PRESENTACIÓN
NACIDA EN ESCOCIA, aunque nombrada marquesa de Calderón de
la Barca por un monarca español, el Rey Alfonso XII, Frances
Erskine Inglis es tremendamente popular en México, país en el que
apenas vivió poco más de dos años, y casi completamente desconocida
en España, donde residió casi la mitad de su vida y murió.
Desde que su libro La vida en México
apareciese publicado en 1843 en Boston y Londres, apadrinado por el
historiador norteamericano William H. Prescott, los lectores
mexicanos no han dejado de leerlo. La indignación inicial con que
lo recibieron se ha enfriado con el paso del tiempo, hasta
convertirse en admiración hacia uno de los textos imprescindibles
para comprender la agitada y peculiar sociedad de ese país a
mediados del siglo XIX.
Frances Erskine Inglis (Edimburgo,
1804-Madrid, 1882) conoció en Estados Unidos al hombre que la
ligaría definitivamente a España, el diplomático Ángel Calderón de
la Barca. Fanny, que así era llamada en familia, había cruzado el
Atlántico en 1830, a la muerte de su padre, y se había establecido
junto con su madre y hermanas en Boston, donde abrieron un colegio
para señoritas. En esa ciudad, por entonces una de las más europeas
de Norteamérica, entabló amistad con Prescott. Fue éste quien en
1838 le presentó a un político moderado español nacido en Buenos
Aires, próximo a Francisco Cea Bermudez y que, al parecer, había
luchado en Zaragoza junto al general Palafox en la Guerra de
Independencia contra la invasión napoleónica.
A don Ángel le apasionaba la lectura e incluso
había traducido alguna obra. Frances, además de tocar el piano,
hablaba varios idiomas, leía de un modo empedernido y hacía gala de
una instrucción exquisita. Ninguno de los dos era joven, sobre todo
desde la perspectiva de la época —él tenía por entonces 44 años,
diez más que ella—, y tal vez por eso no alargaron su
noviazgo.
La escocesa episcopaliana y el español
católico se casaron ese mismo año y meses después, en 1839, Ángel
Calderón de la Barca es nombrado ministro plenipotenciario
(embajador) de España en México, el primero después de la
independencia de esa república que había sido proclamada
recientemente. El 27 de octubre el matrimonio zarpó del puerto de
Nueva York hacia su nuevo destino, a donde llegaría el 18 de
diciembre, después de mes y medio de viaje en el que el único
descanso en la navegación fue la escala que realizaron en La
Habana, territorio de la Corona española.
Desde que embarcaron y durante los dos años y
veintiún días que permanecieron en México, Frances Erskine Inglis
envió incesantemente cartas a Boston, dirigidas a su familia, donde
además de contarles su situación personal describía con tintes
costumbristas todo lo que le causaba sorpresa. Una selección de tan
abundante correspondencia se convertiría en el libro La vida en
México, que Prescott logró que imprimiese en Boston la editorial
Charles C. Little and James Brown y en Londres Chapman and Hall, la
misma firma que publicaba las obras de Charles Dickens. La ayuda
del autor de Oliver Twist, a petición de Prescott, fue decisiva
para que el libro de la marquesa viera la luz en Inglaterra.
De regreso a los Estados Unidos, la vida del
matrimonio Calderón fue tan convulsa como la política española del
momento. Primero se establecieron en Madrid, hasta que en 1844 don
Ángel fue nombrado embajador de España en Washington. Nueve años
después volvió a ser reclamado desde España para ocupar la cartera
de Estado en el Gobierno del conde de San Luis. Las revueltas
liberales, que llegaron a poner en peligro la vida de don Ángel,
les obligaron a exiliarse en Francia. Como reflejo de todas estas
peripecias, Frances escribió bajó pseudónimo The Attaché in Madrid;
or Sketches of the Court of Isabelle II (1856), donde ocultaba su
identidad bajo la de un diplomático alemán.
Cuando regresan del exilio, preocupados por la
crispación madrileña, compran una casa cerca de San Sebastián,
territorio más acorde con la moderación del matrimonio, donde don
Ángel murió en 1861.
A los 57 años, Frances se encontró sola y sin
la compañía de amigos como Washington Irving, que después de años
como embajador de Estados Unidos en Madrid había ya regresado a su
país. La soledad y la convulsa vida política madrileña llevan a la
viuda de Calderón a retirarse a un convento de Anglet, próximo a la
localidad francesa de Biarritz, hasta que es reclamada por la Reina
para ocuparse de la educación de la infanta Isabel Francisca de
Borbón, hermana mayor de Alfonso XII.
