LA LUCHA POR LA LIBERTAD

Gladiador

 

 

SIMON SCARROW

 


 

 

 

LA LUCHA

POR LA LIBERTAD

 

Gladiador

 

 

 

 

Traducción de Carlos Valdés

 

 

 

 

 

 

 

 

 


En nuestra página web: www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

Título original: Gladiator: Fight for Freedom

 

Ilustraciones de la cubierta y del interior: © Richard Jones, 2011

 

Diseño de la cubierta: Edhasa

 

Primera edición impresa: abril de 2011

Primera edición en e-book: enero de 2012

 

 

© Simon Scarrow, 2011

First published in Great Britain in the English language by Penguin Books

© de la traducción: Carlos Valdés, 2011

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

ISBN: 978-84-350-4555-1

 

Depósito legal: B-2.660-2012

 

 




 

 

 

«No hay segundas oportunidades

para un gladiador.

Recordadlo bien y sobreviviréis.

Olvidadlo y seguramente moriréis.»

 

 




 

 

 

Para Rosemary Sutcliffe,

que ha inspirado

en tantos de nosotros

el amor por la historia

 

Prólogo

 

 

El centurión Tito Cornelio Polenio se enjugó la frente mientras inspeccionaba el campo de batalla que se extendía a su alrededor. La ladera de la colina estaba cubierta de cadáveres, amontonados en aquellos lugares donde el combate había sido más encarnizado. Sus hombres buscaban a compañeros heridos o recogían el poco botín que podían de sus enemigos caídos. Aquí y allá los heridos daban gritos lastimeros, retorciéndose en medio de la carnicería. Entre los cuerpos había legionarios romanos vestidos con sus túnicas rojas y sus armaduras de cota de malla, teñidas ahora de sangre. Tito calculó que en la batalla habrían muerto miles de sus compañeros. Aun así, las bajas romanas no eran nada comparadas con las del enemigo.

Sacudió su cabeza con asombro ante los hombres y mujeres a los que antes se había enfrentado. Muchos de ellos sólo estaban armados con cuchillos y aperos de labranza, y la mayoría no tenía armadura, ni siquiera escudos. Sin embargo, se habían lanzado contra Tito y sus compañeros, gritando con rabia, con los ojos centelleando y con un coraje desesperado. Nada de aquello los había salvado de la derrota frente a los soldados, mejor entrenados y equipados adecuadamente, del general Pompeyo, comandante de los ejércitos romanos, que había perseguido y atrapado al enemigo.

–Esclavos –murmuró Tito para sí asombrado mientras miraba los cuerpos–. Son sólo esclavos.

¿Quién habría pensado que hombres y mujeres a los que la mayoría de los romanos consideraban poco más que herramientas andantes albergaran en su interior rabia suficiente para luchar? Habían pasado casi dos años desde el comienzo de la revuelta de esclavos y desde entonces habían derrotado a cinco de las legiones que Roma había enviado contra ellos. También habían incendiado muchas de las villas y habían saqueado las fincas de las familias más poderosas de Roma. Incluso una vez, recordó Tito, los esclavos habían marchado sobre Roma.

Al mirar hacia abajo, vio el cuerpo de un niño; de poco más de diez años, supuso, de cabello muy rubio y rasgos delicados, su cabeza reposaba sin vida sobre la armadura de un legionario muerto. Los ojos del niño miraban fijos el cielo brillante y su boca colgaba ligeramente entreabierta, como si se dispusiera a decir algo. Tito sintió el leve dolor de la pena en su corazón cuando miró al muchacho. «En una batalla no hay sitio para los niños–se dijo a sí mismo–. Ni se consigue ningún honor derrotándolos o matándolos.»

–¡Centurión Tito!

Se volvió al oír el grito y vio una pequeña partida de oficiales que se abría camino entre los cadáveres. A la cabeza iba una figura corpulenta, de anchos hombros y vestida con un reluciente peto de plata que cruzaba una ancha cinta roja para indicar su graduación. A diferencia de los hombres que habían estado en el corazón de la batalla, el general Pompeyo y sus oficiales estaban limpios de sangre y suciedad, y algunos de los oficiales más jóvenes y exigentes fruncían los labios con desagrado al avanzar sobre los muertos.

–General. –Tito se puso en posición de firmes e inclinó la cabeza mientras su comandante se acercaba.

–Menuda carnicería –observó el general Pompeyo, al tiempo que señalaba con un gesto el campo de batalla–. ¿Quién habría pensado que unos simples esclavos presentarían tanta batalla, eh?

–Así es, señor.

Pompeyo apretó los labios un momento y frunció el ceño.

–Menudo tipo debe de haber sido su cabecilla, ese tal Espartaco.

–Era un gladiador, señor –respondió Tito–. Son de una raza especial. Al menos los que consiguen sobrevivir algún tiempo en la arena.

