HART Y EL IMPERIO

 

SAUL DAVID

 

 

 

HART

Y EL IMPERIO

 

 

 

Un mestizo

al servicio del Imperio II

 

 

 

Traducción de Celia Recarey

 

 

 

 

 

 

 

 


En nuestra página web: www. edhasa. com encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

 

Título original: Hart of Empire

 

 

 

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

 

 

Primera edición impresa: marzo de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

 

© Saul David, 2010

© de la traducción: Celia Recarey, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4577-3

 

Depósito legal: B. 19. 151-2012

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para mi querida Tamar.

 

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PRÓLOGO

 

 

Copia de una carta sin fecha entregada a George Hart en el otoño de 1877, a sus dieciocho años, por Josiah Ward, de Ward & Mills, un despacho de abogados londinense, poco después de que George se incorporase al Primer Regimiento de Dragones de la Guardia como joven oficial recién salido de la academia de Sandhurst:

 

A mi hijo, el Señor Don George Arthur Hart:

Para motivarte en los inicios de tu carrera militar, he reservado la suma de 30. 000 libras. Pero dicha cantidad sólo te será entregada, en las cantidades especificadas, si logras cumplir los siguientes requisitos antes de tu vigésimo octavo cumpleaños, en un plazo de diez años:

1. Casarte bien, con una dama de buena familia: 5. 000 libras.

2. Alcanzar el rango de teniente coronel del Ejército británico: 5. 000 libras.

3. Ser condecorado con la Cruz Victoria: 10. 000 libras.

Si cumples las tres condiciones en el plazo asignado, recibirás la suma adicional de 10. 000 libras. Este dinero se encuentra bajo la custodia de mi abogado, Josiah Ward, de Ward & Mills, y será desembolsado por él una vez se hayan aportado pruebas fehacientes del cumplimiento de dichos requisitos.

CAPÍTULO 1

 

 

Haymarket, Londres, finales de la primavera de 1879

 

–¡Treinta y tres negro! –anunció el crupier.

George sacudió la cabeza lentamente, apenas capaz de creerse su suerte. Prefería apostar a las cartas, pero ni el bacará ni el chemin de fer lo habían tratado bien hoy y, desesperado, se había pasado a la ruleta, donde apostó sus últimas quince libras en fichas al negro. Había ganado y, a falta de una estrategia mejor, había vuelto a apostar al mismo color otras cinco vueltas, duplicando en cada una de ellas su dinero, de manera que, con este último éxito, poseía ahora la magnífica suma de 960 libras esterlinas. Una victoria más le proporcionaría las dos mil libras que tan desesperadamente necesitaba. Tomó otro sorbo de whisky y decidió dejar correr el dinero. Todo o nada.

Pero algo en su cabeza aturdida por el alcohol le dijo que no podía volver a salir el negro, no siete veces seguidas, aunque sabía que las probabilidades de cada nueva apuesta eran las mismas para cualquiera de los dos colores. En el último momento, cuando el crupier estaba a punto de hacer girar la ruleta, se inclinó hacia adelante y pasó todas sus fichas al rojo. Luego cerró los ojos y rezó.

Al salir la bola, George contempló, nervioso, la lúgubre casa de apuestas, sus candelabros proyectando fantasmagóricas sombras sobre los escasos jugadores que quedaban en el lugar. Estaba solo en la mesa, salvo por el crupier, un hombre menudo y enjuto, con el pelo grasiento y la pajarita torcida, que miraba la ruleta como si le fuese la vida en ello. Y tal vez le fuese, porque sobre su frente relucían gotas de sudor y sus manos se aferraban a la mesa con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.

George volvió a mirar la ruleta y, con un gesto casi imperceptible, el crupier movió el pulgar derecho por debajo de la mesa, buscó a tientas un botoncito y lo pulsó. Segundos más tarde, la bola perdió impulso y cayó en el centro de la ruleta, traqueteando sobre los números hasta pararse por fin.

–Cero verde –anunció el crupier, con un gesto tan inexpresivo como le fue posible, antes de derrumbar la pulcra pila de fichas que George había colocado sobre el rombo rojo del lateral del paño.

«Ay, Dios –pensó George–. Ha caído en el único número que no había considerado, el único que da la ventaja a la casa.» Pero mientras que su corazón acelerado y sus manos húmedas acusaban las consecuencias, vio que el crupier, visiblemente aliviado, regalaba una amplia sonrisa a alguien situado a su espalda. Se dio la vuelta para ver al orondo propietario, el señor Milton Samuels, avanzar hacia él.

–Lamento mucho su pérdida, capitán Hart –dijo Samuels con los pulgares metidos en su reluciente chaleco de cuadros–. Unas veces se gana…

George entornó los ojos. No era la primera vez que perdía dinero, por supuesto, pero Samuels nunca se había sentido obligado a consolarlo. Allí había gato encerrado. Miró al jefe y luego al empleado, y de nuevo al jefe: estaba seguro de que le habían engañado.

–No me venga con cuentos, Samuels –dijo, con un punto de dureza en la voz–. No lo lamenta en absoluto.

¿Y por qué habría de lamentarlo, cuando me acaba de sacar todo lo que tengo?

–Vamos, vamos, capitán Hart, no hay por qué ponerse así.

–¿Ah, no? –dio George, alzando la voz–. Así que usted no pierde los estribos cuando lo estafan, ¿verdad?

La estancia se había quedado en silencio, todos los ojos estaban puestos en el altercado. Samuels lanzó una mirada más allá de George, hacia las escaleras.

–Le aseguro, caballero, que nada indigno…

–Vi a su crupier tocar el costado de la mesa y sospecho que han colocado algún artilugio mecánico para asegurarse de que la bola caiga en el verde.

