Rosalía de Castro
La hija del mar
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Título original: La hija del mar.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard
ISBN rústica: 978-84-96428-72-0.
ISBN ebook: 978-84-9953-770-2.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
La psicología del poder en la vida cotidiana 7
A Manuel Murguía 8
Prólogo 9
Capítulo I 11
Capítulo II 21
Capítulo III 25
Capítulo IV 30
Capítulo V 36
Capítulo VI 43
Capítulo VII 49
Capítulo VIII 62
Capítulo IX 73
Capítulo X 82
Capítulo XI 90
Capítulo XII 95
Capítulo XIII 99
Capítulo XIV 106
Capítulo XV 115
Capítulo XVI 124
Capítulo XVII 132
Capítulo XVIII 137
Capítulo XIX 144
Capítulo XX 148
Conclusión 161
Libros a la carta 167
Se casó con Manuel Martínez Murguía, erudito cronista gallego y tuvo seis hijos. Rosalía nunca disfrutó de una buena salud. Murió de cáncer a los cuarenta y ocho años en su casa de Padrón. Todos sus hijos habían muerto antes que ella.
—Tu madre, hermosa niña, quiere, con la mayor prudencia del mundo, escuchar las enamoradas confidencias que tengo que hacerte; pero, ¡qué diablos!, le perdonaremos semejante curiosidad y hablaremos como si estuviéramos completamente solos; es cuanto podemos hacer en su obsequio.
Y diciendo esto trató de apartar suavemente las manos de Esperanza del hermoso rostro que ocultaban.
—Es necesario que sepas, niña —le decía al mismo tiempo—, que yo solo soy el que puede quererte... y el que puede servirte de algo en la tierra. Tu madre, a quien tanto amas y por quien tanto sacrificas, es pobre... y es loca...
La autora
Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos textos de hombres célebres que, como el profundo Malebranche y nuestro sabio y venerado Feijoo, sostuvieron que la mujer era apta para el estudio de las ciencias, de las artes y de la literatura.
Posible me sería añadir que mujeres como madame Roland, cuyo genio fomentó y dirigió la Revolución francesa en sus días de gloria; madame Staël, tan gran política como filósofa y poeta; Rosa Bonheur, la pintora de paisajes sin rival hasta ahora; Jorge Sand, la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; santa Teresa de Jesús, ese espíritu ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la mujer solo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una mujer digna de la execración general.
No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.
Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar —¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia?— se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.
Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que solo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su autora.
No es éste, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.
Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.
Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.
Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.
La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.
El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.
Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.
¡Buena pesca!
Era amable y graciosa como un ángel...
Van der Welde
La tarde era calurosa y el viento soplaba con violencia hacia el sudoeste.
En la playa se oían voces y algazara.
—¡Fuerza!, ¡fuerza!, gritaban enronquecidos los marineros en tanto envolvían apresuradamente en sus nervudos brazos las gruesas cuerdas de cáñamo empapadas de agua salada.
—¡Ea!, ¡valor! —repetían haciendo inauditos esfuerzos por atraer la red ya próxima a la orilla—. La tarde es buena, la pesca parece abundante y una buena cena nos espera; con tal que Andrés nos dé de aquel vino que tiene en su bodega y que alegra las cabezas como un rayo de Sol alegra estas olas de maldición.
—¡Soberbio vino! —gritó uno—. Y si nuestro buen compañero quiere regalarnos con él y darnos un día de fiesta, juro por todos vosotros y por mí también que beberemos aunque sea una azumbre.
—Somos veinte y cinco —añadió un segundo—. Somos veinte y cinco, Andrés..., suma... y es cuenta redonda, veinte y cinco azumbres..., nosotros en cambio llevaremos...
Y al decir esto hizo una seña maliciosa, a la que sus compañeros contestaron con una alegre carcajada.
