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Natalia Reynoso Renzi

Alejandro Dato

Morir afuera

 

 

 

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-344-5

ISBN ebook: 978-84-9007-345-2

 

 

 

 

Sumario

 

Créditos

 

 

UNAS PALABRAS ANTES DE EMPEZAR

 

1. HISTORIA DE FANTASMAS

2. LOS MUSOS

3. ÉL BUSCABA ALGO ESPECIAL

4. LA CARTA DOCUMENTO

5. DIOS MÍO

6. HABLAR GITANO

7. LA IRA DEL DIABLO

8. UNA ESPECIE DE INTERFERENCIA

9. NO ME TENGA EN CUENTA

10. CADA VEZ PEOR

11. EL GRITERÍO ALEGRE DE LAS FORMAS

12. UNA PERSPECTIVA DOLIANA

13. LA PRIMERA DAMA

14. POBRE DIABLO

15. MUJERES

16. QUIÉN TE HA VISTO Y QUIÉN TE VE

17. EN CAMPAÑA

18. RAG TIME

19. SEXO EN HERTOGENBOSCH

20. MALOS TIEMPOS PARA EL ARAMEO

21. ERA UN RETRATO DE MEDIO CUERPO

22. TODO OÍDOS

23. EL REVERSO DE UN DÍA MÁGICO

24. MORFINA

25. ¿ESTÁS HACIÉNDOME UNA ESCENA DE CELOS?

26. REDES (O EL DIARIO DE FREITAS)

27. AVISÁ ANTES, MI AMOR

28. ROCÍO NOCTURNO

29. FAULKNER VISITA A LA VIRGEN

30. LA CASA EN LA COLINA

31. EL DIARIO DE SEI

32. AQUÍ Y AHORA

33. RETRATO DE UN ENDIABLADO

34. DOS SUERTES Y UN FUEGO

35. LA MÁSCARA DE OJOS AZULES

36. LA USABA Y ERA MÍA

37. BAJO LOS ÁRBOLES

38. INMÓVIL SU DAMA

39. NO TODOS ENCUENTRAN LO MISMO

40. LOS PÁJAROS

41. UN RINCÓN CLAUSURADO DE SU MENTE

42. VEINTINUEVE APUNTES

43. EL ÚLTIMO LUJO

44. UNA LEY FUNDAMENTAL DE LA REALIDAD

45. VIAJE AL FIN DE LA NOCHE

46. AL FIN SOBRE SU MESA

47. HISTORIA DE ITALIA

48. EL CAPITÁN GARAGE

49. CONFESIÓN

50. YO NO SOY MOISÉS

51. PORQUE NO HAY FIN

52. ¿SABE CÓMO ES?

53. COMO UNA DOCENA DE BOCAS ENTRENADAS PARA ORDEÑAR UN TORO

54. 4:33 LA HORA DE LOS DIENTES

55. EL REGRESO

56. LA EPOPEYA DEL BEBEDOR

57. BORGES LA MIRÓ

58. NO SÉ SI ES EL MISMO CHUKY

59. EL INFORME DE RIDEAU

60. EN LAS PUERTAS DEL CIELO

61. EL CAMINO QUE NO ACHANCHA

62. ROMANTICISMO

AGRADECIMIENTOS

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Laiseca, el gato

 

 

UNAS PALABRAS ANTES DE EMPEZAR

 

A veces la sabemos, y a veces no, el caso es que cada libro encierra una historia que no es la que lleva escrita. Por ejemplo: Este libro no fue publicado por su autor. Si apareciera, todos los derechos le serán cedidos como en rigor corresponde. Mientras tanto, acá lo esperamos, porque lo queremos ver. Éste es el fin de la historia. Para contarla desde el comienzo habría que ser Natán Ripoll, el autor, y no los que firmamos este texto. Pero la casualidad quiso que nosotros formáramos parte de esta historia, y es necesario primero, para contar las idas y venidas de este libro, relatar cómo fue que llegó a nuestras manos.

Ahora ya pasó el tiempo, pero en aquel año, cuando llegamos a España, si nos hubiesen preguntado si éramos felices nos habríamos mirado y hubiésemos dicho que sí, que éramos, porque no nos importaba compartir el piso con 18 personas más, mientras nos dejaran tranquilos en nuestra habitación, en uno de los barrios más antiguos de Madrid, a cinco pasos del Rastro y a diez del museo del Prado.

Además de tener sólo un baño y una cocina para todos los inquilinos, nuestro piso, y todo el edificio en realidad, contaba con un único buzón que no tenía llave y se abría forzando la cerradura. En estas condiciones las garantías de seguridad en la correspondencia eran mínimas, más que nada porque el número de destinatarios hacía que viniesen más sobres de los que la caja podía contener y terminaban tirados por el suelo y la escalera. Todos los que estábamos ahí éramos inmigrantes que habíamos llegado hacía poco, lo que volvía a la finca un sitio de paso. Por esto, nuestro buzón no sólo recibía el correo del centenar de gente que vivía en el edificio, sino también el de los que habían vivido antes, y sucedía, muy a menudo, que muchos sobres venían con nombres que nadie tenía manera de ubicar.

Entre todos estos sobres, una semana apareció un paquete, enviado desde Toledo, a nombre de un tal Diego Fernando Remedi. Como era grande y pesado fue directamente al suelo. A la semana siguiente hubo una segunda entrega que se sumó a la primera, y al tercer paquete ya nos había picado la curiosidad, porque alguien se nos había adelantado y había rajado el sobre, dejando al descubierto unas hojas escritas a máquina, de esas antiguas que simulaban una tipografía en cursiva, de un mal gusto bastante llamativo, que nos llevó a querer saber qué cosas podían decirse con una letra así. Tiempo después, nos enteramos que Ripoll enviaba de a poco el material, porque era una manera de pagar en plazos un importe que no podía abonar de una vez.

Lo que leímos nos atrapó, en primer lugar, porque a las pocas líneas comprendimos que estaba escrito en argentino, con ganas de simular una traducción española que no terminaba de salir y que por momentos lo volvía monstruoso y risible. En segundo lugar, porque lo que contaba era un invento desaforado y absolutamente fantástico desde la primera frase. Nos llevamos los sobres a la habitación y leímos el contenido en dos noches, pasándonos los capítulos sin numerar. Era la memoria distorsionada de un emigrado que evocaba sitios y pasajes a los que aún viajando era imposible retornar. No pudimos evitar las preguntas. ¿Quién era Natán Ripoll? ¿Existía Natán Ripoll? ¿Dónde estaba Natán Ripoll?

