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Alphonse Daudet

 

 

 

Acta notarial: Prólogo


«Compareció ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste:

»El señor Gaspar Mitifio, esposo de Vivette Cornille, avecindado y residente en el lugar denominado Los Cigarrales;

»Quien, por la presente escritura, vende y transfiere con todas las garantías de hecho y de derecho, y libre completamente de deudas, privilegios e hipotecas,

»Al señor Alfonso Daudet, poeta, que reside en París, aquí presente y aceptante,

»Un molino harinero de viento, situado en el valle del Ródano, en la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; cuyo molino está abandonado desde hace más de veinte años e inservible para la molienda a causa de las vides silvestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que ascienden por él hasta las aspas.

»Sin embargo, a pesar de su estado ruinoso, con su gran rueda rota, y la plataforma llena de hierba nacida entre los ladrillos, el señor Alfonso Daudet declara convenirle el citado molino y, encontrándolo apto para servir en sus trabajos de poesía, lo toma por su cuenta y riesgo, y sin reclamar nada contra el vendedor por causa de las reformas que necesitará introducir en él.

»La venta se hace al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet, poeta, ha mostrado y colocado sobre la mesa en dinero contante y sonante, cuyo precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista del notario y testigos que suscriben, de lo cual se extiende carta de pago con reserva.

»Contrato elevado en Pamperigouste, en el estudio de Honorato, estando presentes Francet Mamaï, tañedor de pífano, y Luiset, alias el Quique, portador de la cruz de los penitentes blancos.

»Los cuales firman con las partes y el notario, previa lectura...»

FIN

 

Arthur


Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas -se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles- y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.

Aquella calleja oscura de las Doce Casas, sólo iluminada por una farola al final, era como los bastidores del bello decorado circundante. Todo cuanto llevaba lentejuelas en aquel lujo venía a refugiarse allí: galones de librea, trajes de payaso, toda la bohemia de palafreneros ingleses, de escuderos del Circo, los dos menudos postillones del Hipódromo con sus poneys gemelos y sus anuncios, el coche de las cabras, los títeres, las vendedoras de barquillos y todas las tribus de ciegos que regresaban por la noche, cargados con sus sillas plegables, sus acordeones y sus platillos. Uno de aquellos ciegos se casó mientras yo vivía en el pasaje. Ello supuso a lo largo de toda la noche, un concierto fantástico de clarinetes, oboes, órganos, acordeones, donde se veían desfilar todos los puentes de París con sus diferentes soniquetes... Habitualmente, no obstante, el pasaje estaba tranquilo. Aquellos vagabundos de la calle no volvían sino al anochecer y ¡tan cansados! Sólo había jaleo los sábados, cuando Arthur cobraba.

Arthur era mi vecino. Sólo un pequeño muro prolongado por un enrejado separaba mi vivienda de la habitación amueblada que ocupaba con su mujer. Por lo que, en contra de mi voluntad, su vida estaba mezclada con la mía; y todos los sábados oía, sin perderme detalle, el horrible drama, tan parisino, que se representaba en aquel hogar de obreros. Comenzaba siempre de la misma forma. La mujer preparaba la cena; los chiquillos andaban a su alrededor. Ella les hablaba suavemente y se daba prisa. Las siete, las ocho... nadie... A medida que el tiempo pasaba, su voz cambiaba, se aguantaba las lágrimas, se ponía nerviosa. Los niños tenían hambre, sueño, y empezaban a refunfuñar. El hombre no llegaba. Cenaban sin él. Luego, una vez que los chiquillos se acostaban, que el gallinero se dormía, ella se aproximaba al balcón de madera, y yo la oía decir sollozando muy bajito: «¡Oh! ¡qué canalla! ¡qué canalla!»

Los vecinos que regresaban la encontraban allí. La compadecían.

-Váyase a dormir, señora Arthur. Sabe usted muy bien que no regresará puesto que es día de paga. -Y seguían los consejos, los chismorreos.

-Si estuviera en su lugar, lo que yo haría... ¿Por qué no se lo dice a su patrón?

