Literatura venezolana
del siglo XX

RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
@rafaelarraiz

Agradecimientos

Hago explícito mi agradecimiento a dos amigos con quienes compartí el fervor por la literatura venezolana y que ya no están entre nosotros: Juan Liscano y Julio E. Miranda. Fueron muchos los comentarios que recibí de parte de ellos sobre estos trabajos de aproximación a nuestra escritura.

La Universidad Metropolitana y su Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Uslar Pietri han respaldado estas investigaciones, al igual que la Fundación para la Cultura Urbana y la Academia Venezolana de la Lengua, instituciones todas en las que encuentran eco mis intereses literarios. A todas ellas, mi gratitud.

Vaya mi agradecimiento a la Cátedra Andrés Bello del Saint Antony’s College de la Universidad de Oxford, donde estuve un año entregado a los fervores de la investigación literaria y logré fraguar algunos de estos ensayos.

Quiero expresar en voz alta mi agradecimiento al editor, Ulises Milla, quien ha tomado la decisión de ir publicando mis libros en una Biblioteca que lleva mi nombre, siempre colocando el acento donde debe estar. A Magaly Pérez Campos, quien viene cuidando la corrección de mi escritura, salvándola de los precipicios del idioma, desde que tuve la suerte de conocer la calidad de su trabajo. Al equipo de producción de Editorial Alfa, Diana Tarazona y Rocío Jaimes, donde cuidan las ediciones con un esmero encomiable.

Prólogo

Soy deudor de mis lectores; por ello no escatimo en cortesías hacia ustedes y entrego estas brevísimas líneas prologales. Espero que este libro contribuya con el mejor conocimiento de nuestra escritura.

Comencé a escribir sobre literatura en El Papel Literario de El Nacional y en las Páginas Culturales de El Universal, en 1980. Luego, publiqué muchas notas críticas en diversas revistas venezolanas y del exterior. En este oficio de lector que escribe sobre lo leído me mantengo activo con un entusiasmo que, debo admitirlo, soy el primero en reconocer que me sorprende. Desde aquellas fechas y hasta el día de hoy, entre mis objetos de estudio ha estado presente la literatura de mi país y, habiendo transcurrido casi treinta años de mis primeros apuntes, creo que llegó el momento de seleccionar un conjunto estructurado que sirva, si ello es posible, como manual introductorio al bosque feraz de nuestras letras. Para este propósito tuve que dejar de lado decenas de reseñas breves y escoger exclusivamente los ensayos de aliento comprehensivo; de lo contrario, corría el riesgo de confeccionar un racimo misceláneo, que alejaría al lector de una visión de conjunto. Por supuesto, este criterio selectivo deja fuera del volumen la obra puntual de muchos autores, pero en esto, como en otros desafíos, excluir es tan importante como incluir.

Literatura venezolana del siglo XX recoge seis trabajos panorámicos introductorios que dan cuenta de un corpus literario nacional, centrado en la centuria recién concluida, aunque no elude las necesarias referencias al siglo XIX, en ofrenda a la continuidad natural de todo proceso creador. Le siguen veinticinco ensayos sobre las obras de veintitrés autores, ya que sobre la tarea de Arturo Uslar Pietri y Antonia Palacios se encuentran dos trabajos acerca de cada uno. La mayoría de los ensayos examinan la totalidad de la obra de los estudiados; en algunos casos, los menos, se trabaja un género cultivado por un autor (Uslar Pietri, Blanco, Arráiz, Montejo, Balza) o un aspecto particular de su obra (Grases, Cadenas). En todas las aproximaciones me guía el desiderátum establecido por Ortega y Gasset para la escritura: una obligación de claridad, la deseable iluminación de una parcela de la realidad por parte de quien busca alumbrarla.

Buena parte de estos trabajos fueron madurando en las aulas de la Universidad Metropolitana, ámbito académico en donde impartí asignaturas literarias durante varios años, para luego cederle el paso a mis ímpetus de profesor de Historia de Venezuela y de guía de talleres de escritura, tareas que sigo desempeñando con alegría.

Le debo tanto a mis alumnos que sería indigno no reconocer esa deuda en esta oportunidad. Vaya para ellos, que ya forman legión, la dedicatoria de estas páginas y el recuerdo emocionado de la experiencia pedagógica.

RAL

Visiones panorámicas

La literatura venezolana: de la dependencia a la autonomía

Quiero comenzar estas líneas enunciando dos dificultades que no pretenden ser excusas. Me refiero al complejísimo escollo que representa ofrecer un mínimo panorama histórico de nuestra literatura en tan poco espacio. Esto, como vemos, es más que una dificultad, un reto. El segundo problema está en que el viaje que se me encarga debe comenzar con la independencia de Venezuela de la corona española, y esto supone una visita al siglo XIX que, para colmo, es poco frecuentado por los estudiosos de la literatura venezolana. Así, pues, emprendo el camino advirtiendo los peligros que me acechan: puedo ser tan conciso que derivo en injusto; abarco tanto en tan poco espacio que puedo pintar un paisaje impresionista y no un mapa pormenorizado.

Las aproximaciones a la literatura venezolana con un propósito totalizante no abundan. Contamos con Formación y proceso de la literatura venezolana (1940) de Mariano Picón Salas; Panorama de la literatura venezolana actual (1973) de Juan Liscano y Noventa años de literatura venezolana (1993) de José Ramón Medina. Acercamientos parciales se han efectuado más y con muy buenos resultados. Anoto los trabajos de Orlando Araujo y Julio E. Miranda sobre narrativa; los de Guillermo Sucre, Elena Vera, Joaquín Marta Sosa y El coro de las voces solitarias-Una historia de la poesía venezolana (2002) de quien escribe, sobre poesía; los de Miguel Gomes, Gabriel Jiménez Emán y Oscar Rodríguez Ortiz sobre ensayo; los de Rubén Monasterios y Leonardo Azparren Jiménez sobre teatro. Escasean, pues, los que de un solo envión examinan el devenir histórico de nuestras letras.

