Cubierta

Rubén Llop

CARTAS A RUBÉN

ÉTICA 21

Índice

  1. Introducción
  2. Semana 1. ¿Por qué te escribo?
  3. Semana 2. Alumno o estudiante
  4. Semana 3. Placer o felicidad
  5. Semana 4. Feliz cumpleaños
  6. Semana 5. Los nacionalismos
  7. Semana 6. Esencia o existencia
  8. Semana 7. Capitalismo de consumo
  9. Semana 9. Mis cincuenta años
  10. Semana 10. Estás en casa
  11. Semana 11. El abuelo Esteban
  12. Semana 12. Sobre la democracia y el Estado de derecho
  13. Semana 13. Sobre derechos y deberes
  14. Semana 14. Xenofobia y otras «estupidofobias»
  15. Semana 15. Inmigración y delincuencia
  16. Semana 16. Dios o dioses
  17. Semana 17. Valores y criterios
  18. Semana 18. Ética o éticas
  19. Semana 19. ¡Feliz Navidad!
  20. Semana 20. Feliz Año Nuevo
  21. Semana 21. Drogas y otras «huidas»
  22. Semana 22. Yo vs. nosotros
  23. Semana 24. Capitalismo y medio ambiente - un artículo
  24. Semana 25. Razón y emoción
  25. Semana 26. Sobre el odio
  26. Semana 27. Sobre el amor, o mejor, sobre los amores
  27. Semana 28. Sobre el sistema político
  28. Semana 29. Democracia contemporánea y capitalismo
  29. Semana 30. Corto plazo vs. largo plazo
  30. Semana 31. La comunidad de vecinos
  31. Semana 32. Tu plan de futuro. La conducción de vida
  32. Semana 33. Capitalismo contemporáneo y conducción de vida
  33. Semana 34. Responsabilidad o culpa
  34. Semana 35. Tolerancia e intolerancia
  35. Semana 36. Una de cal y otra de arena
  36. Semana 37. Lealtad, honestidad, compromiso
  37. Semana 38. Libertad y límites
  38. Semana 39. Inteligentes o estúpidos
  39. Semana 40. El síndrome del tentetieso
  40. Semana 41. Plan de vida
  41. Semana 42. La vida buena
  42. Epílogo
  43. Bibliografía
  44. Agradecimientos

A nuestro hijo Rubén

Hay un dicho en inglés que reza:
Raising children is like being pecked to death by a chicken
[Criar hijos es como morir picoteado por un pollo.]
No diré yo que es completamente falso, pero sí incompleto,
muy incompleto…

Father and Son

It’s not time to make a change Just relax, take it easy You’re still young, that’s your fault There’s so much you have to know Find a girl, settle down If you want you can marry Look at me, I am old But I’m happy.

I was once like you are now And I know that it’s not easy To be calm when you’ve found Something’s going on But take your time, think a lot Think of everything you’ve got For you will still be here tomorrow But your dreams may not

How can I try to explain When I do he turns away again It’s always been the same Same old story From the moment I can talk I was ordered to listen Now there’s a way and I know That I have to go away I know I have to go…

It’s not time to make a change Just sit down and take it slowly You’re still young, that’s your fault There’s so much you have to go through Find a girl, settle down if you want you can marry Look at me, I am old but I’m happy

All the times that I’ve cried Keeping all the things I knew inside It’s hard, but it’s harder to ignore it If they were right, I’d agree But it’s them you know not me Now there’s a way and I know That I have to go away I know I have to go…

(sobre la autoridad paternal) …la ternura de esa autoridad que mira más el provecho del que obedece que la utilidad del que manda, que por ley natural el padre no es dueño del hijo sino durante el tiempo en que su auxilio es necesario, que transcurrido ese período ya son iguales y que entonces el hijo, plenamente independiente del padre, no le debe más que respeto, y no obediencia, pues el agradecimiento es un deber que importa cumplir, pero no un derecho que pueda exigirse.

Jean-Jacques Rousseau, 1754

Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres

Introducción

Para la redacción de estas líneas se han tenido que producir varias «coincidencias».

Por un lado —y por favor, créanme cuando les aseguro que lo que les digo a continuación es muy sorprendente al menos para mí— estoy casado con Gemma desde hace casi 20 años. Gemma es una mujer catalana guapa, lista, prudente, decidida, independiente, creativa, muy atractiva, con enormes habilidades sociales, que hace de mí lo que quiere, que tampoco es tarea fácil, no se crean, y que, a pesar de estas y otras muchas cualidades, de manera incomprensible, decidió que fuese su esposo… misterios inescrutables de la mente femenina. Tenemos dos hijos: un varón, Rubén, y una hija, Dania, que durante la redacción de estas hojas, de agosto 2011 a junio 2012, han cumplido, respectivamente, 17 y 12 años.

Por lo tanto, soy esposo y padre. El resto de cosas que aparecen en mi currículo también las he estudiado, las he sido, y las he desempeñado lo mejor que he sabido, pero, no tienen una relevancia significativa respecto a lo de ser esposo y padre.

