ÍNDICE

TABLA DE ABREVIATURAS

Ab Abdías
1 Cor Primera Carta a los Corintios
2 Cor Segunda Carta a los Corintios
Col Carta a los Colosenses
1 Cro Libro 1 de las Crónicas
2 Cro Libro 2 de las Crónicas
Ct Cantar de los Cantares
Dn Daniel
Dt Deuteronomio
Ef Carta a los Efesios
Esd Esdras
Est Ester
Ex Éxodo
Ez Ezequiel
Flm Carta a Filemón
Flp Carta a los Filipenses
Ga Carta a los Gálatas
Gn Génesis
Ha Habacuc
Hb Carta a los Hebreos
Hch Hechos de los Apóstoles
Is Isaías
Jb Job
Jc Jueces
Jdt Judit
Jl Joel
Jn Evangelio según san Juan
1 Jn Primera Carta de san Juan
2 Jn Segunda Carta de san Juan
3 Jn Tercera Carta de san Juan
Jon Jonás
Jos Josué
Jr Jeremías
Judas Carta de san Judas
Lc Evangelio según san Lucas
Lm Libro de las Lamentaciones
Lv Levítico
1 M Libro Primero de los Macabeos
2 M Libro Segundo de los Macabeos
Mc Evangelio según san Marcos
Mi Miqueas
Ml Malaquías
Mt Evangelio según san Mateo
Na Nahum
Ne Nehemías
Nm Números
Os Oseas
1 P Primera Carta de san Pedro
2 P Segunda Carta de san Pedro
Pr Proverbios
Qo Libro de Qohélet (Eclesiastés)
1 R Libro Primero de los Reyes
2 R Libro Segundo de los Reyes
Rm Carta a los Romanos
Rt Rut
1 S Libro Primero de Samuel
2 S Libro Segundo de Samuel
Sal Salmos
Sb Sabiduría
Si Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)
So Sofonías
St Carta de Santiago
Tb Tobías
1 Tm Primera Carta a Timoteo
2 Tm Segunda Carta a Timoteo
1 Ts Primera Carta a los Tesalonicenses
2 Ts Segunda Carta a los Tesalonicenses
Tt Tito
Za Zacarías

Sermón 18
EL DON DEL ESPÍRITU
[n. 390 | 8 de noviembre de 1835]

«Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18)

Moisés pidió esta única cosa: ver la gloria de Dios. Y Dios le permitió contemplarla en tal medida que cuando bajó de la Montaña «su rostro se había vuelto radiante» (Ex 34,29) y el pueblo «temió acercarse a él». A él solo se concedió ese privilegio de forma tan íntima, y solo por una vez. Pero Dios le prometió que en el futuro ese privilegio se extendería a todo el mundo. Dios le dijo «¡vivo Yo, toda la tierra se llenará de la gloria del Señor!» (Nm 14,21), esa gloria que los israelitas habían visto en vislumbres, y que profanaron. Más tarde los profetas Isaías y Habacuc también predijeron que la tierra se llenaría de la gloria del Señor, y de su conocimiento. Cuando Cristo vino, se cumplieron esas promesas porque, dice san Juan, «hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre» (1,14).

En el capítulo que termina con el texto citado, san Pablo contrasta las sombras y prendas en el Antiguo Testamento de la «gloria que debía seguir» (1 P 1,11) a la venida de Cristo, con esa gloria misma. Dice que ni él ni sus hermanos los apóstoles son como Moisés, «que se ponía un velo sobre la cara» (2 Cor 3,13). Al final, la gloria de Dios en todo su esplendor es el privilegio y el derecho de nacimiento de todos los creyentes, que ahora «con el rostro desvelado de Cristo, el Salvador, contemplan el reflejo de la gloria del Señor» y se transformaron «en su semejanza de una medida de gloria a otra». Las palabras del Salvador en su Última Oración por los apóstoles, y por todos sus discípulos comprendidos en ellos, nos transmiten esa misma verdad misericordiosa. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17,22), dice.

Esta Alianza de gloria bajo la que subsiste ahora la Iglesia la llama san Pablo en el mismo capítulo «el ministerio del Espíritu» (2 Cor 3,8), y en el texto se nos dice que somos transformados en la gloriosa imagen de Cristo «por el Espíritu del Señor».

La Iglesia al ser honrada y exaltada así por la presencia del espíritu de Cristo, se la llama «el Reino de Dios», «el Reino de los Cielos». El Señor también la llama así: «El Reino de los Cielos está al llegar» (Mt 10,7) y «si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).

Me propongo hacer ahora algunos comentarios sobre el don peculiar del Nuevo Testamento al que, como en los pasajes anteriores, se denomina el don «del Espíritu», el don «de la gloria», y a través del cual la Iglesia ha llegado a ser lo que antes no era, el Reino de los Cielos.

