LA CRÍTICA DEL PODER COMO RESPALDO DEL PODER: REFLEXIÓN SOBRE EL MENOSPRECIO DE CORTE… DE ANTONIO DE GUEVARA

Nathalie Peyrebonne

Université de la Sorbonne Nouvelle-LECEMO

Estudiar la postura de un autor como Antonio de Guevara ante el poder y el ejercicio del poder es difícil, por las diferentes facetas del personaje que ha sido cortesano, religioso, retirado en el convento de San Francisco de Valladolid, y también predicador y luego cronista en la corte de Carlos V. Algunos investigadores, entre ellos Menéndez Pidal1, opinan que pudo haber sido el autor de ciertos discursos decisivos del emperador, como el que pronuncia, por ejemplo, en junio de 1528, frente al desafío de Francisco I, ante las Cortes de Monzón, o el de 1536, pronunciado en Roma ante el papa Paulo III con motivo de su coronación. Como autor de estos discursos, Antonio de Guevara sería uno de los que participa en la elaboración de las ideas que fundamentan la política imperial de Carlos V. Sea o no el autor de estos discursos, se puede afirmar sin lugar a dudas que Guevara es «testigo y participante en dos reinados de suma importancia en la formación del Estado moderno»2, por lo cual se plantea la cuestión de su relación al poder. Por otro lado, Guevara, franciscano, escribe textos de tonalidad moral, cuyo enfoque parece ser esencialmente religioso: así, el Menosprecio condena con violencia los vicios y las hipocresías que dominan en la corte y preconiza un abandono del mundo/corte, lugar de perdición, que parece situarlo en la tradición de un ascetismo cristiano, como el presentado en la Imitación de Cristo: la primera edición española de esta obra de devoción tan difundida en la época que nos interesa porque llevaba un subtítulo que ofrece un parentesco evidente con la obra de Guevara, Menosprecio de todas las vanidades del mundo3.

La personalidad compleja de Guevara no se puede dejar de lado al interpretar su obra. Él mismo afirma apoyarse constantemente en su propia experiencia y escribe en el prólogo al Menosprecio que «no se puede entender bien esta obra si no se tiene noticia del autor della»4. Sus textos frecuentemente han desorientado a la crítica. Su Reloj de cortesanos, por ejemplo, que durante tiempo ha sido considerado como un manual de cortesanos heredero de la línea ya dibujada por un Castiglione con su Cortegiano (1528), no es en realidad sino el contrapunto exacto de lo que pudo exponer su predecesor italiano: lejos del idealismo presentado por Castiglione, en la corte dibujada por Guevara solo dominan los vicios y la hipocresía y el pobre cortesano pierde ahí todos sus bienes, materiales y espirituales. Esa reflexión acerca de la corte la prolonga Guevara en el texto que hoy me interesa: el Menosprecio de corte y alabanza de aldea. En este texto, se dirige ya Guevara al cortesano que ha decidido abandonar la corte: ya renunció a esa vida peligrosa y condenable que es la vida en la corte y ha escogido su contrapunto, la vida en la aldea. Existe una interpretación religiosa y moralista de la obra, vista entonces como un «camino de perfección» destinado a guiar al hombre para que abandone el mundo, o sea el vicio, los bienes terrenales, hasta reconocer —última etapa— que la maldad de la corte se encontraba en él mismo, con lo cual se llega por fin a un menosprecio de sí mismo, puerta hacia la salvación5. Pero existe otra lectura posible de esta obra, de orientación claramente política.

Las reflexiones de Guevara han podido ser interpretadas como una crítica implícita de la política imperial de Carlos V6. El retrato severo e irónico de la corte y de la actuación de los cortesanos podría ser en realidad un retrato indirecto de la actuación del emperador y de su política. El texto de Guevara podría así presentar «una crítica implícita al espíritu competitivo y al comportamiento expansionista de Carlos V, que, al igual que el noble trasplantado a la corte, abandonaba los problemas domésticos de su hacienda para gastar el dinero de las Indias en guerras imperialistas»7.

La vida en la corte es un andar perpetuo, un andar de ciudad en ciudad tras una corte trashumante, una lucha por conseguir un aposento miserable, una inestabilidad permanente y un gastar indecente:

No menos es inmenso trabajo el que se pasa en el mudar de la Corte, adonde les es necesario al triste Cortesano otra vez de nuevo granjear, los Alcaldes que le libren bestias, o a los Alguaciles que se las den, pagarles otra vez porque le hallan en la posada, enviar adelante un criado a ver si es buena, buscar carretas en que vaya toda la familia, reñir con los recueros, sobre si les echa mucha carga; y aun a las veces caminar con la siesta: porque el trajinero quiere hacer su jornada. Aun a esto todo puédese comportar; ¿qué hará el pobre hombre, que todo lo que en seis meses ha ganado, y ahorrado, se le consume en aquel camino? Qué diremos, pues, de las alhajas que en cada lugar los Cortesanos compran, es a saber, camas, bancos, ollas, platos, jarros, y cántaros, muchas de las cuales cosas, hallarán serles menos costa dejarlas que llevarlas. Todas las cosas les son a los Cortesanos pena, congoja, y aun costa; porque las cosas que compraron dejan, pierden, y si las llevan consigo quiébranse. Gran corazón ha menester el que quiere en la Corte siempre andar, porque no es menos, sino que cada día ha de negar su condición propia, sujetarse a la ajena, mudar la tierra, buscar otra casa, tomar nueva familia, y recrecérsele nueva costa. En las casas, y Cortes de los Príncipes, mucho es lo que se gana, y muy mucho lo que se gasta8.

La insistencia de Guevara sobre ese aspecto de la vida en la corte, el andar perpetuo, el ir más lejos que solo conduce a empobrecerse más, puede ser interpretada como una representación del expansionismo español de Carlos V hacia América, el norte de África, Italia, el este de Europa… y de las cajas de la monarquía que se van vaciando.