–¿Sabías algo de él, centurión? Es decir, de antes de que se volviera rebelde.

–Sólo rumores, señor. Al parecer, apenas había hecho unas pocas apariciones en la arena antes de que la rebelión estallara.

–Y, con todo, el mando le venía como anillo al dedo –murmuró Pompeyo–. Es una vergüenza que nunca haya tenido oportunidad de conocer a ese hombre, a ese Espartaco. Lo habría admirado. –Levantó la vista rápidamente y miró a sus oficiales. En sus labios se esbozó una sonrisa cuando fijó sus ojos sobre uno en particular, un joven alto de rostro ovalado–. Tranquilo, Cayo Julio. No me he pasado al enemigo. Al fin y al cabo, Espartaco es, o era, sólo un esclavo. Nuestro enemigo. Ahora ya ha sido aplastado y ya no hay peligro.

El joven oficial se encogió de hombros.

–Hemos ganado la batalla, señor. Pero la fama de algunos hombres sobrevive después de que hayan caído. Si es que éste ha caído.

–Entonces tendremos que encontrar su cadáver –replicó Pompeyo lacónico–. Una vez que lo tengamos y lo expongamos para que todos lo vean, habremos puesto fin a cualquier esperanza de rebelión en los corazones de todos los malditos esclavos de Italia.

Se dio la vuelta para encararse con Tito.

–Centurión, ¿dónde podría haber caído Espartaco?

Tito frunció los labios y señaló con un gesto hacia un pequeño montículo a unos cien pasos de distancia. Allí había más cadáveres que en cualquier otra parte del campo de batalla.

–Vi su estandarte por allí durante el combate y es donde el último de ellos peleó hasta el final. Allí lo encontraremos, señor, si es que lo encontramos en algún sitio.

–Bien, pues vayamos a buscarlo.

El general Pompeyo avanzó a zancadas, caminando entre y sobre los cadáveres mientras se aproximaba al montículo. Tito y los demás se apresuraban detrás de él y los dispersos soldados se pusieron firmes cuando la pequeña partida pasaba a su lado. Cuando alcanzaron el montículo, Pompeyo se detuvo para inspeccionar la terrible escena que se abría ante sus ojos. Lo más encarnizado de la lucha había transcurrido allí y los cuerpos estaban cubiertos de heridas. Tito se estremeció al recordar que muchos de los esclavos habían luchado con las manos desnudas e incluso con los dientes, hasta caer bajo los golpes. La mayoría de los cadáveres estaban tan mutilados que apenas podía reconocerlos como personas.

El general dejó escapar un suspiro de frustración y se llevó las manos a las caderas, al tiempo que subía un corto trecho por encima de los cuerpos.

–Bien, si Espartaco cayó muerto por aquí, no va a ser fácil encontrarlo y menos aún identificarlo. Me atrevería a decir que no conseguiremos cooperación ninguna de los prisioneros para encontrarlo. –Indicó con un movimiento de cabeza hacia el grupo de figuras, rodeado por atentos legionarios, a poca distancia del límite del campo de batalla–. Maldita sea. Necesitamos su cadáver…

Tito observó cómo su comandante pisaba cuidadosamente los miembros retorcidos y los cuerpos destrozados para subir a lo alto del montículo. Pompeyo estaba a mitad de camino hacia la cima cuando un movimiento llamó la atención de los ojos de Tito. Una cabeza asomó ligeramente entre los cuerpos y después una figura salpicada de sangre, que Tito creía muerta, se levantó detrás del general. El esclavo tenía el cabello oscuro y lacio y barba escasa, y sus labios se separaron para revelar unos dientes torcidos, al tiempo que gruñía. Con su mano agarraba una espada corta, y se precipitó con torpeza sobre los cuerpos amontonados hacia el general romano.

–¡Señor! –gritó Cayo Julio–. ¡Cuidado!

Tito ya se estaba moviendo cuando Pompeyo se dio la vuelta para mirar. Los ojos del general se abrieron de par en par cuando vio al esclavo avanzar hacia él apuntándole con la punta de su espada. Tito sacó su espada de la vaina y trepó a toda prisa por el amontonamiento de cuerpos; la carne cedía bajo sus botas claveteadas. El esclavo lanzó una estocada hacia el cuello de Pompeyo y el general se echó hacia atrás para esquivar el golpe. Su pie se enganchó en un cadáver y cayó pesadamente, gritando alarmado. El esclavo se acercó con dificultad y se detuvo ante el general levantando su espada para atacar.

Tito rechinó los dientes y aceleró su avance con desesperación. En el último momento, el esclavo presintió el peligro y echó un vistazo por encima del hombro. Justo entonces Tito cayó sobre él con todo su peso y la espada del esclavo salió despedida de su mano. Ambos hombres rodaron por el suelo y a punto estuvieron de arrollar al general Pompeyo.

