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Lección de abismo
Nueve aproximaciones a Picasso

Traducción de
Guillermo López Gallego

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www.machadolibros.com

Del mismo autor

en La balsa de la Medusa:

90. Malinconia

92. La responsabilidad del artista

158. La barbarie ordinaria. Music en Dachau

Jean Clair

Lección de abismo
Nueve aproximaciones a Picasso

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La balsa de la Medusa, 163

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

Título original: Une leçon d’abîme. Neuf approches de Picasso

© Éditions Gallimard, 2005

© de la traducción: Guillermo López Gallego

© de la presente edición,

Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-031-3

Móstoles (Madrid)

Índice

Agradecimientos

El último hijo de Saturno

El desnudo y la norma. Klimt y Picasso en 1907

Picasso Trimegisto. Notas sobre la iconografía de Arlequín

Eros y Nomos

«Esa cosa admirable, el pecado...»

Motivos mitraicos y alegorías cristianas en la obra de Picasso

David Hockney. Diálogo con Picasso

Un recuerdo de infancia de Pablo Picasso

Cinco arrepentimientos de Pablo Picasso

Fuentes

Lista de ilustraciones

El último hijo de Saturno

Rilke, la más bella de cuyas Elegías de Duino inspiró a Picasso, decía que la gloria no es más que la suma de malentendidos que se han acumulado sobre un nombre.

Picasso nació viejo, como viejo era el siglo que lo vio nacer. El XIX fue un siglo glotón. A su fin, había devorado todo: el espacio y el tiempo, las conquistas coloniales, los países lejanos, las últimas fronteras. Pero también las culturas más insospechadas, las costumbres más extrañas, las prácticas más chocantes, las civilizaciones más exóticas. Parecía que la ciencia, el progreso, las técnicas tenían que ser sus próximas y últimas conquistas. Por una parte, Bouvard y Pécuchet, y por otra, Des Esseintes1. Todos los saberes, hasta los más dudosos, todas las borracheras, hasta las más innobles. ¿Qué podía engullir entonces un joven pintor hambriento como Picasso? Sobre todo en contacto con un artista académico, su propio padre, Ruiz, que era una enciclopedia de modelos y saber hacer. Pues bien, tendría queempezar de cero. Volver a los orígenes. Rodear el inmenso macizo acumulado, sedimentado, pulido de los saberes, para encontrar la fuente: puede que Grecia, en tiempos de los arcaísmos. Una Grecia primitiva, salvaje, violentamente coloreada, terrorífica, sin el filtro de las interpretaciones clásicas. ¿Cómo llegar a aguantar el resplandor directo de ese primer fuego, que quema como la divinidad, al que tampoco se puede mirar de frente?

Tedium vitae

A los doce años, Picasso dibujaba como Rafael. Poseía todo el legado de su tiempo. Durante toda su vida, le habrá hecho falta aprender a desaprender. Recobrar la frescura que había ensombrecido un saber que a finales de siglo se había hecho asfixiante, encontrar de nuevo la ferocidad y la rapidez del gran depredador que el exceso de cultura había debilitado.

Pero ¿dónde estaba la presa? Se ha hablado demasiado de la apertura al arte «negro» como clave. El propio Picasso dijo que descubrió la estatuaria negra después de Las señoritas de Avignon, no antes. Era una consecuencia.

Seguramente, el descubrimiento de la etnología, la cultura del otro, se produjo en 1906 en el museo del Trocadéro de París. ¿Acaso Freud no intentaba en la misma época apoyar sus propias investigaciones en las investigaciones de Bachofen, de Frazer, de Frobenius2? Pero son sobre todo Oceanía, las Nuevas Hébridas, el descubrimiento de objetos que no son «de arte» sino de práctica ritual, mágica y religiosa los que interesan a Picasso: no obras de museo, sinoinstrumentos de magia, las herramientas de una posesión, en el sentido en que se habla de posesos, de prácticas de encantamiento. Esa experiencia lo abrirá a lo que Rudolf Otto, en 1917, en su libro sobre lo sagrado3, llamará lo «numinoso». Es de orden iniciático, no estético.

Aún habría que añadir lo que descubre en desorden y al mismo tiempo: la escultura ibérica, es decir, el viejo corazón celta de España, la estatuaria románica de las iglesias del norte de Cataluña, es decir, siempre, la tradición, luego los frescos de los ábsides y las bóvedas… En realidad, estamos ante una génesis espiritual en la que ya está todo, simultáneamente.

