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Maldita verdad

Contenido

Prólogo: Llamad a cualquier puerta

Primera parte

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·3·

Segunda parte

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·6·

·7·

·8·

·9·

·10·

·11·

·12·

Tercera parte

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·14·

·15·

·16·

·17·

·18·

·19·

·20·

Cuarta parte

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Título original: Maldita verdad

© 2016 Empar Fernández

Diseño cubierta/Fotomontaje: Eva Olaya

Fotografías cubierta @ Shutterstock

1ª edición: enero 2016

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2016: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601

08028 Barcelona

www.ed—versatil.com

ISBN: 978-84-16580-23-1

IBIC: FH

Depósito legal: B 29.518-2015

Impreso en España

2016—. Estilo Estugraf Impresores S.L.

Pol. Ind. Los Huertecillos — nave 13

28350 Ciempozuelos (Madrid)

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

«El dolor busca siempre la causa de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estar quieto y a no volver la mirada atrás».

Stefan Zweig (1881-1942)

«I’ve seen things, you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched c-beams glitter in the dark near Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die».

Monólogo de Roy Batty.

Blade Runner. Ridley Scott, 1982

Prólogo: Llamad a cualquier puerta

Decía Alfred Hitchcock que es mejor partir de tópicos que caer en ellos. Cuántas novelas y películas en la actualidad comienzan por todo lo alto —un inicio sorprendente e inverosímil, que no se parece nada a lo que hemos visto antes—, imprimiendo a ese inicio la intensidad del desenlace, todo sea con tal de agarrar por las solapas al espectador. El problema está en que pocas veces el desarrollo de la historia mantiene la altura de las expectativas generadas, diluyéndose para quedar en nada o menos. En las antípodas de esa hiperabundancia de los comienzos más falleros está la sencillez de las mejores películas de Hitchcock, o el planteamiento humilde y cercano de cualquier novela de Empar Fernández. Seguramente es más complicado construir una historia con menos elementos, hacer que resulte interesante a cada minuto, a cada página, profundizando en sus implicaciones. Seguramente con el paso del tiempo comprobaremos que resisten más en nuestra memoria la mujer que no bajó del avión o la chica que lloraba al subir al autobús antes que los golpes de efecto puntuales que pudieron impresionarnos en su momento.

Maldita verdad se inicia con una rutina vivida y vista una y mil veces. El peso de la realidad carga las tintas en los diferentes matices del gris, quitando espacio para el resto de colores: una mujer solitaria vuelve tarde de trabajar, acumulando cansancio y hastío de su rutina. En su casa solo le espera un hijo adolescente con el que apenas consigue intercambiar algunas palabras, las justas para ir tirando. Se encuentra tumbado, con los cascos y la ropa puesta, pero ya se ha dormido, sin siquiera tocar la cena que ella le dejó preparada. Pero ya es mayorcito para juegos tiernos; de hecho madre e hijo llevan una temporada tratándose como desconocidos. No será hasta la mañana siguiente cuando su doloroso distanciamiento, que parecía el resultado de una adolescencia complicada, desemboque en una tragedia irreparable.

La llegada de una trama policiaca no hace desistir a Empar, que aplica las mismas reglas del juego: con sensibilidad e inteligencia, y sin querer hacer leña del árbol caído, la autora nos descubre una trama familiar a través de las indagaciones de un aprendiz de detective. Pero todo lo que sucede en esta novela está más bañado por esa gama de grises de la realidad que por el technicolor de las películas. Con mano firme desnuda la intimidad y los sentimientos de sus personajes, sabiendo que son mucho más que tópicos literarios, que podríamos encontrarnos a cualquiera de ellos a la vuelta de la esquina, en nuestro barrio, en nuestro vecindario.

Son muchos los temas y problemas que plantea esta novela pero muy pocas las soluciones, ya que el camino de la investigación no nos lleva tanto al descubrimiento de una verdad como a un dilema moral en el que no caben soluciones fáciles. Quien haya leído alguna de las novelas previas de Empar —en este sello se pueden encontrar La mujer que no bajó del avión y La última llamada— ya conoce sobradamente su registro y su sutileza para retratar la crisis y sus consecuencias en la vida cotidiana.

Todo transcurre en un barrio cualquiera de Barcelona. En cualquier barrio de Barcelona. Casi puede decirse que en cualquier barrio de cualquier ciudad, en cualquier calle. Puede que el transcurso de la acción nos lleve por derroteros más inesperados, pero os aseguro que no son para nada fantasiosos, porque la materia prima de esta novela es todo lo que nos rodea. Llamad a cualquier puerta porque está a punto de empezar una nueva novela de Empar Fernández.

por David G. Panadero,

director de la colección Off Versátil

Primera parte

·1·

Olga no advirtió ningún ruido cuando llegó a casa cerca ya de las once de la noche. Ni la televisión encendida ni la voz de su hijo al teléfono o frente al micrófono del ordenador. Ni tan siquiera el ruido como de lluvia menuda del teclado que tantas horas ocupaba diariamente a Daniel. Le sorprendió aquel silencio absoluto, pero recordó que, cada vez más a menudo, Daniel utilizaba auriculares para escuchar música y que a todos los efectos dejaba de existir. Se aislaba. Desaparecía. Una explicación razonable para tanta quietud. En ocasiones pensaba que su hijo los empleaba para alejarse del mundo y de ella. Sobre todo de ella.