Un día estábamos en uno de los autobuses que nos llevaban a los estudios de televisión, donde trabajábamos de público, y cuando el supervisor nos dio la lista, donde teníamos que anotar el nombre y el número de pasaporte, descubrimos que unos nombres más arriba de los nuestros estaba Diego Remedi, el destinatario del sobre con el manuscrito. Ahí lo conocimos, en un plató de Antena 3, y cuando le contamos de la existencia de la novela se quedó un tanto desconcertado porque estaba un poco enojado con Ripoll. Parece que éste se fue de Madrid debiéndole unos euros y lo había hecho furtivamente, sin dar señales de ningún tipo. No obstante esa tarde, entre aplauso y aplauso, con Diego entablamos una buena relación que más tarde se transformó en amistad.

Diego vivía con Chili, su novia asturiana, en un departamento de Carabanchel, y ahí solíamos juntarnos, al menos dos veces a la semana, a jugar al ajedrez, a conversar y a beber. A veces a estas reuniones se sumaba Nikolai, un ruso que venía escapando de su vida en la ex Unión Soviética, al que Diego también había conocido en la televisión.

La presencia de Nikolai desencadenaba fatalmente una escalada de vodka. Caía siempre con una botella y era imposible negarse a sus brindis, por lo que en breve estábamos propensos a las efusiones y a contar historias. En una de estas charlas peregrinas salió una vez el tema de las cuñadas y de ahí se derivó hacia el caso de Ripoll. «Imaginate dejar a tu novia —nos decía Diego—, y casarte con la hermana gemela de tu novia: igualitas las dos. Eso le pasó a Natán». Nosotros, otra vez, no pudimos evitar las preguntas. ¿Cómo era Natán Ripoll? ¿Qué hacía Natán Ripoll?

Nikolai también lo había conocido, como a nosotros, jugando al ajedrez en casa de Diego. Tras unas treinta partidas, decía, ya tenía más que claro el juego de Ripoll: le gustaban las movidas inesperadas y tejía peligrosas progresiones que, en cosa de un rato, el mismo Ripoll, por descuido, echaba a perder con una jugada torpe.

Por su parte, mientras pasaban los vasos de Zubrowka, Diego nos contó que lo había conocido en un bar de la zona de Lavapies, una noche en la que Ripoll estaba especialmente borracho después de haberse reconciliado con su mujer. La primera impresión que le dejó fue la de un tipo que parecía tomarse todo a la ligera, pero con ese tipo de alegría lúcida que se intuye erigida sobre los cimientos de una angustia infernal.

En cuanto a sus antecedentes literarios no sabemos nada. Al parecer, evitaba dejar rastro de su trabajo o, lo que es lo mismo, tenía la costumbre de perder lo que escribía. No obstante, un par de meses antes de irse de Madrid, le dijo a Diego que le enviaría un material en el que estaba trabajando para que se lo guardara. No dio más explicaciones y no hizo falta, pero como la promesa no se concretaba, Diego, al poco tiempo y con una mudanza de por medio, lo olvidó.

Tres semanas más tarde llegó a nuestro buzón una nueva carta desde Toledo. Esta vez la enviaba Débora Levi, la mujer de Ripoll. Diego nos la pasó con un gesto de cansancio. Débora le pedía que le envíe los manuscritos cuanto antes, se disculpaba por diversas razones, entre ellas por el envío compulsivo de Ripoll (ese día había estado a punto de quemar el libro, decía Débora), y le contaba que Ripoll estaba especialmente emperrado con la idea de publicarlo, cosa que, reconocía ella, era rarísima en él, pero tenía su razón de ser. Más tarde nos enteraríamos que pensaba editarlo a nombre de una persona con la que, decía, se sentía en deuda, un maestro de otro tiempo que estaba pasándolas feas y era un gran escritor.

Resolvimos llevarle personalmente el manuscrito, y de este modo, de paso, liberábamos a Diego del gasto del correo (importe que, dicho sea de paso, no pensaba pagar). Era nuestra oportunidad de conocer a Ripoll. De manera que un sábado nos tomamos un autobús y a eso de las seis de la tarde encontramos su dirección en un predio arbolado a las afueras de Toledo. Era una casa de piedra de dos plantas y él mismo nos abrió la puerta con cara de dormido. Llevaba un chándal viejo pero limpio, pantuflas y un pulóver amplio y estirado. Rondaba los cuarenta y tenía una cara que no nos dejó ninguna impresión de ligereza, más bien, al contrario, nos hizo pensar en el trabajo de gestos tensos hundiendo y acentuando sus rasgos en la piel. Le explicamos a qué veníamos, agarró el paquete con el manuscrito y lo tiró sobre una mesa, como apartándolo de su vista. Era flaco, flaquísimo. Y sus ojos de un gris oscuro no delataron sorpresa por nuestra aparición imprevista. Simplemente nos invitó a pasar con una sonrisa (como si le encontrara al asunto alguna gracia) y nos preparó un café.

Esa tarde hablamos mucho sobre la experiencia del emigrado, de cómo vivimos la llegada a España y del rebusque para pagar el alquiler. Ripoll y Débora estaban en esa casa como caseros, para unos alemanes que volverían en seis meses. Lo que le pagaban no era mucho, pero Débora había conseguido trabajo en negro en el consultorio de un dentista y, como casi no tenían gastos, estaban bien. A la tardecita llegó Débora y nos tomamos las primeras cervezas. La mujer de Ripoll resultó ser una persona encantadora. Debería tener unos treinta años, tenía el pelo castaño ondulado y algo de niña traviesa en la cara.

Cuando anocheció comimos unos pollos con patatas y seguimos tomando cervezas hasta la madrugada. Ripoll parecía contento de tenernos como invitados y nos ofreció una de las habitaciones del primer piso para que nos quedáramos a dormir. A eso de las tres de la mañana, ya completamente borrachos, Débora nos preguntó si éramos friolentos y nos dijo que conocían un lugar donde se estaba muy bien a esas horas. Salimos entonces bajo el cielo estrellado, caminamos por un sendero que se perdía entre los árboles, y aparecimos en un claro, donde había una casa vacía y una piscina mediana que ellos mismos se habían encargado de limpiar y llenar con una manguera. Nos desnudamos los cuatro y nos metimos al agua a los gritos por el impacto del frío.

