El proceso


Contenido

El proceso
La detención
Conversación con la señora Grubach. La señorita Bürstner
Primera citación judicial
En la sala de sesiones. El estudiante. Las oficinas del juzgado
El azotador
El tío. Leni
El abogado. El fabricante. El pintor
El comerciante Block. K renuncia al abogado
En la catedral
El final

Fragmentos
La amiga de B
El fiscal
Hacia la casa de Elsa
Lucha con el subdirector
La casa
Visita a la madre
Anotaciones en los diarios de Kafka referentes a El proceso

El proceso



Conversación con la señora Grubach. La señorita Bürstner



En esa primavera, K, después del trabajo, cuando era posible —normalmente permanecía hasta las nueve en la oficina—, solía dar un paseo por la noche solo o con algún conocido y luego se iba a una cervecería, donde se sentaba hasta las once en una tertulia compuesta en su mayor parte por hombres ya mayores. Pero había excepciones en esta rutina, por ejemplo cuando el director del banco, que apreciaba su capacidad de trabajo y su formalidad, le invitaba a una excursión con el coche o a cenar en su villa. Además, una vez a la semana iba a casa de una muchacha llamada Elsa, que trabajaba de camarera en una taberna hasta altas horas de la madrugada y durante el día sólo recibía en la cama a sus visitas.

Aquella noche, sin embargo —el día había transcurrido con rapidez por el trabajo agotador y las numerosas felicitaciones de cumpleaños—, K quería regresar directamente a casa. En todas las pequeñas pausas del trabajo había pensado en ello. Sin saber con certeza por qué, le parecía que los incidentes de aquella mañana habían causado un gran desorden en la vivienda de la señora Grubach y que su presencia era necesaria para restaurar de nuevo el orden. Una vez restaurado, quedaría suprimida cualquier huella del incidente y todo volvería a los cauces normales. De los tres funcionarios no había nada que temer, se habían vuelto a sumir en el gran cuerpo de funcionarios del banco, tampoco se podía notar ningún cambio en ellos. K les había llamado con frecuencia, por separado o en grupo, a su despacho, sólo para observarlos y siempre los había podido despedir satisfecho.

Cuando llegó a las nueve y media de la noche a la casa en que vivía, K se encontró en la puerta con un muchacho que permanecía con las piernas abiertas y fumando en pipa.

—¿Quién es usted? —preguntó K en seguida y acercó su rostro al del muchacho, pues no se veía mucho en el oscuro pasillo de entrada.

—Soy el hijo del portero, señor —respondió el muchacho, se sacó la pipa de la boca y se apartó.

—¿El hijo del portero? —preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón en el suelo.

—¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?

—No, no —dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara—. Está bien —dijo, y siguió, pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.

Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa cosiendo una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias viejas. K se disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la señora Grubach era muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre tenía tiempo para hablar con él, sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K miró la habitación, había recobrado su antiguo aspecto, la vajilla del desayuno, que había estado por la mañana en la mesita junto a la ventana, ya había sido retirada. «Las manos femeninas hacen milagros en silencio —pensó—, él probablemente habría roto toda la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido capaz de llevársela». Contempló a la señora Grubach con cierto agradecimiento.

—¿Por qué trabaja hasta tan tarde? —preguntó.

Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de sus manos en las medias.

—Hay mucho trabajo —dijo ella—. Durante el día me debo a los inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me quedan las noches.

—Hoy le he causado un trabajo extraordinario.

—¿Por qué? —preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en su regazo.

—Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.

—¡Ah, ya! —dijo, y se volvió a tranquilizar—. Eso no me ha causado mucho trabajo.

K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse de que le hable del asunto —pensó—, no considera correcto que hable de ello. Más importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello con una mujer mayor».

—Algo de trabajo sí ha causado —dijo—, pero no se volverá a repetir.

—No, no se puede repetir —dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi con tristeza.

—¿Lo cree de verdad? —preguntó K.

—Sí —dijo ella en voz baja—, pero ante todo no se lo debe tomar muy en serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con tanta confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la puerta y que los vigilantes también me contaron algunas cosas. Se trata de su felicidad, y eso me importa mucho, más, quizá, de lo que me incumbe, pues no soy más que la casera. Bien, algo he oído, pero no puedo decir que sea especialmente malo. No. Usted, es cierto, ha sido detenido, pero no como un ladrón. Cuando se detiene a alguien como si fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta detención., me parece algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna tontería, hay algo complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe entender.