George avanzó hacia el lado de la mesa en que estaba el crupier, decidido a descubrir la verdad, pero Samuels se interpuso en su camino con los brazos extendidos.

–No quiero problemas, capitán Hart, así que si se va tranquilamente, no volveremos a mencionar el asunto.

–No me iré a ninguna parte sin mi dinero.

–¿Ah, no, capitán? –dijo una nueva voz detrás de él. Antes de que George pudiese darse la vuelta, sintió una mano apretando férreamente su garganta, al tiempo que un brazo lo inmovilizaba desde atrás. Cuanto más intentaba zafarse, mayor era la presión. Sintió la sangre palpitando en sus oídos y supo que estaba a punto de desmayarse. Pero entonces la presión sobre su garganta disminuyó un poco y, tosiendo y resoplando, recobró el sentido.

–Como le decía –gruñó Samuels–, no quiero problemas, pero usted ha insistido. Muy bien, Paddy, échalo a la calle.

George se sintió impotente como una muñeca de trapo mientras lo arrastraban de espaldas escaleras arriba, lo sacaban por la puerta principal y lo arrojaban a la calle, haciendo que el bullicioso gentío de Haymarket se apartase para dejar paso a un borracho más. Furioso, se levantó con dificultad y se dirigió a O’Reilly, el enorme portero que lo había echado y que ahora permanecía tan fresco en la escalera, de brazos cruzados.

–No sea tonto, capitán. Le haría picadillo, puede estar seguro, y sería una pena echar a perder ese agraciado rostro que tiene.

George sabía que no era rival para el ex boxeador profesional, y que probablemente se llevaría una buena zurra, pero estaba tan furioso y borracho que no le importaba. Lanzó un derechazo que no llegó a su destino, pues el irlandés lleno de cicatrices lo esquivó desplazando su robusto torso con la velocidad y elegancia de un gato. George perdió el equilibrio y se topó con un contragolpe pesado como un martillo: el puño de O’Reilly se hundió en su plexo solar, lo que le arrebató el aire de los pulmones y lo hizo caer. Jamás le habían pegado tan fuerte.

–No se saldrán con la suya –dijo, intentando recobrar el aliento. Pero sabía que sí lo harían, pues difícilmente podía presentar una denuncia ante la policía por algo sucedido en una casa de apuestas ilegal.

–Váyase a casa a dormir la mona, capitán, aunque apuesto a que su casa queda lejos de estos andurriales.

Normalmente, una referencia tan insultante a su piel oscura, que le daba un aspecto más del sur del Mediterráneo que británico, habría provocado una respuesta violenta. Pero el golpe que había recibido le había quitado a George las ganas de pelear y, mientras se retorcía en el suelo, se dio cuenta de que él era el único culpable de su humillación. Se puso en pie, se sacudió el polvo y, dedicándole una última mirada llena de desdén a O’Reilly, puso rumbo a su hotel en Knightsbridge. Había un buen trecho y en circunstancias normales habría parado un coche, pero decidió ir andando para ahorrar dinero y despejarse un poco.

En medio de Picadilly –ajeno a los elegantes caballeros con sus levitas, sus chalecos de cuadros y sus ajustados pantalones azules, y a las damas con sus capas de estilo dolmán y sus sombreros de ala estrecha–, sacó la carta de su madre y la leyó por segunda vez.

 

Connaught Square, n. º 17

Dublín

 

Queridísimo George:

Fue maravilloso volver a tenerte para mí sola esas pocas semanas de tu convalecencia y enterarme de todas las novedades de tu vida. Estoy muy orgullosa de que la gallardía que demostraste en Sudáfrica haya sido recompensada con un ascenso y de que cuentes ahora con una segunda oportunidad para prosperar en tu carrera militar.

Te agradezco las 500 libras que me enviaste al regresar a Inglaterra. Nunca he sabido administrar el dinero y, desde que tu padre dejó de pagar tu asignación, ha sido una lucha constante mantener a mis acreedores a raya. Lo cierto es que esas 500 libras pronto fueron consumidas por las deudas y me he visto obligada a recurrir a prestamistas. Pero sus intereses son exorbitantes y me han advertido de que, si no pago las 2. 000 libras que les deberé para enero del año que viene, me obligarán a vender la casa. Detesto importunarte con esto, querido mío, especialmente después de tu reciente generosidad, pero no sé a quién más recurrir.

Tu madre que te quiere,

EMMA

 

George dobló la carta y gruñó. Sabía que había sido una estupidez intentar conseguir el dinero que su madre necesitaba apostando, pero ¿qué otra opción tenía? Después de tallarse para el uniforme de su nuevo regimiento le quedaban apenas doscientas libras. Ahora, gracias a su estupidez, ese dinero casi se había agotado y mañana volvería a Sudáfrica para unirse a su nuevo regimiento. Era casi un alivio.

Echó a andar con paso incierto y, veinte minutos más tarde, avistaba su hotel en Queen’s Gate cuando oyó unos pasos detrás de él. Sonaban cada vez más alto y, cuando el peatón llegó a su altura, George se hizo a un lado para dejarlo pasar. Pero en lugar de eso, sintió un golpecito en el hombro.

–¿Qué hace…? –Al darse la vuelta, George dejó la frase a la mitad. Allí, de pie ante él, con sombrero alto y capa, había un fantasma. El fantasma de un hombre al que había matado en una pelea el año anterior: la misma complexión enorme, la misma ropa y el mismo rostro rubicundo. No era posible y sin embargo parecía muy real bajo la trémula luz de una farola de gas cercana–. No puede ser… –susurró–. Usted está muerto.

–Yo no –gruñó el hombre–, mi hermano Henry. Soy Bob Thompson.

–¿Es su hermano? –George estaba aterrado.