—¡Silencio! —interrumpió en tono de zumba una voz robusta que dominó la algazara, como la voz de Júpiter de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades—; la frente de Andrés se torna de roja en pálida y sus labios se comprimen. ¡Mirad..., mirad sus ojos inyectados de sangre! Una palabra más y le veréis atacado de apoplejía por una indigestión de dichos atrevidos que conspiran contra su hacienda.
Y esas palabras eran acompañadas de risas y de miradas significativas que se cruzaban de una y otra parte con suma rapidez.
—¡Fuego sobre mis compañeros! —exclamó amostazado el personaje a quien iban dirigidas aquellas palabras—. Si tenéis sed, yo os zambulliré de buena gana en el mar para emborracharos a mi placer, pero nunca con mi vino añejo, a no ser que se convirtiese en veneno.
Algunos puños se levantaron a un tiempo mismo para contestarle; pero volvieron a bajarse en un instante por ser necesario detener las cuerdas que el peso de la red y el oleaje arrastraban hacia el mar.
Presentaron entonces un aspecto casi salvaje.
Ellos se animaban unos a otros con imprecaciones y juramentos, con apodos y con aullidos que retumbaban entre las peñas, en tanto sus atezados rostros eran azotados por el viento, así como sus crespos y enmarañados cabellos.
Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los elementos.
La mar se agitaba sordamente resolviéndose en su profundo lecho, las olas empezaban a estrellarse contra las rocas y salpicaban las camisetas azules de los marineros, a través de las cuales se descubrían aquellas pronunciadas y nerviosas musculaturas capaces de resistir la intemperie y crudeza de las estaciones, que en aquel desolado rincón del mundo, más que en parte alguna, suelen ser crueles y rigurosas.
Las pescadoras iban en tanto apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y, posando sus cestos de mimbre en la arena, se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban; feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y lo que es más, decirlo, incurren los hombres con demasiada frecuencia.
Por una senda oculta y extraviada apareció una joven que fue recibida por todos con muestras de particular predilección.
En sus brazos traía un niño al que muy pocas primaveras habían sonreído, y que, a juzgar por el cariño con que le cuidaba, no cabía duda alguna que era su hijo, a pesar de que ella contaba apenas dieciocho años.
Tenía el rostro oscurecido por ese color tostado que presta el mar, y sus ojos de un brillo casi luminoso daban a su fisonomía delicada, y un tanto marchita, cierto reflejo extraño e incomprensible que llamaba la atención de todo aquel que la veía, aun cuando fuese por primera vez.
Traía los brazos y los pies desnudos, y éstos, así como todo su cuerpo, tenían una forma casi aristocrática que era fácil distinguir a pesar de su desaliño.
No obstante, el color pálido que teñía sus facciones se adivinaba, gracias al aspecto de su construcción, que debía ser robusta y de pasiones exaltadas.
La languidez de su mirada y las largas pestañas que hacían sombra sobre sus mejillas no bastaban a ocultar el rayo brillante que despedía su pupila oscura y fosforescente.
Al llegar cerca de las demás pescadoras, tomó asiento entre ellas y les dirigió la palabra con un aire modesto y gracioso, al mismo tiempo que prestaba a su fisonomía un tinte especial, conjunto de tristeza y de alegría, de melancólicos y de risueños pensamientos.
Diríase que dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, iluminaban alternativamente su semblante prestándole un aire extraño y sobrenatural.
La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza; triste efecto de una vida solitaria y errante como los vientos de aquellas comarcas.
Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo siquiera para santificar su yerro aquel amor con que una madre desdichada hace respetar su desgracia ante todas las miradas, desde las más púdicas hasta las más hipócritas.
Hija del amor, tal vez, apenas la luz del día iluminó sus inocentes mejillas, fue depositada en una de esas benditas casas en donde la caridad ajena puede darle la vida, pero de seguro no le dará una madre; así fue que las únicas caricias que halagaron la existencia de aquella criatura fueron las de un marido que la abandonó en medio de sus sueños de ángel, cuando empezaba a comprender que la vida tiene más encantos que la soledad de los bosques y el canto de los pájaros en una mañana de primavera.