—No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo por algo complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo imprevisto, eso es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado confundir por la ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida y, sin tener ninguna consideración con nadie que me saliera al paso, hubiera desayunado, por una vez, en la cocina y me hubiera traído usted el traje de mi habitación, entonces habría negociado todo breve y razonablemente, no habría pasado a mayores y no hubiera ocurrido nada de lo que pasó. Pero uno siempre está tan desprevenido. En el banco, por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me podría ocurrir algo similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono interno y el de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar gente, particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer para mí enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado y tampoco quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la opinión de una mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos. Pero ahora me debe dar la mano, una coincidencia así se tiene que sellar con un apretón de manos.

«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio» —pensó, y miró a la mujer de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó, porque él también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que no había entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación dijo algo que no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de lugar:

—No se lo tome muy en serio, señor K —dijo con voz temblorosa y, naturalmente, olvidó darle la mano.

—No sabía que se lo tomaba tan en serio —dijo K, repentinamente agotado al comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella mujer.

Ya desde la puerta preguntó:

—¿Está en casa la señorita Bürstner?

—No —dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y seca información—. Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que le dé algún recado?

—Sólo quería conversar un poco con ella.

—Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele llegar tarde.

—Da igual —dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse—, sólo quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su habitación esta mañana.

—Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano, ya está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar.

Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.

—Gracias, lo creo —dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden, ni siquiera la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los almohadones de la cama alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos caía la luz de la luna.

—La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche —dijo K, y contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa costumbre.

—¡Ah, la gente joven! —dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.

—Cierto, cierto —dijo K—, pero no se deben extremar las cosas.

—No, claro que no —dijo la señora Grubach—. Tiene mucha razón, señor K. Tal vez también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner, ella es una muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo aprecio todo eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y discreta. Este mes ya la he visto dos veces con un hombre diferente en calles apartadas. Para mí resulta muy desagradable; esto, pongo a Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted, pero es inevitable, tendré que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo único en ella que considero sospechoso.

—Está equivocada —dijo K furioso e incapaz de ocultarlo—, usted ha interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no quería decir eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada, usted está completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, nada de lo que usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido demasiado lejos, no le quiero impedir que haga nada, dígale lo que quiera. Buenas noches.

—Señor K... —dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir detrás de K hasta la puerta, que él ya había abierto—, por el momento no quiero hablar con la señorita, naturalmente que antes quiero observarla, sólo a usted le he confiado lo que sabía. Al fin y al cabo intento mantener decente la pensión en beneficio de todos los inquilinos, ése es mi único afán.

—¡Decencia! —gritó K a través de la rendija de la puerta—, si quiere que la pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.

A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo posterior.

Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella algunas palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos cansados llegó a pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer a la señorita Bürstner para que ambos rescindieran el contrato de alquiler. Pero poco después todo le pareció terriblemente exagerado e, incluso, alimentó la sospecha contra él mismo de que quería irse de la vivienda por el incidente de la mañana. Nada podría haber sido más absurdo y, ante todo, más inútil y más despreciable.

Cuando se cansó de mirar por la ventana, y después de haber abierto un poco la puerta que daba al recibidor para poder ver a todo el que entraba, se echó en el canapé. Permaneció tranquilo, fumando un cigarrillo, hasta las once. Pero a partir de esa hora ya no lo resistió más, así que se fue al recibidor, como si al hacerlo pudiese acelerar la llegada de la señorita Bürstner. No es que deseara especialmente verla, en realidad ni siquiera se acordaba de su aspecto, pero ahora quería hablar con ella y le irritaba que su tardanza le procurase intranquilidad y desconcierto al final del día. También la hacía responsable de no haber ido a cenar y de haber suprimido la visita prevista a Elsa. No obstante, aún se podía arreglar, pues podía ir a la taberna en la que Elsa trabajaba. Decidió hacerlo después de la conversación con la señorita Bürstner.