–Sí. Y he venido a hacerle pagar.

George miró las manos del hombre, esperando ver un arma. Estaban apretadas.

–Un momento. Comprendo su ira, pero su hermano me amenazó con una espada. Tenía que defenderme.

–Eso no es lo que le contó a la policía. Dijeron que iban a arrestarlo cuando una dama le proporcionó una coartada. Y aun así acaba de reconocerme que mató a mi hermano.

En su cabeza, una voz le gritaba a George que dejase de incriminarse y no dijese nada más, pero quizás a causa de la bebida, o de la impresión, o tal vez porque en verdad la angustia de haber matado a un hombre y huir lo atormentaba cada día, volvió a hablar:

–Fue en defensa propia, lo juro.

–¿Entonces, por qué no jurarlo ante la policía y dejar que un jurado decida?

–Porque no creo que fuese a tener un juicio justo. Me peleé con su hermano porque intentó secuestrar a una joven con la que yo viajaba. Ella acababa de dejar su empleo con mi antiguo oficial en jefe, el coronel Harris, que quería que volviese. Pero ella temía que la violase; lo había intentado antes, por eso se había ido.

El rostro del corpulento hombre se ensombreció por un instante.

–¿Así que mi hermano actuó siguiendo las órdenes de Harris?

–Exacto.

–¿Y dice que lo amenazó con una espada?

–Un bastón espada, para ser preciso. Thomson lanzó un juramento.

–John siempre fue un bravucón, dispuesto a utilizar los puños. Pero nunca mató a nadie, que yo sepa.

–Bueno, estuvo a punto de matarme a mí. Como le digo, no me dejó otra opción.

–No le creo –dijo Thomson, sacudiendo la cabeza–. Creo que él le estaba dando una buena paliza y usted sacó la pistola.

–No es así como sucedió. Él desenfundó primero. Yo intenté razonar con él, pero no nos dejaba ir. Así que le dije a la muchacha que echase a correr, y ahí fue cuando su hermano intentó apuñalarme. Disparé en defensa propia.

–Eso asegura usted, pero el bueno de Bob no puede dar su versión, ¿verdad?

–No.

–Razón por la cual le pido amablemente, capitán Hart, que se entregue. Nuestra pobre y anciana madre no descansará hasta que sepa que se ha hecho justicia.

–Lo lamento por ella, de veras. Pero ningún jurado bajo la influencia de Harris creerá que tenía justificación para usar una pistola contra un bastón espada, aunque yo sé que la tenía. Si reconozco haber matado a su hermano me colgarán, y no me lo merezco.

–¿Es ésa su última palabra?

–Sí.

–Maldito cobarde. –Thompson se precipitó hacia adelante, lanzando un gancho de izquierda a la sien de George.

Pero George, aun borracho, era el más hábil de los dos, por lo que se zafó del mamporro con facilidad y respondió con otro, un derechazo que le dio a Thompson en plena mandíbula y que emitió un crujido que resonó por toda la calle vacía. La humillación que venía de sufrir en la casa de apuestas le dio más potencia si cabe al golpe, cuyas consecuencias cosechó Thompson. Se tambaleó y cayó hacia atrás, sentado, con los ojos vidriosos.

–Como su hermano, no me ha dejado elección –dijo George. Repentinamente sobrio, se alejó lleno de brío.

CAPÍTULO 2

 

 

El corazón de George seguía latiendo con fuerza cuando entró en la recepción del discreto hotelito situado al final de Queen’s Gate. Había pasado una noche para olvidar y deseó encontrarse ya en el barco a Sudáfrica.

–Habitación treinta y dos. ¿Hay algún mensaje para mí? –preguntó, más por costumbre que porque esperase mensaje alguno.

–Sí, señor –respondió el conserje enlevitado al tiempo que le entregaba la llave y un grueso sobre blanco–. Llegó esto para usted hace una hora.

Reconociendo de inmediato el emblema del comandante en jefe, George abrió la carta y leyó:

 

The Horse Guards

Pall Mall

 

Estimado capitán Hart:

Me gustaría tratar con usted una cuestión de cierta urgencia esta noche en mi residencia privada, en el n. º 6 de Queen Street, Mayfair. ¿Sería tan amable de presentarse no más tarde de las nueve y media? Espero con impaciencia renovar nuestro contacto entonces.

Atentamente:

GEORGE CAMBRIDGE, MARISCAL DE CAMPO

 

George consultó su reloj de bolsillo y profirió una maldición. Pasaban diez minutos de las nueve en punto, lo que le dejaba apenas veinte minutos para cambiarse de ropa, conseguir un coche y llegar a la casa del comandante en jefe en Mayfair. Cogió la llave de su habitación y corrió escaleras arriba, subiendo los escalones de dos en dos.

Un cuarto de hora más tarde, el coche de George estaba atascado en el tráfico de Piccadilly, una masa enmarañada y malhablada de jinetes, carruajes privados y cabriolés luchando por abrirse paso. La noche iba de mal en peor.

–¿Cuánto tardaremos? –preguntó al conductor, sentado por encima de él.

–No se preocupe, señor –gritó el cochero, al tiempo que mandaba girar al caballo hacia la izquierda para meterse por Half Moon Street–. Ya casi estamos.

Un par de minutos más tarde, el coche se detuvo frente a una casa de estilo georgiano, opulenta pero en absoluto palaciega, la residencia de Su Alteza Real el duque de Cambridge y su esposa morganática, la ex actriz señora FitzGeorge. George no había vuelto a tener noticias del duque desde su entrevista de hacía dos meses, y sólo podía imaginar que habría alguna instrucción o mensaje de última hora que el Ministerio de la Guerra quería que llevase a Sudáfrica. Pero ¿por qué no llamarlo a Pall Mall, como en ocasiones anteriores? ¿Por qué pedirle a un humilde capitán que acudiese a su residencia privada? George estaba intrigado y no poco halagado.

