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Titulo original: LIFE IN MÉXICO, 1843
(Edición basada en la publicada en 1982 por la University of California Press)
Edita: REY LEAR, S.L.
www.reylear.es
© De la traducción, Raquel Brezmes Raposo, 2007
Derechos exclusivos de esta edición en lengua española
© REY LEAR, S.L.
© Ilustración de cubierta, Paseo junto a la fuente de La Alameda central (1832-33), óleo sobre cartón de Johann Moritz Rugendas
ISBN: 978-84-92403-65-3
Diseño y edición técnica: Jesús Egido
Edición y corrección de pruebas: P. R. P. y J. A. Belmonte
Producción: REY LEAR
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LIBRO SIN LIBRO, 2011
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PRESENTACIÓN

NACIDA EN ESCOCIA, aunque nombrada marquesa de Calderón de la Barca por un monarca español, el Rey Alfonso XII, Frances Erskine Inglis es tremendamente popular en México, país en el que apenas vivió poco más de dos años, y casi completamente desconocida en España, donde residió casi la mitad de su vida y murió.
Desde que su libro La vida en México apareciese publicado en 1843 en Boston y Londres, apadrinado por el historiador norteamericano William H. Prescott, los lectores mexicanos no han dejado de leerlo. La indignación inicial con que lo recibieron se ha enfriado con el paso del tiempo, hasta convertirse en admiración hacia uno de los textos imprescindibles para comprender la agitada y peculiar sociedad de ese país a mediados del siglo XIX.
Frances Erskine Inglis (Edimburgo, 1804-Madrid, 1882) conoció en Estados Unidos al hombre que la ligaría definitivamente a España, el diplomático Ángel Calderón de la Barca. Fanny, que así era llamada en familia, había cruzado el Atlántico en 1830, a la muerte de su padre, y se había establecido junto con su madre y hermanas en Boston, donde abrieron un colegio para señoritas. En esa ciudad, por entonces una de las más europeas de Norteamérica, entabló amistad con Prescott. Fue éste quien en 1838 le presentó a un político moderado español nacido en Buenos Aires, próximo a Francisco Cea Bermudez y que, al parecer, había luchado en Zaragoza junto al general Palafox en la Guerra de Independencia contra la invasión napoleónica.
A don Ángel le apasionaba la lectura e incluso había traducido alguna obra. Frances, además de tocar el piano, hablaba varios idiomas, leía de un modo empedernido y hacía gala de una instrucción exquisita. Ninguno de los dos era joven, sobre todo desde la perspectiva de la época —él tenía por entonces 44 años, diez más que ella—, y tal vez por eso no alargaron su noviazgo.
La escocesa episcopaliana y el español católico se casaron ese mismo año y meses después, en 1839, Ángel Calderón de la Barca es nombrado ministro plenipotenciario (embajador) de España en México, el primero después de la independencia de esa república que había sido proclamada recientemente. El 27 de octubre el matrimonio zarpó del puerto de Nueva York hacia su nuevo destino, a donde llegaría el 18 de diciembre, después de mes y medio de viaje en el que el único descanso en la navegación fue la escala que realizaron en La Habana, territorio de la Corona española.
Desde que embarcaron y durante los dos años y veintiún días que permanecieron en México, Frances Erskine Inglis envió incesantemente cartas a Boston, dirigidas a su familia, donde además de contarles su situación personal describía con tintes costumbristas todo lo que le causaba sorpresa. Una selección de tan abundante correspondencia se convertiría en el libro La vida en México, que Prescott logró que imprimiese en Boston la editorial Charles C. Little and James Brown y en Londres Chapman and Hall, la misma firma que publicaba las obras de Charles Dickens. La ayuda del autor de Oliver Twist, a petición de Prescott, fue decisiva para que el libro de la marquesa viera la luz en Inglaterra.
De regreso a los Estados Unidos, la vida del matrimonio Calderón fue tan convulsa como la política española del momento. Primero se establecieron en Madrid, hasta que en 1844 don Ángel fue nombrado embajador de España en Washington. Nueve años después volvió a ser reclamado desde España para ocupar la cartera de Estado en el Gobierno del conde de San Luis. Las revueltas liberales, que llegaron a poner en peligro la vida de don Ángel, les obligaron a exiliarse en Francia. Como reflejo de todas estas peripecias, Frances escribió bajó pseudónimo The Attaché in Madrid; or Sketches of the Court of Isabelle II (1856), donde ocultaba su identidad bajo la de un diplomático alemán.
Cuando regresan del exilio, preocupados por la crispación madrileña, compran una casa cerca de San Sebastián, territorio más acorde con la moderación del matrimonio, donde don Ángel murió en 1861.