La primera parte, la de esposo, sin duda gracias a que «ella» es Gemma, ha resultado extraordinariamente fácil; la segunda, eso de ser padre, la verdad me ha parecido y me sigue pareciendo, una de las cosas más difíciles que he tratado de aprender y he intentado hacer a lo largo de mi vida.

Dado que soy padre, una segunda circunstancia ha generado la existencia de este libro. Nuestro hijo mayor, Rubén, tras acabar la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria) en Barcelona, se fue a estudiar un curso académico a Dinamarca, en la población de Skals, cerca de Viborg.

Se matriculó en la Skals Efterskole, en su curso internacional, llamado SIP (Skals International Programme), que se imparte en inglés y se dedica, principalmente, a acompañar y contribuir en la maduración de chicos y chicas de 15 a 18 años y ayudarles a identificar y decidir sobre los siguientes pasos de su formación académica. En líneas generales, se especializan en una educación de ambiente y enfoque internacional, basada en la comprensión de los principios democráticos, la libertad, el respeto y el fomento de los derechos internacionales, el trabajo en equipo, el desarrollo de la responsabilidad individual, etc.

Aprovechando esta ausencia de mi hijo y, a pesar de que ya sabíamos que íbamos a utilizar todos los medios a nuestro alcance para vernos y hablarnos en la distancia, le propuse a Rubén escribirle una carta semanal, enviada por e-mail, claro, sobre temas que, o bien hubiésemos ido hablando entre nosotros en los últimos años, o bien, sin haberlo hecho en profundidad, me (nos) parecieran de interés. La idea le pareció bien y, semanalmente, cumplí mi compromiso y le envié una carta sobre temas que, de una manera u otra, me parecieron relevantes e interesantes, bien fuera a sus ojos, a los míos o a los de ambos.

Así, el proceso fue que pensase sobre algo, lo escribiera, se lo diera a leer a Gemma, no como crítica literaria ni como censura cualificada sino como alguien más que, sin duda, tenía algo que decir y, tal cual quedase tras sus comentarios, enviársela a Rubén.

Nuestro hijo ha comentado las cartas por e-mail, videoconferencia, SMS, teléfono y, por último, «en vivo y en directo» durante sus estancias en Barcelona en las vacaciones de mitad del trimestre o de Navidad y Semana Santa, o durante nuestras visitas a Dinamarca. Sus comentarios, en ocasiones serios, en ocasiones mofas, no los hemos incluido en este texto. Si él lo quiere hacer ya lo escribirá algún día.

El caso es que, conforme pasaban las semanas y el conjunto de textos cogía forma, se nos ocurrió ir mucho más allá de lo que habíamos ideado al principio: tener la osadía de publicarlo.

Son 42 cartas de un padre de 50 años a un hijo de 17, sobre temas variados, ordenadas por la fecha en la que fueron escritas, tal y como se pensaron y enviaron. Hemos omitido algunas que hacían referencia a temas más privados y que no nos pareció prudente su publicación.

Aparte del índice, organizado por orden cronológico, hemos construido un índice alternativo —que se puede consultar al final de este libro— que agrupa y ordena las cartas en función de los temas genéricos de reflexión: ámbito individual, familiar y social.

Por tanto, este libro podría leerse de tres maneras diferentes:

Mi ambición no ha sido otra que escribirle a mi hijo de manera estructurada y de una forma que pudiese resultarle atractiva. Se trataba de hacer el esfuerzo de comentar y argumentar aspectos que, lejos de darle respuestas definitivas y cerradas —aunque he ejercido mi derecho de padre de «barrer hacia mi campo»— pudiesen ayudarle a convertirse en una persona con criterio propio, a alejarse de algunas de las corrientes de pensamiento y de juicio (o falta de el) que le son contemporáneas y, en definitiva, a que pudiese dar pasos y construir razonamientos, que le permitiesen ir definiendo y desarrollando la mejor versión de sí mismo y de su propia conducción de vida.

En segundo lugar, con el consentimiento de nuestro hijo, animado por Gemma y también por algunos amigos a los que he pedido opinión, hemos decidido hacer público este compendio de cartas y ponerlo a disposición de otros (padres, madres, hijos, hijas o público en general) que lo pudiesen considerar de su interés, tanto si es para estar de acuerdo con alguno de los comentarios y reflexiones, como si lo escrito sirve para argumentar lo contrario a lo expuesto.

El objetivo último de la publicación, o la ambición, consistiría en provocar la reflexión más o menos ordenada y la discusión educada tanto entre otros padres/madres con sus hijos/hijas como entre otros ciudadanos que nos son contemporáneos. Las conclusiones que pudiese alcanzar un lector concreto, simplemente, no me corresponden.

Semana 1. ¿Por qué te escribo?

(del 14 al 21 de agosto de 2011)

Bien Rubén, tal y como quedamos empiezo a escribirte «cosas».

Para que tengan algún sentido —si es que no es demasiado pretencioso creer que conseguiré escribir cosas con sentido— tendremos primero que dar un contexto general a por qué te escribo algo o, mejor dicho, a por qué te escribo sobre algo cada semana.