A los tres estudios generales señalados, habría que agregarle La literatura venezolana en el siglo XIX (1906) de Gonzalo Picón Febres. Así, tendríamos que los dos Picón estudian el siglo XIX, mientras Liscano y Medina se ocupan exclusivamente de la centuria que recién concluye. A las dificultades de lectura del siglo XIX se le suma un problema de orden estructural, que finalmente resolví de la manera más simple, guiado por el norte de hacerles el camino más simple a los lectores. Al descartar otras opciones, escogí la de la estructura genérica, lo que hace de este breve recuento una relación dividida en tres partes y con la confesión añadida de que una posible cuarta no aparecerá porque no la conozco a fondo, y porque presenta problemas propios difíciles de resolver. Me refiero al teatro; añado que no estoy solo en estas dificultades y la razón estriba en que éste va más allá del texto como tal, y supone evaluaciones extraliterarias que lo tornan un fenómeno que se nos escapa de las manos. Felizmente, no faltan en Venezuela quienes se aproximen al teatro con pertinencia y solvencia.

Dilucidado este aspecto, volvamos al río central que nos lleva aguas abajo y aclaremos que sobre cada género remontaremos el río hasta sus inicios en la independencia, y bajaremos hasta nuestros días, con la necesaria prudencia para sopesar nuestros tiempos actuales, donde las flores aún tapan los gamelotales. Señalaremos tendencias de nuestras letras y, por supuesto, nos la jugaremos con títulos y autores que consideremos fundamentales. De libros, no de otro objeto, está levantado el cuerpo de nuestra literatura.

En la zona más profunda (la poesía)

Este subtítulo no pretende negar la hondura del ensayo o de la narrativa; simplemente quiere señalar que la materia del poema, la voz que se articula cuando surge genuinamente, viene de las profundidades de la psique. También, he podido decir las profundidades del alma y estaría correcta la expresión. Lo que busco expresar es que la llamada «otra voz» por Octavio Paz, encuentra su magma creador en las zonas más lejanas de la superficie. Por esta razón es que leemos a Catulo o a un poema chino de la antigüedad como si hubiese sido escrito ayer, hoy, hace un instante. Cuando el poema responde a una voz interior se hace oración, salmo, epifanía. Aun narrando episodios de su tiempo y hasta siendo procaz, si el poema toca fondo sale de la historia, del espacio y del tiempo preciso donde ocurrió y se dispara hacia una esfera esencial.

La poesía venezolana desde Juan de Castellanos hasta Yolanda Pantin ha sido generosa no sólo por su cuantía, sino por lo variadísima, lo plural que ha sido. Ha contemplado en su catálogo desde el melodioso verso de Andrés Eloy Blanco hasta el tormentoso y singular, del también cumanés, José Antonio Ramos Sucre. Ha alimentado el fuego del poema que inventaría la realidad y el del que la sintetiza, la resume. Entre estos dos extremos se ha movido esta voz ronca y, a veces, inasible de la poesía.

El primero que se ve urgido por el peso de una realidad por nombrar es Juan de Castellanos. No faltan quienes piensan que su obra es más la de un cronista que la de un bardo. En todo caso, fue escrita en verso y sesudamente estudiada por Isaac J. Pardo. Allí está, como el testimonio poético de una época que no se caracterizó por las luces (la imprenta llega a Venezuela poco antes de 1810) aunque, paradójicamente, la Venezuela colonial será la que dé dos espíritus universales de incontestable valor: Francisco de Miranda y Andrés Bello. Este último es el eslabón que sigue en la cadena de la poesía. El propio Bello ha relatado cómo los viajeros europeos se sorprendían con el fino espíritu caraqueño de finales del siglo XVIII, tan dado a las veladas poéticas, teatrales y musicales.

En los primeros poemas de Bello queda expresado el talante plácido y bucólico de la Caracas prerrevolucionaria. De la década de los años veinte son sus dos grandes poemas, ya escritos en Londres, «Alocución a la poesía» y silva «A la agricultura de la Zona Tórrida». Entre estos poemas del humanista y la erupción del Romanticismo, los autores se esmeraban en beber en las aguas latinas y en hacer versiones de episodios clásicos. De este período son los apellidos Aranda y Ponte y, también, Sistiaga, que pronto abrieron las puertas a la generación de Cecilio Acosta, Juan Vicente González, Rafael María Baralt y Fermín Toro. De estos neoclásicos y románticos, el más destacado por su obra será Baralt, aunque muchos lo nieguen. De Acosta no quedó en poesía mucho más que su famosísimo poema «La casita blanca». La prosa de Toro y la vehemencia política de González opacaron sus versos y, en ambos casos, se impone una relectura. A la obra de Baralt se le olvida con frecuencia porque se le estima muy apegada a preceptos clásicos, cuando sus compañeros González y Toro detonaban otras bombas. Con el tiempo, espero, crecerá su acompasada y sosegada dicción.

Pero, no son los anteriores los poetas más populares del Romanticismo criollo. Ese puesto lo tienen ganado José Antonio Maitín con su «Canto fúnebre a la señora Luisa Antonia de Maitín» y Abigaíl Lozano con su «Crepúsculo». Poco antes, José Heriberto García de Quevedo y Antonio Ros de Olano habían puesto su semilla en la popularización del Romanticismo. Luego, como era de preverse, lo vernáculo da su toque propio. Así fue como nuestro Romanticismo se hizo nave de nuestra sentimentalidad, nuestra sensualidad, nuestras riquezas y pérdidas.