A los 57 años, Frances se encontró sola y sin la compañía de amigos como Washington Irving, que después de años como embajador de Estados Unidos en Madrid había ya regresado a su país. La soledad y la convulsa vida política madrileña llevan a la viuda de Calderón a retirarse a un convento de Anglet, próximo a la localidad francesa de Biarritz, hasta que es reclamada por la Reina para ocuparse de la educación de la infanta Isabel Francisca de Borbón, hermana mayor de Alfonso XII.
La etapa en el Palacio Real tampoco fue fácil. En 1868 la infanta Isabel contrae matrimonio con el hermano del rey de Nápoles y ese mismo año la Reina se ve obligada a partir hacia el exilio en París. En 1871, muere el marido de Isabel Francisca de Borbón y tres años más tarde la Familia Real regresa a Madrid con la restauración de la Monarquía.
Frances sigue la misma suerte que la Corte, siempre detrás de la infanta, de la que se convierte en su principal apoyo cuando ésta enviuda. En agradecimiento, Alfonso XII nombra a Fanny en 1876 marquesa de Calderón de la Barca, lo que supone al mismo tiempo un homenaje a don Ángel. Ostentará el título en el Palacio de Oriente hasta el día de su muerte, el 3 de febrero de 1882.
Resulta sorprendente que tanto éxito social no alcanzase a su obra literaria, porque La vida en México no fue publicada íntegramente en España hasta 1920 por la Librería de la viuda de Ch. Bouret, en traducción de Enrique Martínez de Sobral y prólogo del marqués de San Francisco, Manuel Martínez de Terreros. En la portada de la edición española figura como autora la marquesa de Calderón de la Barca, lo que contrasta con las primeras ediciones inglesas, donde sólo aparecían las iniciales Mme. C. de la B., fundamentalmente para salvaguardar los intereses profesionales de su esposo, ya que, en palabras de Prescott, es «contrario a las reglas de la etiqueta diplomática que el nombre de la mujer del embajador se ostentase frente a una obra que exhibe al mundo oficial y al país del que fueron residentes». Por el mismo motivo, la autora oculta en su libro muchos de los nombre de las personas que trató.
Mientras en la España del siglo XX el interés por La vida en México se fue diluyendo hasta caer en el olvido, la traducción que realizó en México Felipe Teixidor sigue publicándose allí ininterrumpidamente desde 1959, lo que ha convertido el volumen en un bestseller.

EL LEGADO DE HUMBOLDT

Aunque a la marquesa de Calderón no le movieron a escribir intereses históricos, geográficos ni antropológicos, la cantidad de veces que aparece citado en sus páginas el naturalista y viajero alemán Alexander von Humboldt (Berlín, 1769-Potsdam, 1859) demuestra que la aparente frivolidad que algunos le criticaron no logra ocultar a una viajera ilustrada y avisada, dispuesta ocasionalmente a enriquecer sus impresiones con datos contrastados y aceptados científicamente.
Humboldt había visitado México y Estados Unidos entre 1803 y 1804 en compañía del naturalista Aimé Bonpland y las impresiones de ambos quedaron recogidas dos décadas más tarde en los treinta volúmenes del Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, que Madame Calderón parece haber leído con detenimiento.
Lo que le diferencia principalmente de Humboldt es que, mientras éste centra su interés en la naturaleza y la geografía, ella desvía su foco de atención hacia los detalles cotidianos y las costumbres más nimias: la indumentaria de hombres y mujeres, la gastronomía, la pasión por el juego, las peleas de gallos y corridas de toros, las diferencias sociales, los múltiples colores de piel fruto del cruce entre españoles e indígenas, el poder dominante de la Iglesia… Humboldt intentó desplazarse por la mayor parte del país. Ella se circunscribió a la ciudad de México, aparte de los viajes que realizó a la ida y la vuelta desde y hasta el puerto de Veracruz y algunas excursiones ocasionales por los alrededores de la capital. Podría ser calificada de una viajera sedentaria, circunstancia debida a las obligaciones diplomáticas de su marido, que exigían la presencia del matrimonio cerca de los centros de poder de la república. El deber no les permitió ir más lejos en sus exploraciones.
El país que observa su mirada europea y curiosa aparece incapaz de administrar su reciente independencia política —durante su estancia sufrirá dos pronunciamientos militares contra el presidente Anastasio Bustamante, que acabarán dando el poder al general Antonio López de Santa Anna—. La colonización española se desprecia al mismo tiempo que se añora por la estabilidad socio económica que supuso durante años. Sus ojos descubren un territorio empobrecido, infestado de bandidos, donde la violencia impera por los caminos y las calles y la discordia política eleva peligrosamente los índices de miseria, lo que alienta en su escritura abundantes reflexiones irónicas.
