabinete de lectura de alquiler que había en el pueblo. Era guapo a lo romántico, de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa cabellera castaña, fina y con bucles, pie pequeño, buena pierna, esbelto, delgado, y vestía bien, sin afectación, su ropa humilde, no del todo mal cortada. No servía para ninguna clase de trabajo serio y constante; tenía preciosa letra, muy delicada en los perfiles, pero tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía era extremadamente caprichosa y fantástica; es decir, no era ortografía. Escribía con mayúscula las palabras a que él daba mucha importancia, como eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave, música, novia, apetito y otras varias. El mismo día en que al padre de Emma, don Diego Valcárcel, de noble linaje y abogado famoso, se le ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «en suma no sabía escribir y le ponía en ridículo ante el Juzgado y la Audiencia», se le ocurrió a la niña escapar de casa con su novio. En vano Bonifacio, que se había dejado querer, no quiso dejarse robar; Emma le arrastró a la fuerza, a la fuerza del amor, y la Guardia civil, que empezaba a ser benemérita, sorprendió a los fugitivos en su primera etapa. Emma fue encerrada en un convento y el escribiente desapareció del pueblo, que era una melancólica y aburrida capital de tercer orden, sin que se supiera de él en mucho tiempo. Emma estuvo en su cárcel religiosa algunos años, y volvió al mundo, como si nada hubiera pasado, a la muerte de su padre; rica, arrogante, en poder de un curador, su tío, que era como un mayordomo. Segura ella de su pureza material, todo el empeño de su orgullo era mostrarse inmaculada y obligar a tener fe en su inocencia al mundo entero. Quería casarse o morir; casarse para demostrar la pureza de su honor. Pero los pretendientes aceptables no parecían. La de Valcárcel seguía enamorada, con la imaginación, de su escribiente de los quince años; pero no procuró averiguar su paradero, ni aunque hubiese venido le hubiera entregado su mano, porque esto sería dar la razón a la maledicencia. Quería antes otro marido. Sí, Emma pensaba así, sin darse cuenta de lo que hacía: «Antes otro marido.» El después que vagamente esperaba y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez la muerte del primer esposo, una segunda boda a que se creía con derecho. El primer marido pareció a los dos años de vivir libre Emma. Fue un americano nada joven, tosco, enfermizo, taciturno, beato. Se casó con Emma por egoísmo, por tener unas blandas manos que le cuidasen en sus achaques. Emma fue una enfermera excelente; se figuraba a sí misma convertida en una monja de la Caridad. El marido duró un año. Al siguiente, la de Valcárcel dejó el luto, y su tío, el curador-mayordomo, y una multitud de primos, todos Valcárcel, enamorados los más en secreto de Emma, tuvieron por ocupación, en virtud de un ukase de la tirana de la familia, buscar por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio Reyes. Pareció en México, en Puebla. Había ido a buscar fortuna; no la había encontrado. Vivía de administrar mal un periódico, que llamaba chapucero y guanajo a todo el mundo. Vivía triste y pobre, pero callado, tranquilo, resignado con su suerte, mejor, sin pensar en ella. Por un corresponsal de un comerciante amigo de los Valcárcel, se pusieron estos en comunicación con Bonifacio. ¿Cómo traerle? ¿De qué modo decente se podía abordar la cuestión? Se le ofreció un destino en un pueblo de la provincia, a tres leguas de la capital, un destino humilde, pero mejor que la administración del periódico mexicano. Bonifacio aceptó, se volvió a su tierra; quiso saber a quién debía tal favor y se le condujo a presencia de un primo de Emma, rival algún día de Reyes. A la semana siguiente Emma y Bonifacio se vieron, y a los tres meses se casaron. A los ocho días la de Valcárcel comprendió que no era aquel el Bonifacio que ella había soñado. Era, aunque muy pacífico, más molesto que el curador-mayordomo, y menos poético que el primo Sebastián, que la había amado sin esperanza desde los veinte años hasta la mayor edad.