Además, el cubismo de Picasso apenas dura dos o tres años. Cuando la fórmula comienza a extenderse por los talleres, a comienzo de los años diez, Picasso está lejos, ocupado en otra cosa. En 1917, cuando en París sólo se sueña con la Sección de Oro y la cuarta dimensión, Picasso se marcha a Roma para descubrir o redescubrir esa cosa inesperada y divertida: la Grande Manière. Villa Borghèse, el Vaticano: encuentra allí la fuerza de las colosales estatuas de la colección Ludovisi, de la que surgirán todas las grandes cabezas monumentales de los años veinte. ¿Neoclasicismo? Tal vez. Pero también la idea de una «inquietante extrañeza» a la manera de Winckelmann, que va a llevarlo, en los años treinta, a convertirse en la figura paradigmática de los delirios surrealistas.

Así, de decenio en decenio, devorará todo lo que ocurra, y lo restituirá, más fuerte, más imperioso, más decisivo que antes. Se ha dicho de él –fue Roger Caillois– que era el «gran liquidador». Creo que más bien fue el gran recapitulador. Resume en sí todo el legado hasta convertirse en el legado mismo.

La tentación de Grecia

Habrá sido objeto, no obstante, de todas las lecturas posibles. Despedazado, desollado por sus críticos, como Dionisio por sus ménades. En los años veinte, por ejemplo, Eugenio d’Ors lo saluda como «el mayor pintor italiano vivo». Ocurrencia, provocación, pero también una reivindicación con una resonancia precisa. En el contexto político de la época, ya preocupada por la cultura identitaria, la gran cuestión era la de la «catalanidad», la «italianidad». Más aún, los últimos números de Pel y Ploma, la revista de vanguardia de Barcelona, en el cambio de siglo, habían divulgado una nueva consigna: Catalunya Griega. El neoclasicismo de Picasso, o más bien su helenismo, o incluso su aticismo, no empieza en los años veinte, a su regreso del viaje a Italia: recorre, como un hilo, toda su obra, de los primeros dibujos infantiles que copiaban los compendios de modelos académicos sacados de la estatuaria antigua, hasta los primeros grandes desnudos perentorios, erguidos e imponentes de la Familia de saltimbanquis cantados por Rilke, 1905, hasta La flauta de Pan. Noucentismo en Cataluña, Novecentismo en Italia: los jóvenes pintores se inquietan ante la convergencia en una cultura común que sería la de la «mediterraneidad», cuna del mundo occidental: de Maillol a Picasso, de la antigua Grecia a su renacimiento moderno.

Todo eso llevaba tiempo preparándose: desde el corazón del simbolismo, desde el centro de las brumas nórdicas y el pathos subjetivista de los Decadentes, se alzaba el andamio de una reacción: la que guiaba Jean Moréas, desde 1891, en su Escuela romana. El regreso a la forma clara y a la claridad solar, después de las nieblas wagnerianas.

Tanto es así, que a finales del siglo XX, si uno todavía quiere pintar, sigue teniendo que pasar por él.

Claude Lévi-Strauss, por su parte, dice lo siguiente sobre Picasso: «Me parece que su genio consistió en ofrecernos la ilusión de que la pintura aún existe… En las costas desola-das a las que nos ha arrojado el naufragio de la pintura, Picasso recoge los pecios y juega con ellos».

Picasso, el gran filibustero.

Por el contrario, en los años de la posguerra, Picasso se convertirá en el héroe cautivo del internacionalismo proletario, el fiador del Partido. No se dejaba engañar, sin embargo, por el papel que lo obligaban a desempeñar. Llegará a Wroclaw, al Congreso de la Paz, de mala gana, arrastrado por Paul Éluard. ¿Cómo no sorprenderse, al consultar su enorme correspondencia, ante la calidad de sus interlocutores en los años diez y veinte, Max Jacob, Apollinaire y Rilke, y ante la mediocridad de sus comentaristas de la posguerra, a la cabeza de los cuales se hallaban los críticos del partido comunista, que reducirán su obra a una estampita de la modernidad progresista?