Pero su afán no es destruir con la crítica mordaz, sino ser un testigo fiel que, conforme avanza el libro, se va enamorando de la república mexicana, acepta muchos de sus gustos y costumbres que antes denostaba y lamenta las desgracias que ha de soportar el pueblo. El mismo pulque que nada más llegar le produce repugnancia se convierte en las últimas páginas en un licor sin el que considera difícil vivir. El sentido del humor que preside toda la obra logra también suavizar el dramatismo de alguna de las situaciones relatadas.
Por el cargo oficial de su marido, la marquesa de Calderón se convierte en una fuente de información privilegiada, al conocer de primera mano presidentes de la república, obispos, generales, relevantes dignatarios y, en general, a la alta sociedad local con la que compartirá múltiples fiestas, bailes de salón y funciones teatrales y operísticas. Pero lo que parece haberle causado mayor impresión son las indígenas, tanto por su belleza como por el cariño que profesan hacia sus hijos y el mal trato que reciben de sus maridos, algo que le ofende profundamente. Para la culta e independiente Frances Erskine Inglis, hombres y mujeres son iguales intelectualmente, sin margen para el papel tutelar y dominante del varón, lo que la convierte en precursora del feminismo.
Las indígenas también le permiten rastrear en las raíces de un pasado español, ajeno hasta entonces a su bagaje cultural debido a su origen escocés. La marquesa de Calderón se enamora de España desde México, a miles de kilómetros de distancia, y son abundantes las referencias —en ocasiones ingenuas— a Hernán Cortés y a su papel para llevar la civilización a un territorio donde todavía eran usuales los sacrificios humanos. De hecho, la huella española se contrapone casi siempre de un modo positivo a la cruda realidad republicana de la que ella es testigo. Es a partir de la independencia mexicana cuando, por ejemplo, advierte un abuso en la explotación de los indios.
Este tipo de interpretaciones explican la mala acogida que tuvo su libro entre los intelectuales mexicanos del siglo XIX, para quienes la autora incurre en constantes exageraciones e inexactitudes, a la vez que le acusan de ser incapaz de desprenderse de su soberbia anglosajona para analizar con objetividad la realidad de una cultura tan dispar a la suya.
La vida en México fue calificada por muchos de superficial, sin comprender que en realidad se trataba de una visión diferente, centrada en la condición humana de los mexicanos y en las pequeñas cosas, y redactada con la sincera espontaneidad que se disfruta al escribir cartas para que sean leídas por tu familia directa, sin pretensión apriorística de verlas impresas.
La envergadura real de la obra no se le escapó al general Winfield Scott, que utilizó el texto de la marquesa de Calderón como guía obligatoria para los oficiales norteamericanos que él comandó durante la guerra de 1847, que costó a México la pérdida de una buena parte de su territorio.
Para editar la presente edición en REY LEAR se ha realizado una nueva traducción. Se incorporan también cuadros y grabados de artistas que recorrieron el país en fechas próximas a las que lo hiciera la autora de La vida en México. Entre otros destacan el litógrafo italiano Claudio Linati (1790-1832) y el pintor alemán Johann Moritz Rugendas (1802-1858), tal vez el más importante de todos los que viajaron por México durante la primera mitad del siglo XIX.
EL EDITOR

PREFACIO

LA PRESENTE OBRA es el resultado de las observaciones de una dama durante dos años de estancia en México. Su posición le permitió estar en estrecho contacto con la sociedad mexicana y le proporcionó las mejores fuentes de información que puedan interesar al viajero ilustrado. La obra consiste en cartas escritas a miembros de su misma familia y, en principio, por increíble que pueda parecer, sin ninguna intención de publicarlas. Lamentando que un almacén de información tan rico y entretenido, del que yo mismo tanto me he aprovechado, fuera sólo reservado para unos cuantos amigos, recomendé con insistencia que fueran publicadas. Esto es lo que se ha hecho ahora, con algunas alteraciones y omisiones necesarias, al ser una correspondencia privada y, aunque la obra obtendría más crédito de mano de la propia autora que de lo que yo pueda decir, ella ha declinado presentarla, por lo que para mí es un placer escribir estas líneas y ofrecérsela al público.
