EL DIARIO DE VÍCTOR FRANKENSTEIN

 

PETER ACKROYD

 

 

 

 

 

EL DIARIO DE

VÍCTOR FRANKENSTEIN

 

 

 

 

Traducción de Gregorio Cantera

 

 

 

 

 

 

 

 

En nuestra página web: www. edhasa. com encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

 

Título original: The casebook of Victor Frankenstein

 

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

 

Ilustración de la cubierta: ©iStockphoto. com/CLASSIX

 

Primera edición impresa: abril de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

 

 

© Peter Ackroyd, 2008

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Avda. Córdoba 744, 2º, unidad C

C1054AAT Capital Federal, Buenos Aires

Tel. (11) 43 933 432

Argentina

E-mail: info@edhasa.com.ar

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

 

ISBN: 978-84-350-4578-0

 

Depósito legal: B. 19. 152-2012

 

 

Capítulo 1

 

 

Vine al mundo en la región suiza de los Alpes. Mi padre era dueño de muchas de las tierras que se extienden entre Ginebra y Chamonix, el pueblo donde, en tiempos, se había asentado mi familia. Cumbres deslumbrantes, pues, se asoman entre los primeros recuerdos que conservo. Estoy casi seguro de que los picos que entonces contemplara inspiraron la inquietud y la ambición que me han hecho como soy. Allí tomé conciencia del esplendor y la fuerza de la naturaleza, de modo que quebradas y precipicios, cascadas humeantes y torrentes turbulentos bendijeron mi vida hasta aquella mañana, límpida y esplendorosa, en que me vi en la necesidad de clamar al Hacedor del Universo: «¡Dios de las montañas y los glaciares, vela por mí, criatura que comparte y siente la soledad en que, entre el hielo y la nieve, vaga tu espíritu!». Como respuesta a tal petición, de una cima lejana me llegó el chasquido del hielo cuando se resquebraja y el estruendo de una avalancha, con mayor estrépito que el que producen las campanas de la catedral de Saint Pierre por las angostas calles ginebrinas.

Pero nada como las tormentas. Nada me hechizaba tanto como el bramido del viento por entre los enhiestos macizos de roca, peñascos y grutas de mi tierra natal; nada como aquel viento que desgarraba cendales de niebla, esparciendo su arrullo entre pinos y robles. Deseosas de tocar, de cerca siquiera, el origen de tanta belleza, hasta las nubes parecían atraídas hacia esferas superiores. En esos momentos, tomaba conciencia de mi pequeñez, como si fuera a disolverme en el universo o mi ser pudiese contenerlo. Igual que el feto en el seno materno, caí en la cuenta de que formaba parte de un todo, estado al que aspira todo poeta que se precie, cuando todas las manifestaciones de la realidad se le revelan como «brotes de un mismo árbol». Sentía que también yo formaba parte de la poesía de la naturaleza.

Así, en un aluvión de fogosas impresiones, transcurrieron los años más tempranos de mi vida, años en los que sólo mi inclinación al estudio y al trabajo intelectual consiguió atemperar mi imaginación, desbocada y sin riendas. ¡Y cómo disfrutaba con lo que aprendía! Tal como el árbol recién plantado absorbe el agua para medrar, lo mismo hacía yo con las nociones que adquiría. Incluso entonces, mi mayor defecto no era otro que la ambición: ansiaba saberlo todo, lo mismo del mundo que del universo que nos abarca. ¿Para qué, si no, había nacido? Soñaba con estrellas remotas. En mi imaginación (creo que ya en aquellos tiempos entendía el alcance real del vocablo), podía recrear, bajo la corteza visible, el resplandeciente núcleo del que procedían las montañas que me rodeaban. ¡Yo, Víctor Frankenstein, sería capaz de descifrar tales misterios! En mi impetuoso anhelo por desentrañar los secretos de la naturaleza, lo mismo estudiaría el escarabajo que la mariposa: deseo y placer, ante aquellos enigmas que se desplegaban ante mí, figuran entre las primeras sensaciones de las que aún hoy guardo recuerdo. Mi padre me compró un microscopio, artilugio que me permitió observar con interés rayano en lo anormal la naturaleza oculta de las cosas. ¿Quién, alguna vez, no ha deseado adentrarse en lo ignoto, en lo desconocido? La fuerza que animaba y llevaba a juntarse a aquellos minúsculos organismos me dejó boquiabierto.

 

* * *

 

Concluida mi etapa escolar en Ginebra, a tenor de las exigentes y concienzudas pautas de estudio que imponía la moral calvinista, mi padre tuvo a bien enviarme a la prestigiosa Universidad de Ingolstadt, donde velé mis primeras armas en el terreno de la filosofía de la naturaleza. Creo que ya por aquel entonces me daba cuenta de que me estaba labrando un brillante porvenir. Con todo, nada ansiaba tanto como ir a Inglaterra, una nación donde seguidores del galvanismo y biólogos llevaban a cabo las investigaciones más punteras en el campo de las ciencias naturales, una tierra donde la enseñanza se impartía con una mentalidad práctica. Mi padre no era de la opinión de que fuera el país que mejor encajase con la educación moral que había recibido, pero, tras mis súplicas insistentes y las numerosas cartas apremiantes que, desde Ingolstadt, le envié, acabó por ceder y, a mis dieciocho años, no sin hacerme severas advertencias acerca de las costumbres disolutas de los jóvenes ingleses, se avino a que me matriculase en la Universidad de Oxford. Como no podía ser menos, le prometí que en ningún modo empañaría los rectos principios que me habían inculcado. Más me hubiera valido callarme.