Antes de entrar en materia, observaré que aunque en cierto sentido el don de la gloria ya fue otorgado bajo la Ley, es decir, en milagros (como cuando se condena a los israelitas por «haber visto la gloria de Dios y sus milagros» y, sin embargo, «no haber escuchado mi voz» (Nm 14,22)), desde otro punto de vista, ese don es cosa que pertenece exclusivamente a las bendiciones prometidas para el más allá. Pero existe un sentido peculiar y suficiente en el que pertenece a la Iglesia cristiana, y cuál sea ese sentido es la cuestión de hoy.

1. En primer lugar, tenemos un atisbo de la fuerza de la palabra «gloria» como una facultad actual al considerar el sentido del título «Reino de los Cielos», que, como se acaba de decir, pertenece también a la Iglesia desde que Cristo vino a la tierra. A la Iglesia se la llama así porque es la corte y el dominio de Dios Todopoderoso, que se retiró de la tierra en cuanto a su presencia regia cuando el hombre pecó en el paraíso. No es que se fuera sin dejar ningún rastro pero incluso en sus manifestaciones de mayor bondad, se comportaba como si se encontrara en terreno enemigo, «como forastero en el país, como caminante que se tumba para pasar la noche» (Jr 14,8). Pero cuando Cristo reconcilió a Dios con la criatura caída, Él regresó según la profecía «Yo habitaré y caminaré en medio de ellos, y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre» (2 Cor 6,16; Ez 37,26). Desde entonces, en realidad ha existido un cielo sobre la tierra, en cumplimiento de la visión de Jacob. Desde entonces la Iglesia no ha sido una institución de la tierra, hecha de materiales perecederos como el Arca de la Alianza judía, que fue un tipo o anuncio de la Alianza a que respondía. Se convirtió en «un reino inconmovible» (Hb 12,28), dulcificado, purificado, espiritualizado por la sangre de Cristo que se derrama sobre él. Pasó de nuevo a ser parte integral de ese mundo invisible, pero que realmente existe, del cual «el Señor es la luz eterna» (Is 60,19-20), y a ser uno más entre sus habitantes. San Pablo lo describe en su epístola a los Hebreos: «vosotros os habéis acercado al Monte Sión», a la verdadera «montaña de la casa del Señor», de la que la Sión terrestre era un tipo, «a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial —es decir, como dice en otro pasaje, «la Jerusalén de arriba», o como dice también en otro, «sois ciudadanos del cielo»—, y a miríadas de ángeles, a la asamblea gozosa y a la Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos, al Dios Juez de todos, a los espíritus de los justos que han alcanzado la perfección, a Jesús mediador de la nueva alianza y a la sangre derramada, que habla mejor que la de Abel» (Hb 12,22-24).

Desde entonces la Iglesia cristiana es un cielo en la tierra, y no es de extrañar que en un sentido y otro, su rasgo distintivo, su don, sea la gloria, porque este es el único atributo que siempre asociamos a la idea misma del cielo, según los indicios que nos da la Escritura. Podemos hacernos una idea de la gloria aquí considerando nuestra fe en lo que ha de ser la gloria en el más allá.

2. A continuación, si consideramos la variedad y dignidad de los dones administrados por el Espíritu, quizá podamos discernir en cierta medida por qué a nuestro estado en el Nuevo Testamento se le llama estado de gloria. No es raro hoy en día dividir las operaciones del Espíritu Santo en su Iglesia en dos clases: morales y milagrosas. Por milagrosas se entiende las que realizó en los primeros tiempos del Evangelio, acciones maravillosas fuera del curso de la naturaleza, dirigidas a nuestros sentidos, como el poder de curar, resucitar muertos, etcétera; o también, el don de lenguas o de profecía. Por otro lado, por operaciones o influencias morales se entiende las que operan sobre nuestra parte espiritual y nos capacitan para ser lo que, de otro modo, nunca podríamos ser: santos y aceptables en todos los sentidos del carácter cristiano; en una palabra, todo aquello que es causa de Santificación. A estas distintas operaciones del Espíritu Santo, vistas en sus efectos, se las llama normalmente extraordinarias y ordinarias, o dones y gracias. Lo normal es pensar que los dones se terminaron y solo nos quedan las gracias, y por tanto se limita la actual «actividad del Espíritu» a ciertas influencias en nuestra naturaleza moral, al oficio de cambiar, renovar, purificar el corazón y el espíritu, implantando buena voluntad, impartiendo conocimiento de nuestro deber y fuerza para cumplirlo, cultivando y haciendo madurar en nosotros todo buen deseo y hábito, y llevándonos a todo tipo de obras santas. Todas estas influencias y operaciones, desde luego, son cosa de la «actividad del Espíritu», pero ¿en qué sentido preciso pueden llamarse «gloria» esos efectos operados en nosotros? Añadid los milagros que ya no se dan y obtendréis un significado más inteligible del término «gloria», pero no será un sentido propio y específico del Evangelio. La Iglesia judía gozaba de una presencia sobrenatural más duradera que la cristiana y de milagros igualmente portentosos, y, sin embargo, no poseía este privilegio de la gloria. Sus patriarcas y maestros alcanzaron grados de santificación que superan nuestra capacidad de calibrar, al igual que nos sucede con los apóstoles y mártires del Nuevo Testamento; y, a juzgar por las apariencias externas, la santificación de las masas de cristianos hoy día no parece ni más auténtica ni más completa que la de los judíos. Entonces ¿cómo es que nosotros gozamos de un estado de gloria y los judíos no? Concedamos que el don del Espíritu mencionado en la Escritura incluye tanto los milagros de los primeros siglos como las influencias de la gracia; concedamos también que la gracia santificante otorgada al cristiano se le concede con una plenitud, variedad, y poder mucho mayores que a los judíos (gracia finalmente extinguida o no, eso no importa ahora); concedamos también que la santidad es el rasgo de ese don que el Espíritu Santo administra hoy, como los milagros fueron su manifestación externa en los primeros siglos; pues bien, todo eso no explica suficientemente, ni es equivalente al gran privilegio del Evangelio, que es algo más profundo, amplio y misterioso, aunque incluya tanto milagros como gracias.