Con menor resonancia pública, pero no por ello menos considerables, los nombres de José Ramón Yepes y de José Antonio Calcaño son imprescindibles. Este último perteneció al clan de los Calcaño, quienes cultivaron diversas artes con igual factura estética. Calcaño logró combinar cierto acento popular con momentos inocultablemente elaborados y cultos, tocando así los dos extremos del Romanticismo criollo. Yepes, nacido a orillas del lago de Maracaibo, dibujó su sentida «Balada marina», atendiendo a los valores patrios y la sentimentalidad criolla.

Entre el Romanticismo y la insurgencia del Modernismo, el Parnasianismo tuvo la palabra en Venezuela. Las voces de Manuel Fombona Palacio y Jacinto Gutiérrez Coll se dejaron escuchar entonces. Pero el poeta más significativo de estos será Juan Antonio Pérez Bonalde, acaso la voz más importante después de la de Bello en el siglo XIX venezolano. Este poeta se ausentó durante años del país y se formó en otras lenguas, de las que llegó a dominar y traducir tres; se hizo cosmopolita y logró acercarse al Romanticismo de otras geografías. Fue bastante más allá del ibérico, que era el más influyente en el nuestro, y se adentró en el alemán y el anglosajón. Así fue como su propia voz se hizo más profunda, alejándose del grito para acercarse al susurro y a otros matices valiosísimos. Su «Poema del Niágara» y su «Vuelta a la patria» bastan para tenerlo como figura ineludible en el devenir de la poesía venezolana, destacándose notoriamente sobre sus contemporáneos.

En el tránsito hacia el Modernismo, el Criollismo alzó su voz, junto con otras que, rezagadas, entonaban un canto aún romántico. Los nombres de Andrés Mata y Gabriel Muñoz, así como el de Udón Pérez se recuerdan entonces. Francisco Lazo Martí publica su «Silva criolla», salvando al Criollismo del peligro de la mera descripción costumbrista. Esto ocurre en paralelo con el surgimiento del Modernismo en nuestra poesía, que tiene a Rufino Blanco Fombona, Alfredo Arvelo Larriva y José Tadeo Arreaza Calatrava como sus más altos cultores. Si Lazo Martí está tejiendo sus versos criollistas, Arvelo Larriva recoge el cauce del humor nuestro en registro modernista, mientras Arreaza se propone la confección de una epopeya de las faenas modernas. A la «Silva criolla», ya citada, se suman los «Sones y canciones» de Arvelo y el «Canto a Venezuela» y el «Canto al ingeniero de minas» de Arreaza. Como vemos, conviven en una etapa de transición tanto rasgos criollistas como románticos como modernistas, señalándonos que la delimitación entre las tendencias es imposible establecerla con precisión.

El Modernismo llegó a su fin de manos de la Generación de 1918. Sin duda, y a juzgar por la calidad de los poetas, una de las más fértiles de la poesía venezolana. Su importancia no radica en sus posiciones estéticas iniciales, sino en las obras que lograron concluir después. Fue, también, una generación disímil y hasta contradictoria: a ella pertenecieron un finísimo espíritu como el de Enriqueta Arvelo Larriva, dada siempre a las honduras de la intimidad, y un bardo en conexión directa con las manifestaciones de la venezolanidad: Andrés Eloy Blanco. Son, además, fundamentales para el estudio de esta generación, las obras de Fernando Paz Castillo, Luis Barrios Cruz, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano, Rodolfo Moleiro y, por supuesto, el incómodo José Antonio Ramos Sucre. Este último, realmente ascendido al cielo por la generación de los años sesenta.

A la generación de 1918 le siguió la de la Vanguardia. Esta tuvo en Áspero de Antonio Arráiz un detonante, en 1924. La Vanguardia, propiamente, estuvo integrada por Pablo Rojas Guardia, Luis Castro, Miguel Otero Silva y Carlos Augusto León quienes, evidentemente, entregaron sus versos por un propósito revolucionario en el terreno político. Los trabajos del tiempo que, dicen, van poniendo las cosas en su sitio, fueron decantando las obras de estos poetas de la Generación de 1918 y de la Vanguardia, al punto que lo mejor de sus creaciones surgió después de sus momentos de irrupción generacional. Es el caso de Paz Castillo con «El muro» (1964); de Barrios Cruz con Respuesta a las piedras (1931); de Mármol con La locura del otro (1927); de Fombona Pachano con Las torres desprevenidas (1940), de Moleiro con Tenso en la sombra (1968) y del desmesurado Ramos Sucre con sus tres libros: La torre de Timón (1925), Las formas del fuego (1928) y El cielo de esmalte (1928).

A la nómina anterior se suman dos poetas singulares: Alberto Arvelo Torrealba quien, más adelante, nos dejó su recordado Florentino y el diablo (1957), y el extrañísimo Salustio González Rincones, cuya obra singular casi no se conoció en su momento en Venezuela y fue luego, gracias al trabajo de antólogo de Jesús Sanoja Hernández, cuando pudimos conocerla, en la Antología Poética publicada por Monte Ávila Editores en 1977.

La muerte del general Gómez, el 17 de diciembre de 1935, condujo a que el año siguiente se iniciara un ciclo de eclosiones de diverso signo. La poesía no estuvo ausente y dejó lo suyo con el grupo Viernes. Inspirado por la-rosa-de-los-vientos de los navegantes este grupo le abrió las puertas al mundo. En él cerraron filas Vicente Gerbasi, José Ramón Heredia, Pascual Venegas Filardo, Luis Fernando Álvarez, Otto D’Sola y Pablo Rojas Guardia.

