Wilkie Collins

La piedra lunar


Índice


Prefacio

Prologo
I
II
III
IV

La historia, primera época
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII

Segunda época

Primera narración
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII

Segunda narración
I
II
III

Tercera narración
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X

Cuarta narración

Quinta narración
I

Sexta narración
I
II
III
IV
V

Séptima narración

Octava narración

Epilogo
I
II
III




Wilkie Collins

La piedra lunar

La piedra lunar

In Memoriam Matris

Prefacio


En alguna de mis novelas anteriores me propuse establecer la influencia ejercida por las circunstancias sobre el carácter. En la presente historia he invertido el proceso. Mi meta ha sido señalar aquí la influencia ejercida por el carácter sobre las circunstancias. La conducta seguida por una muchacha ante una emergencia insospechada constituye el cimiento sobre el que he levantado esta obra.

Idéntico propósito es el que me ha guiado en el manejo de los otros personajes que aparecen en estas páginas. El curso seguido por su pensamiento y su acción en medio de las circunstancias que los rodean resulta, tal como habría ocurrido muy probablemente en la vida real, unas veces correcto, otras equivocado.

Acertada o falsa su conducta, no dejan en ningún instante de regir la acción de aquellas partes del relato que les incumben a cada uno, frente a cualquier evento.

En lo que atañe al experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las últimas escenas de La Piedra Lunar he puesto allí, una vez más, en juego tales principios. Previa documentación efectuada no sólo en los libros, sino también recogida de labios de vivientes autoridades en la materia respecto al probable desenlace que dicho experimento hubiera tenido en la realidad, he declinado echar mano del privilegio que todo novelista posee de imaginar lo que podría ocurrir, estructurando mi relato de manera de hacerlo surgir como una consecuencia de lo que en verdad hubiese ocurrido..., cosa que, me permito declarar ante el lector, acaece realmente en estas páginas.

En lo que concierne a la historia del Diamante, narrada aquí, debo reconocer que se halla basada, en sus detalles primordiales, en la historia de dos diamantes reales europeos. La magnífica piedra que adorna en su extremo el cetro imperial ruso fue anteriormente el ojo de un ídolo hindú. Del famoso Ko-i-Nur se sospecha que ha sido también una de las gemas sagradas de la India y, aun más, el origen de una predicción que amenazaba con segura desgracia a las personas que la desviaran de su uso ancestral.

Gloucester Place, Portman Square

Junio 30, 1868

Prologo


La toma de Seringapatam (1799)

(Extracto de una carta familiar)

I


Dirijo estas líneas —escritas en la India— a mis parientes de Inglaterra.

Es mi propósito darles a conocer aquí las causas que me han inducido a rehusarle la mano fiel de mi amistad a mi primo John Herncastle. La reserva que hasta ahora he mantenido en torno a este asunto ha sido mal interpretada por algunos miembros de mi familia, cuya buena opinión respecto a mi persona no puedo consentir que se pierda. Ruégoles a los mismos que posterguen su decisión hasta después de haber leído mi relato. Y, bajo palabra de honor, declaro que lo que estoy a punto de trasladar al papel es estricta y literalmente la verdad.

La diferencia privada surgida entre mi primo y yo se originó durante un gran hecho público en el que ambos nos vimos implicados: el asalto a Seringapatam, bajo las órdenes del General Baird, hecho que tuvo lugar el día 4 de mayo de 1799.

A fin de tornar más comprensibles los sucesos, véome precisado a dirigir por un momento mi atención hacia el período inmediatamente anterior al ataque y hacia las historias que circulaban en nuestro campamento, relativas al oro y las joyas atesoradas en el palacio de Seringapatam.

II


Una de las más disparatadas era la que giraba en torno de un Diamante Amarillo, gema famosa en los anales nativos de la India.

La más antigua de las tradiciones conocidas afirmaba que había estado engastada en la frente de la deidad india de cuatro manos que simboliza la Luna. Debido en parte a su peculiar coloración y en parte a una superstición que la hacía partícipe de las cualidades del ídolo al cual servía de ornamento y a la circunstancia de que su brillo aumentaba o disminuía en potencia, según aumentara o disminuyera en intensidad el de la luna, recibió primitivamente el nombre con el cual aún hoy se la conoce en la India: la Piedra Lunar. Una superstición parecida predominó en la Grecia antigua y en Roma, aunque no vinculada como aquella de la India a un diamante consagrado al servicio de un dios, sino a una piedra semitransparente y perteneciente a una variedad inferior de gemas, que se suponía era sensible a las influencias de la Luna; la Luna, también en este caso, dio su nombre a la piedra, que sigue siendo llamada así por los coleccionistas de nuestro tiempo.

Las aventuras del Diamante Amarillo comienzan en el undécimo siglo de la Era Cristiana. Por ese entonces atravesó la India el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni; luego de apoderarse de la ciudad sagrada de Somnauth, despojó de sus tesoros al famoso templo que durante muchos siglos fuera el santuario de los peregrinos indostánicos y la maravilla del mundo oriental.

De todos los ídolos adorados en el templo, sólo el dios lunar escapó a la rapacidad de los conquistadores mahometanos. Protegida por tres brahmanes, la deidad inviolada que lucía en su frente el Diamante Amarillo fue quitada de allí durante la noche y transportada a la segunda de las ciudades sagradas de la India: Benares.

Allí, en un nuevo templo —y en un recinto incrustado de piedras preciosas y bajo un techo sostenido por pilares de oro—, fue colocado y adorado el dios lunar. Allí también, y en la noche del día en que se dio término a la erección del santuario, aparecióse a los tres brahmanes, en sueño, Vichnú el Preservador.

Impregnó el dios con su aliento divino el diamante ubicado en la frente del ídolo. Y los tres brahmanes cayeron de hinojos ocultando sus rostros en sus túnicas.