Encendió la luz del pasillo, dejó el bolso sobre una silla, se descalzó con evidente alivio de sus pies castigados y se acercó a la habitación de Daniel. Mientras avanzaba el cansancio se apoderó de ella como un extraño y despiadado virus. Se elevó la fatiga desde el suelo hasta superar la planta de sus pies, alcanzar sus piernas, sus brazos, sus ojos… Se sintió exhausta.

En el piso de arriba, el ático tercera, alguien seguía las evoluciones televisivas de unos concursantes que aspiraban a hacerse millonarios de la noche a la mañana. Algunos incluso lo conseguirían. Olga reconoció la sintonía del programa y pudo imaginar a sus vecinos sentados ante el televisor. Mientras caminaba pasillo adelante también pudo oír risas y rumor de voces. Experimentó algo difícil de definir pero estrechamente emparentado con la envidia. Envidia de luces encendidas, de murmullo de voces cómplices, del otro sentado muy cerca, rozándote. El deseo de que alguien te pregunte cómo ha ido el día.

La puerta de Daniel estaba entornada, no cerrada. No la cerraba nunca, no necesitaba confinarse, se limitaba a blindarse a sí mismo. Olga la empujó unos centímetros, los justos para entrever el cuerpo de su hijo a la luz del corredor. Daniel se había estirado sobre la cama completamente vestido y con las deportivas todavía en los pies. Ni tan siquiera se había aflojado los cordones. Recordó que hacía tres días que no se había cambiado los tejanos y que la camiseta era la misma que usó el día anterior, y quizás el anterior al anterior.

Resopló.

No era la primera vez que se quedaba dormido tal cual, sin ponerse el pijama ni lavarse los dientes. Lo de los dientes era otra batalla perdida. Una más en aquella guerra incruenta que parecía no acabarse nunca.

Daniel conservaba los enormes auriculares azules en torno a su cabeza y obstruyendo sus oídos, tenía los ojos cerrados y uno de sus brazos descansaba sobre su vientre. Parecía dormido, pero quizás no lo estuviera. Olga no ignoraba que muchas veces aparentaba dormir para no desearle buenas noches, no escuchar algún consejo de última hora de labios de su madre o no responder a una pregunta. Ella siempre tenía preguntas y él muy pocas ganas de satisfacer su curiosidad. Así de difíciles eran las cosas con un hijo adolescente.

Olga suspiró y, sin darse cuenta, movió la cabeza de un lado a otro profundamente contrariada. No conseguía entender cómo alguien podía relajarse con la música tronando en la proximidad de sus tímpanos. Música para dormir, para estudiar, para caminar… En la habitación, en el lavabo, en la cocina, en la calle, en el patio del instituto, entre una clase y la siguiente… Lo que para ella era un puro infierno para Daniel parecía algo vital, imprescindible. Música, música, música. Como el aire, como el agua.

Música.

Un verdadero disparate.

Cada vez más cosas de Daniel la superaban. Una de ellas era ese encerrarse en sí mismo que al parecer era algo habitual en los chicos de su edad y que a ella la sacaba de quicio. Quizás llevaban tanto tiempo viviendo solos que no conseguía acostumbrarse a ese estar sin estar del todo tan propio del joven energúmeno en el que se había convertido su hijo. No conseguía encajar tanta ausencia. No si el que se ausentaba era aquel joven en feroz desarrollo en torno al cual había girado su vida durante mucho tiempo. Un chico de 16 años desgarbado y confuso que aparentaba no verla y simulaba no oírla. Y lo hacía bien. Un virtuoso. El mismo sujeto que raramente abría la boca, que muy de tarde en tarde respondía a sus mensajes de móvil, que hablaba por lo bajo y que atravesaba el piso en dos zancadas y se plantaba en el portal en un suspiro.

Un suspiro materno.

Un chico inaccesible de piernas largas y cabello lacio y apelmazado al que desesperaba proporcionar la más pequeña explicación.

Años atrás Olga se hubiera acercado a Daniel y hubiera besado su frente, quizás incluso hubiera sacado una colcha del armario sin hacer el menor ruido y lo hubiera tapado por si durante la noche refrescaba. Quizás le hubiera susurrado un «buenas noches, mi vida» o le habría apartado el cabello de la cara. Seguramente habría retirado los auriculares con delicadeza y, desde luego, lo habría descalzado. De haberse despertado, aquel niño que fue Daniel con toda seguridad hubiera correspondido con un «buenas noches, mamá» y una sonrisa afectuosa.

Se limitó a comprobar que seguía completamente inmóvil y que aparentemente descansaba y cerró la puerta con cautela. Si se hubiera acercado y hubiera retirado los cascos de los oídos de su hijo probablemente Daniel se hubiera enfurecido y Olga no necesitaba más problemas de los que ya tenía. Además cada vez llevaba peor el turno de tarde-noche. Se sentía cansada y profundamente desanimada. Con el discurrir del atardecer notaba los pies hinchados, le pesaban las piernas como sacos terreros y se apoderaba de su ánimo un malhumor que apenas conseguía disimular.