La etapa en el Palacio Real tampoco fue fácil.
En 1868 la infanta Isabel contrae matrimonio con el hermano del rey
de Nápoles y ese mismo año la Reina se ve obligada a partir hacia
el exilio en París. En 1871, muere el marido de Isabel Francisca de
Borbón y tres años más tarde la Familia Real regresa a Madrid con
la restauración de la Monarquía.
Frances sigue la misma suerte que la Corte,
siempre detrás de la infanta, de la que se convierte en su
principal apoyo cuando ésta enviuda. En agradecimiento, Alfonso XII
nombra a Fanny en 1876 marquesa de Calderón de la Barca, lo que
supone al mismo tiempo un homenaje a don Ángel. Ostentará el título
en el Palacio de Oriente hasta el día de su muerte, el 3 de febrero
de 1882.
Resulta sorprendente que tanto éxito social no
alcanzase a su obra literaria, porque La vida en México no fue
publicada íntegramente en España hasta 1920 por la Librería de la
viuda de Ch. Bouret, en traducción de Enrique Martínez de Sobral y
prólogo del marqués de San Francisco, Manuel Martínez de Terreros.
En la portada de la edición española figura como autora la marquesa
de Calderón de la Barca, lo que contrasta con las primeras
ediciones inglesas, donde sólo aparecían las iniciales Mme. C. de
la B., fundamentalmente para salvaguardar los intereses
profesionales de su esposo, ya que, en palabras de Prescott, es
«contrario a las reglas de la etiqueta diplomática que el nombre de
la mujer del embajador se ostentase frente a una obra que exhibe al
mundo oficial y al país del que fueron residentes». Por el mismo
motivo, la autora oculta en su libro muchos de los nombre de las
personas que trató.
Mientras en la España del siglo XX el interés
por La vida en México se fue diluyendo hasta caer en el olvido, la
traducción que realizó en México Felipe Teixidor sigue publicándose
allí ininterrumpidamente desde 1959, lo que ha convertido el
volumen en un bestseller.
EL LEGADO DE
HUMBOLDT
Aunque a la marquesa de
Calderón no le movieron a escribir intereses históricos,
geográficos ni antropológicos, la cantidad de veces que aparece
citado en sus páginas el naturalista y viajero alemán Alexander von
Humboldt (Berlín, 1769-Potsdam, 1859) demuestra que la aparente
frivolidad que algunos le criticaron no logra ocultar a una viajera
ilustrada y avisada, dispuesta ocasionalmente a enriquecer sus
impresiones con datos contrastados y aceptados
científicamente.
Humboldt había visitado México y Estados
Unidos entre 1803 y 1804 en compañía del naturalista Aimé Bonpland
y las impresiones de ambos quedaron recogidas dos décadas más tarde
en los treinta volúmenes del Viaje a las regiones equinocciales del
nuevo continente, que Madame Calderón parece haber leído con
detenimiento.
Lo que le diferencia principalmente de
Humboldt es que, mientras éste centra su interés en la naturaleza y
la geografía, ella desvía su foco de atención hacia los detalles
cotidianos y las costumbres más nimias: la indumentaria de hombres
y mujeres, la gastronomía, la pasión por el juego, las peleas de
gallos y corridas de toros, las diferencias sociales, los múltiples
colores de piel fruto del cruce entre españoles e indígenas, el
poder dominante de la Iglesia… Humboldt intentó desplazarse por la
mayor parte del país. Ella se circunscribió a la ciudad de México,
aparte de los viajes que realizó a la ida y la vuelta desde y hasta
el puerto de Veracruz y algunas excursiones ocasionales por los
alrededores de la capital. Podría ser calificada de una viajera
sedentaria, circunstancia debida a las obligaciones diplomáticas de
su marido, que exigían la presencia del matrimonio cerca de los
centros de poder de la república. El deber no les permitió ir más
lejos en sus exploraciones.
El país que observa su mirada europea y
curiosa aparece incapaz de administrar su reciente independencia
política —durante su estancia sufrirá dos pronunciamientos
militares contra el presidente Anastasio Bustamante, que acabarán
dando el poder al general Antonio López de Santa Anna—. La
colonización española se desprecia al mismo tiempo que se añora por
la estabilidad socio económica que supuso durante años. Sus ojos
descubren un territorio empobrecido, infestado de bandidos, donde
la violencia impera por los caminos y las calles y la discordia
política eleva peligrosamente los índices de miseria, lo que
alienta en su escritura abundantes reflexiones irónicas.