Tito intentó mover su espada, pero el arma había quedado atrapada debajo de su oponente, así que la soltó y buscó a tientas la garganta del esclavo. El cuerpo del otro hombre, debajo de Tito, dio una sacudida y sus manos se aferraron a los brazos de Tito, al tiempo que gruñía con una furia casi animal. El centurión apretó con más fuerza, ahogando así los ruidos que hacía el esclavo. Al sentir la presión en su tráquea, el esclavo renovó sus esfuerzos. Una de sus manos agarró una muñeca de Tito e intentó soltar sus dedos, mientras la otra tanteaba su rostro, arañando la mejilla de Tito con sus uñas rotas mientras los dos se movían. Tito cerró sus ojos tan fuerte como pudo y apretó sus manos con la misma fuerza. En respuesta, el esclavo golpeaba con sus rodillas y se le salían los ojos de las órbitas mientras arañaba a Tito. El centurión apartó su rostro.

Los movimientos del esclavo se volvieron frenéticos, luego se debilitaron de golpe hasta que sus manos se soltaron y su cabeza cayó hacia atrás. Tito esperó un poco más, sólo para estar seguro, y después, cuando abrió los ojos y echó un vistazo, vio la lengua del hombre muerto que asomaba entre sus dientes. Tras soltar sus manos, Tito rodó hacia un lado y volvió a ponerse de pie, respirando con dificultad. Miró hacia abajo y vio que su espada había quedado encajada entre las costillas de aquel hombre; por eso había sido incapaz de moverla. El esclavo habría muerto.

A su lado el general, abrumado por su coraza de elaborada decoración, intentaba ponerse en pie. Echó un vistazo y vio al esclavo muerto y a Tito encorvándose sobre su cuerpo al intentar desencajar su espada.

–Por los dioses, ¡me he salvado por los pelos! –Pompeyo miró el cuerpo del esclavo–. Me hubiera matado de no haber sido por ti, centurión Tito.

Tito no contestó, pues estaba usando la mugrienta túnica del esclavo para limpiar la sangre de la hoja de su espada. Después envainó el arma y volvió a enderezarse. El general le dedicó una vaga sonrisa.

–Te debo la vida. No lo olvidaré.

Tito hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias.

–Deberías ser recompensado. –El general se acarició la mejilla y luego hizo un gesto hacia los esclavos que habían sido hechos prisioneros–. Quédate con uno de ellos en mi nombre. Es un premio adecuado por salvarme la vida. Pero, atiende a esto, centurión: si alguna vez vuelves a necesitar mi ayuda, tienes mi palabra de que entonces haré lo que pueda por ti.

–Es demasiado amable, mi general.

–No. Me has salvado la vida. No hay recompensa demasiado grande para un acto como ése. Ahora elige un prisionero para que sea tu esclavo. Quizás una mujer bonita.

–Sí, señor. ¿Qué hay de los demás? ¿Se repartirán entre los hombres?

El general Pompeyo negó con la cabeza.

–En otras circunstancias, me alegraría hacerlo así. Pero todos los esclavos del Imperio necesitan aprender una lección. Necesitan que se les muestre lo que espera a quienes se rebelan contra sus amos. –Se detuvo, y su expresión se endureció–. En cuanto hayas elegido, da la orden de que crucifiquen a los que han sido capturados durante el combate. Serán clavados a lo largo de la carretera de Roma a Capua, donde empezó la revuelta.

Al oír la brutal orden del general, Tito sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. Por un momento sintió el impulso de oponerse. Los esclavos habían sido derrotados. Su revuelta había sido aplastada. ¿Qué necesidad había de un castigo tan bárbaro? Pero entonces su formación y su disciplina se impusieron, y Tito saludó a su general antes de dar la vuelta para abrirse camino a través del campo de batalla hacia los prisioneros para elegir cuál se libraría de una larga y dolorosa muerte.

 

Capítulo I


 

 

Isla de Leucas, diez años después

 

 

Marco supo que habría problemas en el momento en que el viejo Arístides entró corriendo en el patio a primera hora de una mañana de verano. Marco había estado jugando alegremente con Cerbero, intentando enseñar al greñudo perro de caza a sentarse y después a tumbarse al oír sus órdenes. Pero Cerbero sólo había ladeado la cabeza, con la lengua colgando, y observaba con la mirada vacía a su joven amo. Tan pronto como vio a Arístides, dio un salto hacia el viejo y meneó la cola.

El cabrero jadeaba al respirar, se inclinó sobre su cayado y tragó saliva hasta recuperarse lo suficiente como para hablar.

–Tres hombres. –Apuntó un dedo tembloroso hacia la pista que subía por la colina desde Nidri–. Hombres grandes… Soldados, creo.

