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Primera edición digital: diciembre 2015
Ilustraciones: Nicolás Fernandez Osinaga
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: Tandro Quijada

Versión digital realizada por Libros.com

© 2015 Alfonso Ferrer
© 2015 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-33-6

Alfonso Ferrer

El extraño

Para ti, lector atrevido, y para todo aquel que lance este libro
a la cara de un derrotista.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. La mosca
  6. El gato
  7. La felicidad
  8. La apatía
  9. Mi bebé
  10. Cosas de niños
  11. La Muerte
  12. El extraño
  13. La nube
  14. El terrorista
  15. La medalla
  16. La compasión
  17. Conflictos de Oriente Medio
  18. Un día extraño
  19. El cuento más aburrido
  20. La «Tele»
  21. La rutina
  22. La carrera
  23. La invisibilidad
  24. La inspiración
  25. Estar o no estar
  26. La fe
  27. El progreso
  28. Productividad
  29. Un paseo por el bosque
  30. La amargura
  31. Puntos de vista
  32. El indígena
  33. Revolucionarios
  34. La inflación
  35. Hablando se entiende la gente
  36. Mecenas
  37. Contraportada

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La Mosca

 

Si no hay silencio completo, no puedo concentrarme. Ya sea para escribir, leer, mirar a las musarañas o cualquier cosa que necesite mucha atención. Por eso, cuando aquella mosca entró en mi vida no pude hacer nada productivo en una larga temporada.

Prejuicios al margen, era negra. Con pequeños brillos verdosos, y no muy grande, del tamaño de una mosca estándar, es decir, como la uña de mi dedo meñique. Era rápida como el demonio y no encontraba forma de cazarla. Desde aquel día que se coló por la ventana, no dejó de atormentarme.

El zumbido de su vuelo se filtraba a través de mis oídos hasta el rincón más oculto de mi cabeza, haciendo resonar un eco que rebotaba en mi cráneo durante horas, incluso en los pocos momentos en que la mosca se posaba para descansar.

Procuro ser amable con todos los animales pero las moscas, y esta mosca en concreto, me parecen seres del inframundo, que se cuelan en nuestro universo a través de portales cósmicos formados en los excrementos. Y cuando se cuelan, lo hacen millares de ellas. Su única misión parece consistir en infiltrarse en cada casa y girar durante horas en el aire tratando de abrir otro macroportal interdimensional para que probablemente su reina, una mosca del tamaño de un hombre, pueda infiltrarse en nuestro mundo y plantar millones de huevos que formen más adelante un ejército de conquista perfecto.

No tengo pruebas de que esto sea así. Me baso simplemente en la pura contemplación y lo comúnmente denominado «imaginación» para elaborar esta teoría.

Volviendo a mi mosca, esta parecía ser una alumna aventajada en su clase. No había forma de ajusticiarla. Generalmente, una simple revista o periódico suele bastar para devolver a las moscas a su inframundo. Sin embargo, esta debía usar una técnica de vuelo vanguardista que le permitía un despegue supersónico. Por mucho que lo intentara con revistas enrolladas, o sin enrollar, nunca la pillaba. Probé también con toallas, pero cada vez que la estampaba creyendo haber acabado con su miserable existencia, salía volando de alguna manera por detrás de mi oreja.

Usé incluso otro método más cruel como las tiras de pegamento. Prácticamente empapelé la habitación con esta tecnología. Pero la muy lista nunca se posaba en ellas. Incluso para hacerme burla aterrizaba en mi mano o en mi rodilla y parecía hacerme un corte de manga mientras la miraba impotente. Hasta escuché una vez su risa burlona y maligna cuando, en un lapsus de coordinación corpórea, fui yo quien quedó enredado en las tiras de pegamento.

Siempre que volvía a mi cuarto ahí estaba pululando en el aire, en su incansable empeño de apertura del portal interdimensional. En cierto sentido, era admirable tanto esfuerzo, pero aquel siseo, un sonido irritante y perturbador, me llenaba de odio y desesperanza.