WILLIAM H. PRESCOTT
Boston, 8 de diciembre de 1842

PRIMERA CARTA

PARTIDA DEL NORMA – ÚLTIMA MIRADA A LA BAHÍA DE NUEVA YORK – COMPAÑEROS DE VIAJE – VIENTO DESFAVORABLE – FALSAS APARIENCIAS – PUESTA DE SOL SUREÑA – MARES ATRAVESADOS POR COLÓN – VARIEDAD DE OCUPACIONES A BORDO – LAS ISLAS BERRY – ATARDECER EN UN MAR TROPICAL – LETITIA ELIZABETH LONDON – PAN DE MATANZAS – CASTILLO DEL MORRO – BAHÍA DE LA HABANA – LLEGADA – BONITA CASA EN LA HABANA – VISTAS Y MELODÍAS
PAQUEBOTE NORMA. 27 DE OCTUBRE DE 1839.
ESTA MAÑANA, a las diez en punto, subimos a bordo del vapor Hércules, que nos llevaría hasta el Norma al son de su nombre[1]. Había niebla y el día estaba triste, como si se negara a aceptar una sonrisa del sol. Todo apuntaba a que el Norma no saldría hoy, pero cuando hay ganas… Nos acompañaron varios amigos hasta el muelle: el ministro ruso, el ministro de Buenos Aires, el Sr. __ —que intentaba parecer triste e incluso soltaba alguna lágrima debido a alguna causa extraña— y el juez __, entre otros a quienes, verdaderamente, sentíamos abandonar.
El Norma permanecía anclado en uno de los lugares más bonitos de la bahía. Un vapor nos remolcó cinco millas, hasta que pasamos los Estrechos. El viento era desfavorable, pero el día empezó a clarear y el viento disipó los nubarrones.
Sin embargo, no hay nada más triste que ver cómo se va alejando todo. Es como si el tiempo estuviera visiblemente en movimiento. Apenas podíamos distinguir, como a través de un cristal empañado, las maravillas de la bahía: los árboles que llegaban hasta la orilla en su esplendor otoñal, las casas blancas de Staten Island… Todo iba haciéndose más pequeño hasta que, como en un sueño, desapareció.
El piloto nos ha dejado despidiendo nuestro último contacto con tierra firme. Todavía se ven las montañas de Neversink y el faro de Sandy Hook. El sol se está poniendo y en unos minutos procederemos a abandonar, probablemente durante años, lugares que nos son especialmente familiares.
Nuestros compañeros de viaje no resultan muy carismáticos. Está la señora Albini, una prima donna que, en un barco llamado igual que una de sus óperas favoritas, vuelve a México junto con su marido, el señor Vellani, y su hijo.
También están M.B__—con un bigote que parece el nido de un pájaro—, una atractiva viuda muy afligida y todo tipo de españoles y habaneros. Ahora nos encontramos solamente Calderón, yo y mi femme-de-chambre francesa, que parece la duquesa viuda de Devon y además es propensa al mareo.
DÍA 28. Cuando dije que me agradaba la vida en un barco, no me refería a que me gusten los mercantes con camarotes sin aire y todo tipo de olores desagradables. Como explicó a bordo una francesa con aires de cetáceo afligido y con más razón que elegancia: «Todo es asqueroso, incluido el eau-de-Cologne».
El viento sigue siendo desfavorable y el Norma, batiéndose arriba y abajo, avanza poco. Hemos hecho setenta y cuatro millas, de las cuales sólo avanzamos cuarenta.
Hoy todos se sienten indispuestos y la cubierta está vacía. Lo más interesante que he visto a bordo es una bonita niña sordomuda, muy vital y de aspecto inteligente, que me ha enseñado a hablar con los manos. El primogénito de la casa__ha evidenciado su buen gusto berreando todo el día. M.B__pálido, sucio, asemejándose bastante a un bandido sin trabajo, ha cruzado la cubierta con pasos intranquilos y un puro asomándole por el bigote, como una luz en un bosque impenetrable o una lámpara de calabaza en una zona pantanosa. Un español gordo ha lanzado un discurso sobre las maravillas de la olla podrida. En cuanto al resto, proseguimos nuestro camino lentamente y a este paso llegaremos a Cuba en tres meses.
Las estrellas brillan plateadas y tranquilas. Fuera todo es delicado y bonito, y no hay duda de que el Norma está en armonía con la escena, balanceándose graciosamente como un cisne blanco y perezoso. En cambio, dentro hay mareos y náuseas, agua de sentina y todo lo desagradable e inevitable de una pequeña embarcación.
DÍA 31. Han pasado tres días sin que ocurriera nada que valga la pena mencionar, con excepción de la diferencia de temperatura que ya empezamos a notar. Los pasajeros todavía sufren mareos en todas sus fases.