Fue ahí donde nos enteramos que Ripoll no pretendía aparecer como autor de la novela y supimos algo de Facundo Lovre, un viejo escritor uruguayo al que había conocido cuando tenía veinte años. De Facundo Lovre nunca supimos más de lo que Ripoll nos contó y al día de la fecha dudamos de su existencia. Fuera como fuera, el caso es que Ripoll quería regalarle la novela y no pensaba limitarse a escribirla, sino también a presentarla en nombre de Facundo a cuanto editor se cruzara.

Era un proyecto raro, cargado con el peso de un sacrificio anónimo que no se molestó en argumentar, aunque se nos hizo evidente que no quería que confundiéramos su gesto con un acto compasivo, como si tal consideración resultase ofensiva. «La autoría es una trampa —decía— o una autopsia, nadie puede vivir ahí», y sin que viniera mucho a cuento, con los brazos apoyados en el borde de la piscina y las piernas flotando casi en horizontal, se puso a hablar de la incubación de los sietemesinos. En síntesis, Ripoll no quería dar razones claras para hacer lo que hacía y lo ocultaba con su estilo digresivo, de modo que si no se trataba de la construcción de un heterónimo, y no significaba algo así como una salvación personal para Ripoll (la liberación de un peso o una deuda), vaya alguno a saber por qué lo hacía.

Cuando empezamos a hacerle preguntas sobre el estilo de Lovre, si estaba emulándolo para que la autoría fuera verosímil, nos dijo que efectivamente, pensaba terminar la novela como imaginaba que podría haberlo hecho su amigo, aunque recurriendo a algunos trucos, tales como intercalar algunos cambios de registro, en homenaje a ciertos géneros y libros, cuyo gusto compartían. A ver si sale, decía levantando las cejas, y de golpe le agarró un retorcijón y se perdió entre los árboles.

Estuvimos en su casa hasta el domingo y nos quedamos con un lindo recuerdo de la estadía. Esto sucedió en noviembre y no tuvimos más noticias suyas durante los dos meses que siguieron.

Cuando llegó abril, aprovechando que un amigo viajaba a Toledo para cumplir con un compromiso familiar, nos colamos en su coche para visitarlos otra vez. Pensamos ingenuamente que otra visita sorpresa los iba alegrar.

Pasamos con nuestro amigo por la mañana y como no encontramos a nadie, volvimos por la tarde, esta vez a pie. Ya la primera vez nos olimos algo raro. La casa estaba abandonada. El jardín crecía desordenadamente, con botellas vacías y hasta un vaso tirado entre las flores. Las ventanas estaban sucias, había una mancha aceitosa de color marrón junto a la puerta que no parecía reciente, y rebalsaban las hojas sobre el desagüe del tejado.

Cuando volvimos, tras golpear la puerta y esperar un buen rato, Ripoll se asomó por una de las ventanas y nos indicó con la mano que lo esperáramos un momento. Escuchamos el ruido de un encastre metálico al otro lado de la puerta, y algo parecido a un tumulto de plásticos y vidrios cayendo en un tacho de basura. Luego no escuchamos nada, sólo el sonido de los pájaros y el viento, hasta que, pasados unos minutos, la puerta se abrió y vimos a Ripoll vestido con un pantalón azul oscuro y una camisa a rayas, afeitado y como recién vuelto de una misa a la que hubiera preferido no asistir. Nos hizo pasar sin dar muestras de alegría y nos instalamos en la cocina que estaba bastante sucia y revuelta. La situación resultaba incómoda. Ripoll estaba entre molesto y ausente, y nosotros intentábamos llenar el vacío con noticias madrileñas, mientras se hacía un café que tardaba una eternidad. Le contamos que Diego se había agarrado piojos y que Chili andaba con una gorra de ducha que sólo se sacaba (dejándola en el perchero) cuando salía de la casa. Ripoll se levantaba de la silla, abría la heladera, se servía un vaso de agua, nos miraba, se tomaba un trago, dejaba el vaso a medias en la mesada y se volvía a sentar, medio de costado, inquieto, mirando el vaso fijamente. Le preguntamos si Débora estaba trabajando y nos explicó que estaba muy cansada y se había recostado un rato antes de que llegáramos. La cafetera terminó por fin de burbujear. Ripoll nos sirvió dos tazas y él se llevó el vaso de agua a la mesa. ¿Y esa novela cómo va?, lo indagamos intentando romper el hielo. La cara que puso nos hizo sentir que aquella era una pregunta disparatada. Luego tomó aire por la nariz y se levantó por quinta vez de la silla. ¿Todavía piensan en eso?, nos respondió en un tono bajo, como si no nos hablara a nosotros, y fue entonces, cuando lo dijo, que notamos que estaba asustado. Se tomó un trago largo directamente de la botella que había dejado en la mesada, y nos dijo que no pensaba seguir con la novela, que Débora estaba enferma. Acababan de volver, hacía un momento, de una sesión de quimioterapia. Nos dijo que volviéramos más tarde, que podría sentarle bien vernos cuando despertase, pero preferimos no molestar y volvimos a Madrid.

En el mes de mayo lo llamamos en un par de ocasiones para ver cómo seguía Débora. La primera vez no contestó y la segunda nos dijo que no había ya ninguna esperanza. Luego se quedó en silencio, un silencio que nos dio algo de tiempo para dar una torpe condolencia. Ripoll no respondió, oímos su respiración que se agitaba al otro lado y lo imaginamos de pie en el salón de su casa, sosteniendo el teléfono, aislado del verde circundante por gruesas paredes de piedra. Todo esto es una estupidez, agregó y cortó la comunicación.

Durante un tiempo seguimos llamándolo, al menos una vez cada quince días, pero el contestador automático saltaba inmediatamente, y como no hubo respuesta a ninguno de nuestros mensajes y el devenir de nuestra vida en Madrid nos absorbía (pudimos alquilarnos un piso, en lugar de una habitación, y tuvimos un perro al que llamamos Sorgo), las llamadas se fueron espaciando hasta que finalmente, casi sin darnos cuenta, dejamos de hacerlo.