También esperaba conocer a la señora FitzGeorge, que era, como su madre, una famosa belleza del teatro; se decía que se había casado en secreto –e ilegalmente– con el duque después de haber tenido tres hijos ilegítimos con él. Desde entonces habían tenido otro y los cuatro eran oficiales en activo, conocidos por el prefijo real «Fitz», que significaba «bastardo». Debido a sus humildes orígenes como hija de un impresor de Bow Street, la señora FitzGeorge no había sido aceptada por la gente de la buena sociedad ni reconocida por la reina, prima hermana del duque.

El mismo George Hart ocupaba una posición ambigua en el sistema de clases británico: de piel oscura e ilegítimo, había ido a las academias militares de Harrow y Sandhurst y ahora se hacía pasar por oficial y caballero. Imaginaba que tendrían mucho en común.

Un mayordomo de rostro rubicundo le abrió la puerta y, tras recoger el sombrero y el abrigo de George, lo guió escaleras arriba, a la sala de estar del primer piso.

–El capitán George Hart –anunció.

–Por fin –dijo una voz que George reconoció como la del duque–. Hágalo pasar.

En la estancia había tres hombres con traje de etiqueta. El duque estaba de pie junto a la chimenea vacía, una figura gruesa, coronada por una calva y patillas frondosas. Sentado en un sofá, a su izquierda, había un hombre más joven al que George no conocía, también calvo pero con una barba completa y unos quevedos colgados al cuello. Frente a él, en un segundo sofá, vio al inconfundible lord Beaconsfield, el primer ministro, con su angosto y ceñudo rostro, nariz prominente y perilla.

–Parece que haya visto un fantasma, capitán –comentó el duque conteniendo una carcajada–. Se lo aseguro, lord Beaconsfield es de carne y hueso. Al igual que lord Salisbury –añadió, indicando al segundo hombre–. Acérquese y se lo explicaremos todo.

George estaba desconcertado –el primer ministro y el ministro de Asuntos Exteriores–, pero hizo lo que le indicaron, inclinándose levemente al estrechar la mano del duque. Salisbury se levantó para saludarlo, pero Beaconsfield permaneció sentado.

–Perdone mi descortesía, capitán –se disculpó–, pero no me encuentro bien y mi doctor me recomienda reposo, como si eso fuese posible en estos tiempos agitados.

–Lo entiendo perfectamente, primer ministro.

–Bien, antes de empezar –dijo el duque–, ¿le apetece tomar algo?

George sabía que no era prudente aceptar, pero creyó que podría templarle los nervios.

–Whisky, por favor.

–Lo que va a oír es un asunto de seguridad nacional y no debe repetirlo sin nuestra autorización. Es primordial mantener la confidencialidad. ¿Entendido?

George asintió al tiempo que aceptaba la bebida ofrecida por el mayordomo, que a continuación abandonó la estancia cerrando la puerta de doble hoja al salir.

–En primer lugar, permítame felicitarlo, capitán Hart –empezó Beaconsfield–, por sobrevivir a la debacle de Isandlwana. No tengo reparo en decirle que recibir la noticia de esa derrota fue uno de los peores momentos de mi vida. El gobierno pudo haber caído en ese mismo momento sin el rayo de esperanza que supuso la heroica defensa de Rorke’s Drift. Tengo entendido que luchó usted allí.

Recuerdos poco gratos de la encarnizada lucha, en especial de la muerte de su amigo Jake, invadieron la mente de George.

–Así es, milord –confirmó George, como en trance–, hasta que me hirieron.

–Por supuesto –repuso Beaconsfield, asintiendo con la cabeza–, y confío en que ya esté usted completamente repuesto.

–Lo estoy. Gracias.

–Por lo que me dice Su Alteza Real, ha realizado un doble servicio por su país: en primer lugar, mediante sus valientes actos durante la batalla y en segundo, revelando la ineptitud del mando militar en Sudáfrica. Mi primer impulso al enterarme de lo de Isandlwana fue relevar de inmediato a lord Chelmsford. Pero el duque se manifestó en contra de esta medida, al igual que Su Majestad la reina, con el argumento de que sería injusto condenar al hombre antes de conocer todos los detalles de la batalla. Pues bien, ahora, gracias a usted, conocemos dichos detalles y hace unos días Su Majestad sancionó finalmente la recomendación del Gabinete de que lord Chelmsford fuese reemplazado por sir Garnet Wolseley, que zarpará en el vapor Edinburgh Castle mañana mismo. Tengo entendido que tiene usted reservado un pasaje en el mismo barco.

–Así es –dijo George, apenas capaz de disimular su alborozo por que Chelmsford hubiese recibido finalmente su merecido. Estaba ansioso por volver a Sudáfrica (para vengarse de su primo zulú Mehlokazulu por haber matado a Jake en Isandlwana, para saldar cuentas con sir Jocelyn Harris, su antiguo comandante, por expulsarlo del Primer Regimiento de Dragones de la Guardia y para evitar las consecuencias de haber matado a Thompson), pero temía volver a servir bajo el mando de Chelmsford y su subalterno Crealock. Ahora esa amenaza había dejado de existir.

–Veo por su expresión que aprueba la decisión del Gabinete –comentó Beaconsfield inclinándose hacia adelante–. Muy bien. Pero es posible que no tenga oportunidad de conocer a sir Garnet. Tenemos en mente un tipo de servicio militar distinto para usted, en otro país más adecuado para su talento especial. Lord Salisbury se lo explicará.