El Espíritu Santo ha puesto su auténtica morada en la Iglesia como Espíritu septiforme por medio de una serie de dones. Por ejemplo, el don de la Inmortalidad ¿es moral o milagroso? Ni una cosa ni otra, según el sentido normal de las palabras, pero es un don que se nos otorga en esta vida, y por el poder del Espíritu Santo, según los textos: «vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo» (1 Cor 6,19), y «el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rm 8,11). Y la Justificación, la aplicación al alma de los méritos de Cristo ¿es moral o milagrosa? Ni una cosa ni otra; pero se nos dice que «habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Jesucristo el Señor y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6,11). Y el don del Espíritu Santo en la Ordenación ¿es moral o milagroso? No es lo uno ni lo otro, sino un poder sobrenatural de administrar eficazmente cosas santas. Y ¿es la Comunión con Cristo moral o milagrosa? Al contrario, es una misteriosa pero real participación de nuestra naturaleza en la de Dios (2 P 1,4), según ese texto de «porque somos miembros de su cuerpo, de su sangre y de sus huesos» (Ef 5,30). Estas consideraciones pretenden darnos una visión más profunda de lo admitido normalmente, acerca del carácter de ese Don que trae consigo la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, y que se llama el Don de la Gloria. No quiero decir que lo que he expuesto baste para definirlo; más bien diría que no es posible definirlo. Tampoco puede limitarse, ni dividirse, ni agotarse a base de distinciones. Ese es justamente el defecto de la división entre milagrosos y morales (por muy útil que sea para propósitos particulares), que pretende abarcar lo que en realidad es incomprensible e insondable. Con gusto me evitaría caer en el mismo error, y sirvan para ello los ejemplos dados arriba, ampliando nuestra visión sin delimitarla. El don es calificado en la Escritura por el vago y misterioso término «gloria» y todas las descripciones que de él podemos dar solo pueden, y solo deben, darnos de bruces con el misterio.

3. Sin embargo, puede plantearse la cuestión de si el don del Espíritu que poseemos ahora nosotros se llama así realmente. Con intención de aclarar esto enumeraré una serie de pasajes, por orden, además de los que di al comienzo; y al hacerlo, quisiera que observarais qué próximas y permanentes son las relaciones entre el Espíritu, la Gloria y el Cielo.

«El Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (1 P 4,14).

«El Dios de toda gracia, que os ha llamado en Cristo a su eterna gloria, os hará idóneos y os consolidará, os dará fortaleza y estabilidad» (1 P 5,10).

«Su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento del que nos ha llamado por su propia gloria y potestad» (2 P 1,3).

«Y a los que predestinó también los llamó, y a los que llamó también los justificó, y a los que justificó también los glorificó» (Rm 8,30).

«Enseñamos la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos, para nuestra gloria... Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman... El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque sólo se pueden enjuiciar según el Espíritu» (1 Cor 2, 9-14).

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos» (Ef 1,3).

«Pido para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle; iluminando los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa. Él la ha puesto por obra en Cristo resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha en los cielos» (Ef 1,17-20).

«Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo —por gracia habéis sido salvados—, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús. Pues por él unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu. en quien [Cristo] también vosotros entráis a formar parte del edificio para ser morada de Dios por el Espíritu» (Ef 2,4-6; 18-22).