Cuando Guevara menciona, como privilegio de la vida retirada lejos de la corte, el hecho de poder vivir libremente en su casa propia sin tener que hospedar a ningún miembro de la corte, eso ha sido interpretado también como una crítica destinada a Carlos V, rey extranjero que se impuso en España y que impuso a tierras lejanas una dominación de conquistadores:

Es privilegio de aldea que en ella no viva ni pueda vivir, ni se llame ni se pueda llamar ningún hombre aposentador de rey ni de señor, sino que libremente more cada uno en la casa que heredó de sus pasados o compró por sus dineros, y esto sin que ningún alguacil le divida la casa ni aun le parta la ropa. No gozan de este privilegio los que andan en las cortes y viven en grandes pueblos; porque allí les toman las casas, parten los aposentos, dividen la ropa, escogen los huéspedes, hacen atajos, hurtan la leña, talan la huerta, quiebran las puertas, derruecan los pesebres, levantan los suelos, ensucian el pozo, quiebran las pilas, pierden las llaves, pintan las paredes y aun les sosacan las hijas9.

Esa imagen se repite en la obra de Guevara. Ya está presente en el Reloj de cortesanos:

El pobre Cortesano que tiene la posada en una calleja, y come en mesa prestada, y duerme en cama alquilada, y está su cámara sin puerta, y aun tiene la espada empeñada, decidme, ¿qué sentiría su ánimo; cuando venga un huésped de su tierra? Estando el pobre hombre por huésped en aquella casa, ¿cómo le será posible recibir a otro huésped de fuera? A las veces querría más el pobre Cortesano socorrer al que viene con lo que no tiene, que no que fuese a su posada a ver la miseria que pasa. La pobreza, y miseria, más siente el corazón descubrirla, que sentirla, ni de sufrirla. Pasa un Cortesano con un colchón, una trazada, una colcha, una almohada, y dos sábanas; y si le viene un huésped, esle forzado la cámara barrer, y la cama mejorar; si el dueño de la casa no se la quiere prestar, esle necesario de la alquilar10.

Ahora bien, la obra, dedicada al suegro de Carlos V11, puede ofrecer otras interpretaciones. Ciertos críticos han preferido considerar al Menosprecio de corte como un texto no crítico hacia la política imperial de la Corona, sino hacia ciertas tensiones inherentes entonces a la sociedad española:

mientras el renacimiento europeo se caracterizó por el ascenso de la burguesía, en España esta clase, mayormente compuesta por judíos o conversos, fue reprimida o expulsada. […] En consecuencia, la economía española era básicamente agrícola y ganadera. […] aunque el campesino gozara del prestigio de ser considerado cristiano viejo, si llegaba a la posición casi imposible de juntar alguna ganancia, intentaba comprar un título falso de nobleza para poder disfrutar tanto del prestigio social como de la exención de impuestos. Aún peor, el nuevo hidalgo abandonaba su viejo oficio y se iba a la corte para vivir según las expectativas de su nuevo rol. Por otro lado, un verdadero hidalgo, cuya única posesión era su orgullo aristocrático, prefería morirse antes de trabajar en una aldea en la que su vergüenza sería dominio público. Entonces, se iba a la corte […] El resultado de esta tensión social fue una corte sobrepoblada de nobles que abandonaban sus haciendas en manos de administradores para vivir de sus rentas mientras lucían y derrochaban su riqueza en la corte, y de hidalgos pobres, nuevos hidalgos y falsos hidalgos que se dedicaban a fingir «estatus» mientras adulaban o engañaban a los cortesanos pertinentes para obtener favores y beneficios12.

Desde esta perspectiva, el libro de Guevara podría ser considerado no tanto como una crítica del poder imperial sino como una crítica del cuerpo social. Escribió Carmen R. Rabell que

se podía entender el texto de Guevara como un programa económico para repoblar y restaurar la riqueza del campo y eliminar, a su vez, la sobrepoblación y el escenario picaresco de la corte. Esta política, por supuesto, se presenta como una sugerencia a Carlos V y la lleva a cabo Guevara no desde su posición de fraile retirado de la corte, sino desde su posición de consejero oficial del emperador13.

Crítica o al menos tentativa, dada la situación político-económica, de hacer evolucionar ese cuerpo social. Augustin Redondo analiza así los elementos financieros y materiales que podrían justificar gran parte de la argumentación de Guevara14: las crisis de subsistencia se multiplican a principios del siglo, los episodios de peste provocan un alza marcada de la mortalidad, por lo cual aparecen descampados, tierras abandonadas, y, paralelamente, el desarrollo urbano, en Castilla en particular, aumenta la necesidad de una producción agrícola más importante. La población de Valladolid crece de manera especial entre 1536 y 1538, con la llegada a la corte de los hidalgos de poca renta y de muchos campesinos. Todos estos elementos podrían explicar esa llamada de retorno al campo, presente en la obra del franciscano.

Por fin, otro enfoque es posible, en perfecta coherencia con la ambigüedad fundamental del autor. La aldea, ya lo hemos dicho, es el contrapunto exacto de la corte. Como lo indica el título de la obra, este texto no es solo un menosprecio, es también una alabanza. En la corte no hay sino vicios, mentiras, robos, engaños. En la aldea, puede el hombre salvarse. Claro que existen algunos inconvenientes, Guevara no lo niega:

La soledad de la conversación, la importunidad de la mujer, las travesuras de los hijos, los descuidos de los criados, y aun las murmuraciones de los vecinos, no es menos sino que algunas veces le han de alterar y amohinar; mas en pensar que escapó de la corte y de su tan peligroso golfo, lo ha de dar todo por bien empleado15.