Toda aquella conmiseración le hacía llorar más aún; pero persistía en su esperanza, en su espera, y cuando se cerraban todas las puertas, cuando el pasaje quedaba en silencio, creyéndose sola, permanecía acodada allí, concentrada en una idea fija, contándose a sí misma y en voz alta sus tristezas con ese abandono tan propio del pueblo que tiene siempre la mitad de su vida en la calle. Pagar el alquiler con retraso, los proveedores que la atormentaban, el panadero que le negaba el pan... ¿Qué iba a hacer si, una vez más, volvía sin dinero? Al final se cansaba de acechar algunos pasos retrasados, de contar las horas. Entraba. Pero mucho tiempo después, cuando yo creía que había acabado todo, alguien tosía cerca de mí en la galería. Aún estaba ahí la infortunada, reconducida por la inquietud, dejándose los ojos en mirar aquella calleja oscura donde no veía sino su propia su penuria.

Hacia la una, o las dos, a veces más tarde, alguien cantaba en la esquina del pasaje. Era Arthur que volvía. La mayoría de las veces hacía que lo acompañaran, arrastraba a algún compañero hasta su puerta: «Ven pues... Ven pues...» e incluso ya en la puerta, se entretenía, no podía decidirse a entrar pues sabía muy bien lo que le esperaba dentro. Al subir la escalera, el silencio de la casa dormida, que le devolvía el eco de sus pasos pesados, le molestaba como un remordimiento. Hablaba solo en voz alta deteniéndose delante de cada cuchitril: «Buenas noches, señora Weber... Buenas noches, señora Mathieu.» Y si no le contestaban, soltaba una andanada de injurias hasta el momento en que todas las puertas, todas las ventanas se abrían para enviarle sus maldiciones. Eso era lo que él buscaba. Cuando bebía le gustaba la camorra, las disputas. Y así se calentaba, llegaba a su casa irritado, y la entrada le producía menos miedo. La entrada era terrible...

-Abre, soy yo...

Yo oía los pies desnudos de la mujer sobre las baldosas, rascar cerillas y la voz del hombre que, nada más entrar, intentaba tartamudear una historia, siempre la misma. Los compañeros, el entusiasmo... «Chose, ya sabes... Chose, el que trabaja en los ferrocarriles...». La mujer no lo escuchaba:

-¿Y el dinero?

-Ya no me queda nada -decía la voz de Arthur.

-¡Estás mintiendo!

Efectivamente, estaba mintiendo. Pues incluso en el entusiasmo de la borrachera, siempre guardaba algunas monedas pensando en la sed del lunes; y era ese resto de la paga lo que ella intentaba quitarle. Arthur se debatía:

-¡Ya te he dicho que me lo he bebido todo! -gritaba.

Sin responder, ella lo agarraba con toda su indignación, con todos sus nervios, lo sacudía, lo registraba, le daba la vuelta a los bolsillos. Al cabo de un rato, yo oía el dinero rodar por el suelo y a la mujer arrojarse sobre él con risa triunfal.

-¡Ah! ¿estás viendo?

Luego una blasfemia, golpes sordos... Era el borracho que se vengaba. Una vez que empezaba a golpear, ya no se detenía. Todo lo malo que hay en esos horribles vinos de tasca se le subía al cerebro y pugnaba por salir. La mujer gritaba, los últimos muebles del cuartucho volaban hechos añicos; los niños, despertados en un sobresalto, lloraban de miedo.

En el pasaje se abrían las ventanas. Se oía decir: «¡Es Arthur! ¡Es Arthur!» A veces, el suegro, un viejo trapero que vivía en la casa de al lado, acudía en ayuda de su hija; pero Arthur se cerraba con llave para que nadie lo molestara en su operación. Entonces, a través de la cerradura, se establecía un diálogo horroroso entre el suegro y el yerno, y los demás nos enterábamos de muchas cosas:

-¿No has tenido bastante con los dos años de cárcel, bandido? -gritaba el viejo.

Y el borracho con tono soberbio contestaba:

-Pues sí, he estado dos años en la cárcel... ¿Y qué?... Al menos yo he pagado mi deuda con la sociedad... ¡Paga tú la tuya!...

