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RETOS DEL DERECHO

CONSTITUCIONAL

CONTEMPORÁNEO

 

 

AUTORES

AYUSO, MIGUEL

Doctor en Derecho. Profesor ordinario de Ciencia Política y Derecho Constitucional de la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). Presidente de la Unión Internacional de Juristas Católicos.

BARZOTTO, LUIS FERNANDO

Doctor en Derecho de la Universidad de Sao Paulo. Profesor Asociado de Filosofía del Derecho de la Universidad Federal do Rio Grande do Sul.

BENÍTEZ ROJAS, VICENTE F.

Abogado y especialista en Derecho Constitucional de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá DC). Profesor de Derecho Constitucional Colombiano y Teoría del Estado y la Constitución de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana.

HAKANSSON NIETO, CARLOS

Doctor en Derecho de la Universidad de Navarra (Pamplona). Profesor de Derecho Constitucional e Integración de la Universidad de Piura. Titular de la Cátedra Jean Monnet de Derecho Comunitario Europeo (Comisión Europea).

MORA RESTREPO, GABRIEL

Doctor en Derecho de la Universidad Austral (Buenos Aires). Director de la Maestría en Derecho Constitucional, Universidad de La Sabana. Profesor de Teoría del Derecho, Interpretación Constitucional y Fundamentos Antropológicos del Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana. Miembro del Grupo de Investigación “Justicia, Ambito Público y Derechos Humanos”.

RODRÍGUEZ ITURBE, JOSÉ B.

Abogado de la Universidad Central de Venezuela (Caracas). Doctor en Derecho de la Universidad de Navarra (Pamplona). Doctor en Derecho Canónico de la Universidad de Navarra (Pamplona). Profesor Titular de Historia de las Ideas y del Pensamiento Político de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana.

SANTIAGO, ALFONSO (H.)

Doctor en Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Catedrático de Derecho Constitucional y Vicerrector Académico de la Universidad Austral (Buenos Aires). Miembro titular de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires.

SUÁREZ RODRÍGUEZ, JOSÉ JULIÁN

Abogado de la Universidad de La Sabana y Filósofo de la Universidad de Navarra. Profesor de Razonamiento Jurídico, Introducción al Derecho y Antropología Filosófica en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana.

GABRIEL MORA RESTREPO

VICENTE FABIÁN BENÍTEZ ROJAS

Coordinadores

Retos del derecho

Constitucional

contemporáneo

Constitución y Corte Constitucional. Activismo judicial Crisis del neoconstitucionalismo. Política y religión Derechos humanos seculares. Teoría de los principios Control de constitucionalidad. Laicidad

Autores

Ayuso • Barzotto • Benítez Rojas

Hakansson Nieto • Mora Restrepo • Rodríguez Iturbe

Santiago • Suárez Rodríguez

 

 

 

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Mora Restrepo, Gabriel

Retos del derecho constitucional contemporáneo

Gabriel Mora Restrepo y Vicente F. Bemtez

Rojas 1a ed. - Bogotá: Astrea SAS, 2013.

ISBN 978-958-57582-7-8

ISBN e-pub 978-958-12-0324-6

1. Derecho Constitucional. I. Título

CDD 342

 

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DESARROLLO EPUB: LÁPIZ BLANCO SAS

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PRESENTACIÓN

Se recogen en este libro estudios académicos y reflexiones críticas propuestas en el marco de una tensión. Por un lado, la importancia de hacer una retrospección de lo que ha sido la experiencia constitucional en Colombia y en otros países acerca de lo que muchos denominan el “neoconstitucionalismo”, particularmente en cuanto a sus promesas de una mejor sociedad, más justa, equitativa, incluyente, tolerante, democrática, respetuosa del pluralismo e impulsada por un nuevo y principal actor: los jueces constitucionales. Por el otro, la confrontación directa al modelo desde la perspectiva de la razonabilidad práctica, el bien común y la plenitud humana, como criterios desde los cuales resulte posible evaluar el cumplimiento o no de las promesas anunciadas.

El libro es especialmente crítico en cuanto a lo primero. El derecho constitucional contemporáneo adolece de serias fisuras y requiere ser revisado, ajustado, reformado, o simplemente abandonado. El neoconstitucionalismo, aunque con importantes aciertos en algunos temas, ha sido incapaz de modelar una sociedad más incluyente o el fortalecimiento de la justicia y la redistribución de la riqueza, porque ha estado imbuido de “pactos” políticos o de presiones externas que imposibilitan, en incontables casos, un desarrollo integral de la persona y de la sociedad en su conjunto. La multiplicación de “derechos”, en función de una supuesta mayor inclusión social, ha dado como resultado, en no pocas ocasiones, el “aislamiento” o “menoscabo” de derechos fundamentales, otrora indiscutidos y garantizados como presupuestos del orden constitucional.

Quizá lo que más se ha destacado del neoconstitucionalismo, en su faceta de crisis, se deba a la ideologización de sus tesis sobre la base de un lenguaje atractivo, abierto a los derechos humanos, la democracia y el fortalecimiento de las instituciones judiciales, las directrices tan marcadamente valorativas y el discurso principialista que lo acompaña. Sin embargo, al abrazar una visión particularmente conflictivista de la juridicidad humana y, al tiempo, una propuesta relativista de la moralidad, el neoconstitucionalismo se ha erigido mediante imposiciones fundamentalistas y dogmáticas, en medio de un batallar de grupos que han sabido utilizar el derecho como instrumento de crudo poder y de lucha política. En esta medida ha terminado por avanzar un nuevo derecho, en el que los grandes debates terminan siendo resueltos por una minoría que impone sus propias concepciones desde la cúspide del poder decisorio del Estado.