Lo importante es que ahí, en la aldea, es donde el hombre se puede salvar:

Es privilegio de aldea que cada uno goce en ella de sus tierras, de sus casas y de sus haciendas; porque allí no tienen gastos extravagantes, no les piden celos sus mujeres, no tienen ellos tantas sospechas de ellas, no los alteran las alcahuetas, no los visitan las enamoradas, sino que crían sus hijas, doctrinan sus hijos, hónranse con sus deudos y son allí padres de todos. No tiene poca bienaventuranza el que vive contento en el aldea; porque vive más quieto y muy menos importunado, vive en provecho suyo y no en daño de otro, vive como es obligado y no como es inclinado, vive conforme a razón y no según opinión, vive con lo que gana y no con lo que roba, vive como quien teme morir y no como quien espera siempre vivir. En el aldea no hay ventanas que sojuzguen tu casa, no hay gente que te dé codazos, no hay caballos que te atropellen, no hay pajes que te griten, no hay hachas que te enceren, no hay justicias que te atemoricen, no hay señores que te precedan, no hay ruidos que te espanten, no hay alguaciles que te desarmen, y lo que es mejor de todo, que no hay truhanes que te cohechen ni aun damas que te pelen16.

En el retrato que hace Guevara de la vida en la aldea el hombre alcanza a la vez una vida espiritual virtuosa, la abundancia, la serenidad y hasta una mejor salud:

Es privilegio del aldea que vivan los que viven en ella más sanos y mucho menos enfermos, lo cual no es así en las grandes ciudades, a do por ocasión de ser las casas altas, los aposentos tristes y las calles sombrías, se corrompen más aína los aires y enferman más presto los hombres. ¡Oh!, bendita tú, aldea, a do la casa es más ancha, la gente más sincera, el aire más limpio, el sol más claro, el suelo más enjuto, la plaza más desembarazada, la horca menos poblada, la república más sin rencilla, el mantenimiento más sano, el ejercicio más continuo, la compañía más segura, la fiesta más festejada y sobre todo los cuidados muy menores y los pasatiempos mucho mayores17.

Lo que nos describe Guevara es una suerte de paraíso terrestre, poblado por una humanidad idealizada, y su relato no deja de ofrecer algún parentesco con los numerosos textos renacentistas que han desarrollado el tema del Beatus ille18, sea en la poesía, en el teatro, en los relatos de tipo pastoril o en ciertas crónicas, como algunas de las que se escribieron después del descubrimiento de América. Bartolomé de Las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, subraya así la inocencia de los indios, su pacifismo, la simplicidad de su comida, etc.19 y el cuadro idealizado que presenta tiene aspectos comunes con el que hace Guevara de la aldea. En ese tipo de textos, despunta también uno de los mitos fundadores de nuestras sociedades: el mito de la edad de oro, muy presente en la España del Siglo de Oro gracias, en particular, a la transposición que se hizo de ese mito antiguo en las nuevas tierras americanas20. Toda sociedad se construye frente y con mitos fundadores que modela y adapta en función de sus evoluciones recientes. En el texto de Guevara, la edad de oro ya no renace en las lejanas tierras americanas sino en la misma península, en la aldea, y la proximidad de ese espacio no impide, de ningún modo, su adaptación a las exigencias del mito antiguo. Guevara describe la realidad de la corte y la completa con un contramodelo ideal, una aldea dorada, espacio de salvación. ¿Puede ser considerada esa construcción como una crítica indirecta de la corte, o sea de la sede del poder y, en fin de cuentas, del poder mismo? Nada menos seguro. Esas transposiciones de un mito antiguo, en realidad, le proporcionan probablemente al poder espejos, jalones que en realidad resultan indispensables a cualquier construcción política. Esos espejos son utopías, son espacios utópicos, por lo tanto lugares que no existen, según lo indica la etimología de la palabra, pero que entretienen con la realidad relaciones de analogía directa o invertida. La utopía «es la sociedad misma perfeccionada o el inverso de una sociedad», como pudo escribirlo Michel Foucault21.

Lo interesante en la construcción de Guevara, es que ese texto es destinado al cortesano: le permite a ese cortesano verse en donde no está, en la aldea y no en la corte, le permite desplazarse a ese espacio utópico de la aldea, imaginarse en ese cuadro ideal.

El espejo, al final, es una utopía, puesto que es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo adonde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie, allá estoy, adonde no estoy, una suerte de sombra que me da a mí mismo mi propia visibilidad, que me permite verme adonde estoy ausente —utopía del espejo22.

Como lo apunta Claude-Gilbert Dubois en su libro sobre el Renacimiento23, la utopía, a partir del siglo XVI, adopta dos modalidades: hay una utopía regresiva, la que reconstruye una edad dorada perdida y una utopía del progreso, que construye ciudades ideales y futuristas. La de Guevara es claramente regresiva. En esas construcciones utópicas, intervienen las proyecciones imaginarias que dominan en la época. Y, en el campo político, según Dubois, es notable la prevalencia de una amalgama entre poder y moral24. Maquiavelo mostró justamente durante esta primera mitad del siglo XVI que la apariencia moral, para el poder, no era más que un medio para alcanzar sus fines, según las circunstancias. Moral y poder no tienen nada en común, según Maquiavelo, al menos en la realidad. Pero una amalgama tenaz sigue uniéndolos en los sistemas de representaciones. La realidad desmintió en numerosas ocasiones a esta amalgama. Pero permaneció activa, y se estableció un diálogo permanente entre esa realidad y esas proyecciones imaginarias de las que nacieron «acciones intempestivas para moralizar la realidad»25 o yuxtaposiciones de ambiciones morales sobre imágenes reales, yuxtaposiciones integradas por el discurso político y utilizado por él. Hoy día, el procedimiento sigue vigente, particularmente visible por ejemplo en los discursos políticos que abogan por una «moralización del capitalismo», cuando el problema o el objetivo del capitalismo no ha sido nunca la moral sino la eficacia. Pero insertar la problemática moral en el discurso político permite abrir el espacio, introducir un espejo que prolonga la perspectiva inmediata. Ese tipo de construcción —un retrato de la realidad al que se añade la perspectiva de una salida/salvación moral— podría ser el que se encuentra en la obra de Guevara.

