VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

 

LA BODEGA

—NOVELA—

 

I

Apresuradamente, como en los tiempos que llegaba tarde a la escuela, entró Fermín Montenegro en el escritorio de la casa Dupont, la primera bodega de Jerez, conocida en toda España; «Dupont Hermanos», dueños del famoso vino de Marchamalo, y fabricantes del cognac cuyos méritos se pregonan en la cuarta plana de los periódicos, en los rótulos multicolores de las estaciones de ferrocarril, en los muros de las casas viejas destinados a anuncios y hasta en el fondo de las garrafas de agua de los cafés.

Era lunes, y el joven empleado llegaba al escritorio con una hora de retraso. Sus compañeros apenas levantaron la vista de los papeles cuando él entró, como si temieran hacerse cómplices con un gesto, con una palabra, de esta falta inaudita de puntualidad. Fermín miró con inquietud el vasto salón del escritorio y se fijó después en un despacho contiguo, donde en medio de la soledad alzábase majestuoso unbureau de lustrosa madera americana. «El amo» no había llegado aún. Y el joven, más tranquilo ya, sentose ante su mesa y comenzó a clasificar los papeles, ordenando el trabajo del día.

Aquella mañana encontraba al escritorio algo de nuevo, de extraordinario, como si entrase en él por vez primera, como si no hubiesen transcurrido allí quince años de su vida, desde que le aceptaron como zagal para llevar cartas al correo y hacer recados, en vida de don Pablo, el segundo Dupont de la dinastía, el fundador del famoso cognac que abrió «un nuevo horizonte al negocio de las bodegas», según decían pomposamente los prospectos de la casa hablando de él como de un conquistador; el padre de los «Dupont Hermanos» actuales, reyes de un estado industrial formado por el esfuerzo y la buena suerte de tres generaciones.

Fermín nada veía de nuevo en aquel salón blanco, de una blancura de panteón, fría y cruda, con su pavimento de mármol, sus paredes estucadas y brillantes, sus grandes ventanales de cristal mate, que rasgaban el muro hasta el techo, dando a la luz exterior una láctea suavidad. Los armarios, las mesas y las taquillas de madera oscura, eran el único tono caliente de este decorado que daba frío. Junto a las mesas, los calendarios de pared ostentaban grandes imágenes de santos y de vírgenes al cromo. Algunos empleados, abandonando toda discreción, para halagar al amo, habían clavado junto a sus mesas, al lado de almanaques ingleses con figuras modernistas, estampas de imágenes milagrosas, con su oración impresa al pie y la nota de indulgencias. El gran reloj, que desde el fondo del salón alteraba el silencio con sus latidos, tenía la forma de un templete gótico, erizado de místicas agujas y pináculos medioevales, como una catedral dorada de bisutería.

Esta decoración semirreligiosa de una oficina de vinos y cognacs era lo que despertaba cierta extrañeza en Fermín, después de haberla visto durante muchos años. Persistían aún en él las impresiones del día anterior. Había permanecido hasta hora muy avanzada de la noche con don Fernando Salvatierra, que volvía a Jerez después de ocho años de reclusión en un presidio del Norte de España. El famoso revolucionario volvía a su tierra modestamente, sin alarde alguno, como si los años transcurridos los hubiese pasado en un viaje de recreo.

Fermín le encontraba casi igual que la última vez que le vio, antes de marchar él a Londres para perfeccionar sus estudios de inglés. Era el don Fernando que había conocido en su adolescencia; igual voz paternal y suave, la misma sonrisa bondadosa; los ojos claros y serenos, lacrimosos por la debilidad, brillando tras unas gafas ligeramente azuladas. Las privaciones del presidio habían encanecido sus cabellos rubios en las sienes y blanqueado su barba rala, pero el gesto sereno de la juventud seguía animando su rostro.

Era un «santo laico», según confesaban sus adversarios. Nacido dos siglos antes, hubiese sido un religioso mendicante preocupado por el dolor ajeno y tal vez habría llegado a figurar en los altares. Mezclado en las agitaciones de un período de luchas, era un revolucionario. Se conmovía con el lloro de un niño: desprovisto de todo egoísmo, no había acción que considerase indigna para auxiliar a los desgraciados, y, sin embargo, su nombre producía escándalo y temor en los ricos, y le bastaba, en su existencia errante, mostrarse algunas semanas en Andalucía, para que al momento se alarmasen las autoridades y se concentrara la fuerza pública. Iba de un lado a otro como un Asheverus de la rebeldía, incapaz de hacer daño por sí mismo, odiando la violencia, pero predicándola a los de abajo como único medio de salvación.

Fermín recordaba su última aventura. Estaba él en Londres cuando leyó la prisión y la sentencia de Salvatierra. Había aparecido en la campiña de Jerez, cuando los trabajadores del campo acababan de iniciar una de sus huelgas.

Su presencia entre los rebeldes fue el único delito. Le prendieron, y al interrogarle el juez militar, se negó a jurar por Dios. La sospecha de complicidad en la huelga y su irreligiosidad inaudita bastaron para enviarle a presidio. Fue una injusticia que el miedo social se permitió con un ser peligroso. El juez le abofeteó durante un interrogatorio, y Salvatierra, que de joven se había batido en las insurrecciones del período revolucionario, limitose, con una serenidad evangélica, a pedir que pusieran en observación al violento juez, pues debía sufrir una enfermedad mental.

En el presidio, sus costumbres habían causado asombro. Dedicado por afición al estudio de la Medicina, servía de enfermero a los presos, dándoles su comida y sus ropas. Iba haraposo, casi desnudo; cuanto le enviaban sus amigos de Andalucía pasaba inmediatamente a poder de los más desgraciados. Los guardianes, viendo en él al antiguo diputado, al agitador famoso que en el período de la República se había negado a ser ministro, le llamaban don Fernando, con instintivo respeto.

—Llamadme Fernando a secas—decía con sencillez.—Habladme de tú, como yo os hablo. No somos más que hombres.