En el hospital pasaba las horas enteras de un sitio a otro. Las enfermeras de la segunda planta, la de Pediatría, tocaban cada día a más trabajo. Que si cambia el suero de la 206, que si reparte medicación, que si atiende a la madre del niño de la 201 a la que conviene tranquilizar a cualquier precio, que si la criatura de la 207 acaba de vomitar, que si la niña de la 204 no toma leche y necesita un zumo… Además un final de septiembre insólitamente caluroso como el que estaban atravesando no la ayudaba en lo más mínimo.

Y por si fuera poco al llegar a casa y tenderse en la cama tardaba lo que no está escrito en conciliar el sueño. Podía pasar horas con los ojos cerrados y sin dejar de cavilar. Podía pensar cientos de veces una misma cosa sin avanzar absolutamente nada, como en un bucle desquiciante. A menudo no conseguía pegar ojo hasta bien avanzada la madrugada y cuando lo hacía despertaba dos o tres horas después. Era una verdadera tortura, una especie de oscuro maleficio que Sebastián, uno de los médicos con el que tenía cierta confianza, había atribuido a una menopausia precoz. Si andaba muy apurada recurría a las pastillas para dormir que le había recetado. No le quedaba otro remedio para ir tirando.

En la cocina comprobó con disgusto que su hijo no había cenado. No había calentado la sopa y la tortilla de patatas seguía en la nevera. Abrió una lata de cerveza y, sentada a la mesa de la cocina, Olga se comió la tortilla fría pensando en Daniel y en cómo se había alejado de ella en unos meses. Sintió ganas de llorar, pero no podía permitírselo. Necesitaba descansar, dormir, no obsesionarse. Sobre todo: no obsesionarse. Había quien aseguraba que la conducta de su hijo era completamente normal y que no debía preocuparse, que pasaría pronto, en un par de años todo lo más. Pero eran ya muchos años viviendo solos y a solas y a ella le costaba Dios y ayuda sobrellevar tanto distanciamiento.

Se sentía vacía y un poco perdida. Y experimentaba algo que bien podría llamar resentimiento hacia Salvador Carreras, Salva, el padre de Daniel, su ex. Había dejado de contar con él muchos años atrás. Aproximadamente cuando Salva, que lidiaba como podía con un cargo complicado en una entidad bancaria, empezó a obviar las visitas a su hijo y Dani dejó de insistir en que quería verle regularmente.

Solos.

Sola.

·2·

La despertó la alarma del móvil de Daniel que llevaba más de un minuto sonando. Maldijo interiormente al chico por no apresurarse a detenerla tal y como le había pedido tantas veces. Las ocho menos cuarto era la hora en la que su hijo ponía a diario el pie en el suelo, se desperezaba trabajosamente, emitía un par de gruñidos, retiraba el sueño de sus ojos y, más taciturno y arisco que en cualquier otro momento del día, se disponía a ir al instituto como el que se dirige a cavar una zanja. Peor, quizás.

Pensó en levantarse para recordarle que debía cambiarse de ropa, pero cuando ya se incorporaba decidió evitar el enfrentamiento que inevitablemente se derivaría de sus palabras e intentar seguir durmiendo un rato más. No lo conseguiría, era un hecho probado, nunca lograba volver a conciliar el sueño, pero al menos tendría la fiesta en paz.

Daniel había dejado de necesitarla dos años atrás cuando decidió que él mismo se prepararía el desayuno y así se lo hizo saber. Olga siguió despertándose cada mañana a las ocho menos cuarto y siguiendo a distancia los movimientos de su hijo, comprobando que calentaba la leche, que preparaba su mochila y que desconectaba su móvil del cargador.

La alarma siguió sonando en la habitación contigua. Olga pensó que Daniel, con los auriculares puestos, no podía oírla. Lógico. Probablemente seguía durmiendo. Se incorporó profundamente desalentada. No era la mejor manera de empezar el día. Sabía que había días que no empezaban bien y acostumbraban a acabar peor. Mucho peor. Aquel se le antojó uno de aquellos días irremediablemente malos.

Como cada mañana desde hacía unos meses le dolieron los huesos al apoyar la planta del pie en el suelo. Dos años atrás había cumplido los 40 y el tiempo le pesaba cada vez más. Los huesos que se resentían, el oído que se inflamaba y le dolía de vez en cuando, una alergia recién descubierta… Se sintió vieja y vencida, pero aquello no era nada nuevo. Podía asumirlo. Lo que no conseguía encajar era el hecho de sentirse sola. Nunca antes le había pasado algo así. Ni tan siquiera cuando Salva hizo las maletas y se marchó de la noche a la mañana. Ni años después cuando pasó lo que pasó. Nunca tan sola.