Vichnú ordenó luego que la Piedra Lunar habría de ser vigilada desde entonces por tres sacerdotes que deberían turnarse día y noche, hasta la última generación de los hombres. Y los tres brahmanes escucharon su voz y acataron su voluntad con una reverencia. La deidad predijo una especie de desastre al presuntuoso mortal que posase sus manos en la gema sagrada y también a todos los de su casa y su sangre que la heredaran después de él. Y los brahmanes decidieron estampar la sentencia en letras de oro sobre las puertas del santuario.

Transcurrieron los siglos y, generación tras generación, los sucesores de los tres brahmanes mantuvieron su vigilancia sobre la inapreciable Piedra Lunar, durante el día y la noche. Las centurias fueron pasando hasta arribar a los primeros años del siglo XVIII de la Era Cristiana, que vio reinar a Aurengzeib, Emperador de los mogoles. Bajo su mando el estrago y la rapiña desatáronse nuevamente en los templos donde se adoraba a Brahma. El santuario del dios de las cuatro manos fue profanado, luego de haber sido muertos los animales sagrados; las imágenes de los dioses fueron despedazadas y la Piedra Lunar cayó en manos de un oficial de alta graduación del ejército de Aurengzeib.

No pudiendo recuperar su tesoro perdido mediante la lucha franca, los tres sacerdotes guardianes lo siguieron y continuaron vigilándolo a escondidas. Una tras otra fueron pasando las generaciones; el guerrero responsable del sacrilegio pereció de manera miserable; la Piedra Lunar fue deslizándose (con la maldición encima) de las manos de un infiel musulmán a las de otro; y siempre en medio de todas las vicisitudes, siguieron vigilándola, a la espera del día en que la voluntad de Vichnú el Preservador decidiera reintegrarles la gema sagrada. Pasaron los años, hasta llegar a las postrimerías del siglo decimoctavo de la Era Cristiana. El diamante cayó en poder de Tippo, Sultán de Seringapatam, quien ordenó que se lo colocara a manera de adorno en la empuñadura de su daga, disponiendo que la misma fuese depositada entre los más valiosos tesoros de su armería. Y aun allí, en el propio palacio del sultán, los tres sacerdotes guardianes prosiguieron velando en secreto. Había en la casa de Tippo tres oficiales extranjeros que se ganaron la confianza de su amo acatando o simulando acatar la fe musulmana, y los rumores decían que se trataba de los tres sacerdotes, disfrazados.

III


Esta es la fantástica historia que en torno a la Piedra Lunar circulaba en nuestro campamento. La misma no causó impresión alguna en ninguno de nosotros, excepto en mi primo, cuyo amor hacia lo maravilloso lo indujo a creerla. La noche anterior a la toma de Seringapatam irritóse absurdamente conmigo y otras personas, porque tildamos a la cosa de mera fábula. Una estúpida reyerta originóse en seguida, que sirvió para que el infortunado carácter de Herncastle pusiérase plenamente de manifiesto. Jactanciosamente afirmó que habríamos de verlo lucir el diamante en el dedo, si es que el ejército inglés tomaba Seringapatam. Esta salida fue saludada con grandes risas y así, según todos creímos esa noche, la cosa había ya terminado.

Permitidme ahora que os hable del día del ataque.

Mi primo y yo nos separamos al comienzo de la acción. No lo vi en ningún momento mientras vadeábamos el río, como tampoco cuando plantamos la bandera inglesa en la primera brecha abierta, ni cuando cruzamos posteriormente la zanja o luchamos pulgada tras pulgada hasta arribar finalmente a la ciudad. Fue recién hacia el crepúsculo, cuando el sitio ya era nuestro y el propio general Baird acababa de descubrir el cuerpo inerte de Tippo bajo un montón de cadáveres, que nos encontramos Herncastle y yo.

Integrábamos los dos una partida destacada por el general para evitar que el saqueo y la confusión siguieran a la conquista. Los hombres del campamento cometieron los más deplorables excesos; y lo que es peor todavía, hallaron los soldados la manera de introducirse, a través de una entrada desguarnecida, en el tesoro del palacio, del cual salían cargados de oro y joyas. Fue en el patio exterior, frente al tesoro, donde nos encontramos mi primo y yo, mientras tratábamos de imponer por la fuerza a nuestros soldados las leyes de la disciplina.

El fogoso temperamento de Herncastle, según pude claramente comprobarlo, se había ido exasperando poco a poco hasta llegar a una especie de frenesí, en medio de la terrible carnicería a través de la cual nos abriéramos camino. Se adaptaba muy mal, en mi opinión, para llevar a cabo la labor que se le encomendara.

En el tesoro advertí tumulto y confusión, aunque no violencia. Los hombres (si es que cabe hacer uso de tal expresión) se deshonraban alegremente. Toda suerte de bromas eran lanzadas de aquí para allá y devueltas de inmediato por quien las recibía; la historia del diamante surgió de pronto bajo una forma jocosa y traviesa. "¿Quién tiene la Piedra Lunar?", era el grito zumbón que, cada vez que el pillaje cesaba en un sitio, daba lugar a que se lo reanudara en otro. Mientras me hallaba yo infructuosamente empeñado en restablecer el orden, llegó a mis oídos un espantoso alarido proveniente del otro extremo del patio y hacia allí me dirigí a la carrera, temiendo que un nuevo saqueo se hubiera iniciado en aquella dirección.

Al llegar ante una puerta abierta, descubrí los cuerpos de dos hindúes (oficiales de palacio, conjeturé al mirarles las ropas) que yacían sin vida junto a la entrada.