El padre de Marco estaba sentado junto a una larga y deteriorada mesa, a la sombra del emparrado en el que se enroscaban unos sarmientos tan gruesos como sus muñecas. Tito Cornelio había estado trabajando en las cuentas de la granja, pero ahora dejó su estilo sobre las tablillas enceradas y se levantó del banco para cruzar a grandes zancadas el pequeño patio.

–¿Dices que son soldados?

–Sí, amo.

–Ya veo. –Tito sonrió un poco antes de continuar en un tono suave–. ¿Y qué sabrás tú de soldados, viejo? De animales, sí. Pero, ¿de soldados?

Arístides se irguió y miró directamente a su amo.

–Dos de ellos portan lanzas y todos llevan espadas. Marco miró fijamente a su padre, notando un leve destello de preocupación en su rostro. Nunca antes había visto preocupado a su padre. Su rostro, de facciones marcadas, estaba surcado por varias cicatrices, vestigios de su servicio en las legiones del general Pompeyo. Era centurión –un oficial curtido en mil batallas– cuando se licenció y dejó el ejército. Compró la granja en la isla de Leucas y se estableció con la madre de Marco, que había dado a luz unos pocos meses antes. Desde entonces, Tito había conseguido unos ingresos estables de un pequeño rebaño de cabras que cuidaba Arístides y de las viñas que cubrían su tierra. Marco recordaba tiempos más felices cuando era un niño pequeño, pero los últimos tres años las lluvias no habían llegado y la sequía y las plagas habían arruinado las cosechas. Tito se había visto forzado a pedir dinero prestado. Marco sabía que era una suma importante; había oído a sus padres hablando de ello entre susurros por la noche, cuando pensaban que estaba dormido, y él siguió preocupado mucho después de que ellos quedaran en silencio.

Un suave arrastrar de pies hizo que Marco se volviera para ver a su madre saliendo de su habitación, a un lado del patio. Había estado tejiendo una nueva túnica para él, pero abandonó su telar en cuanto oyó hablar a Arístides.

–Llevan lanzas –murmuró, y miró después a Tito–. Quizá vayan a las colinas a cazar jabalíes.

–No lo creo. –El antiguo centurión movió la cabeza–. Si fuesen a cazar jabalíes, ¿para qué iban a llevar espadas? No, es alguna otra cosa. Vienen a la granja. –Avanzó un paso y le dio unas palmaditas en el hombro a Arístides–. Hiciste bien en avisarme, viejo amigo.

–¿Viejo yo? –Los ojos del cabrero centellearon un segundo–. Si sólo soy diez años mayor que tú, amo.

Tito soltó una carcajada, una sonora y profunda carcajada que Marco conocía de toda la vida y que siempre le había resultado tranquilizadora. A pesar de su dura vida en las legiones, su padre siempre había tenido buen humor. En ocasiones había sido exigente con Marco, pues le insistía en que luchara sus propias batallas con algunos de los chicos de Nidri, pero nunca había dudado de su cariño.

–¿Para qué vienen aquí? –preguntó su madre–. ¿Qué quieren de nosotros?

Marco vio cómo se esfumaba la sonrisa de su padre.

–Causarnos problemas –gruñó él–. Eso es lo que quieren de nosotros. Debe de haberlos enviado Décimo.

–¿Décimo? –Marco vio que, al hablar, Livia se llevaba una mano a la boca, horrorizada–. Te dije que no deberíamos tener nada que ver con él.

–Bueno, pues ya es demasiado tarde para eso, Livia. Ahora tendré que negociar con él.

A Marco le asustó la reacción de su madre. Se aclaró la garganta.

–¿Quién es Décimo, padre?

–¿Décimo? –Tito hizo un gesto desdeñoso y escupió en el suelo–. Una asquerosa sanguijuela a la que hace años alguien tendría que haber dado una lección.

Marco volvió a mirarlo sin entender y Tito se rio, inclinándose hacia delante para alborotarle con cariño sus rizos morenos.

–Menuda pieza es el tal Décimo. Es el prestamista más rico de Leucas y, gracias a sus influencias con el gobernador romano, ahora es también el cobrador de impuestos.

–Una desgraciada combinación de negocios –añadió Livia en voz baja–. Ya ha arruinado a varios granjeros de los alrededores de Nidri.

–Bueno, ¡pues a este granjero no lo arruinará! –gruñó Tito–. Arístides, tráeme mi espada.

El cabrero levantó las cejas inquieto y después entró corriendo en la casa, mientras Cerbero lo seguía un momento con la mirada y después correteaba de vuelta junto a Marco, que acarició la cabeza del animal con afecto. Livia avanzó para agarrar a su padre por el brazo.

–¿En qué estás pensando, Tito? Ya has oído a Arístides. Son tres hombres y van armados. Dijo que eran soldados. No puedes luchar contra ellos. Ni se te ocurra.

Tito sacudió la cabeza.

–Me he enfrentado a peores probabilidades y vencí, como bien sabes.