Habían pasado de las once y media cuando oyó pasos en la escalera. K, que se había quedado ensimismado en sus pensamientos y paseaba haciendo ruido por el recibidor, como si estuviera en su propia habitación, se escondió detrás de la puerta. Era la señorita Bürstner, que acababa de llegar. Después de cerrar la puerta de entrada se echó, temblorosa, un chal de seda sobre sus esbeltos hombros. A continuación, se dirigió a su habitación, en la que K, como era medianoche, ya no podría entrar. Por consiguiente, tenía que dirigirle la palabra ahora; por desgracia, había olvidado encender la luz de su habitación, por lo que su aparición desde la oscuridad tomaría la apariencia de un asalto y se vería obligado a asustarla. En esa situación comprometida, y como no podía perder más tiempo, susurró a través de la rendija de la puerta:

—Señorita Bürstner.

Sonó como una súplica, no como una llamada.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó la señorita Bürstner, y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos.

—Soy yo —dijo K abriendo la puerta.

—¡Ah, señor K! —dijo la señorita Bürstner sonriendo—. Buenas noches —y le tendió la mano.

—Quisiera hablar con usted un momento, ¿me lo permite?

—¿Ahora? —preguntó la señorita Bürstner—. ¿Tiene que ser ahora? Es un poco extraño, ¿no?

—La estoy esperando desde las nueve.

—¡Ah!, bueno, he estado en el teatro, usted no me había dicho nada.

—El motivo por el que quiero hablar con usted es algo que ha sucedido esta mañana.

—Bien, no tengo nada en contra, excepto que estoy agotada. Venga un par de minutos a mi habitación, aquí no podemos conversar, despertaremos a todos y eso sería muy desagradable para mí, y no por las molestias causadas a los demás, sino por nosotros. Espere aquí hasta que haya encendido la luz en mi habitación y entonces apague la suya.

Así lo hizo K, luego esperó hasta que la señorita Bürstner le invitó en voz baja a entrar en su habitación.

—Siéntese —dijo, y señaló una otomana; ella permaneció de pie al lado de la cama a pesar del cansancio del que había hablado. Ni siquiera se quitó su pequeño sombrero, adornado con un ramillete de flores.

—Bueno, ¿qué desea usted? Tengo curiosidad por saberlo —dijo, y cruzó ligeramente las piernas.

—Tal vez le parezca —comenzó K— que el asunto no era tan urgente como para tener que hablarlo ahora, pero.

—Siempre ignoro las introducciones —dijo la señorita Bürstner.

—Bien, eso me facilita las cosas —dijo K—. Su habitación ha sido esta mañana, en cierto modo por mi culpa, un poco desordenada. Lo hicieron unos extraños contra mi voluntad y, como he dicho, también por mi culpa. Por eso quisiera pedirle perdón.

—¿Mi habitación? —preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la habitación dirigió a K una mirada inquisitiva.

Así ha sido —dijo K, y por primera vez se miraron a los ojos—. La manera en que ha ocurrido no merece la pena contarla.

—Pero es precisamente lo interesante —dijo la señorita Bürstner.

—No —dijo K.

—Bueno, tampoco quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, si usted insiste en que no es interesante, no objetaré nada. Acepto sus disculpas, sobre todo porque no encuentro ninguna huella de desorden.

Dio un paseo por la habitación con las manos en las caderas. Se paró frente a las fotografías.

—Mire —exclamó—, han movido mis fotografías. Eso es algo de mal gusto. Así que alguien ha entrado en mi habitación sin mi permiso.

K asintió y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que no podía dominar su absurda e inculta vivacidad.

—Es extraño —dijo la señorita Bürstner—, me veo obligada a prohibirle algo que usted mismo se debería prohibir: entrar en mi habitación cuando me hallo ausente.

—Yo le aseguro, señorita Bürstner —dijo K, acercándose a las fotografías—, que yo no he sido el que las ha tocado. Pero como no me cree, debo reconocer que la comisión investigadora ha traído a tres funcionarios del banco, de los cuales uno, al que cuando se me presente la primera oportunidad despediré del banco, probablemente tomó las fotografías en la mano. Sí —añadió K, ya que la señorita le había lanzado una mirada interrogativa—, esta mañana hubo aquí una comisión investigadora.

—¿Por usted? —preguntó la señorita.

—Sí —respondió K.

—No —exclamó ella, y rió.

—Sí, sí —dijo K—, ¿cree que soy inocente?