Un día, saliendo del cine Doré, que estaba a la vuelta del viejo edificio donde habíamos vivido, entramos al palier con algo parecido a la nostalgia y vimos el buzón reventado y algunas cartas, como siempre, desparramadas en el suelo. Entre ellas había una de Ripoll fechada en el mes de julio (estábamos en octubre). La abrimos con ansiedad, como queriendo desandar el tiempo perdido, y nos encontramos con cuatro líneas y su firma inclinada hacia la derecha. Contaba que estaban con Débora en un pueblito llamado Higuera de las Dueñas, en Ávila, en la casa de los abuelos de una prima de Débora. Nos mandaba su dirección, sus saludos, y nada más.

Dos semanas más tarde tuvimos un puente de tres días, y aprovechamos para ir a verlos, otra vez sin avisar, porque Ripoll seguía inaccesible a la distancia. Llegamos a Higueras de las Dueñas a las dos de la tarde, y lo que vimos fue un pueblito tranquilo y mustio de unas poquísimas casas blancas. Caminamos por sus calles vacías, con las sierras como paisaje de fondo, y nos cruzamos con cuatro perros pastores y un coche en movimiento; la única persona que vimos entonces fue el conductor. La población de Higuera de las Dueñas, según nos informaron, es de trescientos habitantes, la mayoría ancianos con su descendencia fuera.

Los abuelos de la prima de Débora nos recibieron como a duques y pasamos con esta gente dos días lentos, en los que abundaron el cariño y la tristeza. Nos invitaron con jamón y chorizos de la zona, tomamos vino casero y nos dieron un paquete que Ripoll había dejado para nosotros. Sentados a la sombra de una parra, nos contaron que Débora había muerto en una de las habitaciones de la casa y que Ripoll se había quedado un tiempo más, sin saber bien qué hacer. Corría cada mañana, nos decía la abuela, incluso después del entierro, y arregló unas filtraciones que tenía el techo de la casa. Finalmente se fue el nueve de septiembre del 2005. Los viejos se levantaron a la mañana y no lo encontraron en su habitación. No volvió ese día ni después.

El paquete que dejó contenía el manuscrito de esta novela. La firmaba con nuestros nombres y no adjuntaba ninguna nota. La versión tal cual la recibimos es la que contiene esta edición. Esperamos que esta difusión nos sirva para conectarnos de alguna manera con él.

No hay mucho más que agregar. De esto ya pasó un tiempo, de Ripoll no supimos más nada, y nosotros, ya no somos nosotros.

 

Natalia Reynoso Renzi — Alejandro Dato

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Tiemblas esqueleto?

Más temblarías

si supieras adonde te llevo.

 

Turenne

 

1. HISTORIA DE FANTASMAS

 

El fantasma denso

Si viene a buscarme un fantasma encorvado, de anteojos de caracol y patillas blancas decile que ya me fui. Ya sé que tendría que ser yo misma y por mis propios medios la que lo mande a juntar fruta al bosque, pero lo que pasa es que tengo cosas que hacer. No, no me acuses de miedosa ni me digas cosas de mal gusto. De Arnoldo, el fantasma, te podes hacer cargo vos, te lo pido por favor. Seguro que te va a pedir un vaso de agua y cuando se lo des te lo va a tirar por la cara, es para romper el hielo; viste que el hielo se rompe con agua más tibia que el hielo y por eso Arnoldo arranca por ahí. Después va a empezar a enroscarte con su historia de que solo al bosque no puede ir, si lo podés acompañar; cuando a uno lo agarra es una cosa pegajosa de no creer porque te empieza a hinchar que dale, que llevame, rompe el fantasma y al fruncir la cara en pedido los anteojos de caracol le resbalan por la nariz y le desenfocan los ojos, entonces te da pena del pobre ciego y pensás que lo mejor va a ser acompañarlo al bosque a juntar unas frutas porque el viejo tiene hambre y hace como cinco días que no come, te va a mentir, no le creas nada. Por más que te enternezca no le tengas ningún tipo de compasión ni se te ocurra acompañarlo porque fuiste. El muy traicionero te va a tirar a los perros de paladar negro, dientes largos y ojos amarillos, que no te digo más porque no te quiero asustar. Ahora que estás prevenido podés decirle que no hay agua, que es un quilombo bárbaro abrir la canilla y que estás esperando al plomero, que ya por teléfono te pidió que te quedes sin tocar nada hasta que él aparezca. Entonces cuando llegue el plomero, no te prometo nada, pero capaz que en una de esas, si me llamás, vengo y le digo a Arnoldo que es un reverendo mal nacido, que se vaya solo al bosque, que ya escuché que anda ladrando porquerías, que yo no quiero limones, que lo único que le interesa es eso y que lo va a atropellar un calefón.

 

Fantasma en el ascensor

Yo te había pedido que te resistas, ¿ahora que hago, Cosme? Arnoldo te engañó con el cuento del bosque y sé muy bien lo que te espera: los perros salvajes son de terror y no te van a perdonar no haberme escuchado, ni la compasión o la onda, no te van a perdonar nada, son salvajes ¿entendés? Tengo miedo por vos. ¿Por qué te enroscaste? El plomero quiso que le pague el arreglo de la canilla, «está bien» le dije, pero no acepta pagadiós entonces se puso terriblemente violento. No solamente desarregló lo que había arreglado, sino que sacó un hacha y le empezó a dar duro, hachazos al ascensor. Los vecinos se escondieron todos en sus casas y ni siquiera llamaron al administrador, susurraron: «del ascensor te hacés responsable vos».

Ahora trabajo como ascensorista, voy del cuarto a la terraza; para el tercero, el segundo, el primero y la planta baja no puedo ir porque el plomero rompió los botones y los vecinos tienen que bajar esos pisos por la escalera. También tengo que decir que por un lado me dieron una buena ayuda, porque cuando me nombraron ascensorista el plomero dijo que entre trabajadores nos entendíamos, agarró los pagadioses y se fue silbando pero no se quedó a arreglar el desarreglo del arreglo.