Este libro quiere avanzar en esta dirección. En mostrar, al lado de sus aciertos, la inaplazable necesidad de hacer una revisión profunda de las tesis principales del neoconstitucionalismo, la importancia de retornar a las fuentes propias de la juridicidad humana y de la universalidad de sus bienes básicos o fundamentales, la formación del constitucionalista como actor relevante de estos desafíos novedosos, así como la trascendental tarea de forjar un criterio jurídico prudencial que sea capaz de discernir lo justo y lo debido concreto en medio de las complejidades de la sociedad contemporánea.

En desarrollo de lo anterior, este libro compila nueve artículos de investigación presentados en el primer congreso internacional de la Maestría en Derecho Constitucional de la Universidad de La Sabana (marzo de 2012), que comparten una perspectiva crítica de algunos de los rasgos más problemáticos del neoconstitucionalismo. En efecto, los primeros tres escritos presentan una reflexión teórica en la que se examinan las principales aporías que supone el control judicial de constitucionalidad: La Corte Constitucional ante el tribunal de la historia, de GABRIEL MORA RESTREPO, hace un balance -por fuera del discurso “políticamente correcto” que ha imperado después de 1991- de los veinte años de la Constitución colombiana de 1991, de la mano de algunas de las más controvertidas decisiones de la Corte Constitucional, haciendo notar que, aunque la labor de ese tribunal ha tenido algunos (muchos) aciertos, también algunas de sus decisiones, aunque son pocas, cualitativamente han significado un retroceso en el ideal de la protección de centralizar la persona humana y su dignidad. Así, bajo un falso ideal de libertad, aunado a la politización del juez constitucional, se han desmontado principios tan caros al mismo constitucionalismo como el bien común, el derecho a la vida y la familia.

En esa misma línea, el profesor JOSÉ B. RODRÍGUEZ ITURBE, en su escrito titulado Los derechos humanos. ¿Entre deseos particulares y bienes fundamentales?, expone con claridad, desde la filosofía y desde la historia del pensamiento político, cuáles son los principales peligros que tiene el neoconstitucionalismo, entre los cuales vale la pena resaltar, entre otros, la ideologización del juez constitucional, la amenaza del mandarinismo jurídico de las élites judiciales y el fundamentalismo enquistado en los pluralismos y secularismos contemporáneos. Estos factores, a su turno, han diluido y negado verdaderos derechos fundamentales, mientras que se han catalogado como tales otros supuestos “derechos” que en realidad no lo son. Para hacer frente a esta realidad, Rodríguez Iturbe propone una sociedad vigilante que deje atrás el individualismo exacerbado que caracteriza nuestros días y que se preocupe por los asuntos públicos. Esa pasividad ante el mandarinismo judicial antidemocrático es una suerte de autorización a este despotismo blando.

El siguiente es el escrito de investigación del profesor brasileño LUIS FERNANDO BARZOTTO, denominado Positivismo, neoconstitucionalismo y activismo judicial, en el que, a partir de una aproximación conceptual (no referida a experiencias históricas concretas, sino lógicas), concluye que tanto el positivismo como el neoconstitucionalismo propician el activismo judicial que, en última instancia, implica el desapego del juez por el derecho y, en ese sentido, supone que la decisión judicial es un mero acto de fuerza o poder. En primera medida, de la mano de HANS KELSEN explora los fundamentos antropológicos del positivismo jurídico y señala cómo los presupuestos de esta escuela son incapaces de limitar al juez, con lo cual existirían decisiones judiciales contrarias al derecho, pero válidas. En segundo lugar, junto a RONALD DWORKIN, constata que el neoconstitucionalismo, que presume haber superado al positivismo al establecer relaciones necesarias entre el derecho y la moral, termina con unos resultados semejantes a éste. En efecto, lejos de fijar conexiones entre derecho y moral, el neoconstitucionalismo los identifica; la Constitución, como conjunto de principios, es ella misma una norma ética, por el solo hecho de ser Constitución. La evidente circularidad se produce por la aproximación posmetafísica del neoconstitucionalismo, que desdeña cualquier recurso a la naturaleza del hombre como fundamento ético del derecho. De este modo, el neoconstitucionalismo afirma dejar atrás el positivismo y su relativismo valorativo, cuando lo cierto es que termina siendo un “positivismo moral” que da rienda suelta al activismo judicial.

Estas reflexiones sobre el Poder Judicial de nuestros días son retomadas por parte del profesor español MIGUEL AYUSO, quien en su escrito titulado Las aportas presentes del derecho constitucional advierte cómo, desde el nacimiento del constitucionalismo como ideología, existen incontables problemas que han llevado a una suerte de espejismos tales como su pretensión de controlar el poder o el principio de la separación de los poderes, que son reemplazados, por ejemplo, por órganos en apariencia jurídicos pero verdaderamente políticos, como los tribunales constitucionales.

El segundo grupo de escritos realiza un estudio crítico sobre las relaciones entre la religión y la política en los Estados constitucionales. Así, para AYUSO, en su artículo titulado Del laicismo a la laicidad. Unas reflexiones (no exclusivamente) españolas, expone que el laicismo (como ideología) y la laicidad (como fenómeno derivado) no son excluyentes, como parece pensar cierto sector de la doctrina. En efecto, el laicismo y la laicidad suponen la sumisión total de la Iglesia a las políticas del Estado, en la medida en que la obligan a renunciar a su misión de afirmar que existe una ley natural a la cual los poderes públicos deben allanarse. Por lo tanto, luego de un análisis histórico afirma que, ante esa falta de oposición entre laicismo y laicidad, debe proclamarse que el Estado no debe aceptar ni lo uno ni lo otro. Por su parte, el profesor argentino ALFONSO SANTIAGO (H.), en Las relaciones entre religión y política en la sociedad postsecular del siglo XXI, sostiene que, a diferencia de lo que imaginaron algunos filósofos modernos, el hecho religioso no ha desaparecido, sino que, por el contrario, en nuestros días se ha revitalizado. Ese renacer merece ser estudiado en el contexto actual a comienzos del siglo XXI, marcado por doctrinas tales como el relativismo ético o la posmodernidad filosófica, por un lado, y -por el otro- por el desarrollo del Concilio Vaticano II en medio del secularismo, la globalización, el nacionalismo, los derechos humanos y el pluralismo, entre otros. Para lograr lo anterior, SANTIAGO (H.) propone una laicidad positiva que se contrapone a los dos extremos del espectro, representados por un laicismo extremo y por el fundamentalismo islámico.