La expresión de su madre se endureció.

–Eso fue hace mucho tiempo. Ahora llevas unos diez años sin meterte en ningún tipo de pelea.

–No pelearé contra ellos si no tengo que hacerlo. Pero Décimo los habrá enviado a por el dinero y no se irán sin él.

–¿De cuánto dinero se trata?

Tito agachó la cabeza y se rascó el pescuezo.

–Novecientos sestercios.

–¡Novecientos!

–Me he saltado tres pagos –explicó Tito–. Lo estaba esperando.

–¿Puedes pagarles? –preguntó ella intranquila.

–No. No hay mucho en la caja. Lo justo para que pasemos el invierno, y después… –Meneó la cabeza.

Livia frunció el ceño enfadada.

–Tendrás que explicármelo mejor luego. ¡Marco! –Se volvió hacia su hijo–. Ve a recoger el cofre del dinero de debajo del santuario, en el atrio. ¡Ahora!

Marco asintió y se dispuso a entrar corriendo en la casa.

–¡Quédate donde estás, hijo! –ordenó Tito, lo bastante alto como para que lo oyeran a cien pasos en todas direcciones–. Deja el cofre donde está. No me obligarán a pagar una sola moneda antes de que esté dispuesto a hacerlo.

–¿Estás loco? –preguntó Livia–. No puedes luchar solo contra unos hombres armados.

–Veremos –respondió Tito con soberbia–. Ahora llévate al chico y entrad en casa. Yo me encargaré de esto.

–Vas a hacer que te hieran o que te maten, Tito. Entonces, ¿qué será de Marco y de mí? Responde.

–Entrad –ordenó Tito.

Marco vio que su madre abría la boca para protestar, pero ambos conocían la férrea mirada de Tito. Ella movió la cabeza enfadada y le tendió una mano a Marco.

–Ven conmigo.

Marco se quedó mirándola, después miró a su padre y se mantuvo en su sitio, dispuesto a demostrar su valía a su padre.

–Marco, ven conmigo. ¡Ahora!

–No. Me quedo aquí. –Se levantó y apoyó las manos en las caderas–. Cerbero y yo podemos quedarnos junto a padre por si hay pelea. –Quería que sus palabras sonaran valientes, pero le tembló un poquito la voz.

–¿Cómo es eso? ¿Quedarte? –preguntó Tito divertido–. Aún no estás preparado para asumir tu sitio en la línea de batalla, hijo mío. Acompaña a tu madre.

Marco negó con la cabeza.

–Me necesitas. Nos necesitas.

Indicó con un gesto a Cerbero y las orejas del perro se alzaron y meneó su tupida cola.

Antes de que Tito pudiera protestar, Arístides salió de la casa. En una mano llevaba agarrado su cayado. En la otra, sostenía la vaina de una espada de la que colgaba una correa de cuero. Tito tomó el arma y se pasó la correa alrededor de la cabeza, levantando el hombro hasta que sintió, satisfecho, que la espada colgaba bien y que la empuñadura le quedaba al alcance de la mano. Arístides se dirigió hacia la puerta y se quedó allí vigilando la carretera que bajaba por la pendiente hacia Nidri. De repente Tito agarró la empuñadura de la espada y desenvainó en un solo movimiento, con tanta rapidez que Marco se estremeció. Dejó escapar un gritito. Cerbero gruñó.

Su padre lo miró sonriente y envainó la espada.

–Tranquilo, sólo estaba comprobando que la espada se desenvainaba bien. Por eso mantengo la vaina y la hoja engrasadas, por si acaso.

Marco tragó saliva nervioso.

–¿Por si acaso qué, padre?

–Por si acaso llegan momentos como éste. Ahora, déjamelo a mí. Entra en casa hasta que yo te llame.

Marco mantuvo su mirada desafiante.

–Mi sitio está a tu lado, padre. Puedo luchar. –Agarró el parche de cuero y las tiras de la honda colgada del cinturón que llevaba atado a la cintura–. Con esto puedo acertarle a una liebre que esté a cincuenta pasos.

Su madre había estado observándolos a los dos. Ahora intervino.

–¡Por los dioses, Marco! ¡Entra en casa, ahora!

–Livia –dijo cortante su marido–. Vete. Resguárdate en la cocina. Yo hablaré con Marco e irá directamente a tu lado.

Ella iba a protestar, pero vio una fiera luz en sus ojos y se dio la vuelta, arrastrando sus sandalias sobre el enlosado de piedra. Tito se giró hacia Marco y sonrió cariñoso.

–Hijo mío, aún eres demasiado joven para luchar en mis batallas. Por favor, vete con tu madre.

Era demasiado tarde. Antes de que Tito hubiera terminado de hablar, Arístides dejó escapar un agudo siseo. El cabrero formó una bocina con sus manos alrededor de la boca y gritó tan alto como pudo:

–¡Amo! ¡Ya llegan!