Su belleza y hasta aquella grave reserva con que las más de las veces evitaba hablar con los que la buscaban, la hicieron querida para todos y recibida siempre, aun a pesar suyo, con muestras de regocijo allí a donde quisiera que se acercase.
Risas estrepitosas y voces alegres llenaron bien pronto el silencio de aquella ribera, en tanto vagaban por la playa las frescas y robustas hijas de aquellas montañas que comunican su salvaje belleza a sus moradores.
Los marineros, más animados que nunca en su trabajo, juraban, cantaban y reían, escarneciéndose sin compasión, pero también sin que, como solía suceder, pasaran de palabras sus amenazadoras promesas y sus juramentos, que escandalizarían los oídos menos castos si algunos hubiese por aquellos lugares.
Cubríase el cielo poco a poco de nubes plomizas y los relámpagos, reflejándose en las olas que empezaban a rugir sordamente, prestaban un aspecto asolador a aquel vasto océano que parecía extenderse hasta la inmensidad.
Pasaron desapercibidos al principio aquellos tristes augurios de una próxima tempestad, no cesando, por tanto, ni las risas ni el tumulto de aquella loca alegría, pero tan pronto como el ruido del trueno pasó rodando sobre las olas y, llenando la playa, hirió el oído de aquellas pobres mujeres, que creen reconocer en él la ira de Dios que de este modo se muestra visiblemente a los pecadores, se acercaron temblando las unas a las otras como si quisiesen de este modo amparar su flaqueza con el miedo y la flaqueza ajena, y entonando cada vez y en voz baja sus oraciones se arrodillaban y guarecían sus cabezas de la lluvia con los cestos todavía vacíos.
Los marineros, sin embargo, no tomaban parte en aquellas oraciones, cuidaban, sí, de terminar su trabajo con la mayor presteza.
Las olas cada vez más gruesas llegaban irritadas hasta sus rodillas y, estrellándose contra las peñas, formaban una armonía lúgubre, mezclándose al rugido de la tempestad y al rezo de aquellas temerosas mujeres.
Parecía una sinfonía infernal con sordos rumores y silbos agudos, con murmullos tenebrosos y maldiciones y agitados suspiros.
El cielo oscurecido, las rocas peladas, la mar hirviente y amenazadora, iluminada al vivo lampo y deslumbrador del rayo que aparece y desaparece a nuestros ojos, como una mirada de fuego que brilla y se oculta rápidamente deslumbrándonos más y más con su movilidad incesante; todo esto presentaba un aspecto de luz y de tinieblas, de desorden, si así puede decirse, y de grandiosidad, difícil de comprender si causaba espanto o admiración.
Hay cuadros sublimes en la naturaleza que conmueven de una manera extraña e indefinible, sin que nos sea posible juzgar de nuestros mismos sentimientos en aquellos instantes en que no nos pertenecemos.
Un poeta, un artista, que de repente se hallara transportado a aquellas riberas salvajes, enmudecería de admiración al ver un tan grandioso desorden, al escuchar aquellos acentos gemidores de la naturaleza que no sabemos si se irrita, o si reza o llora, implorando al ser que la gobierna; y, sin embargo, todos los que se hallaban allí, mudos testigos de tan conmovedor espectáculo, no veían más que truenos y relámpagos que les causaban miedo y una mar irritada que amenazaba romper la red en que tenían todo su tesoro.
Teresa era la única que con una extraña mezcla de miedo y de curiosidad seguía ansiosa con su mirada aquellas ráfagas brillantes que, iluminando cuanto la rodeaba, mostraban la grandeza del océano con sus abismos profundos y con su cólera que recuerda la de otro ser más poderoso que nosotros.
Por fin un grito de alegría se escuchó en medio de aquel tumulto y las pescadoras, levantándose presurosas, se acercaron a la orilla para recoger en sus cestos la pesca plateada y brillante que la red acababa de traerles.
