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Créditos

Título original: La nuvola di smog

Edición en formato digital: octubre de 2012

© 2002 by The Estate of Italo Calvino

All rights reserved

© De la traducción, Aurora Bernárdez, 2011

© De la traducción de la carta a Mario Boselli [incluida en Italo Calvino, Correspondencia (1940-1985), Siruela, 2010], Carlos Gumpert

© Ediciones Siruela, S. A., 2011, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-15-8

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

Carta a un crítico sobre La nube de smog

Italo Calvino

La nube de smog

Créditos

La nube de smog

En una de esas épocas en que no me importaba nada de nada, vine a establecerme a esta ciudad. Establecerme no es la palabra adecuada. La estabilidad no me interesaba; quería que a mi alrededor todo siguiera siendo fluido, provisional, y sólo así me parecía salvar mi estabilidad interna que por otra parte no hubiera sabido explicar en qué consistía. Por eso cuando, por una cadena de recomendaciones, me ofrecieron un puesto de redactor en la revista La Purificación, vine a buscar alojamiento.

Para alguien que acaba de bajar del tren, ya se sabe, la ciudad entera es una estación: uno da vueltas y vueltas por calles cada vez más deprimentes, entre garajes, depósitos de mercancías, cafés con mostrador de zinc, camiones que arrojan a la cara vaharadas pestilentes, y cambia continuamente de mano la maleta, siente los dedos hinchados, sucios, la ropa interior pringosa, nerviosismo, y en todo lo que ve hay nerviosismo, todo está hecho añicos. La habitación amueblada que me convenía la encontré justamente en una de esas calles; en las jambas del portal había dos racimos de tarjetas, pedazos de cajas de zapatos colgadas de cordeles con el anuncio de las habitaciones en alquiler escrito groseramente y el sello fiscal en un ángulo. Yo, que cada tanto me detenía para cambiar de mano la maleta, vi las tarjetas y entré. En cada escalera, en cada planta de aquel caserón había un par de habitaciones en alquiler; llamé en el primer piso de la escalera C.

Era una habitación cualquiera, un poco oscura porque daba al patio por una puerta ventana y se entraba por ella pasando por la galería con una barandilla oxidada, de modo que era independiente del resto del piso, pero antes había que pasar por una serie de puertecitas cerradas con llave; la dueña, la señorita Margariti, era sorda, y temía con razón a los ladrones. No había cuarto de baño; el retrete estaba en la galería, en una casilla de madera; en la habitación había un lavabo con agua corriente, sin instalación de agua caliente. Pero en fin, ¿qué andaba buscando? El alquiler me convenía, más aún, era el único posible, porque más no podía gastar y por menos no hubiera encontrado nada; y además, todo debía ser provisional y quería que esto quedase en claro también para mí mismo.

–Sí, sí, me la quedo –dije a la señorita Margariti que creyó que le había preguntado si la habitación era fría y me señaló la estufa. Yo ya lo había visto todo y quería dejar mi equipaje y salir. Pero antes me acerqué al lavabo y metí las manos bajo el grifo; tenía ganas de lavármelas desde que había llegado, pero apenas me las enjuagué porque me fastidiaba abrir la maleta para buscar el jabón.

–Oh, ¿por qué no me lo dijo? ¡Le traigo en seguida la toalla! –dijo la señorita Margariti; corrió y volvió con una toalla planchada que dejó sobre el respaldo de la silla.

Me eché también un poco de agua a la cara, para refrescarme; tenía la sensación molesta de no estar limpio; después me froté con la toalla. Por aquel gesto la dueña entendió perfectamente que tenía intención de quedarme con la habitación.

–¡Ah, se la queda, se la queda! Bueno, querrá cambiarse, deshacer la maleta, póngase cómodo, aquí está el perchero, déme su abrigo.

Me negué a quitarme el abrigo; quería salir en seguida. Sólo me preocupé de decirle que necesitaba un anaquel: me iba a llegar una caja de libros, la escasa biblioteca que había conseguido conservar en mi vida desquiciada. Traté de que la sorda me entendiera; por fin me llevó a sus habitaciones, delante de una pequeña étagère donde tenía su costurero, cajas de carreteles, ropas que arreglar y modelos de bordado; me dijo que la vaciaría y me la llevaría a mi cuarto. Salí.

La revista La Purificación era el órgano de un Ente donde yo debía presentarme para conocer mis obligaciones. Trabajo nuevo, ciudad diferente: de haber sido más joven o haber esperado más de la vida, me hubieran dado impulso y alegría; ahora no, sólo era capaz de ver la grisalla, la miseria de lo que me rodeaba y de meterme dentro, no tanto por resignación sino como si me gustara, porque me confirmaba que la vida no podía ser diferente. Hasta las calles que debía recorrer las escogía así, las más secundarias y angostas y anónimas, aunque me hubiera sido fácil pasar por otras con escaparates y cafés elegantes; pero me desagradaba perder la expresión de las caras macilentas de los transeúntes, la mezquindad de los restaurantes baratos, el olor rancio de las tenduchas, y también ciertos ruidos de las calles estrechas: los tranvías, los frenazos de las camionetas, el crepitar de los pequeños talleres de soldadura en los patios: todo porque el deterioro y los chirridos de fuera me impedían dar demasiada importancia al deterioro y los chirridos que llevaba dentro.