En una ocasión, decidí coger mi maletín e irme a la biblioteca a escribir. Al menos podría progresar en mi novela, ya que en mi casa no había manera. Dejé la ventana abierta como siempre, esperando que a la vuelta, la maldita se hubiera largado con viento fresco. Al sentarme en una mesa, coloqué el maletín en ella y lo abrí. Inmediatamente, la mosca salió disparada golpeándome la cara en un acto suicida. La condenada se había colado entre mis papeles camuflándose para poder perseguirme. Al no dejar de sisear alrededor de mi cabeza, regresé a casa corriendo, tratando de escapar de ella. Agitaba y golpeaba el aire con mi maletín en intentos de atizarle y al menos dejarla un rato inconsciente, pero su tenacidad era invencible. La gente me miraba comprensiva, probablemente alguna vez lo habían sufrido ellos y, lógico, me compadecían.

Aquella persecución se prolongó durante días, semanas y meses. Me peleaba con ella en el baño, en el ascensor, en el coche, en la oficina del psiquiatra, en casa de mi abuela… Allí donde fuera, ahí me esperaba el insecto zumbón con su agobiante vuelo.

Pasado un tiempo, mis ojeras se hundían cada vez más, el pelo se me volvió gris y mis mejillas desaparecían, ya que ni comer podía, y adelgazaba a un ritmo alarmante mientras Ella me hacía burla desde el aire.

Así que un día no pude más, y le grité:

—¡¡Bzzzzzzz!! ¡¡¡Zzzbzbbbbbbzzzzzzzzzzzz!!!

La mosca se paró en seco en el aire, satisfecha y admirando el fruto de su esfuerzo.

Y añadí:

—¡¡¡Zzzziiiiiiiiiibbzzzzzzziiiiibzziiiii!!!

Me miró sorprendida y un tanto ultrajada, se dio media vuelta y se marchó por la ventana.

Nunca más la volví a ver.

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El gato

 

Paseando por la calle, me encontré un gato blanco, enrosquillado en sí mismo, encima de una repisa. Me quedé mirándolo un rato, envidiándole.

Al cabo de un rato le pregunté:

—Qué buena vida llevas, ¿no?

—Podría ser mejor si tuviera una cerveza —me contestó.

Me fui, ya que parecía un gato listo y yo no estaba para compartir.

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La felicidad

 

De verdad que no entiendo a la gente que tanto se queja de la vida. Que si el trabajo le aburre, que si no tiene un coche que le gustaría, que si sus parejas dan problemas, que si les pica un pie… Cada vez las soporto menos pero aun así, no me doy por vencido y les ayudo de la mejor forma que conozco. Les muestro que se puede ser feliz en esta vida con las pequeñas y más simples cosas del día a día. Carpe diem, que dicen los entendidos.

Si me pinchan un poco, les cuento uno de mis días típicos y se lo demuestro:

Me levanto por la mañana y después de hacer todas las obligaciones caseras, me voy de compras. Siempre al mismo sitio, porque aunque sea un poco más caro de lo normal, es de confianza y sé que si me estafan, es por mi bien.

—Viaje en coche, 8 € de gasolina, porque está un poco a las afueras.

Un universo mágico de colores y contrastes se me descubre. Cereales circulares con cubierta de miel y una tortuga simpática dibujada en la caja. Y encima con juego integrado, ¡ideal para entretenerse durante el desayuno! Para niños, pero a mí me gusta.

—4,30 €.

Cinco aguacates de los cultivos de Guacanaimo, en algún lugar cerca del río Maranco. Calidad extra. Son buenos para la salud y para el estado de ánimo, aunque no especifican para qué tipo de ánimo, si bueno o malo.

—2 € por unidad.

Paté de hígado de pato criado en el pueblecito francés de Monjardin. No me importa con qué se ha cebado al pato con tal de que el hígado le reventara en Monjardin. Hay sello de autenticidad. Estoy contento.

—15 €.

Pimientos, tomates, cebollas, ajo, puerro, coles y espinacas. Para los pobres vegetarianos hambrientos. Cambio de sección buscando con emoción la sección de carnes.

—0 €.

Compro un pollo y dos paletillas. Ambos, las paletillas también, criados en campo abierto y alimentados con comida natural, orgánica y vegetariana. O eso parece indicar la foto de la gallina pastando en el campo. Porque yo me informo y así soy más feliz.

—20 €.

Cambio de sección. Galletas y chocolatinas a cascoporro. Porque me gusta endulzar mi vida. ¡Ay…!

—35 €.