A los dos meses de matrimonio Emma sintió que en ella se despertaba un intenso, poderosísimo cariño a todos los de su raza, vivos y muertos; se rodeó de parientes, hizo restaurar, por un dineral, multitud de cuadros viejos, retratos de sus antepasados; y, sin decirlo a nadie, se enamoró, a su vez, en secreto y también sin esperanza, del insigne don Antonio Diego Valcárcel Merás, fundador de la casa de Valcárcel, famoso guerrero que hizo y deshizo en la guerra de las Alpujarras. Armado de punta en blanco, avellanado y cejijunto, de mirada penetrante, y brillando como un Sol, gracias al barniz reciente, el misterioso personaje del lienzo se ofrecía a los ojos soñadores de Emma como el tipo ideal de grandezas muertas, irreemplazables. Estar enamorada de un su abuelo, que era el símbolo de toda la vida caballeresca que ella se figuraba a su modo, era digna pasión de una mujer que ponía todos sus conatos en distinguirse de las demás. Este afán de separarse de la corriente, de romper toda regla, de desafiar murmuraciones y vencer imposibles y provocar escándalos, no era en ella alarde frío, pedantesca vanidad de mujer extraviada por lecturas disparatadas; era espontánea perversión del espíritu, prurito de enferma. Mucho perdió el primo Sebastián con aquella restauración de la iconoteca familiar. Si Emma había estado a tres dedos del abismo, que no se sabe, su enamoramiento secreto y puramente ideal la libró de todo peligro positivo; entre Sebastián y su prima se había atravesado un pedazo de lienzo viejo. Una tarde, casi a oscuras, paseaban juntos por el salón de los retratos, y cuando Sebastián preparaba una frase que en pocas palabras explicase los grandes méritos que había adquirido amando tantos años sin decir palabra ni esperar cosa de provecho, Emma se le puso delante, le mandó encender una luz y acercarla al retrato del ilustre abuelo.

—Sí, os parecéis algo —dijo ella—; pero se ve claramente que nuestra raza ha degenerado. Era él mucho más guapo y más robusto que tú. Ahora los Valcárcel sois todos de alfeñique; si a ti te cargaran con esa armadura, estarías gracioso.

Sebastián continuó amando en secreto y sin esperanza. El guerrero de las Alpujarras siguió velando por el honor de su raza.

Bonifacio no sospechaba nada ni del primo ni del abuelo. En cuanto su mujer dio por terminada la Luna de miel, que fue bien pronto, como se encontrase él demasiado libre de ocupaciones, porque el tío mayordomo seguía corriendo con todo por expreso mandato de Emma, se dio a buscar un ser a quien amar, algo que le llenase la vida. Es de notar que Bonifacio, hombre sencillo en el lenguaje y en el trato, frío en apariencia, oscuro y prosaico en gestos, acciones y palabras, a pesar de su belleza plástica, por dentro, como él se decía, era un soñador, un soñador soñoliento, y hablándose a sí mismo, usaba un estilo elevado y sentimental de que ni él se daba cuenta. Buscando, pues, algo que le llenara la vida, encontró una flauta. Era una flauta de ébano con llaves de plata, que pareció entre los papeles de su suegro. El abogado del ilustre Colegio, a sus solas, era romántico también, aunque algo viejo, y tocaba la flauta con mucho sentimiento, pero jamás en público. Emma, después de pensarlo, no tuvo inconveniente en que la flauta de su padre pasara a manos de su marido. El cual, después de untarla bien con aceite, y dejarla, merced a ciertas composturas, como nueva, se consagró a la música, su afición favorita, en cuerpo y alma. Se reconoció aptitudes algo más que medianas, una regular embocadura y mucho sentimiento, sobre todo. El timbre dulzón, nasal podría decirse, monótono y manso del melancólico instrumento, que olía a aceite de almendras como la cabeza del músico, estaba en armonía con el carácter de Bonifacio Reyes; hasta la inclinación de cabeza a que le obligaba el tañer, inclinación que Reyes exageraba, contribuía a darle cierto parecido con un bienaventurado. Reyes, tocando la flauta, recordaba un santo músico de un pintor pre-rafaelista. Sobre el agujero negro, entre el bigote de seda de un castaño claro, se veía de vez en cuando la punta de la lengua, limpia y sana; los ojos, azules claros, grandes y dulces, buscaban, como los de un místico, lo más alto de su órbita; pero no por esto miraban al cielo, sino a la pared de enfrente, porque Reyes tenía la cabeza gacha como si fuera a embestir. Solía marcar el compás con la punta de un pie, azotando el suelo, y en los pasajes de mucha expresión, con suaves ondulaciones de todo el cuerpo, tomando por quicio la cintura. En los allegros se sacudía con fuerza y animación, extraña en hombre al parecer tan apático; los ojos, antes sin vida y atentos nada más a la música, como si fueran parte integrante de la flauta o dependiesen de ella por oculto resorte, cobraban ánimo, y tomaban calor y brillo, y mostraban apuros indecibles, como los de un animal inteligente que pide socorro. Bonifacio, en tales trances, parecía un náufrago ahogándose y que en vano busca una tabla de salvación; la tirantez de los músculos del rostro, el rojo que encendía las mejillas y aquel afán de la mirada, creía Reyes que expresarían la intensidad de sus impresiones, su grandísimo amor a la melodía; pero más parecían signos de una irremediable asfixia; hacían pensar en la apoplejía, en cualquier terrible crisis fisiológica, pero no en el hermoso corazón del melómano, sencillo como una paloma.