Posteriormente, el catedrático peruano CARLOS HAKANSSON NIETO describe en su artículo los principales aportes del constitucionalismo a la idea de la Constitución actual, como dispositivo de defensa de los derechos de las personas. Para lograrlo, recurre de manera muy interesante a diversas comparaciones con textos de la literatura universal, pero también a manifestaciones de la cultura popular como los cómics o las películas. Este recurso tiene una justificación que puede calificarse como verdaderamente democrática: el constitucionalismo de la segunda posguerra tiene unos elementos característicos que en ocasiones son explicados de una manera en extremo cientificista, cuando lo cierto es que la Constitución debe estar al alcance de todos los ciudadanos y, en consecuencia, debería ser comprendida por todas las personas sin ningún distingo de edad o condiciones sociales, culturales o económicas.

Por último, el libro cierra con dos escritos producto de investigaciones en el marco de la Maestría en Derecho Constitucional de la Universidad de La Sabana. Se trata, en primer lugar, del artículo de autoría del profesor JOSÉ JULIÁN SUÁREZ RODRÍGUEZ, en el que explora las luces y sombras de la teoría de los principios, que es un eje fundamental en la comprensión del Estado constitucional. El artículo, en efecto, realiza una descripción sobre los importantes cambios que suponen la definición del Estado colombiano como un Estado social de derecho y de las herramientas jurídico-normativas de las que ha hecho uso la Corte Constitucional colombiana en la realización concreta de esta transformación: los principios y los valores constitucionales. Esta transformación del derecho constitucional colombiano tiene como principal característica la rematerialización del ordenamiento jurídico. Sin embargo advierte, sin ánimo de volver a los moldes del “viejo derecho”, que dicha transformación tiene sus riesgos; sin una fundamentación fuerte -objetiva, más que intersubjetiva- de los principios y de los valores constitucionales, ellos corren el riesgo de ser manipulados por los operadores jurídicos de turno y de ser utilizados para llevar adelante programas políticos de facción, escudados en (aparentemente) escépticas metodologías de ponderación y argumentación de principios. La pregunta que habría que resolver, según el profesor SUÁREZ RODRÍGUEZ, es por qué el principio-valor tiene valor, a qué realidad designa y por qué esa realidad es valiosa.

Asimismo, VICENTE F. BENÍTEZ ROJAS explora un problema de amplias implicaciones en el constitucionalismo colombiano pero que no ha merecido una reflexión desde la filosofía política: el control judicial de constitucionalidad sobre reformas constitucionales por límites implícitos al poder de reforma. El punto de referencia del análisis parte de considerar que esta forma de control de constitucionalidad supone un problema jurídico fundamental y es que la premisa mayor con la cual se efectúa el análisis de constitucionalidad de la reforma (los límites implícitos) es creada por el juez, quien se autohabilita sin ningún parámetro objetivo o externo. Esa situación desencadena una dificultad más grave aún y es que la actuación de la Corte es antidemocrática, al crear parámetros supraconstitucionales sin intervención popular. Para resolver los dos reparos plantea (recurriendo al derecho comparado) fórmulas para conciliar los diversos conceptos de democracia que subyacen en las discusiones de quienes defienden la actuación de la Corte Constitucional, así como de aquellos que ven con serias objeciones su tesis de un control judicial material a las enmiendas de la Constitución.

Campus Universitario del Puente del Común, octubre de 2012.

GABRIEL MORA RESTREPO

VICENTE F. BENÍTEZ ROJAS

CAPÍTULO PRIMERO

LA CORTE CONSTITUCIONAL

ANTE EL TRIBUNAL DE LA HISTORIA

por GABRIEL MORA RESTREPO

§ 1. INTRODUCCIÓN. - Como todos sabemos, la Constitución colombiana de 1991 se inserta -al igual que buena parte de las constituciones latinoamericanas y europeas- en una corriente que busca hacer tanto de la defensa de los derechos fundamentales y la dignidad humana, como de la promoción de la democracia, la inclusión social y la participación y el control político, sus pilares fundamentales.

En cierto modo, este trabajo pretende generar reflexión; mirar un poco, a la luz de problemas puntuales y también de algunos tópicos generales, qué balance puede hacerse sobre la Constitución y sobre el derecho constitucional contemporáneo y, sobre todo, cuáles son sus perspectivas, sus tareas pendientes, los males que le aquejan, o las vías de consolidación de sus mejores logros.

§ 2. EL NÚCLEO PURO Y DURO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1991”. -Quisiera apuntalar algunas ideas y lo hago tomando como punto de partida una breve consigna del presidente santos, pronunciada en alguno de los congresos universitarios celebrados en Colombia en 2011. Decía el presidente que, en estos veinte años de vigencia, “el núcleo puro y duro de la Carta del 91 no se había tocado”{1}.