Al llegar a Jerez, después de permanecer algunos días en Madrid entre los periodistas y los antiguos compañeros de vida política, que le habían conseguido el indulto sin hacer caso de su resistencia a aceptarlo, Salvatierra se dirigió en busca de los amigos que aún le restaban fieles. Había pasado el domingo en una pequeña viña que tenía cerca de Jerez un corredor de vinos, antiguo compañero de armas del período de la Revolución. Todos los admiradores habían acudido al enterarse del regreso de don Fernando. Llegaban viejos arrumbadores de las bodegas, que de muchachos habían marchado a las órdenes de Salvatierra por las asperezas de la inmediata serranía, disparando su escopeta por la República Federal: jóvenes braceros del campo que adoraban al don Fermín de la segunda época, hablando del reparto de las tierras y de los absurdos irritantes de la propiedad.

Fermín también había ido a ver al maestro. Recordaba sus años de la infancia; el respeto con que oía a aquel hombre, admirado por su padre y que durante largas temporadas vivió en su casa. Sentía agradecimiento al recordar la paciencia con que le había enseñado a leer y escribir, cómo le había dado las primeras lecciones de inglés y cómo le inculcó las más nobles aspiraciones de su alma; aquel amor a la humanidad en que parecía arder el maestro.

Al verle tras su largo cautiverio, don Fernando le estrechó la mano, sin la más leve emoción, como si se hubiesen encontrado poco antes, y le preguntó por su padre y su hermana con voz suave y gesto plácido. Era el hombre de siempre, insensible para el dolor propio, conmovido ante el sufrimiento de los demás.

Toda la tarde y gran parte de la noche permaneció en la casita de la viña el grupo de amigos de Salvatierra. El dueño, rumboso y entusiasmado por la vuelta del grande hombre, sabía obsequiar a la reunión. Las cañas de color de oro circulaban a docenas sobre la mesa cubierta de platos de aceitunas, lonchas de jamón y otros comestibles que servían de pretexto para desear el vino. Todos lo saboreaban entre palabra y palabra, con la prodigalidad en el beber propia de la tierra. Al cerrar la noche muchos se mostraban perturbados: únicamente Salvatierra estaba sereno. Él sólo bebía agua, y en cuanto a comer, se resistió a tomar otra cosa que un pedazo de pan y otro de queso. Esta era su comida dos veces al día desde que salió de presidio, y sus amigos debían respetarla. Con treinta céntimos tenía lo necesario para su existencia. Había decidido que mientras durase el desconcierto social y millones de semejantes perecieran lentamente por la escasez de alimentación, él no tenía derecho a más.

¡Oh, la desigualdad! Salvatierra se enardecía, abandonaba su flema bondadosa al pensar en las injusticias sociales. Centenares de miles de seres morían de hambre todos los años. La sociedad fingía no saberlo, porque no caían de repente en medio de las calles como perros abandonados; pero morían en los hospitales, en sus tugurios, víctimas en apariencia de diversas enfermedades; pero en el fondo, ¡hambre! ¡todo hambre!... ¡Y pensar que en el mundo había reservas de vida para todos! ¡Maldita organización que tales crímenes consentía!...

Y Salvatierra, ante el silencio respetuoso de sus amigos, hacía el elogio del porvenir revolucionario, de la sociedad comunista, ensueño generoso, en la cual los hombres encontrarían la felicidad material y la paz del alma. Los males del presente eran una consecuencia de la desigualdad. Las mismas enfermedades eran otra consecuencia. En lo futuro, el hombre moriría por el desgaste de su máquina, sin conocer el sufrimiento.

Montenegro, escuchando a su maestro, evocaba uno de los recuerdos de su juventud, una de las paradojas más famosas de don Fernando, antes de que éste fuera al presidio y él partiese para Londres.

Salvatierra hablaba en un mitin explicando a los obreros lo que sería la sociedad del porvenir. ¡No más opresores y falsarios! Todas las dignidades y profesiones del presente habían de desaparecer. Quedarían suprimidos los sacerdotes, los guerreros, los políticos, los abogados...

—¿Y los médicos?—preguntó una voz desde el fondo de la sala.

—Los médicos también—afirmó Salvatierra con su fría tranquilidad.

Hubo un murmullo de asombro y extrañeza, como si el público que le admiraba fuese a reírse de él.

—Los médicos también, porque el día que triunfe nuestra revolución se acabarán las enfermedades.

Y como presintiese que iba a estallar una carcajada de incredulidad, se apresuró a añadir:

—Se acabarán las enfermedades, porque las que ahora existen son por haber hecho ostentación de la riqueza, comiendo más de lo que necesita el organismo, o por comer menos la pobreza de lo que exige el sostenimiento de su vida. La nueva sociedad, repartiendo equitativamente los medios de subsistencia, equilibrará la vida suprimiendo las enfermedades.

Y el revolucionario ponía tal convicción, tal fe en sus palabras, que estas y otras paradojas imponían silencio, siendo acogidas por los creyentes con el mismo respeto que las simples turbas medioevales escuchaban al apóstol iluminado que les anunciaba el reinado de Dios.

Los compañeros de armas de don Fernando recordaban el período heroico de su vida, las partidas en la Sierra, dando cada uno gran abultamiento a sus hazañas y penalidades, con el espejismo del tiempo y de la imaginación meridional, mientras el antiguo jefe sonreía como si escuchase el relato de juegos infantiles. Aquella había sido la época romántica de su existencia. ¡Luchar por formas de gobierno!... En el mundo había algo más. Y Salvatierra recordaba su desilusión en la corta República del 73, que nada pudo hacer, ni de nada sirvió. Sus compañeros de la Asamblea, que cada semana tumbaban un gobierno y creaban otro para entretenerse, habían querido hacerle ministro. ¿Ministro él? ¿Y para qué? Únicamente lo hubiese sido para evitar que en Madrid hombres, niños y mujeres durmieran a la intemperie en las noches de invierno, refugiándose en los quicios de las puertas y en los respiraderos de las cuadras, mientras permanecían cerrados e inservibles en el paseo de la Castellana los grandes hoteles de la gente rica, hostil al gobierno, que se había trasladado a París cerca de los Borbones para trabajar por su restauración. Pero este programa ministerial no había gustado a nadie.