Por no molestar a nadie, ni gastar dinero de su mujer, puesto que propio no lo tenía, en comprar papeles de música, pedía prestadas las polkas y las partituras enteras de ópera italiana que eran su encanto, y él mismo copiaba todos aquellos torrentes de armonía y melodía, representados por los amados signos del pentagrama. Emma no le pedía cuenta de estas aficiones ni del tiempo que le ocupaban, que era la mayor parte del día. Solo le exigía estar siempre vestido, y bien vestido, a las horas señaladas para salir a paseo o a visitas. Su Bonifacio no era más que una figura de adorno para ella; por dentro no tenía nada, era un alma de cántaro; pero la figura se podía presentar y dar con ella envidia a muchas señoronas del pueblo. Lucía a su marido, a quien compraba buena ropa, que él vestía bien, y se reservaba el derecho de tenerle por un alma de Dios. Él parecía, en los primeros tiempos, contento con su suerte. No entraba ni salía en los negocios de la casa; no gastaba más que un pobre estudiante en el regalo de su persona, pues aquello de la ropa lujosa no era en rigor gasto propio, sino de la vanidad de su mujer; a él le agradaba parecer bien, pero hubiera prescindido de este lujo indumentario sin un solo suspiro; además, creía ocioso y gasto inútil aquello de encargar los pantalones y las levitas a Madrid, exceso de dandysmo, entonces inaudito en el pueblo. Conocía él un sastre modesto, flautista también, que por poco dinero era capaz de cortar no peor que los empecatados artistas de la corte. Esto lo pensaba, pero no lo decía. Se dejaba vestir. Su resolución era pesar lo menos posible sobre la casa de los Valcárcel, y callar a todo.