No encontró sus zapatillas junto a la cama y dejó de buscarlas. Atusándose el cabello revuelto avanzó en la semioscuridad del piso y se acercó casi a tientas a la habitación de Daniel. Vestía la camiseta que utilizaba para dormir y sintió algo de frío en brazos y piernas. Bienvenido sea tras el insoportable bochorno de los últimos días, pensó Olga. Anhelaba el cambio de tiempo que quizás propiciase una mejora de su estado de ánimo.

Abrió la puerta y comprobó que el chico no había cambiado de postura en toda la noche. El brazo seguía alojado sobre el vientre, los auriculares permanecían a modo de estrafalaria diadema en torno a su cabeza y los ojos continuaban obstinadamente cerrados.

Lo contempló durante unos segundos, parecía en paz consigo mismo y con el mundo, Olga sabía que no era así. Nada más lejos. Nunca hay paz para un adolescente. En todo caso era aquella una calma transitoria y nada conveniente casi a las ocho de la mañana de un miércoles laborable.

Un espejismo.

Se armó de valor y de paciencia.

Buscó el móvil para acallar la dichosa alarma. Lo encontró en el suelo, junto a la cama, tirado. Había estado a punto de pisarlo. Le extrañó que Daniel no lo hubiera dejado cargando sobre su mesa como acostumbraba a hacer cada noche, pero si se había dormido con los auriculares puestos tampoco resultaba tan raro que hubiera olvidado cargar el móvil cuya alarma seguía sonando y cuya batería debía estar en las últimas. Una excusa más, otra, para interrumpir toda comunicación.

No tengo batería. No llames. No enviaré mensajes.

Tras pulsar algunas teclas sin orden ni concierto Olga se acercó a la ventana y a la escasa luz que se colaba entre las lamas de la persiana consiguió enmudecer el aparato y se acercó a su hijo.

—Daniel, cariño. Es la hora —susurró mientras intentaba apartar uno de los auriculares que emitía la música endiablada de siempre y le susurraba casi al oído—. Daniel, va, levanta, llegarás tarde.

No hubo respuesta. Ni la más leve señal.

A punto de perder la paciencia, Olga sujetó uno de sus hombros y lo zarandeó al tiempo que elevaba la voz.

—Daniel, por favor, llegas tarde. Son casi las ocho, va no me hagas perder…

El brazo de Daniel resbaló desde su vientre y cayó hasta chocar contra el suelo con un ruido sordo que a Olga le resultó pavoroso. Todo su cuerpo se tensó y su corazón enloqueció de puro miedo.

—Daniel, por favor. Despierta, hijo. Despierta. Por favor… Por favor, Daniel. No puedes hacer…

Pero el chico no abrió los ojos, no se movió, no opuso la menor resistencia.

Olga tanteó y buscó el interruptor de la luz, se abalanzó sobre la cama y le arrancó los auriculares. Sacudió a Daniel con todas sus fuerzas. Solo entonces reparó en la piel como de cera de su rostro y en sus labios en los que apenas quedaba color. Separó una de las manos con las que sujetaba el cuerpo de su hijo y la llevó hasta su frente.

Fría.

Mucho más fría de lo habitual.

Le fallaron las piernas, los brazos.

Le faltó el aire y aulló.

Gritó su nombre antes de abrazarse a él, antes de gritarle al oído. Antes de comprender que acababa de perderlo definitivamente.

·3·

Trini, una de las vecinas del edificio, se acercó despacio a la puerta del piso alertada por el dolor de Olga que en forma de grito desgarrado desbordó el patio de luces. La misma vecina, una mujer muy mayor que no se movía de casa, que desde hacía unos años conservaba una copia de las llaves. Daniel tenía la mala costumbre de olvidarlas casi una vez por semana. Era entonces cuando el chico poco hablador llamaba al piso de Trini. La anciana, a falta de nietos propios, se había adjudicado el papel de abuela de adopción y acompañaba las llaves de una magdalena, de una rosquilla o de una palmerita de hojaldre. Se conformaba con un «gracias» de refilón. No era mal chico, solo era parco en palabras.

La anciana, que se ayudaba de un bastón para caminar, hizo sonar el timbre, pero fue en vano. Olga no se movió. Quizás no la oyó. No pensaba separarse de su hijo. Atribulada, regresó a su piso en el mismo rellano y buscó las llaves de Olga en un cajón. Estaba asustada y sentía el corazón alarmantemente acelerado. Tardó en encontrarlas. Continuaba oyendo su llanto descontrolado en el silencio de primera hora de la mañana.

La anciana abrió con dificultad y, casi a tientas y resiguiendo la pared con el bastón, llegó hasta el cuarto de Daniel, el único con la luz encendida. La habitación de la que provenía el llanto que le puso la piel de gallina.

Olga, aferrada al cadáver de su hijo, lloraba. No la vio, no advirtió su presencia ni el tintineo de las llaves entre sus dedos temblorosos. Trini tardó unos segundos en entender. Se acercó y contempló el rostro macilento de Daniel y su brazo desmayado y abandonado sobre el suelo. Comprendió, respiró desacompasadamente unos instantes y se llevó una mano a la altura del corazón como si pudiera detener la taquicardia. Se santiguó muy rápido con escándalo de llaves.

—¡Dios bendito!