Pero su afán no es destruir con la crítica
mordaz, sino ser un testigo fiel que, conforme avanza el libro, se
va enamorando de la república mexicana, acepta muchos de sus gustos
y costumbres que antes denostaba y lamenta las desgracias que ha de
soportar el pueblo. El mismo pulque que nada más llegar le produce
repugnancia se convierte en las últimas páginas en un licor sin el
que considera difícil vivir. El sentido del humor que preside toda
la obra logra también suavizar el dramatismo de alguna de las
situaciones relatadas.
Por el cargo oficial de su marido, la marquesa
de Calderón se convierte en una fuente de información privilegiada,
al conocer de primera mano presidentes de la república, obispos,
generales, relevantes dignatarios y, en general, a la alta sociedad
local con la que compartirá múltiples fiestas, bailes de salón y
funciones teatrales y operísticas. Pero lo que parece haberle
causado mayor impresión son las indígenas, tanto por su belleza
como por el cariño que profesan hacia sus hijos y el mal trato que
reciben de sus maridos, algo que le ofende profundamente. Para la
culta e independiente Frances Erskine Inglis, hombres y mujeres son
iguales intelectualmente, sin margen para el papel tutelar y
dominante del varón, lo que la convierte en precursora del
feminismo.
Las indígenas también le permiten rastrear en
las raíces de un pasado español, ajeno hasta entonces a su bagaje
cultural debido a su origen escocés. La marquesa de Calderón se
enamora de España desde México, a miles de kilómetros de distancia,
y son abundantes las referencias —en ocasiones ingenuas— a Hernán
Cortés y a su papel para llevar la civilización a un territorio
donde todavía eran usuales los sacrificios humanos. De hecho, la
huella española se contrapone casi siempre de un modo positivo a la
cruda realidad republicana de la que ella es testigo. Es a partir
de la independencia mexicana cuando, por ejemplo, advierte un abuso
en la explotación de los indios.
Este tipo de interpretaciones explican la mala
acogida que tuvo su libro entre los intelectuales mexicanos del
siglo XIX, para quienes la autora incurre en constantes
exageraciones e inexactitudes, a la vez que le acusan de ser
incapaz de desprenderse de su soberbia anglosajona para analizar
con objetividad la realidad de una cultura tan dispar a la
suya.
La vida en México fue calificada por muchos de
superficial, sin comprender que en realidad se trataba de una
visión diferente, centrada en la condición humana de los mexicanos
y en las pequeñas cosas, y redactada con la sincera espontaneidad
que se disfruta al escribir cartas para que sean leídas por tu
familia directa, sin pretensión apriorística de verlas
impresas.
La envergadura real de la obra no se le escapó
al general Winfield Scott, que utilizó el texto de la marquesa de
Calderón como guía obligatoria para los oficiales norteamericanos
que él comandó durante la guerra de 1847, que costó a México la
pérdida de una buena parte de su territorio.
Para editar la presente edición en
REY LEAR se ha realizado una nueva
traducción. Se incorporan también cuadros y grabados de artistas
que recorrieron el país en fechas próximas a las que lo hiciera la
autora de La vida en México. Entre otros destacan el litógrafo
italiano Claudio Linati (1790-1832) y el pintor alemán Johann
Moritz Rugendas (1802-1858), tal vez el más importante de todos los
que viajaron por México durante la primera mitad del siglo
XIX.
EL
EDITOR
PRIMERA
CARTA
PARTIDA DEL NORMA – ÚLTIMA MIRADA A LA BAHÍA DE
NUEVA
YORK –
COMPAÑEROS DE
VIAJE – VIENTO
DESFAVORABLE – FALSAS APARIENCIAS – PUESTA DE SOL SUREÑA – MARES ATRAVESADOS POR
COLÓN –
VARIEDAD DE OCUPACIONES A
BORDO – LAS
ISLAS
BERRY –
ATARDECER EN UN MAR
TROPICAL – LETITIA ELIZABETH LONDON – PAN DE MATANZAS – CASTILLO DEL MORRO – BAHÍA DE LA HABANA – LLEGADA – BONITA CASA EN LA HABANA – VISTAS Y MELODÍAS
PAQUEBOTE NORMA. 27 DE OCTUBRE DE
1839.
ESTA MAÑANA, a las diez en punto, subimos a bordo
del vapor Hércules, que nos llevaría hasta el Norma al son de su
nombre[1]. Había niebla y el día
estaba triste, como si se negara a aceptar una sonrisa del sol.
Todo apuntaba a que el Norma no saldría hoy, pero cuando hay ganas…
Nos acompañaron varios amigos hasta el muelle: el ministro ruso, el
ministro de Buenos Aires, el Sr. __ —que intentaba parecer triste e
incluso soltaba alguna lágrima debido a alguna causa extraña— y el
juez __, entre otros a quienes, verdaderamente, sentíamos
abandonar.