Después, los amigos, al remontarse en su memoria hasta las conspiraciones en Cádiz, antes de la sublevación de la escuadra, habían recordado a la madre de Salvatierra... ¡Mamá! Los ojos del revolucionario se mostraron más lacrimosos y brillantes detrás de las gafas azuladas. ¡Mamá!... Su gesto, sonriente y bondadoso, se borró bajo una contracción de dolor. Era su única familia, y había muerto mientras él permanecía en el presidio. Todos estaban acostumbrados a oírle hablar con infantil sencillez de aquella buena anciana, que no tenía una palabra de reproche para sus audacias y encontraba aceptables sus prodigalidades de filántropo, que le hacían volver a casa medio desnudo si encontraba un compañero falto de ropa. Era como las madres de los santos de la leyenda cristiana, cómplices sonrientes de todas las generosas locuras y disparatados desprendimientos de sus hijos. «Esperad que avise a mamá, y soy con vosotros», decía horas antes de una intentona revolucionaria, como si esta fuese su única precaución personal. Y mamá había visto sin protesta cómo en estas empresas se gastaba la modesta fortuna de la familia, y le seguía a Ceuta cuando le indultaban de la pena de muerte por la de reclusión perpetua; siempre animosa y sin permitirse el más leve reproche, comprendiendo que la vida de su hijo había de ser así forzosamente, no queriendo causarle molestias con inoportunos consejos, orgullosa, tal vez, de que su Fernando arrastrase a los hombres con la fuerza de los ideales y asombrara a los enemigos con su virtud y su desinterés. ¡Mamá!... Todo el cariño de célibe, de hombre que, subyugado por una pasión humanitaria, no había tenido ocasión de fijarse en la mujer, lo concentraba Salvatierra en su animosa vieja. ¡Y ya no vería más a mamá! ¡no encontraría aquella vejez que le rodeaba de mimos maternales como si viese en él un eterno niño!...

Quería ir a Cádiz para contemplar su tumba: la capa de tierra que le ocultaba a mamá para siempre. Y había en su voz y en su mirada algo de desesperación; la tristeza de no poder aceptar el engaño consolador de otra vida; la certidumbre de que más allá de la muerte se abría la eterna noche de la nada.

La tristeza de su soledad le hacía agarrarse con nueva fuerza a sus entusiasmos de rebelde. Dedicaría lo que le restaba de existencia a sus ideales. Por segunda vez le sacaban de presidio y volvería a él siempre que los hombres quisieran. Mientras se mantuviera de pie, pelearía contra la injusticia social.

Y las últimas palabras de Salvatierra, de negación para lo existente, de guerra a la propiedad y a Dios, tapujo de todas las iniquidades del mundo, zumbaban aún en los oídos de Fermín Montenegro, cuando a la mañana siguiente ocupó su puesto en la casa Dupont. La diferencia radical entre el ambiente casi monástico del escritorio, con sus empleados silenciosos, encorvados junto a las imágenes de los santos, y aquel grupo que rodeaba a Salvatierra de veteranos de la revolución romántica y jóvenes combatientes de la conquista del pan, turbaba al joven Montenegro.

Conocía de antiguo a todos sus compañeros de oficina, su ductilidad ante el carácter imperioso de don Pablo Dupont, el jefe de la casa. Él era el único empleado que se permitía cierta independencia, sin duda por el afecto que la familia del jefe profesaba a la suya. Dos empleados extranjeros, uno francés y otro sueco, eran tolerados como necesarios para la correspondencia extranjera; pero don Pablo les mostraba cierto despego, al uno por su falta de religiosidad y al otro por ser luterano. Los demás empleados, que eran españoles, vivían sujetos a la voluntad del jefe, cuidándose, más que de los trabajos de la oficina, de asistir a todas las ceremonias religiosas que organizaba don Pablo en la iglesia de los Padres Jesuitas.

Montenegro temía que su jefe supiera a aquellas horas dónde había pasado el domingo. Conocía las costumbres de la casa: el espionaje a que se dedicaban los empleados para ganarse el afecto de don Pablo. Varias veces notó que don Ramón, el jefe de la oficina y director de la publicidad, le miraba con cierto asombro. Debía estar enterado de la reunión; pero a éste no le tenía miedo. Conocía su pasado: su juventud, transcurrida en los bajos fondos del periodismo de Madrid, batallando contra todo lo existente, sin conquistar un mendrugo de pan para la vejez, hasta que, cansado de la lucha, acosado por el hambre, y bajo el pesimismo del fracaso y la miseria, se había refugiado en el escritorio de Dupont para redactar los anuncios originales y los pomposos catálogos que popularizaban los productos de la casa. Don Ramón, por sus anuncios y sus alardes de religiosidad, era la persona de confianza de Dupont el mayor; pero Montenegro no le temía, conociendo las creencias del pasado que aún perduraban en él.

Más de media hora pasó el joven examinando sus papeles, sin dejar de mirar, de vez en cuando, al vecino despacho, que seguía desierto. Como si quisiera retardar el momento de ver a su jefe, buscó un pretexto para salir del escritorio y cogió una carta de Inglaterra.

—¿Adónde vas?—preguntó don Ramón viéndole salir del escritorio, después de haber llegado con tanto retraso.

—Al depósito de las referencias. Tengo que explicar el pedido.

Y salió del escritorio para internarse en las bodegas, que formaban casi un pueblo, con su agitada población de arrumbadores, mozos de carga y toneleros, trabajando en las explanadas, al aire libre o en las galerías cubiertas, entre las filas de barricas.

Las bodegas de Dupont ocupaban todo un barrio de Jerez. Eran aglomeraciones de techumbres que cubrían la pendiente de una colina, asomando entre ellas la arboleda de un gran jardín. Todos los Duponts habían ido añadiendo nuevas construcciones a la antigua bodega, conforme se agrandaban sus negocios, convirtiéndose a las tres generaciones, el primitivo y modesto cobertizo, en una ciudad industrial, sin humo, sin ruido, plácida y sonriente bajo el cielo azul cargado de luz, con las paredes de una blancura nítida y creciendo las flores entre los toneles alineados en las grandes explanadas.