La obra de Gerbasi fue creciendo junto con el paso del poeta sobre la tierra. Hitos de la poesía nuestra son Mi padre, el inmigrante (1945) y Los espacios cálidos (1952), así como la obra recogida en sus últimos seis poemarios, signada por lo escueto, lo esencial, en el lenguaje más prístino. Rojas Guardia es el autor de un poemario importante: Trópico lacerado (1945), además de sus otros poemarios y trabajos críticos; Venegas Filardo y su título La niña del Japón (1961), junto con su valiosísima tarea de crítico, divulgador y editor de la poesía nacional, ha aportado lo suyo; también Heredia y sus poemas centrados en los universos más sencillos (Maravillado cosmos, 1940) ha aportado su trabajo. Esta promoción que irrumpió con Viernes no cabe duda de que modernizó las aguas de la poesía venezolana y, a su vez, engendró otro grupo que negó sus postulados.

Liscano califica como «reacción hispanizante» a los poetas de la llamada generación de 1942, que entonaron su canto en reacción a Viernes. A esta camada pertenece el propio Liscano, junto a Juan Beroes, Aquiles Nazoa, Ana Enriqueta Terán, Luz Machado, Luis Pastori y, poco tiempo después, Ida Gramcko y José Ramón Medina. Beroes y Terán blanden la fuerza del soneto castellano; algo similar intentan Medina y Machado. Liscano y Nazoa hacen sus intentos personales y Gramcko inicia su verso enigmático. Como siempre, los mejores poemas llegan después de la irrupción. Es el caso de Liscano con Cármenes (1966), Los nuevos días (1971) y Vencimientos (1986); de Machado con La casa por dentro (1965); de Gramcko con Los poemas de una psicótica (1964); de Medina con La edad de la esperanza (1947) y de Terán con El libro de los oficios (1975).

Entre los poetas que se inician en la década de los cuarenta y los de los grupos literarios de los sesenta, irrumpen tres autores principales: Juan Sánchez Peláez, Elizabeth Schön y Alfredo Silva Estrada. El libro que hizo de Sánchez Peláez un autor muy leído fue Elena y los elementos (1951). Esta obra fue piedra de base para la generación posterior. Schön y Silva Estrada, cada uno con su voz propia, supieron cazar sus formaciones filosóficas con la palabra poética. Schön es autora de un texto hermosísimo: El abuelo, la cesta y el mar (1967), además de otros poemarios de significativa coherencia. Silva Estrada, por su parte, ha sido fiel a sí mismo. Su poesía abstracta, afecta a las formas geométricas, se distingue en el panorama venezolano.

La llamada generación de los sesenta se agrupó en tres equipos: Sardio, El techo de la ballena y Tabla redonda. Vistos a la distancia, sus propósitos eran ensamblar la épica revolucionaria política con la palabra poética. Enfrentarle a los correctos usos de «la burguesía» los disparates maravillosos del surrealismo. En cierto sentido, fueron tanto o más románticos que los románticos. A la distancia, también, lo mejor de estos autores ha sido fruto de sus bodegas personales y no de sus almacenes colectivos: Los cuadernos del destierro (1960) y Falsas maniobras (1966) de Rafael Cadenas, Fantasmas y enfermedades (1961) de Francisco Pérez Perdomo, Dictado por la jauría (1965) de Juan Calzadilla, para citar sólo poemarios valiosos que fueron escritos y publicados en aquellos años. Luego, como siempre, la nómina de autores ha entregado sus mejores joyas, después.

Se iniciaron en aquellos años del proyecto de unir arte y vida, los poetas Guillermo Sucre (La mirada, 1970), Luis García Morales (Lo real y la memoria, 1962), Ramón Palomares (El reino, 1958, Paisano, 1964), Caupolicán Ovalles (¿Duerme usted señor presidente?, 1962), Arnaldo Acosta Bello (Hechos, 1960), Víctor Valera Mora (Amanecí de bala, 1971) y José Barroeta (Todos han muerto, 1971). A los grupos caraqueños se suma uno zuliano: Apocalipsis, integrado por Hesnor Rivera y Miyó Vestrini, entre otros.

De los sesenta hasta nuestros días la voz poética ha seguido soplando su fuego. De la misma generación, pero habitante de Valencia, la obra de Eugenio Montejo no dejó de crecer hasta que la muerte le salió al paso. Memorables son sus libros Algunas palabras (1976), Terredad (1978) y Alfabeto del mundo (1987), para sólo citar tres de los poemarios de este sólido autor, ya leído fuera de su patria. De la capital de Carabobo son Reinaldo Pérez Só, Alejandro Oliveros y Teófilo Tortolero. Los dos primeros, integrantes de la primera promoción posterior a la de los sesenta. Formada por Luis Alberto Crespo, Hanni Ossott, Enrique Hernández D’Jesús, Luis Camilo Guevara, Alfredo Coronil Hartmann, Eleazar León, Gustavo Pereira, Blas Perozo Naveda, Eduardo Zambrano Colmenárez y Eli Galindo.

Los años setenta coinciden con la llegada a Venezuela de la práctica del taller Literario. En el CELARG, en la UCAB, se inició esta práctica favorable. A mediados de la década se forma el taller Calicanto, que guió por años Antonia Palacios. A él asistieron los futuros integrantes de los grupos Tráfico y Guaire que, decididamente, iniciaron una revisión crítica de la poesía que los precedía. Querían salir de la cárcel del poema breve, del ontológico, del magicista, para acercarse a la voz de la comunidad. En estos grupos estuvieron Yolanda Pantin, Miguel y Alberto Márquez, Igor Barreto, Armando Rojas Guardia, Rafael Castillo Zapata, Luis Pérez Oramas, Leonardo Padrón, Nelson Rivera, Armando Coll, Alberto Barrera Tyszka y quien esto escribe. A esa impronta grupal le queda el mérito de haber abierto las puertas del poema aún más.

