NOVENTA Y SEIS HORAS
Título original: Noventa y seis horas
© Teresa Martí Gaudes
© 2015, Red ediciones S.L.
Diseño e ilustración de cubierta: Josep Aparicio
Editor: Henry Odell
e–mail: henry@pensodromo.com
ISBN rústica: 978-84-943404-1-3
ISBN ebook: 978-84-943404-2-0
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A Josep, Pau y Adrià,
mis queridos compañeros en esta aventura, la familia.
A Imma, que nunca perdió la esperanza.
Noventa y seis horas narra unos hechos que, a pesar de ser ficticios, nacieron a partir de la conversación que mantuve con Imma Barnó, una joven que esperaba la llegada de un trasplante que le permitiera seguir viviendo. Su recuerdo y el de su familia han permanecido en mi memoria durante todo este tiempo de la misma manera que lo han estado los miles de enfermos que esperan cada día recibir una llamada del hospital. A todos ellos, a las personas que de forma altruista donan los órganos de sus seres queridos y a los profesionales que día a día hacen posible que los trasplantes de órganos sean una realidad, les dedico esta novela a modo de reconocimiento.
Mi agradecimiento a las personas que han permanecido a mi lado desde que empecé este proyecto.
A Josep, mi marido, por su compañía y por la creación de la portada; a mi hijo Adrià por sus consejos y las tardes compartidas con el manuscrito en las manos; a Pau, mi otro hijo, por su ilusión y a mis hermanas y a mis padres por su apoyo incondicional y por leer los diferentes borradores hasta llegar al manuscrito definitivo.
También a mis amigos José Luis Terraza y Lola Fumanal con los que comparto tantas cosas además de la escritura, por sus inestimables sugerencias y aportaciones.
Y finalmente, mi agradecimiento a Marga Sanromà, Responsable de la Unidad de Donación y Coordinación de Intercambio de Órganos de la Organització Catalana de Trasplantaments (OCATT) por su orientación en el proceso de donación y trasplante de órganos después de leer el primer borrador.
El viaje no termina jamás. Solo los viajeros terminan. Y también ellos pueden subsistir en memoria, en recuerdo, en narración… El objetivo de un viaje es solo el inicio de otro viaje.
José Saramago
Viaje a Portugal
Alicia se removió en la butaca intentando encontrar una postura que le permitiera seguir durmiendo, pero no lo consiguió. Colocó la almohada de forma que la espuma amortiguara la presión del reposabrazos en la espalda, pero ni siquiera de esa manera pudo conciliar el sueño. Con el cuerpo entumecido y dolorido, decidió abandonar la idea inicial de descansar unos minutos más y se incorporó en el escaso espacio del que disponía entre la butaca, en la que había pasado la noche, y la cama donde tan solo hacía unas horas su hija había logrado quedarse dormida. Ver que Ester respiraba de forma regular y pausada, la tranquilizó.
—Buenos días —oyó susurrar a la madre de la joven que esos días compartía habitación con su hija.
—Buenos días, Gloria.
—¿Cómo está? —preguntó acercándose a la cama de Ester.
—Mejor, por fin se ha quedado dormida.
—Me alegro, así pasará mejor el día.
—Eso espero. ¡Vaya noche hemos pasado!, lo siento por vosotras.
—No te preocupes, al final pude dormirme y apenas os he oído. Y Laura, ya ves —señaló a su hija con la cabeza—; cuando se duerme, no hay quien la despierte.
—Me alegro. A ver si esta tarde podemos celebrar su cumpleaños.
Gloria asintió con la cabeza.
—Nunca hubiera pensado que celebraría los veinte años de mi hija en un hospital.
—Desde luego. Ester los cumple a finales del mes que viene y te aseguro que espero estar fuera.
—¡Ojalá!
Alicia notó que se le humedecían los ojos.
—Bueno —consiguió decir—, ¿te importa si voy un momento a la máquina a buscar un café?
—No, no; ve tranquila.
—¿Te traigo alguna cosa?
—No hace falta, gracias, cuando se despierte Laura bajaré a desayunar. Vete y no corras; si Ester se despierta, te llamo.
—Gracias.