En Oxford fue donde conocí a Bysshe. Llegamos al centro de enseñanza el mismo día, un colegio universitario cuyo nombre, University College, puede confundir a un extranjero, como en mi caso. Mis aposentos se encontraban en el extremo sudoeste del patio, lugar conocido entre los estudiantes como el quad, o el cuadrado; a los de Bysshe se accedía por la escalera contigua. Había tenido ocasión de verle desde mis ventanas. En una época en que todo el mundo llevaba el pelo corto –me estoy refiriendo, claro está, a los primeros años de este siglo–, sus largos cabellos pelirrojos no habían dejado de llamarme la atención. Era un joven de andares rápidos y largas zancadas, aunque se diría que de paso vacilante, como si no acabase de estar del todo seguro del destino que buscaba con tanto afán, como si se dejara llevar en alas del viento. Todas las mañanas coincidíamos en la capilla, pero nunca llegué a hablar con él hasta el día en que compartimos una de las aciagas cenas que nos servían en el comedor. Mi opinión sobre la cocina inglesa no difería mucho de la que mi padre mantenía en cuanto a las costumbres de ese pueblo.

Como Bysshe estaba sentado a mi lado, no me pasó desapercibido el elogio que hacía a un compañero de mesa de un relato gótico que ya tenía sus años, El anillo maldito, de Isaac Crookenden, e intervine:

–Nada de eso; si lo que busca son emociones de verdad, tiene que leer los relatos de Eisner.

De inmediato, reparó en mi acento.

–¿Es usted un admirador de los cuentos alemanes de terror?

–Por supuesto. Pero no soy alemán. Soy natural de Ginebra.

–¡La cuna de la libertad! ¡Tierra de acogida de Rousseau, de Voltaire! ¿Qué le ha impulsado, señor mío, a venir a un país donde la tiranía y la opresión son moneda corriente?

Nunca había oído decir tal cosa, sino que, muy al contrario, pensaba que Inglaterra era la nación que había alumbrado las libertades políticas, así que Bysshe se echó a reír al ver la cara de sorpresa que debí de poner.

–Entiendo. Eso es que no lleva demasiado tiempo entre nosotros.

–Una semana, para ser exactos. Pero siempre había pensado que las libertades individuales…

Se tapó los oídos y dijo:

–No he oído nada. Pero ándese con ojo, o lo acusarán de sedición, incluso de blasfemia. ¿En cuánto estima su integridad física?

–¿Cómo dice?

–Al régimen vigente, su integridad física le importa un comino. Pueden arrebatársela sin pedirle disculpas por ello ni darle explicación alguna. Ya sabrá que se ha abrogado el hábeas corpus. –Me costaba lo mío seguirlo, pero al instante cambió de conversación y dijo–: ¿Ha leído El monje enterrado, de Canaris? ¡Un relato diabólico, y no me duelen prendas en reconocerlo! –Aunque haría cosa de un mes que yo lo había leído, cuál no sería mi sorpresa cuando, de improviso, Bysshe comenzó a recitar el párrafo que inicia el relato–: «Nunca había un momento de quietud en aquel monasterio, al que los lugareños se referían como el recinto donde habitan los ecos».

Y de no haber sido por su compañero de mesa, del que más tarde supe que se trataba de Thomas Hogg, quien le rogó que no siguiera adelante, habría continuado.

–¿Por qué lo califica usted como régimen? –quiso saber Hogg.

–¿Por qué demonios no habría de hacerlo?

–¿No sería mejor que se refiriese al gobierno de la nación?

–No. «Régimen» es un concepto más intransigente y retorcido. La palabra «régimen» denota un poder abstracto que ante nada se para. Los «regímenes» son siempre absolutos. ¿No está usted de acuerdo conmigo, reverendo ginebrino? –me preguntó, clavando en mí su mirada penetrante y curiosa.

–Si así fuera –no se me ocurrió nada mejor–, le diría que no es lo mismo Dios que cualquier dios.

Mi respuesta le arrancó una sonora carcajada.

–¡Bravo! ¡Llegaremos a ser amigos! Con la venia, ante usted tienen a bien presentarse Shelley –dijo llevándose las manos al pecho, al tiempo que, con un gesto, añadía–: y Hogg.

–Me llamo Víctor Frankenstein.

–Extraordinario nombre. Víctor, su nombre de pila, viene del latín, ¿no es así? Como en victor ludorum, y expresiones parecidas.

–En mi familia es un nombre que viene de antiguo.

–El apellido Frankenstein, sin embargo, se me antoja mucho más desconcertante. No es usted judío, puesto que he tenido oportunidad de verle en la capilla. –Jamás me habría imaginado que hubiera reparado en mi presencia en aquel recinto–. En cuanto a la terminación -stein, en mi opinión debe de tener algo que ver con las jarras de cerveza. Quizá sus antepasados fueron honrados alfareros que trabajaron en la corte de los francos. En cualquier caso, mi querido Frankenstein, desciende usted de una familia de artesanos. Desde luego, un nombre de familia muy encomiable. –Para entonces, ya habíamos dejado atrás la larga mesa del comedor y regresábamos a nuestros aposentos por el patio, así que Bysshe dijo–: Arriba hay vino. Quédese a pasar un rato con nosotros.

Tan pronto como puse el pie en aquellos aposentos, atestados de papeles, libros, grabados e innumerables baúles repletos de medias, botines, camisas y ropa de casa, lo mismo por el suelo que en mitad de la alfombra, en el escritorio o por cualquier parte, aquella confusa mezcolanza de objetos, a cuál más dispar, me llevó a caer en la cuenta de que me adentraba en la morada de un espíritu atormentado. Reparé en las manchas y en las calvas que salpicaban la alfombra y, sin pararme a pensarlo siquiera, las atribuí a experimentos de carácter científico. Al fijarse en mi mirada, se echó a reír. Sus carcajadas eran estrepitosas.