II

Emma era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente por motivos económicos, pero sin duda estos influían bastante. Todos los Valcárcel eran pobres. La fecundidad de la raza era famosa en la provincia; las hembras de los Valcárcel parían mucho, y no les iban en zaga las que los varones hacían ingresar en la familia, mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no querer trabajar, este parecía ser el lema de aquella estirpe. Entre todos los Valcárcel no había habido más hombre trabajador en todo el siglo que el padre de Emma, el abogado, que también había sido, dentro del matrimonio, menos prolífico que sus parientes. Ya se ha dicho que Emma era hija única, y, por tanto, heredera universal del abogado romántico y flautista. Pero los ahorros del aprovechado jurisconsulto llegaron a su hija un tanto mermados. Parece ser que la castidad de don Diego Valcárcel no era tan extremada como se creía; su verdadera virtud había consistido siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo y el escándalo son los más formidables enemigos de las sociedades bien organizadas, y él, visto que no le era posible conservarse en casta viudez, entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez, como la tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de luces jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el vicio, las inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo último, organizando con sabia distribución y prudentísimo secreto el servicio de Afrodita, como decía él también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad, el Abraham —Pater Orchamus— irresponsable de un gran pueblo de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa consulta del mismo director espiritual, don Diego había hecho antes subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que, muy a su pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se ha dicho. En suma, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles, síncopes los números y grima la letra de los curiales. Allá el tío, decía siempre que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada más que de gastar. Bien hubiera querido don Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la hospitalidad más generosa acogiera a todos los suyos. Don Juan tuvo que contentarse con ser el único administrador de aquella prodigalidad gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara solo en provecho propio la generosidad excesiva de su antigua pupila.

Emma, que tuvo un mal parto, salió de una crisis de la vida lisiada de las entrañas, con el estómago muy débil, y perdió carnes y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión repulsiva que le acompañaba, se había convertido el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo su corte Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien solo estimaba como físico, y sentía más vivo el cariño por los de su raza.

Reyes comprendía bien que, sin culpa suya, se iba convirtiendo en el enemigo de sus afines, enemigo vencido y humillado gracias a que su mujer le entregaba indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes quisieran hacer de él un pandero.