—Bueno, inocente. —dijo la señorita—. No quiero emitir ahora un juicio trascendente, tampoco le conozco, en todo caso debe de ser un delito grave para mandar inmediatamente a una comisión investigadora. Pero como está en libertad —deduzco por su tranquilidad que no se ha escapado de la cárcel—, no ha podido cometer un delito semejante.

—Sí —dijo K—, pero la comisión investigadora puede haber comprobado que soy inocente o no tan culpable como habían supuesto.

—Cierto, puede ser —dijo ella muy atenta.

—Ve usted —dijo K—, no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales.

—No, no la tengo —dijo la señorita Bürstner—, y lo he lamentado con frecuencia, pues quisiera saberlo todo y los asuntos judiciales me interesan mucho. Los tribunales ejercen una poderosa fascinación, ¿verdad? Pero es muy probable que perfeccione mis conocimientos en este terreno, pues el mes próximo entro a trabajar en un bufete de abogados como secretaria

—Eso está muy bien —dijo K—, así podrá ayudarme un poco en mi proceso.

—Podría ser—dijo ella—, ¿por qué no? Me gusta aplicar mis conocimientos.

—Se lo digo en serio —dijo K—, o al menos en el tono medio en broma medio en serio que usted ha empleado. El asunto es demasiado pequeño como para contratar a un abogado, pero podría necesitar a un consejero.

—Sí, pero si yo tuviera que ser el consejero, debería saber de qué se trata —dijo la señorita Bürstner.

—Ahí está el quid, que ni yo mismo lo sé.

—Entonces ha estado bromeando conmigo —dijo ella muy decepcionada—, ha sido algo completamente innecesario elegir una hora tan intempestiva —y se alejó de las fotografías, donde hacía rato que permanecían juntos.

—Pero no, señorita—dijo K—, no bromeo en absoluto. ¡Que no me quiera creer! Le he contado todo lo que sé, incluso más de lo que sé, pues no era ninguna comisión investigadora, le he dado ese nombre porque no sabía cómo denominarla. No se ha investigado nada, sólo fui detenido, pero por una comisión.

La señorita Bürstner se sentó en la otomana y rió de nuevo:

—¿Cómo fue entonces? —preguntó.

—Horrible —dijo K, pero ya no pensaba en ello, se había quedado absorto en la contemplación de la señorita Bürstner, que, con la mano apoyada en el rostro, descansaba el codo en el cojín de la otomana y acariciaba lentamente su cadera con la otra mano.

—Eso es demasiado general —dijo ella.

—¿Qué es demasiado general? —preguntó K. Entonces se acordó y preguntó:

—¿Le puedo mostrar cómo ha ocurrido? —quería animar algo el ambiente para no tener que irse.

—Estoy muy cansada —dijo la señorita Bürstner.

—Vino muy tarde —dijo K.

—Y para colmo termina haciéndome reproches: me lo merezco, pues no debería haberle dejado entrar. Tampoco era necesario, como se ha comprobado después.

—Era necesario, ahora lo comprenderá —dijo K—. ¿Puedo desplazar de su cama la mesilla de noche?

—Pero, ¿qué se le ha ocurrido? —dijo la señorita Bürstner—. ¡Por supuesto que no!

—Entonces no se lo podré mostrar —dijo K excitado, como si le causaran un daño enorme.

—Bueno, si lo necesita para su representación, desplace la mesilla —dijo la señorita Bürstner, y añadió poco después con voz débil:

—Estoy tan cansada que permito más de lo debido.

K colocó la mesilla en el centro de la habitación y se sentó detrás.

—Debe imaginarse correctamente la posición de las personas, es muy interesante. Yo soy el supervisor, allí, en el baúl, se sientan los dos vigilantes, al lado de las fotografías permanecen tres jóvenes, en el picaporte de la ventana cuelga, lo que menciono sólo de pasada, una blusa blanca. Y ahora comienza la función. Ah, se me olvidaba la persona más importante, yo estaba aquí, ante la mesilla. El supervisor estaba sentado con toda comodidad, las piernas cruzadas, el brazo colgando sobre el respaldo, tamaña grosería. Y ahora comienza todo de verdad. El supervisor me llama como si quisiera despertarme del sueño más profundo, es decir grita, por desgracia tengo que gritar para que lo comprenda, aunque sólo gritó mi nombre.

La señorita Bürstner, que escuchaba sonriente, se llevó el dedo índice a los labios para evitar que K gritase, pero era demasiado tarde, K estaba tan identificado con su papel que gritó:

—¡Josef K!