Los esfuerzos de los marineros habían conseguido vencer a la tormenta.
La lancha que traía el cabo de la red acababa de doblar el peñón inmenso, parecido a un castillo feudal con sus almenas y sus torres, llamado el Peñón de la Cruz, presentándose triunfante a la vista de los que se hallaban en tierra.
Reinaba a bordo una algazara y alegría no acostumbrada y mucho más cuando la tormenta amenazaba todavía destrozar sus jarcias y sus remos.
—¡Eh! —preguntaron entonces los de la playa—. ¿Qué novedad ocurre? Pues, a fe que no está el tiempo para chanzas y risas; acabad pronto, que la tormenta arrecia más y más y amenaza confundirnos.
—¿Qué queréis? —replicaron los de la lancha—, nuestra pesca ha sido admirable..., sobre todo hemos cogido este pequeño pescado que seríais capaces de comerlo crudo..., mirad... —y uno de los más robustos marineros mostraba oculto casi entre sus grandes y callosas manos un objeto sonrosado que desde tierra no se podía distinguir por ser demasiado larga la distancia.
—¡Qué diablos enseñas tú! —gritaron los de tierra—. ¡Eh! Tú, el de los pantalones tan negros como esta noche de maldición, ¿es alguna azucena monstruo cogida en la peña encantada?
—Sí —repitieron los interpelados—, una azucena más hermosa que las que florecieron en la vara de nuestro patrono san José.
Y volviendo al silencio y a la faena interrumpida dejaron a los de tierra tan ignorantes acerca de lo que pasaba entre sus compañeros como al principio.
Ellos, sin embargo, formaran por su parte mil extrañas conjeturas sobre un lance al parecer tan extraordinario.
Las mujeres, sobre todo, serían capaces de dar toda su pesca de aquel día por enterarse cada una la primera de lo que pasaba en la lancha vecina.
Por fin tocó ésta la orilla y algunos marineros saltaron a tierra llevando uno de ellos en sus brazos un bulto cuidadosamente cubierto.
Verle y abalanzarse todos hacia él fue obra de un instante, y, rodeándole y haciendo mil curiosas preguntas, en poco estuvo que hiciesen pedazos la no muy fuerte camiseta del pobre Lorenzo que, pavoneándose lleno de una inocente vanidad, como aquel que va a hacer una revelación que ha de dejar suspensos a sus oyentes retarda el momento decisivo para que de este modo parezca más interesante su narración. Pero la mano harto rechoncha de una muchachuela de quince años, de aire picaresco y maneras atrevidas, osó posarse sobre el pañizuelo y, frustrando de un modo cruel los planes de Lorenzo, dejó descubierto, en un abrir y cerrar de ojos, el arcano misterioso a todos los circunstantes, que lanzaron una misma exclamación de sorpresa.
El quejido de una criatura recién nacida, lánguido, dulce y suave como una melodía, se dejó oír al mismo tiempo que el zumbido del trueno que resonó cercano, así como la luz fosfórica del relámpago iluminara antes la imagen de la inocencia, reposando en brazos de la fuerza.
Lo que pasó entonces en el alma de aquellos sencillos pescadores y en la de aquellas mujeres, poetas las más sin que lo conozcan e impresionables hasta la sublimidad sin que puedan percibirse de ello, la extraña sensación que experimentaron sus corazones ante aquellas dos imágenes de calma y tempestad, de pureza infinita iluminada por una luz llena de miasmas devastadoras, sería imposible describirlo, porque hay cosas que solo la inspiración puede crearlas, pero no descifrarlas.
Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero que, insensible a las tempestades, se conmueve profundamente con la sonrisa de un inocente que le mira como pidiéndole compasión; imaginaos un ángel bajado del cielo con sus cabellos dorados, sus mejillas rosadas, su boquita diminuta como la hoja del capullo de las rosas margaritas, una cosa sin nombre, en fin, pero que embriaga a la par que purifica con la aureola de inocencia y santidad que vierte en torno suyo, y os podréis formar una idea incompleta de aquel cuadro digno de trasladarse al lienzo por el pincel de Murillo y Rembrandt, tan opuestas son las tintas que deberían emplearse en él.