«Pido para que, conforme a las riquezas de su gloria, os conceda fortaleceros firmemente en el hombre interior mediante su Espíritu. Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para que os llenéis por completo de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,16-19).

«Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada» (Ef 5,25-27).

«Es imposible que quienes una vez fueron iluminados, y gustaron también el don celestial, y llegaron a recibir el Espíritu Santo, y saborearon la palabra divina y la manifestación de la fuerza del mundo venidero, y no obstante cayeron, vuelvan de nuevo a la conversión» (Hb 6,4-6).

Prestemos atención especial a este último párrafo que al hablar de quienes entorpecen la gracia de Dios, recorre las distintas características o títulos de esa gloria que ellos pierden: iluminación, don celestial, el Espíritu Santo, la palabra divina, los poderes del mundo venidero; en realidad, todos significan la misma cosa, vista con luces distintas; esto es, ese inefable privilegio del Evangelio que es prenda y participación en la gloria eterna, en la perfección y bienaventuranza de los ángeles, una entrada, ya ahora, en el mundo futuro, que se abre ante nuestras almas porque participamos del Verbo Encarnado, y que administra el Espíritu Santo.

El misterioso estado en que nos encontramos los cristianos es el siguiente (si no fuera impropio extendernos sobre él): estamos en el cielo, en el mundo de los espíritus, un lugar donde es fácil recibir todo tipo de gracias invisibles. «Nosotros somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20); vivimos entre ángeles y tenemos a mano (por así decir) a los santos que ya partieron. Ya reconciliados, servimos cerca del trono de nuestro Padre, «estirpe real, sacerdotes para su Dios» (Ap 1,6), lavamos nuestros vestidos en la sangre del Cordero, y estamos consagrados como templos del Espíritu Santo. Siendo esto así, penetramos un tanto en el sentido de la preocupación de san Pablo porque sus hermanos entendieran «la anchura y la longitud» (Ef 3,18), «las riquezas de su gloria» (Ef 3,16), de la gloriosa herencia de que disfrutaban, y, por otro lado, su convincente declaración de que el «hombre no espiritual» no es capaz de «enjuiciarla» (1 Cor 2,14).

Si volvemos ahora a las palabras del Salvador ya citadas, veremos que todo lo que los apóstoles han dicho en sus epístolas no es más que la amplificación de estas dos breves frases del Señor: «si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5) o, como se dice muy poco antes «ver el Reino de Dios» (3,3). Y «yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17,22). Sobre estos textos hago los siguientes comentarios adicionales: cuando Nicodemo expresa sus dudas acerca de la declaración de nuestro Señor de que para entrar en su Reino es necesario nacer de nuevo a través del Espíritu, Jesús replica: «Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre que está en el cielo» (Jn 3,12-13). En estas palabras, nuestro Señor descubre claramente que de alguna misteriosa manera, Él, el Hijo del Hombre, estaba realmente en el cielo al tiempo que, con los ojos humanos, le veían sobre la tierra. Su discurso parece discurrir así: ¿os ofendéis de la doctrina del nuevo nacimiento del alma para entrar en el Reino de Dios? Siendo excelsa como es, no es más que una verdad terrenal comparada con otras que yo, que vengo del cielo, podría desvelar. Es un misterio cómo un hombre regenerado puede llegar a ser ciudadano de un reino celestial, pero Yo mismo que os hablo ahora, estoy en este momento en el cielo también, incluso en esta mi naturaleza humana». Así el gran misterio de la Encarnación envuelve, al tiempo que nos asegura, el misterio del nuevo nacimiento. Como Él se encontraba en el cielo de una forma inefable, incluso «en los días de su vida en la tierra» (Hb 5,7), también lo estamos nosotros, en nuestro grado, según estas palabras de su oración: que sus discípulos «todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros» (Jn 17,21).

Pero Él quiso revelar esta alta verdad más explícitamente en una ocasión posterior, en su Transfiguración. Para muchos esta parte de la Historia Sagrada parece no tener sentido. En cierto modo, fue un milagro; pero no pretendía favorecer a nadie, o tener consecuencias duraderas, como solía ocurrir con los milagros de nuestro Señor, y se realizó de forma completamente privada. Pero tiene un gran contenido doctrinal, porque se trata nada menos que de la manifestación de la Verdad contenida en los textos que hemos visto, la visión del Reino de Gloria que Él estableció en la tierra a su venida. Había dicho a sus apóstoles: «os aseguro de verdad que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios» (Lc 9,27). Entonces, «unos ocho días después de estas palabras, se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que aparecieron en forma gloriosa. Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria» (Lc 28-32; ver Jn 1,14 y 2 P 1,17). Así es el Reino de Dios: Cristo es el centro, su gloria es su luz, el Justo santificó a sus compañeros (Moisés y Elías), y a los apóstoles los hizo sus testigos ante sus hermanos. Da cumplimiento a lo que vislumbraron los santos patriarcas, Jacob en Betel y Moisés en el Sinaí.