El día ha amanecido con una riña entre dos caballeros por el asunto de las loterías cubanas. Terminaron por lanzarse apelativos que, si bien se los podían merecer, eran bastante fuertes. Pero, a la hora de la cena, estaban juntos, preparando amigablemente una enorme sopera de gazpacho: una especie de ensalada compuesta de pan, aceite, vinagre, cebolla troceada y ajos. Y el más gordo declaró que, con el buen tiempo, una fuente de gazpacho con un montón de ajo le hace sentirse tan fresco como una rosa. Sin duda, debe de convertirse en un ramillete perfecto.
El matrimonio Calderón de la Barca partió de Nueva York el 27 de octubre de 1839 con destino a La Habana, primera escala de su viaje hasta el puerto mexicano de Veracruz. El itinerario está trazado sobre un mapa publicado en el siglo XIX por el editor londinense de cartogr afía John Tallis.
El comienzo del día en nuestro pequeño camarote es patético. Como unas veinte voces en español, alemán, italiano e inglés empiezan a subir de tono poco a poco. Desde una habitación cercana, Nido de Pájaro asoma la cabeza. «¡Camarero, un vaso!». «Aquí, no hay agua». «Ya voy, señor, ya voy». «¡Camarero, agua y toallas!». «Tome, señor». «Amigo, ¿cómo está el viento?» (éste es el despertar del señor ministro[2], asomando la cabeza medio asfixiado por la puerta del camarote). «¡Oh, camarero, camarero!». «Sí, señorita». «Venga y mire esto». «Lo arreglaré, señorita», etcétera.
1 DE NOVIEMBRE. Sopla un viento agradable después de una noche sofocante y muchas esperanzas de ver los bancos de las Bahamas el domingo. La mayoría de la gente va subiendo poco a poco desde las zonas más bajas, arrastrándose por la cubierta con el rostro pálido y abatido. La señora Albini posee un tono de voz tan dulce cuando habla, con su acento especial de la bella Italia, que resulta un placer escucharla. He pasado el día entero leyendo de manera inconexa: Los niños de Eduard, de Casimir Delavigne; Washington Irving; Curiosidades de la Literatura, de D’Israeli, etcétera. Y es bastante notable que haya una generosa cantidad de libros ingleses y franceses y solamente uno o dos volúmenes sueltos en español, a pesar de que estos barcos están siempre llenos de gente de ese país que va y viene. ¿Será que no les importa la lectura o que se fijan más en los pasajeros franceses y americanos que en los libros? Quiero pensar que Cervantes, Lope de Vega, Calderón o Moratín valen bastante más que cualquiera de las mediocres novelas que encuentro por aquí.
DÍA 3. Ayer el viento soplaba tan suave como en una mañana de verano. Un pajarillo voló por el barco. Hoy también ha hecho viento, pero el tiempo sigue siendo estupendo. Una multitud de pequeños peces voladores cubre el mar. Un diminuto remolino apareció y desapareció al mismo tiempo. El Sr. __, el cónsul, me ha informado sobre el agradable ambiente social de las Islas Sandwich. Una magnífica puesta de sol que al verla compensa todos los inconvenientes del viaje. El cielo estaba cubierto de nubes negras con rayas plateadas y rodeadas de una gran variedad de colores: azul profundo, blanco algodonoso, rosa, violeta y naranja. Y ahora, completamente salpicado de estrellas; algunas, según se cruzan, se expanden como mensajeros de luz, brillan y desaparecen, como si se apagasen.
Leer a bordo la historia de Colón es muy interesante, especialmente sobre estas aguas por las que navegó con incertidumbre, grandes expectativas y fe firme. También lo es observar las señales que el buen marinero divisó desde esta latitud, la delicada serenidad de la brisa, el azul claro del cielo, el brillo de las numerosas estrellas, las algas del golfo arrastrándose en la dirección del viento, los pajarillos que llegan como mensajeros de buenas noticias, la frecuencia de las estrellas fugaces y la multitud de peces voladores.
A medida que se ciernen las sombras de la noche y el cielo tropical brilla lleno de innumerables estrellas, la imaginación nos lleva a ese siglo que destaca con creces sobre otras épocas comparativamente inapreciables, y tenemos la visión del Descubridor de un mundo divisado desde la proa de su carabela, como si se asomara a la desconocida y misteriosa inmensidad de las aguas, con los ojos puestos en el Oeste, como un persa que intenta conectar con su dios, aunque su estrella saldría por donde el dios se esconde. Le vemos con la mirada fija en la primera línea oscura que separa el mar del azul del cielo, luchando por penetrar en las tinieblas de la noche. Y aún así, aguarda esperanzadamente a que el amanecer del día le permita vislumbrar la tan deseada orilla.