Un grito proveniente del interior me hizo penetrar con premura en ese cuarto que, al parecer, era la armería. Un tercer hindú caía mortalmente herido en ese instante, a los pies de un hombre que me daba la espalda. Volvióse éste en cuanto entré y pude comprobar que se trataba de John Herncastle, quien sostenía una antorcha en una mano y una daga de la que se desprendían gotas de sangre en la otra. Una piedra que se hallaba engastada a la manera de un pomo en el extremo de la empuñadura resplandeció a la luz de la antorcha cuando aquél volvió como un lampo de fuego hacia mí. El hindú moribundo, hundiéndose a sus pies, señaló hacia la daga esgrimida por Herncastle y dijo en su lengua nativa:

—¡La Piedra Lunar habrá de tomar, sin embargo, su venganza sobre ti y los de tu sangre!

Dicho lo cual, quedó exánime sobre el piso.

Antes de que pudiera yo dilucidar esta cuestión, los hombres que me habían seguido a través del patio amontonáronse allí dentro. Mi primo se precipitó sobre ellos como un demente. "¡Despejad el cuarto —les gritó—, y pon tú guardia a la puerta!" Los hombres retrocedieron, al verlo arrojarse sobre ellos con su antorcha y su daga. Yo aposté dos centinelas de mi propia compañía, en quienes podía confiar, para guardar la entrada. Durante el resto de la noche no volví a ver a mi primo.

Ya en las primeras horas de la mañana y como el saqueo no cesara, el General Baird anunció públicamente, luego de un redoble de tambor, que cualquier ladrón descubierto en flagrante delito habría de ser colgado, fuera él quien fuese. El Capitán preboste se hizo cargo del asunto, para demostrar el celo con que encaraba al mismo General; y en medio de la multitud que asistió a escuchar esa proclama, nos volvimos a encontrar Herncastle y yo.

Alargándome su mano como de costumbre, me dijo:

—Buenos días.

Yo aguardé un momento, antes de alargarle la mía en retribución.

—Dime, antes —le dije—, cómo fue que murió el hindú de la armería y qué significado tienen esas últimas palabras que pronunció mientras indicaba la daga que tú tenías en la mano.

—Supongo que habrá muerto a causa de una herida mortal —dijo Herncastle—. En cuanto a lo que puedan significar sus últimas palabras, sé tanto a ese respecto como puedas saber tú.

Yo lo miré atentamente. Todo su frenesí de la víspera habíase desvanecido. Resolví ofrecerle otra oportunidad.

—¿Es eso todo lo que tienes que decirme? —le pregunté.

Y me respondió:

—Eso es todo.

Le volví entonces la espalda y no nos hemos vuelto a ver desde aquel día.

IV

Índice

Me permito aclarar que lo que narro aquí acerca de mi primo (a menos que una necesidad imprevista me obligue a hacerlo público) tiene sólo por objeto informar a mis familiares. Nada me ha dicho Herncastle que pueda impulsarme a hablar del asunto con el comandante en jefe. Más de una vez ha sido vilipendiado a causa del diamante, por quienes recuerdan su colérico estallido de la víspera del ataque. Pero, como es fácil imaginar, el mero recuerdo de las circunstancias en las cuales lo sorprendí en la armería ha bastado para silenciarlo. Dícese ahora que anhela un traslado a otro regimiento, con el propósito, confesado por él, de hallarse lejos de mí.

Sea ello cierto o no, no consigo persuadirme de que tenga yo que trocarme en su acusador... Y creo que por muy buenas razones. De hacerse público el asunto, no me hallo en condiciones de exhibir otras pruebas que no sean las morales. No solamente carezco de pruebas en cuanto a la muerte de los dos hombres de la entrada, sino que tampoco podría afirmar que es él quien mató al tercer hombre que se hallaba en el interior... ya que no podría afirmar que he visto con mis propios ojos cometer tales crímenes. Cierto es que escuché las palabras pronunciadas por el hindú moribundo, pero si se demostraba que éstas no habían sido más que dislates proferidos en pleno delirio, ¿cómo lograría yo rebatir tal aserción con lo que sabía? Dejemos que nuestros parientes de cada rama se formen su propia opinión sobre lo que acabo de narrar y decidan por sí mismos si la aversión que me inspira este hombre se halla o no justificada.

A pesar de no darle crédito alguno a la fantástica leyenda hindú que se refiere a la gema, debo reconocer, antes de terminar, que me hallo influido por cierta superstición, respecto a este asunto. Tengo la convicción, o la ilusión, lo mismo da, de que el crimen encierra en sí mismo su propia fatalidad. No sólo estoy persuadido de la culpabilidad de Herncastle, sino que soy tan audaz como para creer que vivirá lo suficiente para lamentar su delito, si es que insiste en conservar el diamante, y que habrá quienes también lamenten haberlo recibido de sus manos, si es que alguna vez decide desprenderse de él.

La historia, primera época

Índice

Pérdida del diamante (1848)

Los hechos, según Gabriel Betteredge, mayordomo al servicio de Lady lulia Verinder

I

Índice

En la primera parte de Robinsón Crusoe, página ciento veintisiete, pueden leerse las siguientes palabras:

"Ahora comprendo, aunque demasiado tarde, lo necio que es dar principio a una operación cualquiera, antes de calcular su costo y de pesar exactamente las fuerzas con que contamos para llevarla a cabo.”

Sólo fue ayer que abrí mi Robinsón Crusoe en esa página. Y sólo esta mañana (veintiuno de mayo de mil ochocientos cincuenta) que llegó el sobrino de mi ama, Mr. Franklin Blake, quien sostuvo conmigo la siguiente conversación:

—Betteredge —dijo Mr. Franklin—, he ido a ver a mi abogado para tratar algunos asuntos de familia y, entre otras cosas, hablamos acerca de la pérdida del Diamante Hindú, acaecida hace dos años en la casa de mi tía de Yorkshire. El abogado opina, de acuerdo conmigo, que, en favor de la verdad, toda la historia debiera quedar registrada para siempre en el papel..., y cuanto más pronto mejor.