Olga ni se inmutó. Al llanto se sumaron las convulsiones y algunas palabras desesperadas dirigidas a su hijo que la angustiada vecina no acertó a entender. Seguía intentando despertar a Daniel, devolverle la vida, regresarlo. No se resignaba. No podía.

Trini volvió a su piso tan deprisa como pudo y desde allí pidió una ambulancia. Sabía que nada podrían hacer por el chico, pero pensó que era lo más conveniente. Nunca antes había vivido algo así. Había visto morir a parientes, a amigos, incluso a algún desconocido, pero siempre tras una enfermedad que preludiaba un fin inevitable. Con la puerta de su casa abierta, Trini se sentó en un sillón, respiró profundamente varias veces e intentó serenarse.

—¡Dios bendito!

Pocos minutos después el rellano se llenó de gente y el escándalo alertó a los vecinos. Algunos se santiguaron al paso del cadáver del chico que dos sanitarios se llevaron escaleras abajo en una camilla y oculto bajo una sábana. Olga, sin consuelo, fue asistida por el mismo doctor que ya nada pudo hacer por Daniel. Trini acompañó su marcha mascullando una oración por su alma. La anciana, que no era creyente, no sabía por qué lo hacía, solo que era lo acostumbrado.

Salvador Carreras, con el rostro desencajado, llegó a tiempo de ver cómo Daniel desaparecía en las entrañas de una ambulancia.

La autopsia, cuyos resultados tardaron un par de días en conocer, detectó la elevada presencia de fármacos en el organismo de Daniel. Por si fuera poco, la policía no tardó en analizar el bote vacío de somníferos que encontraron en el lavabo del domicilio familiar en el que estaban sus huellas. La postura en la que fue hallado el cadáver también fue determinante. Causa de la muerte: ingestión de fármacos aparentemente voluntaria en una proporción incompatible con la vida.

O lo que es lo mismo: suicidio.

De nada sirvió que Olga repitiera hasta la extenuación que su hijo no era un adolescente depresivo y que no había sufrido problemas de gravedad durante las últimas semanas. Ni que asegurara a todo el que se pusiera a tiro que conocía a su hijo y que Daniel no tenía motivos para suicidarse.

Con el paso de las horas acabó por reconocer ante el inspector responsable del caso que la comunicación con su hijo no solo no era fluida sino que, de un tiempo a esta parte, ignoraba por completo lo que le pasaba por la cabeza.

—Mire, señora, sé que no hay nada más duro que lo que usted está pasando. Tengo dos hijos y no quiero imaginar lo que debe ser, se lo aseguro. Lo sé, pero no quiero engañarla. El caso es claro, se trata de un suicidio. El chico se tumbó a esperar, usted misma pudo verlo. No hay más que leer su camiseta. Time to die*. Su intención era… Bien. Time to die. Lo dice todo.

Se interrumpió unos instantes con el propósito de calibrar sus palabras. No resultaba fácil insistir ante una madre en el hecho de que el chico deseaba morir sin lugar a dudas.

—Nosotros lo vemos cada día. Daniel decidió hacer lo que hizo. Las cifras no se dan a conocer, no es conveniente, pero se sorprendería usted de la cantidad de jóvenes que deciden acabar con su vida. Muchos, muchísimos más de los que la gente imagina.

—Pero él no… Yo le aseguro que no tenía…

Olga temblaba de pies a cabeza mientras intentaba retener al inspector. No podía permitir que dejaran de investigar. Necesitaba encontrar una explicación, algo que le proporcionara un sentido a la muerte a destiempo de su hijo.

—Y por lo que he podido averiguar, y por lo que usted misma y su exmarido han declarado —continuó el policía— no hay razones para sospechar una inducción al suicidio. Usted misma afirma que no había observado nada. En el instituto nos han hablado de problemas menores, algún suspenso, quizás una discusión, una historia con una chica que no acabó bien hace unos meses… nada más allá de lo normal. No hay acoso aparente, ni enfermedad grave y avanzada; tampoco hemos podido confirmar el alcance del problema de desamor, aunque algo hay, eso sí. Por lo que sabemos duró pocos meses. No parecía haber ahora ninguna chica especial, nadie que… No hay ninguna nota, ningún mensaje que nos permita interpretar… Eso siempre es un problema.

El policía carraspeó antes de proseguir. Se acercaba el final de su parlamento, la parte más delicada: considerar el asunto un caso cerrado.

—En su ordenador hemos encontrado lo de siempre, nada especial. Por otra parte el padre del chico…

—No, por favor, no me diga que va a hacer caso de lo que… —replicó Olga Bernabé con lágrimas en los ojos—.Salva apenas conocía a su hijo. Se veían muy poco, casi nunca. ¿Qué quiere que le diga de él?

El policía, con las manos en los bolsillos de la americana, ladeó la cabeza en un torpe intento de solidarizarse con su género.

—Repito: su padre ha asegurado que no había intuido nada fuera de lo común. Que estaba como siempre.

—También le habrá dicho que hacía dos meses que no se veían y que durante ese tiempo habían hablado por teléfono en una ocasión.