DÍA 6. Durante tres días interminables y agotadores, el viento ha seguido soplando con una constancia increíble. ¡Lo que se le podría haber ofrecido en la Antigüedad a Eolo! Ahora, con excepción de las bocanadas de los confortantes puros, no se hacen ofrendas para contentar a los poderes ocultos. Se aprecian, de hecho, muchas señales de desconsuelo entre los pasajeros. Todo el mundo se ha puesto en la cabeza una desfavorecedora bandana que cubre hasta la nariz y da un aire obstinado. Las barbas permanecen sin afeitar, una costra negra cubre los rostros color limón, lo que transmite una imagen de mal humor y, en algunos casos, de desafío, como si al igual que Julieta exclamaran: «¡No hay ni esperanza ni remedio!»
DÍA 7. Por la mañana, la monotonía del buen tiempo se ha visto rota por un agradable chubasco, acompañado de lluvias torrenciales y muchos truenos y relámpagos. El barco dio vaivenes igual que un borracho y los pasajeros, como suele ocurrir en estos casos, evolucionaron de distintas maneras: se deslizaban, rodaban, se iban hacia los ángulos, etcétera; parecía que el cuerno mágico de Oberón soplara entre el bramido del viento. Mientras, los camareros, como el hombre bueno de Horacio, caminaban tranquilamente entre los restos de vajilla y los platos que caían. Arrastrados de nuestro refugio en cubierta, amontonados como sardinas en lata, «revolcándonos —diría Carlyle[3]— como un encantador de serpientes egipcio», con todas las ventanas cerradas, intentamos tomárnoslo con frialdad a pesar del sofocante calor.
Hay un niño a bordo que está realmente poseído, y no por un malicioso demonio, sino por un duende bromista, estúpido y travieso que le inspira para que atormente a todo el que pueda. Si se le ocurriera tirarse por la borda, contaría con el beneplácito del pasaje.
DÍA 8. El tiempo es perfecto, pero el viento resulta inexorable y los pasajeros, con la cabeza vendada, parecen más tristes que nunca. Algunos se reparten sentados y desanimados por las esquinas y otros riñen con el vecino como válvula de escape para descargar su rabia.
DÍA 9.El viento sigue sin cambiar, pero los señores se van animando. Se han quitado los pañuelos y afeitado, como si se avergonzasen de la impaciencia de estos seis días, adaptándose así a la vida a bordo. Esta mañana divisamos tierra: una larga hilera de colinas en la Isla de Eleuteria, donde se obtiene sal y viven muchos negros. Pero ni la sal ni los negros son visibles a nuestros ojos, solamente el perfil gris de las colinas, derritiéndose entre el cielo y el mar. Hemos zigzagueado todo el día y por la noche nos encontramos justo en sentido contrario a dicha isla. A bordo hay discípulos de Job que nos aseguran que han estado treinta y seis días entre Nueva York y «la joya más preciosa de España [4]».
Por mi parte, no estoy impaciente, pues no me gusta cambiar de sitio cuando me encuentro más o menos bien en él. Y el aire es tan fresco y balsámico que parece desplegar un paraíso de dulces y olorosas especias. El mar parece un espejo y estoy leyendo por primera vez El pirata, de Marryat.
Así llegamos a las ocho de la tarde. El viento sigue llevándonos en zigzag entre Eleuteria y Ábaco. En la cubierta, la viuda atractiva descansa en una silla rodeada de sus compatriotas, que discuten sobre el azúcar, la melaza, el chocolate y otros tópicos locales, junto con los discutibles méritos de Cuba en comparación con el resto del mundo conocido. La señora Albini estudia su papel para la ópera Elizabetta, de Roberto Devereux, que se estrenará en La Habana, pero el crujido del Norma está en desacuerdo con la armonía. Un joven alemán pálido, en bata y zapatillas, estudia a Schiller. Un chico ingenioso escruta un billete muy sobado, que parece la última carta de amor de la hija de un sombrerero. El pequeño poseído está quemando cartón a una pulgada de las cortinas de la sala de estar, mientras el camarero intenta impedírselo. Otros se dejan caer poco a poco en las literas, al igual que nueces maduras. De esta manera, todos seguimos nuestros impulsos.
DÍA 9. ¡El viento continúa! Me consuelo a mí misma con Cinq-Mars y Jacob Faithful [5]. Pero el tiempo es estupendo. Una incipiente luna en cuarto creciente, igual que una reina menor de edad, brilla tanto como si ya estuviera llena al frente de la noche.
Hacia el anochecer, el ansiado faro de Ábaco (construido por los ingleses) nos muestra su caritativo resplandor giratorio. Pero nuestro barco, al igual que Penélope, deshace por la noche lo que ha hecho por el día, yendo hacia atrás como un cangrejo. Llega desde tierra un delicioso olor a violetas.