Comprobando de nuevo que su hija dormía, Alicia cogió el bolso, salió de la habitación y recorrió el pasillo que conducía a la sala de espera. Caminó despacio, agradeciendo la tranquilidad y el silencio que todavía perduraba de la noche. En unas horas, médicos, enfermeras y auxiliares volverían a llenar de ruido no solo los pasillos, sino cada uno de los rincones de la planta. Cuando llegó a la máquina expendedora de bebidas calientes, Alicia sacó un pequeño monedero del bolso, buscó hasta reunir varias monedas y las introdujo en la ranura. Después de pensarlo unos segundos, eligió un café cortado con azúcar. Sin apartar la vista del vaso de plástico, observó cómo se llenaba primero de leche y después cómo esta se teñía de color marrón. Lo recogió y, notando que el olor del café la reconfortaba, se sentó cerca de la ventana. Mientras revolvía el azúcar con la cucharilla de plástico, contempló los edificios de la ciudad. A esa hora, la mayoría de las persianas estaban todavía bajadas. Entonces dejó que las lágrimas recorrieran sus mejillas.
Después de llenar el depósito de gasolina, Marcos entró en la tienda situada junto a la caja, cogió agua, dos cuentos y una bolsa de caramelos, y aguardó pacientemente a que la decena de personas que le precedían pagaran sus compras. «Solo me falta esto», pensó, pero respiró hondo e intentó que la situación no agravara el mal humor que le había acompañado durante toda la mañana. Ante la insistencia de Helena, su mujer, y la de sus hijas, había accedido a pasar el puente del 1 de mayo en la playa, pero él hubiera preferido quedarse en casa haciendo cualquier cosa que le impidiera pensar. Conducir durante más de cuatro horas y aguantar aglomeraciones en la carretera no le parecía la mejor solución para abstraerse de los problemas que arrastraba durante la semana. Un asunto del que, de momento, prefería no hablar con su mujer. Miró a través del cristal para comprobar que ella no se impacientaba y la vio conversando alegremente con las niñas. Ver a Helena tan radiante hizo que la primera sonrisa de la mañana se perfilara en sus labios. La miró de nuevo y le pareció que el azul turquesa de la camiseta le daba un brillo especial en la cara. Siempre había considerado que su esposa era una mujer atractiva, pero últimamente ni ella dedicaba mucho tiempo a cuidarse ni tampoco él la miraba con los mismos ojos que los primeros años de relación. Desde entonces, las cosas habían cambiado mucho. La volvió a mirar y un fuerte remordimiento le recorrió el cuerpo, ¡cuánto tiempo hacía que no miraba así a su mujer!
La voz de la cajera lo apartó de sus pensamientos:
—¿Señor?
—Disculpe. Esto, por favor —dijo colocando la compra sobre el mostrador—, y la gasolina del número cinco. Vaya, lo siento —se disculpó de nuevo sacando el móvil del bolsillo—. Un momento, mamá, enseguida estoy contigo —dijo aguantando el móvil entre la mejilla y el hombro para sacar la tarjeta de crédito de la cartera—. Me coges pagando en la gasolinera, espera un momento —añadió—. No, no, no te preocupes, enseguida acabo.
—Por favor —dijo la mujer girando el terminal del banco.
Marcos tecleó el número secreto, metió en una bolsa de plástico la compra y esperó a que la mujer le entregara el comprobante.
—Gracias.
—A usted, buen viaje —se despidió la mujer.
Haciéndole una señal a Helena para que moviera el coche del surtidor de gasolina, Marcos se dispuso a hablar con su madre intentando que ella no le notara la tensión en la voz.
—Hola, mamá, ¿qué tal?
—Muy bien. Y vosotros, ¿cómo va el viaje?
—Más lleno de lo que me esperaba. Parece ser que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para ir a la playa estos días. La salida de Barcelona está fatal.
—Sí, eso han dicho en la radio. ¿Y las niñas?
—Bien. Bueno, ya sabes, impacientes por llegar. Hemos parado a comprar un par de cosas a ver si se entretienen.
—¿A qué hora llegaréis?
—Supongo que por la tarde, tenemos previsto parar a comer antes de llegar a Tarragona.
—¿Me llamarás cuando lleguéis?
—Sí; cuando estemos en el hotel te llamo, pero no te preocupes si es tarde.
—Si no he vuelto, llámame al móvil, a lo mejor paso el día fuera.
—Vale, te busco en casa o en el móvil —dijo él con una sonrisa. Sabía que su madre iba a disfrutar esos días de un merecido descanso—. Mamá, te tengo que dejar, que tengo a Helena y las niñas esperando en el coche.