Los Valcárcel, oriundos de la montaña, habían bajado a las villas de las vegas y de la llanura a procurarse vida más holgada y muelle, y por todo recurso acudían al expediente de buscar matrimonios de ventaja, seduciendo a los ricachos de pueblo con pergaminos y escudos de piedra labrada, allá en los caserones de los vericuetos, y a las tiernas doncellas con las buenas figuras de arrogante vigor y señoril gentileza que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel eran buenos mozos, aunque no tanto como el abuelo heroico, esbeltos; pero de palabra tarda, ceño adusto, voz ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo; distinguíanse también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso era excusado la mayor parte del año en los poblachones bajos, templados y húmedos, donde solían buscar novias. Algunos llevaron su audacia, sin dejar la capa, a extender sus correrías de caballeros pobres hasta las puertas de la misma capital de la provincia, y por fin, don Diego, el padre de Emma, el genio superior de la familia sin duda alguna, entró en la ciudad sin miedo, fue estudiante emprendedor y calavera, y al llegar a la mayor edad y tomar el grado, cambió de carácter, de repente, se hizo serio como un colchón, abrió cuarto de estudio, acaparó la clientela de la montaña, aduló a los señores del margen, magistrados serios también y amigos de las fórmulas más exquisitas, hizo buena boda, salió de pobre, brilló en estrados con fulgor de faro de primera clase, y, sin perjuicio de ser romántico en el fuero interno, y hasta de escribir octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas de seguridad a los vapores del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que soplaba con lágrimas en los ojos, fue con todo el más rígido amador de la letra y enemigo del espíritu y de toda interpretación arriesgada e irreverente de la ley sacrosanta. Y no se cuenta que una sola vez tuviera la Sala que dirigirle el más comedido apercibimiento; ni de la pulcritud de su lenguaje en estrados se hizo la magistratura sino lenguas, llegando en este punto a caer don Diego, valga la verdad, en cierto culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante él procuraba que su elocuencia saliese como el armiño de las cenagosas aguas de la podredumbre privada, adonde le arrastraban, en ocasiones, las necesidades del foro. Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni aun pintorescos, llegando en el mayor calor del ataque a llamar a su contrario «el mal aconsejado presbítero, si se le permitía calificarle así.» «Mal aconsejado —decía después don Diego explicando el adjetivo—; esto es, que yo supongo que el presbítero no hubiese caído en tales liviandades a no ser por consejo de alguien, del diablo probablemente.» Tenía el abogado Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con el lenguaje ramplón y sobrado confianzudo que se usaba en su tierra, y que aun en estrados pretendía imponérsele; mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes cultos de los términos más vulgares y chabacanos; y así, en una ocasión, teniendo que hablar de los pies de un hórreo o de una panera, que en el país se llaman pegollos, antes de manchar sus labios con semejante palabrota, prefirió decir «los sustentáculos del artefacto, señor excelentísimo.» A estas cualidades, que le habían conquistado las simpatías y el respeto de toda la magistratura, unía el don no despreciable de una felicísima memoria para recordar fechas con exactitud infalible, y así, había más números en su mollera que en una tabla de logaritmos. Llegó, sí, llegó el apellido de los Valcárcel, gracias a don Diego, a un grado de esplendor que no había tenido desde los siglos remotos en que había brillado por las armas. Honra y provecho había ganado el ilustre jurisconsulto, y, de una y otra ventaja, querían gozar los parientes, que, por culpa de la fecundidad de sus hembras y de las afines, incurrían en un doloroso proletariado que amenazaba llenar de Valcárceles el mundo. No había matrimonios ventajosos que bastasen, con esta desmedida facultad prolífica, a sacar a la raza del temor muy racional de dar al fin en la miseria. Aquel movimiento de expansión en busca de la prosperidad, que se había señalado en la dirección del vendamont, bajando de la montaña al valle, ya volvía a indicarse en una reacción proporcionada en sentido de vendaval, echando otra vez al monte, a los caserones de los vericuetos, a las proles numerosas de los Valcárcel, multiplicadas sin ton ni son, incapaces de trabajar; porque no se puede llamar propiamente trabajo, a lo menos en el sentido económico, los mil apuros que en redor de los tapetes verdes pasaban los parientes de Emma, casi todos jugadores, y muchos de ellos víctimas de su pasión, que estalló en forma de aneurisma. Muerto don Diego, los Valcárcel perdieron su único apoyo, y el movimiento de retroceso en busca de la montaña se aceleró en toda la familia. Cuando bajaban al llano venían cada vez más montaraces, más orgullosos; su odio a la cortesía, a las fórmulas complicadas de la buena sociedad de provincia, se acentuaba. Cuanto más pobres se iban quedando, más vanidad solariega tenían y más despreciaban la vida en poblado y en tierra llana. En la ribera, como llamaban allá arriba a las regiones bajas, solo una cosa respetable reconocían los Valcárcel del monte: el tapete verde. Se iba a las ferias a jugar, a perder, a empeñarse... y a casa.

Por el camino de retroceso que llevaba aquella raza se volvía a la horda; era aquel el atavismo de todo un linaje. Por algún tiempo contuvo en gran parte tan alarmante tendencia el espíritu exaltado de Emma. El cariño gentilicio que en ella despertó con tan exagerada vehemencia, sirvió para reconciliar a muchos de sus parientes con la civilización y la tierra llana. Las visitas a la capital fueron más frecuentes, tal vez porque eran más baratas y más cómodas. Ya se sabía que la casa del famoso y ya difunto abogado don Diego Valcárcel, era, como él la hubiera llamado si viviese, jenodokia, jenones, o sea, en cristiano, albergue de forasteros. Emma, que en algún tiempo había desdeñado, no sin coquetería, la adoración de sus primos y tíos —pues también tenía tíos apasionados— ahora, es decir, después de haber perdido la flor de la hermosura, sobre todo la lozanía, por culpa del mal parto, gozábase en recordar los antiguos despreciados triunfos del amor, y quería rumiar las impresiones deliciosas de aquella adoración pretérita. Rodeábase con voluptuosa delicia, como de una atmósfera tibia y perfumada, de la presencia de aquellos Valcárcel que algún día se hubieran tirado de cabeza al río por gozar una sonrisa suya.