El Menosprecio conoció un éxito importante, particularmente en la corte, o sea, en la sede del poder. Esta muy buena acogida sugiere que el ataque contra el poder no debió de ser muy feroz. Que esta construcción binaria del libro, construido a partir de una antinomia entre una corte como lugar de perdición y una aldea como lugar de salvación no debió de ser demasiado crítica respecto al poder. En realidad, lo más probable es que esa utopía regresiva dibujada por Guevara haya desempeñado un papel en algún modo comparable a esas novelas pastoriles que llegaron a estar tan de moda y que condujeron a los cortesanos a disfrazarse de vez en cuando de pastores y pastoras para ir a pasar días enteros en el campo, a «jugar», a proyectarse en otra realidad, antes de volver a la corte. Del mismo modo, el texto de Guevara le ofrece al cortesano y a la monarquía una construcción utópica en la que desdoblarse, observarse, prolongarse. Un espejo, uno de esos espejos que deforman la realidad, claro, pero los espejos permiten engrandecer el espacio, y embellecerlo. No criticarlo.

BIBLIOGRAFÍA

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DUBOIS, Claude-Gilbert, L’imaginaire de la Renaissance, Paris, PUF, 1985.

FOUCAULT, Michel, «“Des espaces autres”, conférence prononcée le 14 mars 1967», Empan, 2, n° 54, 2004, pp. 12-19.

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RALLO GRUSS, Asunción, Antonio de Guevara en su contexto renacentista, Madrid, Cupsa, 1979.

REDONDO, Augustin, «Du Beatus ille horacien au Mépris de la cour et éloge de la vie rustique d’Antonio de Guevara», en L’humanisme dans les lettres espagnoles. XIXe Colloque International d’Études Humanistes, Tours 5-17 Juillet 1976, ed. Augustin Redondo, Paris, Vrin, 1979, pp.252-265.

Notas al pie

1 Ver Menéndez Pidal, 1940, pp.9-35 y Menéndez Pidal, 1946, pp. 331-338. Se opone a esa teoría Asunción Rallo. Ver Guevara, Menosprecio, pp. 23-24.

2 Guevara, Menosprecio, p. 15.

3 Esta primera edición española salió en Zaragoza hacia 1490 con el título de Contemptus mundi, y con el subtítulo de Menosprecio de todas las vanidades del mundo. Más tarde empezó a publicarse bajo el título de Imitación de Cristo y se atribuyó a Kempis.

4 Guevara, Menosprecio, Prólogo, p. 105.

5 Ver Guevara, Menosprecio, cap. 1, p. 125: «En mucho se ha de tener el hombre que tiene corazón para menospreciar un reino o un imperio, mas yo en mucho más tengo el que se menosprecia a sí mismo…».

6 Ver Rallo Gruss, 1979.

7 Ver Rallo Gruss, 1979, p. 251.

8 Guevara, Le réveille-matin des courtisans, pp.104-106.

9 Guevara, Menosprecio, Cap. 5, pp.160-161.

10 Guevara, Le réveille-matin des courtisans, p. 104.

11 Manuel I de Portugal.

12 Rabell, 1994, pp. 250-251.

13 Rabell, 1994, p. 251.

14 Ver Redondo, 1979, pp. 251-262.

15 Guevara, Menosprecio, Cap. 4.

16 Guevara, Menosprecio, Cap. 5.

17 Guevara, Menosprecio, Cap. 6.

18 Ver Redondo, 1979, pp. 251-262.

19 Ver Casas, Brevísima relación.

20 Ver Aínsa, 1986. Ver también Pastor Bodmer, 1996.

21 Foucault, 2004, p. 14: «C’est la société elle-même perfectionnée ou c’est l’envers de la société, mais de toute façon, ces utopies sont des espaces qui sont fondamentalement essentiellement irréels».

22 Foucault, 2004, p. 15: «Le miroir, après tout, c’est une utopie, puisque c’est un lieu sans lieu. Dans le miroir, je me vois là ou je ne suis pas, dans un espace irréel qui s’ouvre virtuellement derrière la surface; je suis là-bas, là où je ne suis pas, une sorte d’ombre qui me donne à moi-même ma propre visibilité, qui me permet de me regarder là où je suis absent: utopie du miroir».

23 Dubois, 1985, pp. 155-156.

24 Dubois, 1985, pp. 176-177.

25 Dubois, 1985, p. 177: «De ce dialogue naissent des actions intempestives pour moraliser le réel (Savonarole, communautés anabaptistes), des hypocrisies pour occulter le réel par l’apparence morale (les rois de France dans leur attitude à l’égard des Turcs), des compromis douteux entre morale et politique (la politique luthérienne, la casuistique des Jésuites espagnols), ou le cynisme affiché (légitimation de la Saint-Barthélémy ou de la mise en servitude des populations précolombiennes). Des lois qui ne sont que la raison du plus fort, une foi qui compense en intensité fanatique la disparité des croyances, des rois sans foi ni loi. Mais les nostalgies demeurent, étant pouvoir sur l’imaginaire».

CALDERÓN EN TIEMPOS DE CARLOS II: EL POETA CORTESANO ANTE EL PODER POLÍTICO

Juan Carlos Garrot Zambrana

Centre d’Etudes Supérieures de la Renaissance Université de Tours

La visión legada por el joven Menéndez y Pelayo de un Calderón poeta de la Inquisición no podía menos que provocar rechazo hacia el dramaturgo en intelectuales progresistas (recuerdo los ejemplos de Cernuda y Carlos Barral a quienes repelían los dramas de honor), pero ha habido otro tipo de reacciones pues al Calderón defensor de la sociedad patriarcal, estamental, monárquica y ultracatólica, sucede la reivindicación de un dramaturgo de pensamiento más complejo, crítico con determinados valores e incluso con el poder, siendo la fiesta mitológica el terreno en el que más se ha insistido para defender tales interpretaciones1.