El Norma permanecía anclado en uno de los
lugares más bonitos de la bahía. Un vapor nos remolcó cinco millas,
hasta que pasamos los Estrechos. El viento era desfavorable, pero
el día empezó a clarear y el viento disipó los nubarrones.
Sin embargo, no hay nada más triste que ver
cómo se va alejando todo. Es como si el tiempo estuviera
visiblemente en movimiento. Apenas podíamos distinguir, como a
través de un cristal empañado, las maravillas de la bahía: los
árboles que llegaban hasta la orilla en su esplendor otoñal, las
casas blancas de Staten Island… Todo iba haciéndose más pequeño
hasta que, como en un sueño, desapareció.
El piloto nos ha dejado despidiendo nuestro
último contacto con tierra firme. Todavía se ven las montañas de
Neversink y el faro de Sandy Hook. El sol se está poniendo y en
unos minutos procederemos a abandonar, probablemente durante años,
lugares que nos son especialmente familiares.
Nuestros compañeros de viaje no resultan muy
carismáticos. Está la señora Albini, una prima donna que, en un
barco llamado igual que una de sus óperas favoritas, vuelve a
México junto con su marido, el señor Vellani, y su hijo.
También están M.B__—con un
bigote que parece el nido de un pájaro—, una atractiva viuda muy
afligida y todo tipo de españoles y habaneros. Ahora nos
encontramos solamente Calderón, yo y mi femme-de-chambre francesa,
que parece la duquesa viuda de Devon y además es propensa al
mareo.
DÍA 28. Cuando dije
que me agradaba la vida en un barco, no me refería a que me gusten
los mercantes con camarotes sin aire y todo tipo de olores
desagradables. Como explicó a bordo una francesa con aires de
cetáceo afligido y con más razón que elegancia: «Todo es asqueroso,
incluido el eau-de-Cologne».
El viento sigue siendo desfavorable y el
Norma, batiéndose arriba y abajo, avanza poco. Hemos hecho setenta
y cuatro millas, de las cuales sólo avanzamos cuarenta.
Hoy todos se sienten indispuestos y la
cubierta está vacía. Lo más interesante que he visto a bordo es una
bonita niña sordomuda, muy vital y de aspecto inteligente, que me
ha enseñado a hablar con los manos. El primogénito de la
casa__ha evidenciado su buen gusto berreando todo
el día. M.B__pálido, sucio, asemejándose bastante a un bandido sin
trabajo, ha cruzado la cubierta con pasos intranquilos y un puro
asomándole por el bigote, como una luz en un bosque impenetrable o
una lámpara de calabaza en una zona pantanosa. Un español gordo ha
lanzado un discurso sobre las maravillas de la olla podrida. En
cuanto al resto, proseguimos nuestro camino lentamente y a este
paso llegaremos a Cuba en tres meses.
Las estrellas brillan plateadas y tranquilas.
Fuera todo es delicado y bonito, y no hay duda de que el Norma está
en armonía con la escena, balanceándose graciosamente como un cisne
blanco y perezoso. En cambio, dentro hay mareos y náuseas, agua de
sentina y todo lo desagradable e inevitable de una pequeña
embarcación.
DÍA 31. Han pasado
tres días sin que ocurriera nada que valga la pena mencionar, con
excepción de la diferencia de temperatura que ya empezamos a notar.
Los pasajeros todavía sufren mareos en todas sus fases.
El día ha amanecido con una riña entre dos
caballeros por el asunto de las loterías cubanas. Terminaron por
lanzarse apelativos que, si bien se los podían merecer, eran
bastante fuertes. Pero, a la hora de la cena, estaban juntos,
preparando amigablemente una enorme sopera de gazpacho: una especie
de ensalada compuesta de pan, aceite, vinagre, cebolla troceada y
ajos. Y el más gordo declaró que, con el buen tiempo, una fuente de
gazpacho con un montón de ajo le hace sentirse tan fresco como una
rosa. Sin duda, debe de convertirse en un ramillete perfecto.
El matrimonio Calderón de
la Barca partió de Nueva York el 27 de octubre de 1839 con destino
a La Habana, primera escala de su viaje hasta el puerto mexicano de
Veracruz. El itinerario está trazado sobre un mapa publicado en el
siglo XIX por el editor londinense de cartogr afía John
Tallis.