No percibiendo aún su intención y considerando que es siempre deseable, por amor a la paz y la tranquilidad, ponerse de parte del abogado, le manifesté que yo pensaba lo mismo. Mr. Franklin prosiguió:

—Este asunto del diamante —me dijo— ha dado ya lugar, como tú sabes, a que se sospechara de personas inocentes. Y la memoria de esos mismos inocentes habrá de verse perjudicada de aquí en adelante, debido a la falta de un registro de los hechos, al que puedan acudir quienes vengan después de nosotros. Me parece, Betteredge, que el abogado y yo hemos descubierto la mejor de las formas por utilizarse para narrar lo ocurrido.

Muy satisfactorio para ambos, sin duda. Pero no logré percibir hasta qué punto tenía yo algo que ver en el asunto.

—Hay varios hechos que deberán ser relatados —prosiguió Mr. Franklin—, y contamos con algunas personas que, implicadas en los mismos, se hallan en condiciones de referirlos. Partiendo de esta simple verdad, el abogado opina que cada uno de nosotros debiera intervenir por turno en la tarea de llevar al papel la historia de la Piedra Lunar... llegando cada cual hasta el límite que le marque su propia experiencia, pero no más allá. Habremos de dar comienzo a la tarea, estableciendo la forma en que el diamante vino a caer primeramente en las manos de mi tío Herncastle, mientras se hallaba sirviendo en la India, hace cincuenta años. Este relato preliminar se encuentra en mi poder bajo la forma de una carta de familia, donde aparecen los detalles requeridos, narrados con la autoridad de un testigo ocular. Luego habrá que explicar cómo fue que el diamante vino a dar en la casa de mi tía en Yorkshire, hace dos años, y cómo fue que se perdió poco más de doce horas más tarde. Ninguna persona se halla tan informada como tú, Betteredge, respecto a lo ocurrido por ese entonces en la casa. De modo, pues, que habrás de tomar la pluma para dar comienzo a la historia.

En estos términos fui informado respecto a la labor que me incumbía en la cuestión del diamante. Si desean ustedes conocer la conducta que seguí en tal emergencia, me permitiré hacerles saber que fue idéntica a la que ustedes hubieran probablemente seguido, de encontrarse en mi lugar. Declaré con modestia que me consideraba enteramente incapaz de llevar a cabo la tarea que se me imponía, aunque considerándome todo él tiempo lo suficientemente diestro para ejecutarla, siempre que les brindara una justa oportunidad de obrar a mis facultades. Creo que Mr. Franklin adivinó mis más íntimos deseos a través de mi rostro, pues, renunciando a creer en mi modestia, insistió en que les brindara esa justa oportunidad a mis facultades.

Dos horas han transcurrido desde la partida de Mr. Franklin. Tan pronto como me volvió la espalda, me dirigí hacia mi escritorio para dar comienzo a la historia. Ante él sigo sentado, impotente, desde entonces, pese a la destreza de mis facultades, percibiendo lo que Robinsón Crusoe percibió, según he dicho anteriormente, sobre lo necio que es empezar una operación cualquiera, antes de calcular su costo y de pesar exactamente las fuerzas que contamos para llevarla a cabo. Les ruego que recuerden que abrí ese libro, y en esa página por azar, sólo el día anterior a aquél en que tan osadamente me comprometí a efectuar el trabajo que tengo ahora entre manos; y me permitiré aquí preguntarme si no es esto una profecía, ¿qué es entonces?

No soy supersticioso; he leído, en mis tiempos, muchos libros y soy un erudito a mi manera. Pese a haber llegado ya a los setenta años, poseo una memoria activa y unas piernas que armonizan con ella. No deben ustedes considerar mis palabras como si provinieran de una persona ignorante, cuando les diga que, en mi opinión, otro libro como ése que se denomina Robinsón Crusoe no ha sido ni podrá ser escrito jamás. He recurrido a él año tras año —generalmente en compañía de mi pipa llena de tabaco— y he encontrado siempre en él al amigo que necesitaba en todos los momentos críticos de mi vida. Cuando me hallo de mal humor, Robinsón Crusoe. Cuando necesito algún consejo, Robinsón Crusoe. En el pasado, cuando mi mujer me importunaba, y en el presente, cuando he bebido algún trago de más, Robinsón Crusoe. He desgastado seis recios Robinsones, luego de haberlos obligado a trabajar duramente a mi servicio. En ocasión de su último cumpleaños, recibí de manos del ama el séptimo. A causa de ello bebí un sorbo de más, y Robinsón Crusoe me devolvió el equilibrio. Su precio, cuatro chelines y seis peniques, encuadernado en azul, con un retrato, por añadidura.

No obstante, no creo que sea ésta la mejor manera de dar comienzo a la historia del diamante, ¿no les parece? Siento como si estuviera errando extraviado y fuera en busca de Dios sabe qué y Dios sabe dónde. Con permiso de ustedes, tomaremos una nueva hoja de papel, y, luego de saludarlos con el mayor respeto, daremos comienzo de nuevo a esta labor.

II

Índice

Una o dos líneas antes he hablado acerca de mi ama. Ahora bien, jamás hubiera podido hallarse el diamante en la casa, que fue donde se perdió, si no hubiera llegado a ella en calidad de presente dirigido a la hija del ama; y la hija del ama, por su parte, no hubiese podido recibir jamás dicho presente, si no hubiera sido porque, con pena y trabajo, mi ama la hizo entrar en el mundo. En consecuencia, si comenzamos nuestra historia a partir del ama, tendremos que remontarnos bastante lejos en el pasado. Lo cual, permítanme que lo diga, es verdaderamente un cómodo comienzo, cuando tiene uno entre manos una labor como la mía.