La razón principal es porque soy tu padre, algo que se podría considerar un extraño accidente de la naturaleza a tenor del éxito, de la falta de éxito más exactamente, que, en líneas generales, tuve con las chicas cuando era joven… hasta que tu madre me encontró. En segundo lugar, y ya que dentro de un mes y medio cumplo 50 años y empiezo a tener una «cierta edad», en teoría, debiera tener algo que contarte. Finalmente, el hecho de que tú estás estudiando en Dinamarca, a pocas semanas de que cumplas 17 años, me proporciona una excusa excelente para estructurar los insufribles rollos que te he estado explicando «en vivo y en directo» y atacarte sin piedad por escrito y a través del Messenger (ya sospechaba que algún día podría intentar aprovecharme, y vengarme, de las horas que te pasas chateando).

Pues bien, para empezar con alguna de esas «cosas» lo haré sobre por qué estás en Dinamarca. La razón es cualquier cosa menos sencilla: estás en Dinamarca como parte de tu educación.

Y aquí viene la primera dificultad: ¿qué es eso de educar? ¿Es posible educar a alguien? ¿Es siquiera saludable transferir una serie de prejuicios sin fundamento a la siguiente generación? ¿Qué significa la palabra educar?

Vayamos a ello.

En primer lugar, verás que cada vez que tratemos algún tema vamos a intentar acotarlo, de definirlo, para evitar, en lo posible, que la propia palabra, el concepto que cada uno entendemos al pronunciar una determinada palabra o el significado que le damos a esas sílabas, sea ya fuente de malentendidos y de discusiones estériles, objetivo este nada sencillo de alcanzar.

Verás también que es muy probable que acabe generando más preguntas que respuestas. Que en lugar de simplificar las cosas dando respuestas inamovibles te llevaré a mi confusión, a la dificultad que supone preguntarte las cosas «en abierto», sin repetir las respuestas automáticas que educaciones previas han grabado en nuestro cerebro y que, sin cuestionarlas, en ocasiones las repetimos con convencimiento inusitado a la menor ocasión y con la solemnidad de quien está diciendo algo que debe ser recordado, sin que hayamos dedicado un segundo a reflexionar sobre aquello que hemos abrazado.

Pues bien, en este contexto, ¿por qué estás continuando y completando tu educación en Dinamarca? ¡Con el frío que hace y con esa manía que tienen de comerse el pescado crudo! Pues bien, porque queremos —ya que tu madre y yo lo creemos conveniente— que aprendas cosas que no están en los libros de mates y de catalán, por ejemplo.

Creemos que educarte va mucho más allá de lo que, en ocasiones, hemos encontrado en el sistema educativo estándar que hoy se comercializa (sí, que se comercializa, que se convierte en una cosa que hay que promover y vender para ganar dinero y para ganarse la vida). Casi nada que ver con viejas utopías asociadas a la vocación de educar, a la épica de dedicar una vida a contribuir a la mejora de generaciones futuras mediante una enseñanza de criterio crítico ante la realidad que, en cada momento, tocase vivir.

Veamos, que me estoy aturrullando: educar a alguien podría definirse como el proceso en el que se transmiten y transfieren a un ser humano una serie de criterios y valores que le permiten integrarse en una determinada realidad social. Si no fuese, en ocasiones, una transferencia de terribles atrocidades hasta podría parecer una buena acción.

Trataré de decirlo de otra manera. También podría definirse «educar» con una visión negativa: como un cierto proceso de adiestramiento en el que se coge a un pobre ser indefenso y se le obliga a aceptar una serie de principios que le condicionen, y limiten, para el resto de su vida. Se le obliga a aceptar que las tradiciones (religiosas, culturales, étnicas, políticas, sexuales, de concepción familiar, etc.) que esa determinada realidad social conoce y transmite, son las únicas válidas para el desarrollo correcto de su vida.

Curiosamente, verás que se suele definir educación como algo positivo cuando se transmiten las «verdades propias» a la siguiente generación y, de la misma manera, se define como «aberración inmunda» cuando las «verdades» que se transmiten son las de otras culturas.

En general, hacemos esto sin pararnos a reflexionar, ni un segundo, que tanto unas verdades como otras no han sido ni siquiera elegidas por nosotros mismos, sino heredadas a través de una «educación». Ni qué decir tiene que, en ocasiones, esta «herencia» no suele ser pensada o criticada, sino engullida.

Con esta pequeña introducción comprenderás que cuando tu madre y yo tratamos de «educarte» (o mejor, de que te eduques) nos encontramos ante no pocos dilemas.

Por un lado tenemos que elegir cuáles de nuestros criterios nos gustaría transmitirte. Además, tenemos que luchar contra aquellos criterios y maneras de hacer que te atacan por todas partes en la realidad y tiempo en el que te estás desarrollando y que nosotros consideramos perjudiciales para ti (racismo, xenofobia, nacionalismos violentos, planteamientos dictatoriales, consumismo atroz, superficialidad crónica, etc.). Tenemos que observar e intuir qué tiempos te tocarán vivir y cómo prepararte para ellos, y, por si todo esto fuera poco, tenemos que dejarte espacio y aceptar que, con casi total seguridad, tus criterios vitales acabarán siendo diferentes de los nuestros, como los nuestros son diferentes de los de nuestros padres.