Trabajo las veinticuatro horas, estoy cansada y tengo ganas de verte pero no puedo salir de mi puesto. Estoy hecha un fantasma, no como ni duermo, toco botones, los uso como si fueran un piano y a veces canto. Voy de un piso a otro saludando, a veces estiro las piernas un poquito en la terraza, tengo ganas de bailar, pero apenas doy diez pasos están a los gritos: «ascensor», rugen desde abajo. Es un oficio muy sacrificado, para colmo no puedo bajar a planta baja y escaparme, pero lo peor es que te deja la cabeza libre para pensar y en esta caja enrejada, con un espejo en el que me mira mi reflejo, lo único que pienso es en los perros, en Arnoldo y en vos.

 

Carta de un fantasma del bosque

Luca: ¿cuándo vas a venir? Arnoldo me dijo que ya tenían todo preparado para que la pasemos bomba, que vos como una tonta, por jorobar, te escondiste pero que en cualquier momento te aparecías por acá, que siempre hacés lo mismo. Dice que te conoce bien las bromas, pero ya pasaron veinticinco días y ni rastros de vos. No entiendo por qué tantas prevenciones, tanto miedo, los perros no existen, son fantasmas tuyos, hasta ahora no me enteré de nada raro ¿o me estabas haciendo un chiste y era parte de la broma con que me enganchaste para venir acá? Gracias, este lugar es fantástico, te amo pero te extraño.

El bosque está buenísimo, olor a limón y cerezas, es cierto que a uno le cambia la vida esto de ser fantasma y andar libre, todo el tiempo charlando con los otros y jugando. Acá hay muchos torneos y competencias de cualquier cosa, el lugar se presta. Además el día siempre es lindo para hacer un asado, llovió una sola vez y si sos fantasma lo mejor es tener pareja, se suben a los árboles y se escuchan gritos de lobo. Yo leí todo el tiempo, te lo juro, pero vos ¿qué hacés? Si cae el plomero déjenlo para otro día, o mejor suspendelo para siempre, no tengo ganas de volver más, que se arregle el administrador y los vecinos que se jodan por molestar, no saben hacer otra cosa que quejarse por los ruidos, los gritos y las chorreaduras.

Charlo todo el tiempo con Arnoldo, es un tipo interesantísimo y siempre te recuerda con cariño, yo te recuerdo también pero más que cariño es una mezcla de muchas cosas, hasta te tengo bronca por haberte escondido así. Espero que se te pase el susto, no tiene nada que ver, como broma ya pasó. Mil besos te buscan. Cosme.

 

Breve informe de un trabajador de Correos

a) Agente de servicio ambulatorio Nro. 234: Masculino, caucásico, nativo.

b) Edad: Dieciocho años

c) Contrato: Temporal, a prueba por tres meses.

d) Horario: 7.30 a 14.00 (turno matinal) 16 a 20.30 (turno vespertino). Un franco rotativo.

e) Ciudad: Anhedonia

f) Distrito: Quinto

g) Salario: 430 pagadioses. Plus proporcional por carga familiar: 15 créditos netos.

h) Grupo familiar —tutor, esposa, hijos o familiar a cargo—: concubina menor de edad en estado de gravidez.

i) Infracciones: Extravío de cuarenta y siete cartas del cuadrante E 26, zona 15, fechadas en primera quincena de septiembre del corriente.

j) Observaciones: «Meado por los fantasmas» (sic. del agente 234 durante entrevista con Dir. de personal)

Apéndices

—del inciso b): Mintió fecha de nacimiento trece días para que le den el puesto.

—del inciso h): Madre, suegro y cuñados lo amenazaron para que busque ingreso inmediato.

—del inciso j): En 1er. término —ref. inciso h)— utilización de condón defectuoso pert. a partida s/ rotulación de vencimiento, exenta de imp. aduaneros ingresada de contrabando por zona franca. 2do. ídem ant. —ref. inciso i)—, en su cuarto día de servicio, una excusa imposible de creer. (Anotación de Dir. de personal, incluida en exp.: «¿o alguien es tan ingenuo como para pensar que una jauría de perros del bosque le olió el sándwich de milanesa que guardaba en el bolso y le destrozó las cartas pertinentes al reparto de la jornada?»).

 

2. LOS MUSOS

 

«No sé nada de la inspiración

porque no sé qué es…

he oído hablar de ella, pero nunca la vi».

 

William Faulkner

 

Sentados al borde de la terraza de un rascacielos, dos musos pasaban el rato, charlando y mirando el embotellamiento que había abajo en la avenida. Uno se llamaba Paco, y podía advertirse en su figura que había sido en otro tiempo un hombre de sólida constitución: ancho, hirsuto y robusto. El otro era Freitas, un flaco enérgico, tirando a lampiño, de ojos grandes y breves entradas en la sien. Ellos no la sentían, pero era una tarde de mucho calor y humedad. Ambos hamacaban las piernas semitransparentes sobre el vacío.

—Es increíble lo boludos que son.

—No empecemos, Paco.

—Pero es sorprendente… ¿tan boludos, pero tan boludos…?

Abajo hervía un concierto de bocinas. Freitas contó cincuenta y tres coches, cinco camionetas y dos colectivos. Todos paralizados en la avenida Barbarrosa, entre Santaolaya y la Legrand. En la intersección con ésta última se hallaba el origen del atasco: una carreta volcada y dos caballos todavía atrapados por las riendas.

—Miralos —continuó Paco—, son un desperdicio, una vergüenza.

—Paco, cortala —Freitas sacó un paquete de cigarrillos y se prendió uno.

—¿Dónde los comprás?

—En lo de Saavedra, ¿querés?

—No, gracias.

—Tiene buenos precios…

—Miralo a ese —lo interrumpió Paco—, mirá lo que hace.

—Dios mío.

—Eh, ¿qué te decía yo?

Los dos se quedaron pensativos mirando hacia abajo.

—Ayer fui a visitar al abuelo de Katia —dijo Freitas al rato.

—¿Cómo anda el viejo?

—Bien, qué sé yo, tirando. Pero me contó algo que me dejó reculando…

—Si fue una fija, tené cuidado.

—No, no. ¿Sabés qué dice?, que no pasa con todas las parejas, pero que hay casos en que te terminas tocando, que sentís todo. No es que volvés a estar como antes, pero como que te vuelve la cosquilla —y Freitas se quedó pensando en la figura de Katia.