Al cesto papel higiénico. Pero no de ese que lija. Si no del que hasta los perritos blancos pomposos piensan que es muy suave. Meto un par de champús que me dejarán los cuatro pelos que me quedan suaves como los rayos del sol. También un dentífrico nuevo con la sonrisa de una mujer con dientes blancos como perlas. Pensar en que mis perlas amarillas pueden ser igual de blancas me ilusiona. El dentífrico viejo que tengo en casa también indicaba que es para tener dientes blancos y sanos, pero por alguna razón química, este nuevo me los dejará mejor.

—87,50 €, en total.

Creo que está todo, así que me dirijo a la caja. Cojo un hilo dental por el camino. Me pregunto, ¿por qué no tener los dientes más perlunos que la mujer del dentífrico nuevo?

—12 € (es un poco caro porque es un hilo especial).

Llego a la caja y dirijo una mirada de odio a la cajera por no darse más prisa. Pequeños placeres.

Pago. Total: … No lo sé. Pagué con tarjeta y no me fijé. La ignorancia es la felicidad y lo acepto. Además, no he comprado nada que no necesitara realmente.

Vuelvo a casa.

—8 € (gasolina de vuelta).

Dejo las bolsas y aunque tengo comida suficiente decido irme a comer a un restaurante nuevo que vi desde el coche. Me llevo los aguacates del día anterior para tirarlos al contenedor de la basura, ya que están podridos.

Como y pago. He disfrutado del vino y me llevo una de esas botellas que tiene en promoción para beberla en casa. Disfruto como un enano. Aunque sea solo.

—88 € (cena + botella).

Tengo toda la tarde por delante, y eso que es lunes. No sé por qué la gente se amarga trabajando. Decido ir a por un café.

—3,50 €.

Y luego de compras de nuevo. Pero ahora a buscar ropa, ya que el suéter que encontré ayer no me convenció, aunque al final me lo quedara. Me paseo y disfruto de los escaparates de las marcas más cotizadas. Aunque sean caras, sé que son de calidad y libres de explotación. Al menos eso dice el cartel que me invita a entrar.

Salgo con tres bolsas llenas con dos pantalones, cinco camisas, dos jerseys y siete calzoncillos. Antes de entrar a la tienda no pensaba que me faltaran tantas cosas pero según el vendedor me quedaban muy bien. Le hago caso porque me ha llamado amigo. Felicidad.

—855 €.

Vuelvo a casa y por el camino veo un cartel grande cubriendo la fachada de un edificio. Promociona viajes a Rusia de un fin de semana. Decido que al llegar a casa me compro esa oferta porque no conozco ese país.

—2550 € (ida y vuelta, hotel aparte).

Ya que navego por Internet, decido comprarme el último modelo de teléfono móvil de mi marca. Por lo visto el que tengo yo, comprado hace seis meses, ya ha caducado según me indica un mensaje publicitario personalizado que me ha aparecido en la pantalla.

—650 € (dividido en plazos).

No sé si tendré a quien llamar, ya que como dije al principio, mis amigos son todos bastante amargos y cuando les hablo de mi vida para motivarlos, me suelen mirar con mala cara. Me da que no se creen lo que les cuento y me parece que es en parte por envidia. Ellos dicen a veces que no se creen que gasto tanto y yo les respondo que el dinero no lo es todo, que al final no importa y que la vida hay que vivirla al máximo. Lo que me he gastado ha sido por necesidad o por darle un gusto pequeño al cuerpo, que también tengo derecho.

Generalmente acabo el día enviando un mensaje al móvil de mi padre:

Papá, ingrésame luego algo, porfa, que mañana voy de compras.

—0,12 € (IVA incluido).

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La apatía

 

—¡Qué buen día hace hoy! Cuando salga, me voy directo a la playa.

—¡Hey…!

—¿Te vienes tú también?

—Puede…

—¡Vente y nos ligamos a un par de chicas guapas!

—Tentador, pero…

—¡Pues claro hombre! ¡No vamos a pasarnos el día entero encerrados entre cuatro paredes!

—…

—¡Y de paso nos llevamos unas birras!

—Emmm…

—Tengo un colega que seguro que nos deja una moto de agua, ¡ya verás cómo nos lo pasamos!

—Ahá…

—… 125 centímetros cúbicos de motor…

—… Vaya…

—… Nuevita del trinque

—…

—… Cof… cof…

—…

—… Azul marino brillante…

—¡Cri, cri! ¡Cri, cri!