–Cosas de la sal amoniacal –me explicó–. Pase; venga a ver el laboratorio que he preparado.

Lo seguí hasta la habitación contigua, donde, en un rincón, observé una cama estrecha. Allí había dispuesto una especie de tablero en el que reposaba un artilugio eléctrico que, a simple vista, pensé que era una batería de piletas voltaicas. Al lado, un microscopio solar, unos tarros enormes de cristal, unas cuantas redomas.

–Por lo que veo, está usted hecho todo un empirista –se me ocurrió decir.

–Naturalmente, como todo aquel que tenga interés en conocer el mundo que nos rodea. Ni falta que hace leer a Aristóteles: basta con abrir los ojos y mirar en derredor.

–Yo también tengo un microscopio solar.

–¡No me diga! ¿Ha oído, Hogg?

–Gracias a ese aparato, he podido observar los corpúsculos vivos más elementales.

–¡Vaya! Y, dígame, ¿dónde los ha encontrado?

–En el agua de los ventisqueros, en mi propia sangre. El mundo rebosa energía por los cuatro costados.

–¡Bravo! –exclamó entusiasmado, a la vez que, con fuerza, me zarandeaba sujetándome por los hombros–. Pero hay otro fenómeno donde también la vida le saldrá al paso: ¡en las tormentas!

Creí que se disponía a darme un abrazo; no fue así y, por fortuna, se retiró a tiempo. Más adelante, me enteraría de que sentía una curiosidad desaforada, al borde de la insania, por saber qué pensaba yo. Hay personas con las que las palabras están de más. Como siempre hacía cuando observaba un atisbo de inquietud en mis ojos, volvió la vista a otra parte.

–¿Se ha fijado en la disposición de las piletas voltaicas? –preguntó–. Emulan el destello de un relámpago. Me he limitado a seguir la senda de Isaac Newton, y he observado la luz.

Bysshe no dudaba en criticar abiertamente las enseñanzas que se impartían en la Universidad, y nunca iba a clase, hasta el punto de que jamás llegué a saber con exactitud qué estudiaba. No le importaba lo más mínimo. Había, no obstante, una obligación que ningún alumno podía eludir, a saber, traducir un artículo de The Spectator al latín una vez por semana, tarea que él llevaba a cabo sin dificultad, puesto que escribía en latín con la misma fluidez y soltura que si lo hiciera en inglés. En cierta ocasión, me confesó cuál era su secreto: se imaginaba en la piel de un orador romano en los primeros años de la República, situación que lo inflamaba tanto, que las palabras se le venían a la mente con idéntica intensidad y por su orden. Jamás lo puse en duda. Su fantasía estaba a la altura de aquella batería de piletas voltaicas capaz, según él, de producir rayos.

Dábamos largos paseos por las afueras de Oxford, siguiendo el curso del Támesis río arriba, hasta más allá de Binsey o Godstow, o río abajo, hasta Iffley y su llamativa iglesia del siglo XII. Con una adoración como sólo en muy contadas ocasiones he visto en la vida, a Bysshe le encantaba el río y ensalzaba su belleza, muy por encima, según él, del melancólico curso del Nilo, o del siempre túrbido Rin. Había llegado a pensar que un fuego interior lo consumía; olvidaba, sin embargo, otras cualidades de su forma de ser: sabía adaptarse, era dúctil y fecundo, como el agua que discurría a nuestros pies. Durante aquellas excursiones, más de una vez me recitaba aquellos versos de Coleridge a propósito de la capacidad de penetración de la imaginación: «El poeta sueña con aquello que al científico se le antoja inalcanzable –me decía–; una vez que lo contempla, deviene realidad». Se agachaba para observar una florecilla campestre, cuyo nombre yo desconocía, y afirmaba: «Es maravilloso aspirar a aquello que queda lejos del alcance del hombre».

–¿Con qué objeto?

–¿Quién sabe? ¿Quién se atrevería a darlo por sentado? Los grandes poetas del pasado eran filósofos o alquimistas, magos incluso, si me apura. Se desprendían de la envoltura corporal hasta, sin más, convertirse en espíritus. ¿Acaso no le suenan Paracelso o Alberto Magno? –Tomé nota mentalmente de que debía estudiarlos–. Usted y yo iremos en peregrinación hasta Folly Bridge y nos postraremos ante el sepulcro de Roger Bacon. Se cuenta que, cerca de allí, hay una casa donde, por lo visto, tenía su laboratorio. Asegura la leyenda que si alguien más sabio que fray Bacon pasa por allí, ésta se vendrá abajo y desaparecerá. Tan cerca como está de esta ciudad de zopencos, ahí sigue la casa en cuestión, desde hace seiscientos años. ¿Qué le parece si hacemos la prueba? Podemos cruzar el puente, primero uno y, después, el otro, y comprobar quién de los dos es capaz de conseguir tal proeza.

–¿No fue Bacon quien construyó una cabeza parlante?

–Así es. Una cabeza que hablaba y que daba la hora, sólo que en latín. Por lo visto, se había centrado en los clásicos. Acéptelo como un guiño al automatismo.

–¿Y cómo movía los labios?

Sólo por escuchar las extravagantes respuestas que me daba, me encantaba plantearle esta y otras cuestiones similares. Estoy casi seguro de que se inventaba la mayoría, pero, ni aun así, se rompía el hechizo. Todo lo contrario: lo reafirmaba mientras, como quien contempla una luciérnaga en plena noche, yo trataba de desentrañar qué habría querido decir.