Siendo esta la gloria particular y la «terrible» condición propia de la Iglesia cristiana, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto el don se concede también a cada individuo miembro de ella? Se nos imparte a todos en el Bautismo, como se deduce directamente de las palabras del Señor en su conversación con Nicodemo, en que hace del nacimiento mediante el Espíritu —del que también declara que se realiza mediante el Bautismo— el único medio de entrar en su Reino; así que, a menos que nazca del agua y del Espíritu, nadie es en ningún sentido miembro de su Reino en absoluto. Gracias a este nuevo nacimiento la divina Shekiná se establece en él, impregna alma y cuerpo, y le distingue, realmente y no solo de palabra, de quienes no son cristianos; lo eleva en la escala del ser, despierta y da vida a todo elemento de naturaleza superior que haya en él, y le comunica en medida y momento oportuno, su misma e incomparable virtud divina. Al tiempo que con todo cuidado atesora ese Don, él, en palabras del texto, es «transformado en su misma imagen, cada vez más glorioso, conforme obra en él el Espíritu del Señor». Pero, si se hace resistencia al Don, su presencia se va retirando poco a poco y al ser obstaculizado en su fin principal —la santificación de nuestra naturaleza— se pierden también sus otros beneficios. Así parece actuar el Todopoderoso. Si pudiéramos ver las almas de los hombres, veríamos esto, sin duda: las de los niños recién bautizados brillantes como los querubines, como llamas de fuego elevadas hacia el cielo en sacrificio a Dios; luego, a medida que pasábamos de la infancia al estado adulto, su luz interior palidecía o se fortalecía según los casos; y, de los hombres maduros, la mayoría, por desgracia, no daría más que pruebas dolorosas de que el Señor estuvo alguna vez con ellos; solo quedarían, aquí y allá, algunos testigos aislados de Cristo; y también estos, cruzados por todas partes de las cicatrices del pecado.

Para concluir. Sería bueno que estas ideas que he expuesto, que en su mayoría son, confío, las de la Iglesia universal desde sus comienzos, fueran mejor comprendidas y más divulgadas entre nosotros. Con la gracia de Dios, pondrían freno al emocionalismo sentimental que predomina hoy por todas partes, al tiempo que ayudarían a disipar la habitual visión fría de la religión, que es el extremo contrario. Mientras no entendamos que los dones de la gracia son invisibles, sobrenaturales y misteriosos, no tendremos más elección que o bien explicar de cualquier manera las expresiones altísimas y deslumbrantes que emplea la Escritura, o bien interpretarlas de forma apresurada, irreverente y a mayor gloria de uno mismo —lo cual es uno de los grandes errores del día. Las personas de espíritu alerta y sensible, sabedores por la Escritura de que el don del Espíritu Santo es algo grande y celestial pero insatisfechos ante lo ramplón de las ideas de la gente, no sabiendo dónde buscar lo que necesitan, creen que la vida cristiana —que «está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3)— consiste en una especie de éxtasis religioso, o en una sensibilidad exacerbada acerca de las cosas sagradas, o en pensamientos apasionados, un tono suave y lánguido de sentir y un exhibicionismo antinatural de todo eso en la conversación diaria. Además, por la misma causa —su ignorancia del carácter sobrenatural del Don Celestial—, pretenden calibrarlo en esta o aquella persona por sus efectos sensibles, y no consideran cristianos más que a quienes ellos suponen que pueden identificar como tales con toda seguridad, por lo que dicen, por cómo hablan, por su porte externo. Por otro lado, hay personas sumamente sensatas y moderadas que, ofendidas ante tales excesos, concuerdan en la idea de que el don del Espíritu Santo fue algo casi exclusivo del tiempo de los apóstoles, que ahora, como mucho, solo sirve para hacernos miembros decentes y disciplinados de la sociedad humana, siendo los privilegios que nos concede la Escritura —eso dicen ellos— algo de naturaleza meramente exterior, buenas maneras y cosas parecidas; o, como mucho, el perdón de los pecados y la admisión al favor de Dios; pero sin que nos confieran cualesquiera fuerzas reales e inherentes. Esas son las consecuencias que se siguen de forma natural cuando por un motivo u otro se oscurece algún punto de la doctrina que ha revelado Dios, apiadado de nuestras necesidades. Nuestro espíritu se aferra a esas palabras de vida e intenta aprehenderlas, y cuando se las despoja de su auténtico significado, adopta uno u otro error, que se parece a la verdad, a modo de compensación.