El comienzo del día en nuestro pequeño
camarote es patético. Como unas veinte voces en español, alemán,
italiano e inglés empiezan a subir de tono poco a poco. Desde una
habitación cercana, Nido de Pájaro asoma la cabeza. «¡Camarero, un
vaso!». «Aquí, no hay agua». «Ya voy, señor, ya voy». «¡Camarero,
agua y toallas!». «Tome, señor». «Amigo, ¿cómo está el viento?»
(éste es el despertar del señor ministro[2], asomando la cabeza medio
asfixiado por la puerta del camarote). «¡Oh, camarero, camarero!».
«Sí, señorita». «Venga y mire esto». «Lo arreglaré, señorita»,
etcétera.
1 DE NOVIEMBRE. Sopla
un viento agradable después de una noche sofocante y muchas
esperanzas de ver los bancos de las Bahamas el domingo. La mayoría
de la gente va subiendo poco a poco desde las zonas más bajas,
arrastrándose por la cubierta con el rostro pálido y abatido. La
señora Albini posee un tono de voz tan dulce cuando habla, con su
acento especial de la bella Italia, que resulta un placer
escucharla. He pasado el día entero leyendo de manera inconexa: Los
niños de Eduard, de Casimir Delavigne; Washington Irving;
Curiosidades de la Literatura, de D’Israeli, etcétera. Y es
bastante notable que haya una generosa cantidad de libros ingleses
y franceses y solamente uno o dos volúmenes sueltos en español, a
pesar de que estos barcos están siempre llenos de gente de ese país
que va y viene. ¿Será que no les importa la lectura o que se fijan
más en los pasajeros franceses y americanos que en los libros?
Quiero pensar que Cervantes, Lope de Vega, Calderón o Moratín valen
bastante más que cualquiera de las mediocres novelas que encuentro
por aquí.
DÍA 3. Ayer el viento
soplaba tan suave como en una mañana de verano. Un pajarillo voló
por el barco. Hoy también ha hecho viento, pero el tiempo sigue
siendo estupendo. Una multitud de pequeños peces voladores cubre el
mar. Un diminuto remolino apareció y desapareció al mismo tiempo.
El Sr. __, el cónsul, me ha informado sobre el agradable ambiente
social de las Islas Sandwich. Una magnífica puesta de sol que al
verla compensa todos los inconvenientes del viaje. El cielo estaba
cubierto de nubes negras con rayas plateadas y rodeadas de una gran
variedad de colores: azul profundo, blanco algodonoso, rosa,
violeta y naranja. Y ahora, completamente salpicado de estrellas;
algunas, según se cruzan, se expanden como mensajeros de luz,
brillan y desaparecen, como si se apagasen.
Leer a bordo la historia de Colón es muy
interesante, especialmente sobre estas aguas por las que navegó con
incertidumbre, grandes expectativas y fe firme. También lo es
observar las señales que el buen marinero divisó desde esta
latitud, la delicada serenidad de la brisa, el azul claro del
cielo, el brillo de las numerosas estrellas, las algas del golfo
arrastrándose en la dirección del viento, los pajarillos que llegan
como mensajeros de buenas noticias, la frecuencia de las estrellas
fugaces y la multitud de peces voladores.
A medida que se ciernen las sombras de la
noche y el cielo tropical brilla lleno de innumerables estrellas,
la imaginación nos lleva a ese siglo que destaca con creces sobre
otras épocas comparativamente inapreciables, y tenemos la visión
del Descubridor de un mundo divisado desde la proa de su carabela,
como si se asomara a la desconocida y misteriosa inmensidad de las
aguas, con los ojos puestos en el Oeste, como un persa que intenta
conectar con su dios, aunque su estrella saldría por donde el dios
se esconde. Le vemos con la mirada fija en la primera línea oscura
que separa el mar del azul del cielo, luchando por penetrar en las
tinieblas de la noche. Y aún así, aguarda esperanzadamente a que el
amanecer del día le permita vislumbrar la tan deseada orilla.
DÍA 6. Durante tres
días interminables y agotadores, el viento ha seguido soplando con
una constancia increíble. ¡Lo que se le podría haber ofrecido en la
Antigüedad a Eolo! Ahora, con excepción de las bocanadas de los
confortantes puros, no se hacen ofrendas para contentar a los
poderes ocultos. Se aprecian, de hecho, muchas señales de
desconsuelo entre los pasajeros. Todo el mundo se ha puesto en la
cabeza una desfavorecedora bandana que cubre hasta la nariz y da un
aire obstinado. Las barbas permanecen sin afeitar, una costra negra
cubre los rostros color limón, lo que transmite una imagen de mal
humor y, en algunos casos, de desafío, como si al igual que Julieta
exclamaran: «¡No hay ni esperanza ni remedio!»