—… Vaya, parece que hay grillos. ¿Llamas al fumigador?

—Bah…

—Oye, pásame el informe anual del ministerio de trabajo.

—¡Enseguida!

—¡Cri…!

Y el grillo se los comió a los dos.

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Mi bebé

 

No hay nada como tener un bebé. Ninguna sensación se aproxima y todo padre lo sabe. Ayer, le di el biberón y echó un eructito seguido de un gorjeo y una sonrisita que me enterneció el corazón. No hace más que monerías así. Esta semana, ha dormido todas las noches de un tirón. Dejo el walkie talkie conectado en su cuarto por si se le escucha llorar, pero últimamente ha sido como un angelito. A veces se queja y echa la lagrimita un poco, pero deduzco que es de aburrimiento, porque lo tiene todo, así que lo hipnotizo con su sonajero favorito. ¡Menudas carcajadas que se echa!

Eso sí, no es siempre oro todo lo que reluce. La semana pasada por ejemplo, tuvo una llorera que le duró toda la noche y parte de la mañana. No entendí como no se cansó, parando apenas un par de minutos entre cada grito. Al final acabé por hartarme y por desgracia le levanté la voz:

—¡No te aguanto más! ¡Fuera de casa y búscate un trabajo, que ya tienes treinta y ocho años cumplidos!

Mi pobre bebé. Reconozco que me excedí un poco, pero al menos desde entonces está tan tranquilito…

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Cosas de niños

 

Lo sé, soy un niño. Pequeño. En concreto, cinco años. Y aún no hablo. Pero no porque tenga algún problema, sino por pura elección propia. Desde que tengo capacidad de hablar tomé la drástica decisión de no hacerlo, para pesar de mis padres. Pero es que ellos en gran medida fueron los inductores de mi mutismo. Y a pesar de que lo hago como una protesta, ellos creen aún que es por algún tipo de deficiencia física, o falta de vitaminas. Y yo me río por dentro.

Todo empezó hace cuatro años. Para los malos matemáticos, casi un año después de mi nacimiento. Yo veía que mis padres se estaban ya cansando de mí. Ellos fingían que no me trataban de engañar diciéndome cursiladas, pero unas enormes ojeras les delataban. Hipócritas.

Ahí fue cuando empecé a desconfiar de ellos. A los dos años, nació mi hermana pequeña. Todo un amor. O eso repetían todos constantemente, mientras a mí me iban dejando más a un lado. Siendo objetivo, puedo afirmar que no eran celos y el que así lo piense se equivoca. Yo estoy por encima de tales sentimientos mundanos.

Los hechos lo demuestran. Yo era el mayor, por lo que tenía huesos y constitución más grandes; sin embargo, mi madre le daba casi toda la leche a mi hermana. Un sinsentido. También yo me pasaba más tiempo despierto y jugando, a veces hasta altas horas de la noche, y, sin embargo, recibía la misma cantidad de juguetes que mi hermana, que se pasaba el día durmiendo, desperdiciando tiempo de juego con sus ridículas muñecas. Otro atropello.

No se daban cuenta de que, sí, la equidad es muy necesaria en niños de mi edad, pero, ¡hay que pensar también en las necesidades de cada individuo particular! ¡Y yo necesitaba muchas más que mi hermana, biológica y sociológicamente hablando!

Un sinfín de injusticias así y similares me llevaron a un estado mental rebelde. Así que, al principio, opté por la pataleta, bastante efectiva para objetivos a corto plazo. Me pasaba horas llorando. Por la mañana, al mediodía, por la tarde, por la noche. Incluso mientras dormía, lloraba. Más de una vez me llevaron al médico, pero justo entonces, me callaba y miraba al doctor con ternura. Este acababa por convencerse de que no me pasaba nada y que sólo me hacía falta un poco más de atención. En aquella época aprendí mucho sobre la psicología humana y la manipulación de mentes.

Poco después les entró la obsesión de que aprendiera a hablar.

—¡Di papá! Cariño… ¡Di papá! —insistía aquel con cara de paciente de hospital mental.

—¡Di mamá! Cariño… ¡Di mamá! —insistía aquella con la necesidad en sus ojos.

—¡Di abuelita! Cariño… ¡Di abuelita! —repetía la otra que apenas conocía.

Al final me cansé y grité mi primera y última palabra hasta hoy:

—¡Revolución!