Aunque no lo hizo con la fuerza con que había amenazado, sí con la suficiente como para que el grito, una vez emitido, se expandiera lentamente por la habitación.

En ese instante golpearon la puerta de la habitación contigua; fueron golpes fuertes, cortos y regulares. La señorita Bürstner palideció y se puso la mano en el corazón. K se llevó un susto enorme, pues llevaba un rato en el que sólo había sido capaz de pensar en el incidente de la mañana y en la muchacha ante la que lo estaba representando. Apenas se había recuperado, saltó hacia la señorita Bürstner y tomó su mano.

—No tema usted nada —le susurró—, yo lo arreglaré todo. Pero, ¿quién puede ser? Aquí al lado sólo está el salón y nadie duerme en él.

—¡Oh, sí! —susurró la señorita Bürstner al oído de K—, desde ayer duerme un sobrino de la señora Grubach, un capitán. Ahora mismo no queda ninguna habitación libre. También yo lo había olvidado. ¡Cómo se le ocurre gritar así! Soy muy infeliz por su culpa.

—No hay ningún motivo —dijo K, y besó su frente cuando ella se reclinó en el cojín.

—Fuera, márchese —dijo ella, y se incorporó rápidamente—, márchese. Qué quiere, él escucha detrás de la puerta, lo escucha todo. ¡No me atormente más!

—No me iré —dijo K— hasta que se haya calmado. Venga a la esquina opuesta de la habitación, allí no nos puede escuchar.

Ella se dejó llevar.

—Piense que se trata sólo de una contrariedad, pero que no entraña ningún peligro. Ya sabe cómo me admira la señora Grubach, que es la que decide en este asunto, sobre todo considerando que el capitán es sobrino suyo. Se cree todo lo que le digo. Además, depende de mí, pues me ha pedido prestada una gran cantidad de dinero. Aceptaré todas sus propuestas para una aclaración de nuestro encuentro, siempre que sea oportuno, y le garantizo que la señora Grubach las creerá sinceramente y así lo manifestará en público. No tenga conmigo ningún tipo de miramientos. Si quiere que se difunda que la he sorprendido, así será instruida la señora Grubach y lo creerá sin perder la confianza en mí, tanto apego me tiene.

La señorita Bürstner contemplaba el suelo en silencio y un poco hundida.

—¿Por qué no va a creerse la señora Grubach que la he sorprendido? —añadió K. Ante él veía su pelo rojizo, separado por una raya, holgado en las puntas y recogido en la parte superior. Creyó que le iba a mirar, pero ella, sin cambiar de postura, dijo:

—Discúlpeme, me he asustado tanto por los golpes repentinos, no por las consecuencias que podría traer consigo la presencia del capitán. Después de su grito estaba todo tan silencioso y de repente esos golpes, por eso estoy tan asustada. Yo estaba sentada al lado de la puerta, los golpes se produjeron casi a mi lado. Le agradezco sus proposiciones, pero no las acepto. Puedo asumir la responsabilidad por todo lo que ocurre en mi habitación y, además, frente a cualquiera. Me sorprende que no note la ofensa que suponen para mí sus sugerencias, por más que reconozca sus buenas intenciones. Pero ahora márchese, déjeme sola, ahora lo necesito mucho más que antes. Los pocos minutos que usted había pedido se han convertido en media hora o más.

K tomó su mano y luego su muñeca.

—¿No se habrá enfadado conmigo? —dijo él.

Ella retiró su mano y respondió:

—No, no, soy incapaz de enfadarme.

K volvió a tomar su muñeca y ella, esta vez, lo aceptó, pero le condujo así hasta la puerta. Él estaba firmemente decidido a irse, pero al llegar a la puerta, como si no hubiera esperado encontrarse allí con semejante obstáculo, se detuvo, lo que la señorita Bürstner aprovechó para desasirse, abrir la puerta, deslizarse hasta el recibidor y, desde allí, decirle a K en voz baja:

Ahora váyase, se lo pido por favor. Mire —ella señaló la puerta del capitán, por debajo de la cual asomaba un poco de luz—, ha encendido la luz y nos está espiando.