—¿De dónde diablos traéis esa criatura? —preguntaron algunos a un mismo tiempo—. ¿La ha dejado alguna meiga en vuestro regazo, o la hallasteis dormida sobre la cubierta de la lancha?
—Nada de eso —respondió Lorenzo, vuelto por esa sola pregunta a su posición interesante—, escuchad y os admiraréis. Doblábamos el pico de la Peña Negra en donde, como sabéis todos, hay siempre más abundancia de sardina, cuando nos pareció percibir, entre el rumor del viento, el débil y apagado llanto de un niño sin que por eso descubriésemos en torno nuestro objeto alguno que nos hiciese creer que no era ilusión de nuestros sentidos, sino realidad; mas, no bien nuestra lancha dobló hacia el Sur, dejándonos percibir perfectamente el plano que rodea aquel negro, triste y solitario picacho, a cuyos pies se arremolinan y saltan las olas, cuando el llanto se dejó sentir más cercano, pudiendo notarse entonces que hacia la parte más musgosa de la peña se movía una cosa blanca como las perlas, y que contrastaba notablemente con el verde oscuro de las algas esparcidas en torno suyo. Entonces nos miramos unos a otros y, quizá impulsados por un mismo pensamiento, nos pusimos a bogar en silencio y hacia el sitio indicado. Llegamos, y a nuestra vista se apareció una niña, recostada sobre el musgo húmedo, la más hermosa que he visto en mi vida, y que tiritaba de frío, la pobrecilla, a pesar del calor sofocante que se iba extendiendo por la costa. La cogí entonces para acercarla a mi pecho y darle el calor que su madre le había negado...
—¡Su madre!..., prorrumpieron todas las que allí había. ¿Es posible que esa pobre criatura tenga madre?
—Pues qué, ¿pensáis acaso —repuso el marinero con ciertas pretensiones de sabiduría— que ha nacido por obra y gracia de la roca negra?
—¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Es demasiado hermosa para ser de este mundo.
—¡Bah! ¡Bah! —añadió el pobre pescador con una sonrisa de un contento inefable—. ¡Qué tontas son estas mujeres!... ¿No ha salido un santo del vientre de una ballena tan vivo y tan listo como si saliera del de su madre? Pues esta niña pudo salir también del de un tiburón, por ejemplo, y quien dice tiburón dice otra cosa cualquiera que no es del caso averiguar..., pero —añadió besándola con cariñosa dulzura—, gracias a Dios, tendrá desde hoy un padre...
—¡No, no! —gritaron muchas voces descontentas que aturdieron al buen Lorenzo—. Reflexiona, le dijeron, que tienes muchos hijos y que esa niña causará un perjuicio a tu familia. Aquí estamos bastantes que no tenemos ninguno, y podemos mejor que tú encargarnos de ella, porque al fin, por hermosa que sea, tendrá dientes y comerá andando el tiempo como tú y como yo...
—Pero también trabajará —exclamó el marinero contento de hallar una contestación que dar a aquellos hombres que le decían razones que le iban convenciendo...
—¡Trabajar!... —murmuraron los demás—. Esa niña no debe trabajar, se moriría; ¿piensas que es como tus hijos y como los míos?
—Vaya si lo pienso...
Las voces de los descontentos sofocaron las palabras de Lorenzo, y entonces pasó una verdadera tormenta de disputas.
Todos querían para sí aquella hermosa criatura, todos querían ser padres de aquel niño, de aquel hijo del acaso.
Lorenzo, sobre todo, quería alcanzar con gritos y, lo que era mejor todavía, con tinos puños capaces de convencer a un bretón, como diría Dumas, lo que ni sus razones ni la buena voluntad de sus compañeros querían darle.