Muchas veces, con voz queda, hablaba para sus adentros, como si fuera una forma de comunicarse consigo mismo. Por supuesto, no faltaba quien ponía en duda su cordura. El «loco de Shelley», así era como casi todo el mundo lo llamaba. Nunca observé, sin embargo, síntoma alguno de locura, a no ser que, como tal, se califique a una mente más que despierta, sensible y lúcida, capaz de detectar cualquier alteración que se produjese a su alrededor, por pequeña que fuera. Muchas veces lo vi llorar, al ser testigo de un gesto de generosidad o tras haberse enterado de algún revés que alguien hubiera sufrido. He de decir que, al menos en ese aspecto, su sensibilidad era muy superior a la de los demás: era tan sensible como Rousseau o Werther, por así decirlo.

 

* * *

 

En aquellos días, nada me atraía tanto como escudriñar los secretos de la naturaleza, y en cuerpo y alma me entregué al estudio del origen de la vida. Hasta altas horas de la noche, Bysshe y yo discutíamos acerca de los méritos respectivos de Galvani y Volta, italianos ambos. Le atraía en extremo la electricidad animal que defendía el Signor Galvani, pero no menos llamativo le parecía el efecto de las placas voltaicas.

–¿Acaso no ha reparado usted –le hice notar una noche de invierno– en que la pileta eléctrica es un nuevo ingenio que encierra todo un mundo de posibilidades?

–Mi querido Víctor, Galvani ha demostrado que el mundo que nos rodea está cargado de electricidad. La naturaleza es electricidad. Valiéndose de un sencillo hilo metálico ha devuelto una rana a la vida. ¿Qué le impediría hacer lo mismo con un ser humano?

–Nunca me he parado a pensarlo –dije, mientras me acercaba a la ventana y contemplaba la nieve que caía en el patio.

Bysshe estaba tumbado en el sofá; con todo, llegué a oír los versos que musitaba.

 

 

Dichoso aquel que vive para comprender

No sólo la naturaleza del humano ser,

Sino la fuerza que en las criaturas anida

Y descubrir las leyes que a todas aguijan.

 

 

–¿Sabe quién escribió estos versos, Víctor?

–¡Ni la más remota idea!

–Wordsworth.

–Uno de sus poetas preferidos de ahora.

–Diría que el poeta, si me lo permite. Párese a pensar en el fulgor del relámpago –añadió–, la más formidable de todas las fuerzas de la naturaleza. ¡En su destello puede atisbar el vibrante pálpito del universo!

–¿Cómo domeñar el rayo?

–Si consiguiese enviar a la atmósfera una cometa cargada de electricidad, ésta podría, a su vez, atraer una cantidad enorme de electricidad. Piénselo. Concentrar en un solo punto toda la energía de una tormenta formidable. ¿Se imagina con qué prodigiosos resultados?

–Mucho nos hemos apartado de la pobre rana, me parece a mí.

–¿Acaso no se da cuenta? Hasta el más minúsculo de los seres está dotado de vida, de energía.

–¿Por qué no pensar que se trata de una fuerza espiritual?

–¿Y cuál es la diferencia entre cuerpo y espíritu? En el fulgor del relámpago, ambos son la misma cosa. ¡Incandescentes!

Debo admitir que aquella reflexión dejó en mí una huella profunda. Enseguida, sin embargo, Bysshe comenzó a disertar sobre viajes en globo para sobrevolar el continente africano. Lo cierto es que su mente no era capaz de centrarse en una misma cuestión durante mucho tiempo. Tras regresar a mis aposentos repasé a fondo la conversación que habíamos mantenido. ¿Y si fuera posible dotar de vida a una forma humana gracias a esa chispa inmortal? ¿Habría quien lo considerase contrario a las leyes divinas? Rechacé de plano semejante pretensión. Pero no: todo avance que tuviera que ver con la ciencia de la electricidad sería considerado como un ataque contra la religión por parte de quienes no creen en el progreso de la humanidad. Si, con fines tan prácticos como beneficiosos, fuera capaz de dominar esa llama etérea, pensaría de mí mismo que era un benefactor de la raza humana. Es más: entraría a formar parte de la categoría de los héroes. ¡Dotar de vida a la materia muerta o inerte, insuflar la llama de la vida en lo que es sólo barro, sería un triunfo tan inaudito como maravilloso!

Y así fue cómo emprendí el camino que culminaría en mi propia destrucción.

 

Capítulo 2

 

 

En cuerpo y alma, pues, me dediqué a mis estudios, con el mismo entusiasmo con que un zelote o un esenio persiguiera la verdad, sin descuidar por ello mis estimulantes conversaciones nocturnas con Bysshe, que soñaba con la desaparición de la cristiandad. Si bien el blanco de sus iras era el Dios omnisciente de los profetas, había jurado tomarse cumplida venganza de aquel al que calificaba de «galileo cargante». Aunque educado en los principios de la Iglesia Reformada de Ginebra, lo cierto es que poca mella había hecho en mi ánimo la religión que profesaban mi padre y mi familia. Había abrazado como verdad la condición divina de la Naturaleza, y la negativa de Bysshe a reconocer la existencia de un ser eterno y omnipotente, venerado como creador de la vida, había acabado por socavar las razones poco sólidas que me habían llevado a creer en un hacedor del universo. ¿Y si otros seres de no tan excelsa condición fueran capaces de llevar a cabo semejante milagro? ¿Acaso cambiarían las cosas?