En cuanto a nosotros, en la medida en que comulgamos con ese alto modo de entender esta doctrina, que humildemente confiamos que es el verdadero, esforcémonos por actuar de acuerdo con él. Adoremos la Presencia sagrada que está dentro de nosotros con todo temor, y «aclamadle con temblor» (Sal 2,11). Sacrifiquémosle nuestros mejores dones a Él que, en lugar de detestarnos, ha querido tomar su morada en estos corazones nuestros, pecadores. Oración, adoración, y acción de gracias, «buenas obras y limosnas» —como Tabita, la discípula de Jope (Hch 9,36)—, valentía y lealtad para confesar nuestra fe, y una vida abnegada, son el ritual con el que servimos y damos culto a Dios en estos templos suyos que somos nosotros. De qué manera concreta nos obtienen la salvación final esas palabras llenas de fe, es cosa que no sabemos; tampoco sabemos con detalle cómo transforman nuestra voluntad y nuestro ser —cosa que, por la gracia de Dios, tenemos la seguridad de que sí hacen—. Todo lo que sabemos es que, al perseverar en ellas, la luz interior se hace más y más brillante, y Dios se manifiesta en nosotros de una forma que el mundo ignora por completo.

Así pues, todo nuestro deber consiste en lo siguiente: primero, en contemplar a Dios Todopoderoso, en el cielo, y también en nuestro corazón y en nuestra alma; y después, sin dejar de contemplarlo, en realizar los asuntos de cada día por Él y para Él, en ser capaces de ver su gloria fuera y dentro de nosotros, por la fe, y en reconocerla, por la obediencia. Así conjugaremos las visiones más elevadas acerca de su Majestad y su Bondad, con nuestra entrega a Él en las cosas más humildes, pequeñas y escondidas.

Por último, esta doctrina sobre la que he hecho hincapié no puede dejar de alentar en nosotros sentimientos más profundos y reverentes hacia la Iglesia de Cristo como el lugar de su especial habitación. Es obvio que nuestra condición es mucho más extraordinaria de lo que somos capaces de apreciar. La mayoría de la gente no entiende esto. Lo mismo ocurrió en Israel. Hubo un momento en que incluso en Betel donde Dios ya había dado aviso contra semejantes ignorancia, hasta los chicos de la ciudad «se reían» de su profeta (2 R 2,23), Eliseo, sin saber que llevaba consigo el manto de Elías. En época posterior, el profeta Ezequiel fue enviado a profetizar al pueblo, «te escuchen o no te escuchen», y añade la Escritura: «sabrán que hay un profeta en medio de ellos» (Ez 2,5).

No tengamos miedo, pues, de ser solo unos pocos entre los muchos, en nuestra fe. No tengamos miedo a la oposición, los recelos, los reproches, o el ridículo. Dios nos ve, y también sus ángeles; ellos nos contemplan. Ellos saben que estamos en lo cierto, y responden por nosotros. «Todavía un poco de tiempo, muy poco, y el que va a venir llegará y no tardará; pero mi justo vivirá de fe» (Hb 10,37-38).

Traducción de Víctor García Ruiz

Ensayos
363

JOHN HENRY NEWMAN

Sermones parroquiales/3
(Parochial and Plain Sermons)

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-640-0

Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ
con Santiago González y Fernández-Corugedo

Título original
Parochial and Plain Sermons
© 2009
Ediciones Encuentro, S.A., Madrid
© de la Introducción Víctor García Ruiz

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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Para Javier y para Reme
8 junio 1984

SANTOS Y PECADORES EN LA IGLESIA DE DIOS

Todo parece indicar que el predicador de estos sermones tan encendidos, el celoso vicario de la Iglesia de Saint Mary’s en Oxford, el batallador fellow de Oriel college, el incansable redactor de Tracts (folletos doctrinales), una de las luminarias del anglicanismo reformista, será pronto declarado beato en la Iglesia Católica. No en la que él llamaba entonces «Iglesia Católica», sino en la Iglesia Católica Romana, de la que verdaderamente sabía pocas cosas en aquellos años ascendentes y cada vez más polémicos del Movimiento de Oxford, entre 1829 y 1835, cuando predicaba los veinticinco sermones contenidos en este tomo tercero. Realmente, ¡qué de vueltas da el mundo! El día de su beatificación será hermoso ver cómo él mismo acaba encarnando una frase de su diario, escrita cuando era un joven clérigo: «Los que hacen del consuelo el gran objetivo de su predicación equivocan el fin de su ministerio. El gran objetivo es la santidad. Tiene que haber luchas y pruebas, aquí abajo. El consuelo está bien como lenitivo pero nadie se pasa bebiendo calmantes de la mañana a la noche» (16 de septiembre de 1824).