¿Qué ocurre, entonces, con el «auténtico» Picasso? Entre todos esos intentos, tan presentes en el periodo de entreguerras y a menudo tan arrogantes, de hacer renacer un pueblo de divinidades y héroes, de alzar de nuevo las figuras vivas de la mitología, esa empresa tan triste que pretende «resucitar Cartago», como decía Flaubert en La tentación de San Antonio, Picasso es el único que sabe despertar a los dioses muertos del Olimpo, a Júpiter y Vulcano, las ménades y los faunos, para alzar ante nuestros ojos su presencia verosímil. En los héroes de la antigüedad que resucita Arno Brecker en la Alemania nazi, en los dioses romanos a los que el régimen mussoliniano pretende volver a rendir culto, apenas creemos. Son marionetas, peleles inquietantes y patéticos. Pero a los héroes y los dioses cuyas efigies hace resurgir Picasso en los años veinte y treinta los admiramos y los tememos. ¿Por qué esa fuerza de convicción, bañada tanto en el mundo íbero como en el mundo africano, tanto en el mundo de Pompeya como en el de Rafael?

¿Qué vínculo une, no obstante, a quien dibujaba a los frágiles saltimbanquis de principios de siglo con quien, tras la guerra, dibujó el rostro de Stalin? ¿A la persona a la que celebraba Rilke con aquélla a la que cortejaba Maurice Thorez4?

Picasso seguirá siendo, en todo caso, el mayor retratista del siglo. Incluso impone por sí solo la evidencia: el siglo XX es el siglo del retrato, por no decir el del autorretrato. No el siglo de la abstracción. Y Picasso sigue siendo el maestro de ese arte del retrato.

El antipsicologismo

No obstante, sus retratos, si bien a menudo lo dejan a uno estupefacto, raramente lo trastornan. Si puede romper las superficies, es porque muestra que bajo la superficie no hay nada. ¿El placer infantil de desmontar un mecanismo? Se transparenta en ellos la obsesiva predominancia del cuerpo, de la materialidad física del cuerpo. «El alma de los seres no le interesa demasiado», señaló con finura Gertrud Stein. Los retratos de Picasso serían bastante inapropiados para ilustrar los análisis de Emmanuel Levinas sobre el rostro. Muy poco subsiste en ellos del enigma del cara a cara, de la media vuelta que nos hace pasar del allegado al próximo, y del otro al prójimo. Antes bien, efectos de superficie, manipulaciones, torsiones, escarificaciones, conjuros, como él mismo dijo, talismanes, instrumentos de salvaguardia, herramientas para poder mirar sin peligro, máscaras antes que caras.

La manera en que Picasso intenta, en el verano de 1909, doblar los rasgos de una cara según una estereometría sencillarecuerda curiosamente al arte japonés del origami. Del caballete de la nariz, las alas, las fosas, de su unión a la boca, el belfo, los labios, hace hábiles dobleces que evocan imbricaciones, repujados, tableados: todo un aparato rígido y almidonado puesto directamente sobre la piel, pero no la piel misma [Il. 1]. Como si la forma de una cara no fuera producto de una biomorfia, un brote, una germinación a partir de una yema de carne, sino resultado de una cristalización a partir de una sal en una solución. Esta mineralización o petrificación –cuyas virtudes estupefacientes y apotropaicas quedan por determinar– evoca también los basaltos prismáticos, o el facetado prismático de las casas de Gósol, cuyo probable origen se verá más adelante. Arrebata toda humanidad al rostro.

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1. Pablo Picasso, Cabeza de mujer, verano de 1909, carboncillo sobre papel, 32.5 x 22 cm., colección particular.

Nada más ajeno a Picasso que la idea de que los rasgos de una cara son manifestación de sus humores, y de que lamorfología es una psicología visible. ¿O bien su modelo debe, mediante una expresión extrema, sobrepasar todo límite, hasta descomponerse bajo los efectos del sufrimiento? Duelo y melancolía. La mujer que llora y la mujer que sufre. Si Picasso trabajó durante tanto tiempo con el rostro de Fernande Olivier –un año y medio–, fue porque la profunda melancolía de su modelo, tan perceptible todavía en los primeros dibujos y acuarelas, se resistía a su reducción geométrica. Fernande la innominata [Il. 2]. Dora Maar, salvaje opondrá más tarde la misma negativa a dejarse atrapar.

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2. Pablo Picasso, Cabeza de mujer (Fernande), otoño de 1909, yeso, 41.9 x 25.4 x 29.2 cm., Toronto, Latner Family Collection.

No sólo el rostro: la diversidad de las formas soporta mal esta mineralización mortal. Los nudos corredizos, vivos, viperinos de los cabellos, ante la mirada petrificante del pintor, parecen negarse a dejarse reducir a nudos duros y fi-jos de músculos, a los salientes de una cadera bajo los que aparecen en la obra, allí donde Leonardo, también fascinado por la hinchazón de esos cabellos de mujer, tomaba del agua y sus remolinos los términos de su comparación y su comprensión.