Fermín pasó frente a la puerta de lo que llamaban el Tabernáculo, un pabellón ovalado, con montera de cristales, inmediato al cuerpo de edificio donde estaban el escritorio y la oficina de expedición. El Tabernáculo contenía lo más selecto de la casa. Una fila de toneles derechos ostentaba en sus panzas de roble los títulos de los famosos vinos que sólo se dedicaban al embotellado; líquidos que brillaban con todos los tonos del oro, desde el resplandor rojizo del rayo de sol al reflejo pálido y aterciopelado de las joyas antiguas: caldos de suave fuego que, aprisionados en cárceles de cristal, iban a derramarse en el ambiente brumoso de Inglaterra o bajo el cielo noruego de boreales esplendores. En el fondo del pabellón, frente a la puerta, estaban los colosos de esta asamblea silenciosa e inmóvil; los Doce Apóstoles, barricas enormes de roble tallado y lustroso como si fuesen muebles de lujo; y, presidiéndolos, el Cristo, un tonel con tiras de roble esculpidas en forma de racimos y pámpanos, como un bajo-relieve báquico de un artista ateniense. En su panza dormía una oleada de vino; treinta y tres botas, según constaba en los registros de la casa, y el gigante, en su inmovilidad, parecía orgulloso de su sangre, que bastaba para hacer perder la razón a todo un pueblo.

En el centro del Tabernáculo, sobre una mesa redonda, mostrábanse formadas en círculo todas las botellas de la casa, desde el vino, casi fabuloso, viejo de un siglo, que se vende a treinta francos para las fiestas tormentosas de archiduques, grandes-duques y famosas cocottes, hasta el Jerez popular que envejece tristemente en los escaparates de las tiendas de comestibles y ayuda al pobre en sus enfermedades.

Fermín echó una mirada al interior del Tabernáculo. Nadie. Los toneles inmóviles, hinchados por la sangre ardorosa de sus vientres, con el pintarrajeo de sus marcas y escudos, parecían viejos ídolos rodeados de una calma ultraterrena. La lluvia de oro del sol, filtrándose al través de los cristales de la cubierta, formaba en torno de ellos un nimbo de luz irisada. El roble tallado y oscuro parecía reír con los temblones colores del rayo de sol.

Montenegro siguió adelante. Las bodegas de Dupont formaban un escalonamiento de edificios. De unos a otros extendíanse las explanadas, y en ellas alineaban los arrumbadores las filas de toneles para que los caldease el sol. Era el vino barato, el Jerez ordinario, que para envejecerse rápidamente era expuesto al calor solar. Fermín recordaba la suma de tiempo y trabajo necesarios para producir un buen Jerez. Diez años eran precisos para criar el famoso vino: diez fermentaciones fuertes se necesitaban para que se formase, con el perfume selvático y el ligero sabor de avellana que ningún otro vino podía copiar. Pero las necesidades de la concurrencia mercantil, el deseo de producir barato, aunque fuese malo, obligaba a apresurar el envejecimiento del vino, poniéndolo al sol para acelerar su evaporación.

Montenegro, pasando por los tortuosos senderos que formaban las filas de toneles, llegó a la bodega de los Gigantes, el gran depósito de la casa; el almacén inmenso de los caldos antes de adquirir éstos forma y nombre, el Limbo de los vinos, donde se agitaban sus espíritus en la vaguedad de lo indeterminado. Hasta la alta techumbre llegaban los conos pintados de rojo con aros negros; torreones de madera semejantes a las antiguas torres de asedio; gigantes que daban su nombre al departamento y contenían cada uno en sus entrañas más de setenta mil litros. Bombas movidas a vapor trasegaban los líquidos, mezclándolos. Las mangas de goma iban de uno a otro gigante como tentáculos absorbentes que chupaban la esencia de su vida. El estallido de una de estas torres podía inundar de pronto con mortal oleada todo el almacén, ahogando a los hombres que conversaban al pie de los conos. Saludaron los trabajadores a Montenegro, y éste, por una puerta lateral de la bodega de los Gigantes, pasó a la llamada «de Embarque», donde estaban los vinos sin marca para la imitación de todos los tipos.

Era una nave grandiosa con la bóveda sostenida por dos filas de pilastras. Junto a éstas alineábanse los toneles en tres hileras superpuestas, formando calles.

Don Ramón, el jefe del escritorio, recordando sus antiguas aficiones, comparaba la bodega de embarque con la paleta de un pintor. Los vinos eran colores sueltos: pero llegaba el técnico, el encargado de las combinaciones, y cogiendo un poco de aquí y otro de allá, creaba el Madera, el Oporto, el Marsala, todos los vinos del mundo, imitados con arreglo a la petición del comprador.

Esta era la parte de la bodega de los Dupont dedicada al engaño industrial. Las necesidades del comercio moderno obligaban a los monopolizadores de uno de los primeros vinos del mundo, a intervenir en estos amaños y combinaciones, que constituían con el cognac la mayor exportación de la casa. En el fondo de la bodega de embarque estaba el cuarto de las referencias, «la biblioteca de la casa», como decía Montenegro. Una anaquelería con puertas de cristales guardaba alineados en compactas filas miles y miles de pequeños frascos, cuidadosamente tapados, cada uno con su etiqueta, en la que se consignaba una fecha. Esta aglomeración de botellas era como la historia de los negocios de la casa. Cada frasco guardaba la muestra de un envío; la referencia de un líquido fabricado con arreglo al deseo del consumidor. Para que se repitiera la remesa no tenía el cliente más que recordar la fecha, y el encargado de las referencias buscaba la muestra, elaborando de nuevo el líquido.

La bodega de embarque contenía cuatro mil botas de distintos vinos para las combinaciones. En un cuarto lóbrego, sin otra luz que un ventanillo cerrado por un vidrio rojo, estaba la cámara oscura. Allí el técnico examinaba, al través del rayo luminoso, la copa de vino del barril recién abierto.

Con arreglo a las referencias o a la nota enviada del escritorio, combinaba el nuevo vino con los diversos líquidos y después marcaba con clarión en las caras de los toneles el número de jarras que había que extraer de cada uno para formar la mixtura. Los arrumbadores, mocetones fornidos, en cuerpo de camisa, arremangados y con la amplia faja negra bien ceñida a los riñones, iban de un lado a otro con sus jarras de metal, trasegando los vinos de la combinación al tonel nuevo del envío.