No obstante, para llegar a aquella dirección tuve que entrar en cierto momento en una zona completamente distinta, señorial, llena de verdor, anticuada, poco frecuentada por vehículos en las calles secundarias, con avenidas y calles laterales lo bastante espaciosas como para que el tráfico circulara sin atascos ni estruendo. Era otoño; había algunos árboles de oro. La acera ya no bordeaba paredes de casas sino verjas de las que arrancaban setos, arriates, senderos de guijarros rodeando inmuebles y grandes mansiones de ornada arquitectura. Advertía ahora un desconcierto distinto, porque ya no encontraba cosas en las que consiguiera reconocerme, como antes, o descifrar el futuro. (No es que creyera en las señales, pero para uno que es nervioso, en lugares nuevos todo lo que ve es siempre una señal.)

Estaba pues un poco desorientado cuando entré en las oficinas del Ente, diferentes de lo que había imaginado, porque eran salones de una casa señorial, con espejos y consolas y chimeneas de mármol y tapices y alfombras (pero el mobiliario propiamente dicho era en cambio el habitual en las oficinas de comienzos de siglo, y la iluminación del tipo más moderno, con tubos de neón). En fin, ahora me molestaba haber elegido una habitación tan fea y oscura, y más aún cuando me hicieron pasar al despacho del presidente, el ingeniero Cordà, que me acogió en seguida con exagerada expansividad, tratándome de igual a igual, no sólo en cuanto a prestigio social y jerárquico (que era ya una posición difícil de mantener) sino sobre todo como su igual en competencia e interés por los problemas de los que se ocupaban el Ente y la revista La Purificación. Yo que, para ser franco, creía que todo era una patraña de esas que se cuentan guiñando el ojo, y que había aceptado ese empleo con tal de tener alguno, ahora debía representar el papel de quien en toda su vida no ha pensado en otra cosa.

El ingeniero Cordà era uno de esos cincuentones de aire juvenil y bigotes negros, es decir, de esa generación que a pesar de todo conserva un airejuvenil y los bigotes negros, personajes con los que nunca he tenido nada que ver. Todo en él, las palabras, el aspecto exterior –llevaba un traje gris impecable, una camisa de una blancura perfecta–, los gestos –movía una mano con el cigarrillo entre los dedos–, respiraba eficiencia, facilidad, optimismo, despreocupación. Me mostró los números de La Purificación que habían salido hasta entonces, preparados por él (que era el director) y el jefe de prensa del Ente, el doctor Avandero (me lo presentó, uno de esos tipos que hablan como si lo que dicen estuviera escrito a máquina). Eran pocos números, bastante exiguos, y se veía que no estaban hechos por gente del oficio. Con lo poco que sabía sobre la fabricación de periódicos, encontré el modo de decirles –sin hacer críticas, desde luego– cómo lo haría yo, las modificaciones técnicas que introduciría. Adopté sin querer el mismo tono práctico, de seguridad acerca de los propios resultados; y advertí con satisfacción que nos entendíamos. Con satisfacción, porque cuanto más eficiente y optimista me mostraba más pensaba en aquella mísera habitación alquilada, en las calles deprimentes, en la impresión de ir oxidado y pegajoso que sentía, en el hecho de que no me importaba nada de nada y me parecía que el mío era un juego de manos, que estaba haciendo polvo, ante los ojos del ingeniero Cordá y del doctor Avandero, toda su eficiencia técnico-industrial, y ellos no se daban cuenta y Cordá asentía con gran entusiasmo.

–Perfecto, entonces usted, mañana sin falta, de acuerdo, y entretanto –me decía Cordá–, para que se ponga al día... –y quería darme las actas del último congreso para que las leyera–. Aquí están –me llevó delante de un anaquel, donde se ordenaban pilas de fotocopias de los informes–. ¿Ve? Tome éste, y este otro, ¿éste ya lo tiene? Cuente, a ver si están todos –y mientras hablaba tomaba las hojas; entonces vi que de ellas se levantaba una pequeña nube de polvo, y en la superficie apenas tocada se dibujaba la huella de los dedos. El ingeniero, al levantar las hojas, trataba de sacudirlas ligeramente, pero apenas, como si no quisiera admitir que estaban llenas de polvo, y las soplaba suavemente. Procuraba no apoyar los dedos en la primera página de cada informe, pero le bastaba rozarla con el borde de una uña para que se dibujara una viborita blanca en lo que ahora parecía un fondo gris, cubierto de un delgadísimo velo de polvo. Pero se ve que los dedos le quedaban igualmente sucios, e intentaba limpiárselos doblándolos sobre la palma y moviendo las puntas, con el resultado de que se llenaba de polvo toda la mano. Entonces bajaba instintivamente las manos a los costados de los pantalones de franela gris, y se detenía justo a tiempo, volvía a levantarlas y estábamos así los dos, moviendo los dedos y pasándonos aquellos informes, tomándolos apenas por el borde como si fueran hojas de ortiga, y entretanto seguíamos sonriendo, sonriendo de acuerdo, complacidos, diciendo: «¡Oh, sí, un congreso interesante! ¡Oh, sí, un buen trabajo!», pero yo me daba cuenta de que el ingeniero se sentía cada vez más nervioso e inseguro, y no lograba sostener mi mirada triunfante, mi mirada triunfante y desesperada, porque todo era efectivamente como yo pensaba.