Desde 1992 me vengo interesando por las relaciones entre Calderón y el poder político en otro tipo de obras: los autos sacramentales. En aquel primer acercamiento comprendí que, independientemente de lo que un escritor pudiera pensar, el teatro áulico en general, no era el lugar más idóneo para expresar no ya censura, sino reticencia hacia el rey, el valido y sus acciones. Debemos considerar el Corpus Christi madrileño como una variante del teatro cortesano que contaba con una ventaja: los gastos corrían por cuenta del Ayuntamiento en vez sufragarlos las arcas reales2. Existe, eso sí, una diferencia: los encargos no son «oficiales» y constituyen una parte relativamente exigua del conjunto, lo cual no quita en absoluto para que los autos estuvieran sujetos en el siglo XVII a un control férreo por parte de las autoridades. La Junta del Corpus, como sabemos3, supervisaba hasta los aspectos más nimios, con mayor razón los manuscritos que iban a ser representados. Presenciaba además el ensayo general, la muestra de los carros. Dicha Junta estaba presidida por un Protector, el miembro más antiguo del Consejo de Castilla, el cual supervisaba todo el proceso previo a la representación ante sus majestades (los primeros espectadores)4 y a través suyo, Olivares hasta 1642. Precisamente, algunas de las obras a que me voy a referir, El nuevo palacio del Retiro, El divino cazador, en donde ciertos críticos encuentran censuras al privado, llegaron a los carros cuando dicho cargo lo ostentaban hechuras del ministro: Fernando Ramírez Fariñas, protector entre 1632 y 1636, y Antonio de Contreras, que lo fue hasta 1643, cuando cedió el cargo al conde de Castrillo que había pasado de aliado a rival. Añadamos que el mismo Felipe IV prohibió La protestación de la fe, escrita para el Corpus de 16565 y, no se olvide, la existencia de la censura posterior. Por ejemplo, en 1644, año que nos interesa particularmente, un misterioso decreto del Consejo de Castilla prohíbe que se represente el sábado uno de los autos que la reina vio el jueves y el viernes6.

Por esos motivos me parecieron erradas ciertas hipótesis de Pollin acerca del carácter crítico de El nuevo palacio del Retiro, que luego retomaría a grandes rasgos Paterson al editar la obra, la cual me pareció y me parece un ejercicio clarísimo de alabanza del privado7, a quien se presenta en absoluta armonía con el rey, apreciado por la reina y como enemigo del judaísmo, en un momento en que los enemigos de don Gaspar aprovechaban el caso del Cristo de la Paciencia, que en el teatro no aparece prácticamente8, para acusarlo de filohebraísmo9.

Se trata, eso sí, de un auto de circunstancias, calificativo que no se puede aplicar según lo entiendo a El divino cazador (1642), cuya intención política me parece mucho menos clara a pesar de la opinión de Greer10. Defiende esta investigadora que en el auto se alude a la crisis creada por la guerra de Cataluña y a la necesidad de que Felipe IV acuda al frente ante la incapacidad de que da pruebas el hombre, trasunto de Olivares. Me resulta bastante difícil aceptar esa conjetura, que implicaría un desafío de Calderón al privado (enemigo de esa idea) y un posicionamiento con los deseos de la reina y los enemigos del conde duque, pero precisamente he insistido varias veces en que tras enero de 1643, fecha de la destitución de Olivares, nuestro autor abandonó la corte al no encontrar en ella, ni tampoco en la milicia, situación a la altura de sus merecimientos.

En efecto, desde el comienzo de la guerra hasta ese momento todo sugiere proximidad con el privado. Cotarelo señala que hizo la campaña «en la compañía de caballos corazas del señor Conde-Duque de San Lúcar» hasta octubre de 1641 cuando pidió licencia y el marqués de Hinojosa lo envió a Madrid con cartas para el rey. Aduce un fragmento de un Aviso de Pellicer, fechado el 5 de noviembre de 1641: «Fue [Calderón] a El Escorial, donde está el Rey y desde allí vino a Madrid, en coche con el señor conde duque, haciéndole relación de todo con mucha puntualidad». Llevaba encomendada la misión de informarle de la situación en Tarragona, lo cual es en sí prueba de confianza11. Al año siguiente la situación no ha variado ni tampoco la ambición militar del dramaturgo. Volvió a alistarse y se puso a las órdenes del marqués de Leganés, valido del valido. Logra formar parte de un cuerpo especial de Guardias de su majestad, que lo debían acompañar a Lérida12, algo que debemos considerar como muestra de favor, sin que signifique pertenencia al círculo de colaboradores más estrechos del privado, pues de ser así lo habría acompañado a Loeches y a Toro.

Se observa un período de postergación tras su regreso definitivo del frente catalán, que coincide con el cambio operado por el monarca en la dirección de los asuntos de estado. Por una parte, don Antonio de Contreras, protector del Corpus y hombre de confianza del conde duque, escribe una carta al Ayuntamiento de Madrid en donde se muestra favorable a que se le encarguen autos en 1643, y la organización de esas fiestas y las del año siguiente poseen justamente un gran interés para lo que estamos tratando. Por otra, Varey y Davis, han sacado a la luz un documento del mismo año todavía más concluyente, ya que en él se le propone con otros dos nombres para ocupar una vacante de capitán de milicias13.

Sucede que Calderón no obtuvo ese nombramiento, ni ningún otro14: su traslado a Toledo sugiere que ni la corte itinerante de Felipe IV, ni la madrileña, podían ofrecerle nada a la altura de sus ambiciones, bastante justificadas si no fuera por la desaparición del valido. Más aún, el estudio de los autos representados en 1643 y 1644 tanto en la capital del imperio como en la ciudad del Tajo, confirman las sospechas de que en cierto modo el poeta también ha caído en desgracia.