Apoyándose en argumentos puramente racionales, Bysshe argumentaba que no había Dios. Según su forma de ver las cosas, si realmente aspirábamos a lo mejor para el género humano, la verdad era el único medio que teníamos a nuestro alcance. Una vez asentada una de tales verdades, nada en el mundo le impediría comunicársela a sus semejantes, al tiempo que defendía que, como la fe es un desvarío que afecta a la razón, ninguna ofensa podía atribuirse a quien no le diera crédito. Muy pronto se daría cuenta de que sus afirmaciones hacían tabla rasa de los prejuicios generales que informaban la sociedad inglesa. Así, escribió un breve ensayo bajo el sugerente título de Pertinencia del ateísmo, que editó y puso a la venta el dueño de la librería que estaba al otro lado de la calle de nuestra residencia. No llevaría el panfleto ni veinte minutos en el escaparate, cuando uno de los miembros de la junta directiva del centro de enseñanza, un tal señor Gibson, lo leyó y, fuera de sí, le echó en cara al dueño del negocio que se atreviera a ofrecer mercancía tan incendiaria. Éste retiró de inmediato todos los ejemplares y, según tengo entendido, los quemó en una estufa de la trastienda del local.

Por el propio librero, no tardó mucho en saberse quién era el autor del escrito anónimo, y Bysshe hubo de comparecer a capítulo ante el director y la junta directiva de la institución. Según me contó después, todos tenían delante un ejemplar de Pertinencia del ateísmo, pero se negó a responder a sus preguntas alegando que se trataba de un panfleto de autor anónimo. Puesto que carecían de razones jurídicas para actuar de tal modo, consideraba que su presencia sólo respondía a una decisión injusta y tiránica para obligarle a retractarse. Su forma de ser le llevaba a reaccionar como la yesca ante cualquier atisbo de abuso de autoridad. Como es de suponer, lo declararon culpable. Concluida la reunión, aporreó mi puerta de forma desaforada.

–¡Me han expulsado! –gritó nada más entrar en mis aposentos–. ¡Y no sólo de forma temporal, Víctor! ¡No quieren volver a verme! ¡Tal como se lo digo!

–¿Expulsado? ¿Con qué fecha?

–Desde ahora mismo. Ya estoy fuera de la Universidad –respondió mientras, nervioso, tomaba asiento–. ¡No quiero ni pensar lo que dirá mi padre! –Se le veía desasosegado siempre que hablaba de su progenitor.

–¿Adónde piensa ir, Bysshe?

–Desde luego, no puedo volver a casa. No podría soportarlo. –Y, mirándome a los ojos, añadió–: Tampoco me gustaría verme privado de su compañía durante mucho tiempo, Víctor.

–Sólo le queda un sitio a donde ir.

–Lo sé: Londres –dijo, levantándose de la silla y acercándose a la ventana–. Me he carteado con Leigh Hunt durante varias semanas. Conoce a todos los revolucionarios. Me uniré a ellos –prosiguió como si se sintiese más aliviado–. ¡Salgo al encuentro del sol de la libertad! Encontraré alojamiento, y usted vendrá conmigo, Víctor. Cuento con ello.

 

* * *

 

Esperé a que concluyera el semestre antes de reunirme con Shelley en Londres. Había alquilado unos aposentos en Poland Street, en el barrio de Soho; y yo, por mi parte, encontré unas habitaciones no muy lejos de allí, en Berners Street. Aunque ya había estado en Londres una vez, cuando llegué a Inglaterra procedente de mi país, no por eso dejó de sorprenderme el ajetreo inmenso que reinaba en la ciudad. No hay tormenta alpina, torrente precipitándose por los ventisqueros ni avalancha allá en lo alto que pueda compararse con el bramido que emite la ciudad. Nunca había visto tanta gente y deambulaba por sus calles en un estado de agitación permanente. ¡La energía que emana de tantos corazones latiendo al unísono! La ciudad se me antojaba como un inabarcable ingenio eléctrico, capaz de galvanizar a ricos y pobres por igual, enviando sus descargas a través de pasajes y callejas, por todas partes, al ritmo acompasado de su vida trepidante. Londres me parecía un lugar ingobernable, que seguía sus propias y misteriosas leyes, lo más parecido a un lívido fantasma que, con paso majestuoso, recorriese el mundo.

Entretanto, Bysshe había hecho averiguaciones y localizado a quienes defendían la libertad. Juntos, asistimos a una reunión de la Liga Popular Reformista, que se celebró en un local situado encima de una perfumería de Store Street. Con satisfacción apenas contenida, escuchamos los calificativos que dedicaban a la autoridad oficial, que los tildaba y estigmatizaba ¡de defensores de la violencia! Embriagado, convencido de que el antiguo régimen de opresión y corrupción no tardaría en desaparecer, me solidaricé con aquellos gritos de libertad. Había llegado el momento de subvertir los principios en que se asentaba la tiranía y abrogar unas leyes que, hasta entonces, habían esclavizado a la humanidad. ¡Un nuevo mundo luchaba por abrirse paso, por salir a la luz!

Poco nos costó convencer a los miembros de la Liga de que no éramos espías del gobierno, sino partidarios de la libertad, o «Ciudadanos», como no dudaron en calificarnos, tras recibirnos con los brazos abiertos. Cuando se enteraron de que yo era natural de Ginebra, dedicaron un encendido elogio a la «tierra de la libertad». Pidieron pan y cerveza, y todos nos pusimos bastante alegres; a continuación, surgió un debate en el que los participantes hicieron una apasionada defensa de la necesidad de que se celebrasen sesiones anuales de unos parlamentos elegidos por sufragio universal. Un joven, de apellido Pearce, se puso en pie y proclamó que «en estos tiempos de progreso que vivimos, la Verdad y la Libertad son conceptos irrefutables, que han de prevalecer sobre cualesquiera otros». No pude sino interpretar aquellas palabras desde el prisma de los resultados de mis investigaciones que, si bien realizadas según el método científico, habrían de ser no menos incontestables, pues nada puede frenar el avance de la razón, si ésta se somete a los cauces y pautas establecidos por la ciencia.