Desconcertado, y no poco irritado de que se pusiese en duda su regreso a Sudáfrica, George se giró para mirar al ministro de Asuntos Exteriores.

–¿Ha oído hablar de la Capa del Profeta? –le preguntó Salisbury con voz grave y profunda.

–No –repuso George–, pero imagino que tendrá que ver con la religión mahometana.

–Exacto. Los musulmanes creen que en su día perteneció al mismísimo profeta Mahoma y, como tal, es una de sus reliquias más sagradas. Cómo fue a parar a Afganistán es algo que jamás se ha llegado a explicar. Hay quien dice que fue entregada como presente a un jeque afgano llamado Kais que luchó por el Profeta en el siglo octavo, otros opinan que Ahmad Shah Durrani, el fundador de la dinastía gobernante, la llevó al país desde Bujará a finales del siglo dieciocho. Actualmente yace en una caja de plata cerrada, a su vez protegida por dos arcones de madera, en el santuario de Jarka Sharif, en Kandahar, en el sur del país. Si pudiésemos asegurarnos de que permanecerá ahí y que jamás verá la luz del día, no estaríamos manteniendo esta conversación. Pero la experiencia nos dice que puede y será sacada de allí en caso de emergencia nacional. El último en ponérsela fue Dost Mohamed, el difunto emir de Kabul. ¿Le suena el nombre?

–Por supuesto, milord. Cualquier escolar sabe la historia de Dost, y de cómo Gran Bretaña se vio obligada a restaurarlo como gobernante después de los desastres de la primera guerra afgana en los cuarenta.

–Efectivamente. Dost entendía el poder simbólico de la capa como un medio para unir a los fieles contra el invasor extranjero, lo que me lleva al tema que quiero exponerle. Mientras estaba usted luchando contra los zulúes, una guerra muy distinta se estaba librando en Afganistán. Y, al igual que la suya, fue iniciada por un procónsul que se excedió en sus competencias. Cuando lord Lytton asumió su cargo de virrey de la India en el año setenta y seis, el Gabinete lo instruyó para que evitase que el gobernante de Afganistán, Sher Ali, cayese bajo la influencia de Rusia. Uno a uno, los kanatos de Asia central han caído ante los rusos, que ahora se ciernen sobre la frontera septentrional de Afganistán. Nuestro mayor temor es que prosigan su marcha hacia el sur y utilicen Afganistán para invadir la India. La tarea de lord Lytton era persuadir a Sher Ali de aceptar a un ministro residente británico en Kabul que pudiese ayudarle a mantener a los rusos bajo control.

»Lo que no estaba autorizado a hacer era enviar una misión al paso del Jyber sin el permiso de Sher, que es lo que sucedió el otoño pasado. Inevitablemente, la misión fue repelida por los afganos y desencadenó la guerra. Podría haberse evitado, pero sólo si Sher se hubiese disculpado y accedido a aceptar un ministro residente. Era vital para nuestro prestigio que nos proporcionara alguna clase de reparación. Se negó. Estos orientales son muy orgullosos.

La secuencia de los acontecimientos no era muy distinta de la que había precedido a la guerra zulú, pero había una diferencia vital, y George la manifestó con la esperanza de poner a fin a toda esa cháchara de capas y guerras sagradas.

–Todo eso es fascinante, milord, ¿pero acaso la reciente guerra afgana no ha concluido satisfactoriamente, a diferencia de la lucha en Zululandia, que continúa? O ésa es la impresión que uno tiene por los periódicos.

–Y los periódicos nunca mienten, ¿verdad? –preguntó Salisbury, con no poco sarcasmo–. Pero está usted en lo cierto, en gran parte, capitán Hart. Por una vez nuestras operaciones militares funcionaron como un reloj, si bien los afganos lucharon bien contra Roberts en Peiwar Kotal, y en enero de este año prácticamente se había terminado. Sher Ali huyó al norte y tanto Kandahar como Kabul estaban en nuestras manos. Luego, en febrero, supimos de la muerte de Sher Ali y del ascenso al trono de su hijo, y antiguo prisionero, Yakub Khan, que tuvo el buen juicio de iniciar negociaciones con nosotros. Firmó un tratado la semana pasada en Gandamak, por el cual nos cede una franja de territorio afgano que abarca el paso del Jyber y el valle del Kurram, accede a nuestra petición inicial de mantener un ministro residente británico en Kabul y garantiza el control británico sobre la política exterior afgana y la libertad de comercio. A cambio, recibirá un subsidio anual de sesenta mil libras y la promesa de contar con el apoyo de Gran Bretaña en caso de guerra contra un agresor extranjero.

Salisbury hizo una pausa para dejar que George asimilase todos los detalles, pero éste estaba confuso.

–Disculpe, milord –repuso–, pero no veo qué tiene esto que ver conmigo ni con la capa. Sin duda, con la guerra terminada y el tratado firmado, tienen ustedes todo lo que desean: un ministro residente, un emir acomodaticio y ni rastro de influencia rusa.

Beaconsfield no pudo permanecer callado por más tiempo.

–Las apariencias pueden resultar engañosas, capitán Hart. Pero lo cierto es que la situación en Afganistán es mucho menos satisfactoria de lo que los periódicos pueden hacerle creer. ¿Que cómo lo sabemos? Porque el ministerio de Asuntos Exteriores tiene un espía en Kabul, y su último informe advertía de que Yakub es despreciado por la mayoría de sus compatriotas por avenirse a un tratado tan vergonzoso, y que un clérigo extremista de Ghazni… –Beaconsfield recurrió a Salisbury en busca de ayuda–. ¿Cómo se llama?

–Es el mulá Mushk-i-Alam, primer ministro –dijo Salisbury–, que al parecer significa «Perfume del universo».