DÍA 7. Por la mañana,
la monotonía del buen tiempo se ha visto rota por un agradable
chubasco, acompañado de lluvias torrenciales y muchos truenos y
relámpagos. El barco dio vaivenes igual que un borracho y los
pasajeros, como suele ocurrir en estos casos, evolucionaron de
distintas maneras: se deslizaban, rodaban, se iban hacia los
ángulos, etcétera; parecía que el cuerno mágico de Oberón soplara
entre el bramido del viento. Mientras, los camareros, como el
hombre bueno de Horacio, caminaban tranquilamente entre los restos
de vajilla y los platos que caían. Arrastrados de nuestro refugio
en cubierta, amontonados como sardinas en lata, «revolcándonos
—diría Carlyle[3]— como un encantador de
serpientes egipcio», con todas las ventanas cerradas, intentamos
tomárnoslo con frialdad a pesar del sofocante calor.
Hay un niño a bordo que está realmente
poseído, y no por un malicioso demonio, sino por un duende
bromista, estúpido y travieso que le inspira para que atormente a
todo el que pueda. Si se le ocurriera tirarse por la borda,
contaría con el beneplácito del pasaje.
DÍA 8. El tiempo es
perfecto, pero el viento resulta inexorable y los pasajeros, con la
cabeza vendada, parecen más tristes que nunca. Algunos se reparten
sentados y desanimados por las esquinas y otros riñen con el vecino
como válvula de escape para descargar su rabia.
DÍA 9.El viento sigue
sin cambiar, pero los señores se van animando. Se han quitado los
pañuelos y afeitado, como si se avergonzasen de la impaciencia de
estos seis días, adaptándose así a la vida a bordo. Esta mañana
divisamos tierra: una larga hilera de colinas en la Isla de
Eleuteria, donde se obtiene sal y viven muchos negros. Pero ni la
sal ni los negros son visibles a nuestros ojos, solamente el perfil
gris de las colinas, derritiéndose entre el cielo y el mar. Hemos
zigzagueado todo el día y por la noche nos encontramos justo en
sentido contrario a dicha isla. A bordo hay discípulos de Job que
nos aseguran que han estado treinta y seis días entre Nueva York y
«la joya más preciosa de España [4]».
Por mi parte, no estoy impaciente, pues no me
gusta cambiar de sitio cuando me encuentro más o menos bien en él.
Y el aire es tan fresco y balsámico que parece desplegar un paraíso
de dulces y olorosas especias. El mar parece un espejo y estoy
leyendo por primera vez El pirata, de Marryat.
Así llegamos a las ocho de la tarde. El viento
sigue llevándonos en zigzag entre Eleuteria y Ábaco. En la
cubierta, la viuda atractiva descansa en una silla rodeada de sus
compatriotas, que discuten sobre el azúcar, la melaza, el chocolate
y otros tópicos locales, junto con los discutibles méritos de Cuba
en comparación con el resto del mundo conocido. La señora Albini
estudia su papel para la ópera Elizabetta, de Roberto Devereux, que
se estrenará en La Habana, pero el crujido del Norma está en
desacuerdo con la armonía. Un joven alemán pálido, en bata y
zapatillas, estudia a Schiller. Un chico ingenioso escruta un
billete muy sobado, que parece la última carta de amor de la hija
de un sombrerero. El pequeño poseído está quemando cartón a una
pulgada de las cortinas de la sala de estar, mientras el camarero
intenta impedírselo. Otros se dejan caer poco a poco en las
literas, al igual que nueces maduras. De esta manera, todos
seguimos nuestros impulsos.
DÍA 9. ¡El viento
continúa! Me consuelo a mí misma con Cinq-Mars y Jacob Faithful
[5]. Pero el tiempo es
estupendo. Una incipiente luna en cuarto creciente, igual que una
reina menor de edad, brilla tanto como si ya estuviera llena al
frente de la noche.
Hacia el anochecer, el ansiado faro de Ábaco
(construido por los ingleses) nos muestra su caritativo resplandor
giratorio. Pero nuestro barco, al igual que Penélope, deshace por
la noche lo que ha hecho por el día, yendo hacia atrás como un
cangrejo. Llega desde tierra un delicioso olor a violetas.
DÍA 10. Viento
agradable. Buenas noticias propagadas por la Albini, toda radiante
de alegría. Viento en calma y un brillante mar azul, brisa fresca,
olas brillantes y el barco que avanza gallardamente sobre las
aguas. Hasta ahora, nuestro viaje puede haber resultado aburrido,
pero hasta el hombre de tierra más obstinado no negará que el
tiempo ha sido una delicia.