El fenómeno siguiente más interesante fue la conformación de un sistema planetario femenino, que fue haciéndose imperceptiblemente, pero que, sin embargo, constituye un hecho principal. De él forman parte los libros de Yolanda Pantin, María Auxiliadora Álvarez, Blanca Strepponi, Alicia Torres, Sonia Chocrón, Marta Kornblith, Laura Cracco, Cecilia Ortiz, Patricia Guzmán, Verónica Jaffé, Blanca Elena Pantin, María Clara Salas, María Isabel Novillo. Por su parte, al margen de los grupos y de los fenómenos socioliterarios, ha avanzado la poesía de Harry Almela, Alejandro Salas, William Osuna, Santos López, Tarek William Saab, Adhely Rivero y José Antonio Yépez Azparren, y tantos otros que trajinan con la palabra poética.

Casi todas las promociones surgen negando a sus inmediatos antecesores y afirmando nuevos propósitos, correspondiendo así a la llamada «tradición de la ruptura» que tanto ha cundido en Latinoamérica de la mano del mito revolucionario. Pareciera que esto puede cambiar, pero no somos videntes. En todo caso, una comunidad se reconoce madura cuando es capaz de establecer sus líneas de continuidad, más que los puentes rotos de los estallidos. La poesía venezolana se ha desarrollado en medio de las tensiones naturales de todo proceso sociocultural. No obstante, estas líneas dan cuenta de una tradición, de una continuidad que se enriquece con los cambios.

El reino de la fábula (la narrativa)

Salvo prueba en contrario, el primer venezolano que publica una novela se llamó Fermín Toro y el título de la obra, publicada por entregas, será Los mártires (1842). Luego, publica los opúsculos denominados La viuda de Corinto y La sibila de Los Andes. Pero es obvio que el magisterio de Toro no se debe a estos intentos menores, por no decir fallidos. En verdad, cómo puede negársele dotes narrativas a Toro en sus ensayos, tampoco podríamos afirmar que Juan Vicente González en sus diatribas, o Rafael María Baralt en sus resúmenes históricos, no dieran pruebas de poderes narrativos. Lo que ocurre es que el primero que se propone una novela, como tal, es don Fermín Toro. Esto no obsta para que la escritura anterior, y la de la década de 1830 a 1840 no tuviera impronta narrativa.

Dejamos de lado, a nuestros efectos, toda la literatura costumbrista y la basada en leyendas históricas, y nos concentraremos en la que corresponde a manifiestos proyectos narrativos.

La más completa epopeya que en el siglo XIX se escribió sobre la gesta independentista está insuflada de vuelo narrativo. Me refiero a Venezuela heroica (1881) de Eduardo Blanco, seguida por Zárate (1882), ya más consagrada a la búsqueda de la criollidad. A los intentos de Blanco le siguen proyectos más apacibles. Pienso en Gonzalo Picón Febres y en Manuel Vicente Romerogarcía quienes, como vimos en el capítulo de la poesía, serán puentes entre la heroicidad de Blanco y las futuras fiebres del Modernismo. De Picón Febres su novela más persistente al paso del tiempo es El sargento Felipe (1899): ambientada en tiempos de Guzmán Blanco, en el ámbito campestre. Mejor suerte ha tenido la novela Peonía (1890) de Romerogarcía, que aún se lee en los estudios de literatura en el bachillerato. En ella se hace del llano el ámbito principal de la nacionalidad. Esta novela influye en las que le suceden, quizás por la verosimilitud de las vivencias que trasiega.

La renovación estética que trajo el Modernismo se expresó con ímpetu hacia finales del siglo XIX e incluyó sobre todo a la poesía y la narrativa. Los narradores modernistas más representativos fueron Rufino Blanco Fombona, Manuel Díaz Rodríguez, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl y Pedro César Dominici.

A Blanco Fombona se le tiene, con razón, como el polígrafo de la generación modernista y, además, como un hombre signado por la laboriosidad. Es difícil comprender cómo pudo hacer tanto, y tan variado, en sus setenta años de vida. Sus novelas El hombre de hierro (1907), El hombre de oro (1915) y La mitra en la mano (1927) no están exentas de su fibra de polemista implacable, que no daba tregua a sus enemigos. Hasta ellas llegan como fragmentos de sus libelos periodísticos, como ramalazos de sus odios políticos que, con frecuencia, las acercan a la sátira, al sarcasmo. Toda su obra está insuflada de su belicosidad. El Modernismo le sentó bien a sus humores.

En la acera contraria al carácter pendenciero de Blanco Fombona está el refinado estilo del médico Manuel Díaz Rodríguez. Formado en Europa en su juventud, en su madurez concluye dos novelas importantes: Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902). En la primera se trabaja con los días en que Cipriano Castro y su hueste llegan a Caracas desde la frontera colombiana. La barbarie es patente para un hombre que ha bebido en las aguas de la civilización y toma distancia para narrar los hechos.

Pero si Díaz Rodríguez tomaba distancia para negociar con la realidad, Pedro César Dominici era un desarraigado absoluto. De allí que sus obras no atiendan a la crudeza de la cotidianidad venezolana, lo suyo era la indagación en los tiempos anteriores a Cristo, en los que trabajaba un extraño erotismo. Dyonysos (1904) se titula su novela que, muy probablemente, urdió mientras conversaba con sus amigos en los cafés de París. Sobre la obra de Dominici se impone un re-lectura: es lícito pensar que se le ha despachado fácilmente.