–¡Fantástico! Pues bien, según nuestro espía, este individuo está intentando sublevar a los fieles contra nuestra presencia en Afganistán y contra todos aquellos que la consienten, Yakub incluido. Y la forma más fácil de hacerlo es vestir la Capa del Profeta y declararse líder espiritual no sólo de Afganistán sino de todo el mundo musulmán. Ni que decir tiene que es de vital importancia para nosotros evitar que esto ocurra, y ahí es donde entra usted. Queremos que viaje a Afganistán, encuentre la capa y la traiga a Gran Bretaña.

Hasta ahora George había escuchado a ambos hombres en respetuoso silencio. Después de todo, eran los personajes más poderosos del país, lo que, dada la preeminencia del Imperio, significaba de todo el mundo. Pero aquella petición era una locura. No, decidió, era peor que una locura, era una garantía de que lo matasen.

–Me halaga que me hayan considerado para una misión de tal importancia, primer ministro –empezó, poniendo cuidado en no parecer desagradecido–, pero, con el debido respeto, no acabo de ver por qué me consideran adecuado para realizarla. Todavía soy joven y estoy aprendiendo la profesión, nunca he estado en Afganistán y no tengo experiencia en espionaje. Sin duda tendría más sentido enviar a un agente del gobierno indio que conozca el país y sepa hablar la lengua.

–Tal vez lo crea usted así, capitán Hart –replicó Salisbury–, pero nosotros y el gobierno indio no siempre nos entendemos. En los últimos años se han marcado objetivos muy distintos…

Beaconsfield alzó la mano.

–No creo que sea necesario tratar ese tema ahora, Salisbury. Baste decir, capitán Hart, que tenemos nuestras razones. Y en cuanto a su idoneidad para llevar a cabo esta misión, no se me ocurre nadie mejor. , es usted joven, pero fue el primero de su promoción en Sandhurst y sus hazañas en Zululandia lo confirman como un oficial muy prometedor. Ha mostrado valentía, aguante, inventiva e integridad, todas ellas cualidades necesarias para la misión en Afganistán. Según me cuentan, tiene don de lenguas, es un jinete excelente y posee una ventaja importante sobre prácticamente cualquier otro oficial británico para una operación secreta de esta naturaleza, el hecho de que…, ¿cómo decirlo?…, es usted…

–¿Prescindible, milord? –sugirió George arqueando una ceja.

–¿Cómo diantres se le ocurre eso? –preguntó el primer ministro.

–Mis disculpas, primer ministro, ha sido una impertinencia por mi parte, no obstante tengo la impresión de que sería mucho menos probable que enviasen a un miembro titulado de la Brigada de Guardias que a un inadaptado social como yo.

Beaconsfield sonrió.

–No se trata solamente de eso. –Se dirigió al duque, que seguía de pie junto a la chimenea, con un vaso de whisky en la mano–: Alteza Real, ¿me permite tener unas palabras a solas con el joven Hart?

–Por supuesto. Estaré en la puerta de al lado.

–Usted también, Salisbury.

El ministro de Asuntos Exteriores frunció el ceño.

–¿Es realmente necesario, primer ministro?

–Sí.

En cuanto los dos hubieron abandonado la habitación, Beaconsfield volvió a mirar a George, con una leve sonrisa dibujándosele en los labios.

–Quizá le sorprenda oír esto, capitán Hart, pero usted y yo tenemos mucho en común.

–¿Ah, sí? –preguntó un George poco convencido.

–Sí. Ambos somos… garbanzos negros. Podemos adoptar el aspecto adecuado, decir lo correcto, pero no encajamos del todo. Mi padre era un judío practicante que bautizó a sus hijos en la Iglesia de Inglaterra para que pudiesen progresar socialmente. ¿Lo sabía?

–No.

–Es cierto, y me ha venido muy bien, pues, de no haberme convertido al anglicanismo, no hubiera podido trepar por el palo ensebado. Hasta hace pocos años, los judíos no podían votar, mucho menos ser candidatos al Parlamento. Pero no me malinterprete. No siempre quise ser político. Antes de convertirme en parlamentario intenté hacer negocios y escribir novelas. No tuve demasiado éxito en ninguna de las dos empresas, cosa que me importó, porque yo siempre quiero ser el mejor en todo lo que hago, y sospecho que usted siente lo mismo.

¿Estoy en lo cierto?

George nunca había pensado demasiado en ello hasta ahora, pero no podía negar que siempre había sido rabiosamente competitivo y había trabajado el doble de duro que sus compañeros de Harrow y Sandhurst.

–Eso creía. La verdad es, Hart, que la gente como nosotros no encaja bien en la sociedad inglesa y jamás lo hará. Ellos lo saben y, lo que es más importante, nosotros lo sabemos, razón por la que moveremos cielo y tierra para demostrar nuestra superioridad. Harrow y Sandhurst no pueden haber sido fáciles para alguien con sus antecedentes, no obstante, usted destacó en ambos lugares y obviamente tiene determinación además de cerebro, combinación que no suele encontrarse en un sonrosado alférez de la Guardia de Granaderos. Usted cree que le hemos seleccionado para esta misión porque es un don nadie y, por tanto, prescindible. Ni mucho menos. Posee usted una serie de cualidades que raras veces se encuentran en alguien de su edad y educación, y no es la menor de ellas un agraciado rostro con el que desafortunadamente yo no fui bendecido, y ésa es la razón por la que nosotros… yo… detestaríamos perderle.

«No tanto como yo detestaría perderme a mí mismo», pensó George mientras intentaba leer entre las melifluas líneas del primer ministro. ¿Realmente tenían tanto en común? ¿O, como consumado político que era, Beaconsfield sólo le estaba regalando el oído? No sabría decirlo. Y había algo en aquella misión secreta que lo incomodaba.

