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Vidas ordinarias

Sara Leizeaga

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© Vidas ordinarias

© Sara Leizeaga

ISBN papel: 978-84-686-1160-0

ISBN pdf: 978-84-686-1161-7

ISBN ebook: 978-84-686-1162-4

Editor Bubok Publishing S.L.

Impreso en España/Printed in Spain

Índice

Primera parte

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Segunda parte

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Tercera parte

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

PRIMERA PARTE

I

La alternancia de sus diferentes nacionalidades, a las que ocasionalmente se veía compelida dependiendo del destino, la inducía a una especie de malabarismo en el que los pasaportes hacían de mazas por la imposibilidad de ser identificados en el desorden de su bolso. Mientras, detrás de sí, se formaba una cola cada vez más numerosa, compuesta por unos pocos que, como ella, viajaban en primera clase. Ello servía de acicate para inflamar unos nervios de por sí caldeados que no cesaban de envolverla como una segunda piel. Por último, acabó vaciando el contenido sobre el mostrador ante el exiguo resultado. Urgía rescatar la documentación necesaria para poder embarcar, incluso siendo temprano. Frente a ella, una azafata, que aun destilando encantos artificiales por doquier, no lograba disimular la crispación que le provocaba lo caótico de la situación. Otra vez igual; Ana recaía en una escena tantas veces repetida que ni la experiencia ni los malos tragos del pasado habían logrado enderezar. Era consciente de su vulnerabilidad ante ciertas situaciones que, sin resultar extremas o requerir de grandes batallas personales, hacían de ella una personita endeble. Nos convertimos, acababa concluyendo, en esclavos de un tropiezo que en algún punto del camino nos subyugó y que luego vuelve a manifestarse reiteradamente, en parejas situaciones, rememorándonos de manera indefinida nuestra derrota. La eterna recaída se proyectaba por capítulos, cual fotomontaje reconstruido en tres episodios: una primera parte iniciada con la llamada al taxi a última hora, antesala causante del retraso con el que llegaría al aeropuerto. La segunda, que es la que acontece ahora, correspondía a la facturación, solo superada por suerte o por tratarse de un asiento preferente que no sufría las aglomeraciones habituales que se forman en clase turista. La tercera fase, concerniente al embarque y posterior despegue, se realizaba tras la ingesta de una buena dosis de pastillas que la llevaba al clímax de la proyección, que por desgracia, resultaba tan verídica como repetitiva. Su aerofobia fue responsable de varios sueños de juventud, en los que convertida en loca inventora lograba descubrir el medio de locomoción que permitiera prescindir de aquellos pájaros de acero a los que estaba irremediablemente atada por trabajo, familia o el gusto por viajar. Pocas cosas conseguían sumirla en un estado de exaltación tan desagradable. Todo comenzaba al pisar la terminal e iba en incremento según se acercaba al mostrador, especie de sala de torturas que le resultaba igual de demoníaca en cualquier país del mundo.

He aquí otra de las incontables reincidencias a las que se veía sometida sin haber obtenido nunca victoria alguna, aun habiendo utilizado todo tipo de medios: hipnosis, terapias diversas o ciencias importadas del Oriente, como el yoga o la relajación. En la actualidad intentaba al menos presentarse con amplio margen de antelación para evitar ciertos disgustos o trataba de contenerse para no exhibir su malestar. Finalmente consiguió consensuar billete y pasaporte, facturar el equipaje y pasar el control de seguridad. Le quedaban dos horas por delante, por lo que se abandonó a la inercia mecánica que confiere el deambular sin rumbo fijo.

De repente, esta especie de letargo fue interrumpido por una voz estertórea que informaba en varios idiomas del retraso que sufriría el vuelo con destino a Zaragoza. El pregón no especificó más detalles y lo dicho quedó plasmado en el panel de salidas. De tanto repetirse, esta desgracia menor se había convertido en algo frecuente para el pasajero medio y había llegado incluso a anular cualquier atisbo de voluntad reivindicativa. Acostumbrada a tales desencuentros, recibió la noticia con serenidad estoica y dirigió sus pasos hacia un establecimiento de libros para abastecerse de varios ejemplares que pudieran cubrir aquel tiempo muerto que se presentaba sin previo aviso. Después de inspeccionar entre la variadísima oferta, adquirió algunos de lo más dispares para luego abandonar la librería, acompañada de dos nuevos fardos que venían a sumarse al equipaje de mano original. Éste no era otro que el eterno e incondicional bolso siempre presente, compañero indiscutible de fatigas que incluso mudando siempre de modelo era en esencia único, siendo adoptado como prolongación de su brazo. Su siguiente destino fue la cafetería, cuyo máximo atractivo era la calma que ofrecía, privilegio obtenido por estar algo alejada del centro de mayor trasiego. Tras instalarse en una pequeña mesa, el espacio de madera resultó invadido por el tropel de libros esparcidos desordenadamente. A pocos metros de distancia, una presencia la observaba. Correctamente ataviada, la empleada de uniforme impoluto esperaba con paciencia a que la recién llegada realizara su petición. Apercibida finalmente de la figura que frente a ella se alzaba, pidió un café acompañado de una pieza de bollería americana, repostería industrial a la que se había aficionado desde su estancia en el país de los rascacielos. La celeridad del servicio y la corrección en el trato merecieron su más rotunda aprobación y reafirmaron su intención de seguir frecuentando aquel establecimiento en próximas ocasiones. Además, el aeropuerto de Ginebra tampoco estaba provisto de gran cantidad de cafeterías.

Más relajada y en compañía del nutrido número de volúmenes, procedió a hojear sus páginas aleatoriamente hasta posar su mirada en la descripción de unas piezas procedentes de una cultura antiquísima sobre la que estaba trabajando. Intentó centrar su interés en lo que de manera distendida allí se describía, mientras buscaba mediante el autodominio controlar aquel punto del cerebro donde se había originado una pequeña rebelión. Contrariaba su voluntad, por estar reivindicando su derecho a fluir libremente por otros derroteros que no fueran los impuestos por la parte racional más represora.

Al final se dio por vencida y cedió a las exigencias de un día de fiesta por parte de su ello, que harto de plegarse siempre a todos los requerimientos del súper yo había decidido plantarle cara y defender su ya casi extinguida parcela de poder. Arrellanada de forma poco decorosa en la silla de estilo minimalista, cuyo color rojizo hacía juego con un variado número de complementos, todos ellos de diseño, huyó mentalmente del plano terrenal fustigada por aquel lado suyo que a veces resurgía de manera insondable. Se sentía transportada al cementerio donde descansaban sus fósiles más ancestrales, especie de planeta de composición subjetiva y mental, edificado mediante retazos de recuerdos elegidos al azar y que, exento de orden, adoptaba la forma de un retablo donde se acoplaba de manera aleatoria. Era la principal fuente que nutría la perspectiva con la que su autora habría de juzgar su propia biografía.

El despegue arrancó con una suave elevación que facilitó sobrevolar sus evocaciones más recientes y dolorosas, a las que apenas quiso dedicar algo de atención. Luego de transmontar su historia contemporánea, cruzó terrenos donde se erigían ruinas anteriores, vivencias semienterradas cuya sedimentación había provocado la gestación de diversas fallas. Los diferentes períodos eran identificados por sus tonalidades, que hacían de etiquetas geológicas. Este memorándum rupestre contenía su peculiar cronología donde se hacía mención de los hechos más significativos, victorias y derrotas, causas y efectos; tesis y antítesis, igual a síntesis de la que nacería la base donde trabajar un nuevo presente.

Lamentablemente, el piloto que marchaba hacia sus profundidades se mostró más exigente y caprichoso de lo normal, deseoso de llegar a zonas largamente ignoradas y que se mezclaban con los confines mismos de su existencia. Ana descubrió lo extraña que se sentía rememorando la prehistoria de su más tierna infancia, cuando todo se resumía a las cuatro paredes donde vivía con sus padres; en aquel letargo donde los días transcurrían sin prisa en el pequeño pueblo que la vio nacer. Una sonrisa eginética se esculpió en su rostro ante el melancólico regreso al más primigenio de sus pasados, cual anuncio televisivo de turrones o productos comercializados en navidades, de tal manera que enternecieran los maduros corazones ya pétreos. Estampas de los años en que, todavía inocentes, recibían cualquier manifestación exterior como dádiva del destino. Una postal familiar se recreó allí, frente ella, con la imagen de una chiquilla con trenzas que le era harto conocida. Observaba a la escolar de primaria que tras abandonar su pupitre corría a casa, a sabiendas de la merienda que le tenía preparada su madre. Esta especie de bodegón flamenco, que ahora se le presentaba con total nitidez, se componía de un gran tazón de chocolate y un par de tostadas. En sus lomas aún calientes se vertía la mantequilla para generar así la fusión idónea, sazón de un gratinado perfecto. Aunque no era una niña caprichosa, sí que poseía ciertos antojos, como hincar sus pequeños dientes en el pan horneado recién impregnado de mantequilla, que por aquel entonces era de una pureza total. Exenta de cualquier intervención industrial, era almacenada en grandes tinajas de barro a la par que otros productos lácteos también adquiridos directamente de las granjas. Pensó, sonriendo, en la inexistencia de envases de plástico o de conocidas marcas que hubieran implantado su monopolio a expensas de legislaciones propicias que defendieran sus intereses a través del menoscabo de los productos tradicionales, ya fuese reprimiéndolos económicamente o alegando para su boicot razones de salud.

Disparada, corría a través de la alameda, arteria principal de la villa y espacio donde estaban instalados los edificios más notorios, entre ellos la escuela pública. Este viejo caserón fue obsequiado por el único indiano del pueblo del pueblo, quien quiso con esta obra dejar su impronta en el lugar. En aquella carrera sin apenas obstáculos reproducida diariamente por la niña, se erigían en ambos flancos de su recorrido diferentes construcciones, entre ellas el insigne ayuntamiento. Obra de un arquitecto italiano de nombre impronunciable, acusaba influencias berninescas y despuntaba por una riqueza decorativa tan excepcional que la implantación de tamaña producción en terreno tan remoto fue siempre de difícil comprensión para todos los que participaban de su contemplación. Los lugareños nacían y se criaban aceptando aquella extravagancia como algo natural. La estimaban con una especie de condescendencia que coincidía con la que es aplicable a los defectos ajenos que no resultan dañinos y cuyas posibilidades de cambio son nulas. Eran los extraños quienes, arrastrados por la casualidad o llevados por la necesidad, dada su cercanía respecto al país galo y por ser lugar de paso, quedaban estupefactos ante la obra. Resultaba un tanto surrealista en aquel entorno agreste, rodeado de campiñas y bosques.

Dicho fenómeno influyó en la conversión de los habituales viandantes en prosélitos de la noble causa del arte, divulgadores de aquel milagro arquitectónico por ser inevitable el abordaje de algún foráneo en busca de información. Ellos se limitaban a responder lo que la tradición oral establecía. Las hazañas convertidas en mito de un vecino que, emigrado a América, probó suerte y logró amasar una fortuna de valor incalculable. El indiano, sintiendo añoranza de aquella tierra a la que perteneció, dejó en herencia a sus conciudadanos notables edificios y la fundación de servicios públicos hasta entonces inexistentes. Y si el extraño insistía en recopilar mayores datos sobre la casa municipal, el amable lugareño hacía caso omiso de su petición, pues continuaba con la enumeración de todas las obras implantadas por la generosidad del hijo pródigo de la villa. Se incluían, entre otras, un pequeño hospital, la canalización del agua que transportada desde la montaña era distribuida a través de los manantiales que salpicaban todo el casco urbano o la casona transformada en escuela. Asimismo, el interesado no solía quedar del todo satisfecho, por lo que su curiosidad insaciable acababa por dirigirlo al ayuntamiento. La escasa plantilla, harto acostumbrada a tales visitas, había optado por plasmar lo más relevante en un folleto donde el mejor dotado para la taquigrafía había invertido varias tardes en realizar una veintena de copias en una época en la cual las fotocopiadoras, o en su caso las impresoras, eran cosa desconocida.

La corredora, ajena a la admiración que suscitaba una figura tan familiar, solía proseguir su ruta sin hacer caso de las presencias inanimadas que flanqueaban su paseo diario, ejemplares estos más modestos pero que igualmente correspondían a las familias más adineradas. Construidas con sillares de piedra gruesa, exhibían una desnudez que denotaba lo escaso de su ornamentación, teniendo como única ostentación permitida el blasón que señoreaba en el frontispicio, broche de oro que otorgaba al compacto bloque un aire de nobleza hidalga. Eran construcciones erigidas por artesanos, cuyos gremios habían hecho de la calidad su máxima, y prueba de ello era la longevidad de la que hacían gala, sin apenas sufrir grietas y con los cimientos en perfectas condiciones.

Todos los edificios a los que nos referimos estaban cómodamente instalados en la parte central de la alameda, paseo que a su vez hacía de plaza, ya fuera por los numerosos árboles autóctonos con los que estaba acicalada, como por los bancos, forjados en hierro y de complicada traza. Estos asientos públicos aguardaban complacientes la visita de algún vecino en busca de descanso, charla o la observancia de los que circulaban.

Retomando el itinerario infantil y finalizado este tramo que desembocaba en la calle Tendería, se iniciaba la senda de los comercios con el almacén de la Mari, especie de negocio de ultramarinos donde se exponían, como si de obras de arte se trataran, todo tipo de géneros, desde los relativos a la alimentación, que eran los que los autóctonos no podían procurarse por sus propios medios, hasta los que se tildaban de productos de lujo, como los relacionados con la vestimenta, decoración, juguetería o mobiliario de cocina. Se procuraba llenar los estantes con lo mismo que fuera adquirible en cualquier ciudad, por lo que la tendera se desplazaba semanalmente para reponer las subsistencias y descubrir, de paso, alguna novedad que pudiera engrosar su ya amplia selección de productos. Era éste uno de los puntos flacos donde Ana tendía a interrumpir sus pasos, cautivada por los juguetes y demás mercadería infantil que allí se exponía, o simplemente por el hechizo de los tentadores caramelos o pasteles, especialmente los de chocolate, que emitían su canto de sirena desde el otro lado del cristal. Le ofuscaba por varios segundos el deseo de su tan ansiada merienda, especie de Ítaca con la que esperaba reunirse en breve. Despertando de aquella corta hipnosis, reemprendía la marcha para atravesar lo que le quedaba de calle, es decir, el espacio donde se concentraban la botica, la taberna y la carnicería, para luego girar a la derecha donde se ubicaba su destino final: la zapatería regentada por su padre. Aquí, además de confeccionarse modelos de todo tipo, se arreglaban los zapatos estropeados de la mayoría de los lugareños, que permanecían fieles al establecimiento debido a la presteza del dueño. Arriba vivía su familia, unidad compuesta por su bella mujer y sus dos hijos, Ana y Pablo, dos niños a los que resultaba difícil apreciar signos visibles de su parentesco, tan diferentes como eran en todos los aspectos.

En aquellas reminiscencias de lo que fue, falta citar un sitio ineludible y único: la vieja biblioteca. El edificio público se mantenía excluido, alejado de las demás instalaciones oficiales, aunque de su casa solo distaba unos pocos metros. Se trataba de un espacio reducido, compuesto por dos irrisorias salas con escasa capacidad para la gran afluencia de lectores que soportaba y que a duras penas podía cobijarlos. Sus moradores habituales, los libros, permanecían hacinados en estanterías que estaban ancladas en las paredes. Eran ejemplares que sufrían un fuerte desgaste, por ser pocos los tomos y muchos los usuarios que los devoraban con fruición. Aquella humilde casa de lectura jugó un papel fundamental en la gestación de su niñez, siendo determinante la cercanía respecto a su casa. Este factor serviría para convertirla en su más asidua visitante y en la última en abandonarla mientras portaba siempre un volumen bajo el brazo.

Alcanzada la meta, la colegiala procedía a golpear sistemáticamente la aldaba de una puerta de dimensiones desmesuradas, que apenas casaba con el edificio, de corte más humilde. Abierta en el acto por su madre, la niña casi ni la saludaba, entrando como un rayo en dirección a la cocina, lugar donde le esperaba su trofeo. Sobre la robusta mesa de madera aguardaban fieles, como de costumbre, el gran vaso de cacao caliente y su acompañante, la crujiente rebanada recubierta de mantequilla, que fundida al instante, invitaba a su destinataria a engullirla antes de su inevitable solidificación. A estos alimentos se añadían el calor de un buen fuego y la presencia del libro, extraño objeto del que desconfiaban los demás componentes del bodegón merendero, ya que nunca parecía ser el mismo. Se sorprendían de los cambios que se operaban en ese amasijo de papel, puesto que mudaba de aspecto continuamente, con cambios regulares tanto en el color de la cubierta como en los garabatos escritos. No dejaban de comentar lo coqueto que les parecía aquel ser tan ajeno a ellos, tan dado a modificar de vestimenta, obviando el hecho de que eran diferentes novelas que se iban turnando con gran frecuencia. Desconocedora de tamañas diatribas procedía a arrojarse sobre la torrada, primer destino donde aplacar su apetito; digerido el trozo de pan, tocaba colmar su sed con la libación del delicioso brebaje, mientras sus ávidos ojos devoraban el transcurso de la trama que, inconclusa, había permanecido a la espera de ser retomada. Este pasaje del libro se le asemejaba el más interesante por la fuerza del suspense.

Ana seguía vagando, cabalgando por las llanuras de su primera infancia, cuando la agradable camarera se acercó para preguntarle si deseaba algo más. Respondió de manera afirmativa, lo que la llevó a sumar un botellín de agua a la factura pendiente de pagar. Sintiéndose irremediablemente arrastrada por la fuerza del recuerdo, se encontró otra vez subida en una silla con las piernas colgadas por lo cortas que resultaban, balanceándose sin parar, como si obedecieran a las directrices de algún nervio con iniciativa propia. Atenta al ineludible desenlace que en el transcurso de varias líneas se revelaría, tendió a omitir otros quehaceres. Esto obligó a su madre a interrumpir ese estado de concentración, en otro intento por transmitirle el sentido de la responsabilidad y el trabajo mediante una blanda disciplina.

El pequeño pueblo, teatro donde se escenificó su infancia, se le manifestaba por aquel entonces como algo transitorio, estación de paso cuyo abandono no resultaría traumático. Enclavado en un lugar fronterizo con las montañas como límite natural, su implicación iba pareja a lo que durara su hospedaje, relación que caducaría tan pronto como se extinguiera dicha convivencia. Difería de los suyos, que siempre tomaron aquella tierra como algo insustituible.

En el organigrama genealógico referido a la estirpe actual tenía asignado el papel de hermana mayor en el seno de la parejita estándar, tan del gusto de los matrimonios actuales. Su segundo componente era su hermano menor, del que poco podía decir. Muchos habían sido los intentos, y pocos los logros, por mejorar una relación fraternal que nunca cuajó y que arrastró durante años la falta de una comunicación que debería sostenerse en parentescos tan cercanos. A diferencia de ella, Pablo legó su total entrega al contexto local donde fue alumbrado, sobresaliendo como ciudadano ejemplar de Villena; incluso llegaría a alcalde y se mantendría en dicho puesto durante muchos lustros. Elegido por mayoría absoluta, estaba avalado por los magníficos resultados obtenidos como gerente en los asuntos municipales y que difícilmente serían superados con posterioridad.

Con una diferencia de dos años, esta distancia de edad no justificaba sus profundas divergencias, que darían origen a la indiferencia, condimento estrella con el que sazonar el trato al que estaban obligados. Tan diferentes eran, que interactuaban como dos polos opuestos, siendo rotundamente inefable que lo de que a uno le sobraba, le careciera al otro y así hasta el infinito; especie de dúo harto reproducido en la historia, versión actualizada de Abel y Caín pero con sexos opuestos, que apenas se extrañaron una vez finalizada la cohabitación. Ahora, el recuerdo de su hermano se le antojaba como algo espaciado pero todavía punzante, especie de deuda no satisfecha con su currículo vital, por no zanjar de manera amistosa la discordia en un vínculo que ella hubiera deseado cordial y estrecho. Pero el destino se había confabulado para que entre ellos, que en definitiva y atendiendo a razones de consanguinidad deberían prodigarse gran cariño, no hubiera más que una profunda brecha encubierta por el tratamiento correcto y un tanto frío que emanaba de la cívica resignación de su mutua antipatía.

Casi no recordaba la llegada al mundo de aquella presencia, sentida por primera vez a partir del decrecimiento de atención que le prodigaban sus padres como única soberana que era. Luego, tras el descubrimiento del nuevo habitante y tras una etapa de adaptación por la defenestración sufrida, intentó adoptarlo como compañero de juegos. Esta tentativa nunca se cumplió, ya que su hermanito siempre mostró síntomas de somnolencia y aburrimiento ante unas diversiones demasiado ilustrativas y tranquilas, al tratarse de un niño dotado de un vasto potencial de movimiento. Tan pronto como Pablo descubrió en el vecindario a un enano de su edad, emigró de la seguridad del hogar para lanzarse al mundo de la acción. Fueron el fútbol y la lucha con palos los máximos exponentes de esa necesidad vital por la actividad constante. Posteriormente, otros se fueron uniendo al grupo, que adoptó como lugar de encuentro un descampado que mediaba entre la biblioteca y la zapatería paterna. Esta especie de campamento base sería el lugar de operaciones una vez constituida la pandilla, núcleo aglutinador resultante de la unión de todos los niños, cuya edad era similar. Quince eran sus componentes, que diferían en cuanto al color de pelo, altura o espesor de grasa, pero cuya individualidad quedaba diluida al constituirse en batallón de salvajes. Con apenas ocho años, se habían convertido en el terror de la comarca, dada la virtuosidad con la que ejecutaban sus travesuras.

Contaba su madre que recién parido y tras ser depositado en sus brazos, difícilmente podía reconocer en aquel trocito de carne los rasgos de una personita corriente, ya que una densa mata de pelo lo cubría, emparentándolo más con un chimpancé que con un homínido.

–Se hubieran podido confeccionar varios abrigos con todo aquel pelo que te cubría hasta los ojos –comentaba ella sonriente y llena de ternura–. Pensaba que se habían confundido de criatura al traerte a mis brazos. Yo, que apenas necesito depilarme por el poco vello que tengo.

Durante los meses posteriores, el pequeño monito fue deshaciéndose de aquella mata, que esparcida por las diferentes estancias de casa fue creando diversos mosaicos en comunión con las condiciones preestablecidas del suelo; una depilación natural gestada durante varias semanas y que descubría poco a poco las facciones que se ocultaban bajo la negruzca capa. El primer rasgo cognoscible correspondió a la naricita que se perfilaba con ligera inclinación, advirtiendo de la dirección que adquiriría. Herencia paterna, claramente identificable por el gran parecido que guardaba con la protuberancia que señoreaba en el perfil de José Mari. Luego se despejaron otras zonas del cuerpo, ojos, cara, hasta que un cuerpecito de apariencia rolliza concluyó con aquella metamorfosis que pronosticaba, además, una carrocería física que prometía mucho: una robusta complexión, vaticinio en un futuro confirmado. Se presentó como comilón insaciable, carente de las manías culinarias que caracterizaban a su hermana, y siempre dispuesto a engullir las sobras de los otros. Eran estos los pocos ratos que aún compartían como inquilinos emparentados, manteniendo parcos diálogos solo extensibles si había algún interés personal de por medio. Explotaba entonces el volcán de objeciones y reproches largamente reprimidos que hacían olvidar el origen mismo de la disputa y que unos padres de siempre acostumbrados intentaban apaciguar al actuar de mediadores. Aquellos árbitros de su propio linaje intuían un fondo de animadversión latente entre ambos oponentes, si bien omitían hacerlo público por lo doloroso. Estas sospechas les atosigaban de forma especial y lacerante al contemplar a sus vástagos agredirse mutuamente.

Ana sintió un hondo malestar, manantial de remordimientos proveniente del escollo pendiente de reparación, desarreglo que tantos disgustos había originado a sus padres. Terceros inocentes, verdaderos damnificados por las nefastas consecuencias de tanta tirantez que enarbolaron como emblema de guerra. El matrimonio bien avenido jamás levantó la voz ni hizo reproches a esos seres que con tan marcados caracteres habían engendrado. Y aun habiendo intentado inculcarles el respeto mutuo cuando todavía había margen para ello, la educación no pudo doblegar ese puro instinto de aversión.

La quemazón ya intolerable la sustrajo de aquellas antípodas tan pocas veces frecuentadas tras volver a la cafetería que reconoció al instante. Advertida del lago rato transcurrido desde el último vistazo al panel de vuelos, se apresuró a recoger todo de corrida, dejando previamente una suculenta propina para luego encaminarse a la zona de embarque ante el temor de una posible pérdida. Invistiendo a sus pies una velocidad superior a la estipulada, no tardaron los elegantes zapatos, provistos de algo de tacón, en manifestar su desacuerdo mediante mensajes tácitos: crecientes fricciones contra la piel, pequeñas llagas, ampollas bastante molestas. Como resultado, la incapacidad de proseguir con esa marcha ante unos miembros inferiores impedidos. Eran, por así decirlo, unos zapatos fruto del capricho y cuyo máximo agravante residía en su reciente compra y el deseo expreso de su portadora de estrenarlos, aunque esto se tradujera en el sufrimiento que ahora padecía. Se maldijo por no resultar más práctica y haber escogido algún modelo más acorde con el trasiego programado, cuyos peores suplicios estaban aún por llegar.

Incorporada a la algarabía, al bullicio de las colas, epicentro donde se ubicaban las principales aerolíneas internacionales, pudo atisbar un punto de información indicativo del estado en el que se encontraba su cita con el avión. Nada de nada, sin noticias del asunto… presintiendo lo peor, se acercó al mostrador para interrogar a un joven tripulante de cabina, que la despachó casi al instante. Mediante grandes aspavientos le indicó que se personara más tarde, puesto que todavía carecían de cualquier previsión. Más malhumorada que de costumbre, y tras varias tentativas fallidas por aplacar sus nervios, tomó asiento en una incómoda silla, nada apta como lugar de cobijo, cuadrúpedo de plástico que abortaba todo intento de descanso por la dureza e inflexibilidad exhibidas.

Aquel día se tradujo como fatídico, no tanto por las tribulaciones accidentales de las que era víctima, como por la reminiscencia de unas vivencias tan actuales como preocupantes. Correspondía esta etapa a un período de grandes desequilibrios y escaso índice de satisfacción en lo que a algunas de sus facetas se refiere. Argumentaba como causas principales el desgaste emocional que había supuesto su ya finiquitada relación con un ser tan complicado como Rocco, la traición de quien consideraba su amiga y la fundamental, la que justificaba este viaje: la enfermedad de su padre.

Transcurridos pocos meses desde la ruptura, todavía le atosigaban escenas que trataban de su muerte como binomio, bifurcación definitiva de una senda afectiva que no debía continuar. Seriamente tocada por el embate, reconocía su imposibilidad de perdonarle. Y por añadidura venía a sumarse la grave dolencia que sufría José Mari, desgracia acaecida hoy mismo.

Necesitada de algún emoliente que la ayudara a combatir su centrifugado mental, marchó a por el asidero de su salvación. Su rostro reflejaba la inquietud que padecen las víctimas que son acorraladas sin piedad por sus más oscuros espectros. La solución le llegó en forma de escapismo consumista, diluyéndose, como náufrago que sucumbe a la llamada de la compra, en la zona comercial jalonada de tiendas con la rúbrica de duty free como gancho publicitario. Resultaba útil para aligerar la carga de culpa tras adquirir objetos de las más lujosas marcas. Dispendio de tamaña envergadura quedaba justificado con la rebaja que se aplicaba y cuyo precio final, si se comparaba con cualquier establecimiento a pie de calle, siempre resultaba más rentable.

Se internó en una boutique, especie de grandes almacenes en miniatura, cuyo género estaba compuesto por los diseños más selectos. Procedió a rastrear la zona de calzado con una ansiedad inusitada, actitud inaudita en una persona que invertía paciencia y amplitud de tiempo en dichos quehaceres, a sabiendas de lo ingrata que podía ser la prisa a la hora de decidirse por algo tan delicado como el zapato. Tras cruzar parte del departamento de moda femenina, sección versada en alta costura, llegó al límite donde prendas de estirpe más humilde colgaban con el cartel indicativo de prêt-à-porter. Se estacionó brevemente, mientras husmeaba entre los trapos, tan necesitada como estaba de alguna tabla de rescate que la ayudara a liberarse de sí misma. Su lenguaje corporal, que bien interpretado resultaba claro exponente de su estado anímico, estaba definido por la hipérbole en los registros expresivos: giros de cabeza excesivos, gesticulaciones extrañas, muecas grotescas en su rostro o la imposibilidad de parar o quedarse quieta. Ahora posaba su mirada aquí, al instante trasladaba su visión allá; todo un concierto ocular dirigido por la incesante búsqueda de un evasivo. Tras sucumbir por varios minutos a esta suerte de corrillo compuesto por sus propios desencuentros, pudo finalmente ser socorrida por la voz de la dependienta, cuyo sonido vocal en forma de pregunta sirvió para ahuyentar a los antipáticos demonios y devolverlos momentáneamente al baúl de despojos donde todo ser almacena sus miserias.

–Buenos días, ¿necesita que la ayude en algo? –le inquirió aquella jovencita, especie de ángel salido de las tinieblas.

–Sí, si es tan amable. Andaba buscando la sección de calzado. Pero he visto igualmente que tienen ustedes prendas de mujer muy elegantes y desearía que me mostrara las últimas tendencias en ropa de invierno –respondió ella con mansedumbre solícita, resultado de su tremebunda necesidad de calor social, entregándose a la dependienta como a la más excelsa de las causas.

La petición disparó un periplo de muestrarios con prendas que abandonaban su percha para ser exhibidas, siendo inmediatamente suplantadas por otras que corrían el mismo resultado, operación que duró lo que el interés de la clienta, cuyo semblante no parecía mostrar predilección alguna. Tocaron todo tipo de ropa, abrigos, trajes o vestidos de noche cuyo barroquismo, tanto por la abundancia de pedrería como por los tonos chillones, hacía imposible su adquisición frente al sobrio y correcto estilo de Ana. Lo que la jovencita desconocía era el valor terapéutico de aquel desfile sin modelos, especie de cura aplicada a la gentil señora, quien tras sortear las últimas tendencias en faldas, ya había abandonado su estado neurótico y conducido su mente hacia senderos donde la razón ilustrada era la soberana regente.

Con la sensación de alivio esparcida por todo su cuerpo y sin ninguna necesidad de seguir con aquella feria del trapo, se sintió en deuda con la psicóloga involuntaria. Le solicitó su colaboración para seleccionar un calzado que amortiguara el dolor producido por las llagas. Tras fichar unos que se manifestaban como idóneos, pagó el importe desmedido de su coste sin apenas percatarse. Salió del establecimiento con la doble compra que le suponía el regreso a su tranquilidad mental y el cese de las hostilidades con sus pies. Henchida de optimismo y deseosa de provocar un malevaje de acontecimientos que soplaran a su favor, apostó a que el avión despegaría en breve. En pocos minutos se confirmaba su pretensión y ello le animó a aventurar una pronta recuperación de su padre.

II

Ana esperaba con callada vehemencia la llegada de la adolescencia. Conocía de antemano los planes de su madre de enviarla a estudiar a la capital, puesto que siempre había intuido el deseo de realizar, a través de su persona, lo que a ella le fue vedado. Es por ello que siempre se implicó de forma personal en el desarrollo educacional de sus hijos, evitando cualquier desviación del recto seguimiento de las clases.

La tan anhelada pubertad significó el colofón de una etapa en la que su paso por la escuela se dio por clausurada. La adolescente fue licenciada con un diploma donde se exponían sus buenas calificaciones. Fue una ocasión única festejada con orgullo y alegría, acontecimiento que mereció un menú especial de mayor categoría que todos degustaron con satisfacción. La hilaridad festiva en el ambiente contagió por completo a todos sus componentes, evitando fricciones durante varios días.

Con las aguas vueltas a su cauce, los Goya decidieron apoyar la carrera académica de su hija. Se había manifestado como una excelente alumna, y dados estos antecedentes, fue fácil obtener el beneplácito de su familia para poder cursar sus estudios de secundaria, aunque ello significaba su traslado a la ciudad. Pocos habían gozado de una oportunidad como ésa hasta no hace mucho, porque lo normal era que los jóvenes comenzaran a trabajar una vez acabada la primaria y contribuir con su ayuda a la mejora del erario familiar. Por suerte, Ana disponía de una tía, hermana de su padre, que vivía en la ciudad, y la cual, tras ser interrogada al respecto, había aceptado gustosa la solicitud de hospedarla indefinidamente. Aquello aligeraba sustancialmente la carga que constituían sus gastos. Además, solicitarían una beca, que en el caso de ser otorgada, supondría una exoneración para los bolsillos paternos. Mercedes se mostró encantada ante la excelente oportunidad que se le brindaba de profundizar en el trato con aquella sobrina por la que siempre había sentido un especial cariño.

Aquel verano que precedió a su marcha lo pasó Ana inmersa en una especie de nube, como suspendida en la nada, teorizando a través de un infinito número de hipótesis diferentes todas las posibilidades que le podría deparar el tan cercano devenir. Aconteció que en los meses de julio y agosto las lluvias apenas cesaron de regar los campos y el pavimento urbano. Este hecho empujó a los lugareños a idear maneras ingeniosas para disfrutar de unas fechas teóricamente destinadas al asueto. Aquellas riadas sin fin que aguaron la época estival serían largamente recordadas al quedar impresas en el acervo colectivo. Sin embargo, había excepciones en la interpretación negativa del tiempo, entre ellas, las de los que sacaban provecho de los aguaceros y hasta agradecían al cielo su continuo mal humor. El zapatero José Mari pertenecía a este grupo, puesto que fruto de las tremendas tempestades vio incrementado el volumen de trabajo en una temporada que siempre destacaba por su escasez. Ante la avalancha de peticiones, decidió aprovechar las delicadas manos de su hija para tratar aquellos desperfectos, para los que sus ya encallecidos dedos no eran singularmente aptos. Sentada junto a la imponente presencia, parca en palabras y con la que apenas intercambiaba impresiones, pudo en aquellas contadas mañanas aprender más de sus largos silencios que lo que tantos años de escasa comunicación le habían enseñado. Acomodada en un pequeño taburete, remataba con especial dulzura los retoques finales del fino calzado o de calidad. Acabada esta tarea, procedía a sacar brillo a los zapatos recientemente arreglados, expectantes a su acicalado, siendo frotados aquí y allá, suela o tacón, mediante paño que iba sacando lustre donde más se requería y cuyas variaciones se adecuaban a la textura de cada par. Los pensamientos que acompañaban repetidamente al concierto de movimientos fluían acompasados al mismo ritmo que la ejecución. Concluidos sus deberes manuales y tras saciar los apetitos de un estómago vacío, comenzaba la fase vespertina de un estío en el que ejerció de pluriempleada. En ese momento era su madre quien la requería para repasar juntas todas las materias escolares, siendo consciente del retraso que podría sufrir la niña si se la comparaba con sus futuros compañeros. No es que desconfiara de las cualidades de la que había sido su profesora durante los últimos cuatro años, la señorita María Jesús, pero muchos habían sido los perfiles que habían compuesto una clase en la que los alumnos más brillantes hubieron de ceder a una rebaja de la materia por las dificultades mostradas por los menos meritorios.

Con la lluvia como telón de fondo cayendo de manera pausada sobre aquella naturaleza viva que tenía como marco la ventana del salón, madre e hija pasaban largas horas sentadas. Cara a cara, estudiaban al unísono las lecciones de aritmética, geometría o inglés, asignaturas todas ellas de especial atención por ser donde mayores lagunas manifestaba la que, por regla general, había sido una alumna de lo más aceptable.

–Es una niña aplicada pero a veces parece algo despistada, como si se encontrara ausente, alejada de la clase.

Este comentario era la sentencia con la que se daban por finalizadas todas las reuniones convocadas para dar nota de la evaluación general de la maestra hacia la alumna. Era su manera de decir que, incluso vagando mucho por las nubes, siempre alcanzaba a superar los presupuestos exigidos: aprobar los exámenes. La colegiala solía caer en una especie de modorra, estado de aletargamiento producido por el efecto soporífero de las peroratas de su profesora. En un auditorio de infantes de diferentes primaveras, sueños de aventuras, libres de todo control, eran desatados desaforadamente en sus mentes. Quizás era debido a tanta novela cuya temática resultaba demasiado avanzada para los que eran sus precoces y voraces lectores.

Ese verano, que sería definitivo en muchos aspectos, Ana evitó dicho comportamiento de evasión frente a su madre, intentando no quebrantar la ilusión materna por mejorar la instrucción recibida. Su hija, orgullo de sus ojos y a la que Pilar concedió todas aquellas tardes mientras compartían mesa, en la tarea de comunicarle todos lo conocimientos que ella de manera autodidacta había adquirido.

Fuera de aquella doble jornada laboral, el pensamiento sí que tendía a la sublimación, especie de excursión a la ensoñación que se componía de supuestas ocurrencias de lo que acontecería en un futuro que la esperaba a la vuelta de la esquina. Agosto concluyó con el adiós a lo ya conocido y dio paso a una partida desde siempre prevista y que, aun no siendo definitiva, solo se compensaría con escasos y fugaces regresos. Eran visitas intermitentes de reencuentro con sus padres o de naturaleza monacal; aprovechaba aquellas breves paradas para su reposo interior. Sin apenas salir de casa, lograba restaurar su alma perturbada por las circunstancias que surgían de una vida expuesta a la acción.

Marchó llegado el otoño a la capital de provincias, Santa Ana, lugar de una familiaridad superficial, sustentada por los viajes de rigor cuyas citas ineludibles incluían, sobre todo, chequeos anuales a médicos especialistas cuya figura no podía ser suplantada por el doctor de cabecera. Éste era el caso del dentista, al que de manera coercitiva estaba obligada a presentarse, siendo pasto de sus torturadores métodos a los que su desorbitado amor hacia los caramelos y la posterior mala limpieza de las encías le instaban a doblegarse. Por ello, asoció durante años la idea de ciudad con la sensación desagradable surgida en un contexto hostil, el despacho aséptico del facultativo con bata blanca sosteniendo sus tenazas, resultándole poco o nada atractivos sus traslados allí. Ahora, empero, con otra edad y con el deseo desbordado de dejar un lugar que no le otorgaba ningún margen para sus sueños de adolescente, la expedición a aquel destino anteriormente repudiado había adquirido destellos más favorables.

El trayecto en autobús lo realizó henchida de alegría. Antes se había despedido de sus padres, que intentaban controlar con disimulo el llanto que se iba agolpando con fuerza en sus ojos, mientras que su hermano ni siquiera acudió a la estación. La viajera no pudo percatarse del sufrimiento que azotaba a los suyos, tan absorta como estaba en su propio gozo. En el fondo, ellos siempre supieron que una vez crecidas las alas, el pájaro no tardaría en volar como quien busca su propio camino.

Una vez arribada a su destino final, todo sucedió a gran velocidad: la recién estrenada vida junto a su tía en un piso de reducidas dimensiones, en el que dos resultaban multitud, el cambio de horarios, rutas, etcétera. Inauguró las idas diarias a sus clases de secundaria correspondidas por una ilusión únicamente recreable en la primera juventud. Inyectada de una vitalidad extrema, insuflaba de vehemencia todos sus gestos, anulando cualquier tipo de racionalización del acto. Minimizaba la percepción del miedo a cotas ínfimas, siendo para ella absolutamente desconocido el significado de la muerte, última parada humana que a esa edad es ignota. Pronto se dio cuenta de que incluso habiendo sido una de las más aplicadas de su clase, distaba mucho del nivel que tácitamente se había impuesto entre el grupo de escolares que la acompañarían durante los próximos cuatro años.