Para asentar mejor esa idea de caída en desgracia, quisiera citar un párrafo de la referida carta de Contreras: «Y paréceme muy bien que escriba don Pedro Calderón, que yo lo había deseado y quise procurarlo como saben algunos caballeros»15. De estas palabras se infiere alguna resistencia que solo puede provenir de los reyes y que se mantuvo hasta 1645, cuando viaja a Madrid para preparar la representación de sus autos. Su estancia en la corte fue breve: se convierte en secretario del duque de Alba16, quien reside en su palacio de Alba de Tormes ya que al parecer se había distanciado del monarca17. Consta que allí permaneció hasta 1649; paulatinamente encontraría en la corte funciones acordes con su nuevo estado sacerdotal y sus cualidades artísticas.

Ahora bien, si la vigilancia de los gobernantes, el miedo a perder protección o prebendas, las propias convicciones de los escritores y sus relaciones con sus patrocinadores, dejan poco o ningún espacio a autos sacramentales madrileños de «oposición», disiento de Fernández Mosquera cuando afirma «no parece haber noticias de la disconformidad del dramaturgo con hechos políticos concretos en los que estuviese en franco desacuerdo con el poder»18, porque no solo la defensa de la Monarquía no impide que se pueda dudar de la justeza de ciertas decisiones de quien la encarna, sino que lo que en Madrid no puede insinuarse se puede dar a entender en provincias, incluso en una tan cercana como Toledo en el caso concreto que nos ocupa:el Corpus de 1644 así lo atestigua.

Los documentos exhumados por Shergold y Varey dejan sin aclarar ciertos extremos, pero creo que en dos trabajos anteriores demostré que en 1644 a Antonio Coello, amigo y colaborador de don Pedro, le cupo el honor de escribir El reino en cortes y rey en campaña, a la mayor gloria del monarca y de su nueva política con respecto a los rebeldes catalanes. Coello, tan poco dotado para los autos como curiosamente el otro amigo y competidor de Calderón, Francisco de Rojas, gozaba de la protección del duque de Alburquerque, de quien era criado y a quien acompañó en sus campañas militares19. Era una empresa que, de no mediar esos cambios en la cabeza del estado, le habría correspondido a Calderón, el cual debe trasladarse a Toledo, en donde sus obras son bienvenidas: en 1643 se representa Llamados y escogidos y al año siguiente, El socorro general y La humildad coronada de las plantas. De los últimos versos de El socorro general se deduce que se ha afincado allí20; su comparación con El reino en cortes resalta el gran desacuerdo de nuestro dramaturgo con respecto a cómo se enfoca ahora la reconquista del Principado que corre pareja con un espíritu acorde con el que anima el Nicandro, escrito en defensa de la política del valido21.

En este trabajo voy a tratar un período bastante posterior correspondiente a los últimos años de la vida del dramaturgo, durante la regencia de Mariana y primeros años de la mayoría de edad de Carlos II, época en la que la corte era un hervidero de intrigas, con bandos enfrentados en una lucha muy dura y con alianzas poco sólidas, caracterizada por la inestabilidad y los cambios de valimiento (y llama la atención que el privado desaparezca de los autos, frente a la presencia de un Olivares o de un Haro en los años anteriores)22. La biografía de don Pedro, de sobra lo sabemos, presenta abundantes misterios, pero este último lapso de tiempo se resiste de manera especial a nuestro conocimiento. La reciente monografía de Cruickshank no le dedica apenas espacio e incluso cuesta trabajo justipreciar las funciones que desempeñó en palacio en aquellos tiempos tan convulsos, cuando nada parecía realmente seguro, debido a lo poco que aparece su nombre23. Tengo, eso sí, una certeza. Como Segismundo, su creador había aprendido la lección: su figura se engrandeció, disfrutó de un prestigio mucho mayor que durante el reinado precedente, convirtiéndose en lo que sin duda siempre quiso ser, un «grande cortesano», en palabras del padre Castroverde que se encuentran en la Aprobación a la Primera parte de los Autos. Algo que se logra con suerte y con elevadas dosis de discreción y prudencia gracianescas, no exentas de cinismo. Léase esta intervención del gracioso Alcuzcuz:

Dictamen suyo seguir
o mal haga o haga bien
que eso es estar palaciego:
caliar, o decir amén24.

Por esas razones, sorprenden algunos detalles de ciertos autos historiales o de circunstancias representados en esa década, y aunque siempre me ha parecido peligroso el leer entre líneas propugnado por Leo Strauss como técnica de los pensadores occidentales para esquivar los escollos de la censura y evitar acabar como Sócrates, no puedo dejar de llamar la atención sobre silencios o cambios en la trasposición de la realidad histórica que dan que pensar.

ESPEJO DE PRÍNCIPES Y RETICENCIA

Tomaré como punto de partida El santo rey don Fernando, 1671, escrito para celebrar la canonización del rey castellano, modelo que el príncipe de apenas diez años debería imitar. Entre otras virtudes se realza el que, según un relato más o menos legendario, el rey santo llevó la leña con que se prendió la hoguera de un auto de fe25.

Cuando en 1679 contempla el segundo auto de circunstancias en que se alude a su real y no menos desmedrada persona, El segundo blasón del Austria, ha subido al trono, pero quien ostenta el poder es su hermanastro, don Juan José, tan enfermo por entonces que fallecerá en septiembre de ese mismo año.

La obra, escrita para insistir en la misión encomendada por los cielos a los Habsburgo, no hace mención, ¿por prudencia?, al enlace que se está tratando en ese mismo momento en París, entre el soberano y la sobrina de Luis XIV, María Luisa de Orleans, enlace que no fue aceptado oficialmente hasta el 13 julio, habiendo caído el día del Corpus el 1 del mes anterior. No obstante, extraña que no se deje entrever nada, pues ya en mayo había acuerdo; también resulta sospechoso que Isabel de Borbón desaparezca por completo, si bien tal extremo podría justificarse pues, al fin y al cabo, Carlos es hijo de la «sin par Mariana» (v. 1631). Con todo, invito a releer el fragmento en donde se menciona a los Habsburgo españoles, para comparar las excelencias de Carlos I y Felipe II, con los dos otros Felipes (vv. 1594-1617) y en particular con lo que sucede al llegar a Carlos, a quien únicamente se nombra al interrumpir oportunamente el emperador Federico la relación del Basilisco, con lo que no se enumera ni una cualidad del último Habsburgo español:

BASILISCO […] pues será el segundo Carlos quien... FEDERICO No paséis de aquí hasta que […] (vv. 1618-1620)

Como no puedo detenerme en los entresijos de este matrimonio me limitaré a una breve síntesis a partir del espléndido relato de Maura.