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3. Pablo Picasso, Mujer con sombrero, 1961, chapa recortada, doblada, ensamblada, pintada de blanco, 127 x 74 x 40 cm., París, Musée Picasso.

Picasso permanecía fiel a la articulación del paso de la segunda a la tercera dimensiones mediante el juego japonés de los papeles doblados. En los años sesenta, las figuras hechas de chapa cortada y doblada para dar la impresión de una cara en volumetría son figuras en el espacio que, hasta cierto punto por pereza, se siguen llamando «esculturas», cuando una vez más son juegos geométricos cercanos al origami [Il. 3].

Del arte del retrato, sin embargo, subsisten algunas obras maestras: los trágicos autorretratos de los momentosde crisis y, raros pero admirables, algunos rostros de mujer en momentos de amor, Dora, Jacqueline. En el día a día, no obstante, prefería mantener a sus modelos a distancia. Dominarlos. Más aún: se las ingeniaba para arruinar su compostura, para que perdieran la dignidad. Picasso es tal vez el primer retratista en ignorar hasta tal punto la psicología, en el sentido en que la entendemos aquí. Le importa un comino, la despide, la recusa con una terrible risa sarcástica. Por miedo a ser dominado por el otro, sometido por el modelo, obligado a participar en su juego. De ahí su fuerza… y su desengaño, a fin de cuentas.

«Pero, ¿quiénes son, dime, esos Errantes, esos viajeros, un poco mas fugitivos todavía que nosotros mismos?». Lo que Rilke vio en 1910 permanecerá en lo más hondo de su pintura: en la imposibilidad de fijar la identidad de los hombres modernos, «apremiados, apresurados, precipitados demasiado pronto», permanece la notación febril, infinitamente repetida de la huida, de la perpetua espantada del nómada, de la improvisación del titiritero, del disfraz del saltimbanqui, del salto mortal de una voluntad nunca satisfecha que es la de la condición moderna. Payaso trágico.

Picasso no deja de decir, de repetir que la mujer y el sexo son empresas peligrosas. Don Juan se ríe de las mujeres, las engaña, las traiciona, las abandona. Poco tiene que ver con aquel hombre que sufría profunda y sinceramente con cada una de sus relaciones. Infierno, los últimos meses con Eva cuando ésta agoniza. Infierno, la vida con Olga. Por no mencionar a las demás… ¿Qué hombre habrá mostrado tan abiertamente tanta sinceridad, tan poca hipocresía, tan poco cinismo o doblez, comprometiéndose cada vez tan completamente? Perseguidor, tal vez, perseguido, con seguridad. ¿Qué valor tiene la conquista, que le cuesta tantas penas, en esa sabia construcción que repite, de mujer en mujer, de retrato en retrato, en la que invierte el dolor infligido al otro y lo convierte en dolor infligido a sí mismo?

Su moral erótica, implacable consigo mismo, no es la del seductor; evoca más bien el yugo del Islam, al igual que el del andaluz, que sigue estando cerca del árabe. Soñará así con imponer a su compañera el vestido negro y el pañuelo en la cabeza que le escondería el rostro, para que nadie más pueda verla. A Jacqueline, la última esposa, la pintará así, negra y velada. Sin duda alguna, hoy habría aprobado el chador.

Picasso, el maestro de la modernidad. Pero, sobre todo, en una época que va a revolcarse en el «todo visible», es el único que aún cree en los antiguos tabúes, que es consciente del poder y del peligro que representa el acto singular, irrepetible, de ver, de dejar ver y de hacer ver. Pintar, para él, es expresar ese poder y, mediante su magia, conjurar sus peligros. En un siglo de vulgarización extrema de la visibilidad, es el único que recuerda, como el musulmán que es en sordina, el precio que se debe pagar por ver, y el sufrimiento igualmente extremo de hacer nacer las formas. De ahí el duradero estupor de sus cuadros.

Rompamos, por lo tanto, la imagen de un Picasso vencedor, de un maestro de la energía y la confianza en sí mismo.

Recordémoslo: Picasso, de niño, escondiendo una paloma bajo su camisa, por miedo a que su padre la olvide. Picasso y las palomas, en Málaga, Picasso durante la guerra, en Antibes, domesticando una lechuza. Picasso y las palomas, de nuevo, en Boisgeloup. Picasso y la paloma de la paz. Picasso-Ucello, Paolo-Pablo, Picasso de los Pájaros. Pero la imagen no acaba de corresponder a la del hombre que deja caer en un aparte, sarcástico: «La leyenda de la dulce paloma, ¡menuda broma! No hay animal más cruel. Yo también he tenido palomas que han matado a picotazos a una cría que no les gustaba… Le han sacado los ojos… Vaya símbolo de la paz…».