Aunque Santos no fue explícito a la hora de demostrar su afirmación, parecía referirse al espíritu que inspiró la nueva Constitución en aquel marco de corrupción y violencia generalizada que sufría Colombia. Me llamó mucho la atención, sin embargo, lo que manifestó enseguida: que “no faltan quienes añoren con nostalgia, congresos de bolsillo, jueces sumisos, y ejecutivos omnipotentes”. Esto -desde luego cierto- puede, sin embargo, tener matices. Porque una mirada académica y, por lo tanto, subrayo, ajena a lo políticamente correcto, no puede dejar de añorar, a pesar de esos veinte años transcurridos, una efectiva realización de los principios centrales que inspiró la Carta de 1991: un mayor fortalecimiento de la democracia con partidos políticos serios y aglutinantes, que todavía no llegan. Un Congreso sin componendas y más efectivo a la hora de legislar con altura, sin sumisiones de ningún tipo y respetuoso de los intereses nacionales. Un Ejecutivo moralmente fuerte, que no ceda ante la corrupción o ante ciertas presiones pasajeras. Y, sobre todo -¡ah, bastante que lo añoramos!-, un ejercicio de la función judicial, particularmente en sus más altas esferas, ajeno a la politización del derecho: jueces íntegros que restauren la dignidad de un oficio convertido ahora en un claro juego de intereses personalistas, revanchistas y, sobre todo, con fallos cargados de ideologías que se arropan mediante motivaciones de toda índole, pretendidamente jurídicos y aparentemente tomados, al margen del caso de que se trate, en “estricto apego al derecho vigente colombiano”. Sobresale en este mar de dudas, lo que no puede menos que causar perplejidad, la reciente aparición pública de las “Actas” de la jornada en la que se eligió a la señora fiscal general de la Nación. Allí se lee, en algún aparte, cómo un alto juez de la Corte Suprema, el magistrado Arrubla, votó afirmativamente la propuesta de elección a pesar de las reservas que tenía para interpretar el reglamento como lo hicieron sus compañeros en Sala Plena. Y eran “reservas” de alto contenido. “Eso sí -remata el magistrado-, lo hago por esta sola vez y para que salgan estas votaciones. Si no salen, tampoco vuelvo, ni quedo obligado a seguir interpretando de esta manera”{2}.

¿Qué importancia tiene para el derecho una manifestación como ésta? Creo que mucha. Nos da a entender que la interpretación jurídica de un reglamento posee un cauce que se determina al ritmo de presiones, o afanes, o que no tiene un entorno propio, o que su entorno encuentra excepciones a pesar de los remordimientos o escrúpulos que generen.

Pero no nos vayamos tan lejos. Permítanme hacer un excursus por la materia constitucional, por los jueces constitucionales, que es lo que nos ocupa durante estos días de congreso. Y aquí el escenario no puede ser más agridulce. Si bien es cierto, y es justo reconocerlo así, que la Constitución se ha visto fortalecida en muchas áreas, gracias al ingente empeño de un grupo de jueces constitucionales por hacer de ella un lugar de reflexión diario y de defensa ante muchas afrentas que a los colombianos nos aquejan, también es cierto que han pasado veinte años de modificaciones a la propia sustancia de la Carta, por parte de los mismos jueces constitucionales, en temas esenciales como la vida, la familia, la libertad de conciencia, las fuentes del derecho, la responsabilidad penal de los congresistas, las funciones y el alcance del poder constituyente, entre otros, sin contar con el juego de idas y venidas respecto de la obligatoriedad del precedente o la constitucionalidad o no de los tratados internacionales celebrados con anterioridad a 1991, así como el inmenso despliegue de una mentalidad tan marcadamente individualista, libertina y permisiva que, al cabo de los años, empieza ya a mostrar sus nefastos resultados. La sentencia que despenalizó el consumo de sustancias alucinógenas es un ejemplo contundente{3}. Según cifras presentadas por la Dirección Nacional de Estupefacientes, en estudios llevados a cabo en 2008, se advierte un alarmante aumento en el consumo de drogas entre los colombianos, hecho que parece constante desde el estudio nacional de 1996, con el agravante de mostrarse allí que cada día son más los menores de edad que se inician en esa desafortunada “forma de vida”{4}.

No es necesariamente concluyente la relación causa-efecto entre la sentencia C-221 y el aumento de la drogadicción, pero sí es manifiestamente cierto que ese fallo sentó un mensaje claro, que ha hecho posterior carrera en múltiples decisiones de la Corte Constitucional, el mensaje -como lo afirma el salvamento de voto de dicha sentencia- de un falso ideal de libertad cuyo contenido lleva consigo la facultad individual de destruirnos{5}: “si yo soy dueño de mi vida, a fortiori soy libre de cuidar o no de mi salud, cuyo deterioro lleva a la muerte que, lícitamente, yo puedo infligirme”{6}.

§ 3. “YO DOY LAS ÓRDENES”. LA INGENIERÍA SOCIAL DE LA CORTE CONSTITUCIONAL DE COLOMBIA. - Más recientemente encontramos los temas de matrimonio y familia. Sobre esto me detendré. Veamos.

En la sentencia C-577 de 2011 la Corte Constitucional sostuvo que debe dejar atrás su interpretación, tradicional y sustentada en múltiples fallos, del art. 42 de la Carta, que afirma que la familia “se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”. Esta sentencia definió la demanda por inconstitucionalidad en contra de varias expresiones legales, incluidas en el Código Civil y algunas leyes, relativas a “hombre y mujer” como criterios de determinación del matrimonio y la conformación de una familia en Colombia. El fallo manifiesta que dichas expresiones se ajustan a la Constitución, pero advirtió seguidamente que lo que confiere identidad a la familia no es exclusivamente el vínculo jurídico entre heterosexuales, sino además la presencia en las uniones homosexuales estables de los elementos que configuran dicha identidad de familia. Más aún, la sentencia ordena que “si el 20 de junio de 2013 el Congreso de la República no ha expedido la legislación correspondiente, las parejas del mismo sexo podrán acudir ante notario o juez competente a formalizar y solemnizar su vínculo contractual”{7}.