Surge un paralelismo con Luis XIV y María Teresa de Austria no ya por la nacionalidad de los contrayentes sino por la posición desfavorable en que se encuentra España; no obstante hay una diferencia de bulto. En aquella ocasión, Mazarino arrancó a Felipe IV la mano de la infanta; en esta, son los consejeros de Carlos II los que efectúan la demanda sin obtener prácticamente nada a cambio (recuérdese que el tratado de Nimega no se había concluido), salvo una reina joven y bella, lo cual confortó a su futuro consorte, pero que desde el punto de vista político bien poco significa. Para evitar el sonrojo producido por el estado crítico de los arcas del estado, que había supuesto ya una situación vergonzante en 1660, no hubo encuentro entre las dos comitivas reales en la frontera. Por último, los jóvenes debían casarse en Burgos y por varias razones lo hicieron en una aldea situada al norte de esa ciudad, Quintanapalla, el 11 de noviembre de 1679.

Las modestas pero no menos reales nupcias se recogen en El indulto general, 1680, obra que debe cotejarse con El lirio y el azucena, en donde se alegoriza la boda entre Luis XIV y María Teresa. Salta a la vista una gran diferencia pues si en esta última se alaba por igual a ambas casas reinantes, e incluso a los respectivos validos, sin olvidar ni al gallo galo ni a la flor de lis, también mencionada en El nuevo palacio del Retiro26, en 1680, desaparece la menor referencia al plano histórico en todo lo que se refiere a la desposada, señalada únicamente con el nombre de María (1062-64). Es más, su papel es muy secundario; apenas se destaca que lleva una oliva, símbolo de la paz que se está firmando entre ambos países. Todo lo contrario sucede con el rey español, protagonista y muy enraizado en la circunstancia histórica gracias a juegos de palabras con el viento austro, bien conocidos desde Mira y muy utilizados por Calderón, y al nombre que recibe Carlos II: el Deseado (vv. 1054-56). No deja de parecernos ridículo que el pobre monarca ibérico llegue coronado de laurel, algo difícil de justificar en la realidad, lo cual, cierto es, no supone mayor problema en una obra de este tipo.

¿Cómo explicar semejante contraste? ¿Rechazo de la princesa francesa que sustituye a la prometida austriaca, la archiduquesa María Antonia, nieta de la reina madre y candidata de la facción «alemana» descartada por su poca edad? La hipótesis tiene el inconveniente de que la propia Mariana parece que aceptó a su nuera, dando muestras de responsabilidad y sentido del deber.Ya cercano el desenlace, por último, se anuncia el auto de fe celebrado en junio de 1680, pocos días después del estreno de la obra, el 27 de mayo.

Este acontecimiento hallará acomodo al año siguiente en El cordero de Isaías, texto que atesora más de una sorpresa para el investigador atento, no ya por la presencia del auto de fe sino por el papel que el dramaturgo concede a la real pareja.

Jiménez Monteserín afirma que Carlos II le insinuó al Inquisidor general su deseo de asistir a un auto general de fe, para imitar a su padre que hizo lo mismo en 1632. Maura, da otras razones: ante la falta de algo mejor para «adormecer el descontento público», por ejemplo los festejos que ideaba Valenzuela, se piensa en otro tipo de espectáculo. Por uno u otro motivo el 30 de junio de 1680 hubo en Madrid un auto general magnificado por la participación de los soberanos, y en particular del joven monarca27.

El Inquisidor general, Sarmiento, se acerca al balcón de los reyes. Carlos II se descubre y escucha la lectura de un documento:

«Vuestra Majestad jura y promete por su fe y palabra real, que como verdadero y católico Rey, puesto por la mano de Dios, defenderá con todo su poder la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia apostólica de Roma y la conservación y aumento della, y perseguirá, mandará perseguir a los herejes y apóstatas contrarios della, y que mandará dar, y dará el favor y ayuda necesario para el Santo Oficio de la Inquisición, y ministros ella, para que los herejes perturbadores de nuestra religión cristiana sean prendidos, y castigados conforme los derechos y sacros cánones, sin que haya omisión de parte de vuestra Majestad, ni excepción de persona alguna, de cualquiera calidad que sea». Y su Majestad respondió: «Así lo juro y prometo por mi fe y palabra real»28.

Lo que maravilla es el papel desempeñado por María Luisa de Orleans en la acción alegórica, muy distinto del que le cupo en la realidad, según la relación contemporánea que acabo de citar. La reina se limitó a ser espectadora. Quien ocupa el primer plano es su augusto marido, el cual parece cumplir así el consejo recibido en El santo rey don Fernando, tal y como lo atestigua este otro fragmento del relato de don José del Olmo. Un Capitán lleva un haz de leña al cuarto en donde está el rey, el cual lo presenta a su esposa y «Su Majestad mandaba que le llevase en su nombre [el haz] y fuese el primero que se echase al fuego, advertencia que al Rey Nuestro Señor le dictó la piedad heredada del Santo Rey Don Fernando el tercero, que en semejante ocasión, para dar ejemplo al mundo, llevó leña al brasero»29. Se diría que la lección calderoniana surtió efecto (aunque tampoco cabe pretender que el rey no conociera por otras fuentes tan egregio modelo).