Por fin se decidieron a aceptar el fallo de la suerte.
Decidióse ésta por Teresa la expósita, y así se vio a la vagamunda tomar bajo su amparo a la pobre desheredada como ella.
Teresa era una muchacha simpática para todo el mundo, tanto por su belleza como por su buena conducta, aunque fuese algún tanto insociable y le agradase más vagar solitaria a orillas del mar y llevar sus ovejas al campo a la hora en que el fresco de la mañana y los primeros rayos de luz despiertan a las flores de sus sueños de aromas.
Lorenzo le entregó la niña con menos sentimiento que lo hubiera hecho con otro alguno, diciéndole:
—He aquí una perla de gran valía, yo te la cedo a condición de que seas para ella una buena madre; pero también yo quiero llamarme a mi vez su padre, y que cuando empiece a balbucear tu nombre, le enseñes el mío, para que de este modo me conozca y me quiera poco menos que a ti, ¿lo entiendes?
Y enjugando con la manga de su camiseta una lágrima que rodó silenciosamente por sus tostadas mejillas, volvió la espalda a los que le miraban como queriendo ocultar aquella debilidad indigna de un viejo marino.
De este modo todo volvió a su silencio, y las faenas olvidadas empezaron de nuevo.
La tormenta bramaba sobre sus cabezas, y las olas eran cada vez más gruesas, más fuertes y amenazadoras.
Contenta Teresa con su nueva hija, querido tesoro que no cambiaría por nada de este mundo, se acercó la primera a la orilla para que los pescadores llenasen su cesta antes que la de otra alguna.
Su felicidad era grande, pero estaba escrito que en aquel día su alma había de sufrir los más fuertes sacudimientos, los más grandes dolores que pueden lacerar el alma de una madre.
Su hijo, rosado, rubio, hermoso y, sobre todo, travieso se entretenía en andar todo el espacio posible con sus débiles piececitos y cayendo a cada paso sobre la arena. Pero adelantóse tanto hacia la orilla, tal vez para coger con sus pequeñas manos aquellas verdes olas que brillaban fosfóricas a la luz de las exhalaciones, que era inminente el peligro en que le exponía su inocencia.
De repente un viento fuerte sopló sobre todas las olas y las empujó hacia la playa: la mar lanzó terribles rugidos, pareciendo querer salvar la débil muralla de arena que se oponía a su paso y desbordarse.
Las olas se agolparon tumultuosas y se adelantaron hacia los que estaban en la playa.
Entonces un leve quejido, ahogado por el rumor de la tempestad, hendió el espacio; suspiro lastimero que penetró en el corazón de los que le escucharon, sucediéndose a este suspiro un grito desgarrador, profundo, intenso, que hizo helar la sangre en las venas.
Era Teresa que acababa de ver a su hijo arrastrado por aquel torbellino de agua, fiera implacable que no devuelve nunca lo que una vez se ha sepultado en su fondo de arena.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —balbuceó delirante queriendo arrojarse al mar para socorrerle—. ¡Mi hijo..., mi pobre niño inocente..., el hijo de mis entrañas!
Y cayó sin sentido sobre la arena.
Cuando despertó de su desmayo, pareció reflexionar algunos instantes: un raudal de lágrimas inundó su semblante; calmóse algún tanto su pesadumbre, más que nada por el mismo exceso de dolor que la abrumaba, y apareció así, a los ojos de los que la rodeaban, resignada y serena.
Preguntó por su hija adoptiva que le presentaron hermosa como una flor bañada de Sol y de rocío.
Ella la envolvió en su pañuelo y, tratando de adormecerla en su seno, se dirigió silenciosamente hacia su pobre vivienda, no sin echar antes a aquel mar proceloso una dolorosa y profunda mirada.
Los que la vieron partir sintieron su corazón oprimido de angustia.
Los truenos y los relámpagos fueron los únicos que la acompañaron por la triste y oscura encrucijada que guiaba hacia su pobre vivienda.