Bajo el sol de Saturno

«No olvides que soy español y me gusta la tristeza», confió a su última compañera.

Otros tantos trazos que hacen de Picasso, no el hombre sanguíneo y jovial que se describe, sino el último hijo de Saturno. ¿Cómo olvidar que Arlequín, con cuyos rasgos se pintará a menudo, antes de ser el personaje alegre del carnaval, es el espíritu sombrío que vigila las puertas de los dos reinos?

¿Sol negro de la melancolía, el sol de Picasso?

Me viene otra imagen: Picasso Cristóforo. Picasso llevando a los niños: Paulo y luego Maya en brazos del padre, Claude y Paloma a hombros del hombrecillo. La escultura del Hombre del cordero [Il. 4], en 1943, simbolizará perfectamente esta singular reencarnación cristiana del mito del Moscóforo.

Picasso, entonces, ¿Ogro o Salvador, el que lleva o el que mata? De esta imagen del terror gratus, ese delicioso espanto que se apodera de los niños en las fábulas, ¿con qué hay que quedarse? ¿Con el protector o con el devorador, con el Minotauro o con su víctima? En cualquier caso, no hay duda alguna de que la Grecia que celebra en el corazón de su obra no es la del sol de Apolo, sino la Grecia oscura, la Grecia que grita en el laberinto…

Su último autorretrato, unos días antes de morir, es una verónica: la imagen auténtica del Hombre de los Dolores, la marca en visión frontal de una cabeza reducida ya a la calavera. En uno de los dibujos de la serie de las Crucifixiones, un velo ya llevaba esa marca. Llegó a comparar el sudario con la muleta que se agita ante el hocico del toro, haciendo del animal el animal del sacrificio, y del Minotauro, la víctima.

Inversión y reversión de los símbolos. ¿Cómo ser a la vez el Toro y el Matador del Toro? ¿El animal del sacrificio y su marca? ¿El monstruo y su presa?

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4. Pablo Picasso, Hombre del cordero, febrero de 1943, bronce, 222.5 x 78 x 78 cm., París, Musée Picasso.

En el Prado, Picasso conocía bien los dos Saturnos terroríficos pintados por Rubens y por Goya. El Hombre que lleva al Niño también es el hombre que lo devora. Su hoz simboliza la fecundidad de la tierra, la regeneración de las cosechas; es también el instrumento de la muerte, la castración y la destrucción de su descendencia. Es la que agita El segador [Il. 5], esa pequeña escultura que tanto fascinaba a Malraux.

Henri Michaux habló de ese personajillo como habitante de un mundo bucólico y sereno, «con un gran sombrero de paja en la cabeza, redondo y luminoso como el sol del Mediodía […] Cuando ves una cosa tan hermosa, te hace feliz durante todo el día», confió a Brassaï5.

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5. Pablo Picasso, El segador, mayo de 1943, bronce, 52 x 34 x 21 cm., París, Musée Picasso.

Diez años después, André Malraux vería en ella una imagen menos resplandeciente: una representación de la Muerte con su gran guadaña, y fue esa visión la que hizo considerar que esa escultura, una vez agrandada, podría ser instalada en el extremo de la Île Saint-Louis como monumento al poeta de La Mort des Amants: «La guadaña sugiereevidentemente la muerte; por eso esa figura agrandada m pareció convenir tan bien a Baudelaire…»6.

El hecho de que Picasso ejecute esta obra en 1943, en los momentos más sombríos de la Ocupación, cuando no sale del taller de Grands-Augustins, y de que toda su obra lleve la marca de la tristeza del momento, favorece esta segunda interpretación. El segador no siega las mieses de un verano eterno, sino las vidas de los desgraciados y famélicos parisinos de un invierno interminable.

En realidad, combina en ella el hecho de una construcción sabia y el hallazgo, menos «encontrado» que soñado, porque la cabeza solar, obtenida mediante la impresión en el yeso fresco de un pequeño molde pastelero, traiciona la obsesión, tan frecuente en aquellos tiempos de carestía, con todo lo que recuerda a la cocina y la comida.