Ahora bien, en El cordero de Isaías nunca aparece el personaje de Carlos, todo lo más se habla de un «católico Monarca / segunda luz de los cielos» (vv. 2167-2168), que celebrará un auto de fe en un futuro indeterminado con respecto al presente de la acción, anunciado por el auto que ordena la reina Candaces en su propia corte. Por lo tanto, el Habsburgo no puede participar en la procesión como lo hizo Fernando:

Con esta repetición, al son de chirimías, salen el Ángel, delante con la vara, con la cruz de la santa Inquisición, y en un carro que vienen tirando el Gentilismo, el Hebraísmo, el Demonio y la Pitonisa, la Fe, que trae una cruz cubierta con un velo negro, y en descubriéndola a su tiempo, se verá por remate un cáliz y una hostia, y entre todos el Descuido (El cordero de Isaías, v. 2222+).

Sale la Fe, delante de todos, con una cruz verde, y después el Rey, con un haz de leña, y todos los Músicos y demás compañeros con sus haces al hombro (El santo rey don Fernando, v. 1457+).

Tampoco lo hace Candaces ciertamente; sí pronuncia, en cambio, el solemne juramento que sella el compromiso de la Monarquía con la defensa de la fe:

CANDACES ¿A qué aguardas? FILIPO A que hagas el preciso juramento en el Libro de la Ley y en el Sagrado Madero de la Cruz. CANDACES Pues ¿qué esperas? Pónele un misal y una cruz a la Reina para hacer el juramento FILIPO ¿Juráis que en todos los tiempos, como Católica Reina defenderéis el derecho de la Religión Cristiana, arrojando y persiguiendo a todos sus enemigos? CANDACES Así lo juro y prometo por mi Fe y palabra real. FILIPO Seréis dichosa con eso, y dilatará el Señor vuestra progenie al respecto de las arenas del mar, de las estrellas del cielo. (El cordero de Isaías, vv. 2255-2272)

Al espectador de El cordero de Isaías que tuviera en la memoria el desarrollo del auto de fe le causaría admiración comprobar que, en vez de Carlos II más o menos alegorizado, jura María Luisa. Por mucho que el relato bíblico del que parte Calderón (Hechos de los Apóstoles, 8, 26-39), se refiera a una reina, en el plano del presente el protagonismo concedido a la joven consorte y, sobre todo, el olvido a que se relega al soberano resulta incluso chocante, tanto más cuanto que Calderón tenía fresca en la memoria la redacción de El santo rey don Fernando, pues debió revisar la obra cuando la publicó en 1677; e incluso parte del público podía recordar el texto por haberlo leído. Por no hablar de la relación de Ortiz.

Tales cambios no han llamado la atención de la crítica. Debo confesar que yo mismo nunca había prestado atención a los últimos versos de Filipo en donde se vincula la actitud decidida en contra de los herejes y el nacimiento de un heredero. Me parece que aquí puede estar la clave. Sabemos que la elección de la sobrina de Luis XIV, enemigo principal de la monarquía española, nace de la necesidad de asegurar la descendencia cuanto antes. Por ello se desechó el matrimonio con la nieta de Mariana de Austria, todavía niña, que contaba con fuertes apoyos y semejaba natural. La corte aguardaba con impaciencia la noticia del embarazo llegándose a darlo por casi efectivo en un momento dado: en 1680 María Luisa abofetea a la Camarera Mayor, la duquesa de Terranova, que acaba de matar a una de las cotorras con que aquélla se divierte, y justifica ante su esposo tal «arrebato, declarándolo inexplicable para ella misma, como no obedezca a irreprimible antojo de embarazada»30. La antipatía que suscitaba el rey francés fue manchando la imagen de su sobrina, de quien algunos sospechaban que seguía siendo demasiado francesa. Esta copla anónima da testimonio de ello:

Parid, bella flor de lis

en fortuna tan extraña,

si parís, parís a España,

si no parís, a París.

¿Hasta qué punto pertenecía Calderón al inicial grupo progermano? ¿Hasta qué punto compartía el recelo ante la joven que tardaba en dar a luz, que no se acostumbraba a los usos del país y de quien se llegaría a pensar que era una espía o, peor, una traidora?31 Imposible dar una respuesta concluyente, pero contamos con indicios que apuntan a cierto rechazo frente a la casa de Borbón, que ni se cita ni se sugiere en ninguna de las obras analizadas; la prueba de la aceptación de la sobrina del enemigo sería ese compromiso inquebrantable con la hoguera que el gran cortesano hace rubricar por medio de la alegoría.

Y estas son a mi entender las posibilidades de crítica, como vemos escasísimas, que posee el poeta áulico: el silencio, la reticencia, la apropiación de acontecimientos históricos, su transformación incluso, pero con la suficiente ambigüedad como para que la vigilante fiscalización del poder los vea sin recelo32.

BIBLIOGRAFÍA

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BERNARDO ARES, José Manuel de, «Calderón de la Barca: el poder palatino de un capellán real y el poder cultural de un dramaturgo», en Ayer y hoy de Calderón, ed. J. Pérez-Magallón y J. M. Ruano de la Haza, Madrid, Castalia, 2002, pp. 63-77.

BOUZA, Fernando, «Impresos y manuscritos en un siglo de comedias», en Calderón de la Barca y la España del Barroco, ed. J. Alcalá-Zamora y E. Belenguer, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001, II, pp. 415-446.

CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro, Autos sacramentales alegóricos, y historiales dedicados a Cristo Señor Nuestro Sacramentado, Madrid, Joseph Fernández de Buendía, 1677.

Casa con dos puertas, en Obras Completas, I, Comedias, ed. Á. Valbuena Briones, Madrid, Aguilar, 19875, pp. 276-307.

El gran príncipe de Fez en Obras Completas, II, Dramas, ed. Á. Valbuena Briones, Madrid, Aguilar 19875, pp. 1365-1409.

El cordero de Isaías, ed. M. C. Pinillos, Kassel/Pamplona, Universidad de Navarra/Reichenberger, 1996.

El indulto general, ed. I. Arellano y J. M. Escudero, Kassel/Pamplona, Reichenberger/Universidad de Navarra, 1996.

El lirio y el azucena, ed. V. Roncero, Kassel/Pamplona, Universidad de Navarra/Reichenberger, 2007.

El nuevo hospicio de pobres