—No te quiero pinchar el globo, viejo, pero para mí…

En eso vieron un ala delta que venía derecho al rascacielos. El piloto llevaba un traje rojo y brillante (tipo mameluco) y un casco del mismo color. Esperaban una maniobra de último momento, pero no. El ala delta mantuvo su trayectoria, se estampó nomás contra la cara derecha del edificio y cayó sobre una red de unos cien metros cuadrados montada en el estacionamiento colindante. Filmaban la parodia de un atentado de Al Qaeda (donde reventaron cerca de tres mil personas) con cuatro cámaras dispuestas en distintas altitudes y ocupando los cuatro puntos cardinales.

—Sin palabras —dijo Paco y se oyó la sirena de una ambulancia. Freitas, medio aburrido, tiró al vacío la colilla de su cigarrillo. La gente que se apretaba en las veredas corría junto a los que salían de los autos y se acumulaban en torno a la red, donde estaban los restos del ala delta y del hombre de rojo. Al lado, había un camión estacionado que tenía un acoplado blanco y llevaba las señas del canal 24, y sobre él, una quinta cámara registraba un rescate heroico para el piloto.

—¿Y cómo anda el laburo? —dijo Freitas mientras tiraba el cigarrillo consumido.

—Y… ahí va.

—¿En qué andás?

—Me asignaron a un salame, Flautas —y Paco se tiró un pedo—, no te puedo explicar lo que es…

Freitas lo miró de soslayo.

—¿Por qué no te vas un poquito a la concha de tu abuela, Paco?

—¡Eh! ¿qué pasa?

—No te hagas el gil —y puso su dedo índice apuntando al cielo frente a los ojos de Paco—. Que olés a muerto, boludo.

—Bueno, bueno. —dijo Paco en un gesto ambiguo, medio desolado.

—Contá, dale, ¿en qué andás?

—Mirá, una locura, me tocó un idiota que se cree la reencarnación de Casas.

—¿Cómo la reencarnación de Casas?

—Sí, todavía no se enteró de que sigue vivo, será boludo, ¿no?

—Así que otra vez con la poesía —dijo Freitas sonriendo.

—No, eso es lo peor, quiere escribir en verso una novela bélica.

—¡No!

—Te juro, yo no sé cómo carajo voy a hacer.

—¿Y para cuándo tiene que estar?

—No tengo fecha, pero me recomendaron que no durmiera, por el tipo ¿viste? Para que no enloquezca, dicen que es muy «frágil», encima mariconazo me salió.

—¿Y? El tipo éste… ¿cómo se llama?

—Arturo, Arturo Goicochea, creo.

—¿Cuánto hace que te venís colgando?

—Un par de semanas.

—¡Boludo!

—Y que me espere, qué tanto. Yo tampoco estoy inspirado.  

 

3. ÉL BUSCABA ALGO ESPECIAL

 

Estaba aburrido. Aburrido hasta la muerte. Llevaba años despertando y oyendo gritar a los chicos en la calle mientras el café se calentaba, y lo bebía y se sentaba ante la máquina de escribir, entrando sin esfuerzo y sin lástima en la anestesia de su monótono inventar. Se había atado de pies y manos a una tirita de cinta entintada, diariamente se veía más y más enredado en ella como una mosca en una tela de araña. Así es, intuyó, no son las circunstancias las que eligen nuestras vocaciones, es la decencia la que nos convierte en quiromantes y dependientes y pegadores de carteles y motoristas y escritores de novelones.

Sabía que no podía evitar que ocurrieran siempre las mismas cosas. Lo angustiaba la certeza de verse embaucado en la existencia resignada de sus criaturas. (Gusanos ciegos de la pasión/ y muerta toda esperanza, / que ni siquiera lo saben, /olvidadizos e inconscientes ante la tiniebla total, /ante la oscuridad toda despectiva/ que los fulminará a su hora). Era esa clase de angustia que no se logra paliar así nomás, con algún argumento artificial.

Fue entonces cuando la cosa sucedió. Él buscaba algo especial. Ahora sabía cuál era la zozobra que lo había preocupado todo el tiempo, por qué yacía rígido y precavido al amanecer, por qué se detenía ante una página inconclusa, creyendo que no pensaba en nada. «Sí,»—pensó—«entre la pena y la nada elijo la Muerte».

La llamó por teléfono pero estaba ocupada, «estoy en el bosque», le había dicho la Muerte con una terrible voz de borracha, «No tenía pensado ir a buscarte, es temprano, pero si querés vení vos, te espero en una hora».

Entonces armó un bolso pequeño, compró un pasaje y se fue al bar de la terminal a esperar el autobús para Anhedonia. Salía a las cinco y todavía eran las dos y cuarenta, tenía un rato largo y le daba bronca dejar a la Muerte esperando. Leyó los titulares del diario, quería que el autobús llegara y en un parpadeo estuviera en el bosque donde lo esperaba la Muerte.

Aparecieron dos chicos pidiendo monedas que lo miraban con las manos extendidas, en la punta de los dedos tenían costras negras de pegamento. Los mandó a lavarse al baño y les pidió un sándwich a cada uno, los chicos no quisieron, dijeron que tenían que seguir trabajando. «Embrutecidos», escupió Faulkner con rabia y agarró al más chiquito de la mano, lo empujó hasta el baño y le lavó las manos a la fuerza, el otro corrió a buscar ayuda. Ni el resto de los clientes o los mozos se dieron por enterados, a pesar de que el pibito gritaba como un maiale.

Al rato cayó una mujer acompañada por el nene que había rajado; el otro chiquitito comía obediente y con las manos impecables uno de los sándwiches de queso y salame que bajaba con grandes sorbos de Coca. La mina era una luz de dientes blancos, aterrados en una sonrisa nerviosa. William le dijo que se sentara y ella al principio, tímida, se negó; después le dio como un temblor, se agarró las manos para que no la delataran y se sentó. Cuando llegó el mozo le pidió un coñac.

Estaba bastante bien vestida, mucho mejor que los pibes, falda oscura, mantón negro que cubría unos delicados hombros cuadrados. Le preguntó si eran hijos de ella y contestó que no, que ni los conocía, que recién había bajado del autobús en la terminal y que vio venir al nene a los gritos, que le agarró la falda y ella se asustó, pero como se sentía mareada se dejó arrastrar. El chico la había llevado hasta el bar y con eso intentaba dar por explicado por qué estaba allí sedienta, haciendo que no entendía nada, aparentando miedo de meterse en un lío y la falda chanfleada en franca actitud farsante.