Esa imagen ambigua de El segador puede así remitir a los dos aspectos contradictorios de una divinidad que le era familiar, a él, que se confesaba saturniano gustosamente: la de Cronos/Kronos. El dios del tiempo, cuya hoz mide la duración de la vida humana. También el dios de la agricultura, asimilado por los romanos al Jano bifrons, cuyos dos signos zodiacales, Capricornio y Acuario, corresponden a los solsticios de verano e invierno, que gobiernan la vida de las cosechas y los humanos, la muerte y el renacimiento.

Su naturaleza es doble. Dios benefactor de los trabajos y los campos, y, por lo tanto, del alimento y la abundancia, el Saturno griego surgió de un cultura rural de los pobres y los desgraciados. Por otra parte, es el dios sombrío y destronado, el señor de los dioses inferiores que vive como prisionero bajo el Tártaro7. Es el padre de los dioses y los hombres, según Hesíodo, pero también es el que devora a sus propios hijos antes de regurgitarlos y exige, como Moloc, el sacrificio humano. Sin duda el mito de ese dios caníbal y padre de los demás dioses, tan cercano a la figura del ogro de los miedos infantiles, no podía dejar de fascinar a quien, a finales de los años treinta, fue el principal representante de un «arte cruel» en el que no faltaban las escenas de desmembramiento y devoración, que a menudo traicionan una inquietante atracción por la devoración de los que le eran cercanos.

Picasso-Cronos, Picasso señor y destructor del Tiempo, Picasso dios de la fecundidad, Picasso señor y destructor de los Rostros que son los frutos del Tiempo, Picasso fecundador y destructor de la pintura, Picasso segador y Picasso asesino: ese retratista tan poco edípico que ignoraba su psicología, pero ese pintor tan saturniano, a la vez el Teóforo y el Monstruo, que devoró a los pintores que lo habían precedido, igual que devoró a las mujeres y en ocasiones a sus propios herederos, es también el genio que deja tras de sí un campo vacío, habiendo sembrado, sin embargo, las tierras vírgenes de la pintura.

Notas al pie

1 Bouvard y Pécuchet son los protagonistas de la novela Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert. Des Esseintes es el protagonista de À rebours (traducida como A contrapelo y Contra natura), de J.-K. Huysmans. [N. del T.]

2 Johann Jakob Bachofen (1815-1887), jurisconsulto e historiador; James G. Frazer (1854-1941), antropólogo; Leo Frobenius (1873-1938), etnólogo y arqueólogo. [N. del T.]

3 Rudolf Otto, Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid, Alianza Editorial, 2005. [N. del T.]

4 Secretario general del Partido Comunista Francés entre 1930 y 1964. [N. del T.]

5 Brassaï, Conversations avec Picasso, París, Gallimard, 1964, p. 98 [Traducción española: Brassaï, Conversaciones con Picasso/Brassaï, Madrid, Turner, 2002]. Citado por Hélène Seckel, Musée Picasso, Guide, París, Reunión des musées nationaux, 1991, p. 120.

6 André Malraux, La Tête d’obsidienne, París, Gallimard, 1974, pp. 34-40

7 Raymond Klibansky, Edwin Panosfky y Fritz Saxl, Saturne et la Mélancolie, París, Gallimard, 1989, pp. 210 y ss. [Traduc-ción española: Raymond Klibansky, Edwin Panosfky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía: estudios de historia de la filosofía de la naturaleza, la religión y el arte, Madrid, Alianza Editorial, 1991].

El desnudo y la norma. Klimt y Picasso en 1907

En 1907, en Viena, Gustav Klimt acababa el más hermoso de sus retratos con fondo de oro, y seguramente también uno de los más hermosos cuadros que ha producido el arte de Occidente. Se trata del Retrato de Adèle Bloch-Bauer [Il. 6]. El mismo año, en la otra punta de Europa, en ese finisterre del continente que era París, otro pintor destinado a hacerse ilustre, Picasso, decidía dejar definitivamente inacabada la gran tela en la que había estado ocupado durante largos meses, y que más tarde sería conocida con el nombre de Las señoritas de Avignon.

Allí, lujo, calma y deleite, aquí, horror, fealdad y convulsión. La mente siempre experimenta cierta dificultad al comprender la contemporaneidad de los fenómenos, cuando éstos no sólo no parecen desarrollarse en el mismo planeta, sino que tampoco pertenecen a la misma historia. Y, sin embargo, se emprende la aventura… Aunque ambas obras, a ojos del tiempo, tengan la misma importancia y despierten la misma admiración, ¿qué significa el que surgieran en un mismo punto como reflejos disimétricos? ¿Qué pasó entonces para que cambiara, como se suele decir, el curso de la historia?

