Las Obras de Edgar Allan Poe

 

 

EDGAR ALLAN POE

 

 

 

 


Metzengerstein

 

Metzangerstein, 1932

 

Pestis eram vivus moriens tua mor ero.

MARTÍN LUTERO

 

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls .

Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma –afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)– nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.

Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».

Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido –y no hace mucho– consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?

La profecía parecía entrañar –si entrañaba alguna cosa– el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.

Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.

Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.

Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta millas.

En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.

Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.

Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de Berlifitzing –y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz–, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.

En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.

Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.

Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.

Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.

–¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? –demandó el joven, con voz tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.

–Es vuestro, sire –repuso uno de los escuderos–, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.

–Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente –interrumpió otro escudero–. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.

–¡Extraño, muy extraño! –dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer, del sentido de sus palabras–. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, dejádmelo –agregó, luego de una pausa–. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.

–Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.

–¡Cierto! –observó secamente el barón.

En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.

Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.

–¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?– dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.

–¡No! –exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado–. ¿Muerto, dices?

–Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será una noticia desagradable.

Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.

–¿Cómo murió?

–Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.

–¡Re ...al...mente! –exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se apoderara en ese momento de él.

–¡Realmente! –repitió el vasallo.

–¡Terrible! –dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.

Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo –a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.

Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».

Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.

Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros –entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia– no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca.

Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición –afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal a ojos de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser.

Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos.

Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.

Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.

Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla materia inanimada.

Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas.

Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.

La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.

El duque de L'Omelette

The Duc de L'Omlette, 1832

 

Y pasó al punto a un clima más fresco.

COWPER

 

Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca? ¡Almas innobles! El duque De L'Omelette pereció de un verderón. L'histoire en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d'Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque De L'Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.

Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.

El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque? “Horreur! chien  Baptiste!  L'oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as déshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Sería superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.

–¡Ja, ja, ja! –dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.

–¡Je, je, je! –repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.

–Vamos, supongo que esto no es en serio –observó De L'Omelette– . He pecado, c'est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!

–¿Tan qué? –dijo su Majestad–. ¡Vamos, señor, desnúdese!

–¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad? ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que yo, duque De L'Omelette, príncipe de Foie–Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de manos de Rombèrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que me representaría quitarme los guantes?

–¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal–Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y tenías, una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos Pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeñas dimensiones.

–¡Caballero –replicó el duque– , no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto... au revoir!

Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.

El aposento era soberbio a un punto tal, que De L'Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No había techo... ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.

Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De L'Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su satánica majestad... cuando se sonrojaba.

¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¡acaso no pintó la ... ? ¿Y no se condenó a causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?

Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios. C'est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup mais! El duque De L'Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!

Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el petit–maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!

Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le repugna una escena... De L'Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six hommes. Por lo tanto, il peut s'échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n'ose pas refuser un jeu d'écarté.

¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto? ¿No ha leído al Pére Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt–et–un? Si je perds  dice je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai á mes ortolons... que les cartes soient préparées!

Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De L'Omelette se llevó la mano al corazón.

Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.

–C'est á vous de faire –dijo su Majestad, cortando–. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse en presentant leRoi.

Su Majestad pareció apesadumbrado.

Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista mientras se despedía de él, que s'il n'eût été De L'Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable.

Cuento de Jerusalén

A Tale of Jerusalem, 1832

Intensos rigidam in frontem ascendere canos passus erat...

LUGANO

 

–Corramos hacia las murallas –dijo Abel–Phittim a Buzi–Ben–Leví y Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Taammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno–; corramos hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; porque es la hora cuarta de la cuarta vela y el sol ha salido; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para el sacrificio.

Simeón, Abel–Phittim y Buzi–Ben–Leví eran los gizbarims o sub–recaudadores de las ofrendas, en la santa ciudad de Jerusalén.

–Tienes razón –replicó el fariseo–, corramos; porque esta generosidad es inusitada en los gentiles; y la inconstancia ha sido siempre una virtud de los adoradores de Baal.

–Que no son constantes y que son traidores es tan cierto como el Pentateuco –dijo Buzi–Ben–Leví–; pero eso sólo se refiere al pueblo de Adonai.

¿Se ha visto alguna vez que los ammonitas luchasen en contra de sus propios intereses? Pienso que no son muy generosos al darnos corderos para el altar del Señor, a cambio de treinta siclos de plata por cabeza.

–Sin embargo olvidas, Ben–Leví –contestó Abel–Phittim– que el romano Pompeyo, que es el impío que ahora asedia la ciudad del Altísimo, no está seguro de que no destinemos los corderos comprados para el altar para el sustento del cuerpo, más bien que para el del espíritu.

–Pero ¡por las cinco puntas de mi barba! –gritó el fariseo, que era miembro de la secta de los Magulladores (un pequeño grupo de santos cuyo modo de magullarse y destrozarse los pies contra el pavimento era desde antiguo una espina y un reproche para los devotos menos celosos, un obstáculo para los caminantes menos iluminados–, ¡por las cinco puntas de mi barba, que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos vivido para ver el día en que un blasfemo e idólatra romano nos va a acusar de saciar los apetitos de la carne con los elementos más santos y consagrados? ¿Hemos vivido para ver el día en que...?

–Dejemos de considerar los motivos del filisteo –interrumpió Abel–Phittim–, porque ahora nos aprovechamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; pero vayamos de prisa hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el altar, cuyo fuego nunca podrá extinguir la lluvia del cielo, y cuyos pilares de humo no podrá abatir ninguna tempestad.