Las ideas de Pearce fueron acogidas con un entusiasmo al que ni Bysshe ni yo logramos sustraernos, de forma que no pude por menos que establecer una comparación entre nuestros anodinos compañeros de universidad y aquellos exaltados «ciudadanos». A punto estaba de susurrarle lo que pensaba a mi amigo cuando éste, con ojos chispeantes, se puso en pie y gritó delante de todos que «el poder regio carecía de toda razón de ser», afirmación que la concurrencia vitoreó sin titubeos, hasta el punto de que algunos de los presentes, en pie, fueron a estrecharle la mano. «¿Qué nos puede pasar? –les espetaba a quienes se le acercaban–. Si nos ceñimos a los principios que defendemos de verdad y libertad, lo demás vendrá por añadidura. ¡Vayamos en pos del relámpago!» Enardecidos con su oratoria, con gesto solemne, los miembros de la Liga entonaron un himno:

 

Nada temáis, hijos de la libertad: acercaos.

Una recia y tenaz alianza establezcamos

De hombres libres, que juntan las manos

Al amor de la flamígera llama de la razón.

 

Si bien no estoy muy seguro de que Bysshe hubiese dado su aprobación a tales versos, no me cabe duda de que no podía estar más de acuerdo con los ideales que proclamaban.

Al finalizar la reunión, uno de aquellos «ciudadanos» se le acercó y se presentó.

–¿Cómo está usted? Espero que haya disfrutado de su estancia en Oxford.

–¿Cómo es que está usted al tanto de eso? –le preguntó Bysshe, desconcertado.

–Soy muy amigo del señor Hunt y, salvo error por mi parte, tengo entendido que ustedes dos mantenían correspondencia.

–Ya he tenido la oportunidad de saludarlo aquí, en Londres.

–¡No lo sabía! Tan pronto como les vi, a usted y su acompañante –dijo al tiempo que me dirigía un gesto de bienvenida–, supe que eran los dos alumnos que habían expulsado de la Universidad.

–Le presento al señor Frankenstein. Y no, a él no lo han expulsado, aunque piensa lo mismo que yo.

–Permítanme que me presente. Soy Westbrook; zapatero, de profesión –añadió, mientras echaba un vistazo a su alrededor–. Por miedo a que nos espíen, no solemos decir quiénes somos. Una regla que, en su caso, no es aplicable, señor Shelley. Porque usted es un caballero de alta cuna, ¿no es así?

–Pues, sí. Lo que no impide que esté al servicio de la causa, en cuerpo y alma.

–Así se habla, sí, señor. Salgamos a la calle antes de que vengan los alguaciles a importunarnos. Sabemos cómo dar esquinazo a esos hurones de la iglesia y la corona.

Echamos a andar por Store Street hasta llegar a la esquina de Tottenham Court Road. Por la decisión que teñía su semblante, de frente despejada y proclive al idealismo, pensé que Westbrook era un hombre que defendía nobles ideales. De pelo corto y sin peluca empolvada, a la manera de los defensores de la «libertad», a pesar de la profesión que ejercía, iba astrosamente vestido.

–¿Me permiten que les enseñe el sitio donde trabaja mi hermana? –nos preguntó–. Es para que vean el verdadero rostro del enemigo con el que nos enfrentamos. No queda muy lejos de aquí. Lo cierto es que, en esta ciudad, nada queda lejos de la miseria.

Nos llevó por la barriada de Saint Giles, o eso fue lo que nos dijo, a tan sólo unas pocas calles de donde nos encontrábamos, el antro más miserable y sórdido que hubiera visto en mi vida. Ni el más infecto de los barrios bajos de Ginebra podría compararse con aquel ruin y envilecido manchón situado en pleno corazón de Londres. Surcado por callejas, que no calles, inundadas de lodo y de todas las inmundicias que, de callejones y plazuelas no menos inhóspitos, allí iban a parar, el hedor era indescriptible.

–¿No nos pasará nada? –le musité a nuestro guía.

–Saben quién soy. Pero, por si las moscas… –añadió al tiempo que sacaba del bolsillo interior del gabán un enorme cuchillo de mango de asta y larga hoja–, llevo esta navaja cabritera que los franceses llaman couteau secret. Hay que saber el punto exacto dónde apretar el resorte para abrirla.

–¿Ha tenido que echar mano de ella en alguna ocasión?

–Nunca, hasta ahora. La reservo para esos perros que, por doquier, nos acechan a mis amigos y a mí.

De detrás de los jirones que apenas ocultaban una ventana en lo alto, nos llegó un alarido, al que siguieron unos cuantos golpes acompañados de groseras maldiciones. Echamos a andar más deprisa. Nunca habría imaginado semejante monstruosidad, un horror tan execrable en un país de la cristiandad. ¿Cómo era posible que aquel fétido cubil hubiese encontrado acomodo en la ciudad más importante del mundo sin que nadie pareciera darse por enterado? Según mis cálculos, estábamos a un paso del bullicio de Oxford Road, hasta donde, lóbregos y espectrales, se alargaban los dedos de aquellas callejas. Con tiento, sorteamos el cuerpo de una mujer tendida en el suelo que, con las piernas bañadas en su propia inmundicia, dormía la mona. Si la vida podía llegar a ser algo tan repulsivo, ¿cómo calificarla de obra salida de las manos de Dios? Creo sinceramente que aquella incursión en los bajos fondos de Londres bastó para que renegase de los últimos vestigios de fe cristiana que pudieran quedar en mí. El hombre no era una criatura a imagen y semejanza de Dios. Eso fue lo que pensé entonces. Ahora lo sé.

 

* * *

 

Deseosos como estábamos de cambiar de aires, llegamos por fin a una calle más amplia.