Si saben ustedes algo respecto al mundo elegante, habrán oído hablar, sin duda, de las tres bellas Misses Herncastle: Miss Adelaida, Miss Carolina y Miss Julia, esta última, la más joven y bella de las tres hermanas, según mi opinión. Yo me hallaba en condiciones, como podrán comprobarlo ustedes más adelante, de actuar como juez en tal materia. Había entrado al servicio del viejo Lord, su padre (a Dios gracias nada tenemos que ver con él en este asunto del diamante; poseía la lengua más larga y el carácter más brusco que haya advertido yo jamás en hombre alguno de alta o baja condición, durante mi existencia); como les iba diciendo, había entrado yo al servicio del viejo Lord en calidad de paje de las tres honorables jóvenes, a la edad de quince años. Allí viví hasta el momento en que Miss Julia se desposó con el difunto Sir John Verinder. Hombre excelente, sólo se hallaba necesitado de alguien que lo gobernase, y, aquí entre nosotros, les diré que dio con la persona que se encargó de tal cosa, y que, lo que es más curioso, prosperó a causa de ello, engordó, llevó una feliz existencia y murió sin contratiempo, todo esto desde el instante en que mi ama lo llevó a la iglesia para casarlo, hasta el momento en que, luego de recoger su último suspiro, le cerró para siempre los ojos.

He omitido dejar constancia aquí de que yo seguía la novia para establecerme junto con ella en la casa y las tierras del novio.

—Sir John —dijo ella—, no puedo prescindir de Gabriel Betteredge.

—Señora mía —respondió Sir John—, yo tampoco podría prescindir de él.

Esta es la forma en que se conducía con ella..., y así fue como entré yo a su servicio. En lo que a mi respecta, érame indiferente ir a una u otra parte, con tal de hacerlo en compañía de mi ama.

Viendo que mi señora se interesaba por las faenas rurales, por las granjas y otras cosas por el estilo, me interesé yo también por ellas, tanto más cuanto que yo mismo era el séptimo hijo varón de un pequeño granjero. Mi ama me colocó bajo las órdenes del baile y yo cumplí al máximo, la dejé satisfecha, y logré ser ascendido en consecuencia. Algunos años más tarde, un día lunes, creo, mi ama dijo:

—Sir John, vuestro baile es un viejo estúpido. Otórgale una pensión liberal y designa a Gabriel Betteredge para que le reemplace.

El martes, por así decirlo, Sir John dijo:

—Señora mía, el baile ha sido pensionado generosamente y Gabriel Betteredge habrá de reemplazarlo.

Sin duda habrán ustedes oído hablar, hasta el cansancio, de matrimonios que llevan una vida miserable. He aquí un ejemplo opuesto. Que le sirva ello de advertencia a unos y de estimulante a otros. Mientras tanto, habré de proseguir con mi relato.

Y bien: allí, dirán ustedes, gozaría yo de todas las comodidades. Ocupando un puesto honorable y de confianza, con una pequeña choza para vivir en ella, empleando la mañana en las rondas por la heredad, la tarde para efectuar las cuentas y la noche con mi pipa y mi Robinsón Crusoe..., ¿qué otra cosa me faltaba para ser enteramente feliz? Recuerden lo que Adán echó de menos en el Jardín del Edén, cuando se hallaba solo en él, y si después de hacerlo no encuentran reprobable su conducta, no me condenen tampoco a mí.

La mujer sobre la que se posaron mis ojos se hallaba a cargo de las labores domésticas de mi cabaña. Llamábase Celina Goby. En lo que se refiere a la elección de la esposa, soy de la misma opinión que el difunto William Cobbett: "Trata de dar con una que mastique bien su alimento y que plante firmemente sus pies en el suelo al caminar y todo irá bien." Celina Goby llenaba esas dos condiciones, lo cual fue un motivo para que me casara con ella. Hubo también otro que pesó por igual en mi decisión, pero éste, de mi propia cosecha. Siendo Celina soltera, tenía yo que pagarle cada semana por la comida y los servicios que me prestaba. Siendo mi esposa no podría cobrarme la pensión y tendría que servirme por nada. Esa fue la manera como encaré yo el asunto. Economía..., con una pizca de amor. Como impulsado por el deber, puse tal cosa en conocimiento del ama, utilizando las mismas palabras que había empleado conmigo mismo.

—He estado pensando una y otra vez en Celina Goby —le dije—, y he llegado a la conclusión, señora, de que me resultará más económico casarme con ella que tenerla de criada.

Mi ama soltó una carcajada y me dijo que no sabía de qué asombrarse más, si de mis palabras o de mis ideas Algo jocoso debió advertir en lo que le dije, algo que sólo las personas de calidad son, sin duda, capaces de advertir. Sin comprender por mi parte otra cosa, sino que me hallaba en entera libertad para exponerle el caso a Celina, hacia ella me dirigí y así lo hice. ¿Qué es lo que dijo Celina? ¡Dios mío!, ¡cuán poco deben ustedes conocer a las mujeres por hacer tal pregunta! Naturalmente, me respondió que sí.

A medida que se aproximaba la fecha establecida y hubo de hablarse de mi nueva levita para la ceremonia, entré en dudas. He comparado mis sensaciones de ese instante con lo experimentado por otros hombres que vivieron un momento tan interesante como el mío, y todos ellos han convenido en señalar que una semana antes de la ceremonia anhelaron íntimamente poder librarse de ella. En lo que a mí respecta, declaro que he ido un tanto más allá que cualquiera de ellos; me erguí, por así decirlo, realmente dispuesto a desembarazarme del asunto. ¡Pero no sin pensar en una compensación! Demasiado justo era yo en confiar que habría ella de dejarme ir por nada. Una ley inglesa establece que el hombre deberá indemnizar a la mujer toda vez que eluda el cumplimiento de la palabra empeñada.