Ya voy —dijo K, salió, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca, luego ávidamente por todo el rostro, como un animal sediento que introduce la lengua en el anhelado manantial. Finalmente la besó en el cuello, a la altura de la garganta: allí dejó reposar sus labios un rato. Un ruido procedente de la habitación del capitán le obligó a mirar. —Ya me voy —dijo él, quiso llamarla por su nombre de pila, pero no lo sabía. Ella asintió cansada, le dejó la mano, mientras se volvía, para que la besara, como si no quisiera saber nada más y se retiró, encogida, a su habitación. Poco después K yacía en su cama. Se durmió rápidamente, aunque antes de dormirse pensó un poco en su comportamiento. Estaba satisfecho, pero se maravilló de no estar aún más satisfecho. Se preocupó seriamente por la señorita Bürstner a causa del capitán.

La detención



Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.

—¿Quién es usted? —preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la cama.

El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:

—¿Ha llamado?

—Anna me tiene que traer el desayuno —dijo K, e intentó averiguar en silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba detrás:

—Quiere que Anna le traiga el desayuno.

Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:

—Es imposible.

—¡Es lo que faltaba! —dijo K, que saltó de la cama y se puso los pantalones con rapidez—. Quiero saber qué personas hay en la habitación contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.

Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz alta, y de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el derecho a vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento no le pareció importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido, pues dijo:

—¿No prefiere quedarse aquí?

—Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras no se haya presentado.

—Se lo he dicho con buena intención —dijo el desconocido, y abrió voluntariamente la puerta.

La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que hubiera deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy parecido al de la noche anterior. Era la sala de estar de la señora

Grubach. Tal vez esa habitación repleta de muebles, alfombras, objetos de porcelana y fotografías aparentaba esa mañana tener un poco más de espacio libre que de costumbre, aunque era algo que no se advertía al principio, como el cambio principal, que consistía en la presencia de un hombre sentado al lado de la ventana con un libro en las manos, del que, al entrar K, apartó la mirada.

—¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha dicho Franz?

—Sí, ¿qué quiere usted de mí? —preguntó K, que miró alternativamente al nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que ahora permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo ver otra vez a la anciana que, con una auténtica curiosidad senil, permanecía asomada con la firme resolución de no perderse nada.

—Quiero ver a la señora Grubach —dijo K, hizo un movimiento corno si quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban situados lejos de él, y se dispuso a irse.

—No —dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se levantó—. No puede irse, usted está detenido.

—Así parece —dijo K—. ¿Y por qué? —preguntó a continuación.

—No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con tanta amabilidad. Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él también se ha comportado amablemente con usted, infringiendo todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con el nombramiento de sus vigilantes, entonces puede ser optimista.

K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no había ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto a la ventana.

Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad —dijo Franz, que se acercó con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz le superaba en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos examinaron la camisa del pijama de K y dijeron que se pusiera otra peor, que ellos guardarían ésa, así como el resto de su ropa, y que si el asunto resultaba bien, entonces le devolverían lo que habían tomado.

—Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al depósito —dijeron—, pues en el depósito desaparecen cosas con frecuencia y, además, transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin tener en consideración si el proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver lo que duran los procesos en los últimos tiempos! Naturalmente, el depósito, al final, abona un reintegro, pero éste, en primer lugar, es muy bajo, pues en la venta no decide la suma ofertada, sino la del soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen, según la experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van transcurriendo los años.

K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba más importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero en presencia de aquella gente no podía reflexionar bien, uno de los vigilantes —podía tratarse, en efecto, de vigilantes—, que no paraba de hablar por encima de él con sus colegas, le propinó una serie de golpes amistosos con el estómago; no obstante, cuando alzó la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo y seco que no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos? ¿De qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en vigor, ¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía una amenaza considerable. Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía treinta años. Era muy posible, a lo mejor sólo necesitaba reírse ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran con él, quizá fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era similar, no obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que pudiera poseer contra esa gente. Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó —sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia— de un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.

Aún estaba en libertad.

—Permítanme —dijo, y pasó rápidamente entre los vigilantes para dirigirse a su habitación.

—Parece que es razonable —oyó que decían detrás de él.

En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del escritorio, todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa de la excitación, no podía encontrar precisamente los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró los papeles para poder circular en bicicleta, ya quería ir a enseñárselos a los vigilantes cuando pensó que esos papeles eran insignificantes, por lo que siguió buscando hasta que encontró su partida de nacimiento. Cuando regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de enfrente y apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en cuanto reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando cuidadosamente la puerta.