—Vale, vale, pero no te olvides de llamarme.
—Tranquila, te llamo en cuanto lleguemos.
—Un beso a Helena y a las niñas.
—Otro para ti, mamá, hasta luego.
—Hasta luego, Marcos.
Cuando Marcos se acercó al coche, Helena se sintió aliviada al comprobar que alguna cosa había cambiado en el rostro de su marido. «Menos mal», se dijo. Sabía que algún problema le rondaba por la cabeza porque se había levantado de mal humor y había conducido en silencio prácticamente todo el trayecto, pero no atinaba a adivinar qué era lo que le podía mantener tan malhumorado. Había intentado sonsacarle alguna información, pero él había contestado con evasivas a sus preguntas. Ahora, Helena no sabía ni cómo ni por qué, pero intuía que alguna cosa había cambiado.
Marcos subió al coche, entregó los cuentos a las niñas y el agua y los caramelos a Helena y de nuevo sonrió. Helena le acarició la mano mientras él ponía el coche en marcha. Las cosas empezaban a salir como ella había planeado cuando decidió que haría todo lo que estuviera en sus manos para salir con su familia el puente del 1 de mayo.
Cuando despertó, a Ester le extrañó no ver a su madre en la habitación.
—Buenos días —dijo mirando a Laura, que desayunaba en la otra cama.
—Buenos días, Ester.
—¿Qué tal, cómo te encuentras?
—Un poco mejor, gracias. ¿Sabes dónde está mi madre?
—Ha ido a la máquina a buscar un café; no creo que tarde en volver, hace ya un rato que ha salido, ¿verdad, mamá? —preguntó la joven mirando a su madre.
—Sí; hemos quedado en que la llamaba cuando te despertaras.
—No, no; déjala, Gloria, no hace falta, creo que podré yo sola.
Ester se sentó en la cama, pero enseguida agradeció que la mujer se acercara para ayudarle a colocarse las zapatillas.
—Gracias, a ver si puedo ir al baño.
—Venga, te acompaño —le ofreció, agarrando el carro del suero.
En ese momento Alicia entraba por la puerta.
—¡Buenos días, chicas! —exclamó intentando dar un tono alegre a su voz.
—Hola, mamá, ¿qué tal? Vaya nochecita os he dado, ¿eh?
—Bueno… hemos tenido otras peores, ¿verdad? —dijo mirando a Gloria.
—¡Y tanto!
Ambas mujeres sonrieron.
—Gracias, Gloria, ya la acompaño yo —dijo cogiendo a Ester por el brazo—, aprovecha si quieres para bajar a desayunar.
—Sí, mejor que vaya ahora, que más tarde igual pasa el médico. Laura, ¿te dejo un rato sola?
—Mmm… —afirmó la chica mientras miraba a su madre por encima de la taza.
—Venga, entonces bajo ahora. Cualquier cosa, me llamáis —añadió cogiendo el monedero y una revista.
—Hasta luego, mamá, vete tranquila —dijo Laura colocando la taza en la bandeja y arrastrando a un lado de la cama la mesa con el desayuno—. Si viene el médico, te aviso.
Sin dejar de sujetarla por el brazo, Alicia entró con Ester en el lavabo. La ayudó mientras se aseaba y la acompañó de nuevo a la cama. Entonces se dio cuenta de que su hija miraba con insistencia a la ventana.
—¿Qué pasa?
—¿Has visto cuántos coches?
Ambas se acercaron a la ventana.
La octava planta del hospital ofrecía una magnífica vista de la ronda de Dalt de Barcelona, una carretera por la que iba a circular una buena parte de los cuatrocientos cincuenta mil vehículos que estaba previsto que salieran ese fin de semana de la ciudad. Miles de personas dispuestas a pasar fuera el puente del 1 de mayo, un largo fin de semana de cuatro días que Ester y sus padres esperaban desde hacía meses.
—Muchos —dijo Alicia buscando con sus ojos la mirada de Ester, pero su hija continuaba con la vista depositada en aquella larguísima cola de vehículos.
—Por cierto —intentó distraerla Alicia—, ha llamado tu padre para decirme que por culpa de la caravana ha llegado tarde al restaurante. Estaba de mal humor, y no me extraña, ¡con el trabajo que tienen los sábados!
—Claro —murmuró Ester sin apartar la vista de la ventana.