DÍA 10. Viento agradable. Buenas noticias propagadas por la Albini, toda radiante de alegría. Viento en calma y un brillante mar azul, brisa fresca, olas brillantes y el barco que avanza gallardamente sobre las aguas. Hasta ahora, nuestro viaje puede haber resultado aburrido, pero hasta el hombre de tierra más obstinado no negará que el tiempo ha sido una delicia.
Domingo a bordo. Aunque no repiquen las campanas ni se canten himnos, el cielo azul en las alturas y el océano abajo forman un inmenso templo donde, desde que se pusieron los cimientos del cielo y la tierra, «el día enseña a hablar al día, y la noche a la noche le muestra sabiduría».
Por la mañana nos acercamos a las Islas Berry, improductivas y rocosas, como diría un libro de geografía. Una de estas islas pertenece a un hombre de color, quien la compró por cincuenta pesos; una soberanía bien barata. Vive ahí con su mujer e hijos y sus ¡esclavos negros! y cultivan hortalizas que vende a Nueva York o a barcos que siguen esa ruta. Si el viento hubiese sido favorable, probablemente nos hubieran enviado una barca con verdura fresca, pescado y fruta, lo cual habría sido muy bien aceptado. No lejos de la orilla, vimos el naufragio de un velero de dos mástiles, una triste imagen para aquellos que navegaron por las mismas aguas y ven:
«Un valiente velero
que tenía, sin duda, almas nobles dentro;
¡hecho pedazos!»
¡Con criaturas de Dios dentro! ¡Todo menos eso! Soy como Gonzalo: «Prefiero una muerte seca».
Ahora estamos en los bancos[6] de las Bahamas. El agua es muy clara y azul, con una espuma cremosa, como si perlas y turquesas flotasen por encima. Navega hacia nosotros una goleta de guerra inglesa que parece sospechar que seamos traficantes de esclavos, pero creemos que el capitán —al someternos a la mirada de su catalejo— se ha dado cuenta de que los rostros eran de color limón en vez de negro, por lo que ha cejado en su empeño.
Noche en los bancos. Sería difícil imaginar una escena más bonita y tranquila. Todo está en perfecta calma, las velas encendidas y el cielo se ve salpicado lentamente de estrellas plateadas. El cielo azul y sin una nube, excepto por donde se acaba de meter el sol: el último punto rojo se hunde en la calma del océano y deja una larga hilera de nubes de los colores del arco iris; rojo profundo mezclado con plata brillante, para convertirse en vapor pálido y gris.
El barco avanza como un cisne majestuoso. El agua azul turquesa, con una ligera espuma perlada, es tan clara que vemos las esponjas en el fondo. Cada minuto echan la sonda: «Según la marca, tres; según la marca, tres menos un cuarto; según la marca, dos y medio» (quince pies, y el barco caló trece), dos pies entre nosotros y el fondo. El marinero desafinaba como en la primera entonación de un himno dirigido por el párroco. Me gustaría que cantara la Sra. Albini en vez de él. «¡Según la marca, tres menos un cuarto!». Con esta melodía —lo único que rompía el silencio de la noche— me dormí. El capitán pasó la noche nervioso, buscando las luces de los bancos, al timón o, simplemente, cantando:
«Mientras unos duermen otros deben vigilar.
Así, avanza el mundo».
DÍA 11. Bonita mañana y un viento agradable. Sobre las ocho dejamos los bancos. Justo en ese momento, el marinero que sondeaba —tras cantar cinco, seis, en unos minutos siete—, de repente, no encontró asiento y pareció como si todos nos hubiésemos caído en un abismo desde el borde del banco.
Un capitán compañero y pasajero me dijo esta mañana que estaba a cargo del barco que llevaba al gobernador y a la Sra. McLean al castillo de Cape Coast. ¡Desafortunada Letitia Elizabeth London[7]! No me sorprende en absoluto que las medicinas que en Inglaterra le resultaron inocuas hubiesen sido fatales con este clima.
Nos ha acompañado toda la mañana un bonito buque, el Orleans, con las velas desplegadas, capitaneado por Sears con rumbo a Nueva Orleans… Una larga semicircunferencia de rocas negras surgen a la vista. Algunas son redondas, como la que llaman la Cabeza de la Muerte, otras a unas dos o tres millas tienen forma de tortuga. En el extremo de una, los ingleses están construyendo un faro.