—No exactamente, pero…

—Si Daniel ha hecho lo que ha hecho debe haber alguna razón. No puede usted…

—Mire, hablaremos claro: por el momento no hay caso. Si más adelante usted cree que hay algún indicio que debamos investigar… —El policía alargó la mano para despedirse.

Olga la retuvo.

—Por favor…

Pero era más que evidente que el policía acababa de dar carpetazo al asunto. No tenía la menor intención de seguir indagando.

Retiró la mano que volvió al resguardo del bolsillo.

—No puede usted dejar esto así. Tenemos que saber qué le pasó —rogó Olga que veía esfumarse toda voluntad de profundizar en el asunto. —Por favor…

—Hemos hecho cuanto nos exige el protocolo. Más, incluso. Y no hemos detectado nada. Nosotros vemos cosas así cada día, sobre todo chicos adolescentes. Muchos más de los que salen a la luz —le aseguró de nuevo el policía a modo de desmañado consuelo como si en algo pudiera ayudar aquello tan manido de mal de muchos...—. Casi nunca encontramos una explicación. Si quiere que le diga lo que pienso…

—Creo que ya me lo ha dicho usted.

A Olga no le interesaba su opinión, ella estaba obligada a esclarecer la muerte de su hijo. No podría seguir viviendo sin hacerlo. Aun así, escuchó.

—No siempre hay una explicación. No debe usted obsesionarse. Las cosas no son así. La gente es complicada, los chicos son complicados. A veces hacen una montaña de algo, lo que es algo malo se vuelve peor y…

El inspector se encogió de hombros.

Olga pensó que las cosas difícilmente podían ser peores.

***

Asistió a la ceremonia que tuvo lugar en el tanatorio del brazo de su hermano mayor. El mismo que la había forzado a ingerir un tranquilizante y que la sujetaba firmemente por si se desvanecía. El mismo que no se acababa de creer que el cuerpo sin vida de Daniel reposara en una caja que los empleados situaron ante el altar. Olga había rechazado la compañía de Salvador y este no había querido insistir.

La madre de Daniel, a pocos pasos de su ataúd cerrado, apenas conseguía tenerse en pie. Gemía y suspiraba manteniendo un pañuelo bien apretado sobre su boca como para sofocar el grito que emergía de sus entrañas. Algo más allá, Salvador Carreras, su exmarido, mantenía la cabeza baja y las manos enlazadas a la altura del vientre mientras las lágrimas corrían mejillas abajo. A su lado, muy cerca, Inma, su mujer, intentaba en vano ofrecerle algún consuelo.

Ninguno de los abuelos del chico fallecido pudo despedirlo, solo sobrevivía la abuela paterna que padecía una demencia avanzada y que años atrás había dejado de descifrar el mundo y de reconocer a sus gentes. No recordaba a Daniel y había olvidado el nombre y el rostro de Salvador, su desafortunado hijo.

En las hileras de bancos se sucedían amigos y compañeros de clase, algún profesor del instituto, parientes, vecinos, compañeras de Olga en el hospital y un empleado de la oficina bancaria que dirigía Salvador en representación del personal a su cargo. Junto a la pared del fondo se alineaban los últimos en llegar que no habían encontrado asiento libre. Eran varias decenas. La sala entera despedía en silencio al adolescente cuya muerte voluntaria parecía carecer de sentido.

Una chica lloraba desconsolada junto a un compañero muy delgado y muy alto que parecía profundamente entristecido. Ambos habían enlazado sus manos y la chica, derrumbada, apoyaba la cabeza en su hombro. Eran sus mejores amigos, aquellos que conservarían su recuerdo y acusarían su ausencia durante mucho, mucho tiempo. Los mismos que no acababan de creer que no volverían a verlo jamás y que no alcanzaban a sospechar las razones de su muerte voluntaria.

Por encima de las cabezas un silencio grave salpicado de suspiros y la música de cámara que emitían los altavoces repartidos por la sala. El sacerdote hizo su entrada muy lentamente, ceremonioso, y los asistentes se levantaron. El oficio fue breve, apenas un cuarto de hora que dedicó a celebrar ordenadamente el ritual y a obviar la edad del fallecido y el hecho de que se hubiera suicidado. Comunicó sus condolencias a sus familiares y amigos e indicó que los allegados de Daniel despedían la ceremonia en aquel momento y no recibirían el pésame de forma particular. Era su deseo y cabía respetarlo.

Los empleados de la funeraria retiraron el ataúd y Olga Bernabé, incapaz de avanzar hacia la salida, permaneció en el banco en compañía de su hermano mientras la gente intercambiaba murmullos y se retiraba. Tardó mucho en salir, esperó a que no quedara casi nadie, y lo hizo del brazo de su hermano que la ayudaba a avanzar pasillo adelante.

Junto a la puerta de acceso a la sala el inspector de policía observaba. No advirtió nada extraño. Estrechó la mano de Salvador Carreras cuando este se dispuso a acompañar el coche de la funeraria.

El dolor resultaba muy parecido en todos los casos.