Montenegro conocía desde su niñez al técnico de la bodega de embarque. Era el empleado más antiguo de la casa. Había alcanzado a ver en su niñez al primer Dupont, fundador del establecimiento. El segundo le había tratado como a compañero, y al actual jefe, a Dupont el joven, lo había tenido en sus brazos, uniéndose al tuteo de la confianza paternal el miedo que le inspiraba don Pablo con su carácter imperioso de dueño a estilo antiguo.

Era un viejo que parecía hinchado por el ambiente de la bodega. Su piel, surcada por las arrugas, tenía el brillo de una eterna humedad, como si el vino volatilizado penetrase por todos sus poros y se escurriese por el borde de su bigote en forma de lágrimas.

Aislado en su bodega, obligado al silencio por los largos encierros en la cámara oscura, sentía la comezón de hablar cuando se presentaba alguno del escritorio, especialmente Montenegro, que, lo mismo que él, podía tenerse por hijo de la casa.

—¿Y tu padre?—preguntó a Fermín.—Siempre en la viña, ¿eh?... Allí se está mejor que en esta cueva húmeda. De seguro que vivirá más años que yo.

Y al fijarse en el papel que le ofrecía Montenegro, hizo un mohín de disgusto.

—¡Otro encarguito!—exclamó irónicamente.—¡Vino combinado para el embarque!... Bien van los negocios, señor Dios. Antes éramos la primera casa del mundo, la única, por nuestros vinos y nuestras soleras del país. Ahora fabricamos mejunjes, vinos de extranjería, el Madera, el Oporto, el Marsala, o imitamos el Tintillo de Rota y el Málaga. ¡Y para esto cría Dios los caldos de Jerez y da fuerza a nuestras viñas! ¡Para que neguemos nuestro nombre!... ¡Vamos, que siento un deseo de que la filoxera acabe con todo para no aguantar más falsificaciones y mentiras!...

Montenegro conocía las manías del viejo. No le presentaba una nota de embarque que no prorrumpiese en maldiciones contra la decadencia de los vinos de Jerez.

—Tú no has alcanzado la buena época, Ferminillo—continuó;—por esto tomas las cosas con tanta pachorra. Tú eres de los modernos, de los que creen que las cosas marchan bien porque vendemos mucho cognac como cualquier casa de esos países extranjeros, cuyas viñas sólo producen porquería, sin que Dios les conceda la menor cosa que se parezca al Jerez... Dime, tú que has corrido mundo, ¿dónde has visto nuestra uva de Palomino, ni la de Vidueño, ni el Mantuo de Pila, ni el Cañocaso, ni el Perruno, ni el Pedro Ximénez?... ¡Qué has de ver! Eso sólo se cría en esta tierra: es un regalo de Dios...; y, con tanta riqueza, fabricamos cognac o vinos de imitación porque el Jerez, el verdadero Jerez ya no está de moda, según dicen esos señores del extranjero! Aquí se acaban las bodegas. Esto son licorerías, boticas, cualquier cosa, menos lo que fueron en otro tiempo y ¡vamos!, que me dan ganas de echar a volar para no volver, cuando os presentáis con esos papelillos, pidiéndome que haga otra falsificación.

El viejo se indignaba oyendo las respuestas de Fermín.

—Son exigencias del comercio moderno, señor Vicente; han cambiado los negocios y el gusto del público.

—Pues que no beban, ¡porra!, que nos dejen tranquilos, sin exigirnos que disfracemos nuestros vinos; los guardaremos almacenados para que envejezcan tranquilamente, y estoy seguro de que algún día nos harán justicia viniendo a buscarlos de rodillas... Esto ha cambiado mucho. La Inglaterra debe de estar perdida. No necesito que me lo digas; demasiado lo veo yo aquí recibiendo visitas. Antes venían menos ingleses a la bodega; pero los viajeros eran gentes de distinción: lores y loresas, los que menos. Daba gloria ver con qué aire de señorío seapimplaban. ¡Copa de aquí, para hacer un pedido! ¡copa de allá, para comparar!, y así iban por la bodega, serios como sacerdotes, hasta que a la salida tenían que tumbarlos en el calesín para llevarles a la fonda. Sabían catar y hacer justicia a lo bueno... Ahora, cuando toca en Cádiz barco de ingleses, llegan en manada, con un guía al frente; prueban de todo porque se da gratis y, si compran algo, se contentan con botellas de a tres pesetas. No saben emborracharse con señorío: gritan, arman camorra y se van por la calle haciendo eses para que rían los zagales. Yo creía antes que todos los ingleses eran ricos, y resulta que estos que viajan en cuadrilla son cualquier cosa; zapateros o tenderos de Londres que salen a tomar el aire con los ahorros del año... Así marchan los negocios.

Montenegro sonreía escuchando las incoherentes lamentaciones del viejo.

—Además—continuó el bodeguero—en Inglaterra, lo mismo que aquí, se pierden las costumbres antiguas. Muchos ingleses no beben más que agua, y, según me han dicho, ya no es elegante, después de comer, que las señoras se vayan a charlar a un salón, mientras los hombres se quedan bebiendo, hasta que los criados se toman el trabajo de sacarlos de bajo de la mesa. Ya no necesitan por la noche, como gorro de dormir, un par de botellas de Jerez que costaban un buen puñado de chelines. Los que aún se emborrachan para demostrar que son unos señores, usan lo que llaman bebidas largas—¿no es esto, tú que has estado allá?—porquerías que cuestan poco y permiten beber y beber antes de apimplarse; el wischy con soda y otras mixturas asquerosas. La ordinariez los domina. Ya no piden Xerrrez como cuando vienen aquí y lo encuentran gratis. El Jerez únicamente sabemos apreciarlo los de la tierra; dentro de poco sólo lo compraremos nosotros. Ellos se emborrachan con cosas baratas, y así marchan sus asuntos. En el Transvaal casi los revientan. El mejor día les pegarán en el mar con todas sus guapezas. Decaen: ya no son los mismos de aquellos tiempos en que la casa Dupont era una bodega poco más grande que una barraca, pero enviaba sus botellas y hasta sus barricas al señor Pitt, al señor Nelson, al señor Velintón y a otros caballeros cuyos nombres figuran en las soleras más antiguas de la bodega grande.