El amor aquel en algunos de ellos tenía que haber pasado por fuerza, so pena de ser ridículo; los años y la grasa, y la terrible prosa de la existencia pobre y montaraz de allá arriba, habían quitado todo carácter de verosimilitud a cualquier tentativa de constancia amorosa; pero no importaba: Emma se complacía en ver a su lado a los que todavía recordaban con respeto y cariño el amor muerto, y consagraban al objeto de tal culto todos los obsequios compatibles con el natural huraño y brusco de la raza montés. Aquellos cortesanos del amor pretérito, tal vez al rendir sus homenajes, pensaban sobre todo en la munificencia actual de la heredera de don Diego, única persona que aún tenía cuatro cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge del infeliz Bonifacio, no se detenía a escudriñar los recónditos motivos por que era acatada su indiscutible soberanía sobre los suyos. Es muy probable que ya ninguno de los parientes viese en su prima la belleza que, en efecto, había volado; pero algunos fingían, con mucha delicadeza en el disimulo, ocultar todavía una hoguera del corazón bajo las cenizas que el deber y las buenas costumbres echaban por encima. Emma gozaba también, sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel holocausto de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que ya suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído. Lo que era un dogma familiar, que tenía su fórmula invariable, era esto: que por Emma no pasaban días, que lo del estómago no era nada, y que después de parir, de mala manera, estaba más fresca y lozana que nunca. Nadie creía tal cosa, porque saltaba a la vista que no era así; pero lo aseguraban todos. Los cortesanos de aquella sultana caprichosa y de carácter violento y variable, se vengaban de su humillación ineludible despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún género de disimulo. Emma llegó a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al que hubiera podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Otro dogma de la familia, pero éste secreto, era que «la niña había labrado su desgracia uniéndose a aquel hombre.» El primo Sebastián confesaba entre suspiros que el único acto de su vida de que estaba arrepentido (y era hombre que se había jugado la hijuela materna a una carta), se remontaba a la época de su pasión loca por Emma, pasión que le había hecho caer en la debilidad de consentir en dar todos los pasos necesarios para buscar, encontrar, emplear y casar al estúpido escribiente de don Diego. Aquella debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca. Y suspiraba Sebastián, y suspiraban los demás parientes, y suspiraba Emma también a veces, gozando melancólicamente con aquella afectación de víctima resignada que sufre por toda una vida las consecuencias desastrosas de una locura juvenil.

III

El buen esposo durante mucho tiempo no paró mientes en tales injurias. En el fondo del alma, y a pesar de los elegantes trajes de paño inglés que se le había hecho vestir, continuaba considerándose el antiguo escribiente de don Diego, a quien había pagado sus favores con la más negra ingratitud.

Todos los Valcárcel eran para él los señoritos. En vano, allá en los rápidos días, ya remotos, de aquella Luna de miel que Emma había decretado que fuese tan breve, en vano la enamorada esposa le había exigido más dignidad y tesón en el trato con los primos y tíos; él, Bonifacio, no podía menos de estimarlos siempre muy superiores a él por la sangre, por los privilegios de raza en que confusamente creía. Don Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría. Siempre que don Juan daba noticia somera de las mermas de la hacienda a su aturdida sobrina, exigía que Bonifacio estuviese delante; era inútil que Emma y el mismo Reyes quisiesen excusar esta ceremonia.

—De ningún modo —gritaba el tío—; quiero que lo presenciéis todo, para que el día de mañana no diga ese (Bonifacio) que os he arruinado por inepto o por otra cosa peor. El todo que había de presenciar por fuerza ese, no era nada; allí no se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la vería Reyes, que ni siquiera miraba. Si era una escena molesta, irritante para Emma la de asistir a las cuentas del tío, sin atender, sin sacar en limpio más que «aquello iba muy mal», para el marido era el tormento más insoportable. En vez de pensar en los números, pensaba en lo que le querrían decir aquellos ojos del administrador pariente. Le querían decir, en su opinión, «¿quién eres tú para pedirme cuentas, para fiscalizar mi administración? ¿Por qué estás tú metido en la familia, plebeyo miserable?». Sí, plebeyo, pensaba el infeliz; porque si bien sabía, con gran oscuridad en los pormenores, que sus ascendientes habían sido de buena familia, casi lo tenía olvidado, y comprendía que los demás, los Valcárcel especialmente, no querrían recordar, ni casi casi creer, semejante cosa.