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6. Gustav Klimt, Retrato de Adèle Bloch-Bauer I, 1907, óleo sobre tela, 138 x 138 cm., Viena, Österrecheische Galerie.

Orden y desorden

«Apiadaos de nosotros», escribía Guillaume Apollinaire, en medio de la guerra, en 1916, «de nosotros, que vivimos esta larga pendencia del Orden y la Aventura». La expresión de sentimientos puede sorprender: al menos zanja el futurismo optimista que hasta entonces había cantado el poeta. ¿Puede la modernidad, como pendencia renovada del Gran Siglo, suscitar la compasión de los que asisten a su antagonismo?

Lo cierto es que, a comienzos de siglo, cierto número de desórdenes interviene en lo que se ha dado en llamar, siguiendo a Henri Focillon, «la vida de las formas»1. Más exactamente, entre 1905 y 1915, durante un decenio que retrospectivamente nos parece fabulosamente rico, se desarrollan, se cruzan, se contradicen y se superponen, nacidas casi simultáneamente en todos los países de esa antigua Europa que Stefan Zweig recordará como «el mundo de ayer», transformaciones profundas en nuestra manera de representarnos un cuadro, una obra de arte. Al mismo tiempo, en Viena, en el corazón de Europa, en torno a Julius von Schlosser, Wichhoff, Riegl, los fundadores de la escuela vienesa de historia del arte, se elaboran por primera vez los principios susceptibles de dar cuenta de las leyes de organización de esa vida de las formas.

Por una parte, desórdenes, desviaciones, desregulaciones, incluso mutaciones brutales ante las que la crítica, desconcertada, reacciona con burla, y a las que aquélla llama, según lo que cree comprender, «cubismo», «fauvismo» o «expresionismo». Por otra, puesta en orden, ordenación, teorización de los métodos de acercamiento a las obras de arte, no sólo a las consideradas más nobles hasta entonces, sino a todas, también a las consideradas menores o secundarias, el arte bizantino del siglo VI, por ejemplo, o los motivos ornamentales de los tejidos y la alfarería.

La historia del arte parece constituirse como ciencia al mismo tiempo que el arte parece destituirse como práctica. Al menos, al mismo tiempo que el artista sufre un cambio de estatus, después de todo tan considerable como el que, amediados del siglo XVIII, había hecho que se lo nombrara con el sencillo y glorioso nombre de «artista» o el que, en 1808, en Francia, iba a dar curso al adjetivo «artístico» en su sentido actual.

Problema de terminología: si por definición llamamos «artísticas» a las diversas producciones que recogen los museos, del romanticismo al fin de siglo, ¿podemos añadir el mismo calificativo a los objetos que a partir de 1920-1930 recogerán, aislarán y presentarán nuevas instituciones, bautizadas «museos de arte moderno» precisamente para distinguirlas de los museos de bellas artes al uso? ¿Acaso esos objetos no son irreductibles, a causa de la mutación de la que han sido víctimas entre tanto, a la ficción metodológica que acaba de constituirse al mismo tiempo con el nombre de Kunstgeshichte, historia del arte, al igual que son incompatibles con esa teoría del conocimiento de las formas que acaba de tomar cuerpo con el nombre de Kunstwissenschaft, ciencia del arte? Irreductibles e incompatibles, al igual que sólo mediante un abuso del lenguaje y el efecto de una ilusión óptica, ficción teórica de una historia lineal y pereza de una nomenclatura habitual, englobamos bajo la rúbrica de «arte» los objetos preciosos salidos de las artes mechanicae de la Edad Media y los trozos de madera de los que habla el etnólogo, «recubiertos de una espesa costra en la que se confunden los aceites vegetales, los huevos, el alcohol y la sangre» y que aún hoy adoran, como en el siglo pasado, ciertas tribus de Dahomey y Nigeria2.

Crisis del espíritu

¿Qué hace que, a partir de cierto momento histórico, una práctica llamada «artística» bascule y se convierta enalgo que ya no tiene nada que ver con lo que era antes? Disputa nada académica, pero que compromete de forma muy real a la idea que nos formamos tanto del arte actual como, por efecto retrospectivo, del sentido que damos a lo que se hizo ayer3.