–Es un poco más allá, caballeros –nos explicó Westbrook.

Bysshe, que apenas si podía mantenerse en pie, se encogió en mitad de la calle.

–¿No se encuentra bien? –le pregunté.

–No se trata de mí, sino del mundo, de este mundo enfermo. Yo soy lo de menos –replicó antes de dar rienda suelta a las arcadas en una esquina.

Llegamos a una calle más estrecha, cuyo nombre no alcancé a ver, donde se alzaba un edificio circular de ladrillo rojo, como el tabernáculo de una secta. Westbrook se dirigió a una pequeña puerta lateral. Llamó con sonoros golpes y entró. Del interior nos llegó una agradable fragancia a resinas aromáticas, que asocié a la de aquellos ungüentos con que embalsamaban los cuerpos de los faraones. Nos encontrábamos en una estancia que tenía la misma forma circular que el edificio y en la que sólo había muchachas y mujeres jóvenes que, sentadas en unos taburetes colocados a ambos lados de dos mesas largas, introducían unos polvos en unos pomos pequeños de loza. Me las quedé mirando durante un instante para hacerme una idea de la labor que realizaban: cortaban un trozo de papel de estraza de un pliego que tenían a mano, lo colocaban sobre la boca de uno de los tarros, lo reforzaban con una tira de papel de color azul y ataban una cuerda alrededor del cuello del recipiente. Realizaban dicha tarea con velocidad y destreza extraordinarias, como si, por su precisión y ligereza, estuviesen enfrascadas en una competición con algún ingenio mecánico.

–Les presento a mi hermana, Harriet –dijo Westbrook, acercándose y dejando caer una mano sobre el hombro de una de las jóvenes.

Absorta en lo que se traía entre manos, la muchacha sonrió, pero ni siquiera apartó los ojos de su tarea. No tendría más de catorce o quince años; con los cabellos recogidos en una cofia blanca de tela, sus facciones eran de una belleza y delicadeza fuera de lo común. Bysshe trajo a colación unos versos de Dante, al menos eso fue lo que me contó después, al tiempo que yo sentía que algo se desgarraba dentro de mí. Reparé en la llamativa palidez de la joven, sin duda debida a la fragancia de las especias, y no se me pasó por alto hasta qué punto se había destrozado y despellejado los dedos llevando a cabo tal menester.

–Doce horas al día, seis días por semana, se dedica a preparar resinas en polvo para los ricos –nos aclaró Westbrook–. Gracias a los chelines que gana, mi familia tiene para comer, y no resina precisamente –añadió, con tanta amargura que, sin querer, su hermana se lo quedó mirando un momento, antes de continuar con su quehacer–. No te entretendremos más, Harriet, que ahí viene la encargada a llamarnos la atención.

Alargando los brazos, una mujer mayor se llegó a nuestro lado.

–Vamos, señor Westbrook, deje de importunar a su hermana. ¿No ve que sólo tiene ojos para usted y descuida sus obligaciones? –dijo con tono afable y de muy buenas maneras, tratando de disimular la perentoriedad de sus palabras–. Váyase con sus amigos y deje en paz a unas pobres mujeres.

Abandonamos, pues, el edificio.

–¿No tienen sed, caballeros? El polvo de las resinas es de los que se agarran a la garganta. La pobre Harriet tose con frecuencia. –Seguimos adelante una manzana más, se detuvo y echó una ojeada alrededor–. Sé de una taberna respetable; está ahí mismo –nos dijo al tiempo que nos llevaba a cruzar el empedrado y pasar al otro lado de la calle–. Trabaja casi como una esclava.

–¿Quién la colocó en ese sitio? –quiso saber Bysshe.

–Mi padre. Es aquí.

Entramos en la taberna, un tugurio de techos bajos y oscuros, como todas las de Londres, y pidió tres jarras de cerveza fuerte. Luego, nos sentamos en una de las mesas del rincón.

–Mi padre es de los que creen que los hombres, y también las mujeres, han nacido para trabajar. Es presbiteriano, y de los más estrictos.

–La más dañina de las sectas cristianas –fue el comentario de Bysshe.

–Cree que la mujer está muy por debajo del hombre, así que ni se preocupa por el futuro bienestar de Harriet. Él fue quien decidió que ya era hora de que se pusiera a trabajar.

–¡Qué atropello! –exclamó mi amigo, asiendo el jarro de cerveza y golpeándolo levemente contra la mesa; irritado, la sangre se le subió a la cara y, por primera vez, reparé en la marca blanca de una cicatriz que tenía en la frente–. ¿Cómo es posible que la tengan esclavizada, sometida al mismo trato que un animal?

–Se lo expliqué a mi padre. Traté de que se hiciera cargo de la conveniencia de que Harriet recibiese una educación, siquiera fuese en una escuela para señoritas. Pero no se avino a razones.

–¡Qué monstruosidad! ¡Qué horror! ¿Y usted? ¿Acaso no le da para mantenerla?

–¿Yo? Si apenas tengo para comer.

–En ese caso, déjelo de mi cuenta –aseguró Bysshe con gesto enérgico y decidido.

–¿Qué tiene pensado? –le pregunté.

–Hablaré con su padre y, si consiente en que se matricule en una escuela o en una academia, le ofreceré el mismo dinero, la misma cantidad que ella percibe por su trabajo. No pararé hasta conseguirlo.

–Tendrá que esperar a que finalice su jornada –aventuró Westbrook.

–Cada segundo que pasa es una fatiga añadida. Discúlpenme. Tengo que salir a tomar el aire.

Lo acompañé hasta la puerta de la taberna y le dejé un pañuelo para que se secase el sudor que le corría por la cara.