Tan fuerte llegó a ser el disgusto que le causaban aquellas inútiles entrevistas, que, por primera vez en su vida, se decidió a cumplir en algo su propia voluntad, y se cuadró, como él dijo, y no quiso presenciar más la insoportable escena. Con gran extrañeza y mayor placer se vio victorioso en este punto sin gran resistencia por parte del tío. En cuanto a Emma, tampoco insistió mucho en contrariar el deseo de su esposo. Y fue porque se le ocurrió que detrás de la emancipación del otro vendría la suya. En efecto, a los tres meses de haber prescindido de la presencia de Bonifacio, Emma consiguió que se prescindiera también de la suya. Y el tío, sin que lo supiera nadie más que él y la sobrina, dejó de rendir cuentas de gastos y de ingresos a bicho viviente. Cada cual firmaba lo que tenía que firmar, sin leer un renglón ni una cifra, y no se hablaba del asunto.

Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de don Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?» No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer. Él no pasaba de confesar que había sido un ingrato para con don Diego dejándose robar por su hija. De todo lo demás no tenía él la culpa, sino Emma o el diablo, que se complacía en que él no tuviese hijos, ni su mujer las necesarias condiciones para ser como todas las hembras. En cuanto se quedaban solos en la habitación de la enferma, ella cerraba la puerta con estrépito, y acto continuo se oía la voz chillona, estridente, que gastaba las pocas fuerzas de la anémica en una catilinaria de cuya elocuencia y facundia no era posible dudar. La disputa, si a estas verrinas se les podía dar tal nombre, solía comenzar por una consulta médica.

—Me sucede esto —decía ella—, y hablaba de sus irregularidades íntimas; ¿qué te parece que será? ¿Qué debo hacer? ¿Continuaré con tal medicamento o tendré que suspenderlo?

Bonifacio palidecía, la saliva se le convertía en cola de pegar... ¿Qué sabía él? Compadecía a su esposa (por supuesto, mucho menos que a sí mismo), pero no sabía ni podía saber lo que la convenía; es más, ni siquiera tenía una idea exacta de los males de que ella se quejaba; estaba seguro de que tenían cierta gravedad y de que eran origen de la propia desesperación, porque le cerraban la esperanza de ser padre, de tener hijos legítimos; pero de medicamentos y pronósticos ¿qué podía decir él? Nada; y se echaba a temblar pensando en los oscuros fenómenos patológicos de que ella le hablaba, y barruntando la tormenta que traía aparejada su ignorancia del caso.

—Mujer, yo no puedo decirte... yo no entiendo... llamaremos al médico...

—¡Eso es, al médico! ¡Para estas cosas al médico! Ya que tú no tienes pudor, déjame a mí tenerlo. Estas son intimidades del matrimonio: al médico no se debe recurrir sino en el último apuro... Tú debieras saber, tú debieras afanarte por averiguar lo que me conviene; aunque no fuera por cariño, por pudor, por vergüenza; y si no tienes vergüenza, por remordimientos, por...

Ya se ha indicado que la facundia de Emma, llegados estos momentos, no tenía límites.

Un día, en que a ella se le antojó que tenía una inflamación del hígado... en el bazo, fue en busca de su esposo y le encontró en su alcoba tocando la flauta. Su indignación no encontró palabras; allí no había elocuencia posible, a no ser la del silencio... y la de los hechos. «Ella muriendo de un ataque al hígado y él... ¡tocando la flauta!» Aquello merecía testigos, y los tuvo. Acudieron a la citación de Emma don Juan Nepomuceno, Sebastián y otros dos primos. La indignación cundió por todos los presentes. El delito era flagrante: la flauta estaba allí, sobre la mesa, y el hígado de Emma en su sitio, pero hecho una laceria. Bonifacio, que a pesar de todo quería a su mujer más que todos los tíos y primos, olvidando el propio crimen, quiso enterarse del mal que padecía la víctima; a duras penas pudo conseguir que Emma, tendida en un sofá y ahogando los sollozos, señalase con una mano en el lado izquierdo la región del bazo.