Basta una mirada a lo anterior para que surjan, necesariamente, algunos interrogantes. ¿De dónde extrae la Corte esa interpretación? Y más importante, quizá, ¿por qué la Corte legisla y modifica el núcleo duro y puro de una de las instituciones centrales y legendarias de Colombia, recogida en la Constitución? ¿Es ella un verdadero poder constituyente, como sostienen algunos prestigiosos juristas? Porque el art. 42 expresa una definición de matrimonio sobre la base de una institución legendaria (la familia), que se constituye solamente, exclusivamente, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla (voluntad responsable de un hombre y una mujer, que es presupuesto, salvo que la Corte vaya a transitar ahora por la novedosa interpretación de que, como no se dice nada acá, se ha dado una evolución de la familia, pensada, incluso, por el propio constituyente de 1991). Nada más, pero tampoco nada menos, dice la citada norma del estatuto superior. Nada más, pero tampoco nada menos, redactó al respecto el constituyente.

Los diversos intentos de justificación de esa nueva lectura que hace la Corte sobre la “nueva familia” son bien conocidos: igualdad, sociedad plural, opciones legítimas, libre desarrollo de la personalidad, el derecho comparado y, por supuesto, la siempre presente idea de una “constitución viviente”:

“La interpretación evolutiva no se produce, entonces, de manera súbita e inconsulta, sino como el resultado de un proceso que progresivamente ha conducido a ajustar el sentido de las cláusulas constitucionales a las exigencias de la realidad o a las inevitables variaciones, proceso que ya había sido objeto de consideración en la Corte y cuya ocurrencia está prevista en la jurisprudencia constitucional al explicar el concepto de constitución viviente”.

Recientemente, algún notable jurista colombiano manifestaba la sagaz y plausible tesis de que en Colombia se ha abierto paso, a instancia de la actual Corte Constitucional, a un nuevo fundamento de los derechos fundamentales: el deseo{8}. El deseo, en este caso, de dos hombres o dos mujeres de conformar una familia. El deseo que, por qué no, mañana podría ser de tres, de cinco, o incluso más, o de parientes cercanos entre sí. ¿Redactará la Corte Constitucional algún párrafo, en la sentencia C-577, para dejar abierta estas posibilidades? No sorprende. Textualmente, lo deja enteramente abierto:

“[R]esta apuntar que en el anterior análisis no se tuvo en cuenta el carácter monogámico de la familia que aparece como nota esencial de la única que se consideraba constitucionalmente protegida y se omitió el examen debido a que la unión de dos personas homosexuales no cuestiona este aspecto que, por lo demás, corresponde desarrollar al legislador en razón del carácter institucional de la familia y habida cuenta de que las concepciones mayoritariamente compartidas no son favorables a la poligamia o a la poliandria que, sin embargo, podrían tener justificación en contextos culturales distintos del mayoritario y protegidos por el pluralismo y la diversidad étnica y cultural de la Nación. De todas maneras, para finalizar, conviene apuntar que las precedentes conclusiones encuentran respaldo en amplia jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, conforme pone de manifiesto la doctrina, ‘ha utilizado un criterio material y no formal de familia’ que extiende los cometidos protectores ‘a cualquier relación en la que, de hecho, se generen lazos de mutua dependencia equivalentes a los familiares’, para definir como tal ‘la que existe entre los padres y los hijos menores, sea cual sea la relación jurídica entre los padres, e incluso para ampliar el concepto de vida familiar a otras relaciones cercanas, por ejemplo entre hermanos, abuelos y nietos e incluso tío y sobrino' o, en definitiva, a ‘cualquier convivencia en la que se creen vínculos afectivos y materiales de dependencia mutua sea cual sea su grado de formalización o incluso el sexo de sus componentes', convivencia que puede ser considerada ‘vida familiar' protegida por el Convenio por alejada que resulte de los parámetros de la familia tradicional basada en el matrimonio’” (consid. 4.4.3.2).

Contando con estos “avances” jurisprudenciales, todo parece constitucionalmente posible, porque no existen criterios de realidad que soporten las instituciones humanas, más allá de los deseos “gaseosos” y minoritarios que puedan surgir paulatinamente en el seno de las sociedades contemporáneas. De parte de jueces constitucionales como los actuales, cualquier cosa puede ser posible. Porque las realidades que tenemos -sean ellas normativas, naturales, históricas, científicas o culturales-simplemente “no son” en cuanto tales, sino que ahora pueden ser deconstruidas y construidas de nuevo por el querer de grupos e intereses de cualquier tipo. El deseo que marca las tendencias jurídicas del momento -de cualquier momento, no interesa- al amparo de “la diversidad” y “el pluralismo” y al compás del atemorizante discurso de la discriminación, no pocas veces sustentado con dosis de violencia y enfrentamiento, incluso contra la ciencia{9}. Que cuenta con el eco de las élites actuales, que se imponen con la fuerza de la militancia, aunque no cuenten con la naturaleza de su lado. Que presentan estudios sesgados y seleccionados de sus intereses, pero omiten otros, aquellos que no les convienen{10}. El deseo, que no puede soportar una mínima exégesis constitucional; y el deseo, también, que podrá sobreponerse a todo estudio científico, a toda conveniencia humana, a la tradición e historia (tachada siempre, en tono estratégico y dogmático, como “carente de sentido”, “pre-moderna” y “oscura”), al ánimo y voluntad del legislador y del constituyente, a la cultura colombiana, a millones de padres de familia que ven con asombro, e incredulidad, y también miedo, el rumbo que ha tomado el denominado “nuevo” derecho constitucional en Colombia.