 

Capítulo II


 

 

Su padre señaló con un gesto la entrada de la casa.

–Marco, ve allí y no te muevas.

Marco asintió y chasqueó los dedos para llamar la atención del perro.

–¡Sígueme!

Se situaron en el lado sombreado de la pequeña entrada que llevaba al modesto atrio de la casa, fuera de la vista de la puerta. Arístides apretó con fuerza su cayado y permaneció alerta a un lado de la puerta.

Todo quedó en silencio por unos instantes. El corazón de Marco latía con fuerza dentro de su pecho y su boca estaba seca. Entonces los oyó, oyó las voces apagadas de los tres hombres, que subían por el camino acercándose cada vez más a la puerta. Uno de ellos hizo algún comentario y los otros dos rieron. Fue un sonido áspero y desagradable, y el propio Marco maldijo en voz baja. Había dicho que podría ayudar a su padre, pero no tenía proyectil para su honda y, en cualquier caso, necesitaba espacio y tiempo para poner su arma a punto.

Marco sabía que tenía buena puntería y Arístides le había enseñado bien, lo bastante bien como para matar a uno de los perros salvajes que habían estado comiéndose a las cabritillas más pequeñas en primavera. Pero en esta situación su arma era tan buena como inútil.

Justo entonces vio una de las varas de vid de su padre apoyada en la esquina de la entrada. La cogió y la mantuvo preparada, decidido a golpear duramente con el extremo retorcido si había pelea.

Las voces de los hombres se apagaron al acercarse a la puerta, aunque sus botas hicieron crujir la gravilla cuando entraron en la granja. Marco se asomó desde la esquina de la entrada y echó un vistazo a los incómodos visitantes. Un hombre alto y musculoso iba a la cabeza. Llevaba el cabello descuidado, plagado de canas y sujeto hacia atrás con una banda de cuero. Marco supuso que ese hombre no era mucho más joven que su padre. Parecía bastante fuerte y la cicatriz que le cruzaba el rostro en diagonal era prueba suficiente de que estaba acostumbrado a luchar. A ambos lados de él y a un paso por detrás de su cabecilla, los otros dos tenían un aspecto igual de duro y cada uno llevaba una lanza, además de las espadas que colgaban de sus cinturones.

Tito los miró de arriba abajo antes de aclararse la garganta y hablarles directamente.

–¿Quiénes sois? Decid qué queréis y después seguid vuestro camino.

La dura expresión del cabecilla se arrugó en una sonrisa y levantó las manos para aplacar a Tito.

–¡Tranquilo, señor! No es necesario que se haga el centurión duro con nosotros. Sólo estamos aquí para traerle un mensaje. De Décimo. –La sonrisa se desvaneció.

–Primero dime tu nombre.

–¿Por qué?

–Me gusta saber con quién estoy tratando –replicó Tito sin alterar la voz, mientras su mano ascendía y descansaba sobre el pomo de la empuñadura de su espada.

–Muy bien, soy Thermón. Me encargo de los clientes más difíciles de mi amo.

–Di lo que tengas que decir, Thermón, y márchate.

–Vaya, vaya, no es necesaria una actitud tan poco hospitalaria, señor. La razón por la que estamos aquí es bastante simple. Le debe algo de dinero a nuestro amo. Mil cincuenta sestercios, para ser exactos. Nos ha enviado a cobrar la deuda.

–Novecientos –replicó Tito sin alterarse.

–¿Perdón, señor?

–Debo novecientos sestercios. No mil cincuenta.

El cabecilla dobló sus manos juntas e hizo crujir los nudillos.

–Ah, ¿sabe qué pasa? Está el asunto del interés adicional que hay que pagar con la deuda. Le debe a Décimo mil cincuenta, como ya le he dicho… Mi amo quiere el dinero. Ahora.

Tito suspiró cansado.

–No lo tengo, y Décimo lo sabe. Le he dicho a su agente que le pagaré el año que viene, en cuanto tenga una buena cosecha. Ahora será mejor que os deis la vuelta y volváis junto a Décimo y se lo expliquéis con cuidado para que esta vez no haya malentendidos. Decidle que tendrá su dinero en cuanto pueda permitirme pagarle.

–Tito quedó en silencio por un instante–. Y no habrá interés extra. Tendrá lo que le debo y nada más. Ahora os lo diré una vez más. Salid de mi propiedad.

El cabecilla resopló e hizo un gesto negativo con la cabeza.

–Lo siento, centurión, eso no puede ser. O bien nos vamos con el dinero o bien con bienes por valor suficiente para cubrir esa cantidad, la cantidad completa, que le debe a Décimo. Así están las cosas.