–Gracias, Víctor; estaba a punto de derretirme –me dijo.

–¿Dónde piensa ir?

–¿Ir? No pienso moverme de aquí. –Dicho esto, para mi sorpresa, comenzó a andar de un lado a otro a la puerta del local.

Cuando volví al lado de Westbrook, me encontré con que había pedido otro par de jarras de cerveza.

–Bysshe se ha quedado fuera para tranquilizarse –le expliqué–. Es un hombre de carácter vehemente.

–El señor Shelley se ha puesto como la grana. Eso es bueno. Necesitamos hombres de su temple.

–He observado que aquí, en Inglaterra, no tienen reparos en dar rienda suelta a sus emociones.

–Así es, al menos desde que supimos de la Revolución que se vivió en París. Hace bien el señor Shelley. Ahí lo tiene, al otro lado del ventanal. ¿No ve ese bastón que va de un lado para otro? Nosotros también nos sentimos liberados. Tales acontecimientos nos ayudaron a alumbrar un hombre nuevo.

–¿Una nueva especie humana?

–No se mofe de mí.

–Nada más lejos de mi intención, puede creerme.

–Ahora nos cuesta menos romper a llorar, ¿no le parece?

–No sabría decirle. Por fin, aquí está Bysshe.

–Por lo que he podido ver, me ha parecido –comentó mi amigo entre risas mientras se sentaba con nosotros– que estaba empezando a llamar la atención.

–No es normal ver a alguien como usted por estos andurriales –observó Westbrook, antes de acercarse al mostrador y regresar con otra jarra de cerveza en la mano.

–¿Usted cree? –preguntó Bysshe realmente extrañado; en ese instante, me di cuenta de que no se percataba de la distinción de su porte–. Había un joven que no le quitaba el ojo de encima a mi bastón.

–Son pobres, señor. Pero no le harían ningún daño. La mayoría son honrados.

Bysshe pareció avergonzado.

–Perdone. Ni por un momento he puesto en duda la rectitud de sus intenciones… –se disculpó en tanto que, sofocado, tomaba un sorbo de cerveza.

–Lo que me sorprende –apunté– es que no estén profiriendo alaridos de rabia.

–¿A cuento de qué viene ese comentario, Víctor?

–Si yo tuviera que vivir en este antro indigno, mientras quienes me rodean nadan en la abundancia, soñaría con destruir esta ciudad hasta no dejar piedra sobre piedra. Me gustaría echar abajo el mundo en que me han confinado, el mismo que ha hecho de mí lo que soy.

–Así se habla –exclamó Westbrook, alzando su jarra a mi salud–. Muchas veces me he preguntado cómo es posible que esas pobres gentes soporten semejante condena.

–Por culpa de la religión –dijo Bysshe.

–No, no es por esa razón. No es algo que les llame especialmente la atención. Son tan paganos como los pueblos de África.

–Me alegra oír eso –repuso Bysshe–. Brindemos por el final de la cristiandad.

–No –prosiguió Westbrook–, más bien creo que es por miedo al castigo, por miedo a que los cuelguen.

–¿Qué pueden esperar de la vida que llevan? –le pregunté a la vez que notaba que la cerveza empezaba a hacerme efecto.

–La vida, sin más –replicó Westbrook.

–Que no es poco, en mi opinión –remachó Bysshe, quien, tras acercarse al mostrador, regresaba con otras tres jarras de cerveza–. La vida es un valor en sí misma. No hay nada más precioso.

–Sin duda –contestó Westbrook–, y más si fuese una vida digna, carente de penurias.

–Ojalá fuera eso posible en este mundo –aseguró Bysshe, levantando su jarra de cerveza–. A su salud.

–¿Qué quiere decir usted? –se interesó Westbrook.

–Que el sufrimiento es algo implícito en la vida de todo ser humano. Que no hay deleite que no lleve aparejado un dolor.

–No tiene por qué ser así –apunté–. Bastaría con que introdujésemos una nueva escala de valores, ni más ni menos.

–Cambiar el curso de la naturaleza. ¿A eso se refiere, Víctor?

–Si fuera necesario, por supuesto que sí.

–¡Bravo! Víctor Frankenstein creará un hombre nuevo.

–Siempre le he oído decir, Bysshe, que es nuestra obligación intentar lo imposible, alcanzar lo inalcanzable.

–Efectivamente, eso es lo que pienso. Y creo que todo el mundo estará de acuerdo conmigo. De ahí a borrar el sufrimiento…

–¿Y si emergiera una nueva raza de seres humanos –terció Westbrook– que no sintiera ni el dolor ni el sufrimiento? Sería terrible.

–¿Acaso no es terrible, y diría yo que incluso espantoso, Saint Giles, esta barriada por donde nos ha traído? –le pregunté apretándole un brazo.

Seguimos bebiendo, hasta que nos pareció oír ciertos comentarios sobre nosotros por parte de los parroquianos y tenderos que ocupaban los bancos contiguos. Era un vecindario más respetable que el de Saint Giles, sin duda, pero no por eso dispuesto a recibir con los brazos abiertos a caballeros distinguidos.

–Deberíamos irnos –sugirió Westbrook, tomando a Bysshe por el brazo y ayudándolo a ponerse en pie–. Creo, señor Shelley, que sería mejor que fuera a ver a mi padre otro día. No es un hombre tolerante con la bebida.

–¿Y qué hay de su hermana? ¿Qué va a pasar con Harriet? –repuso éste, poniéndose en pie trabajosamente.

–Hágame caso. No creo que le pase nada por esperar dos o tres días más. Salgamos de aquí. Usted también, señor Frankenstein. Vengan conmigo. Les conseguiré un coche de punto en Saint Martin’s Lane.