Domingo a bordo. Aunque no repiquen las
campanas ni se canten himnos, el cielo azul en las alturas y el
océano abajo forman un inmenso templo donde, desde que se pusieron
los cimientos del cielo y la tierra, «el día enseña a hablar al
día, y la noche a la noche le muestra sabiduría».
Por la mañana nos acercamos a las Islas Berry,
improductivas y rocosas, como diría un libro de geografía. Una de
estas islas pertenece a un hombre de color, quien la compró por
cincuenta pesos; una soberanía bien barata. Vive ahí con su mujer e
hijos y sus ¡esclavos negros! y cultivan hortalizas que vende a
Nueva York o a barcos que siguen esa ruta. Si el viento hubiese
sido favorable, probablemente nos hubieran enviado una barca con
verdura fresca, pescado y fruta, lo cual habría sido muy bien
aceptado. No lejos de la orilla, vimos el naufragio de un velero de
dos mástiles, una triste imagen para aquellos que navegaron por las
mismas aguas y ven:
«Un valiente velero
que tenía, sin duda, almas nobles dentro;
¡hecho pedazos!»
¡Con criaturas de Dios dentro! ¡Todo menos
eso! Soy como Gonzalo: «Prefiero una muerte seca».
Ahora estamos en los bancos[6] de las Bahamas. El agua
es muy clara y azul, con una espuma cremosa, como si perlas y
turquesas flotasen por encima. Navega hacia nosotros una goleta de
guerra inglesa que parece sospechar que seamos traficantes de
esclavos, pero creemos que el capitán —al someternos a la mirada de
su catalejo— se ha dado cuenta de que los rostros eran de color
limón en vez de negro, por lo que ha cejado en su empeño.
Noche en los bancos. Sería difícil imaginar
una escena más bonita y tranquila. Todo está en perfecta calma, las
velas encendidas y el cielo se ve salpicado lentamente de estrellas
plateadas. El cielo azul y sin una nube, excepto por donde se acaba
de meter el sol: el último punto rojo se hunde en la calma del
océano y deja una larga hilera de nubes de los colores del arco
iris; rojo profundo mezclado con plata brillante, para convertirse
en vapor pálido y gris.
El barco avanza como un cisne majestuoso. El
agua azul turquesa, con una ligera espuma perlada, es tan clara que
vemos las esponjas en el fondo. Cada minuto echan la sonda: «Según
la marca, tres; según la marca, tres menos un cuarto; según la
marca, dos y medio» (quince pies, y el barco caló trece), dos pies
entre nosotros y el fondo. El marinero desafinaba como en la
primera entonación de un himno dirigido por el párroco. Me gustaría
que cantara la Sra. Albini en vez de él. «¡Según la marca, tres
menos un cuarto!». Con esta melodía —lo único que rompía el
silencio de la noche— me dormí. El capitán pasó la noche nervioso,
buscando las luces de los bancos, al timón o, simplemente,
cantando:
«Mientras unos duermen otros deben
vigilar.
Así, avanza el mundo».
DÍA 11. Bonita mañana
y un viento agradable. Sobre las ocho dejamos los bancos. Justo en
ese momento, el marinero que sondeaba —tras cantar cinco, seis, en
unos minutos siete—, de repente, no encontró asiento y pareció como
si todos nos hubiésemos caído en un abismo desde el borde del
banco.
Un capitán compañero y pasajero me dijo esta
mañana que estaba a cargo del barco que llevaba al gobernador y a
la Sra. McLean al castillo de Cape Coast. ¡Desafortunada Letitia
Elizabeth London[7]! No me sorprende en
absoluto que las medicinas que en Inglaterra le resultaron inocuas
hubiesen sido fatales con este clima.
Nos ha acompañado toda la mañana un bonito
buque, el Orleans, con las velas desplegadas, capitaneado por Sears
con rumbo a Nueva Orleans… Una larga semicircunferencia de rocas
negras surgen a la vista. Algunas son redondas, como la que llaman
la Cabeza de la Muerte, otras a unas dos o tres millas tienen forma
de tortuga. En el extremo de una, los ingleses están construyendo
un faro.
DÍA 12. Estamos frente
a Pan de Matanzas, como a unas sesenta millas de La Habana. La
impaciencia se generaliza, pero la brisa nos balancea arriba y
abajo, por lo que avanzamos poco. Hoy, como todos los días a bordo,
ha sido especialmente aburrido, aunque el panorama resulta cada vez
más interesante. Todo el mundo se arregla, algunos se afeitan,
otros meten la cabeza en agua fría. En el Arca de Noé debieron de
experimentar algo similar cuando la paloma no volvió y los
pasajeros se preparan ya para llegar a tierra firme después de
cuarenta días de viaje. Nuestro Monte Ararat era el Castillo del
Morro, que se nos aparecía a las seis de la tarde, oscuro y
amenazador.