Tito volvió a mirarlo y los otros hombres apretaron sus lanzas y dirigieron sus puntas ligeramente en dirección al antiguo centurión. Marco podía sentir que el enfrentamiento desembocaría en violencia en cualquier momento. Apretó el puño en torno a la vara de vid. Sabía que Cerbero también sentía el peligro. El pelo del lomo del perro comenzaba a erizarse y empezó a gruñir, descubriendo unos brillantes colmillos blancos.

Antes de que Tito o sus visitantes pudieran actuar, hubo un movimiento repentino al lado de la puerta cuando Arístides dio un paso al frente agarrando el cayado con sus débiles manos.

–¡El amo os ha dicho que os vayáis! –su voz sonó débil y aguda, pero no aminoró la determinación de sus hundidos ojos bajo los espesos mechones de pelo blanco que marcaban su ceño–. Largaos.

Thermón parpadeó sorprendido y después soltó una estruendosa carcajada. Sus dos hombres lo imitaron enseguida, riendo nerviosos mientras movían sus ojos de Arístides a Tito.

–Centurión, ¿dónde demonios encontró esta antigualla? –Thermón meneó la cabeza y echó un rápido vistazo a Arístides–. No creo que sea preciso consignarlo en el inventario. No vale nada, tendría que regalarlo.

Marco sintió un enfado ciego en su corazón cuando los hombres insultaron a Arístides. Vio que la expresión de su padre se ensombrecía. Tito apretó los dientes y gruñó.

–Mi esclavo no está en venta. Haréis lo que os dice y saldréis de mis tierras.

El sentido del humor de Thermón se esfumó en un instante. Desenvainó su espada y se giró para hacer un gesto a sus hombres, que bajaron las puntas de sus lanzas. Thermón volvió a encararse con Tito.

–Es su elección, centurión. Pague o si no…

Tito sonrió con desprecio mientras desenvainaba su espada y adoptaba una posición de lucha.

–Creo que elegiré «o si no…».

Marco miraba ansioso a su padre. Le temblaban las piernas. No había manera de que Tito pudiese vencer luchando él solo contra tres hombres. Marco tenía que hacer algo.

Justo en ese momento, Arístides se abalanzó con un grito estridente sobre el hombre de Thermón que le quedaba más cerca, describiendo un arco con su cayado. El hombre giró y blandió su lanza, bloqueando el golpe con un seco crujido de madera contra madera. El cabrero empujó hacia delante, gimiendo por el esfuerzo. El hombre de Thermón era más joven, más fuerte y estaba acostumbrado a manejar un arma, así que frenó la carga con facilidad. Al devolver el golpe, lanzó a Arístides por los aires. Con un gruñido de dolor, el cabrero cayó de espaldas. De un salto, su oponente se detuvo sobre él y echó hacia atrás su lanza disponiéndose a golpear.

¡Cerbero! ¡Cógelo! –gritó Marco, y lanzó su vara de vid al hombre.

Se vio un torbellino de pelo y dientes cuando el perro salió disparado y saltó a por el palo. El cuerpo del perro golpeó al hombre, lo derribó e hizo que soltara su lanza. Arístides rodó hacia un lado y se puso de pie tambaleándose, intentando quitarse de delante a la desesperada antes de que el hombre pudiera recuperarse.

Al mismo tiempo, Tito se lanzó hacia delante con un bramido, apartando de un golpe la lanza del otro compañero de Thermón y golpeando con la pesada guarnición de metal de su espada el rostro de aquel hombre. La cabeza de éste fue impulsada hacia atrás y cayó, inconsciente.

Pero antes de que Tito pudiera volverse hacia Thermón, el intruso ya había lanzado su ataque. Su espada se dirigía directamente al pecho de Tito. El centurión movió su espada en redondo, justo a tiempo para desviar el golpe. La punta de la espada pasó cortando el aire a pocos centímetros de su cabellera. De un golpe, Thermón volvió a mover su brazo y lanzó otra estocada. Esta vez Tito no fue lo bastante rápido y el filo se clavó en el brazo con el que sujetaba su espada.

–¡Ah! –gritó Tito, aflojando instintivamente su agarre. Thermón aprovechó la ventaja y, con un golpe envolvente, hizo caer la espada de la mano de Tito.

Marco sintió que un gélido nudo de terror le apretaba el corazón. Tras inspirar profundamente, salió corriendo de la entrada y saltó sobre la espalda de Thermón, rodeando la garganta del hombre con sus delgados brazos.

–¿Qué demonios? –gruñó Thermón.

Marco apretaba tanto como podía, aterrado pero decidido a no soltarse. Oyó un ladrido nervioso, después Cerbero saltó hacia ellos e hincó sus dientes en el brazo en el que Thermón sostenía la espada. Atrapado entre el perro y el niño que intentaba estrangularle, Thermón los insultó a ambos con furia entre sus dientes apretados. Disminuyó la fuerza con que sujetaba la espada, y ésta cayó al suelo repiqueteando.