Montenegro seguía riendo al oír estas lamentaciones.

—Ríe, muchacho, ríe. Todos sois lo mismo: no habéis conocido lo bueno y os extraña que los viejos encontremos tan malo lo presente. ¿Sabes a cómo se pagaba antes la bota de treinta y una arrobas? Pues llegó a valer 230 pesos; y ahora se ha vendido en algunos años a 21 pesos. Pregúntale a tu padre, que aunque menos viejo que yo, también ha conocido los tiempos de oro. El dinero circulaba en Jerez lo mismo que el aire. Había cosecheros que usaban calañés y vivían en un casucho de las afueras como pobres, alumbrándose con un velón; pero al pagar una cuenta tiraban de un saco que tenían debajo de la mesilla de pino como si fuese un saco de patatas, y ¡eche usté onzas! Los trabajadores de las viñas cobraban de treinta a cuarenta reales de jornal, y se permitían la fantasía de ir al tajo en calesín y con zapatos de charol. Nada de periódicos, ni de soflamas, ni de mítines. Allí donde se reunía la gente sonaba la guitarra, soltándose cada seguidilla y cada martinete que a Dios le temblaban la carne de gusto... Si entonces hubiese aparecido Fernando Salvatierra, el amigote de tu padre, con todas esas cosas de pobres y ricos, de repartos de tierras y rivoluciones, le habrían ofrecido una caña y le hubieran dicho: «Siéntese su mercé en el corro, camará; beba, cante, eche un baile con las mocitas si en ello tiene gusto y no se haga mala sangre pensando en nuestra vida, que no es de las peores»... Pero los ingleses apenas nos beben: el dinero entra con menos frecuencia en Jerez, y se oculta de tal modo el condenado, que nadie lo ve. Los trabajadores de las viñas ganan diez reales y tienen cara de vinagre. Por si han de podar con cuchilla o con tijeras, se matan entre ellos; hay Mano Negra y en la plaza de la cárcel se da garrote a los hombres, lo que no se había visto en Jerez en muchísimos años. El jornalero pincha como un erizo apenas se le habla, y el amo es peor que antes. Ya no se ve a los señores alternando con los pobres en las vendimias, bailando con las muchachas y requebrándolas como un gañán joven. La guardia civil corre el campo como en los tiempos que salían bandidos a las carreteras... ¿Y todo por qué, señor? Por lo que yo digo: porque los ingleses se han aficionado al maldito whischy y no hacen caso del buen palo cortado, ni de la palma, ni de ninguna otra de las exelencias de esta bendita tierra... Lo que yo digo: dinero, venga dinero: que vuelvan aquí, como en otros tiempos, las libras, las guineas y los chelines ¡y se acabaron las huelgas, y los sermones de Salvatierra y sus partidarios, y los malos gestos de los civiles, y todas las miserias y vergüenzas que ahora vemos!...

Del fondo de la bodega salió un grito llamando al señor Vicente. Era un arrumbador que dudaba ante los números blancos trazados al frente de una bota y pedía una aclaración al bodeguero.

—¡Voy, hijo!—gritó el viejo.—¡Cuidado con equivocarse en la medicina!...

Y añadió dirigiéndose a Montenegro:

—Déjame ese papelillo en la cámara oscura y ojalá se os caigan las manos antes de traerme más recetas, como si fuese yo un boticario.

El viejo se alejó con paso tardo y balanceante hacia el fondo de la bodega, y Montenegro salió de ella pasando por el taller de tonelería antes de regresar al escritorio.

Era un amplio patio con cobertizos, debajo de los cuales trabajaban los toneleros golpeando con sus mazos los aros que aprisionaban la madera. Los toneles a medio construir, con sólo la parte superior sujeta por los aros de hierro, abrían sus duelas sobre un fuego de virutas que las caldeaba, encorvándolas para que facilitasen el cierre.

Los negocios de la casa obligaban a este taller a una incesante producción. Centenares de toneles salían de él todas las semanas para ser embarcados en Cádiz, esparciendo los vinos de Dupont por todo el mundo.

En un lado del patio alzábase una torre formada con duelas. En lo más alto del frágil edificio estaban dos aprendices recogiendo las que les arrojaban desde abajo, entrecruzándolas, añadiendo nueva altura a la frágil construcción que sobrepasaba los tejados y amenazaba derrumbarse, cimbreándose al menor movimiento como una torre de naipes.

El encargado de la tonelería, un hombre robusto, de sonrisa bondadosa, se aproximó a Montenegro.

—¿Cómo está don Fernando?...

Sentía por el agitador un gran respeto desde sus tiempos de jornalero. La protección de los Dupont y la ductilidad con que se plegaba a todas sus manías, le habían elevado. Pero, como compensación a este servilismo que le había convertido en jefe del taller, guardaba un secreto afecto al revolucionario y a todos sus compañeros de la época de miseria. Se enteró minuciosamente de cómo había vuelto Salvatierra del presidio y de sus futuros planes de vida.

—Yo iré a verle cuando pueda—dijo bajando la voz,—cuando el amo no se entere... Ayer tuvimos gran fiesta en la iglesia de los jesuitas y por la tarde fui con mis niñas a visitar a la señora... Ya sé que pasasteis bien el día. Me lo han dicho aquí, en la bodega.

Con el miedo de un servidor bien cebado que teme perder el bienestar, daba consejos al joven. ¡Ojo, Ferminillo! La casa estaba llena de soplones. Cuando él estaba enterado, no sería de extrañar que don Pablo tuviese ya noticia de que Montenegro había visitado a Salvatierra.

Y como si temiese hablar demasiado y que alguien le espiase, se despidió apresuradamente de Fermín, volviendo al lado de los trabajadores que golpeaban los toneles. Montenegro siguió adelante, entrando en la principal bodega de la casa, donde se guardaban las soleras antiguas y envejecían los vinos de crianza.