La cosa parecía muy sencilla: he robado, me han metido en la cárcel, luego estamos en paz... Pero si el viejo insistía demasiado en el tema, Arthur, irritado, abría la puerta, se arrojaba sobre el suegro, la suegra, los vecinos, y le pegaba a todo el mundo, como Polichinela.

Sin embargo no era un mal hombre. Con mucha frecuencia, los domingos, al día siguiente de una de aquellas tarascadas, el borracho ya apaciguado y sin dinero para ir a beber, pasaba el día en casa. Se sacaban las sillas de las habitaciones. Se instalaban en el balcón la señora Weber, la señora Mathieu, todos los inquilinos y charlaban. Arthur se hacía el amable y el inteligente: habríase dicho que se trataba de uno de esos obreros modelo que asisten a clases nocturnas. Al hablar adoptaba una voz blanca, empalagosa, y repetía ideas recogidas un poco por todas partes sobre los derechos del obrero o la tiranía del capital. Su pobre mujer, enternecida por los golpes de la víspera, lo miraba con admiración y no era la única.

-¡Este Arthur!... ¡si quisiera!... -murmuraba la señora Weber suspirando.

Luego las señoras le hacían cantar... Cantaba
 Las golondrinas, del señor de Béranger... ¡oh! ¡qué voz de pecho! llena de lágrimas fingidas, del sentimentalismo imbécil del obrero. En la galería mohosa de papel embreado, los harapos tendidos dejaban pasar un trozo de cielo azul entre las cuerdas y toda aquella crápula, hambrienta de ideal a su manera, volvía hacía allá arriba sus ojos humedecidos.

Todo aquello no impedía que, al sábado siguiente, Arthur se gastara la paga y le pegara a su mujer, ni que en aquel tugurio hubiera un montón de pequeños Arthur que sólo esperaban alcanzar la edad de su padre para gastarse la paga y pegarle a sus mujeres...

¡Y es ésa la raza que quería gobernar el mundo...! ¡Ah! ¡qué plaga! Como decían mis vecinos del pasaje.

FIN

 

Cartas de mi molino


Acta Notarial

«Compareció ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste:

»El señor Gaspar Mitifio, esposo de Vivette Cornille, avecindado y residente en el lugar denominado Los Cigarrales;

»Quien, por la presente escritura, vende y transfiere con todas las garantías de hecho y de derecho, y libre completamente de deudas, privilegios e hipotecas,

»Al señor Alfonso Daudet, poeta, que reside en París, aquí presente y aceptante,

»Un molino harinero de viento, situado en el valle del Ródano, en la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; cuyo molino está abandonado desde hace más de veinte años e inservible para la molienda a causa de las vides silvestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que ascienden por él hasta las aspas.

»Sin embargo, a pesar de su estado ruinoso, con su gran rueda rota, y la plataforma llena de hierba nacida entre los ladrillos, el señor Alfonso Daudet declara convenirle el citado molino y, encontrándolo apto para servir en sus trabajos de poesía, lo toma por su cuenta y riesgo, y sin reclamar nada contra el vendedor por causa de las reformas que necesitará introducir en él.

»La venta se hace al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet, poeta, ha mostrado y colocado sobre la mesa en dinero contante y sonante, cuyo precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista del notario y testigos que suscriben, de lo cual se extiende carta de pago con reserva.

»Contrato elevado en Pamperigouste, en el estudio de Honorato, estando presentes Francet Mamaï, tañedor de pífano, y Luiset, alias el Quique, portador de la cruz de los penitentes blancos.

»Los cuales firman con las partes y el notario, previa lectura...»

 

Instalación

¡Valiente susto les he dado a los conejos! Acostumbrados a ver durante tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, creían ya extinguida la raza de los molineros, y encontrando buena la plaza, habíanla convertido en una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. Sin exageración, lo menos veinte vi sentados alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna, la noche en que llegué al molino. Al abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale de estampía a esconderse en la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Supongo que volverán.