–¡Buen chico! –exclamó Tito, mientras agarraba su propia espada e iba a por el hombre que se enfrentaba a Arístides.

–¡Cuidado! –rugió Thermón.

Su compañero aún estaba concentrado en el viejo cabrero, así que apenas tuvo tiempo para hacer caso del aviso antes de que Tito le lanzara un tajo al brazo, cortándole hasta el hueso. Con un chillido estridente de profundo dolor, el hombre soltó la lanza y se llevó el brazo hacia el pecho. Tito le acercó la lanza a Arístides de una patada.

–Cógela. Si intenta hacer algo, atraviésalo.

–¡Sí, amo! –sonrió el cabrero–. Será un placer.

Tito dio la vuelta y levantó su espada hasta el cuello de Thermón.

–Suéltalo, Marco, y aparta al perro.

Con el corazón latiendo desbocado, Marco aflojó sus brazos y se dejó caer al suelo. Recuperó el aliento y chasqueó los dedos.

¡Cerbero! ¡Suelta!

El perro aflojó sus mandíbulas y dio una vuelta alrededor de Thermón, con un gruñido de despedida antes de volver al trote junto a Marco. Marco estaba orgulloso de su perro y le dio unas palmaditas en la cabeza.

–Buen chico.

Thermón se frotaba el cuello con la mano. Las marcas de diente de su otro brazo sangraban. Miraba fijamente a Tito con un gesto de amargo odio.

Tito sonrió.

–Creo que será mejor que recojas a tus hombres y volváis a informar a Décimo. Dile que tendrá su dinero a tiempo. Dile que, si intenta enviar más matones suyos para incordiarme, recibirán el mismo tratamiento que has tenido tú.

Tito hizo un gesto hacia el hombre que estaba tendido en el suelo.

–Ahora, levántalo y salid de mis tierras.

Thermón y el hombre del brazo herido recogieron a su camarada no sin cierta dificultad. Llevándolo en volandas, se dirigieron hacia la entrada. Thermón se detuvo un instante para echar un vistazo por encima del hombro.

–Centurión, esto no ha terminado. Está avisado. Volveré con más hombres. Pagará caro haber desafiado a Décimo.

–¡Bah! –Tito escupió al suelo.

Luego los desagradables visitantes se fueron y sólo quedó el sonido de sus botas arrastrándose por el camino.

Marco miró a su padre y a Arístides. Los tres respiraban con dificultad. De pronto, Tito soltó un grito de alegría y Marco se unió a él, con el corazón lleno de alivio porque todos estuvieran ilesos, y también de orgullo porque habían derrotado a sus enemigos. Tito dio una palmada en el hombro a su hijo.

–Bien, de tal palo, tal astilla. ¡De eso no hay duda! Marco levantó la vista hacia él, radiante de felicidad por el cumplido.

–Y también Cerbero ayudó, padre.

–¡Sí que ayudó! –Tito acarició con afecto la cabeza del perro.

Arístides tiró la lanza a un lado y se unió a ellos. Aunque el viejo era un esclavo, Tito pasó el brazo que tenía libre sobre sus hombros y les dio a ambos una palmadita.

–Una victoria tan magnífica como cualquiera de las que he conocido. ¡Bien hecho, muchachos!

Marco y Arístides rieron felices, y Tito hizo lo mismo hasta que vio una figura que permanecía quieta en la entrada a la casa, observándolos con frialdad.

–Espero que estéis orgullosos de vosotros mismos –dijo Livia.

Tito avanzó desafiante.

–Sí, lo estoy.

–¿De verdad? ¿Crees que esto ha acabado? Lo he oído. Ha dicho que volverá con más hombres.

Tito hizo un gesto desdeñoso con una mano.

–Lo dudo. Les hemos dado una lección, a ellos y a Décimo. Ya lo verás. Si intenta hacer algo contra un ciudadano romano, y uno que es centurión condecorado, sabrá lo que es verse contra la pared. Pero si eso te hace sentir mejor, vigilaremos por si vienen.

Marco vio que su madre movía disgustada la cabeza. Se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa. A pesar de que su corazón ardía por el orgullo de haber peleado junto a su padre, no pudo evitar preguntarse si acaso ella tendría razón. ¿Y si Décimo enviaba más hombres? Seguramente, la próxima vez estarían mejor preparados para enfrentarse a su padre.

–Bueno, ¡ha sido divertido! –Tito sonreía–. Esto merece una celebración. ¡Arístides!

–¿Sí, amo?

–Mata tu mejor cabra. ¡Esta noche celebraremos nuestra victoria con un banquete!

Marco levantó la mirada e intercambió una sonrisa con su padre. Tito le dio un golpecito en la mejilla y asintió con satisfacción.

–Mi soldadito. Algún día te convertirás en un buen luchador. Ya lo verás.