Cuando el fundamento de los derechos humanos se transforma en el mero ejercicio de un deseo compartido, su propia juridicidad pierde todo el sentido que, se supone, posee con anterioridad al Estado y da su razón de ser al propio estatuto jurídico iusfundamental. Que ahora la familia pueda ser casi cualquier cosa tiene efectos enormes para la vida social, particularmente en relación con el tema de fondo que allí subyace, y que también hace parte de la agenda de esta Corte, como es el de la adopción y crianza de menores. Sobre el punto resulta pertinente hacer estos interrogantes, con la convicción que la decisión ya está tomada: ¿habrá estudiado la Corte, así sea someramente, algún documento científico que le lleve a establecer los efectos ciertos o eventuales que podría acarrear la adopción de niños por parte de personas del mismo sexo? La Universidad Austral de la Argentina publicó, hace algún tiempo, un estudio exhaustivo a este respecto, en el que participaron distintas disciplinas y en donde se concluye, a la luz de treinta y cinco razones puntuales, explícitas, de diversa índole, lo inconveniente de una medida como ésta{11}. Pero también valdría la pena aventurar si la Corte Constitucional ha abordado, alguna vez, los resultados de las investigaciones del holandés GERARD VAN DEN AARDWEG, una de las más notorias autoridades en este tema{12}. O las investigaciones conducidas por psiquiatras legendarios de la talla de CHARLES SOCARIDES o IRVING BIEBER{13}. ¿Conoce esta Corte la historia sociopolítica y el eje del accionar activista, como la llama BIEBER -quien fuera testigo directo-, sobre la forma como se excluyó al homosexualismo del Diagnostic and statistical manual of mental disorders?{14}. ¿Ha confrontado testimonios de hijos, que los hay, sobre los efectos de haber vivido y haberse criado en medio de “padres” homosexuales?{15}. ¿Ha leído, acaso, las investigaciones de DEAN BYRD sobre parejas homosexuales y su función de padres?{16}. Acá no hay razones meramente morales, o religiosas, como suele creer y contestar, siempre evasivamente, este juez de turno. Acá hay razones científicas que comienzan a adquirir peso.

El informe de la Universidad Austral antes citado señala, frente al tema de la adopción, cosas como éstas.

“[Se] ha demostrado en multitud de estudios e investigaciones, que abarcan centenares de casos, (que) dar en adopción un menor desamparado a una pareja del mismo sexo los expone a riesgos graves, con índices de incidencia sensiblemente mayores, que llegan hasta cincuenta veces más al de otros niños (así, síntomas de trastorno de identidad sexual, rechazo de la pareja del padre o madre, fracaso escolar, baja autoestima, abusos sexuales en el ámbito doméstico, etcétera). Por ejemplo, de los varones y mujeres criados por parejas de homosexuales que estudiaron Rafkin y Saffron, más del 90% mencionó que tiene uno o más problemas serios, y el 90% los atribuyó directamente al hecho de la homosexualidad de sus padres o de la pareja que los crió. Estas conclusiones están apoyadas por López Ibor, presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría, el American College of Pediatricians y la Asociación Española de Pediatría”{17}.

¿Puede la Corte Constitucional aportar pruebas de su nueva concepción de la familia, o crianza de hijos, sobre bases científicas sólidas, depuradas, contrastadas, refutadas, saturadas y pertinentes, como lo exigen los cánones de la argumentación jurídica?{18}. ¿O lo hará sobre la base de estudios parcializados, fraccionados, a los que suele acompañar con clichés retóricos y de alto impacto emotivo, de esos que suelen estar en las principales páginas de los diarios?{19}.

Una sentencia que redefine la familia no puede estar sustentada en un juicio de razonabilidad que se va armando al compás de las nociones que va creando el juez de turno, de las supuestas y claramente inexistentes discriminaciones que operan como escudo de lástima y de reivindicación de un derecho que no está en la Constitución o la ley, ni en la historia constitucional, ni en la democracia, ni en la voluntad del pueblo colombiano, ni en la naturaleza, ni en el derecho comparado, ni en los tratados internacionales de derechos humanos. El informe de la Universidad Austral, por cierto, es también contundente a este respecto.

“[A]l igual que los tratados internacionales, el Tribunal Constitucional alemán en 2009, la Corte Constitucional italiana en abril de 2010, los tribunales de familia ingleses y la Corte Europea de Derechos Humanos en decisiones desde hace treinta años a su sentencia unánime de siete votos del 24 de junio de 2010, han resuelto a) que no existe un derecho humano al casamiento entre personas del mismo sexo; b) que el derecho al matrimonio es de un varón en relación con una mujer, y de una mujer, para con un varón, y c) que las naciones no pueden ser forzadas en sentido contrario. En el mismo sentido, 30 [hoy 32] de los 50 estados de Estados Unidos cuentan con reformas constitucionales surgidas de plebiscitos que expresamente prohíben el matrimonio entre personas del mismo sexo y la Ley Federal de Defensa del Matrimonio se aprobó por abrumadora mayoría en ambas cámaras”{20}.

Un juez de turno, que va armando premisas y comparaciones sobre bases no sustentadas científicamente, ni probadas ni comprobadas por los cauces legítimos de la democracia, es un juez que va, paulatinamente, erosionando su propia legitimidad. No extraña la aparición, un poco tímida hace unos años, pero ahora constante y variada, de tantas voces que apuntan a la necesidad de ponerle freno a la Corte Constitucional como consecuencia de sus abusos directos, de su arrogante manera de ejercer la judicatura, de los sofismas interpretativos, del juego con las palabras que todo lo alcanza, y del ropaje, tan pobre, pero ciertamente autoritario, con el que encubre sus decisiones en temas tan trascendentales como éste.