1905-1915: en sí misma, la guerra no tiene nada que ver con el fenómeno. Los elementos de la revolución, y su extensión, ya están ahí antes de que se desencadene el conflicto. Y se detiene antes del fin de éste: lo que en 1919 se llama «regreso al orden», dicho de otra forma, el rechazo de las experiencias vividas durante ese periodo, no es consecuencia de la guerra; se manifiesta desde 1916, en medio de la guerra. La guerra se desarrolla, por lo tanto, sin que en apariencia cambie ningún destino singular ni aventura colectiva, salvo en tanto hace aparecer prematuramente a ciertos protagonistas, como Franz Marc, Gaudier-Brzeska o Raymond Duchamp-Villon. Pero no afecta a la vida de las formas: la acompaña, participa en su revolución. En realidad, sólo es la parte más ruidosa y espectacular, el efecto más fulminante de esa crisis del espíritu que Valéry describirá en 1919, el mismo año en que André Lhote, en la NRF4, encumbra el término «regreso al orden». Las revoluciones artísticas sólo habrán sido sus pródromos. El estruendo de una bomba lanzada por un Taube5 no perturba los placeres particulares del barón de Charlus más que un trueno en uncielo de tormenta. Y el escándalo de Parade6, en mayo de 1917, es un suceso parisino y mundano que no parece desarrollarse en el mismo planeta en el que se desarrolla la batalla de Champagne, en el que se amontonan los cadáveres de Verdun.

Pero destaquemos ciertos rasgos.

Si los historiadores del arte están de acuerdo en ver en 1905 el año en que «todo» comenzó, los historiadores sin más ponen la misma fecha al momento en que «las cosas» nunca volverán a ser como antes. Hasta entonces, se disertaba sobre la guerra, pero no se creía en ella. El ostentoso desembarco de Guillermo II en Tánger, en marzo de 1905, provoca el sobrecogimiento. Desde ese momento, la guerra se convierte en una obsesión. En el año que sigue, la onda de choque provocada por el hecho va a extenderse a toda Europa. La amenaza de una conflagración inminente y generalizada ha salido del dominio de lo posible para entrar en el de lo real. Y la idea de un Apocalipsis, impensable hasta entonces, penetra la sensibilidad del hombre moderno, de la que no ha vuelto a salir. Charles Péguy, fino sismógrafo, no se equivoca respecto de la importancia de esa ruptura repentina: «En el espacio de esas dos horas», escribe después de conocer el discurso de Tánger, «un nuevo periodo ha comenzado en la historia de mi propia vida, en la historia de este país, y, seguramente, en la historia del mundo7». Esa crisis del pensamiento humanista coincide así con la crisis estética que está produciéndose en el mismo verano de 1905, cuando, precisamente al salir de un largo servicio mi-litar, Derain y su amigo Matisse esbozan en Collioure los principios de un arte que no tendrá nada que ver con lo que se ha hecho hasta entonces. La onda de choque, poco a poco, alcanzará a Braque, Picasso, Van Dongen y todos sus sucesores.

Se me dirá que no puede inferirse nada de tal coincidencia. Pero destaquémoslo: entre marzo y verano de 1905, se desarrolla una serie de hechos que descompone el curso de la cosa política y la cosa espiritual.

Recordemos también que, si la Primera Guerra Mundial es el primer conflicto que, por sus dimensiones planetarias, puede llamarse «Gran Guerra», también es el momento en el que el arte, por el contrario, deja de poder llamarse «grande»: el «Gran Arte», en el sentido que le da Littré, «la gran manera apropiada para los asuntos nobles, las composiciones vastas», parece haber cedido su grandeza a esa otra forma del ingenio humano que es la guerra. Librada en lo sucesivo con medios técnicos tales que eclipsan para siempre el poder de las «máquinas» a las que las Bellas Artes estaban acostumbradas, fascina a muchos de los artistas más notables del momento, que ven en ella la forma suprema de actividad artística. Ése al menos es el sentido de los manifiestos de Marinetti, de los poemas de guerra de Guillaume Apollinaire, de las notas de Fernand Léger, de los primeros relatos de Ernst Jünger y de tantos otros… La Gran Guerra, por lo menos al principio, se vive como una suerte de enorme entrada triunfal cuyo decorado ha sido levantado por la técnica moderna, más deslumbrante que los que antaño se preparaban para los emperadores, y que festeja la llegada del hombre nuevo, de ese Angelus novus que el arte moderno tiene como misión anunciar y bautizar8.

Señalemos, corolario de esta primera reflexión, que la Gran Guerra es la primera que ve la movilización general: las guerras, hasta entonces, las hacían cuerpos especializados mantenidos por el Estado. Desde entonces, las harán todos. El servicio militar se convierte en el uso forzoso y universal de la violencia al servicio de los objetivos del Estado.