Respetuoso de las leyes y después de darle vueltas al asunto minuciosamente en mi cabeza, le ofrecí a Celina Goby un colchón de plumas y cincuenta chelines, para librarme del compromiso. Indudablemente no querrán ustedes creerlo, pero se trata, sin embargo, de la verdad: ella fue tan tonta como para rehusarse.

Después de esto, naturalmente, di el asunto por terminado. Me procuré una nueva levita, tan barata como pude conseguirla, y afronté los otros gastos de la manera más módica posible. Formamos una pareja que no llegó a ser ni feliz, ni infortunada. Nos hallábamos constituidos, cada cual, por seis porciones de nosotros mismos y media docena de porciones del otro ser. A qué se debía ello no puedo explicármelo, pero lo cierto es que ambos parecíamos estar siempre, por algún motivo, cruzándonos en nuestros caminos. Cuando yo sentía necesidad de dirigirme escaleras arriba, he aquí que mi esposa descendía por ellas, o bien, cuando ella sentía necesidad de bajar, he aquí que yo ascendía En eso consiste la vida matrimonial, según mi experiencia.

Luego de cinco años de malentendidos en torno a la escalera, le plugo a la Providencia, toda sabiduría, venir en nuestro auxilio para llevarse a mi esposa.

Me dejó como único hijo a mi pequeña Penélope, nada más que ella. Poco tiempo después falleció Sir John y no le quedó al ama otro hijo que la pequeña Miss Raquel, nada más que ésta. Muy poco será lo que diga en favor de mi ama, si me obligan ustedes a decirles que la pequeña Penélope fue puesta bajo la cuidadosa vigilancia de sus buenos ojos, enviada a la escuela, instruida, convertida en una muchacha despierta, y promovida, cuando se halló en edad de desempeñarlo, al cargo de doncella de la propia Miss Raquel.

En cuanto a mí, proseguí cumpliendo mis funciones de baile, año tras año, hasta llegar a la Navidad de 1847, fecha en que se produjo un cambio en el curso de mi vida. En tal ocasión el ama se invitó sola a beber en privado conmigo un té en mi cabaña. Luego de hacerme notar que, comenzando la cuenta a partir del año en que me inicié como paje al servicio del viejo Lord, llevaba ya más de medio siglo a sus órdenes, colocó en mis manos un hermoso justillo, que había confeccionado ella misma, el cual tenía por objeto preservarme del frío durante las crudas jornadas del invierno.

Acogí el presente sin saber de qué términos valerme para agradecerle a mi señora el honor que acababa de dispensarme. Ante el mayor de los asombros resultó, sin embargo, que no se trataba de un honor, sino de un soborno. Antes de que yo mismo lo percibiera, el ama había descubierto que me estaba poniendo viejo y se había allegado, por eso, hasta mi cabaña, para arrancarme con zalemas (si se me permite la expresión) de las duras faenas que en mi carácter de baile cumplía al aire libre y ofrecerme el descansado cargo de mayordomo de la casa. Con todas mis fuerzas me opuse a ese descanso que consideraba indigno. Pero el ama conocía mi punto débil: le dio al asunto el carácter de un favor que le haría a ella. Esto puso término a la disputa, y mientras me restregaba los ojos, como un viejo tonto que era, con el flamante justillo de lana, le dije que habría de pensarlo.

Tan espantosamente confundido me hallaba por la materia puesta en discusión, al partir el ama, que hube de recurrir al remedio que nunca me ha fallado en los casos de duda y emergencia. Tras encender la pipa, le eché una ojeada a mi Robinsón Crusoe. No hacía aún cinco minutos que me hallaba enfrascado en la lectura de ese libro tan extraordinario, cuando di con este consolador fragmento (página ciento cincuenta y ocho): "Amamos hoy lo que odiaremos mañana.” Inmediatamente se hizo la luz en mi cerebro. Hoy deseaba yo, con toda el alma, proseguir en mis funciones de baile de la granja; al día siguiente, de acuerdo con lo que opina esa autoridad que es Robinsón Crusoe, habría de pensar todo lo contrario. Me imaginaría, pues, ya en ese mañana y el problema se hallaría resuelto. Aliviado mi espíritu en esta forma, fuime a dormir esa noche en el carácter de baile de Lady Verinder y desperté a la mañana siguiente convertido en su mayordomo. ¡Todo se había solucionado y ello debido únicamente a Robinsón Crusoe!

Mi hija Penélope acaba de mirar por encima de mi hombro para ver hasta dónde he llegado en lo que escribo. Me hace notar que lo he expresado todo muy bellamente y que cada palabra constituye de por sí una verdad. Pero tiene algo que objetar. Manifiesta que lo que he escrito hasta ahora nada tiene que ver con el fin propuesto. Se me ha pedido la historia del diamante y en su lugar he estado narrando mi propia historia. Algo curioso, en verdad, y que no podría explicar. Me pregunto si esos caballeros que hacen un negocio y viven de los libros que escriben, hallan también que su persona se entremezcla con los asuntos que tratan, como me pasa a mí. Si es así, puedo hablar por ellos. Mientras tanto, he aquí otro falso comienzo y una nueva pérdida de buen papel de escribir. ¿Qué hacer, entonces? Que yo sepa, no otro cosa que permanecer ustedes en calma, y en cuanto a mí, dar comienzo al relato por tercera vez.

III

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La cuestión de cómo dar comienzo a esta historia, he tratado de resolverla de dos maneras. La primera ha consistido en rascarme la cabeza, lo cual no me ha sido de ningún provecho. La segunda, en una consulta hecha a mi hija Penélope, cosa que ha dado lugar al surgimiento de una idea enteramente nueva.