Quienes se oponen al denominado “matrimonio homosexual” tienen, por el contrario, un arsenal gigante de razones de peso para hacerlo. No lo hacen sobre la base de una supuesta discriminación. La discriminación no es la razón jurídica central de este debate, simplemente porque ella no se da bajo ningún aspecto real o jurídico. No todo trato desigual implica de suyo discriminación. Esto lo sabe cualquier estudiante promedio de primer semestre de carrera. Un trato desigual, dado sobre bases científicas, racionales y razonables, y sobre la base de condiciones naturales y reales tan claras, está plenamente justificado. Para expresarlo de otra forma, el derecho opera reconociendo a todos los derechos fundamentales, y luego realiza legítimamente distinciones, en las personas, en las cosas y en las instituciones: “propietario e inquilino, acreedor y deudor, capital e intereses, club deportivo y sociedad comercial... La regulación del matrimonio, limitándolo a la unión entre varón y mujer, no es discriminatoria” ni viola el derecho a la igualdad. Se conculcaría esa igualdad -y esto sí que lo hace la Corte Constitucional- si se da tratamiento igual a lo distinto, sin distinguir lo que es netamente diferente. Si el “matrimonio y las uniones homosexuales son realidades muy diferentes, como lo son, reclaman por tanto un tratamiento jurídico distinto”{21}.

Este punto hay que recalcarlo hasta la saciedad, porque este juez constitucional de turno suele ser manifiestamente evasivo ante razones sustentadas con gran peso. Me apoyo nuevamente en el Informe de la Universidad Austral.

“¿Podría quejarse de discriminación el varón a quien el derecho le impide casarse con la mujer a la que quiere, sólo por el hecho de que es su hermana? ¿O la mujer a la que el derecho no deja casarse con el hombre que ama, porque él ya está casado, o porque tiene 13 años? Por otro lado, los homosexuales no están discriminados: al igual que todos, pueden casarse con personas de sexo opuesto, con los mismos derechos y obligaciones. Y ninguno, tampoco los heterosexuales, pueden casarse con alguien del mismo sexo. Alegar discriminación porque no se permite casarse con alguien del mismo sexo es como si un polígamo sostuviera que no se le reconoce el derecho a casarse porque no le dejan casarse con varias mujeres, o un hijo con su padre”{22}.

No cabe la discriminación sobre las bases de los estudios científicos contemporáneos, ni cuando se afirma la institucionalidad de la familia sobre la base de la realidad humana. La realidad, sí, que soporta la especificación de la familia. Pero, además, quienes se oponen (o nos oponemos) a este artificio creado por el juez de turno lo hacemos también desde la legitimadora distancia de la democracia y el debate público, que la Corte no está dispuesta ni quiere encarar. Ni la Corte, ni muchos comilitantes de sus posiciones, como es el caso de tantos periodistas que han tomado como propia una bandera que crea fisuras sociales cada vez más claras. Unos y otros ensañados frente a quienes, por tradición, ciencia, convicción, creencia o lo que fuera, piensan de manera distinta. Frente a quienes discrepan de sus posiciones, por más razonables y científicas que sean o pretendan ser, inmediatamente tachadas con la amenazante arma de la denuncia por discriminación. Quienes pensamos y sustentamos de manera distinta la vida, la familia, el derecho y la realidad, nos vemos ahora discriminados -mejor aún-, silenciados por estos nuevos artífices de la moral. Ya no cabemos en este Estado social de derecho, pretendidamente pluralista y tolerante. Y, sin embargo, nuestros reclamos son precisamente para que la sociedad, sin miedos ni amenazas, afronte el debate público con altura. Que los procedimientos democráticos no sean eludidos ni suplantados por las amenazas de estos nuevos poderosos.

El periodista y abogado ENRIQUE SAAVEDRA VALDIRI sostiene lo siguiente.

“No hace falta cambiar el modelo de familia ni el de sociedad para que puedan vivir los indígenas, los hipertensos, los boys scouts, ni tampoco los homosexuales en el Estado social y democrático de derecho. No existe un mundo a la medida de cada cual, pero sí una sociedad pluralista en Colombia que respeta la diversidad y la celebra. una Constitución y unas instituciones democráticas que permite vivir en comunidad a pesar de las diferencias. No hace falta eludir los procedimientos democráticos para reformar instituciones milenarias por la simple satisfacción publicitaria de una minoría que finge ser la demócrata. Eso es abusar de la democracia”{23}.

Es al Congreso, como constituyente derivado y, en última instancia, al pueblo colombiano, a quienes les compete tamaño cambio. A un Congreso que delibere con la libertad constitucional de la que goza, y no sujeto a las órdenes de una Corte de turno ideológica, amenazante, condicionante. El propio SAAVEDRA VALDIRI, haciendo eco de tantas “voces silenciosas” que hoy claman en Colombia por una reforma urgente a los poderes del juez constitucional de turno, no escatima en afirmar, enfáticamente, que con esta sentencia se ha violado la Constitución y se ha irrespetado al pueblo colombiano.

“Se trata de una sentencia manifiestamente violatoria del principio de la separación de poderes y de libertad de configuración legal del Congreso, además de una violación flagrante al Estado de derecho... La Corte Constitucional, órgano judicial, viola la Constitución cuando se entromete en la competencia legislativa del Congreso de la República, al tiempo que irrespeta al pueblo colombiano que lo ha elegido para que sea el único que reforme la Constitución y legisle en representación suya. Lo democrático y lo constitucional es que los nueve magistrados fallen exclusivamente en derecho y se declaren impedidos cuando se les dificulte hacerlo. Lo democrático es que la ONG Colombia Diversa deje de refugiarse en el falso discurso de la discriminación y la exclusión, y exprese sus verdaderos intereses políticos. Que radique ante el Congreso de la República el proyecto de acto legislativo para darle vida a la familia gay, y de una vez también a la adopción conjunta por parejas homosexuales. Que los primeros dejen de socavar la dignidad de la justicia con fallos politizados; y que los segundos presenten sus iniciativas con seriedad, sin buscar mayorías a punta de lástima y dejando de lado el sofisma de los derechos humanos”.