Una vez más, llama la atención la eficacia y aparente facilidad con que Newman emplea la Escritura, su maravillosa capacidad para sacar chispas a pasajes que uno ha recorrido también —algo distraído, la verdad— tantas veces. Es evidente lo mucho que amaba la Palabra de Dios y con qué intensidad debía de meditarla. Hay en Oriel college una pequeña galería, muy discreta, por la que Newman podía pasar directamente de sus habitaciones al coro de la capilla. Un privilegio del vicario de Saint Mary’s, supongo. Actualmente, ese lugar de paso se ha convertido en una pequeña capilla en memoria suya porque allí, en ese apacible y recóndito espacio con un bello ventanal —de esos proyectados hacia fuera, que se llaman oriel window—, pasó Newman horas y horas rezando a Dios. Allí me lo imagino ahora, meditando la Escritura y, quizá, aprendiéndosela de memoria. Lo digo porque, en un par de entradas de su diario, leemos: «19 de octubre de 1823, domingo. Esta semana y la anterior he estado aprendiendo la Biblia de memoria; acabo de terminar la Epístola a los Efesios». Y al mes siguiente: «25 de noviembre de 1823, miércoles. Me he aprendido ocho capítulos de Isaías, del 50 al 57 inclusive». Y remata: «Dios quiera que se me queden en el corazón, lo mismo que en la memoria». Como buen calvinista que era Newman en estos primeros años veinte, estaba muy orientado hacia la sola scriptura, una orientación que dejó su impronta para siempre. Sin buscadores online de ningún tipo, estos sermones parroquiales demuestran gran familiaridad con el Antiguo Testamento, Isaías y los Salmos especialmente, además de san Pablo en el Nuevo, a los que saca un partido inmenso y, en mi experiencia, muy original. No está del todo mal considerar estas cosas cuando acaba de celebrarse el Sínodo sobre la Palabra de Dios, convocado Benedicto XVI.

El amor y la reverencia extremos de Newman por la Escritura llegaron a un punto casi estrambótico, como se descubrió el pasado 2 de octubre, cuando se quiso trasladar su cuerpo desde el cementerio de Rednal hasta la iglesia del Oratorio en Birmingham, con la intención de que los fieles pudieran empezar a manifestarle su devoción. El féretro, después de más de cien años en un suelo completamente expuesto a la humedad, resultó no contener ningún resto humano; solo una pequeña cruz, seguramente la que Newman llevaba al cuello, y unos colgantes procedentes del tocado cardenalicio. Se creía que el féretro llevaba recubrimiento de plomo, pero ahora se ha visto que no era así. El Birmingham Post de 20 de agosto de 1890, en su crónica del entierro, explica el porqué de este sorprendente hallazgo: el féretro fue cubierto con una tierra más porosa que la marga donde se excavó la tumba. «Esto se hizo así para cumplir con fidelidad y cariño el deseo del Dr Newman, que algunos pueden juzgar rebuscado, pero que brotaba de su reverencia por la literalidad de la Palabra de Dios; la cual, tal como pensaba él, nos manda facilitar, más que impedir, que se cumpla la ley ‘Polvo eres y al polvo volverás’». Extraño, sí; pero también conmovedor. No queda otra reliquia física suya que unos mechones de cabello.

La Iglesia como instrumento de salvación es una constante en los sermones de este volumen. La Iglesia en toda su riqueza y con todo el sentido de continuidad: la Iglesia Visible y la Invisible, la Iglesia Judía y la Cristiana, la primitiva y la del siglo XIX, la «Católica», la Romana y la Ortodoxa. La Iglesia en su identidad con Cristo y los sacramentos, bellamente expresada así en el sermón 19 a propósito del Bautismo: los sacramentos son «señales de su presencia y de su poder, los acentos de su amor, la forma misma y el semblante mismo de Cristo que nos está mirando siempre, y que nos mima». La diferencia objetiva absolutamente crucial entre recibirlos o no recibirlos es la base de los dos sermones dedicados al Bautismo y sus efectos, tema de suma controversia entre anglicanos y protestantes.

No eran estas las ideas que Newman se trajo consigo a su llegada a Oxford como estudiante; ni siquiera las del joven clérigo. En agosto de 1824 —además de asustarse ante lo duro de la predicación: «dos sermones a la semana, esto es agotador. No voy más que en la tercera semana y ya casi estoy seco...»— anotaba que «esto de la regeneración bautismal me está confundiendo bastante». Pero la amistad con colegas como John Keble y Richard Hurrell Froude, entre otras cosas, terminará convenciéndole de que la falta de sustancia doctrinal de su evangelismo desembocaba directamente en el liberalismo religioso y el secularismo. Y en incidentes absurdos como el de Miss Juber, que se quería casar sin estar bautizada. Con su forma dialogada, el Memorandum que Newman redactó refleja la viveza con que vivió el asunto:

«—¿Es una de sus hijas la que se casa?