Otro que también se sorprende mucho al verme, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y rostro de pensador, el cual reside en el molino hace ya más de veinte años. Lo encontré en la cámara del sobradillo, inmóvil y erguido encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo. Conserva, como antes de habitarlo yo, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado; yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, con la bóveda rebajada como el refectorio de un convento.

*
* *

Desde ella escribo con la puerta abierta de par en par, y un sol espléndido.

Un hermoso bosque de pinos, chispeante de luces, se extiende ante mí hasta el pie del repecho. En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se percibe el ruido más insignificante. A lo sumo, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese magnífico paisaje provenzal sólo vive por la luz.

Y actualmente, ¿cómo he de echar de menos ese París ruidoso y obscuro? ¡Estoy tan bien en mi molino! Este es el rinconcito que yo anhelaba, un rinconcito perfumado y cálido, a mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas lindas cosas me rodean! No hace más de una semana que me he instalado aquí, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Ayer tarde, por no ir más lejos, presencié el regreso de los rebaños a una masía situada al pie de la cuesta, y les juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayan tenido ustedes en esta semana en París. Y si no, juzguen.

Sabrán que en Provenza se acostumbra enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calores. Brutos y personas permanecen allí arriba durante cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; después, cuando el otoño empieza a refrescar la atmósfera, vuelven a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altozanos perfumados por el romero. Quedábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños. Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y el suelo de los apriscos había sido alfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Paradón.» Luego, repentinamente, a la caída de la tarde, un grito general de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño envuelto en una espesa nube de polvo. Todo el camino parece andar con él. Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuernos hacia adelante y aspecto montaraz; sigue a éstos el grueso de los carneros, las ovejas algo fatigadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, meciéndolos al andar; en último término, los perros, sudorosos y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos rabadanes, grandísimos tunos, envueltos en mantas encarnadas, que les caen a modo de capas hasta los pies.

Desfila este cortejo ante nosotros alegremente y se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de chaparrón. Es digno de ver el movimiento de asombro que se produce en toda la casa. Los grandes pavos reales de color verde y oro, de cresta de tul, encaramados en sus perchas han conocido a los que llegan y los reciben con una estridente trompetería. Las aves de corral, recién dormidas, se despiertan sobresaltadas. Todo el mundo está en pie: palomas, patos, pavos, pintadas. El corral anda revuelto: las gallinas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que cada carnero ha traído entre la lana, juntamente con un silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vivo de las montañas que embriaga y hace bailar.

En medio de esa algarabía, el rebaño penetra en su yacija. Nada tan hechicero como esa instalación. Los borregos viejos enternécense al contemplar de nuevo sus pesebres. Los corderos, los lechales, los que nacieron durante el viaje y nunca han visto la granja, miran en derredor con extrañeza.

Pero es mucho más enternecedor el ver los perros, esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras de sus bestias y sin atender a otra cosa más que a ellas en la masía. Aunque el perro de guarda los llama desde el fondo de su nicho, y por más que el cubo del pozo, rebosando de agua fresca, les hace señas, ellos se niegan a ver ni a oír nada, mientras el ganado no esté recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con postigo, y los pastores sentados alrededor de la mesa en la sala baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su cazuela de sopa, refieren a sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lobos y grandes plantas digitales purpúreas coronadas de fresco rocío hasta el borde de sus corolas.

 

La diligencia de Beaucaire

En el mismo día de mi llegada aquí, había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja y destartalada que no necesita recorrer mucho camino para regresar a casa, pero que se pasea con lentitud a todo lo largo de la carretera para hacerse, por la noche, la ilusión de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, además del conductor.

Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Finalmente, en la delantera y junto al conductor, un hombre, o por decir mejor, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía nada de particular y miraba el camino con aspecto de tristeza.

Todos aquellos viajeros se conocían unos a otros, y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués refería que regresaba de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo que había dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No pretendían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el tahonero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales conocen por el piadoso nombre de la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia recién construida y consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña que se representa con los brazos colgantes y despidiendo rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Merecía verse cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus patronas celestiales.

-¡Está buena tu Inmaculada!