Penélope opina que debiera yo ir registrando día por día y regularmente todos los acontecimientos producidos a partir de la fecha en que nos enteramos de la próxima visita a nuestra casa de Mr. Franklin Blake. Cuando ocurre que uno obliga a su memoria a fijarse de esta manera en determinada fecha, es maravilloso comprobar cuánto cosecha aquélla, para nosotros, mediante esa compulsión. La única dificultad consiste en dar con las fechas en seguida. Penélope me ofrece su ayuda, recurriendo para ello al diario personal que le enseñaron a llevar en la escuela y que ha venido escribiendo desde entonces. En respuesta a una proposición mía que tiende a perfeccionar dicha idea y según la cual debiera ser ella la narradora, auxiliada por su diario, observa, con mirada violenta y la faz encendida que aquél no habrá de ser contemplado en la intimidad más que por sus ojos y que no habrá jamás criatura humana que llegue a saber lo que él encierra, fuera de ella misma. Cuando le pregunto qué es lo que eso significa, me responde Penélope: " ¡Bagatelas! " Yo le digo entonces: " ¡Amoríos! “

Comenzando, pues, sobre la base del plan de Penélope, permítaseme declarar que en la mañana del miércoles veinticuatro de mayo de 1848, fue requerida mi presencia en el aposento de mi ama.

—Gabriel —me dijo aquélla—, he aquí una noticia que habrá de sorprenderte. Franklin Blake acaba de regresar del extranjero. Ha pasado un tiempo junto a su padre en Londres y arribará mañana aquí, donde permanecerá hasta el mes próximo, proponiéndose pasar a nuestro lado el día del cumpleaños de Raquel.

Si hubiese tenido en ese instante un sombrero en las manos, nada que no hubiera sido el respeto que le debía al ama hubiérame impedido arrojarlo hasta el techo. No había visto a Mr. Franklin desde el tiempo en que siendo él un muchacho, vivía con nosotros en esta misma casa. Era, fuera de toda duda (tal como lo veo ahora en el recuerdo), el más hermoso muchacho que hizo girar jamás una peonza o rompió alguna vez el cristal de una ventana. Miss Raquel, que se hallaba presente y a quien le hice notar ese detalle, observó a su vez que ella lo recordaba como al más atroz verdugo que jamás torturó a muñeca alguna y al más implacable cochero que haya dirigido nunca a una muchachita inglesa enjaezada con cuerdas.

—Ardo de indignación y me fatigo hasta el sufrimiento —resumió Miss Raquel—, cuando pienso en Franklin Blake.

Luego de oír esto preguntarán, sin duda, ustedes cómo fue que Mr. Franklin vivió todos esos años, los transcurridos desde que era muchacho hasta el día en que se trocó en un hombre, lejos de su patria. En respuesta a esa pregunta diré que se debió al hecho de que su padre tuvo la desgracia de ser el mas próximo heredero de un Ducado y que nunca pudo demostrarlo.

En pocas palabras, así fue como ocurrieron las cosas:

La hermana mayor de mi ama se había desposado con el famoso Mr. Blake, célebre no sólo por sus grandes riquezas, sino también por el litigio que mantenía ante los tribunales. Cuántos años fueron los que pasó molestando a la justicia de su país con el propósito de entrar en posesión del título de Duque y de ocupar el lugar del Duque; cuántas fueron las bolsas de abogados que llenó hasta reventar y cuántas fueron, también, las pobres gentes que intervinieron por su causa en disputas donde se trataba de probar si estaba en lo cierto o equivocado, sobrepasa en mucho cualquier cuenta que pueda yo intentar. Su esposa y dos de sus tres hijos habían ya muerto, cuando los tribunales decidieron enseñarle la puerta y se rehusaron a seguir recibiendo su dinero. Terminado el asunto y habiendo quedado el Duque usufructuario en posesión del título, Mr. Franklin descubrió entonces que la mejor manera de responderle a su patria por la forma en que ésta lo había tratado, habría de ser privándola del honor de educar a su hijo.

—¿Cómo puedo confiar en nuestras instituciones —acostumbraba decir—, luego de haberse conducido ellas conmigo de tal manera?

Si se añade a esto el desagrado que le producían a Mr. Blake los muchachos, en general, incluso el propio, tendrán ustedes que admitir que el asunto no podía terminar más que de una sola manera. El señorito Franklin nos fue quitado a nosotros, los ingleses, para ir enviado al país en cuyas instituciones podía su padre confiar: Alemania. En cuanto a Mr. Blake, debo deciros que permaneció cómodamente en Inglaterra, dispuesto a bregar en favor de la evolución de sus compatriotas desde el Parlamento y para dar a la publicidad una declaración relativa al Duque en posesión del título, la cual ha quedado inconclusa hasta nuestros días.

¡Por fin! ¡Gracias a Dios, ya hemos terminado! Ni ustedes ni yo tendremos que preocuparnos para nada, respecto a Mr. Blake, padre. Dejémoslo con su Ducado y retornemos al asunto del diamante.

Esto nos obliga a volver a Mr. Franklin, que fue el inocente intermediario a través del cual llegó la infortunada gema a la casa.

