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LOLA ANDRADE OLIVIÉ

LO QUE NO SE DICE

RED-EDICIONES

Sumario

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Prólogo

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Último capítulo

Solamente las palabras dan un sentido cabal a la esencia de las cosas. Sin las palabras, nada existiría. ¿Cuál sería el placer sin el intermediario de la palabra?

Jacques Lacan

Prólogo

Si hay algo que me pone los pelos de punta en el discurso capitalista es la eliminación del sujeto como tal. En dicho discurso, el individuo no existe, tan solo existe una imagen engañosa, fantasmal. Existe una gran masa homogeneizada y consumidora a la cual va dirigida una insufrible oferta de objetos que pretenden taponar aún más, si cabe, el lamentable estado en el que se encuentra el deseo particular de cada cual. Una especie de «come y calla» generalizado que todos tan bien conocemos. Con todo ello se pretende reventar el deseo individual, anular y cegar esa particularidad tan personal que nos define, ese sello que hace que cada uno de nosotros seamos seres únicos pero que, desposeídos de nuestras singularidades, permanezcamos sumergidos en un inevitable baile de máscaras.

Indagando sobre las raíces de la palabra «persona» me encuentro que viene del griego prosopos: pros que significa «delante» y sopos, «cara.» En realidad quiere decir: máscara. De nuevo esta idea me remite a una imagen, quizás a una especie de fantasma virtual que recorrería los pasillos de este mundo sin saber si existe en realidad o si es el propio universo el que ha pasado a ser una simple apariencia espectral. Vivimos en un mundo irreal rodeados de presencias fantasmales que esconden su verdadero ser tras diferentes imágenes más o menos engañosas.

De esta manera, para la persona que escribe, crear un personaje de ficción se ha convertido en un complejo sistema de juego de cajas chinas, en una especie de engaño dentro del engaño. Tendríamos por lo tanto: un personaje imaginario (el escritor) dentro de un mundo virtual (la realidad) creando una persona enmascarada (el personaje) y poniéndola a jugar dándole instrucciones (argumento), o a actuar (su vida), al igual que en el teatro griego, a modo de didascalia (acotaciones), en un gran juego de máscaras (caos) que el hombre se empeña en ordenar, en delimitar (laberinto).

La literatura vendría a ser entonces una nueva máscara, un semblante con el cual nos introducimos en esa otra teatralidad por todos aceptada.

Lola Andrade

Capítulo uno

Me oculto y me exhibo. Me pongo la careta y me la quito. Estoy tan acostumbrada a camuflarme entre las otras caretas de mi entorno, que a menudo ya no sé si en este baile de máscaras los personajes de ficción resultan ser, la mayoría de las veces, los menos metamorfoseados. Quizás lo más sinceros.

Llevo años intentando quitarme la máscara para así poder mostrarme. Busco ese personaje limpio de disfraces pero nunca lo consigo. Es curioso. Me esfuerzo en desnudarme y para lograrlo, a mis personajes les hago hablar siempre en primera persona. A veces del plural. Me gusta el desdoblamiento que obtengo con ello y la locura de creerme lo que me invento. Me atrae esa sensación de pensar por un momento que soy la actora de tales incidentes. Eso me encanta. Mejor dicho: me domina. No depende de mí. Me pongo tanto en el lugar del otro para entender sus motivaciones que el resultado es que me pierdo en el camino. Y me disfrazo sin darme cuenta, casi de manera automática. Lo hago sin querer hacerlo. Me desnudo, pero me desnudo a medias. Quiero mostrar pero no mostrarlo todo. Quiero enseñar pero escondiendo. Me quiero rebelar, pero aún así, continúo velando. Por eso mi mascarada particular es tan curiosa, porque queriendo decir acabo ocultando, queriendo decir, en realidad, me acabo tapando. Son las paradojas que me persiguen.

Con la desafortunada reaparición en mi vida de mi amiga Irene, me di cuenta de que cada vez que tengo que hacer un acto de entrada en el mundo, necesito acorazarme tras una máscara, ya que aparte de mi trabajo como asesora de la policía, vivo en un delicioso aislamiento creativo. Acudo con mi mejor careta cada vez que levanto los dedos de mi teclado, incluso en mi teclado, tecleo con diferentes caretas. Si por mí fuera, estaría todo el día escondida tras el ordenador en el que preparo mis bocetos y resúmenes para el jefe. Si no le detallo bien los argumentos, o le presento los personajes perfectamente caracterizados, se desespera. Por eso, hasta que no doy con la pista adecuada no paro. Además, necesito meterme a fondo en la piel del personaje que estoy perfilando para poder emitir mis conclusiones. Mis compañeros de trabajo lo saben bien. No me presionan. No reclamo más que la tranquilidad de la reclusión para poder gestionar la información que poseo a la hora de encauzar las investigaciones policiales. Por este motivo, tampoco saldría de casa si no tuviera que trabajar. Lo que hay puertas afuera de mi trabajo, me parece una ficción, una ficción mucho peor que las que yo les propongo a diario para resolver nuestros casos porque, además de engañosa, esa otra realidad es muy ruidosa. ¿Nunca se han fijado el ruido tan insoportable con el que tenemos que convivir cada día? Por eso me gustan más las noches, son más silenciosas.

Cualquier tipo de acto social, cualquier tipo de relación con otros seres de mi entorno que no sean mis fieles compañeros, cualquier movimiento improvisado me produce una alteración tal que solo lo puedo realizar si automáticamente me coloco un velo, una máscara.

Así fue como una noche, después de releer el relato de Kafka, El artista del hambre, ese hombre que no podía hacer otra cosa que ayunar porque no encontraba comida que le gustara, y el de Melville, Bartleby el escribiente, el copista que a todo lo que le preguntaban, siempre contestaba con la misma terquedad: «Si no le importa, preferiría no hacerlo,» es decir, «el artista del no»; como decía, esa noche, contagiada por estas lecturas, y para demostrarle a mi jefe que cada individuo tiene una singularidad propia que le define y que en ello radica el quid de la cuestión y el origen de nuestras motivaciones, se me ocurrió, para mi archivo especial de personajes extremos, la idea de rebautizarme igual que los protagonistas de esos relatos.

Decidí, después de darle muchas vueltas, hacerlo con el sobrenombre de: «La artista de las máscaras». Me di cuenta de que yo también tenía una obstinación desmedida que rayaba en la obsesión y que esa podía ser mi particularidad.

Lo elegí ya que soy una mujer que por propia convicción huye de todo lo que tiene que ver con la realidad y en esa huida, además, me he acostumbrado a un ritmo pausado. Cuando ese ritmo se altera sufro y mi cuerpo se rebela. Es así, desde pequeña, me lo he organizado para evadirme, para entrar en otros mundos y evitar el contacto con la gente que me rodea. Por fortuna, en mi trabajo actual puedo seguir manteniendo esa distancia.

Al principio pensaba que esa manía de enmascararme solo la tenía yo, por mis problemas personales, pero después comprendí que los demás también actuaban, también disimulaban, hasta que me di cuenta de que los otros actúan pero sin ser conscientes de ello. Los otros llevan sus máscaras tan contentos, con determinación, con soberbia. Lo han asumido. Han comprendido el juego del teatro de la vida y lo aceptan. Yo en cambio, las llevo porque no tengo más remedio. Como diría el artista del hambre, no es un mérito mío pues en realidad, no podría hacer otra cosa.

La llegada de Irene estuvo a punto de hacerme perder el título que recién me había adjudicado. Se comportaba como si fuera la auténtica reina del carnaval. Fue compañera mía en el instituto y en el primer curso de universidad. Las dos empezamos Derecho. De manera misteriosa, el segundo año cambió de carrera sin darme explicaciones y desapareció. Desde entonces, nos habíamos visto en contadas ocasiones. De hecho no sé por qué la llamo amiga. Será porque recuerdo que aquel año en el instituto fue muy intenso. Las dos éramos guapas, estábamos llenas de vida, teníamos la fuerza de nuestra belleza y de nuestra juventud, y además, esa insolencia de quien cree que tiene el mundo a sus pies y puede conseguir cualquier cosa que se proponga. Ella era caprichosa, siempre quería lo que yo tenía, por insignificante que fuera. Y yo era manipuladora, mentirosa, me encargaba de inventar todo tipo de cuentos y artimañas para que nos dejaran salir y esas cosas. Sí, en aquel momento fuimos amigas pero también fuimos rivales. Fue el año de nuestros primeros novios. De las mentiras de la adolescencia. Competíamos, sin saberlo, casi por todo. Aquel año cambió mi vida. Pero después perdimos el contacto durante mucho tiempo, aquella amistad quedó en nada. Aunque a lo largo de los años hemos hablado mucho por teléfono, ambas notábamos que había cosas que no nos decíamos. Yo notaba su hipocresía y seguro que ella notaba la mía. Las dos habíamos cambiado mucho. En nuestras conversaciones siempre se mostraba muy altiva, como si fuera una mujer completa, a la que nada le falta, ligeramente soberbia. Cambiaba de tema con total ligereza y era muy difícil que profundizáramos en ninguno. Tampoco le interesaba saber mucho de mí, nunca me preguntaba qué tal me iba o si necesitaba algo. Tenía una total incapacidad para escuchar. Por lo cual, yo nunca le contaba nada. Además, con los años, me había vuelto muy reservada.

Sin embargo, un día que estaba muy habladora —creo que tenía unas copitas de más— me contó por encima muchas cosas sobre su vida que nunca me había dicho. Yo sabía que sus padres se habían separado, pero no que su madre se había ido con otro hombre, un alemán, según ella muy serio, que se la llevó fuera del país y nunca más volvió a España. Y que tuvo otros hijos con él que ni siquiera conoció y eso que eran sus hermanos, bueno sus hermanastros. Abandonada por su madre, acabó yéndose a vivir con su padre, pero en seguida se puso a trabajar y se independizó porque, por lo visto, vivir allí era insoportable. La casa de su padre se convirtió en un continuo rosario de novias que iban y venían.

Ese día estuvimos un buen rato al teléfono, pero me lo explicaba como si nada de eso le hubiese afectado en su vida. Lo contaba con tal ligereza que parecía que en realidad le hubiera pasado a otra, a una amiga o a una conocida. Era imperturbable, incapaz de mostrar que nada de aquello le podía haber causado algún daño. Con ella me di cuenta de que saber aparentar también es un arte, y ella parecía ser la auténtica maestra. Digamos —por lo que más tarde me enteré— que en ella, la representación, se había convertido en un oficio. Lo que me contaba solo era una cortina de humo.

Mi caso era distinto y se lo debo a mi trabajo. Todo me afectaba demasiado. Si perfilaba un personaje victimista o marginado, no podía evitar sentirme mal, me identificaba tanto con ellos que me resultaba insoportable, enseguida me sentía una víctima o padecía la misma marginación que aquel al que trataba de describir. Por eso necesitaba mi velo, para adentrarme en el mundo como una espía. Para acechar los movimientos de los demás. Para observarlos como un científico observaría a través de su microscopio. Necesitaba obtener mi información y luego replegarme, confinarme en mi retiro. Pero nunca para creerme la farsa, solo para inspirarme con ella, para mirar esas otras caretas de cerca sin que me contaminasen. Sin que me dañasen. Mi velo era como una segunda cara que moldeaba a mi antojo según lo exigiera la función. Y la función, en este caso, comenzaba con un atractivo viaje que le había propuesto a Irene —por motivos que luego les contaré, pero que todavía no quiero desvelar—, en el que partiendo de Venecia en un lujoso crucero recorreríamos el mar Adriático bajando por el Jónico hasta las costas del Peloponeso. Una vez en el Egeo, visitaríamos las islas del Dodecaneso terminando nuestra navegación en Dubrovnik y desde allí regresaríamos a Venecia.

Soy experta en hacer cosas que no sirven para nada, las hago únicamente por el placer de hacerlas. Soy especialista en encontrarme a gusto en los sinsentidos. Tengo la facultad de que en esta vida parecería que siempre voy perdiendo el tren. Las cosas que deseo, las deseo porque nada tienen que ver con la utilidad, la necesidad o con lograr un beneficio. Viajar me produce un grave trastorno en mis costumbres y en mis rutinas diarias de trabajo. Además, me mareo en los barcos y tengo fotofobia. Sí, aquel viaje, aunque hubiera sido planeado por mí en un momento de ofuscación, causó en mi quebradiza visión de la realidad, un trastorno del cual tardaría tiempo en sobreponerme. El velo fantasmal que cubre mi distancia con el mundo, aquello que me constituye en lo que soy se tambaleaba ante la mera idea de volver a ponerme de nuevo una careta.

Pero era un viaje necesario para curar viejas heridas.

Puede parecer un contrasentido pero no lo es. El que pueda ser la artista de las máscaras no significa que cada vez que tengo que ponerme una no sienta un dolor muy intenso. Es como si esa piel que es recubierta por otra piel se enfadara al verse revestida. Se peleara al comprobar que el rostro que encubre la máscara es ya a su vez una máscara. Por un momento no hay nadie. No hay identidad. Hay un vacío. Las mujeres sabemos mucho de eso. La feminidad no es otra cosa que una elegante mascarada con la que las mujeres decoramos nuestra identidad. Algunas más que otras, claro.

El caso de Irene, por el contrario —y por lo que recuerdo de ella— era el exponente indiscutible de cómo una mujer se puede recubrir de una serie de objetos a veces sin límite, disfrazar con ropajes estudiados, abalorios de todo tipo, complementos innecesarios y barrocos, todo con tal de desaparecer bajo ellos. Todo con tal de ser otra. O quizás, de parecer otra. Pero en su caso, esa otra tenía que ser siempre «la más», la mejor ataviada, la mejor acicalada con los aderezos más rebuscados y planificados. Es como si necesitara, además de recubrirse, desvanecerse y con ello dar paso al juego de los semblantes. A la actuación.

Cuando éramos pequeñas, en el instituto, habíamos hecho un pacto de esos tontos que hacen a veces las niñas, pero nosotras nos lo habíamos tomado muy en serio. Consistía en que cuando fuéramos mayores haríamos un viaje siguiendo los pasos de nuestros héroes mitológicos. En aquella época, la mitología era la única asignatura del instituto que a las dos nos encantaba, porque nos llevaba fuera de la realidad, o por lo menos a mí. Una tarde que mis padres no estaban en casa, hicimos campana, y una vez en mi cuarto establecimos el ritual para el pacto. Juntamos nuestras muñecas haciendo primero un ligero corte en cada una de ellas. Miramos al cielo implorando a los dioses que recordaran nuestro deseo para siempre. El pacto quedó sellado. Incluso llegamos a decir que si lo hiciéramos, iríamos disfrazadas con unas preciosas túnicas griegas. Ella siempre pensando en los adornos, claro. ¡Habíamos leído tantas historias y habíamos visto tantas películas! Sin embargo, como nuestras vidas trascurrieron por caminos muy diferentes, aquel pacto infantil pasó al olvido. Jamás lo volvimos a mencionar. Pero yo no lo olvidé. No nos comimos el mundo sino todo lo contrario. Por eso, cuando necesité una disculpa para atraerla, se lo propuse. Supe enseguida que recordaría nuestro pacto. Solo un viaje con connotaciones tan mitológicas le motivaría y no desconfiaría.

Había llegado el momento de enfrentarme a algo que me atormentaba desde niña y que ahora, después de tantos años, con su llegada, podría solucionar.

Capítulo dos

Perdón por no haberme presentado. Mi nombre es Rea. ¿Se entiende que buscara un sobrenombre? Me lo puso mi padre porque estaba obsesionado con las mitologías, obsesión que por supuesto he heredado y a la cual, cuando me hice mayor, me dediqué casi en exclusiva.

Mis padres me tuvieron cuando ya eran bastante mayores. Él tenía cuarenta años y ella treinta y cinco. En su juventud, mi madre fue bailarina de ballet clásico. Mi padre, profesor de literatura, pero siempre tuvo la fantasía de llegar a ser algún día un escritor famoso, cosa que nunca pudo conseguir. Le gustaba la ópera y la danza, pero vivía obcecado, como he dicho, con la mitología. Se conocieron una noche —me contó mi madre— que mi padre fue a ver un ballet con unos amigos y por lo visto, cuando la vio bailar, se quedó prendado de ella. Volvió noche tras noche para verla actuar. A los pocos días comenzaron a salir juntos y tras cinco años de cortejarla, se casaron. A mi padre le hubiera gustado que ella dejara de bailar y se quedara en casa, pero no lo hizo. Los dos se dedicaron a trabajar. Ninguno tenía muchas ganas de tener hijos y ella siempre decía que bailaría hasta que ya no se pudiese tener en pie. Los primeros años de matrimonio, según ella, fueron preciosos. Él la iba a buscar siempre a sus ensayos y hacía que se sintiera como una artista, como la gran artista adorada por su público. Y él, su más ferviente admirador.

Pero un desgraciado accidente hizo que mi madre tuviera que abandonar su carrera. Una noche, interpretando el ballet de Romeo y Julieta, dio un pequeño traspiés, pero siguió forzando el tobillo hasta el final. No quería parar la actuación. Ese fue su error, nunca pudo recuperarse del todo y esa noche, Julieta, fue el final de su carrera.

A raíz de ese suceso, su vida en pareja cambió. Ya no tenía ilusión y estar siempre en casa la aturdía. Aunque a mi padre le gustaba que, por fin, estuviera en el hogar. Pero fue entonces, y con treinta y cinco años recién cumplidos, que mi madre se quedó embarazada de mí. Al principio, ambos se lo tomaron como un regalo que la vida aún les daba. Mi padre, muy aficionado a los refranes, le dijo ese día: «Ves, no hay mal que por bien no venga». Ella ya no podía bailar pero ahora, en compensación, me tendrían a mí. Yo era el bien que vendría a disipar su malestar. Así que nací en aquella casa en la que la artista, aunque ya malograda, era ella. Los primeros años me cuidaron y mimaron casi en exceso, evitándome cualquier verdad molesta, sin embargo, mi madre estaba llena de secretos. Un día de confidencias, ya que no era muy habladora, —siempre decía que hablaba más con el cuerpo— me confesó que le daban mucho miedo los niños cuando eran pequeños y frágiles, por eso eran siempre tan cuidadosos conmigo.

Mi padre, por su cuenta, enfrascado en su trabajo durante el día, era el que me leía los mitos por las noches como si yo los pudiera entender. No me leía los cuentos normales que se les cuentan a los niños, mis cuentos eran esas historias truculentas de crímenes, pero a mí me gustaban. Por entonces no sabía hasta qué punto me llegarían a afectar.

Hasta los trece o catorce años me sentí una niña querida, aunque no siempre, porque a veces, muchas veces, los oía discutir. En sus peleas, ella le decía que nunca tenía que haber dejado de bailar, que tenía que haberse recuperado yendo a mejores médicos y le culpaba a él de que no hubiera insistido más en su curación. Y añadía, ahora la niña es mayor y yo he destrozado mi carrera. Él le contestaba que si hubiera vuelto a bailar, a lo mejor yo no hubiera nacido. E insistía en que él también hubiera podido dedicarse a escribir y llegar a ser alguien en los círculos literarios, pero que había preferido centrarse en mi educación. Esos reproches no me gustaban nada. Me hacían sentir muy mal. Pensar que si yo no hubiera nacido a lo mejor mi madre hubiera seguido bailando me inquietaba; y escuchar que mi padre, por cuidarme, dejó apartado su sueño, tampoco lo entendía, —ni que yo les ocupara tanto tiempo. Depositaron en mí una carga muy pesada.

Pero a raíz de esas dobleces, al no entender bien por qué de pronto yo era la culpable de todas sus frustraciones, empecé a gestar ese otro mundo paralelo, a utilizar un disfraz cada vez que me encontraba triste. En esa época, iba por la casa y hacía como si no hubiera escuchado nada. Por dentro, para compensar, empecé a inventarme todo tipo de historias.

Acudí a los mitos que mi padre me narraba porque veía que todas aquellas leyendas que tanto me deslumbraban, a la vez, de algún modo, calmaban mi malestar.

Pues sí, mi padre estaba impresionado con la historia del dios Cronos, como todos saben, dios del tiempo, al cual el destino había predicho que uno de sus hijos le destronaría llegando a ser el rey del Olimpo. Para que esto no sucediera, se iba comiendo a sus hijos a medida que iban naciendo. Creo que por eso mi padre no tuvo hijos varones. Estaría muerto de miedo. Fui hija única. El mito completo narra la trágica leyenda de Rea, una de las titánides, hija de Gea y Urano, que se casó con Cronos, su hermano.

Cronos después de escuchar el oráculo y después de haberle arrebatado él mismo el trono a su padre, para evitar que sus hijos hicieran lo mismo con él, se afanaba en devorar los hijos que Rea le daba. La imagen del libro era desgarradora, ese monstruo devorando a los hijos hizo que durante unos días no pudiera probar bocado.

Me pregunto por qué a mi padre le llamaba tanto la atención esta historia. Hasta el punto de ponerme su nombre. Mejor no saber sus intenciones, con los padres nunca se sabe. Y además, tampoco puedo hacer interpretaciones sobre la relación de mi padre con sus padres. Cuando era pequeña, un día le pregunté por sus papás y me dijo que estaban en el cielo. Nunca me contó nada de ellos, por eso siempre sospeché que no se debía de haber llevado muy bien con sus padres. Más tarde, cuando entré en la adolescencia, con todo lo que me pasó, era yo la que no quería saber nada. Supuse que eran secretillos que todas las familias tienen, de esos que no se dicen, y que, en el mejor de los casos, nos enteramos cuando somos ya mayores.