Teresa
Voici Minona qui marche dans sa beauté, le regard
baissé et les yeux pleins de larmes. Ses cheveux épars
flottent au vent inquiet qui souffle de la colline.
Ossian
El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca.
Un Sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado y salvaje de las comarcas estériles, en cuya tierra no brotan jamás ni arbustos ni verdura; y un silencio lleno de sordos y misteriosos rumores se extendía doquiera alcanzase el oído.
El cielo estaba sereno; pero el cielo que cubre aquellos tristes paisajes no es de ese azul tranquilo en que el alma se espacia cuando nuestra mirada se alza hasta él, porque si allí hay días de Sol y de calma, es una calma inquieta y zozobrante en la cual no se respira con libertad, pues aquella mar de tornasoles sombríos comunica a la misma atmósfera sus turbados y glaciales vapores.
La niebla densa y de un olor acre, que de ella se levanta a la hora en que sale el Sol, apaga las hermosas tintas de la mañana y cubre como un sudario aquella desnuda tierra que semeja una tumba.
Allí no se escucha más que el silbido del viento y de unas olas siempre en lucha y que amenazan tragar los pequeños pueblecillos que se extienden a la orilla, como abandonados despojos de quien nadie se cuida.
Algunos huertos, guarecidos por elevados muros, conservan a duras penas plantas raquíticas y agostadas por los torbellinos de arena que se levantan con la tempestad y las aplastan bajo su peso.
Un viento fuerte y continuo que viene del mar arranca a veces, como árboles que troncha el huracán, las pobres chozas de los pescadores dejándolos expuestos a la inclemencia de las estaciones, y, no obstante, los hijos de aquellas riberas abandonadas y tristes aman su país, mucho más que los que viven en esas fértiles y risueñas campiñas de los climas del mediodía, a quienes regala la naturaleza con cuanto tiene de más hermoso.
Ellos aman sus chozas arruinadas, sus lanchas sucias y con el olor de la brea y sus redes, que ellos mismos hacen y ven envejecer, dulces tesoros que no abandonarían por todas las bellezas de la tierra. En aquellos desiertos arenales pasan la mayor parte de su vida, y acostumbrados a su silencio y a su bravura se alejan de toda otra existencia, como huye el ciervo al escuchar los sonidos del cuerno de caza que le sorprende en medio del bosque.
Sin embargo su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a sus cabañas; jamás he encontrado un carácter más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres gentes.
La choza de Teresa se hallaba situada en medio de una pequeña llanura rodeada de inmensos y descarnados peñascales, y cercana al célebre santuario de Nuestra Señora de la Barca.
Lugar éste el más apartado y salvaje de aquella comarca, tiene cierta ruda belleza, digna de ser descrita por Hoffmann, y que tal vez solo puede ser grata a los caracteres tétricos o a las imaginaciones exaltadas.
Si Byron, ese gran poeta, el primero sin duda alguna de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante y audaz, hubiéramos tenido hoy tal vez un cuadro más en su Manfredo, o algunas de aquellas grandiosas creaciones inspiradas bajo el sereno cielo de la Grecia, y con la cual haría ver al mundo que hay en este olvidado rincón de Europa paisajes dignos de ser descritos por aquel que era el más grande de los poetas.
Aquel paisaje, uno de los más desolados y tristes que pueden hallarse en Galicia y quizás aun en la mayor parte de España, armonizaba admirablemente con el carácter de la expósita, acostumbrada a la soledad y a la vida errante.
El mar se divisa desde allí más irritado y soberbio, las olas se estrellan bramadoras contra las rompientes y los bajíos, formando torrentes de espuma que saltan a una altura inmensa, cayendo después como una lluvia de perlas.
Cuando los vientos se cruzan, entonces las olas chocan con violencia las unas con las otras, y se arremolinan y crecen de un modo prodigioso formando vistosos campanarios de un verde claro, que vienen a deshacerse sobre la arena como torres que se derrumban.