Luis Manuel Urbaneja Achelpohl fue, de la generación modernista, su mejor cuentista, pero también acometió la novela. En este país (1920) es, según los críticos, su mejor obra. A mí, en verdad, me llaman mucho la atención sus relatos, ya que recogen mejor el fruto de su disposición contemplativa, de observador de la vida de los labriegos venezolanos. Ese universo que se sostiene gracias a las faenas agrícolas, sus anhelos, sus tristezas, está estupendamente trabajado por Urbaneja Achelpohl.

Contra el esteticismo de los modernistas, reacciona José Rafael Pocaterra. Desde sus primeras novelas la emprende a favor de que nada desdibuje los rigores de la cotidianidad. Cuatro son sus novelas: Política feminista o el doctor Bebé (1913), Vidas oscuras (1916), Tierra del sol amada (1919) y La casa de los Ábila (1946) y, por otra parte, sus conocidísimos cuentos están recogidos en Cuentos grotescos (1921). Memorias de un venezolano de la decadencia (1927) recoge la experiencia del autor en la cárcel gomecista. Es un libro estremecedor. No es propiamente una novela, aunque se lee como tal, ya que los personajes no son fruto de su imaginación. Así, Pocaterra inicia con sus obras lo que será una tendencia que se robustecerá a lo largo del siglo XX; me refiero al realismo como fuente de nuestra narrativa.

En 1924, una señorita llamada Teresa de la Parra publicó su primera novela: Ifigenia; cinco años después la segunda y última: Memorias de Mamá Blanca (1929). La tempestuosa prosa de Pocaterra encuentra ahora su anverso: la intimidad, la interioridad sobre la que Teresa de la Parra levantó sus libros. Ese otro mundo olvidado por la épica masculina encontró voz en las páginas de sus dos novelas. Fue como la irrupción de lo propio, de lo interior en un universo literario totalmente dominado por la gesta exteriorista política.

En la misma década de los años veinte (unos años felices para la literatura, si tomamos en cuenta que fueron publicadas las novelas de Teresa de la Parra, los tres libros de Ramos Sucre y Áspero de Antonio Arráiz) se editó, además, la lúcida novela de quien antes había militado en el grupo Alborada. Doña Bárbara (1929) inmediatamente hizo de Rómulo Gallegos un escritor leído en todo el mundo de habla hispana, y fue así a partir de la consagración que provino de España. Antes había publicado El último Solar (1920) y La trepadora (1925), pero fue en Doña Bárbara donde el manejo arquetipal de los personajes, su psicología profunda, su escritura y su trama se erigieron en columnas de una novela que se tornó en una suerte de emblema de la nacionalidad. Esta universalización por vía de su fuerza arquetipal estuvo presente en Canaima (1935) y, en menor medida, en Cantaclaro (1934). La mayoría de la crítica señala a Doña Bárbara y Canaima como sus más significativas novelas. La fuerza de personajes como Marcos Vargas difícilmente se olvida. Según Liscano, con el personaje de Vargas «culmina una etapa de nuestra narrativa, aquella de inspiración nativista y costumbrista, de corte realista, de lirismo descriptivo…la obra de Gallegos constituye una síntesis y un trascendimiento». Como la obra de García Márquez en Colombia, la obra de Gallegos es un hito incómodo para los narradores que le suceden. Su magnitud es tal que partió las aguas en un antes y un después de su aparición.

Vistos a la distancia, de los jóvenes que redactaron el manifiesto de la revista Válvula, el único que logró una obra narrativa de significación fue Arturo Uslar Pietri. Aunque para muchos, Las lanzas coloradas (1931) sigue siendo su mejor novela, otros, entre quienes me cuento, tenemos a sus relatos como piezas indispensables para la modernización del cuento en Venezuela. «Barrabás», «La lluvia» y algunos otros son joyas que refulgen en el panorama en el que fueron escritos. A lo largo de sus noventa y cuatro años de vida (1906-2001) Uslar continuó cultivando la llamada «novela histórica». Oficio de difuntos (1976) La isla de Robinson (1981), La visita en el tiempo (1990) son ejemplos de la indagación uslariana en estos territorios tan abordados en Hispanoamérica.

Después de haber publicado tres obras de ficción singulares, Enrique Bernardo Núñez entregó su fervor al tema histórico, pero nadie puede olvidar la puerta que abrieron La galera de Tiberio (1938) y Cubagua (1939). Esta última, por cierto, es considerada por un sector significativo de la crítica como una obra de notable modernidad para su tiempo.

La fuerza de la realidad política impuso su peso y Antonio Arráiz entregó en 1938 el testimonio novelado de siete años de cárcel gomecista: Puros hombres (1938). Luego, publica Dámaso Velásquez (1944) y, finalmente, su tercera y última novela: Todos iban desorientados (1951). Sus cuentos fueron recogidos en dos libros: Tío Tigre y Tío Conejo (1945) y El diablo que perdió el alma (1954). Pero, no sólo a Arráiz lo interpelaba la realidad; lo mismo le ocurría a Ramón Díaz Sánchez, a Julián Padrón y a Miguel Otero Silva. Las novelas del primero se hincan sobre la tierra patria: Mene (1936), Cumboto (1950), Casandra (1957) y Borburata (1960). La venezolanidad será el único ámbito de su obra novelística y Mene será la primera novela de peso que gire en torno al petróleo. El tema nacionalista tocó la puerta de Padrón con insistencia, y será en sus novelas La Guaricha (1934) y Madrugada (1939) en donde se esmerará en huir del realismo a fuerza de ensoñaciones líricas muy particulares. Siempre sobre lo venezolano, el tercer citado antes, Otero Silva, estará muy cerca del reportaje realista y con métodos del moderno periodismo publicará Fiebre (1939), Casas muertas (1955), Oficina Nº1 (1961), La muerte de Honorio (1963), Cuando quiero llorar no lloro (1970), Lope de Aguirre, príncipe de la Libertad (1979) y La piedra que era Cristo (1984). Como vemos, las dos últimas dentro del cauce de la novela histórica. Sus primeras novelas no escaparon a la urgencia que le imponía el tema nacional. Ya después se abrió a otros universos.