En fin, se cuenta que la tal Rea pudo esconder a Zeus en la isla de Creta cuando nació, y fue cuidado por las ninfas del bosque donde creció fuerte y sano. Con el fin de que Cronos no sospechara le entregó una piedra envuelta en pañales para que se la comiera. Así fue como Zeus, Júpiter para los romanos, sobrevivió y pudo destronar a su padre, Cronos.

La trágica realidad de los dioses no era más alentadora que la cruel realidad de los mortales, que mi cruel realidad. Crecí con todo tipo de ocultaciones. Como se crece en todas las familias, o por lo menos en la mía. De los padres de mi madre tampoco supe nada. Pero una noche, me escondí, como hacía a veces cuando quería enterarme de algo, y les escuché decir que mi abuela, la madre de mi madre la había abandonado cuando era muy joven para dedicarse a actuar. Mi madre lloraba y decía que nunca, nunca le perdonaría que por querer ser una vedette se hubiera separado de ella, y mi padre le decía que era mejor olvidar y no recordar esas cosas, como había hecho él. Que había que vivir el presente. Pasaron a ser temas tabú, estaba prohibido hablar de los abuelos en casa, bueno, en casa, estaba prohibido hablar de casi todo. Excepto de los mitos. Esa noche, antes de salir de la habitación, mi padre le recordó que si ella había sido bailarina era por la educación que su madre le había dado, aunque luego se hubiera ido, y que eso era lo que contaba y terminó advirtiéndole:

—Y no le digas nada a la niña, que ya tiene bastantes pájaros en la cabeza.

Al día siguiente le pregunté a mi madre qué era una vedette, yo estaba acostumbrada a otro tipo de palabras como deidades, furias, oráculos, pero aquella palabra me sonaba muy distinta, a la vez suave y a la vez arisca. Sonaba como a ve-te. Ella supo que les había estado escuchando, pero no le importó. En un tono muy pausado me dijo:

—Ay nena, una vedette es una bailarina.

—¿Cómo lo eras tú? —le pregunté.

—Sí, como lo era yo, —contestó haciendo ademanes de baile.

Y me fui susurrando por el pasillo, ve-de-te..., ve-te..., ve-te...

Por supuesto, nunca más se volvió a hablar de ese tema. Eso es todo lo que supe de mi familia, que mi madre y mi abuela habían sido bailarinas. Como si fuera algo malo que hubiera que esconder. O a lo mejor era el abandono lo que querían ocultar. Mi madre jamás me contó nada, por no contradecir a su marido y yo tampoco pregunté nada más. Lo borré todo de mi mente. Como mi padre había querido. Por entonces, yo ya comenzaba a tener mis propios problemas.

Pero aunque no dijera nada, aquello que me ocultaban, por los motivos que fuese, tomaba en mi cabeza proporciones trágicas. Imaginaba cosas terribles, como que mis padres se habían convertido en unos padres violentos como los de la mitología. Y si hablaba me comerían.

Crecí en ese baile de máscaras en el que pude esconder durante un tiempo aquella parte de mí que era más impulsiva y que empezó a ser muy agresiva. Era aquella parte de mí que se disparaba cuando comprendía que todo el mundo a mí alrededor, por una u otra causa, me mentía.

Años más tarde, pude comprobar la premisa freudiana de que es precisamente esa pulsión fatal, instintiva, o pulsión de muerte, la que da sentido a la pulsión de vida. La misma pulsión autodestructiva que llevaba a los dioses a comerse a sus hijos, o a Medea a matar a los suyos para vengarse del abandono de su amante, era también la pulsión que se escondía a veces detrás de mis actos. Eran esos segundos incontrolados, en los que no entendía nada, los que me definían.

Por llevarle la contraria a mi padre no me comporté como la Rea del mito. No me comporté como una madre amante y cuidadosa de su hijo, sino más bien como una Medea rabiosa. No, la realidad de los mortales no era menos fatídica que la de aquellos seres instalados en el Olimpo. Sabido es que los humanos nos empeñamos en crear un mundo propio en nuestras mentes del cual no podemos desembarazarnos por más que queramos. Según sea la fantasía que hayamos dejado que se nos instale en la mente y que nos gobernará aunque no queramos, así será nuestra percepción del mundo. Es decir, lo veremos todo distorsionado por nuestro particular fantasma, por nuestra visión personal.