* En inglés: La hora de morir. (N. de la E)

Segunda parte

·4·

Raúl Forcano arrancaba papel pintado de la pared en el meritorio intento de convertir el piso diminuto, oscuro y mal situado de la abuela Ascensión en una vivienda más o menos aceptable y en un despacho modesto si conseguía licenciarse y obtener la pertinente autorización. Nada del otro mundo. Lo justo para descansar y recibir en él a algún cliente sin parecer el perfecto pringado sin ingresos que era exactamente lo que Raúl era en aquel momento.

El piso había quedado vacío casi dos años atrás cuando su abuela materna, Ascensión Izaguirre, fue trasladada al hospital en el que murió tres días después tras haber sufrido un ictus. Desde entonces apenas un par de parejas lo habían visitado y ninguna se decidió a comprarlo. Una de ellas sugirió una rebaja de 20.000 euros sobre el precio. Su madre y sus tías consideraron la oferta un robo a mano desarmada y la desestimaron de inmediato. El tiempo transcurrido sin que el piso despertase el menor interés evidenció que se habían precipitado.

En bermudas, chancletas y camiseta vieja y maloliente Raúl humedecía las paredes con ayuda de una esponja y, entre un crescendo de maldiciones, arrancaba pequeños fragmentos de papel que nunca se desprendían por completo. Chapoteaba descalzo entre las hojas de periódico esparcidas previamente y los jirones de papel mojado que arañaba de las paredes chorreantes. Alternaba uñas, rasqueta y mala leche. Llevaba más de media mañana y apenas había conseguido liberar la mitad de uno de los tabiques. Un cuento de nunca acabar.

Desesperante.

Pretendía despejar la pared para pintar la habitación de un color claro, probablemente blanco, que proporcionara algo de luz a la estancia destinada a convertirse, por el momento y hasta haber obtenido el título, en un discreto salón. Posteriormente sería el despacho del investigador privado Raúl Forcano y se las arreglaría para comer en la cocina. Allí, en el salón de un piso en Nou Barris, planeaba recibir a los improbables clientes.

Si alguna cosa tenía clara era que no podía de ninguna manera seguir conviviendo con el decorado de loros, flores exóticas y pagodas más exóticas todavía que la abuela había utilizado cuarenta años atrás para decorar la habitación y que se diría incrustado en la pared. Interiormente Raúl se refería a la curiosa dependencia como el salón chino, la chinoiserie.

De haberse resignado se hubiera resentido su autoestima. Conócete a ti mismo, le enseñaron. Y Raúl, para lo bueno y para lo malo, se conocía a la perfección. Y, a sus casi treinta años de edad y sin ingresos, no andaba sobrado de confianza. Tampoco podría alquilar un despacho en condiciones como sí conseguirían hacer algunos futuros licenciados de su promoción. Recibir en una cafetería no se le antojaba conveniente aunque, a falta de mejores recursos, siempre cabía la posibilidad.

La familia materna de Raúl, integrada por su madre y sus dos tías, sus respectivos consortes y su descendencia, deseaba desprenderse del piso cuanto antes y había acordado por unanimidad que el joven podía utilizarlo a la espera de encontrar un comprador y siempre que la reforma que pretendía llevar a cabo redundase en beneficio de la vivienda. Con el tiempo, si la agencia funcionaba, Raúl pensaba proponer el pago de un alquiler. En un futuro lejano pensaba alquilar un despacho en el centro de la ciudad. Esperaba vivir para verlo.

—¡Joder! Cualquier cosa redundará en beneficio de la vivienda. Esto parece una madriguera, es una puta ruina. Haga lo que haga no puede empeorar —adujo Raúl en una reunión en la cumbre.

Nadie replicó, era obvio. Como también lo era que las tres copropietarias, incluida su propia madre, preferían a Raúl, del que podrían librarse en cuanto se presentara la ocasión, a un puñado de okupas reivindicativos a los que no consiguieran desalojar sin recurrir a más altas, y probablemente mucho más costosas, instancias.

Si el comprador dispuesto a soltar los 150.000 euros que pedían por él aparecía en el corto plazo, el joven recogería sus bártulos y se iría con la música a otra parte. Tal y como andaba el sector inmobiliario tal transacción era casi un imposible y dado que el precio no guardaba correspondencia con las posibilidades de la vivienda —que eran harto escasas— Raúl aceptó la oferta. No dejaba de representar un riesgo, pero no le quedaba otra opción.

—¡Mierda!

Acababa de pisar la rasqueta camuflada bajo las hojas de periódico con las que había cubierto el suelo con el propósito de que empapasen el agua que se deslizaba paredes abajo.

—¡Mierda! ¡Mierda! —gritó saltando sobre un pie y maldiciendo a toda su estirpe desde el presente hasta alcanzar al primero de sus ancestros en la lejana sabana africana.

Se apoyó en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Buscó bajo el diario humedecido hasta dar con el mechero y el tabaco. Encendió un pitillo. Afortunadamente ambas cosas parecían secas. El desorden le alteraba los nervios, no localizaba sus cosas y estas nunca parecían estar en el lugar adecuado. Raúl, neurótico de manual, sobrellevaba con esfuerzo el estado de excepción en el que se había instalado desde hacía unos días. Pensó que fumar le relajaría. No fue así. Le bastó con contemplar la secuencia de pagodas ennegrecidas y de loros de pico descomunal silueteados en gris sobre algo que mucho tiempo atrás fue rosa palo. Para colmo sobre la ciudad el sol de finales de octubre parecía más propio del mes de julio y en las cercanías del mediodía cualquier movimiento resultaba agotador.