Así, a lo largo de las próximas semanas, tendremos que recorrer estas áreas y tratar de distinguir y definir algunos de esos valores y criterios que creemos, con nuestras limitaciones, pueden ayudarte a llevar una «buena vida» en un sentido ambicioso de la palabra, es decir, filosófico. Quizá hablemos aquí de amor, compromiso, entrega, lealtad, gratificación diferida y otros conceptos en claro desuso o, incluso, sanguinariamente ridiculizados.

Por otro lado, trataremos que veas con mirada lúcida la realidad que te rodea —ansias de consumo ilimitado, búsqueda de placer frente a felicidad, «problemas» de inmigración, «ideales televisivos», etc.— y lo fácil que es dejarse llevar por ella, dejarse envolver por criterios contemporáneos que, en las sociedades desarrolladas y de consumo —en aquellas engullidas por la satisfacción inmediata de deseos ilimitados condicionados por las necesidades de rentabilidad del capital invertido— pueden llevarte a una vida insulsa y vacía… a nuestros ojos, claro.

En esa realidad que te rodea y que te ha tocado vivir tendrás que tomar tus propias decisiones y, en la medida que el azar y tu propia determinación te lo permitan, dirigir tu propio barco en la única singladura que tendrás: tu propia vida.

Por todo esto estás en Dinamarca. Porque queremos que pases de ser un alumno, obligado a aprobar unas asignaturas bajo la presión de profesores y padres, a que pases a ser un estudiante, alguien que decide aprender con la mente críticamente abierta y a esforzarse por llegar a ser lo mejor de sí mismo, sin competir con otros, en un mundo complejo y desorientado. Por eso te hemos propuesto que vayas a un centro en el que te dediques a aprender sobre el entorno internacional con un enfoque democrático y de respeto a la legalidad y a las diferencias —no con una tolerancia blanda y sin criterio, sino con un respeto crítico a lo diferente— y, al mismo tiempo, para que reflexiones sobre ti mismo y empieces a decidir hacia dónde quieres conducir tu vida (desde un punto de vista exterior a tu día a día en Barcelona) y el esfuerzo y precio que estás dispuesto a pagar para alcanzar tus objetivos. Es decir, a que aprendas más sobre ti mismo y tu entorno y empieces a trabajar en dónde y cómo ubicarte en tu mundo.

Por todo esto te escribo. Y, suponiendo que lo leas, ¡que no te pase nada!

Semana 2. Alumno o estudiante

(del 22 al 28 de agosto de 2011)

Antes de entrar en otras cosas quisiera retomar algo sobre la educación y el proceso en el que estás inmerso. Ya sé que es un poco rollo, pero quisiera comentar las diferencias entre alumno y estudiante y algunas de las implicaciones que tiene para ti y para la fase en la que estás.

Sabes bien que en muchas ocasiones he sido muy crítico con el sistema educativo que has vivido en Barcelona. Sin duda tiene cosas buenas, pero también tiene enormes lagunas y deficiencias. Las comento para llegar después a lo que considero que es más importante: tu propio papel en el proceso educativo.

Educar se ha convertido, como muchas otras cosas durante este auge del capitalismo consumista, en un producto que —en el caso de la enseñanza privada o concertada— hay que comercializar y rentabilizar. En ocasiones —en el caso de la enseñanza pública— también se ha convertido en una herramienta al servicio de los gobiernos para potenciar la enseñanza de determinados aspectos o enfoques más locales en detrimento de otros más generales, contrapuestos a una interpretación concreta sobre los objetivos que la educación debe cubrir.

Así, la educación se cosifica, se convierte en una cosa que debe ser comprada por alguien o en una herramienta que debe cumplir un objetivo político.

Se cambia el enfoque: de la supuesta prioridad de que el producto en sí mismo sea bueno y adecuado a los alumnos y a la sociedad, a otra que la convierte en mercancía para ser comprada a un precio rentable y, por tanto, que dé beneficios, o bien destinada a «crear país».

Esta diferencia no es menor. El enfoque ya no es adaptarse a cada alumno hasta que se convierta en estudiante (ya volveré sobre esto luego) y recorrer junto a el un camino de crecimiento en el que este vaya encontrando sus mecanismos de interés por distintos campos de aprendizaje, de técnicas y ritmos de dicho aprendizaje, creando así un sentido crítico ante los temas y la vida que le permitan ir desarrollándose como persona dentro de una determinada sociedad.

Se trata de otra cosa: de hacer unos eslóganes, unas llamadas de venta, que atiendan a unas necesidades de mercado y que, a la postre, llenen todas las plazas disponibles en una determinada escuela, sea esta pública o privada.

En los tiempos y lugares que te ha tocado vivir han primado, por un lado, conceptos como el conocimiento y uso del catalán, el reconocimiento de una determinada diferencia histórica, el nacionalismo, y muchas otras «realidades y necesidades coyunturales»; por otro, memorizar una serie escasa y limitada de conceptos que permitan obtener unos ratios de aprobados, o de posiciones en determinados ranking, que den valor de mercado al «proyecto educativo».