-¡Pues mira que tu Santa Madre!

-¡Buenas las corrió la tuya en Palestina!

-¡Y la tuya, tan horrorosa! ¿Quién sabe lo que habrá hecho? Que lo diga si no San José.

Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltaba más que ver relucir las navajas, y a fe mía, creo que efectivamente la teológica disputa hubiera parado en eso, si el conductor no hubiera intervenido.

-Déjennos en paz con sus vírgenes -dijo riéndose a los boquereuses- todo eso son chismes de mujeres, y en los que los hombres no deben intervenir.

Cuando concluyó hizo restallar la tralla con un mohín escéptico que afilió a su opinión a todos los viajeros.

*
* *

La discusión estaba terminada, pero, disparado ya el tahonero, necesitaba desahogarse con alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silencioso y triste en un rincón, preguntole con aire picaresco.

-Amolador, ¿y tu mujer? ¿Por qué parroquia está?

Es necesario creer que esta frase tendría una intención muy cómica, puesto que en la baca todo el mundo se rió a carcajadas. El amolador no se reía. Al ver esto, el tahonero dirigiose a mí.

-¿No conoce usted, caballero, a la mujer del amolador? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! En Beaucaire no existen dos como ella.

Redobláronse las risas. El amolador no se movió, limitándose a decir en voz baja, sin alzar la cabeza:

-Cállate, tahonero.

Pero al demonio del tahonero no le acomodaba el callarse, y prosiguió acentuando la burla:

-¡Cáspita! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un instante. ¡Figúrese usted! Una hermosa que se hace robar cada seis meses, siempre tendrá algo que referir cuando vuelve. Pues es igual. ¡Bonito hogar doméstico! Imagínese usted, señor, que todavía no hacía un año que estaban casados cuando ¡paf! va la mujer y se larga a España con un vendedor de chocolate. El esposo se queda solito en la casa gimoteando y bebiendo. Estaba como loco. Después de algún tiempo regresó al país la hermosa, vestida de española, con una pandereta de sonajas. Todos le decíamos: "Ocúltate, porque te va a matar." Que si quieres, ¡matar! Volvieron a unirse muy tranquilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.

Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar la cabeza, murmuró de nuevo el amolador desde su rincón:

-Cállate, tahonero.

Pero éste no hizo caso, y continuó:

-¿Pensará usted, señor, que sin duda al volver de España permaneció quieta la hermosa? ¡Quia! ¡Que si quieres! ¡Su marido había tomado aquello con tanta calma! Eso la animó para volver a las andadas. Después del español, hubo un oficial, a éste siguió un marinero del Ródano, más tarde un músico, después, ¡qué sé yo! Y lo más notable del caso es que a cada escapatoria se representaba la misma comedia y con igual aparato. La mujer se marcha, el marido llora que se las pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la llevan, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si necesita tener paciencia ese marido! Debe también decirse que la amoladora es extraordinariamente guapa... un verdadero bocado de cardenal, pizpireta, muy mona, bien formada y además tiene la piel muy blanca y los ojos de color de avellana que siempre miran a los hombres riéndose. ¡Si por casualidad, querido parisiense, llega usted alguna vez a pasar por Beaucaire!...

-¡Oh, calla, tahonero, te lo suplico! -volvió a exclamar el pobre amolador con voz desgarradora.

En ese instante se paró la diligencia. Estábamos en la masía de los Anglores. Allí se apearon los dos boquereuses, y juro a ustedes que no hice nada por retenerlos. ¡Tahonero farsante! Estaba ya dentro del patio del cortijo, y todavía se oían sus carcajadas.

*
* *

Al salir la gente, pareció quedarse vacía la baca. El camargués habíase apeado en Arlés, el conductor marchaba a pie por la carretera, junto a los caballos. El amolador y yo, cada uno en su rincón respectivo, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar. Hacía calor, el cuero de la baca echaba chispas. Por momentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza se me ponía pesada, pero me fue imposible dormir. Continuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel «cállate, te lo suplico», tan melancólico y tan dulce. Tampoco dormía el infeliz. Situado yo detrás de él, veíale estremecerse sus cuadrados hombros, y su mano (una mano paliducha y vasta) temblar sobre el respaldo de la banqueta, como si fuera la mano de un viejo. Lloraba.