El estudio científico de la Universidad Austral concluye con una observación que refuerza, ciertamente, la tesis sagaz y plausible de aquel notable jurista colombiano, al que me refería antes.

“La tutela del interés superior lleva a no realizar experiencias de ingeniería social con los menores huérfanos y abandonados, que son la parte más débil de la población, para satisfacer pretensiones subjetivas de los adoptantes. El deseo, por el hecho de ser un deseo, no se convierte en un derecho... El derecho no está para proteger deseos, ni afectos, sino para garantizar instituciones: no son de interés público la amistad y otros afectos de los ciudadanos. El matrimonio, en tanto institución civil, no legaliza el afecto de los contrayentes, sino su unión sexuada: la entrega y recepción de varón y mujer en su masculinidad y femineidad, capaz de engendrar una nueva vida”{24}.

§ 4. CONSTITUCIÓN Y CORTE CONSTITUCIONAL: UNA MISMA COSA. - ¿No se ha cambiado un punto central, duro y puro, de la Constitución de 1991, con la sentencia C-577 de 2011 proferida por la Corte Constitucional? La cuestión, sin embargo, dista mucho de ser resuelta con la alusión a soportes argumentativos como los encontrados anteriormente. El foco de la discusión se ha desplazado hacia los alcances que posee un tribunal constitucional para tomar decisiones como la contenida en la sentencia sobre la “nueva familia gay”. El procurador general de la Nación sostenía, en alguna parte, que en Colombia se ha presentado, de manera gradual pero sostenida, una verdadera transformación de todo el sistema de fuentes del derecho, como consecuencia de una autoatribución de funciones que ha realizado la Corte Constitucional, generando un verdadero giro copernicano, radical, mediante el cual no solamente ella dice qué es derecho y qué no es, sino que además prohíbe que entre sus decisiones y la Constitución misma, interpretada, desde luego, por ella, se interponga siquiera una hoja de papel. En sus propios términos, el procurador sostiene que “entre la Constitución y la Corte Constitucional no hay ya nada que sirva de intermediario porque una, la Constitución, y otra, la Corte, son ahora la misma realidad”{25}.

A esta misma conclusión ha arribado el profesor Javier Tamayo Jaramillo, quien, usando una afortunada descripción, originaria de Smend, sostiene que la Corte ha terminado convirtiéndose, mediante sus sentencias y el juego valorativo del que se sirve, en un verdadero poder constituyente permanente y continuo, que no sólo interpreta la Constitución, sino que la hace, la “re-hace”, la amplía, la acorta, la inventa, la acaba, la renace, la cambia, la vuelve hacer, y así sucesivamente. En una muy bien lograda obra, Tamayo Jaramillo plantea que, “en su lucha por el poder, lo que le interesa es imponer su ideología de izquierda o de derecha, mediante decisiones judiciales basadas no en el derecho normativo creado por el constituyente primario o por el parlamento, sino en su capacidad de decisión sin control, maquillada con los valores máximos de la Constitución”{26}.

He sostenido esto mismo en mi investigación doctoral, vertida luego en Justicia constitucional y arbitrariedad de los jueces. He insistido allí en que esta forma de ver el derecho cuenta con un doble discurso, que es indispensable tomar en consideración si queremos conocer por qué hay una politización de la justicia y si, además, abrigamos la esperanza de un retorno a lo justo constitucional y al respeto irrestricto del derecho. Por un lado, un discurso académico que no tiene reparo alguno en afirmar que existe un “nuevo derecho”, en el que la interpretación constitucional es ahora una cuestión abierta y crudamente política, y que no debemos sorprendernos de que así sea. Que en las altas esferas del poder se libra una batalla por controlar las fuentes jurídicas en su totalidad. Que, en esa batalla, la Corte Constitucional ocupa el lugar privilegiado porque ella es la que guarda e interpreta la fuente suprema del derecho. Por otro lado, está el discurso de los jueces constitucionales, que muestran una faceta muy distinta de la anterior, porque ante cualquier crítica de inmediato salen al paso para decir que ellos siempre fallan en derecho, con apego a la Constitución, sometidos al derecho vigente, respetuosos de los tratados internacionales sobre derechos humanos, y que jamás se atreven a cruzar las fronteras de la separación de los poderes. Que son consistentes y respetuosos del precedente constitucional, al que le encuentran en ocasiones excepciones, extensiones, contracciones, pero siempre desde la cómoda cobertura intelectual de la defensa de la Constitución. En ese juego de decisiones “en derecho”, siempre tienen razones de supuesto “peso” para arribar a las decisiones a las que llegan; siempre hacen una “cuidadosa ponderación”, una pausada comparación de normas, un esfuerzo grande por hacer de la Constitución la mejor pieza de la historia humana.

Tristemente, como sostienen TAMAYO JARAMILLO y ORDÓÑEZ MALDONADO, son ya muchos los casos en los que resulta fácil demostrar que no hay allí más que simples juegos de palabras y que, en el fondo, no hay más que “ropajes de justificación” y “maquillajes”, con frases sugestivas y razones carentes de juridicidad. Afortunadamente, hay también una academia -un puñado de juristas y profesores de derecho- que no se contentan con las explicaciones de los defensores de ese “nuevo derecho”. Que saben que, en ese juego de intereses ideológicos, el perjudicado es el derecho mismo. Que la batalla se está librando a costa de los derechos humanos, ahora politizados y sometidos al vaivén de las mayorías episódicas de los tribunales constitucionales. Cuando el profesor Néstor Sagüés habla del juez “ingenioso” -que podría entenderse en el contexto de un cierto carácter tramposo de la interpretación constitucional-, está precisamente aludiendo a ese juego de intereses ideológicos en los que los jueces le hacen decir a las normas constitucionales lo que no poseen, o lo que quisieran ellos que esas normas poseyeran{27}.

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