–Por supuesto que me siento halagado, milord –dijo George tras una pausa prolongada–. Sin embargo, hay muchas cosas que considerar. Entiendo que su intención es evitar más derramamientos de sangre y confusión, pero ¿no sería mejor retirarse de Afganistán y dejar que los afganos se las arreglen solos?

–¿Permitiendo así que los rusos avancen hasta los mismos límites de la India británica? No podemos tolerar que eso suceda.

–Pero ¿sucedería, milord? Sin duda a los rusos les sería tan difícil doblegar a los afganos como nos ha resultado a nosotros. ¿No es mejor que mueran rusos en el Hindu Kush a que lo hagan nuestros soldados en el paso del Jyber?

–Por supuesto. Pero no podemos garantizar que los afganos ganen esa guerra. Y si no la ganasen nos enfrentaríamos a una amenaza mortal en la India. No, Hart, la única alternativa razonable es mantener a un enviado británico en Kabul para que tenga las cosas bajo control. Pero la posición de nuestro actual ministro residente, sir Louis Cavagnari, corre el riesgo de ser socavada por los radicales religiosos, como le he explicado, y la mejor forma de evitarlo es hacernos con la Capa del Profeta.

George se acarició la barbilla.

–Veo que tiene sentido, milord, pero no puedo evitar sentir cierta incomodidad. Está claro que la capa es un artefacto religioso de gran importancia para los afganos…, ¿no cree que llevárnosla puede dificultar más que nos acepten como aliados?

–Por supuesto, pero sólo si saben quién se la ha llevado…, cosa que no sabrán, si tiene usted cuidado.

–No me parece correcto inmiscuirse en la religión de otros. Ni prudente. Al fin y al cabo, ¿no fue eso lo que provocó el Motín del cincuenta y siete?

–En parte, aunque sospecho que muchos cipayos indios utilizaron la defensa de su religión como pretexto para derrocar a nuestro gobierno. En cualquier caso, hemos aprendido la lección. No se trata de entrometerse en la religión mahometana, sino de salvaguardar nuestros intereses vitales en la región. Mientras los afganos mantengan a los rusos fuera de sus fronteras, pueden rendir culto a quien les venga en gana. Bueno, ya he dicho lo que tenía que decir y ahora creo que será mejor que los demás se unan a nosotros. ¡Andrews!

El mayordomo asomó la cabeza por la puerta.

–¿Milord?

–Tenga la bondad de pedirle a su señor y a lord Salisbury que vuelvan a entrar.

En cuanto la pareja volvió a ocupar sus antiguos puestos, Beaconsfield continuó:

–Creo, caballeros, que el capitán Hart está en condiciones de darnos una respuesta. ¿No es así?

–No del todo, milord –dijo George–. Todavía no me han explicado la «importante ventaja» que tengo sobre mis compañeros para una misión de este tipo.

Beaconsfield contuvo una carcajada.

–Creía que era evidente. Es el color de su piel, por supuesto. Vestido con ropas afganas pasará por nativo al instante. ¿Qué dice usted, Salisbury?

El ministro de Asuntos Exteriores asintió vigorosamente.

–Estoy de acuerdo. Jamás sabrán que es británico.

«Eso es porque no lo soy», pensó George. Bueno, no del todo. Pero no tenía pensado explicarles a aquellos hombres poderosos que por sus venas corría sangre zulú, irlandesa y británica. ¿Para qué? Era mucho mejor atenerse a la historia que su madre le había contado de niño: que era de ascendencia maltesa. De ese modo podía seguir con la farsa de que era un oficial y caballero con sólo una pizca de sangre negra. Después de todo, si Beaconsfield –hijo de un judío practicante– podía llegar a primer ministro, ¿qué impedía a George Hart alcanzar la cima de su profesión si ocultaba su pasado africano?

–Por supuesto, me complace destinarlo al Ministerio de Asuntos Exteriores por el tiempo que dure la misión –intervino el duque–, y si tiene éxito hay muchas probabilidades, muchas, de que Su Majestad apruebe su promoción al rango de mayor.

–¿Lo hará, entonces? –preguntó Beaconsfield.

George hizo una pausa. Cada hueso de su cuerpo le urgía a decir que gracias, pero no, gracias. No se trataba sólo de los escrúpulos que sentía ante la idea de hurtar un artículo de tamaña relevancia religiosa, o de que tuviese asuntos que solucionar en Sudáfrica: había esperado con ansia unirse al Tercer Batallón del Sexagésimo Regimiento de Fusileros y convertirse en un verdadero oficial, con hombres bajo su mando. Sin embargo, por otra parte, ser ascendido a mayor suponía un tentador acercamiento al rango de teniente coronel y a las cinco mil libras de su padre. Tampoco podía negar que lord Beaconsfield tenía algo de razón: era cierto que poseía muchos de los atributos necesarios para semejante misión. Y era consciente de que esto le proporcionaba un elemento de negociación crucial que podría ayudarle a resolver las tribulaciones financieras de su madre. Algo más lo hizo decidirse, algo a lo que Beaconsfield había aludido hacía un rato: la determinación de sobresalir en la carrera militar, la única profesión que le interesaba, y de demostrar que era tan bueno, si no mejor, que todos esos oficiales inequívocamente «blancos». Su corazón latía con fuerza mientras vaciaba el vaso y se disponía a exponer sus condiciones.

–Lo haré, primer ministro, pero con una condición.

–Bueno, capitán –replicó el duque con aspereza–, no creo que esté usted en posición de poner condiciones.

–Al contrario –dijo Beaconsfield–. A mi entender está en muy buena posición para hacerlo. Nosotros le necesitamos, pero ¿nos necesita él a nosotros? Oigamos lo que tiene que decir.