—¿Y vos? —cambió ella de repente el tema, logrando una intimidad que William Faulkner hacía tiempo no experimentaba con una mujer. Los chicos aprovecharon para agarrar lo que quedaba de los sándwiches y tomárselas sin decir ni gracias.

—Me voy al bosque.

—¿A cazar? —preguntó ella con suspicacia, como si lo conociera de antes.

—¿Vos quién sos?

—Te estuve esperando una hora en el bosque, lo único que veía eran fantasmas y me vine, pero cuando llegué y vi tanta porquería junta me dieron ganas de volverme. Fue automático, ni siquiera pregunté por vos, pensé que en algún momento te ibas a aparecer solo por allá y no me ibas a encontrar, no sabía qué hacer hasta que apareció ese pendejo.

—¿Vos sos la Muerte?

—Yo soy tuya —sonrió con los ojos bizcos a punto de bostezar.

—Muerte, estoy podrido, no puedo seguir escribiendo así.

—No escribas más William, ya está, ¿qué más querés?

—Terminar, acá no me necesitan.

—Ya sé. Hacía rato que te estaba mirando, pero vos no te dabas cuenta, siempre tan metido en tus historias. —en el fondo lo que decía la Muerte no era del todo cierto y, a pesar de su grado etílico en propensa elevación, ella lo sabía. La primera vez que había tenido noticias de Faulkner fue porque él mismo la había llamado pidiéndole que lo fuese a buscar. Sin embargo con la conversación se había entregado al placer de tejer una de esas mentiras cariñosas, que a medida que se van diciendo gustan, y con la desesperación terminan por ser una verdad insuficiente pero necesaria, como un paraguas chino en el medio de una tempestad.

—Eso no me sirve más, ¿entendés? Llevame al bosque, por favor. —insistió

—No.

—¿Me vas a dejar solo como un idiota?

—No, William, vos te merecés otra cosa, aunque no parezca el bosque también es una inmundicia y en el fondo los fantasmas son unos tilingos, les gusta timbear.

—Un decorado así no me inspira, nada me inspira ¿A dónde vamos?

—Al cielo, mi amor, vos y yo nos merecemos eso: el cielo y descansar juntos en paz.

 

4. LA CARTA DOCUMENTO

 

Si no tuviera una prueba concreta y material de lo que está sucediendo pensaría que estoy volviéndome loco. Pero no estoy loco, ¿verdad que no estoy loco? De un día para el otro, todo lo que pensaba se dio vuelta como una media, por eso no te conté nada. Hasta hoy. Porque hoy me pasó algo que me hizo reconsiderar mi actitud. Fue una cosa trivial: revolviendo unas cajas me reencontré con una vieja campera de jean. No te voy a contar ahora toda la historia de la campera. Lo importante es la escena que me trajo a la memoria el reencuentro con la campera. Yo la adoraba, la usé muchos años, y cuanto más deshilachada y raída estaba, más me gustaba. Pero un día, mi madre, sin que yo lo supiera, la mandó a una costurera, para que le sacaran el cuello y le pusieran uno nuevo. Al otro día, cuando voy al ropero a buscarla y la encuentro con el cuello nuevo, más azul y más delgado, un cuello que entonces me pareció que no sólo desentonaba con el resto, sino que lo arrastraba todo consigo y lo echaba a perder, la agarré como se agarra a un despojo y fui a mostrársela a mi madre exigiendo una explicación. No sé muy bien qué le dije, pero recuerdo lo mal que se puso mi madre. Al verla así, llorando a moco tendido, me desdije aturdido e intenté consolarla, pero ella no paraba de decirme que si no fuera por mí y por mi padre ya se habría matado hacía rato. Más tarde me iba enterar de que mi madre tenía la tiroides atrofiada y que por esta razón no podía segregar una sustancia, cuya carencia provoca un desequilibrio metabólico que termina evidenciándose, entre otras cosas, en una profunda depresión. Hoy pienso que podría haber muchas otras razones, pero en el momento en que mi madre se lamentaba inconsolable en mis brazos, estaba convencido de que algo grave había hecho yo para que nos encontremos en esa situación.

No es que me revuelque ahora en la culpa, pero la culpa es la culpa. No se va. No se puede anular. Ni siquiera es posible entenderla claramente, de eso estoy seguro, sus raíces se hunden demasiado en un karma antiguo y personal. La sola cosa que me salva de no perder la cabeza cuando empiezo a sentirme así es el hecho de que el sentimiento de culpa es una forma imperfecta del conocimiento. Pero no porque no sea perfecto no se lo puede usar. Esto lo decía Seymour y yo lo suscribo. Lo difícil es darle una aplicación útil antes de que llegue a paralizarte.

Lo que me llevó a escribirte ahora, a raíz de este recuerdo, fue caer en la evidencia de que ocultar mi problema no va a evitar que te preocupes, sino más bien lo contrario. Es fácil engañarse a uno mismo, pero te aseguro que lucho contra esto. Así pude ver que detrás de mi actitud protectora se agazapaba otra vez una culpa que no terminaba de dilucidar. Y ya puestos a dar razones a un sentimiento que es anterior a esas razones, también me percaté de que temía que me juzgaras. Lo que quiero corregir con todo esto es mi desconfianza, y para esto, debés saber que estoy implicado en un lío del que, estoy convenciéndome, tengo una culpa equivocada, como no era mi culpa que la tiroides de mi madre se atrofiara y que fuera infeliz con su vida de entonces.

Así que voy a escribirte todo lo que pasó, lo más rápido que pueda. Tengo la fuerte impresión de que, si me doy prisa, mi sentimiento de culpa servirá a mis propósitos mejores y más verdaderos.

Vos no lo supiste, pero el domingo pasado tuve una visita en la quinta del Perfumado. Me acuerdo que estabas dormida y yo pensaba, a pesar del sol que había entonces, en la primera noche en que por fin conversamos en el Boulevard del Sol. Dos comentarios tuyos me rondaban como satélites en una especie de duermevela: «qué bonitas que tenés las manos, cómo se nota que no has trabajado en tu vida», era uno; y el otro era: «el horóscopo y los partes meteorológicos, siempre lo mismo», porque habían anunciado una nubosidad variable y se nos caía el cielo a pedazos.