Salvo excepciones en las que has encontrado maestros, cuya voluntad era conocerte y ayudarte a encontrar tu camino mientras aprendías unas bases que el sistema educativo considera necesarias, te has enfrentado a un conjunto de personas —profesores asalariados sin vocación que han vendido su capacidad de trabajo, por llamarlo de alguna manera, por un salario— y a un sistema que, en líneas generales, te ha ayudado poco a lo que quiero llamar el proceso educativo.

Sí debo decir que no son pocos los «maestros» que hemos conocido: profesionales de la educación que disfrutan de su trabajo tratando de desarrollar tantos proyectos educativos como alumnos tenían en sus aulas; profesionales vocacionales, aun a pesar de los escasos medios y respaldo que sufren casi a diario. Para ellos mi reconocimiento y mi pesar por las duras condiciones a las que se enfrentan.

Volviendo al proceso educativo, este requiere aprendizajes sin negociación, es decir, asuntos y temas que «debes» aprender sin rechistar. Por ejemplo: debes saber leer y escribir en el idioma de tu realidad social. Incluso, aunque sea ya poco habitual, debes saber hacerlo según las normas gramaticales y ortográficas que tus antecesores han dado como buenas. Ya sé que es arbitrario que algo se escriba con v o con b, con h o sin ella, pero, aun a pesar de la arbitrariedad, el conocimiento del lenguaje y de sus normas de tu realidad social es básico para tu desarrollo e integración; incluso, finalmente, para luchar por modificar dicha realidad social.

Por tanto, hay aspectos de tu educación que te vienen dados y debes aceptarlos cuanto antes y, tras alcanzar el grado más alto de conocimiento del que seas capaz, integrarlos a tu quehacer diario. Es «injusto» —como casi todo a ojos de los adolescentes— pero es práctico y, a la larga, sin duda, conveniente, sobre todo para ti.

No trataré ahora de discernir qué aspectos son absolutamente necesarios y no negociables en tu educación —eso sería un tema largo y difícil que no pretendo abarcar ahora—, pero sí te diré que los conocimientos básicos de historia, geografía, ciencias naturales, matemáticas, etc., forman parte de una base que te permitirá después vivir con más facilidad.

Por ejemplo, en los viajes que has realizado en los dos últimos meses —Singapur, Australia y Dinamarca—, en tus conversaciones con gentes de otras culturas y religiones te ha servido conocer aspectos básicos de su cultura, o de su ubicación geográfica en el mundo y aspectos relevantes de su historia y, en especial, de sus creencias religiosas, como en tu conversación con tu amigo musulmán de Arabia Saudita. Otros aspectos de las cosas que has tenido que estudiar puede que, de momento, te parezcan más oscuros o de escasa utilidad pero, seguramente, además de darte un barniz general, te servirán en algún momento posterior de tu vida (ya sé que lo de la trigonometría o la flauta no encaja mucho en tus ideas de futuro, pero quédate con la idea general).

Después de este «desahogo» por mi parte y dado que estas líneas no pretenden ser un tratado sobre la educación, empezaré a destacar lo que, en cualquier caso, sí que depende completamente de ti: la diferencia entre alumno y estudiante.

Aquí, en España, se ha conseguido crear una situación en la que ir al colegio es una pesada carga en la que los adultos que os rodeamos —padres, profesores y, en algunos casos, individuos que son, realmente, educadores— os estamos permanentemente acosando, persiguiendo, exigiendo, obligándoos a hacer algo de lo que los principales beneficiados sois, por sorprendente que te parezca, vosotros mismos.

Lo que «mola» es presumir de no estudiar, no atender, no hacer los trabajos, o hacerlos recurriendo a la web «El rincón del vago». O sea, escaquearse, ir al mínimo esfuerzo, presumir de enfrentarse al profesor o de aceptar que lo normal es suspender o repetir.

No te engañaré diciendo que «en mis tiempos» los estudiantes éramos modélicos. No, no te tomaré por tonto. Pero sí te diré que esos que sacan 9 o 10 y presumen de no dar golpe, simplemente, mienten. Hay una relación directa entre el tiempo que dedicas a estudiar y los resultados que obtienes. Sí que es verdad que a unos les cunde más el esfuerzo y a otros menos. Pero sin esfuerzo, no hay resultados en los estudios.

Resultados que, por otra parte, se han convertido en una serie de números de 0 a 10 que aparecen cada ciertas semanas en función de unos exámenes concretos. Me temo que, en algunos casos, no miden necesariamente la evolución real del alumno, de sus motivaciones, de sus necesidades específicas de aprendizaje, de su auténtica orientación hacia el aprendizaje crítico. Es más, me ha parecido observar, en algunos casos, que si el alumno va dando los resultados alineados a los ratios que se persiguen para mejorar el ranking de la escuela, este es un buen «producto». Ahora bien, si el esfuerzo que requiere es excesivo o si el riesgo de estropear el ratio es demasiado elevado, es mejor que el alumno (el problema) se vaya a otro centro lo antes posible. Lo importante no es conseguir el éxito de cada individuo, sino conseguir que el producto que se comercializa —la propia escuela y su «proyecto educativo»— se siga vendiendo.