Había calculado en un momento de optimismo que podría faltar a las primeras clases del trimestre y disponer del piso en el término de unos diez días. Manejando tal previsión había anunciado a sus padres que en dicho plazo abandonaría el domicilio familiar. Un error de apreciación que se sumaba a la larga lista de equivocaciones que se acumulaban en un historial académico y profesional de escaso relumbre. Ni su padre ni su madre replicaron.

Visto lo visto y contemplado el triste panorama de las paredes circundantes, el plazo resultaba difícil de prever. El trabajo de mejora podía alargarse y convertirse en un periodo de inactividad de tres semanas o más. Y si algo necesitaba Raúl Forcano, a sus casi 30 años, era dedicarse a tiempo completo a superar las dos últimas asignaturas que le quedaban para obtener la licenciatura. A eso o, mejor aún, a lo que realmente le apetecía, leer un par de novelas pendientes que podría localizar en alguna biblioteca pública.

Las novelas negras ocupaban sus horas libres y buena parte de las que debería dedicar a otros menesteres. Generalmente eran obras publicadas meses y años atrás. No disponía de liquidez para adquirir novedades y las bibliotecas siempre iban a remolque de un presupuesto ferozmente afectado por los recortes. A Raúl le resultaba muy difícil dejar una a medias o no intentar acabarla lo antes posible. En el metro, en el lavabo, incluso caminando. Era un lector ansioso. Cuando no tenía a mano una nueva novela recurría a alguno de los muchos títulos firmados por Simenon y coleccionados por su abuelo paterno. La mejor herencia recibida. Su as en la manga.

Con el atardecer avanzado y habiendo comprobado una vez más que la bombilla pelada que pendía del techo resultaba claramente insuficiente para continuar, Raúl se dispuso a dar por acabada la jornada. Desprendió el papel mojado del suelo, lo arrinconó junto a una pared, metió hasta el último retal en bolsas de basura y se dispuso a ducharse.

El lavabo era como un puño y al entrar recordó que una de las cosas que debía hacer sin falta era colgar más alto el espejo. Adecuado para una abuela bajita que se había vuelto todavía más menuda con la llegada de la vejez, Raúl solo conseguía contemplar su cuello y su barbilla y esta última si, y solo si, inclinaba el rostro hacia adelante. Alejarse resultaba imposible dadas las dimensiones disponibles. La única posibilidad de echar una ojeada a su rostro era encoger las piernas como si estuviera a punto de tomar asiento, postura que se le antojaba algo denigrante y que tampoco contribuía en nada a mejorar la imagen que tenía de sí mismo. Ni pensar en afeitarse. Por el momento, y hasta que no mejoraran las cosas, si alguno de los futuros clientes deseaba utilizarlo se vería obligado a pretextar un escape que lo mantenía fuera de servicio.

No pudo escuchar el tono del teléfono que había quedado junto a la rasqueta en el salón que, si todo salía según sus cálculos, sería dentro de unos meses su futuro despacho. Cuando media hora más tarde, con la caída de la noche y de las primeras gotas de lo que amenazaba con ser un aguacero bíblico, Raúl devolvió la llamada, apenas podía creer lo que estaba oyendo.

Caminaba en aquel momento en dirección a su casa, que era todavía la de sus padres, y se detuvo al resguardo de un voladizo.

—Soy Raúl Forcano y tenía una llamada perdida. Disculpe, pero no conozco el número y no sé con quién hablo…

Lo único que logró entender fue que una voz de mujer algo apagada solicitaba sus servicios.

—Sí, sí, soy yo.

No precisó el motivo, solo que necesitaba averiguar algo y que su tía Nieves, una de las hermanas de su madre, la más arrogante de las dos, aquella a la que menos soportaba, le había hablado de él.

Raúl se excusó como pudo y le explicó que le faltaban unos meses para obtener la licencia necesaria.

—Por el momento todavía no puedo…

El detalle no pareció importarle a la mujer que dijo llamarse Olga Bernabé. Adujo que no podía pagar los honorarios habituales de una agencia de detectives y que esperaba una tarifa algo más modesta de un estudiante de último curso de Criminología.

Raúl accedió a entrevistarse con ella. Necesitaba el dinero. La citó al día siguiente en una cafetería céntrica que no acostumbraba a frecuentar, pero que le pareció un buen sitio. Un sitio conocido, respetable. Fue la primera con parecidas características que le vino a la cabeza. El Velódromo, en la calle Muntaner, en pleno Eixample, muy cerca de la Diagonal.

No era la mejor manera de empezar, había imaginado que las cosas sucederían de otra manera, en campo propio, frente a una mesa, tomando notas con la meticulosidad que le caracterizaba y retrepado en un sillón de despacho. Pero tampoco estaba en condiciones de ponerse exquisito.