—Pero, hija... se atrevió a decir, si eso... no es el hígado. El hígado está al otro lado.

—¡Miserable! —gritó la esposa—. ¿Todavía te atreves a hablar? ¿No dices que tú no eres médico? ¿Que tú no entiendes de eso? Y ahora por contradecirme...

Don Juan Nepomuceno, amante de toda verdad, como no fuera del orden aritmético, en el cual prefería las lucubraciones de la fantasía, declaró, con la mano sobre la conciencia, que en aquella ocasión ¡rara avis! (dijo) Bonifacio tenía de su parte la razón; que el hígado estaba al otro lado, en efecto.

—No importa —dijo Sebastián—; puede ser un dolor reflejo.

—¿Y qué es eso?

—No lo sé; pero me consta que los hay.

No era tal cosa; era un dolorcillo reumático ambulante; pocos momentos después lo sintió Emma en la espalda. Resultó, en fin, que no era nada; pero siempre sería cierta una cosa: que Bonifacio estaba tocando la flauta en el instante en que su esposa se creía a las puertas del sepulcro.

No dormían juntos, sino en habitaciones muy distantes; pero el marido, en cuanto se levantaba, que no era tarde, tenía la obligación de correr a la alcoba de su mujer a cuidarla, a preparárselo todo, porque la criada tenía irremediable torpeza en las manos; y en esta parte Emma hacía a su Bonifacio la justicia de reconocerle buena maña y dedos de cera. Rompía mucha loza y cristal, y buenas reprimendas le costaba; pero tenía dotes de enfermero y de ayuda de cámara. Y también reconocía ella de buen grado, y pensando a veces en pasadas ilusiones, que a pesar de ser tan hábil en aquellos manejos, su marido no era afeminado de figura ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse untuoso, pero todo en forma varonil. Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la intimidad conyugal.

Emma seguía sintiéndose orgullosa del físico de su Bonis, como llamaba a Reyes; y al verle ir y venir por la alcoba, siempre de agradable y noble catadura a pesar de los oficios humildes en que allí se empleaba, experimentaba la alegría íntima de la vanidad satisfecha. Mas antes la harían pedazos que dejase traslucir semejantes afectos, y cuanto más guapo, más esclavo quería al mísero escribiente de don Diego, más humillado cuanto más airoso en su humillación. Reñir a Bonifacio llegó a ser su único consuelo; no pudo prescindir ni de sus cuidados ni de pagárselos con chillerías y malos modos. ¿Qué duda cabía que su Bonis había nacido para sufrirla y para cuidarla?

Sus pocos momentos de buen humor relativo los gastaba Emma en cultivar los resabios de sus pretéritas coqueterías; todavía pretendía parecer bien a los parientes a quienes un día desdeñara; un poco de romanticismo puramente fantástico, alambicado, enfermizo, era lo único que, en presencia de los Valcárcel, y solo entonces, revelaba la existencia de un espíritu dentro de aquella flaca criatura pálida y arrugada: lo demás del tiempo, casi todo el día, parecía un animal rabiando, con el instinto de ir a morder siempre en el mismo sitio, en el ánimo apocado y calmoso del suave cónyuge.

Bonifacio no era cobarde; pero amaba la paz sobre todo; lo que le daba mayor tormento en las injustas lucubraciones bilioso-nerviosas de su mujer, era el ruido.

«Si todo eso me lo dijera por escrito, como hacía don Diego cuando insultaba a la parte contraria o al inferior en papel sellado, yo mismo lo firmaría sin inconveniente.» Las voces, los gritos, eran los que le llegaban al alma, no los conceptos, como él decía.

Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la puerta de la calle.