El puerto y la bahía de La
Habana, según litografía de Louis Lebretón.
A primera vista, no hay nada más chocante que
esa fortaleza alzándose entre las rocas, con sus torres y almenas.
En cambio aquí, para recordarnos la latitud, tenemos unos cuantos
cocoteros surgiendo entre la vegetación que cubre los bancos cerca
del castillo. A su lado ocupa una buena extensión la fortaleza La
Cabaña, de color rosa y con los ángulos de los baluartes
blancos.
Hay mucho que mirar ahora. Terminaré la carta
en La Habana.
LA HABANA, 13 DE NOVIEMBRE. Anoche, cuando llegamos a
la bonita bahía, todo nos pareció extraño y pintoresco. Los
soldados de la guarnición, la prisión construida por el general
Tacón, las casas desiguales con fachadas rojas o azules y el
frescor. Pero también el abandono que deja la ausencia de cristales
en las ventanas, los barcos mercantes y los de guerra, los buques
comerciales procedentes de todo el mundo, las pequeñas
embarcaciones de velas blancas que brillan entre ellos y los negros
del muelle. En fin, nada europeo. Hacía bastante calor, lo típico
en julio; no corría el aire.
A medida que nos acercábamos al muelle, el
ruido y el barullo iban en aumento. Los pasajeros se apiñaban en la
cubierta y, apenas levamos anclas, varias barquitas se dirigieron
hacia el Norma. En la primera venía un oficial, enviado por el
capitán general para dar la bienvenida a Su Excelencia y ofrecerle
sus servicios. En la segunda barca viajaba el Administrador del
Intendente (el conde de Villanueva) con el mismo protocolo. En la
tercera, el dueño de la casa en la que residimos ahora y desde
donde escribo estas líneas. En la cuarta, la Compañía de la Ópera
Italiana, que se abalanzó en los brazos de los Albini. La quinta,
con los típicos oficiales de aduanas. En la sexta, un conde de La
Habana y un marqués y en la séptima, la familia del general
Montalvo. Finalmente nos subieron en una silla a un extremo del
barco para depositarnos en la embarcación del gobierno y nos
transportaron hasta el muelle. Como ya había anochecido e íbamos en
una volante —un gracioso vehículo que por detrás parecía un gran
insecto, con un pequeño postillón negro a caballo o en mula,
vestido con un enorme par de botas negras y uniforme llamativo—,
apenas podíamos ver la ciudad: sólo las calles estrechas, los
edificios desiguales y la gente, en su mayoría negra.
La casa en la que estamos instalados por
cortesía de la familia Hechavarría, tiene enfrente la bahía y una
vista de lo más variada e interesante. Como es el primer domicilio
de estilo español donde entro, debo describíroslo antes de ir a
dormir. Es de planta rectangular; entras en una gran sala y
alrededor están las dependencias: las habitaciones de los negros,
la carbonera, el baño, etcétera. Y las volantes, en el medio.
Arriba hay una gran galería que ocupa toda la mansión. Pasamos a la
sala: una gran estancia, con suelos y mesas de mármol, tumbonas con
almohadas, sillas y sillones de caña. Una cortina de muselina
blanca y seda azul la separa de otra habitación más pequeña que me
sirve de vestidor, el cual es muy elegante, con un tocador gótico,
un despacho caoba, un centro de mármol, bonitos espejos, sofás y
sillas de caña, y papel verde y dorado. Una cortina de muselina
blanca y seda rosa la separa de un dormitorio, también muy
elegante: las camas francesas con colchas de seda azul, mosquiteras
y un fino encaje. Otra cortina la aisla por un lado de la galería,
que se comunica con las otras estancias de la casa. Los suelos son
de mármol o de estuco, las vigas del tejado de madera azul claro,
colocadas transversalmente. Todo transmite una agradable sensación
de frescura. El conjunto resulta acogedor sin ser llamativo e
increíblemente adaptado al clima. Los dormitorios, oscuros y
frescos, carecen de ventanas, mientras que las de los salones son
bien grandes, con persianas verdes que permanecen cerradas hasta el
anochecer.
Los mosquitos ya han comenzado su canción
nocturna, señal de que hay que apagar las luces. La luna
resplandece en la bahía y se oye una débil y lejana sinfonía
militar, mientras el mar gime con monótona tristeza.