Sin duda hay muy honrosas excepciones de profesores y centros cuya prioridad es cada alumno específico. Pero, debo decirte que, a mi juicio, me temo que se están quedando en minoría a base de nadar contracorriente, con pocos medios y sin respaldo social y estabilidad política.

Así, dadas las limitaciones del entorno, mi primer mensaje es que todo aquello que el sistema actual no te da lo tienes que poner tú. Tienes que superar lo que tu entorno te proporciona y empezar a liderar tu propio proyecto educativo. De forma progresiva tienes que pasar de ser un alumno a ser un estudiante. Ya sabes que hay cosas que debes aprender aunque no te gusten y aunque no les veas su utilidad en el corto plazo. Para seguir avanzando en tu propio camino hay barreras que se tienen que saltar o derribar sin cuestionarlas, sin convertirlas en tus enemigas y sin obviarlas. No puedes evitarlas, solo te queda vencerlas.

Pero no todo es así. Al mismo tiempo que algunas materias son obligatorias aunque no te gusten, otras materias se pueden empezar a convertir en alguna de tus pasiones. A unas materias «hay que sobrevivirlas», mientras que otras pueden pasar a formar parte de ti.

En el proceso tienes que aprender a aprender. Aprender a interesarte por los temas, hacer el esfuerzo por aprender e investigar más allá de los mínimos que te exigen. Cuando las técnicas y los hábitos de aprendizaje ya los tienes y cuando, además, has conseguido interesarte por algo, ya no hay límite en el aprendizaje —y el placer asociado— que puedes llegar a alcanzar.

Eso es lo que estamos persiguiendo que consigas en Dinamarca. Que te transformes, que evoluciones desde una posición de alumno obligado a cumplir unos horarios y trámites, a una posición de estudiante, alguien que decide querer ir a un centro a aprender lo máximo posible para su propio beneficio.

En los últimos meses has visto potenciales estudios que te han hecho tomar conciencia que había algunos caminos que no querías seguir. También has visto algunos ambientes internacionales que te han entusiasmado y donde te has sentido bien aprendiendo otros idiomas y acercándote a otras culturas y maneras de pensar.

En Dinamarca queremos que dediques un año a madurar como persona, a aprender alternativas de vida internacionales y, en el aspecto estrictamente escolar, a trabajar por proyectos. Te ofrecerán varios temas sobre los que trabajar, tendrás que comprometerte a elegir uno de esos temas y renunciar a otros. Luego tendrás que elegir un aspecto de ese tema de acuerdo con tus compañeros de equipo y, cuando ya tengas definido el área de estudio, ya no habrá límite. Podrás investigar, estudiar y aprender tanto como tú quieras. Podrás ser superficial o profundo, copiar de Internet, o leer y reescribir y redactar lo que tu hayas aprendido e incorporado a tu persona, podrás hacer una presentación básica o la mejor de todas las que seas capaz. Con ello contribuirás a mejorar —o empeorar— el trabajo del equipo al que perteneces.

Así pues, como en la vida, tú decidirás tu nivel de implicación, tu nivel de esfuerzo y alcanzarás el mejor resultado de ti mismo, siempre y cuando hayas puesto lo mejor de ti mismo. No competirás contra otros. La cooperación siempre ha dado mejores resultados que la competición, por lo menos a nivel social, que es donde el ser humano se desarrolla. Buscarás lo mejor de ti mismo. Y esa es la gran recompensa de tu esfuerzo. Esa es la recompensa de ser un estudiante y no un alumno. Tú eres tu propio jefe. Tú eres tu propio premio. Tú eres el éxito. No hay fracaso, no hay competición.

Por si esto no fuera lo bastante excitante, puedes —y debes— dedicar este curso a elegir y seleccionar tus próximos pasos —qué estudiar y dónde—, de modo y manera que, en esa nueva vida tuya de estudiante, empieces a orientar tu vida adulta.

Por todo eso estás en Dinamarca.

Esperamos que lo estés disfrutando tanto como nos gustaría que lo hicieras y, sinceramente, creemos que lo harás.

Semana 3. Placer o felicidad

(del 29 de agosto al 4 de septiembre de 2011)

Esta semana quisiera entrar en otro tipo de cosas. Se trata de reflexionar sobre el placer y sobre la felicidad. Estos primeros apuntes sobre aspectos que forman parte de nuestro día a día, de nuestra toma de decisiones y de nuestros anhelos, quedan enmarcados en lo que a mí me gusta llamar la «búsqueda del propio equilibrio», o en otras ocasiones, lo que suelo llamar la «buena vida», o mejor, la «vida buena». Me explico.

Mi idea, en líneas generales, es que para alcanzar una vida lo más «aceptable» posible, una vida razonablemente feliz, sin obsesionarse por máximos ni frustrarse por no alcanzar deseos ridículos es necesario, o por lo menos conveniente, buscar un equilibrio individual que tenga dosis proporcionadas de ambición y moderación, de asertividad y prudencia, de libertad y respeto, de placer y de felicidad.