—Pero entre —es lo único que K tuvo tiempo de decir.

Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles en la mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a abrir, y le asustó la llamada de los vigilantes, quienes permanecían sentados frente a una mesita al lado de la ventana abierta. Como K pudo comprobar, se estaban comiendo su desayuno.

—¿Por qué no ha entrado la señora Grubach? —preguntó K.

—No puede —dijo el vigilante más alto—. Usted está detenido.

—Pero ¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?

—Ya empieza usted de nuevo —dijo el vigilante, e introdujo un trozo de pan en el tarro de la miel—. No respondemos a ese tipo de preguntas.

—Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad, muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.

—¡Cielo santo! —dijo el vigilante—. Que no se pueda adaptar a su situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente, a nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos más próximos a usted entre todos los hombres.

Así es, créalo —dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino que dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas con Franz, pero agitó sus papeles y dijo:

—Aquí están mis documentos de identidad.

—¿Y qué nos importan a nosotros? —gritó ahora el vigilante más alto—. Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?

—No conozco esa ley —dijo K.

—Pues peor para usted —dijo el vigilante.

—Sólo existe en sus cabezas —dijo K, que quería penetrar en los pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o ir ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:

—Ya sentirá sus efectos.

Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:

—Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma que es inocente.

—Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada —dijo el otro.

K ya no respondió. «¿Acaso —pensó— debo dejarme confundir por la cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.

—Condúzcanme hasta su superior —dijo K.

—Cuando él lo diga, no antes —dijo el vigilante llamado Willem— y ahora le aconsejo —añadió— que vaya a su habitación, se comporte con tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de la cafetería.

K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes pronunciaran una palabra más.

Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora era su único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco, resultaba, sin duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido subir el vigilante de la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado. Cierto, estaba descuidando sus deberes matutinos en el banco, pero como su puesto era relativamente elevado podría disculparse con facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó en hacerlo. Si no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría presentar a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente, que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la habitación opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los vigilantes, que le hubieran confinado en la habitación y le hubieran dejado solo, pues allí tenía múltiples posibilidades de quitarse la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntó, esta vez desde su perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado de su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo. Si la limitación intelectual de los vigilantes no hubiese sido tan manifiesta, se hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como consecuencia del mismo convencimiento, consideraban peligroso dejarlo solo. Que vieran ahora, si querían, cómo se acercaba a un armario, en el que guardaba un buen aguardiente, cómo se tomaba un vaso como sustituto del desayuno y cómo destinaba otro para darse valor, pero este último sólo como precaución para el caso improbable de que fuera necesario.

En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua que mordió el cristal del vaso.

—El supervisor le llama —dijeron.

Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto, seco, militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue bienvenida.

—¡Por fin! —exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron a que volviera a su habitación, como si fuera algo natural.

—¿Pero cómo se le ocurre? —gritaron—. ¿Cómo pretende presentarse ante el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros también!

—¡Al diablo con todo! —gritó K, que ya había sido empujado hasta el armario ropero—. Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar encontrarme en traje de etiqueta.

—No le servirá de nada resistirse —dijeron los vigilantes, quienes, siempre que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de tristeza, lo que le confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en razón.

—¡Ceremonias ridículas! —gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la silla y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al juicio de los vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.

—Tiene que ser una chaqueta negra —dijeron.

K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:

—Aún no se puede tratar de la vista oral.

Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión: —Tiene que ser una chaqueta negra.

—Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien —dijo K, que abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó su mejor traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado impresión entre sus amigos. A continuación, sacó también una camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al comprobar que los vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño. Los observaba para ver si se acordaban, pero naturalmente no se les ocurrió; sin embargo, Willem no olvidó enviar a Franz al supervisor con la noticia de que K se estaba vistiendo.

Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que solía salir muy temprano a trabajar y llegaba tarde por las noches, y con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinasde la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.

—¿Josef K? —preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención dispersa.

K asintió.

—¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana? —preguntó el supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.

—Así es —dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su asunto—. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.

—¿No muy sorprendido? —preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.

—Es posible que no me interprete bien —se apresuró a especificar—. Quiero decir... —aquí K se interrumpió y buscó una silla—. ¿Puedo sentarme? —preguntó.

—No es lo normal —respondió el supervisor.