Era como una catedral; pero una catedral blanca, nítida, luminosa, con sus cinco naves separadas por tres hileras de columnas de sencillo capitel. Agrandábase el ruido de los pasos lo mismo que en un templo. Las bóvedas tronaban con el sonido de los voces, repitiéndolas ensanchadas por el eco. Las paredes estaban rasgadas por ventanales de blancos vidrios y en los dos frontis se abrían dos grandes rosetones, también blancos, por uno de los cuales penetraba el sol, moviéndose en su faja de luz las inquietas e irisadas moléculas de polvo.

A lo largo de las columnatas alineábase en andanas la riqueza de la casa, la triple fila de toneles acostados, que llevaban en sus caras la cifra del año de la cosecha. Había barricas venerables cubiertas de telarañas y polvo, con la madera tan húmeda, que parecía próxima a deshacerse. Eran los patriarcas de la bodega: estaban bautizados con los nombres de los héroes que gozaban de fama universal cuando ellos nacieron. Un barril se llamaba Napoleón, otro Nelson; los había adornados con la corona real de Inglaterra, porque de ellos habían bebido monarcas de la Gran Bretaña. Una barrica antiquísima, completamente aislada, como si el roce con las otras pudiera despanzurrarla, exhibía el venerable nombre de Noé. Era la mayor antigüedad de la casa: se remontaba a mediados del siglo XVIII y el primero de los Dupont la había adquirido ya como una reliquia. Cerca de ella se alineaban otros toneles que llevaban bajo el escudo real de España los nombres de todos los monarcas e infantes que habían visitado Jerez en el curso del siglo.

El resto de la bodega lo llenaban las muestras de todas las cosechas, a partir de los primeros años del siglo. Un tonel aislado esparcía un perfume acre, que, como decía Montenegro, «llenaba la boca de agua». Era un vinagre famoso, de una vejez de ciento treinta años. Y a este olor seco y punzante uníanse el perfume azucarado de los vinos dulces, y el suave, de cuero, de los secos. El vaho alcohólico que transpiraba el roble de los toneles y el olor de las gotas derramadas en el suelo por el trasiego, impregnaban con un perfume de dulce locura el tranquilo ambiente de aquella bodega, blanca, como un palacio de hielo, bajo la caricia temblona de los vidrios inflamados por el sol.

Fermín la atravesó, e iba ya a salir de ella cuando oyó que le llamaban desde el fondo. Experimentó cierto sobresalto al conocer la voz. Era «el amo», que acompañaba a unos forasteros. Con él estaba su primo Luis, un Dupont que siendo menor sólo en algunos años a don Pablo, le respetaba como a jefe de la familia, sin privarse por esto de darle grandes disgustos con su conducta desarreglada.

Los dos Dupont acompañaban a unos recién casados venidos de Madrid, enseñándoles las bodegas. Él era un antiguo amigo de Luis, un camarada de alegre vida madrileña que había sentado al fin la cabeza, casándose.

—Han de salir ustedes de aquí borrachos—decía el joven Dupont a los recién casados.—Es de ritual: nos consideraríamos deshonrados si un amigo saliera de esta casa lo mismo que entró.

Y Dupont el mayor acogía con sonrisa benévola las palabras de su primo, mientras enumeraba las excelencias de cada vino famoso. El encargado de la bodega, rígido como un soldado, se colocaba ante los toneles con dos copas en una mano y en la otra la avenencia, una varilla de hierro rematada por un estrecho cazo.

—¡Saca, Juanito!—ordenaba imperiosamente el amo.

La avenencia iba hundiéndose en diversos toneles, y de un solo golpe, sin que se derramase una gota, llenaba las copas. Salían al aire los vinos dorados y luminosos, coronándose de brillantes al caer en el cristal, esparciendo en torno un intenso perfume de ancianidad. Todas las tonalidades del ámbar, desde el gris suave al amarillo pálido, brillaban en aquellos líquidos densos a la vista como el aceite, pero de una transparencia nítida. Un lejano perfume exótico, que hacía pensar en flores fantásticas de un mundo sobrenatural donde fuese eterna la existencia, emanaba de estos líquidos extraídos del misterio de los toneles. La vida parecía acrecentarse al paladearlos; los sentidos cobraban nueva intensidad; la sangre ardía atropellándose en su circulación, y el olfato se excitaba sintiendo anhelos desconocidos, como si husmease una electricidad nueva en la atmósfera. La pareja de viajeros bebía de todo, después de resistir con débiles protestas las invitaciones de Luis.

—¡Hola, barbián!—dijo Dupont el menor al ver a Montenegro.—¿Cómo está tu familia? Un día de estos iré a la viña. Quiero probar un caballo que compré ayer.

Y después de estrechar la mano de Montenegro y darle varias palmadas en los hombros, satisfecho de poder demostrar la fuerza de sus manazas ante aquellos amigos, le volvió la espalda.

Fermín tenía con este señorito gran confianza. Se tuteaban, se habían criado juntos en la viña de Marchamalo, con aquella llaneza de trato que los Dupont permitían a su familia.

Con don Pablo, era otra la situación. El amo no se diferenciaba de Fermín en más de media docena de años; también lo había visto él correr como un muchacho por la viña en tiempos del difunto don Pablo; pero ahora era el jefe de la familia, el director de la casa, y él entendía la autoridad a uso antiguo, ceñuda e indiscutible como la de Dios, con gritos y arrebatos de cólera, apenas adivinaba la más ligera desobediencia.

—Quédate—ordenó brevemente a Montenegro;—tengo que hablarte.

Y le volvió la espalda para seguir hablando a los forasteros de su tesoro de vinos.

Fermín, obligado a seguirles silencioso y encogido como un doméstico en su marcha lenta por entre los toneles, miraba a don Pablo.

Aún era joven, no había llegado a los cuarenta años, pero la obesidad desfiguraba su cuerpo a pesar de la vida activa a que le impulsaban sus entusiasmos de jinete. Los brazos parecían cortos al descansar algo encorvados sobre el abultado contorno de su cuerpo. Su juventud revelábase únicamente en la cara mofletuda, de labios carnosos y salientes, sobre los cuales la virilidad sólo había trazado un ligero bigote. El cabello se ensortijaba en la frente formando un rizo apretado, un moñete al que llevaba con frecuencia su mano carnosa. Era, por lo común, bondadoso y pacífico, pero bastaba que se creyese desobedecido o contrariado para que se le enrojeciera la cara, atiplándose su voz con el tono aflautado de la cólera. El concepto que tenía de la autoridad, el hábito de mandar desde su primera juventud viéndose al frente de las bodegas por la muerte de su padre, le hacían ser despótico con los subordinados y su propia familia.