Nuestro bello muchacho no nos había olvidado durante su permanencia en el extranjero. Escribió de tanto en tanto; algunas veces a mi ama, otras a Miss Raquel y, en ciertas ocasiones, a mí. Antes de su partida realizamos una operación que consistió en el préstamo de un ovillo de cordel, de un cuchillo de cuatro hojas y de siete chelines y seis peniques en efectivo, de los cuales no supe más nada ni espero tener noticias jamás. Sus cartas se referían, sobre todo, a nuevos préstamos. Por intermedio del ama pude informarme, no obstante, de sus progresos en el extranjero, a medida que iba aumentando en años y en estatura. Luego de haber asimilado cuanto de bueno fueron capaces de enseñarle las instituciones alemanas, les dio una oportunidad a las francesas y más tarde a las italianas. Entre todos hicieron de él una especie de genio universal, hasta donde fui yo capaz de percibir. Escribía un poco, pintaba otro poco, cantaba, componía y ejecutaba también un poco, recibiendo prestado en todas esas ramas, según presumo, como había recibido aquel dinero de mi bolsillo. Al llegar a la edad correspondiente, vio llover sobre sí la fortuna de su madre (setecientas libras por año), la cual se escurrió a través de su mano como a través de una criba. Cuanto más era el dinero a su alcance, más necesitado se hallaba de él; existía en su bolsillo un agujero que no había manera de tapar. Dondequiera que fuese sus modales vivaces y espontáneos le ganaban todas las simpatías. Vivía ya en un lugar, ya en otro: en todas partes; su dirección (como acostumbraba decir él mismo) era la siguiente: "Posta Restante. Europa; reténgase hasta que sea solicitada." En dos ocasiones se dispuso a regresar a Inglaterra para vernos, y en igual número de ocasiones (con perdón de ustedes) una mujer dudosa se cruzó en su camino impidiéndoselo. Su tercera tentativa, como ustedes ya saben, tuvo éxito, de acuerdo con lo que me acababa de comunicar el ama. El jueves 25 de mayo habríamos de comprobar por vez primera qué es lo que había hecho nuestro hermoso muchacho para trocarse en un hombre. Era de buena sangre, poseía un gran coraje y contaba veinticinco años de edad, según nuestros cálculos. Ahora, pues, saben ustedes tanto respecto a Mr. Blake como sabía yo... hasta el momento inmediatamente anterior a su regreso a nuestra casa.

El jueves fue un día de verano tan hermoso como jamás habrán tenido ustedes ocasión de vivir; el ama Miss Raquel (que no aguardaban a Mr. Franklin sino para la hora del almuerzo) salieron en coche para asistir a un lunch con algunos amigos del vecindario.

Luego de su partida me dirigí hacia el dormitorio destinado al huésped, para comprobar si las cosas se hallaban ya dispuestas. Después, siendo como era a la vez mayordomo y despensero de la casa (por iniciativa propia, según creo, y porque me molestaba el hecho de que alguien que no fuera yo mismo se hallara en posesión de la llave de la bodega del difunto Sir John), después, como iba diciendo, subí algunas botellas de nuestro famoso clarete Latour y las expuse a la acción del cálido aire estival, para hacerle entrar en calor antes de la comida. Cuando, dispuesto yo también a exponerme a esa misma influencia del aire del verano —y luego de reflexionar que lo que es bueno para el clarete antiguo lo es también para un anciano—, me dirigía con mi silla colmenera a cuestas en dirección al patio trasero, fui detenido de improviso por el rumor de un tambor suavemente batido, que llegaba desde la terraza frontera de la residencia de mi señora.

Dando un rodeo avancé hacia allí y me encontré con tres hindúes de piel color caoba, que vestían túnicas y pantalones blancos de lino y se hallaban mirando hacia lo alto en dirección a la casa.

De sus hombros pendían, como pude advertirlo al contemplarlos de más cerca, unos tambores pequeños, en la parte delantera. Detrás de ellos veíase a un muchacho inglés de apariencia delicada y cabellos claros, sosteniendo un zurrón.

Yo pensé que se trataría de hechiceros ambulantes y que el muchacho sería el portador de sus instrumentos de trabajo. Uno de ellos, que hablaba inglés y que exhibió, debo reconocerlo, los modales más elegantes, me informó que estaba yo en lo cierto. Y solicitó permiso para demostrar sus habilidades ante la señora de la casa.

Ahora bien; yo no soy ningún viejo irascible. Me hallo generalmente bien dispuesto hacia toda clase de diversiones y soy la última persona del mundo que vaya a desconfiar de alguien por la mera razón de que la tonalidad de su piel sea un tanto más oscura que la mía. Pero aun los mejores tienen sus flaquezas, y la mía consiste en el hecho de que, cada vez que se halla fuera un cesto doméstico que contiene vajilla, sobre una mesa destinada a la comida, la presencia de un extranjero errante cuyos modales son superiores a los míos tiene la virtud de hacerme recordar dicho cesto. En consecuencia, le hice saber al hindú que el ama se hallaba ausente, previniéndole a él y a sus acompañantes que debían alejarse de la finca. En respuesta a mis palabras me hizo una elegante reverencia y alejóse de allí junto con los otros. Por mi parte retorné a mi silla colmenera, que se hallaba en la parte del patio bañada por el sol y caí (si he de decir la verdad), no exactamente en el sueño, pero sí en el estado que más se le aproxima.

Fui despertado por mi hija Penélope, quien venía corriendo hacia mí, como si la casa se hallara presa del fuego. ¿Qué creen ustedes que la traía a mi lado? Pues el deseo de que hiciera arrestar inmediatamente a los tres nigromantes hindúes; sobre todo, porque sabían quién era la persona que vendría a visitarnos desde Londres y tenían la intención de inferirle algún daño a Mr. Franklin Blake.

Al oír este nombre me desperté. Abriendo los ojos le dije a mi hija que se explicara.

Al parecer, Penélope acababa de estar en el pabellón de guardia, donde habló con las hijas del guardián. Las dos muchachas habían visto salir a los hindúes seguidos por el muchachito, luego que yo les ordenara abandonar la casa. Habiéndoseles antojado a ambas que el muchacho era maltratado por los extranjeros —no sé por qué motivos, como no fuera por su aspecto hermoso y delicado—, deslizáronse luego a lo largo de la parte trasera del seto que separaba la casa del camino, para observar las maniobras efectuadas por aquéllos, del otro lado del cerco. Dichas maniobras consistieron en la ejecución de las siguientes y asombrosas operaciones: