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Copyright © Lola Books GbR, Berlin 2013
www.lolabooks.eu
Copyright © de la traducción: Carlos García Hernández

Queda totalmente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de explotación.

Título original:
How to create a mind: the secret of human thought revealed
Copyright © Ray Kurzweil, 2012
Publicado con el consentimiento de Ray Kurzweil
Todos los derechos reservados

Diseño de cubierta: Christine Wenning
Copyright © Christine Wenning
Impreso en Clausen & Bosse, Leck
ISBN 978-3-944203-05-8
eISBN 978-3-944203-17-1

Primera edición 2013

RAY KURZWEIL

Cómo crear una mente

El secreto del pensamiento humano

Con prólogo
de José Luis Cordeiro

Traducido del inglés
por Carlos García Hernández

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Contenido

Prólogo

Agradecimientos

Introducción

CAPÍTULO UNO

Experimentos mentales históricos

CAPÍTULO DOS

Experimentos mentales sobre el pensamiento

CAPÍTULO TRES

Un modelo del neocórtex: la teoría de la mente basada en el reconocimiento de patrones

CAPÍTULO CUATRO

El neocórtex biológico

CAPÍTULO CINCO

El cerebro antiguo

CAPÍTULO SEIS

Capacidades transcendentes

CAPÍTULO SIETE

El neocórtex digital de inspiración biológica

CAPÍTULO OCHO

La mente como ordenador

CAPÍTULO NUEVE

Experimentos mentales sobre la mente

CAPÍTULO DIEZ

La ley de los rendimientos acelerados aplicada al cerebro

CAPÍTULO ONCE

Objeciones

Epílogo

Notas

Índice

CAPÍTULO UNO

Experimentos mentales históricos

La teoría de Darwin de la selección natural nació muy tarde en la historia del pensamiento.

¿Se debió este retraso a que se oponía a la verdad revelada, a que se trataba de un tema absolutamente nuevo en la historia de la ciencia, a que era aplicable solo a los seres vivos o a que se centraba solo en los objetivos y en las causas finales sin postular un origen de la creación? Yo creo que no. Simplemente, Darwin descubrió el papel jugado por la selección, una forma de causalidad muy diferente de los mecanismos de acción-reacción* utilizados por la ciencia hasta ese momento. El origen de una enorme variedad de seres vivos pasó a poder ser explicado mediante la contribución hecha por aquellas nuevas características (seguramente de origen aleatorio) que les habían permitido sobrevivir. En la física o en la biología, muy poco o nada hacía presagiar que la selección fuera un principio causal.

—B. F. SKINNER

En último término, aparte de la integridad de la propia mente nada es sagrado.

—RALPH WALDO EMERSON

Una metáfora tomada de la geología

A principios del siglo XIX, los geólogos se hicieron una pregunta fundamental. Por todo el planeta había grandes cavernas y cañones tales como el Gran Cañón del Colorado en los EE.UU. y el desfiladero de Vikos en Grecia (el cañón más profundo encontrado hasta la fecha). ¿Cómo surgieron estas majestuosas formaciones?

Siempre había una corriente de agua que parecía haber aprovechado la oportunidad para discurrir a través de estas estructuras naturales, pero antes de la mitad del siglo XIX se consideraba absurdo que estos suaves flujos pudieran ser los creadores de valles y acantilados tan enormes. Sin embargo, el geólogo británico Charles Lyell (1797–1875) sugirió que era el movimiento del agua lo que, grano de arena a grano de arena, había esculpido estas enormes modificaciones geológicas a lo largo de grandísimos periodos de tiempo. Al principio, esta sugerencia fue ridiculizada, pero dos décadas después fue mayoritariamente aceptada.

Una persona que observó cuidadosamente la respuesta de la comunidad científica a la tesis radical de Lyell fue el naturalista inglés Charles Darwin (1809–1882). Hay que tener en cuenta la situación de la biología hacia 1850. Se trataba de un campo infinitamente complejo que se topaba con innumerables especies animales y vegetales, cada una de las cuales presentaba una gran complejidad. Por encima de todo, la mayoría de científicos se resistía a intentar plantear una teoría unificadora de la deslumbrante variedad encontrada en la naturaleza. Esta diversidad servía como testimonio de la gloria de la creación de Dios, y por supuesto de la inteligencia de los científicos que eran capaces de abarcarla.

Darwin abordó el problema concibiendo una teoría general de las especies que era análoga a la tesis de Lyell y con ella explicó los cambios graduales en las características de las especies que se producen a lo largo de muchas generaciones. Después, durante su famoso viaje en el Beagle, combinó esta perspectiva con sus propios experimentos mentales y observaciones. Darwin sostuvo que en cada generación los individuos que sobreviven mejor en su nicho ecológico son los individuos que dan lugar a la siguiente generación.

El 22 de noviembre de 1859 se publicó su libro El Origen de las Especies, en el que dejaba clara su deuda con Lyell:

Me doy perfecta cuenta de que a esta doctrina de la selección natural, considerada por las imaginarias instancias superiores, se le pueden hacer las mismas objeciones que al principio se erigieron contra las nobles opiniones de Sir Charles Lyell cuando postuló “los cambios actuales de La Tierra como evolución geológica”. Sin embargo, es muy raro escuchar hoy que, por ejemplo, las olas que azotan la costa sean consideradas como causas insignificantes cuando se habla de la excavación de gigantescos valles o de la formación de los más amplios acantilados de tierra adentro. La selección natural solo puede actuar mediante la preservación y acumulación de modificaciones heredadas infinitamente pequeñas, cada una de las cuales es aprovechada para la preservación del ser vivo en cuestión. Al igual que de la geología moderna casi han desaparecido las opiniones que defienden que un gran valle pueda ser excavado mediante una sola ola diluvial, la selección natural (si es un principio verdadero) acabará con la creencia en la creación continua de nuevos seres orgánicos o en la modificación repentina y profunda de su estructura (1).

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Charles Darwin, autor de El Origen de las Especies, que estableció la idea de evolución biológica.

Siempre hay múltiples razones por las que las nuevas ideas encuentran oposición, y en el caso de Darwin no es difícil identificarlas. A muchos analistas no les sentó bien que no descendiéramos de Dios, sino de los monos y antes de eso de los gusanos. La implicación de que nuestro perro mascota fuera nuestro primo, al igual que la oruga y la planta por la que se mueve (quizá un primo en millonésimo o milmillonésimo grado, pero pariente al fin y al cabo), fue tomado por muchos como una blasfemia.

Sin embargo, la idea cuajó pronto, ya que dotó de coherencia a lo que anteriormente había sido una plétora de observaciones sin relación aparente. Hacia 1872, para la publicación de la sexta edición de El Origen de las Especies, Darwin añadió este pasaje: “A modo de crónica de un estado de cosas pasado, he mantenido en los parágrafos anteriores […] varias frases que implican que los naturalistas creen que cada especie se creó por separado. He sido muy censurado por haberme expresado así. Sin embargo, esta manera de pensar era la creencia generalizada cuando este trabajo se presentó por primera vez […]. Ahora las cosas son completamente diferentes y casi todos los naturalistas admiten el gran principio de la evolución” (2).

La idea unificadora de Darwin se acentuó durante el siguiente siglo. Así, en 1869, solo una década después de la primera publicación de El Origen de las Especies, el médico suizo Friedrich Miescher (1844–1895) descubrió una sustancia llamada “nucleína” en el núcleo celular que resultó ser el ADN (3). En 1927, el biólogo ruso Nikolai Koltsov (1872–1940) describió lo que él llamaba una “molécula hereditaria gigante” y dijo que estaba compuesta de “dos cadenas especularmente simétricas que se replican de manera semiconservativa usándose la una a la otra como molde”. También muchos condenaron su descubrimiento. Los comunistas lo consideraban propaganda fascista, y su repentina e inesperada muerte se ha atribuido a la policía secreta de la Unión Soviética (4). En 1953, casi un siglo después de la publicación del seminal libro de Darwin, el biólogo norteamericano James D. Watson (nacido en 1928) y el biólogo inglés Francis Crick (1916–2004) ofrecieron la primera definición precisa de la estructura del ADN. La describieron como una doble hélice de dos largas moléculas entrelazadas (5). Es preciso reseñar que su descubrimiento se basó en lo que se conoce como “fotografía 51”, que fue tomada por su colega Rosalind Franklin usando cristalografía de rayos X. Esta fue la primera representación que mostró la doble hélice. Por eso, dadas las consecuencias que tuvo la imagen de Franklin, se ha sugerido que esta debería haber compartido el Premio Nobel de Watson y Crick (6).

A partir de la descripción de una molécula que podía codificar el programa de la biología, se asentó sobre seguro una teoría unificadora de la biología que proporcionaba una sencilla y elegante base para todo tipo de vida. Así, un organismo puede madurar hasta convertirse en una brizna de césped o en un ser humano dependiendo solamente de los valores que tomen los pares de bases que componen las cadenas de ADN en el núcleo de la célula y, en menor grado, la mitocondria. No obstante, esta perspectiva no acababa con la encantadora diversidad de la naturaleza, sino que nos hacía comprender que su extraordinaria diversidad surge a partir de una gran variedad de estructuras que pueden ser codificadas por esta molécula universal.

A lomos de un haz de luz

A principios del siglo XX, el mundo de la física cambió totalmente gracias a otra serie de experimentos mentales. En 1879, un ingeniero alemán y un ama de casa tuvieron un niño. Este no empezó a hablar hasta que cumplió los tres. Además, se sabe que a los nueve tuvo problemas en el colegio y que a los dieciséis fantaseaba con galopar a lomos de un rayo de luna.

Este joven estaba al corriente del experimento que en 1803 hiciera el matemático inglés Thomas Young (1773–1829) y que demostró que la luz se compone de ondas. En aquel tiempo, la conclusión fue que la luz debía de viajar a través de algún tipo de medio (después de todo, las olas del océano viajaban a través del agua y las ondas del sonido viajaban a través del aire y de otros materiales). A este medio por el que viajaba la luz los científicos lo llamaron “éter”. Nuestro joven también conocía el experimento llevado a cabo en 1887 por los científicos Albert Michelson (1852–1931) y Edward Morley (1838–1923) que intentó confirmar la existencia del éter. La analogía en la que se basaba el experimento era un viaje en una barca de remos que se desplazaba hacia arriba y hacia abajo por el curso de un río. Si se rema a una velocidad constante, la velocidad de la barca medida desde la orilla será mayor si se rema a favor de la corriente que si se rema contracorriente. Además, Michelson y Morley asumían que la luz viajaría a través del éter a velocidad constante (es decir, a la velocidad de la luz).

A partir de esto, su razonamiento les llevó a pensar que la velocidad de la luz del sol cuando La Tierra se desplaza por su órbita en dirección al sol (medida desde nuestro punto de vista terrestre) y su aparente velocidad cuando La Tierra se desplaza en dirección contraria al sol debería ser diferente. La diferencia tendría ser igual al doble de la velocidad de La Tierra. Esto confirmaría la existencia del éter. Sin embargo, lo que descubrieron fue que no había ninguna diferencia en la velocidad de la luz del sol con respecto a La Tierra, independientemente del lugar de la órbita en el que se encontrara esta.

Así, su descubrimiento rebatió la idea del “éter”, pero entonces ¿qué era lo que pasaba en realidad? Durante casi dos décadas esto continuó siendo un misterio.

Al igual que parece inmóvil un tren que viaja a nuestro lado y a nuestra misma velocidad, cuando el adolescente alemán se imaginaba cabalgando junto a un haz de luz, creía que debería ver las ondas de la luz inmóviles. Sin embargo, se daba cuenta de que esto era imposible, ya que se supone que la velocidad de la luz es constante independientemente del movimiento de uno mismo. Esto le llevó a imaginar que galopaba junto a un haz de luz pero a una velocidad un poco más baja. ¿Qué pasaría al viajar al 90% de la velocidad de la luz? Si los haces de luz son como trenes, argüía, entonces debería ver el haz de luz adelantándole a una velocidad igual al 10% de la velocidad de la luz. De hecho, eso sería lo que verían los observadores desde la Tierra. Sin embargo, sabemos que la velocidad de la luz es constante, tal y como demostraba el experimento de Michelson-Morley, y por lo tanto esto significaba necesariamente que vería el haz de luz alejándose de él a la velocidad de la luz. Esto parecía una contradicción, ¿cómo podría ser posible algo así?

El chaval alemán, que por cierto se llamaba Albert (1879–1955), tuvo clara la respuesta al cumplir los veintiséis, momento en el que al gran Einstein le se le hizo evidente que para él el tiempo en sí tendría que discurrir más despacio. Explica su razonamiento en un trabajo publicado en 1905 (7). Si observadores terrestres pudieran ver el reloj del joven, verían que funciona diez veces más despacio. De hecho, cuando volviera a La Tierra su reloj mostraría un intervalo de tiempo de solo el 10% (dejando a un lado por el momento la aceleración y la desaceleración). Desde su perspectiva, sin embargo, su reloj habría funcionado normalmente y el haz de luz de su lado se habría desplazado a la velocidad de la luz. El 10% de disminución en la velocidad del tiempo en sí (comparado con los relojes de La Tierra) explica perfectamente las aparentes discrepancias en cuanto a la perspectiva.

En último término, la disminución en el paso del tiempo llegaría a ser cero si la marcha alcanzase la velocidad de la luz, lo cual significaba que era imposible cabalgar a la misma velocidad que la luz. No obstante y pese a esto, teóricamente no resultaba imposible moverse más rápido que el haz de luz, por lo que si se pudiera adelantar al haz de luz el tiempo iría hacia atrás.

Muchas de las primeras críticas tildaron esto de absurdo. ¿Cómo podría ralentizarse el tiempo basándose solamente en la velocidad de desplazamiento de uno mismo? Así, desde que dieciocho años antes se realizara el experimento Michelson-Morley, el resto de pensadores habían sido incapaces de llegar a la conclusión que al gran Einstein le parecía tan obvia. Todos los que habían sopesado este problema durante la última parte del siglo XIX “se habían caído del caballo” en términos del seguimiento de las implicaciones de un principio, ya que optaron por adherirse a sus preconcebidas nociones sobre cómo debe funcionar la realidad. (Seguramente mi metáfora debería decir que “se cayeron del haz de luz”).

El segundo experimento mental de Einstein fue imaginarse que él y su hermano volaban por el espacio. Les separan 186 000 millas. Einstein quiere moverse más deprisa, pero al mismo tiempo desea que la distancia entre él y su hermano siga siendo la misma. Por eso, cada vez que quiere acelerar, le hace a su hermano una señal luminosa. Dado que él sabe que la señal luminosa tardará un segundo en llegar a su hermano, aguarda un segundo después de haber hecho la señal para empezar a acelerar. Su hermano siempre acelera inmediatamente después de haber recibido la señal. De esta manera, ambos hermanos aceleran exactamente al mismo tiempo y por tanto la distancia entre los dos se mantiene constante.

Sin embargo, consideremos ahora lo que veríamos desde la Tierra. Si los hermanos se estuvieran alejando de nosotros con Albert a la cabeza, parecería que la señal tardara menos de un segundo en alcanzar al hermano, ya que este está desplazándose hacia la luz. Asimismo, podríamos observar cómo el reloj del hermano de Albert disminuye su velocidad (si se desplazara hacia nosotros, veríamos cómo la velocidad del reloj aumenta). Por estas dos razones, veríamos cómo los dos hermanos se acercan cada vez más y al final colisionan. Sin embargo, desde la perspectiva de los dos hermanos, ambos permanecen separados a una distancia de 186 000 millas.

¿Cómo puede ser esto posible? La respuesta es que (obviamente) las distancias se contraen paralelamente al movimiento (no perpendicularmente). Esto significa que (dando por sentado que vuelan con la cabeza hacia delante) los hermanos Einstein se hacen cada vez más pequeños a medida que se desplazan más deprisa. En un principio, es probable que con esta extraña conclusión Einstein perdiera más seguidores que con la conclusión relativa al paso del tiempo.

Ese mismo año, Einstein sopesó la relación entre materia y energía mediante otro experimento mental más. En la década de 1850, el físico escocés James Clerk Maxwell había demostrado que las partículas de la luz llamadas fotones no tenían masa, pero que sin embargo tenían momento. Cuando era pequeño tuve un aparato llamado radiómetro de Crookes (8) que consistía en una bombilla de cristal hermética que contenía un vacío parcial y un conjunto de cuatro veletas que rotaban alrededor de un huso. Las veletas eran blancas por un lado y negras por el otro. El lado blanco de cada veleta reflejaba la luz y el negro absorbía la luz. (Por eso es más fresco llevar una camiseta blanca que una negra en un día de calor). Cuando una luz alumbraba el aparato, las veletas rotaban según los lados oscuros se alejaban de la luz. Esta es una demostración fehaciente de que los fotones portan el momento suficiente como para hacer que las veletas del radiómetro se muevan (9).

La cuestión a la que se enfrentó Einstein es que el momento se define en función de la masa: el momento es igual a la masa multiplicada por la velocidad. Dado que una locomotora desplazándose a 30 millas por hora tiene mucho más momento que, pongamos por caso, un insecto desplazándose a la misma velocidad, ¿cómo puede entonces ser posible que una partícula de masa igual a cero tenga momento positivo?

El experimento mental de Einstein consistía en una caja flotando en el espacio. Un fotón es emitido en el interior de la caja desde el lado izquierdo hacia el derecho. Necesariamente, el momento del sistema ha de conservarse, de manera que la caja tendría que retroceder hacia la izquierda cuando el fotón fuera emitido. Después de un cierto tiempo, el fotón colisiona contra el lado derecho de la caja, transfiriendo así su momento de vuelta a la caja. De nuevo, el momento total del sistema se conserva, de manera que la caja deja de moverse.

Por ahora, todo bien. Sin embargo, téngase en cuenta el punto de vista privilegiado del Sr. Einstein, que está observando la caja desde el exterior. No observa ninguna influencia externa sobre la caja, ya que ninguna partícula (con o sin masa) impacta sobre ella y nada sale de la caja. No obstante, el Sr. Einstein, según el escenario descrito anteriormente, ve cómo la caja se mueve temporalmente hacia la izquierda y luego se detiene. De acuerdo con nuestro análisis, cada fotón debería mover la caja permanentemente hacia la izquierda. Además, dado que no ha habido efectos extraños sobre la caja o desde el interior de ella, su centro de masas debe permanecer en el mismo lugar. Sin embargo, el fotón en el interior de la caja, que se mueve de izquierda a derecha, no puede cambiar el centro de masas porque no tiene masa, ¿o sí que puede? La conclusión de Einstein fue que, dado que obviamente el fotón posee energía y momento, también debe de tener una masa equivalente. La energía de un fotón en movimiento es por completo equivalente a una masa en movimiento. Teniendo en cuenta que el centro de masas del sistema tiene que permanecer estacionario durante el movimiento del fotón, podemos calcular la equivalencia. Al hacer cuadrar matemáticamente este razonamiento, Einstein demostró que la masa y la energía son equivalentes y se relacionan entre sí según una constante simple. Sin embargo, aquí había trampa, ya que la constante puede que fuera simple, pero resultó ser enorme: el cuadrado de la velocidad de la luz (más o menos 1,7 • 1017 metros2 por segundo2, es decir, 17 seguido de 16 ceros). Así es cómo se obtiene la famosa ecuación de Einstein E=mc2 (10). Por consiguiente, una onza (28 gramos) de masa equivale a 600 000 toneladas de trinitrotolueno (TNT). La carta que envió Einstein el 2 de agosto de 1939 informaba al Presidente Roosevelt del potencial para crear una bomba atómica encerrado en esta fórmula, lo cual dio lugar a la era nuclear (11).

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Un radiómetro de Crookes— la veleta de cuatro alas rota cuando la luz la ilumina.

Se podría pensar que esto ya tenía que estar claro anteriormente, ya que los investigadores ya se habían dado cuenta de que con el tiempo la masa de las sustancias radioactivas disminuía como resultado de la radiación. Sin embargo, se daba por sentado que las sustancias radioactivas contenían un cierto tipo de combustible de alta energía que iban consumiendo progresivamente. Esta suposición no es del todo errónea, lo que pasa es que el combustible “consumido” es, simplemente y llanamente, masa.

Hay varias razones por las cuales he empezado este libro con los experimentos mentales de Darwin e Einstein. Primero, muestran el extraordinario poder del cerebro humano. Sin otro equipamiento que un lápiz y un papel para dibujar los esquemas de estos simples experimentos mentales y para anotar las razonablemente sencillas ecuaciones que surgen de ellos, Einstein fue capaz de derrocar una manera de comprender el mundo físico que se había mantenido durante dos siglos. Además, influenció enormemente el curso de la historia (incluyendo la segunda guerra mundial) y nos abocó a la era nuclear.

Es verdad que Einstein se basó en unos pocos descubrimientos del siglo XIX, pero estos experimentos tampoco hacían uso de un equipamiento sofisticado. También es cierto que la posterior demostración experimental de las teorías de Einstein sí que ha hecho uso de tecnologías avanzadas, y que si estas no hubieran sido desarrolladas no hubiéramos obtenido la demostración que tenemos hoy en día de que las ideas de Einstein son ciertas y relevantes. Sin embargo, dichos factores no le restan importancia al hecho de que estos famosos experimentos mentales revelan el poder del pensamiento humano en su máxima expresión.

Está mayoritariamente asumido que Einstein fue el científico más importante del siglo XX (Darwin podría ser un buen candidato para el mismo honor en lo que respecta al siglo XIX). Empero, los razonamientos matemáticos que subyacen de sus teorías no son muy complicados. Los experimentos mentales en sí fueron sencillos. Así, nos podríamos preguntar en qué aspecto se le puede considerar a Einstein particularmente inteligente. Por eso más adelante discutiremos exactamente lo que estaba haciendo con su cerebro cuando se le ocurrieron estas teorías y dónde reside dicha cualidad.

Por otra parte, esta historia también demuestra las limitaciones del pensamiento humano. Einstein fue capaz de cabalgar sobre su haz de luz sin caerse (aunque llegó a la conclusión de que era imposible cabalgar sobre un haz de luz), pero ¿cuántos miles de analistas y pensadores fueron absolutamente incapaces de reflexionar adecuadamente sobre estos ejercicios tan sorprendentemente sencillos? Un error extendido es la dificultad que la mayor parte de la gente tiene a la hora de descartar y trascender las ideas y opiniones de sus contemporáneos. También existen otras deficiencias que examinaremos con más detalle una vez que hayamos examinado cómo funciona el neocórtex.

Un modelo unificado del neocórtex

La razón más importante por la cual hago referencia a los que puede que sean los experimentos mentales más famosos de la historia es que pueden ser utilizados a modo de introducción sobre lo que respecta al cerebro. Tal y como se verá, por medio de unos cuantos experimentos de nuestra cosecha podemos llegar sorprendentemente lejos a la hora de explicar cómo funciona la inteligencia humana. Por eso, teniendo en cuenta la materia que nos ocupa, los experimentos mentales deberían servirnos como ejemplo de estrategia a seguir.

Si los despreocupados pensamientos de un muchacho y un equipamiento de tan solo un lápiz y un papel fueron suficientes como para revolucionar nuestra manera de entender la física, entonces deberíamos poder hacer un progreso razonable en lo que respecta a un fenómeno con el que estamos mucho más familiarizados. Después de todo, experimentamos nuestro pensamiento en cada momento de nuestra vida despierta así como durante los sueños.

Después de que gracias a este proceso de autorreflexión hayamos construido un modelo sobre el funcionamiento del pensamiento, examinaremos hasta qué punto podemos confirmarlo por medio de las observaciones más recientes hechas sobre cerebros reales y haciendo uso de procedimientos de vanguardia cuyo objetivo es recrear estos procesos en máquinas.

* “Push-pull mechanisms” en el original.

CAPÍTULO DOS

Experimentos mentales sobre el pensamiento

Casi nunca pienso mediante palabras. Un pensamiento aparece y a lo mejor intento expresarlo en palabras posteriormente.

—ALBERT EINSTEIN

El cerebro es una masa de tres libras, que se puede sujetar en una mano, capaz de concebir un universo que mide cien mil millones de años luz.

—MARIAN DIAMOND

Lo que parece asombroso es que un mero objeto de tres libras hecho de los mismos átomos que constituyen todo lo que existe bajo el sol sea capaz de dirigir todo lo que los humanos hemos hecho: volar a la Luna y conseguir setenta home runs, escribir Hamlet, construir el Taj Mahal e incluso descubrir los secretos del propio cerebro.

—JOEL HAVEMANN

Empecé a pensar sobre el pensamiento allá por el año 1960, el mismo año que descubrí los ordenadores. A día de hoy, sería difícil encontrar a una persona de doce años que no utilice un ordenador, pero en aquel entonces en mi ciudad natal (Nueva York) solo había un puñado de estas máquinas. Por supuesto, estos primitivos dispositivos no cabían en la mano, el primero al que tuve acceso ocupaba una habitación grande. A principios de la década de 1960, llevé a cabo ciertas programaciones en un IBM 1620 con el objetivo de realizar análisis de varianza (una prueba estadística) sobre datos recogidos mediante el estudio de un programa destinado a la educación infantil temprana, un precursor de Head Start*. Lo cierto es que en esta tarea había involucrada una importante cantidad de dramatismo, ya que el destino de esta iniciativa educativa a nivel nacional dependía de nuestro trabajo. Los algoritmos y los datos analizados eran lo suficientemente complejos como para que no pudiéramos anticipar las respuestas que daría el ordenador. Las respuestas, obviamente, dependían de los datos, pero no eran predecibles, ya que la diferencia entre estar determinado y ser predecible es importante (volveré sobre ella).

Me acuerdo lo excitante que era ver cómo parpadeaban las luces del panel frontal justo antes de que el algoritmo terminara sus deliberaciones. Parecía como si el ordenador estuviera profundamente concentrado. Cuando alguien pasaba por allí con ganas de pasar al siguiente conjunto de respuestas, yo me limitaba a señalar las tenues luces parpadeantes y decía: “está pensando”. Se trataba al mismo tiempo de un chiste y de una frase en serio, ya que que parecía estar sopesando las respuestas, por lo que los componentes del grupo de trabajo empezaron a atribuir cierta personalidad a la máquina. Puede que se tratara de una analogía antropomórfica, pero consiguió que empezara a plantearme seriamente la relación entre pensamiento y ordenador.

Para evaluar el grado de similitud entre mi propio cerebro y los programas de ordenador con los que estaba familiarizado, empecé a pensar sobre lo que mi cerebro tenía que realizar a la hora de procesar información. Esta investigación la he prolongado durante cincuenta años. Lo que a continuación voy a señalar en relación a nuestro conocimiento actual sobre el funcionamiento del cerebro parecerá diferir mucho del concepto habitual que se tiene sobre los ordenadores. Sin embargo, en lo fundamental, el cerebro almacena y procesa información, y debido a la universalidad de la computación, un concepto sobre el que volveré a referirme, existen más paralelismos entre el cerebro y los ordenadores de lo que pudiera parecer.

Cada vez que hago o pienso algo, ya sea lavarme los dientes, pasear por la cocina, plantearme un problema empresarial, practicar sobre un teclado musical o formular una nueva idea, reflexiono sobre cómo he sido capaz de conseguirlo. Y pienso todavía más sobre todas las cosas que no soy capaz de hacer, dado que las limitaciones del pensamiento humano nos proporcionan un conjunto de indicios que es igualmente importante. Es posible que pensar tanto sobre el pensamiento me haga ir más despacio. No obstante, mantengo la esperanza de que dicho ejercicio de introspección me permita refinar mis métodos mentales.

Para tomar mayor conciencia sobre cómo funciona nuestro cerebro, consideremos una serie de experimentos mentales.

Pruebe usted lo siguiente: recite el alfabeto.

Seguramente lo recordará desde la infancia y lo pueda recitar fácilmente.

Muy bien, pues ahora intente lo siguiente: recite el alfabeto al revés.

A menos que usted haya estudiado el alfabeto en dicho orden, es muy posible que considere esto como algo imposible. Si alguien ha pasado una considerable cantidad de tiempo en un aula de educación primaria en la que el alfabeto estuviera a la vista, entonces podría apelar a su memoria visual y a partir de ahí leerlo hacia atrás. Pero incluso esto es difícil, ya que en realidad no recordamos imágenes completas. Aun así, recitar el alfabeto hacia atrás debería ser una tarea sencilla, ya que se trata de exactamente la misma información que cuando se recita hacia adelante. Sin embargo, por lo general no lo logramos.

¿Recuerda usted su número de la Seguridad Social? Si así fuera, ¿podría usted recitarlo hacia atrás sin tener que escribirlo antes? ¿Y podría hacer lo mismo con la canción de guardería Mary Had a Little Lamb? Esto se logra con los ordenadores de forma rutinaria. Sin embargo, nosotros no lo logramos a no ser que aprendamos la secuencia del revés, como si se tratara de una nueva serie. Esto nos indica algo importante sobre cómo se organiza la memoria humana.

Ciertamente, esta tarea la podemos realizar fácilmente si primero escribimos la secuencia y luego la leemos al revés. Al hacerlo, estamos utilizando un tipo de tecnología (el lenguaje escrito) para compensar una de las limitaciones de nuestro desprovisto pensamiento, aunque se trate de una herramienta muy rudimentaria. (Se trata de nuestra segunda invención después del lenguaje hablado). Por eso inventamos herramientas, para compensar nuestras carencias.

Esto sugiere que nuestros recuerdos son secuenciales y que están sujetos a un orden. Además, son accesibles en el orden en el que son recordados y no podemos revertir directamente la secuencia de un recuerdo.

También tenemos dificultades a la hora de activar un recuerdo en mitad de una secuencia. Si aprendo a tocar una pieza para piano, normalmente no puedo empezar a tocarla a partir de cualquier punto. Sí que puedo hacerlo en determinados puntos, ya que mi recuerdo secuencial de la pieza está organizado en segmentos. Sin embargo, si intento empezar en mitad de un segmento, tengo que acudir a la lectura de las notas hasta para que mi recuerdo secuencial surta efecto.

Ahora intente usted lo siguiente: recuerde un paseo que usted haya dado durante el día de ayer o recientemente. ¿Qué es lo que recuerda?

Este experimento mental funciona mejor si el paseo es muy reciente, de ayer o de hoy. (También vale cambiar el paseo por una conducción o por cualquier actividad en la que se haya desplazado sobre el terreno).

Es probable que no recuerde mucho sobre esta experiencia. ¿Quién fue la primera persona con la que se encontró (sin incluir solamente a la gente que conoce)? ¿Vio algún roble? ¿un buzón? ¿qué fue lo que vio al doblar la primera esquina? Si pasó por alguna tienda, ¿qué es lo que había en el segundo escaparate? Quizás pueda usted reconstruir la respuesta a alguna de estas cuestiones partiendo del recuerdo de ciertas pistas, pero es probable que recuerde relativamente pocos detalles, aunque se trate de una experiencia muy reciente.

Si usted pasea habitualmente, remóntese al primer paseo que dio el mes pasado (o al primer viaje a la oficina del mes pasado, si es que va en transporte público). Probablemente, no pueda recordar en absoluto este paseo o viaje en concreto, pero si pudiera hacerlo sin duda recordaría todavía menos detalles sobre él que sobre el paseo de hoy. Más adelante discutiré la cuestión de la consciencia y defenderé que tendemos a equiparar consciencia con recuerdos de acontecimientos. Así, la principal razón por la que creemos no estar conscientes cuando estamos anestesiados es que no podemos recordar nada de ese periodo (aunque se producen intrigantes y perturbadoras excepciones). Pero entonces, en lo que respecta al paseo de esta mañana, ¿es posible que no estuviera consciente durante la mayor parte del tiempo? Se trata de una pregunta razonable, dado que no recuerdo casi nada de lo que vi o de lo que pensé.

Sin embargo, sí que hay algunas cosas que recuerdo de mi paseo de esta mañana. Me acuerdo que pensé sobre este libro, aunque no podría decir exactamente qué es lo que pensé. También me acuerdo de pasar al lado de una mujer que empujaba un carrito de bebé. Me acuerdo de que la mujer era atractiva y de que el bebé era muy mono. Me acuerdo de dos pensamientos con los que asocié esta experiencia. Primero pensé: este bebé es adorable, igual que mi nieto, y luego: ¿qué estará percibiendo el bebé en su campo visual? No recuerdo ni lo que llevaban puesto, ni el color su pelo (mi mujer diría que esto es típico en mi). Aunque no puedo describir nada específico sobre su apariencia, sí que tengo algún sentimiento inefable sobre el aspecto de la madre y creo que sería capaz de reconocer su foto entre varias. De manera que, aunque que debe de haber algo con respecto a su aspecto que he retenido en mi memoria, si pienso en la mujer, el carrito y el bebé no soy capaz de visualizarlos. En mi mente no existe ninguna fotografía o vídeo del evento. Por tanto, es difícil describir exactamente lo que hay en mi mente en lo que respecta a esta experiencia.

También recuerdo que, durante un paseo que di hace unas pocas semanas, me crucé con una mujer diferente pero que también empujaba un carrito de bebé. En este caso, no creo que ni siquiera fuera capaz de reconocer la fotografía de dicha mujer. Ese recuerdo debe ser ahora mucho más tenue que poco después del paseo.

A continuación, piense en personas con las que solo se ha encontrado una o dos veces. ¿Puede visualizarlas claramente? Si usted es un artista visual, puede que haya adquirido esta habilidad observacional, pero por lo general somos incapaces de visualizar con la suficiente claridad a personas con las que nos hemos cruzado de forma ocasional como para poder dibujarlas o describirlas. Sin embargo, solemos poder reconocerlas en una foto sin mucha dificultad.

Esto nos sugiere que no hay grabaciones de imágenes, ni de vídeos, ni de sonidos almacenadas en nuestro cerebro. Nuestros recuerdos están almacenados a modo de secuencias de patrones. Así, las memorias que no se rememoran se debilitan con el tiempo. Cuando los retratistas de la policía interrogan a la víctima de un delito, no preguntan “¿qué aspecto tenían las cejas del delincuente?” Sino que muestran una serie de imágenes de cejas y piden a la víctima que elija una. El conjunto de cejas correcto desencadenará el reconocimiento del mismo patrón que está almacenado en la memoria de la víctima.

Consideremos ahora caras que usted conozca bien. ¿Podría usted reconocer a estas personas?

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Sin duda, aunque estén parcialmente cubiertas o distorsionadas, usted será capaz de reconocer a estas personas, ya que le son familiares. Esto representa una capacidad fundamental de la percepción humana: incluso si solo percibimos una parte de él (mediante la vista, el oído o el tacto), podemos reconocer un patrón, aunque este contenga alteraciones. Aparentemente, nuestra capacidad de reconocimiento es capaz de detectar características invariables de un patrón (aquellas características que perduran más allá de las variaciones en el mundo real). Las distorsiones en la apariencia que se dan en una caricatura o en ciertas formas de arte como por ejemplo el impresionismo, enfatizan los patrones que reconocemos en una imagen (ya se trate de una persona o de un objeto) aunque otros detalles cambien. De hecho, el mundo del arte le lleva ventaja al mundo de la ciencia a la hora de apreciar la capacidad del sistema perceptivo humano. También utilizamos esta misma estrategia cuando reconocemos una melodía a partir de unas pocas notas.

A continuación, deténgase en esta imagen:

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La imagen es ambigua— la esquina que viene indicada por la región en negro podría ser una esquina interior o una esquina exterior. La primera vez es probable que la perciba de una manera y luego de otra, aunque si hace un esfuerzo puede cambiar su percepción y alternar las interpretaciones. Sin embargo, una vez que su mente se centre en una de las interpretaciones, puede ser difícil ver la otra perspectiva. (Esto también es así en lo que se refiere a las perspectivas intelectuales). De hecho, la interpretación que hace su cerebro de la imagen influye en la manera en la que usted la percibe. Cuando la esquina parece ser interior, su cerebro interpreta la región gris como si fuera una sombra, de manera que no parece ser tan oscura como cuando interpreta que la esquina es exterior.

Por tanto, podemos decir que la experiencia consciente de nuestras percepciones cambia según las interpretaciones que hagamos.

Tenga en cuenta que vemos lo que esperamos _ _ _

Estoy convencido de que usted ha sido capaz de completar la frase anterior.

Si hubiera escrito la última palabra, usted solo habría necesitado un breve vistazo para confirmar que era la palabra que usted esperaba.

Esto implica que constantemente estamos prediciendo el futuro y haciendo hipótesis sobre lo que vamos a experimentar. Esta expectativa influye sobre lo que de hecho percibimos. Tanto es así que la predicción del futuro es la principal razón por la que poseemos un cerebro.

Considere una experiencia que todos tenemos habitualmente: un recuerdo sobre algo que pasó hace años que inexplicablemente surge en su cabeza.

Suele tratarse de un recuerdo sobre una persona o acontecimiento sobre el que no ha pensado desde hace mucho. Es evidente que algo ha provocado dicho recuerdo. Además, es posible que el tren de pensamientos que lo provocó se haga patente y que usted sea capaz de articularlo. Sin embargo, otras veces puede que usted sea consciente de la secuencia de pensamientos que le condujo al recuerdo, pero que en cambio le resulte difícil expresarlo. Y no solo eso. A menudo el desencadenante se desvanece rápidamente, de manera que el recuerdo parece haber surgido de la nada. Yo suelo experimentar estos recuerdos aleatorios mientras estoy haciendo tareas rutinarias tales como lavarme los dientes. A veces puede que sea consciente de la conexión (la pasta de dientes cayéndose del cepillo puede que me recuerde a la pintura que se cayó del pincel durante una clase de dibujo que di en la universidad). Sin embargo, a veces solo tengo una noción vaga de la conexión, o incluso ninguna en absoluto.

Un fenómeno relacionado con esto que todo el mundo experimenta frecuentemente se produce al intentar recordar un nombre o una palabra. En este caso, el procedimiento que utilizamos es intentar acordarnos de los desencadenantes que pueden liberar un recuerdo. (Por ejemplo, ¿quién hizo de la reina Padmé en La venganza de los sith? Vamos a ver, se trata de la misma actriz que protagonizó una oscura película reciente cuyo tema era el baile, la película era Cisne negro, ah, sí, se trata de Natalie Portman). Otras veces adoptamos nuestras propias reglas nemotécnicas que nos ayudan a recordar. (Por ejemplo, siempre está delgada, no rolliza, ah, sí, Portman, Natalie Portman)*. Algunos de nuestros recuerdos son lo suficientemente fuertes como para que vayamos directamente desde una pregunta (por ejemplo, ¿quién hizo de reina Padmé?) hasta la respuesta. Sin embargo, a menudo necesitamos pasar por una serie de desencadenantes hasta encontrar el adecuado. Esto se parece mucho a dar con el enlace web correcto. De hecho, los recuerdos pueden perderse igual que una página web a la que no se accede a través de ningún enlace (o por lo menos ningún enlace que podamos encontrar).

Cuando realice tareas rutinarias como ponerse una camisa, obsérvese a sí mismo realizándolas y reflexione hasta qué punto sigue usted la misma secuencia cada vez que las realiza. Basándome en la observación sobre mí mismo (como ya he dicho, intento observarme constantemente), es probable que siga en gran medida los mismos pasos cada vez que realice una tarea rutinaria en particular, aunque se pueden añadir componentes adicionales. Por ejemplo, la mayoría de mis camisas no necesitan de gemelos, pero una sí que los necesita, cosa que implica una nueva serie de tareas.

En mi mente, la lista de los pasos a seguir está organizada según jerarquías. Así, sigo un procedimiento rutinario antes de irme a dormir. El primer paso es lavarme los dientes. Sin embargo, está acción se divide a su vez en una serie de pequeños pasos, el primero de los cuales es poner pasta de dientes en el cepillo. A su vez, este paso está compuesto de pasos todavía más pequeños, tales como encontrar la pasta de dientes, quitarle la tapa, etc. El paso de encontrar la pasta de dientes también tiene pasos, el primero de los cuales es abrir el armarito del baño. Asimismo, este paso requiere de otros pasos, el primero de los cuales es agarrar la parte exterior de la puerta del armarito. De hecho, esta concatenación continúa hasta llegar a movimientos muy sutiles, de manera que, literalmente, existen miles de pequeñas acciones que constituyen mi rutina nocturna. Aunque pueda tener dificultades a la hora de recordar los detalles de un paseo que di hace tan solo unas cuantas horas, no tengo ninguna dificultad en acordarme de todos estos pequeños pasos antes de meterme en la cama, tanto es así que soy capaz de pensar en otras cosas mientras realizo estos procedimientos.

Es importante señalar que esta lista no está almacenada como una lista compuesta de miles de pasos, en vez de eso, cada uno de los procedimientos de la rutina es recordado como una jerarquía compuesta de actividades concatenadas.

Este mismo tipo de jerarquización tiene que ver con nuestra capacidad de reconocer objetos y situaciones. Reconocemos las caras de las personas a las que conocemos bien y también nos damos cuenta de que dichas caras contienen ojos, nariz, boca, etc.: una jerarquía de patrones que utilizamos tanto en nuestras percepciones como en nuestras acciones. Además, el uso de jerarquías nos permite reutilizar patrones. Por ejemplo, no tenemos que volver a aprender el concepto de nariz o de boca cada vez que nos encontramos con una nueva cara.

En el siguiente capítulo reuniremos los resultados de estos experimentos mentales en una teoría para explicar la manera en la que debe funcionar el neocórtex. Mi tesis es que estos experimentos revelan atributos esenciales de nuestro pensamiento, y que estos atributos son uniformes y se aplican tanto para encontrar la pasta de dientes como para escribir un poema.

* Programa del Departamento de Salud y Servicios Sociales de los EE.UU.

* Aquí hay que entender el juego de palabras en inglés. El autor utiliza la palabra portly (rolliza) y eso le lleva a acordarse del apellido Portman.

CAPÍTULO TRES

Un modelo del neocórtex: la teoría de la mente basada en el reconocimiento de patrones

El cerebro es un tejido. Es un tejido complicado e intricadamente hurdido que no es comparable con nada conocido en el universo. Sin embargo, al tratarse de un tejido, está compuesto de células. En concreto, se trata de células altamente especializadas, pero que funcionan según las leyes que rigen cualquier otra célula. Sus señales eléctricas y químicas pueden ser detectadas, registradas e interpretadas, y su composición química puede ser identificada. Asimismo, las conexiones que constituyen su intrincada red de fibras nerviosas pueden ser cartografiadas. En resumen, el cerebro puede ser estudiado igual que puede serlo un riñón.

—DAVID H. HUBEL, NEUROCIENTÍFICO

Supongamos que tuviéramos una máquina cuya estructura produjera pensamiento, sensaciones y percepciones. Imaginemos ahora esta máquina aumentada de tamaño, pero preservando las mismas proporciones, de manera que se pudiera entrar en ella como si fuera un molino. Digamos además que se nos permite visitarla por dentro. ¿Qué es lo que veríamos allí? Solamente partes que se empujan y mueven las unas a las otras, pero nada que pudiera explicar la percerción.

—GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ

Una jerarquía de patrones

He repetido los sencillos experimentos y observaciones descritos en el capítulo anterior miles de veces en infinidad de contextos. Al igual que los sencillos experimentos con el tiempo, el espacio y la masa llevados a cabo durante el siglo XIX influyeron decisivamente en las reflexiones del joven maestro Einstein sobre cómo funcionaba el universo, las conclusiones que he sacado de estas observaciones no pueden sino condicionar mi forma de explicar la manera en la que creo que el cerebro debe de funcionar. Asimismo, en la siguiente exposición también incluiré algunas observaciones muy básicas procedentes de la neurociencia intentando evitar los muchos detalles que todavía están por dilucidar.

Primero, permítaseme explicar por qué esta sección trata específicamente del neocórtex (palabra que en latín significa “anillo nuevo”). Sabemos que el neocórtex es responsable de nuestra capacidad para manejarnos con patrones de información y para hacerlo de forma jerárquica. Animales sin neocórtex (fundamentalemente los no mamíferos) son claramente incapaces de comprender las jerarquías (1). El entendimiento y uso de la innata naturaleza jerárquica de la realidad es un atributo único de los mamíferos que resulta de la posesión en exclusiva de esta estructura cerebral evolutivamente tan reciente. El neocórtex es el responsable de la percepción sensorial, del reconocimiento de todo (desde objetos visuales a conceptos abstractos), del control del movimiento, del razonamiento basado tanto en la orientación espacial como en el pensamiento racional y del lenguaje (sobre todo en lo que se refiere a lo que llamamos “pensamiento”).

El neocórtex humano, la capa externa del cerebro, es una estructura fina y fundamentalmente bidimensional con un grosor de unos 2,5 mm (más o menos una décima de pulgada). En los roedores, tiene aproximadamente el tamaño de un sello y es terso. Una innovación evolutiva de los primates es que el suyo acabó por plegarse de modo intrincado sobre el resto del cerebro, dando lugar a profundas crestas, grutas y arrugas que aumentaron su superficie. Debido a este complicado pliegue, el neocórtex constituye la mayor parte del cerebro humano, ya que es el responsable del 80% de su masa. Los homo sapiens desarrollaron una amplia frente que permitió un neocórtex todavía más grande. Concretamente, poseemos un lóbulo frontal en el que nos encargamos de los patrones de mayor abstracción, aquellos asociados a conceptos de alto nivel.