El punto de la ciudad hacia el que se apresuraban nuestros dignos gizbarims, y que tenía el nombre de su arquitecto, el rey David, era considerado como el barrio mejor fortificado de Jerusalén; estaba situado sobre la escarpada y alta colina de Sión. Allí un foso ancho, profundo y circular, cavado en la sólida roca, era defendido por una muralla de gran fortaleza, erigida sobre su borde interior. Esta muralla estaba adornada, a espacios regulares, por torres cuadradas de mármol blanco; la más baja era de sesenta codos y la más alta de ciento veinte. Pero, cerca de la puerta de Benjamín, la muralla estaba interrumpida al borde del foso. Por el contrario, entre el nivel de la zanja y la base de aquélla se levantaba perpendicularmente una roca de doscientos cincuenta codos de altura, que formaba parte del escarpado del monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a la cima de la torre Adoni–Bezek –la más alta de todas las que rodean Jerusalén, y lugar señalado para parlamentar con el ejército sitiador–, vieron abajo el campamento enemigo desde una altura superior en muchos pies a la pirámide de Cheops, y en algunos al templo de Belus.

–Verdaderamente –suspiró el fariseo, mientras sentía vértigo al mirar hacia abajo –, los incircuncisos son como las arenas a la orilla del mar o las langostas en el desierto. El valle del Rey ha llegado a ser el valle de Adommin.

–Y sin embargo –añadió Ben–Leví–, no te será posible señalarme un filisteo; no, ni uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca mayor que la letra Jod.

–¡Bajad la cesta con los siclos de plata! –gritó entonces un soldado romano con una voz ronca y áspera que parecía salir de las regiones de Plutón–; bajad la cesta con esa maldita moneda que estropea la boca de un noble romano cuando la pronuncia. ¿Así mostráis vuestra gratitud a nuestro jefe Pompeyo, quien, condescendiente, ha consentido en escuchar vuestras inoportunidades idólatras? El dios Febo, que es un verdadero dios, ha emprendido su marcha en el carro hace una hora, y ¿no debíais estar sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Pensáis que nosotros, los conquistadores de la tierra, no tenemos nada más que hacer que traficar en cada muralla de la tierra con los perros? ¡Bajad el cesto! Os lo repito, y mirad bien que vuestro fraude tenga el brillo y el peso exactos.

–¡El Elohim! –gritó el fariseo, mientras los recios acentos del centurión retumbaban por el precipicio y venían a morir contra el templo–. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? Tú, Buzi–Ben–Leví, que eres experto en las leyes de los gentiles y que has vivido entre los que se manchan con los teraphims, ¿es de Nergal de quien habla el idólatra o de Ashimah o de Nibhaz o de Tartak o de Adramalech o de Anamalech o de Succoth–benith o de Dagón o de Belial o de Baal–Perith o de Baal–Peor o de Baal–Zebub?

–Ciertamente, no se trata de ninguno de ésos; pero anda con cuidado y no dejes que se deslice la cuerda demasiado rápidamente entre tus dedos, porque podría engancharse en aquella roca saliente que hay allá abajo y tirarías desgraciadamente las cosas santas del templo.

Por medio de un rudo mecanismo, la pesada cesta fue descendida cuidadosamente entre la multitud, y desde su altísimo pináculo veían a los romanos arremolinarse en torno a ella; pero a causa de la gran altura y de la niebla predominante no podían distinguir claramente sus operaciones.

Ya había pasado media hora.

–Llegaremos tarde –suspiró el fariseo, mirando al abismo entonces–; llegaremos demasiado tarde. Seremos echados de nuestro empleo por los katholim.

–Nunca –respondió Abel–Phittim–, nunca más volveremos a festejarnos con la grasa de la tierra; nunca más nuestras barbas serán perfumadas con incienso; nunca más el fino lino del templo ceñirá nuestros riñones.

–¡Raca! –juró Ben–Leví–. ¡Raca! ¿Tienen intención de robarnos el dinero del mercado? ¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?

–¡Por fin han hecho la señal! –gritó el fariseo–. ¡Por fin han hecho la señal! ¡Tira, Abel–Phittim! ¡Y tú, Buzi–Ben–Leví, ayuda también, porque los filisteos retienen aún el cesto, o, de lo contrario, el Señor ha ablandado sus corazones y les ha hecho poner en él un cordero de buen peso!

Y los gizbarims tiraban, mientras se balanceaba el cesto pesadamente entre la niebla, que seguía haciéndose más densa.

–¡Maldición! –así exclamó al cabo de una hora Ben–Leví, cuando vio un poco confusamente un objeto en el extremo de la cuerda–. ¡Maldición! Es un carnero de los pastos de Enjedí, y tan arrugado como el valle de Josafat.

–Es el primer parido del rebaño –dijo Abel–Phittim–, lo conozco por el balido y la inocencia de sus miembros. Sus ojos son más bellos que las joyas del pectoral, y su carne es como la miel de Ebrón.

–Es un ternero cebado de los pastos de Basham –dijo el fariseo–. ¡Los gentiles se han portado a las mil maravillas con nosotros! ¡Unamos nuestras voces en un salmo! ¡Con el sistro y con el salterio, con el arpa y la trompeta, con la cítara y el sacabuche!

Cuando el cesto llegó a unos pocos pies de distancia de los gizbarims, un ronco gruñido descubrió a sus oídos un cerdo de un gran tamaño.

–¡Vamos, El Emanu! –exclamaron lentamente los tres, con los ojos levantados al cielo.

Y cuando soltaron la bestia, se escapó corriendo por entre los filisteos.

–¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros! ¡Ésa es la carne innombrable!