–No entraré en detalles, Alteza Real, milores –dijo George–, pero por razones personales necesito una cantidad de dinero considerable para el próximo mes de enero a más tardar. Por lo tanto, realizaré la misión si prometen pagarme dos mil libras.

–¿Qué? –exclamó el duque, rojo de ira–. ¿Tiene la desvergüenza de exigir dinero para servir a su país? ¿Ha perdido la cabeza? Es usted un oficial británico, no un mercenario.

–Alteza Real, por favor –dijo Beaconsfield, alzando la mano–, déjeme manejar la situación. ¿Dos mil libras, dice? Es una suma considerable, pero no imposible de conseguir. –Miró al ministro de Asuntos Exteriores–. Salisbury, ¿sería posible obtener esta cantidad del Fondo para Servicios Secretos? Al fin y al cabo, el capitán Hart va a realizar tareas especiales para su ministerio.

Salisbury frunció el ceño ante la irregularidad de la petición, pero conocía a Beaconsfield lo bastante bien como para distinguir cuándo le estaba pidiendo algo y cuándo se lo estaba ordenando.

–Estoy seguro de que podría arreglarse, primer ministro, pero me gustaría añadir una salvedad por mi parte: que abonemos las dos mil libras si la misión del capitán Hart tiene éxito y regresa a este país con la capa intacta.

–¿Le satisfaría eso, Hart? –preguntó Beaconsfield.

–Me parece justo.

–Excelente. –Beaconsfield se levantó rígidamente de su asiento–. Ahora debo regresar al Número 10. Es tarde.

–Yo también debo irme –dijo Salisbury. George se levantó para estrecharles la mano.

–Buena suerte en Afganistán, Hart –le deseó Beaconsfield.

–Lo mismo digo –añadió Salisbury–, pero recuerde esto: oficialmente, el gobierno no sabe nada de su misión. Si las cosas van mal, está usted solo. ¿Entendido?

–Sí, milord.

–Muy bien. Recibirá el resto de la información mañana en el Ministerio de Asuntos Exteriores, a las nueve en punto.

En cuanto la puerta se cerró tras los políticos, el duque se dirigió a George.

–Ha tomado la decisión correcta, Hart. No le hubiera gustado servir bajo el mando del pretencioso esnob Wolseley, quien, si por mí fuera, jamás habría sido nombrado. Yo quería a Napier, pero el Gabinete dijo que era demasiado mayor y que sólo Wolseley podía hacerse cargo. ¡Malditos imbéciles! ¿Qué sabrán ellos de asuntos militares?

A George le sorprendió que el duque estuviese dispuesto a criticar abiertamente a los dos hombres que acababan de abandonar su casa.

–Oh, no me malinterprete –continuó el duque–, admiro a Dizzy y a los suyos como políticos, y los prefiero en el gobierno a cualquiera de sus espantosas alternativas, en especial a ese viejo mojigato de Gladstone. Al menos ellos actúan en interés del servicio y el Imperio. Y es evidente que Dizzy le tiene en gran estima, de lo contrario no le hubiera pedido que asumiese una misión tan importante. Pero basta de palabrería. Usted también debería retirarse, aunque antes de que se vaya quisiera pedirle un favor.

–Dígame, Alteza.

–Es… una cuestión personal –dijo el duque, ruborizándose levemente–. Va a recorrer Afganistán de incógnito, sin un cargo oficial, pero si en su camino encuentra a mi hijo, el mayor Harry FitzGeorge, que sirve en la compañía del general Roberts, ¿podría animarlo de algún modo a que escriba más a menudo a su madre? Sé que es una petición peculiar, pero ella se preocupa.

–Por supuesto –dijo George con una sonrisa–. Todas las madres se preocupan.

–Sí, pero algunas tienen más motivos que otras. Con Harry y sus hermanos es un disgusto tras otro –añadió el duque sacudiendo la cabeza–. Creía que la vida militar los enderezaría, pero no ha supuesto la menor diferencia. Están continuamente endeudados y ya he perdido la cuenta de las veces que he tenido que pagar a sus acreedores. Si fuesen hijos de otro los habrían expulsado del ejército hace años. Pero estoy convencido de que Harry en particular tiene buenas cualidades, y no pocas aptitudes para la carrera militar…, en los últimos tiempos ha mostrado signos de haber dejado atrás sus locuras de juventud. No hace ni una semana recibí una carta del general Roberts en la que alababa la excelente labor de inteligencia de Harry en la última guerra. Naturalmente, su madre está encantada.

George no podía imaginar por qué el duque le hablaba tan libremente de sus hijos descarriados.

–Si me lo encuentro, haré todo lo posible para hacer lo que me pide, señor, aunque no seré libre de repetir esta conversación.

–No, por supuesto que no –corroboró el duque, con la cabeza inclinada hacia un lado–, pero le agradezco que lo intente, y le deseo mucha suerte en Afganistán. Una vez conocí a un oficial que participó en la retirada del cuarenta y dos. No le gustaba demasiado hablar de los horrores del campo de batalla, pero me dijo que los afganos eran posiblemente el enemigo más duro, artero y despiadado al que había tenido la mala fortuna de enfrentarse. Así que le aconsejo que espere lo peor y no se fíe de nadie. Oh, y una cosa más, capitán: puede que no esté de acuerdo con todo lo que intentamos conseguir en Afganistán, pero recuerde a quién debe su lealtad.

George ya estaba nervioso por la misión, y aquél no era el discurso de ánimo que esperaba recibir. Pero los sentimientos del duque eran sinceros y volvió a maravillarse ante el contraste entre su imagen pública de burócrata frío y carente de imaginación y el cálido padre de familia que tenía ante sí.

–Procuraré recordarlo, señor –dijo.