Son muchísimas las cosas que trato de decirte y muchas de las palabras que uso me gustaría matizarlas para entendernos mejor, evitar que con la misma palabra tú entiendas una cosa mientras trato de decirte otra.

Así, en primer lugar, tengo que confesarte que no tengo recetas que se puedan aplicar y que no ocurre como al cocinar un plato donde, si se siguen una serie de pasos predefinidos se puede obtener un resultado predecible, o más o menos predecible, y exquisito en función de las manos del artista.

No pretendo definir «el camino» o «el equilibrio». No creo que la respuesta más adecuada a cómo vivir sea única, o rígida, o dogmática. Es más, tengo que confesarte que me producen desasosiego aquellos que pretenden no solo saberlo todo, sino exigir a los demás que les den la razón y que vivan según sus criterios, dogmas y, en ocasiones, autoengaños.

Creo que se trata, más bien, de construir una respuesta personal, un equilibrio en función de las características intrínsecas que tiene un individuo —sus propias cualidades naturales, las que le da la genética— y del entorno en el que ha nacido: época histórica, país, familia, etc. Así, a lo largo de estas semanas te comentaré los acercamientos que a mí me han servido, o que he observado en otros, para que, si te parece bien, tú también vayas reflexionando y construyendo tu propio equilibrio.

En esa construcción, en ese trabajo arduo y constante, me parece un buen primer paso reflexionar sobre el placer y la felicidad.

Antes de profundizar en ello quiero destacar que no contrapongo ambos conceptos, no se trata de elegir placer o felicidad sino de diferenciarlos.

Hay quien cree que perseguir el placer le llevará a la felicidad. En ocasiones veo a personas —a mi juicio desorientadas o confundidas— que persiguen con denuedo determinados placeres creyendo que así alcanzarán la felicidad y, en algunas de esas ocasiones, conforme esas personas más avanzan en el camino de la obtención de placer, más se alejan de la posibilidad de alcanzar la felicidad.

Al mismo tiempo hay quienes que, buscando una felicidad utópica, no son capaces de disfrutar de la felicidad diaria y mundana que muchas pequeñas cosas ponen al alcance de su mano y que, no prestándoles atención persiguiendo otros sueños, les pasa desapercibida la oportunidad de ser felices.

No creo necesario definirte o explicarte qué es el placer. Ya lo conoces. Lo has experimentado en múltiples formas: practicando deportes o juegos que te gustan y se te dan bien, con tus amigos y las fiestas que ya te has corrido con ellos, con el sexo «opuesto», o en cosas que has tenido a bien no explicarme. Nada en contra del placer y de sus múltiples formas. Sí una reflexión sobre su intensidad y su control.

Creo que conviene preguntarse y autoanalizarse en función del grado de control que uno ejerce sobre los placeres que «consume» o, por el contrario, el grado de control que el propio placer ejerce sobre uno; es decir, si realmente ya no podemos decidir qué tipo de placer vamos a darnos y cuánto de ese placer vamos a consumir.

Los placeres que identificamos como nuestros se van definiendo a lo largo de nuestra vida y conforme experimentamos con ellos. Por ejemplo, si un día pruebas el tabaco y, progresivamente, te va gustando y te genera un placer —sea de bienestar social, aceptación de grupo o disfrute del propio acto de fumar—, esta actividad se irá incorporando a tus hábitos placenteros de manera gradual. Si por el contrario, te genera repulsión o desagrado, aun tras sopesar los otros pluses que el fumar pudiese tener, lo descartas como una de las actividades que incorporarías en tu búsqueda de placer. Otros ejemplos podrían ser el consumo de alcohol, de drogas, las relaciones sexuales, o un largo y complejo elenco de actividades que, hoy en día, están a disposición de los jóvenes de estatus social similar al tuyo, lo que no significa que estén a disposición de todo el mundo.

Sea cual sea la fuente de placer que quieras considerar, mi reflexión consiste en preguntarse: ¿Domino esa fuente de placer o me domina ella a mí? En otras palabras, ¿la uso cuando quiero, como quiero y cuanto quiero en la medida de lo que dependa exclusivamente de mí? ¿O, por el contrario, soy un esclavo de ese placer de modo que si no dispongo de el soy un desgraciado y tengo que correr a conseguirlo de la manera que sea y utilizando los medios que fueran necesarios? En síntesis, ¿tengo un placer o un placer me tiene a mí?

Para tratar de avanzar en una vida equilibrada, en disfrutar de una vida buena, creo que hay que estar vigilante sobre quién domina a quién. Hay que disfrutar de la vida. No me imagino mayor desgracia que atravesar esta oportunidad que supone estar vivo sin disfrutar de ella tanto como sea posible, con una cierta limitación de no dañar a otros. Y, al mismo tiempo, ir formando unos hábitos que te permitan un cierto grado de control sobre los aspectos que, aun aportándote cosas positivas, te puedan llegar a desequilibrar.

El disfrute de los placeres es uno de esos factores. Si se llegan a convertir en tus dominadores, se pueden crear distintos grados de dependencia que convierten ese placer en una lacra para tu propia vida. Por tanto, vale la pena estar vigilante y no autoengañarse al caer en lastimosas dependencias.