-Ha llegado usted a su casa, señor parisiense -me gritó de repente el conductor de la diligencia, y con la fusta apuntaba a mi verde colina, con el molino clavado en la cúspide como una mariposa gigantesca.

Bajé del vehículo apresuradamente. De paso junto al amolador, intenté mirar más abajo de su gorro, hubiese querido verlo antes de marcharme. Como si hubiera comprendido mi intención, el infeliz levantó bruscamente la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijo con voz sorda:

-Míreme bien, amigo, y si oye usted decir algún día que ha ocurrido una desgracia en Beaucaire, podrá usted afirmar que conoce al autor de ella.

Su rostro estaba apagado y triste, con ojos pequeños y mustios.

Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz había odio. El odio es la cólera de los pusilánimes. En el caso de la amoladora, no las tendría yo todas conmigo.

La mula del papa

 

Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:

«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»

Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.

-Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente -me dijo el anciano pífano, riendo.

No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

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No habiendo visto Aviñón en tiempo de los Papas, no se ha visto nada. Jamás existió ciudad alguna tan alegre, viva y animada como ella, en el ardor por los festejos. Desde la mañana a la noche, todo eran procesiones y peregrinaciones, con las calles alfombradas de flores, empavesadas con tapices, llegadas de cardenales por el Ródano, ondeando al viento los estandartes, flameantes de gallardetes las galeras, los soldados del Papa entonando por las calles cánticos en latín, acompañados de las matracas de los frailes mendicantes; después, de arriba abajo de las casas que se apiñaban zumbando alrededor del gran palacio papal como abejas en torno de su colmena, percibíase también el tictac de los bolillos que hacían randas, el vaivén de las lanzaderas que confeccionaban los tisúes de oro para las casullas, los martillitos de los cinceladores de vinajeras, las tablas de armonía ajustadas en los talleres de guitarrero, las canciones de las urdidoras, y sobresaliendo entre todos estos ruidos el tañido de las campanas y algunos sempiternos tamboriles que roncaban allá abajo, hacia el puente. Porque entre nosotros, cuando el pueblo está contento, necesita estar siempre bailando, y como por aquellos tiempos las calles de la ciudad eran excesivamente estrechas para la farándula, pífanos y tamboriles situábanse en el puente de Aviñón, al viento fresco del Ródano, y día y noche se estaba allí baila que bailarás. ¡Ah, qué dichosos tiempos, qué ciudad tan feliz! Alabardas que no cortaban, prisiones de Estado donde se ponía a refrescar el vino. Jamás hambre, nunca guerra. He aquí cómo gobernaban a su pueblo los Papas del Condado. ¡Tal es la causa de que los eche tanto de menos el pueblo!

*
* *

Entre todos los Papas, merece citarse con especialidad uno que era un buen viejo, llamado Bonifacio... ¡Oh, qué muerte más llorada la suya! ¡Era un príncipe tan amable, tan gracioso! ¡Se reía tan bien desde lo alto de su mula! Y cuando alguno pasaba cerca de él, así fuese un pobrete hilandero de rubia o el gran Vegner de la ciudad, ¡le daba su bendición con tanta cortesía! Un verdadero «Papa de Ivetot», pero de un Ivetot de Provenza, con algo de picaresco en la risa, un tallo de mejorana en la birreta, y sin el más insignificante trapicheo... La única Juanota que siempre se le conoció a este santo padre era su viña, una viñita plantada por él mismo a tres leguas de Aviñón, entre los mirtos de Château-Neuf.

Todos los domingos, concluidas las vísperas, el justo varón iba a requebrarla, y cuando estaba allí arriba sentado al grato sol, con su mula cerca, y en rededor suyo sus cardenales tendidos a la bartola, al pie de las cepas, entonces mandaba destapar un frasco de vino de su cosecha (ese hermoso vino, de color de rubí, conocido desde entonces acá por el nombre de Château-Neuf de los Papas