Fermín le temía sin odiarle. Veía en él un enfermo, «un degenerado», capaz de los mayores extravagancias por su exaltación religiosa. Para Dupont, el amo lo era por derecho divino, como los antiguos reyes. Dios quería que existiesen pobres y ricos, y los de abajo debían obedecer a los de arriba, porque así lo ordenaba una jerarquía social de origen celeste. No era tacaño en asuntos de dinero, antes bien, se mostraba generoso en la remuneración de los servicios, aunque su largueza tenía mucho de veleidosa e intermitente, fijándose más en el aspecto simpático de las personas que en sus méritos. Algunas veces, al encontrar en la calle a obreros despedidos de sus bodegas, indignábase porque no le saludaban. «¡Tú!—decía imperiosamente;—aunque no estés en mi casa, tu deber es saludarme siempre, porque fui tu amo».

Y este don Pablo, que con la fuerza industrial acumulada por sus antecesores y con la impetuosidad de su carácter era la pesadilla de un millar de hombres, hacía gala de humildad y llegaba hasta el servilismo cuando algún sacerdote secular o los frailes de las diversas órdenes establecidas en Jerez le visitaban en su escritorio. Intentaba arrodillarse al besarles la mano, no haciéndolo porque ellos se lo impedían con bondadosa sonrisa; celebraba con un gesto de satisfacción el que los visitantes le tuteasen ante los empleados, llamándole Pablito, como en los tiempos en que era su educando.

¡Jesús y su Santa Madre, por encima de todas las combinaciones comerciales! Ellos velaban por los intereses de la casa y él, que no era más que un simple pecador, limitábase a recibir sus inspiraciones. A ellos se debía la buena suerte de los primeros Dupont, y don Pablo se desvivía por remediar con su fervor la tibieza religiosa de sus ascendientes. Los celestiales protectores eran los que le habían sugerido la idea de establecer la destilería del cognac, dando nuevos alientos a la casa; ellos también los que hacían que la marca Dupont, con la ayuda de los anuncios, se esparciese por toda España sin miedo a rivalidades, favor inmenso que todos los años agradecía dedicando una parte de las ganancias al auxilio de las nuevas órdenes religiosas establecidas en Jerez o ayudando a su madre, la noble doña Elvira, que siempre tenía capillas por restaurar o un manto costoso en confección para alguna Virgen.

Las extravagancias religiosas de don Pablo Dupont hacían reír a toda la ciudad; pero eran muchos los que reían con cierto temor, pues dependiendo más o menos directamente del poderío industrial de la casa, necesitaban de su apoyo para los negocios y temían su cólera.

Montenegro recordaba la estupefacción de la gente un año antes, cuando un perro de los que guardaban por la noche las bodegas mordió a varios trabajadores. Dupont había acudido en su auxilio, temiendo que el mordisco les produjera la hidrofobia y, para evitarla, les hizo tragar en el primer momento, en forma de píldoras, una estampa de santo milagroso que guardaba su madre. Era tan estupendo aquello, que Fermín, después de haber presenciado el hecho, comenzaba a dudar, con el transcurso del tiempo, de que fuese cierto. Bien es verdad que después, el mismo don Pablo pagó con largueza el viaje a los enfermos para que fuesen curados por un médico célebre. Dupont explicaba su conducta cuando le hablaban de este suceso con una sencillez que daba espanto: «Primero, la Fe; después, la Ciencia, que algunas veces hace grandes cosas, pero es porque se lo permite Dios».

Fermín se asombraba ante la incoherencia de aquel hombre, experto en los negocios, que hacía marchar la gran explotación industrial heredada de sus antecesores, agrandándola con certeras iniciativas, que había viajado y tenía alguna cultura, y, sin embargo, era capaz de las mayores extravagancias milagreras, creyendo en intervenciones sobrenaturales, con la misma simpleza de alma de un lego de convento.

Dupont, luego de acompañar a su primo y a los amigos de éste por toda la bodega, decidió retirarse, como si su dignidad de amo sólo le permitiera enseñar la parte más selecta de la casa. Luis les mostraría las otras bodegas, la destilería del cognac, los talleres de embotellado: él tenía que hacer en el escritorio. Y saludando a los forasteros con un gesto de bondad altiva y señorial, que Montenegro había visto muchas veces en doña Elvira, el temible Dupont hizo un ademán a su empleado para que le siguiese.

Fuera de la bodega detúvose don Pablo, quedando los dos hombres al aire libre, con la cabeza descubierta, en medio de una explanada.

—Ayer no te vi—dijo Dupont frunciendo el ceño y coloreándosele las mejillas.

—No pude ir, don Pablo, Me retrasé... unos amigos...

—Ya hablaremos de eso. ¿Tú sabes qué fiesta fue la de ayer? Te hubieras conmovido viéndola.

Y con repentino entusiasmo, olvidando su enojo, comenzó a explicar con una delectación de artista la ceremonia del día anterior en la iglesia de los que él, por antonomasia, llamaba los Padres. Primer domingo del mes: fiesta extraordinaria. El templo lleno: los oficinistas y trabajadores de la casa Dupont hermanos estaban con sus familias; casi todos (¿eh, Fermín?), casi todos: muy pocos faltaban. Había pronunciado el sermón el padre Urizábal, un gran orador, un sabio que hizo llorar a todos; (¿eh, Montenegro?) ¡a todos!... menos a los que no estaban. Y después, había llegado el acto más conmovedor. Él, como un caudillo, acercándose a la sagrada mesa rodeado de su madre, su esposa, sus dos hermanos, que habían venido de Londres; el Estado Mayor de la casa: y después todos los que comían el pan de los Dupont, con sus familias, mientras arriba, en el coro, sonaba el armónium con melodías dulcísimas.