Otra cosa es la felicidad; aunque me parece evidente que dosis equilibradas de placer contribuyen sin duda a tu propio bienestar y a ciertas dosis de felicidad. Al hablar de felicidad me refiero a un sentimiento de satisfacción más íntimo, más tranquilo, más sosegado, más profundo que el mero disfrute de los placeres a los que se pueda tener acceso.

Respecto a la felicidad quisiera —antes de entrar en otras consideraciones— desmitificar una de las cosas que estás habituado a oír. Me refiero al «derecho a la felicidad» que, enunciado como una especie de derecho casi divino, como un don que los dioses nos han concedido, considero que no tiene sentido.

Otra cosa es que todos busquemos un grado de bienestar y de felicidad porque lo deseemos y porque nos interese, porque nos vaya bien. Ahora bien, que tengamos un deseo —o, incluso, una necesidad— a que tengamos un derecho, hay una diferencia abismal. Ni tenemos ese derecho ni nadie tiene la obligación de garantizárnoslo.

Vives en unos tiempos y lugares donde parece ser que todos los individuos tenemos una enorme lista de derechos que otros deben garantizarnos y procurarnos, independientemente de nuestra contribución o del esfuerzo dedicado a conseguirlos. Algunos hacen referencia al llamado estado del bienestar: vivienda, trabajo, educación, atención sanitaria, seguridad social; otros, referidos a un ámbito distinto, como por ejemplo, la felicidad.

Aunque soy un defensor del estado del bienestar —o mejor, de un estado con marcado carácter social— no comparto la literalidad que se concede a esos «derechos» —en el sentido de algo que nos viene dado aún cuando no luchemos por ello— y, desde luego, estoy en desacuerdo de exigir a terceros que nos resuelvan todas nuestras papeletas. Incluso, culpabilizar siempre a otros de nuestros «fracasos» y de nuestra propia frustración. Como este acercamiento es muy extenso (en cuanto a posibles «derechos» a tratar) y como sobre algunos aspectos volveré en otras semanas, voy a tratar de centrarme en la felicidad.

De entrada, perteneces, por lo menos de momento, a un reducido grupo selecto de humanos que tienen a su disposición una serie de medios, técnicas, instrumentos, acceso a información, poder adquisitivo etc., que jamás ningún humano tuvo. Por lo tanto, si el camino a la felicidad dependiera de las alternativas y medios que tienes a tu disposición, tú y los otros jóvenes de países desarrollados de clase media estaríais casi «obligados» a ser los humanos más felices de la historia de la humanidad. Los hechos no parecen demostrar esta teoría. Y la realidad suele ser muy tozuda.

Es fácil ver jóvenes —y adultos— renegando de su suerte, maldiciendo al entorno, envidiando agresivamente la «suerte» de otros, siendo evidentemente infelices, en apariencia sin causa objetiva.

Aparte de las propias limitaciones del ser humano en lo que a la autoconciencia se refiere, aquí aparece otro factor clave de tu tiempo y, en parte, del mío. Estás rodeado de estímulos que te impulsan a consumir, a poseer objetos que te prometen felicidad inmediata y permanente; vives en una sociedad que te recuerda esos «derechos» que son más bien caprichos, y que te enseña a exigirlos a los demás y a culpabilizar a otros en caso de que no alcances todos y cada uno de tus deseos, anhelos o, por qué no decirlo, caprichos. Esto, que hoy parece normal, está lejos de haberlo sido en la historia del ser humano y, además, no parece contribuir a saciar la auténtica ansia del hombre de obtener de un cierto grado de felicidad.

Por lo tanto, ya que el entorno no parece que te ayude en exceso, tendrás que construir tu propio sistema de referencia para ver realmente dónde depositas tus esperanzas de felicidad. Hacia dónde mirarás para buscar en tu interior el agradable sentimiento de serenidad que la felicidad produce.

Si sucumbes a tus tiempos y depositas la felicidad en satisfacer el siguiente impulso de compra, en conseguir señales externas que hagan que otros te atribuyan un estatus o una posición o reconocimiento social, en satisfacer todos y cada uno de tus deseos de manera inmediata, formarás, muy probablemente, parte del enorme grupo de gente que va por ahí insatisfecha e infeliz, incapaz de valorar la suerte que hayan tenido y las posibilidades de reconocerse felices en su propia realidad mientras reniegan de todo y culpabilizan a terceros de sus frustraciones.

No creo que haya que obsesionarse con la búsqueda de la felicidad, basta con saber ver motivos para ser feliz en el entorno diario, en las personas que realmente forman parte de tu vida y trabajar intensamente en crear esa realidad y en mantenerla y, sobre todo, no hay que poner la felicidad en la valoración que otros no cercanos puedan hacer sobre ti. Si sucumbes a tus tiempos de consumo, a necesidades ficticias, a la imagen externa y además pones tu felicidad en lo que un entorno vacío, y ciertamente no relevante, opine sobre ti, hijo mío, me temo que lo de sentirte feliz se te hará difícil. Y sería una pena.

En cualquier caso, en esto y en todo lo demás, tú verás.