En muchos sentidos, Julio Garmendia fue un solitario y un excéntrico. Desdeñó la edición en libro de sus cuentos hasta la madurez cuando decide, después de infinidad de correcciones y cuidados, publicar La tienda de muñecos (1938) y luego La tuna de oro (1951). En años recientes, su albacea, Oscar Sambrano Urdaneta, ha entregado a la luz dos libros inéditos: La motocicleta selvática (2004) y El regreso de Toñito Esparragosa (2005). Estas obras confirman la maestría de Garmendia y vienen a enriquecer su legado. Sus relatos fantásticos son verdaderas joyas del género; transcurren con la espontaneidad que sólo el trabajo de un orfebre puede lograr.

Si bien la obra narrativa de Guillermo Meneses comprende la novela, donde más lejos llegó su genio fue en el cuento. «La mano junto al muro», para muchos, divide en dos la historia del relato en Venezuela. No obstante, sus novelas Campeones (1939) y El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) no son desdeñables. La obra de Meneses es de las que influye cada vez más en el ánimo de generaciones posteriores, al punto de considerársele un maestro.

Contemporánea de Uslar, Meneses y tantos otros, Antonia Palacios tardó en iniciarse en la escritura, pero desde la publicación de Ana Isabel, una niña decente (1949) y hasta su muerte, no cejó en su empeño. Su obra narrativa, de rasgos metafísicos y deslumbrantes, conforma un corpus insoslayable para la narrativa de la segunda mitad del siglo XX. Crónica de las horas (1964), Los insulares (1972), El largo día ya seguro (1975) se cuentan entre sus mejores libros de relatos.

La narrativa no quedó al margen del grupalismo que ha signado nuestra poesía, y también ella se juntó en torno al grupo Contrapunto. Allí se reunieron, a comienzos de la década de los cincuenta, los narradores Antonio Márquez Salas, Gustavo Díaz Solís, Humberto Rivas Mijares y Oscar Guaramato, entre otros. Todos se centraron en la tarea de dominar el difícil arte del relato e hicieron aportes notables. «El hombre y su verde caballo» de Márquez Salas, «Llueve sobre el mar» de Díaz Solís, «El murado» de Rivas Mijares y «La niña vegetal» de Guaramato, son obras que brillan por su poder psicológico, por la inteligencia de la trama; dejan atrás todos los usos del costumbrismo, de la ramplonería agraria y de las cartillas moralizantes.

Por estos años se iniciaba quien con el tiempo se constituiría en dueño y señor de la narrativa experimental: Oswaldo Trejo. Sus relatos aún conservaban ciertas prescripciones de la gramática aceptada, hasta que luego su palabra incursionó en el laberinto que lo ha hecho un caso digno de estudio. A sus tres primeros libros de relatos (Los cuatro pies, 1948; Cuentos de la primera esquina, 1952; Depósito de seres, 1965) le sigue su primera novela: También los hombres son ciudades (1962) y luego la segunda: Andén lejano (1968). Después, sus libros son tan singulares que es difícil establecer su ubicación genérica: Escuchando al idiota (1969); Textos de un texto con Teresa (1975); Al trajo, trejo, troja, truja, traje, trajo (1980); Metástasis del verbo (1990) y, su último libro, Mientras octubre afuera (1996), publicado pocos días antes de morir.

En la década de los cincuenta se inicia con fuerza singular la obra de Alfredo Armas Alfonzo quien, quizás, encuentra su mejor expresión en un libro como El osario de Dios (1969). Todo su trabajo está centrado en el microcosmos familiar de su aldea natal: sobre él giró obsesivamente por años, hasta configurar un universo narrativo.

Tocamos ahora las puertas de los grupos Sardio, El techo de la ballena y Tabla redonda. Adriano González León, Salvador Garmendia y Elisa Lerner levantaron la mano por la narrativa en estas agrupaciones. Como dijimos en el capítulo de la poesía, estos grupos no se entienden separados del fenómeno político. Concentrémonos en sus obras: González León es el autor de una novela muy importante: País portátil (1967) y de algunos libros de cuentos entre los que destaca Las hogueras más altas (1957). En 1994, regresó a los estantes de las librerías con una novela: Viejo, texto celebrado y recordatorio de las glorias de los años sesenta, cuando el autor ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, suerte de galardón consagratorio en su momento. González León falleció en enero de 2008. Entonces el país cultural lo despidió con un dolor pocas veces sentido.

Salvador Garmendia es el autor de una vasta y densa obra narrativa que comienza con las novelas Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961) y Día de ceniza (1963) para luego abrirse al universo del relato, ámbito en el que sus aportes han sido especiales. Difuntos, extraños y volátiles (1970) y Cuentos cómicos (1991) son dos ejemplos paradigmáticos de su narrativa, signada por las incursiones en los infiernos citadinos, en las pobrezas del alma, en los fuegos fatuos de la ruindad. Su obra es bastante más importante de lo que el mismo Garmendia creía, y ello lo confirman las huellas que ha ido dejando en la narrativa de sus sucesores.

Los últimos treinta años del siglo han sido ocupados por la obra en ascenso de varios autores. Entre ellos, José Balza, Francisco Massiani, Carlos Noguera, Denzil Romero, Luis Britto García, Eduardo Liendo, Antonieta Madrid, Laura Antillano y generaciones posteriores, que citaremos luego.