—Sí.

—¿Está bautizada?

—No.

—¿De veras? (En tono de voz más bajo) Lo siento, no puedo casarla.

—Bueno, eso es superstición; eso no es más que superstición.

—Pero ¿cómo voy a dar el matrimonio cristiano a alguien que está fuera de la Iglesia?

—Eso es superstición.

—Mr Jubber, no he venido aquí a que me dé usted lecciones, sino para decirle lo que creo mi deber.

—Señor, por supuesto, no pretendo que actúe usted en contra de su sentido del deber. Hay otros clérigos que están deseando casarles.

— [...] De todas formas, le ruego exprese a su hija lo mucho que siento que parezca que estoy siendo desagradable y duro con ella, pero no puedo hacer otra cosa. Por favor, dígaselo. Me da muchísima pena (y se lo repetí varias veces) 1 julio 1834».

Con frecuencia se refiere Newman a sectas y disidentes. Es decir, a diversos tipos de protestantes «non conformists» pero, sobre todo, a los evangélicos, muy activos en Inglaterra entre 18001850, que pensaban que la Iglesia oficial era poco cristiana, demasiado formalista. Lo cual era verdad. Esos y otros aspectos son los que también Newman quería reformar, desde dentro, con lealtad —mientras fue posible. En una carta privada de estos años, a propósito de José María Blanco White, ex-sacerdote católico español, ex-fellow de Oriel college, ex-amigo y ex-compañero de cuarteto de cuerda, ex-anglicano y ahora «disidente», escribe Newman:

«Por fin salió el libro del pobre Blanco White [...] Es todo lo malo que puede ser. Es evidente que quiere que le ataquen —supongo que, dentro de lo posible, le dejarán en paz. Eso le hará bien. No está contento hasta que se habla de él, y encuentra un placer morboso en que le traten mal. Habla del «sublime culto unitariano», etcétera, etcétera. Una locura. Creo que no está bien del todo. Quiero decir, entiendo que alguien, la primera vez que se encuentra con una doctrina (aunque sea más fea y más mala que un pecado), por una especie de perversión mental, diga que es maravillosa, etcétera, etcétera; pero el socinianismo no es nuevo para él, y entrar en rapto ahora con algo que conoce hace 17 años, parece demencia (9 de agosto de 1835)».

El problema con los evangélicos, tal como lo refleja Newman, es la sobra de emocionalismo y la falta de conocimiento en lo religioso; una tendencia al irracionalismo y a la autosatisfacción que abren espacio a la ironía, que el lector percibirá, ocasionalmente, en unas cuantas andanadas, aunque suaves, puesto que se lanzan desde un púlpito —a diferencia de aquel capítulo de su novela Perder y ganar, donde Newman ejerce a sus anchas como satírico.

En la Iglesia de Dios hay cosas santas y pecados, santos y pecadores, empezando por el mismo pueblo elegido, empeñado en tener un rey. Al final, Newman ironiza acerca de tanta terquedad: ¿queríais rey? Ahí tenéis a Saúl, un rey como los demás pueblos; o sea, un bergante. Y Jeroboam, con su historia apasionante y violenta, digna de un drama shakespeariano. Los dedicados a «Fe y obediencia» o al arrepentimiento son sermones inteligentes y exigentes, que rebosan amor a Dios, al tiempo que sentido común, agudeza sicológica y autobiografía. Es decir, que cuando Newman se pone severo, más que reñir al oyente, trasluce los defectos y limitaciones que percibía en su propia vida. Eso se nota, por ejemplo, en el dedicado al sufrimiento corporal. Intenso y vivencial, revela una maravillosa profundidad en la comprensión del dolor como bendición de Dios. Y a la vez es muy práctico y humano, como cuando describe el encerramiento en sí mismo de los enfermos difíciles —se imagina uno al quisquilloso Serevriakov, de Tío Vania. Se trata de toda una reflexión personal y experiencial acerca de los efectos del dolor, para bien y para mal, hecha por alguien de aspecto frágil, que siempre pensó que tenía mala salud, aunque murió con 90 años.

Con frecuencia se vincula el temple personal e intelectual de Newman con el Romanticismo. Y es natural que sea así. En el sermón dedicado a Lázaro, la descripción de los instantes previos al milagro ante la tumba del amigo, incluye una impresionante inmersión en el alma de Cristo, que se remonta en términos casi cósmicos hasta el origen del mundo. Esa potencia imaginativa que le acerca a lo Invisible se ve, por ejemplo, en esta carta escrita por entonces (10 de mayo de 1828) a su hermana Jemina:

Año cristiano