DÍA 12. Estamos frente a Pan de Matanzas, como a unas sesenta millas de La Habana. La impaciencia se generaliza, pero la brisa nos balancea arriba y abajo, por lo que avanzamos poco. Hoy, como todos los días a bordo, ha sido especialmente aburrido, aunque el panorama resulta cada vez más interesante. Todo el mundo se arregla, algunos se afeitan, otros meten la cabeza en agua fría. En el Arca de Noé debieron de experimentar algo similar cuando la paloma no volvió y los pasajeros se preparan ya para llegar a tierra firme después de cuarenta días de viaje. Nuestro Monte Ararat era el Castillo del Morro, que se nos aparecía a las seis de la tarde, oscuro y amenazador.
El puerto y la bahía de La Habana, según litografía de Louis Lebretón.
A primera vista, no hay nada más chocante que esa fortaleza alzándose entre las rocas, con sus torres y almenas. En cambio aquí, para recordarnos la latitud, tenemos unos cuantos cocoteros surgiendo entre la vegetación que cubre los bancos cerca del castillo. A su lado ocupa una buena extensión la fortaleza La Cabaña, de color rosa y con los ángulos de los baluartes blancos.
Hay mucho que mirar ahora. Terminaré la carta en La Habana.
LA HABANA, 13 DE NOVIEMBRE. Anoche, cuando llegamos a la bonita bahía, todo nos pareció extraño y pintoresco. Los soldados de la guarnición, la prisión construida por el general Tacón, las casas desiguales con fachadas rojas o azules y el frescor. Pero también el abandono que deja la ausencia de cristales en las ventanas, los barcos mercantes y los de guerra, los buques comerciales procedentes de todo el mundo, las pequeñas embarcaciones de velas blancas que brillan entre ellos y los negros del muelle. En fin, nada europeo. Hacía bastante calor, lo típico en julio; no corría el aire.
A medida que nos acercábamos al muelle, el ruido y el barullo iban en aumento. Los pasajeros se apiñaban en la cubierta y, apenas levamos anclas, varias barquitas se dirigieron hacia el Norma. En la primera venía un oficial, enviado por el capitán general para dar la bienvenida a Su Excelencia y ofrecerle sus servicios. En la segunda barca viajaba el Administrador del Intendente (el conde de Villanueva) con el mismo protocolo. En la tercera, el dueño de la casa en la que residimos ahora y desde donde escribo estas líneas. En la cuarta, la Compañía de la Ópera Italiana, que se abalanzó en los brazos de los Albini. La quinta, con los típicos oficiales de aduanas. En la sexta, un conde de La Habana y un marqués y en la séptima, la familia del general Montalvo. Finalmente nos subieron en una silla a un extremo del barco para depositarnos en la embarcación del gobierno y nos transportaron hasta el muelle. Como ya había anochecido e íbamos en una volante —un gracioso vehículo que por detrás parecía un gran insecto, con un pequeño postillón negro a caballo o en mula, vestido con un enorme par de botas negras y uniforme llamativo—, apenas podíamos ver la ciudad: sólo las calles estrechas, los edificios desiguales y la gente, en su mayoría negra.
La casa en la que estamos instalados por cortesía de la familia Hechavarría, tiene enfrente la bahía y una vista de lo más variada e interesante. Como es el primer domicilio de estilo español donde entro, debo describíroslo antes de ir a dormir. Es de planta rectangular; entras en una gran sala y alrededor están las dependencias: las habitaciones de los negros, la carbonera, el baño, etcétera. Y las volantes, en el medio. Arriba hay una gran galería que ocupa toda la mansión. Pasamos a la sala: una gran estancia, con suelos y mesas de mármol, tumbonas con almohadas, sillas y sillones de caña. Una cortina de muselina blanca y seda azul la separa de otra habitación más pequeña que me sirve de vestidor, el cual es muy elegante, con un tocador gótico, un despacho caoba, un centro de mármol, bonitos espejos, sofás y sillas de caña, y papel verde y dorado. Una cortina de muselina blanca y seda rosa la separa de un dormitorio, también muy elegante: las camas francesas con colchas de seda azul, mosquiteras y un fino encaje. Otra cortina la aisla por un lado de la galería, que se comunica con las otras estancias de la casa. Los suelos son de mármol o de estuco, las vigas del tejado de madera azul claro, colocadas transversalmente. Todo transmite una agradable sensación de frescura. El conjunto resulta acogedor sin ser llamativo e increíblemente adaptado al clima. Los dormitorios, oscuros y frescos, carecen de ventanas, mientras que las de los salones son bien grandes, con persianas verdes que permanecen cerradas hasta el anochecer.
Los mosquitos ya han comenzado su canción nocturna, señal de que hay que apagar las luces. La luna resplandece en la bahía y se oye una débil y lejana sinfonía militar, mientras el mar gime con monótona tristeza.