Fueron aquellos primeros meses, lapsos de tiempo dominados por la inversión que de ellos hizo en el aprendizaje, estudiando día y noche, repasando sin cesar para poder así alcanzar a los otros y ser capaz de continuar de manera sosegada el fluido desarrollo de las materias. Su tía, apiadada de la férrea voluntad que guiaba las ansias de superación de su pupila, hacía las veces de madre postiza y profesora, impartiendo clases particulares a la nueva y única inquilina establecida en su piso. Reorganizó las pocas estancias de las que estaba compuesto el apartamento para recrear un ambiente de estudio más propicio. Aprovechó dicha circunstancia para hacer obligatoria la limpieza de unos armarios largamente abarrotados y que sufrían de una sobresaturación nunca resuelta. No obstante, la llegada de un nuevo miembro había servido de excusa para emprender una tarea que desde mucho se sabía necesaria. El pequeño cuarto destinado a las funciones de almacén, último destino de aquellas prendas u objetos que eran cesados de la privilegiada situación de ser utilizados en la inmediatez del uso diario, había sido un hervidero de cajas que, ordenadas por tamaño y antigüedad, encerraban todo lo depuesto y condenado al destierro. Estos cajones de cartón sacaron a la luz toda una serie de trastos que habían sido acumulados según transcurrían los años y que una discípula de Diógenes había ido amontonando paulatinamente, amnésica de su existencia tan pronto como estos eran depositados allí. Fue la llegada de un ser al que, sin conocer en exceso, profesaba gran afecto, lo que la llevó a ejecutar una tarea prevista en un inicio como breve. Sin embargo, al final resultó ser una especie de mudanza cuya ingente labor se prolongó durante varias tardes consecutivas. Por lo demás, Mercedes era una mujer pulcra y ordenada, tanto en el aseo personal como en la limpieza general del hogar. Hasta las cajas super-pobladas antes citadas estaban exentas de la capa de polvo que el paso de los días y la falta del trapo suelen generar.

La nueva organización que adoptó ante el incremento demográfico de su minúsculo palacio obligaba a duplicarlo todo, desde la despensa, en vista a lo que su sobrina tuviera a bien a digerir, hasta las medidas de los envases de limpieza, dando carpetazo a una soltería en lo que a la convivencia se refiere. Luego estaba el desconocimiento mutuo, escollo fácilmente superado tanto por el deber del parentesco como por una ligera e irracional sospecha de que algo superior las unía: una especie de rebeldía compartida que quizá nacía de unos genes cuyo peso soportaban por igual, dos gotas de agua que sufrían del mismo estigma heredado del que no podían huir y que las arrastraba a ir a contracorriente.

Transcurrido ese período de reconversión a su nueva realidad y tras haberse adaptado con más o menos éxito a los pormenores donde más foránea se sentía, comenzó para ella un nuevo tipo de reto, el de disfrutar la vida como tocaba a cualquier adolescente de su edad. Su experiencia respecto a la amistad había sido muy limitada, puesto que nunca había sido una persona demasiado extrovertida. Había vivido anclada en una pecera cuyas fronteras naturales hacia el exterior eran de tendencia proteccionista. Sin embargo, tras prescindir definitivamente de las últimas muescas de la personita que jamás retornaría, la personalidad sustituta de ese alguien perteneciente al pasado requirió de otros manjares anímicos de los que nutrirse, dada su condición de animal político con ganas de relacionarse.

Con el timón de los estudios bajo control y manteniendo la convivencia con su tía en términos de aceptable armonía, otras carencias comenzaron a manifestarse allá donde las anteriores habían dejado su vacío. Esta especie de átomos que arrojaban deseos insatisfechos correspondía básicamente a su aspecto físico y a la aceptación de los demás hacia su persona. Desde el escaño que ocupó en su clase, observaba en silencio y con discreta admiración a aquellos que portaban el rol, siempre repetido por los siglos de los siglos, de los más populares, con el líder en la cúspide, acompañado de la buenorra, que era entre ellas la más envidiada. Alrededor de estos iconos se agolpaba el resto de rostros secundarios, indefinidos y aduladores, deseosos de pertenecer a la élite de los afamados. Con la virtud de poder fijar su atención en varios flancos sin desviarse de ninguno, seguía con atención las clases sin perder detalle de todo lo que acontecía a aquellos seres ungidos por los dioses; especie de mitos de los que apenas le separaban unos metros y que por su parte, ni siquiera se habían percatado de su existencia.

En un primer intento por asemejarse a ellos, cuya aprobación tanto anhelaba, copió lo más aparente, los trapos con los que se vestían y que por ende simbolizaban su pertenencia a una tribu urbana. Su tía había escuchado con esmero las súplicas de una personalidad en pura gestación; deseaba renovar su vestuario, ya que todo lo que tenía resultaba carca, pasado de moda. Nadie viste así, sentenció en su afán por plagiar la imagen de sus entonces principales referencias iconográficas. Una noche cualquiera, Mercedes realizó una llamada a su cuñada, que la retuvo en línea un número indefinido de horas, manteniendo con ella una larga charla en la que se comentaron diversos temas, entre ellos, aquel que versaba sobre el cambio de indumentaria. Paralelamente, surgieron asuntos secundarios cuya menor importancia no les eximió de ser discutidos. Al final la charla degeneró en una reunión de estado donde se expusieron las directrices básicas de la futura educación de la niña. Colgado el auricular, la claridad de lo pactado arrojó luz sobre las pautas a seguir en su orientación, en el control de los actos que en la adolescencia resultan más fluctuantes.