¿Y el horóscopo, Doly, en qué se equivocaba?

Esto te lo pregunto ahora, pero mientras te miraba dormir en esa mañana de sol, todo sucedía suavemente, sin lagunas, y en el recuerdo de nuestra primera charla, después de cinco meses, las cosas cerraban con la armonía de una floración.

Todo. A salvo de la lluvia que golpeaba en el toldo del bar y se derramaba gruesa sobre la vereda. Los pocos clientes. La coincidencia en los tragos que sosteníamos (yo agotando mi preferencia por el escocés con hielo, vos con el tuyo dejándolo enfriar entre las manos). Y el brindis que sobrevino, que también se derramó sobre la barra por el choque brusco de nuestros vasos y la impericia de mis manos. Todo trazaba un círculo donde cohabitábamos con las nubes y el ansia y el calor, bajo el arcano factor común de nuestros líquidos.

Pero para que entiendas debería empezar por el principio.

Poco antes de conocerte, había leído un artículo de un investigador británico que había inventado una máquina accionada por energía eólica, que no sólo era capaz de generar nubes de lluvia, sino también de manipular ciertas variables en su comportamiento. Su nombre era Stephen Malter, era galés, estaba en la Universidad de Edimburgo, y aunque podría haber sido otro charlatán, el hecho de haber recibido una subvención gubernamental de 105.000 libras para construir el prototipo, me pareció un signo de fiabilidad, y la verdad es que mientras leía el artículo ya me estaba encaprichando con la máquina. Según Malter, empleada con prudencia, su máquina podría acabar con la sequía en el mundo, frenar los problemas del calentamiento global e incluso acabar con el conflicto que enfrenta a israelíes y palestinos sobre el acceso al agua.

Te ahorro el resto de averiguaciones y trámites que tuve que efectuar para conseguir una. La monté en la terraza de mi edificio y empecé a provocar mis primeras lluvias y a sacarle provecho. Porque por entonces te conocí y llegó esa primera charla con una lluvia de fondo que no había provocado, y yo estaba dispuesto a utilizar cualquier medio para conquistarte. Dos noches después te acompañé a tu casa con el cielo despejado y ni bien pusiste la llave en la cerradura se largó con todo. ¿Adónde podía ir yo sin paraguas, sin sobretodo? Vos me invitaste a pasar mientras me pegabas con tu cartera.

Eran mis trampas de lluvia.

Paliando con fuerza y con ruido la falta de arte, te llevaba a nuestra ventana un cuerpo de nubes negras desplazándose a gran velocidad por el viento y cargando los esplendores de una explosión eléctrica monumental. Después, las figuras fueron más delicadas y, sin perder el vigor, las formas y las variaciones de los grises aludían a los motivos de aquellos grabados del XIX que tanto te gustaban. Vos te dejabas sorprender por estos símiles y sospecho que algo sabías y te lo callabas.

Entonces se complicó todo y llegó la inundación.

El manual de la máquina aconseja un relevamiento diario del parte meteorológico, y yo debí leer más diarios y escuchar un poco más la radio, pero estaba muy ocupado escribiéndote cartas o invitándote a cenar. Así, a las dos semanas, de casualidad, me entero lo de las cosechas arruinadas en todo el interior de la provincia y ahí no lo dudé, apagué la máquina. ¡Sanseacabó! Pero las lluvias no cesaron, y las inundaciones se extendieron alcanzando otros pueblos y más cosechas.

Pensando que algo, algún engranaje, algún retén, estaba trabando todo el mecanismo y no lo dejaba responder, desconecté mi máquina de lluvia, la llevé al chatarrero y la compacté al tamaño de un dado: eso ya no podía funcionar. Pero las lluvias no paraban.

Te confieso que a esta altura yo no me sentía responsable de nada. El manual no advertía este tipo de percances, y mirá que tiene una lista larga de contraindicaciones, de modo que me olvidé del asunto y me dediqué a disfrutar de la lluvia con vos en la quinta que nos había prestado el Perfumado. Encima acá, en Anhedonia, la lluvia se había puesto impresionante de verdad. Los motivos ahora también me sorprendían a mí, a veces con algo de Klimt, una vez inolvidable con el Bosco, y se notaba que quién fuera el que lo provocaba sabía muy bien lo que hacía.

Y llegó el bendito domingo pasado. O maldito. ¿Vos creés en Dios, Doly? Yo no lo sabía hasta que fui a atender la puerta. Es raro que vos, que tenés el sueño liviano, no lo hayas escuchado. Alguien llamaba. Me puse la bata, abrí la puerta y me quedé frío al verlo: Ahí estaba el emisario. Llevaba un impermeable blanco, que inferí tenía dos agujeros en la espalda, ya que le asomaban dos grandes alas emplumadas un poco sucias, y calzaba unas botas de lluvia amarillas. Era un tipo alto, de mandíbula cuadrada y llevaba una barba de dos días. «¿Francisco Artanis?», preguntó. «El mismo», dije yo. «Tenga cuesto», y me dio la carta documento de Dios.

 

5. DIOS MÍO

 

Dios estaba esperando, se había terminado de comer una parrillada y miraba de reojo el partido San Lorenzo—Huracán. Creía conocer a la perfección cómo iban a ocurrir las cosas, pero eso no le impedía sentir que la decepción le iba ganando terreno. Obediente a la prescripción de San Lucas, Dios tomó un vaso de vino de la casa, eructó sonoramente y siguió esperando.

La Muerte tenía eso, uno se podía pasar la tarde esperándola y ella venía cuando le parecía, precisamente cuando ya no tenía mucho qué hacer. El Señor prendió un cigarrillo, la moza se acercó con un cenicero y juntó los platos, Él le preguntó por quinta vez si no lo habían llamado y la chica, impaciente, le dijo que en ese caso le hubiese avisado, que no tenía que desconfiar tanto.

Pero en su fuero íntimo, si bien Dios esperaba que la Muerte llegase a la cita en algún momento, también reconocía que estaba cansado y no podía evitar un presentimiento incómodo que le sugería que quizás, por primera vez, la Muerte lo estaba por dejar plantado.