Balza suma varias novelas (Marzo anterior, 1965; Largo, 1968; Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, 1974; D, 1977; Percusión, 1982; Medianoche en video 1/5, 1988; Después Caracas, 1995; El doble arte de morir, 2008) y libros de relatos (Ejercicios narrativos, 1966; La mujer de espaldas, 1990; La mujer porosa, 1996; La mujer de la roca, 2001; Caligrafías, 2004) alcanzando a dibujar un círculo sumamente valioso para nuestra narrativa. No exageramos al apuntar que este autor se ha empeñado en hacer de la escritura una experiencia múltiple, que incluye tanto el dato psicológico como el fantástico, la trama policial y la divagación culta, siempre cuidando la textura del lenguaje.

La labor de polígrafo de Denzil Romero imantó las últimas dos décadas del siglo con sus novelas históricas. Entre ellas, La tragedia del Generalísimo (1984), Entrego los demonios (1986), Grand Tour (1988), La esposa del doctor Thorne (1989), La carujada (1990), Códice del nuevo mundo (1993), Tonatio Castilán o un tal Dios sol (1993), Amores, pasiones y vicios de la gran Catalina (1995), Para seguir el vagavagar (1998) y la novela publicada póstumamente, Diario de Montpellier (2002), ya que Romero murió en 1999, dando fin a uno de los ríos narrativos más asombrosos de nuestra historia literaria.

Junto con las obras de Balza y Romero, también han crecido las de Liendo y Ana Teresa Torres, al igual que la de Massiani. Este último sumó a su éxito editorial Piedra de mar (1968) la novela Los tres mandamientos de Misterdoc Monegal (1976) y varios libros de relatos que lo confirman como uno de los más potentes narradores de su generación, entre ellos Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (2005). Liendo, por su parte, ha trazado una línea novelística insoslayable entre El mago de la cara de vidrio (1968), Los topos (1975), Mascarada (1978), Los platos del diablo (1985), Si yo fuera Pedro Infante (1989) El diario del enano (1996), El round del olvido (2002), Las kuitas del hombre mosca (2005). Además, sus relatos han sido recogidos en El cocodrilo rojo (1987) y en Contraespejismo (2008), señalando una obra en movimiento de logros muy particulares. Ana Teresa Torres, que inició su andadura narrativa en el ámbito de la novela histórica, El exilio del tiempo (1990), Doña Inés contra el olvido (1992), luego ha indagado en otros espacios novelísticos: Vagas desapariciones (1995), Malena de cinco mundos (1995), Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (2000), La favorita del señor (2001), El corazón del otro (2004), Nocturama (2006), La fascinación de la víctima (2008), así como ensayísticos, que hacen de su trabajo uno de las feracidades más preclaras de los años recientes.

En años recientes, también, las obras narrativas de Francisco Suniaga, Oscar Marcano, Federico Vegas, Karl Krispin, Alberto Barrera Tyszka, este último acreedor del premio español Anagrama con su novela La enfermedad (2007), han crecido notablemente, pero su reseña corresponderá a quien trabaje el siglo XXI, más que el XX. Lo mismo ocurrirá con las obras de autores de distintas edades, pero con faena en el nuevo siglo, como son Atanasio Alegre, Michelle Ascencio, Israel Centeno, Juan Carlos Méndez Guédez, Fedosy Santaella, Salvador Fleján, no así con las de Ednodio Quintero, Humberto Mata, José Pulido, Antonio López Ortega, Gabriel Jiménez Emán, entre otros narradores que sí se iniciaron en las últimas dos décadas del siglo XX.

El trabajo narrativo de Quintero es ya de vastas proporciones e incluye tanto el cuento como la novela, aunque en este último es donde se han dado sus más celebrados aportes. Libros de relatos como Volveré con mis perros (1975), Cabeza de cabra y otros cuentos (1993) y El combate (1995) contienen de los mejores relatos escritos en los últimos años. Esto no desmerece la obra novelística quinteriana, entre la que destaca La danza del jaguar (1991) y Lección de física (2000), entre otras.

Si bien es cierto que la novela histórica ha sido camino determinante, prácticamente una tradición, también lo es que hay otros derroteros. Por una parte, hemos contado con los que colocan el énfasis en el lenguaje (Trejo, Lourdes Sifontes, Alberto Guaura), los que hacen de la vida urbana su único escenario (Massiani, Ángel Gustavo Infante, Centeno, Méndez Guédez), los que le rinden tributo a la literatura fantástica, aunada a la filosofía, al absurdo o a la dicción borgeana (Jiménez Emán, Quintero, Alberto Jiménez Ure), los que crean atmósferas enigmáticas, bien sea por razones metafísicas o policiales (Mata, Pulido, López Ortega), pasando por otras posibilidades narrativas imposibles de reseñar.

En fin, las posibilidades de la narrativa hacia el futuro son tantas como han sido muchos los caminos que cada quien, sin iglesias, ha ido escogiendo. La pluralidad ha sido el signo de los últimos años del siglo XX, aunque la búsqueda del dato histórico para levantar una fábula, una ficción, ha sido particularmente fecunda.

Las aguas del pensamiento (el ensayo)

Abordar la relación de los hechos en el género del ensayo plantea innumerables problemas. El primero, y nada sencillo, es el de si escogemos sólo a los ensayistas que abordan el tema literario o si incluimos el ensayo de tema político, sociológico, filosófico o histórico. Quizás, la respuesta a nuestras dudas se encuentre en el maestro del género: Michel de Montaigne. De ser así, no nos va importar el tema sobre el que reflexiona el ensayista sino la perspectiva desde la que lo hace y la escritura que desarrolla. No podremos considerar los trabajos científicos o estructurados con rigores académicos que no se permitan la libre divagación, las conjeturas y hasta las arbitrarias relaciones que teje el ensayista.

Al magisterio humanista inaugurado por Andrés Bello y su extensa obra no le faltó quien lo llevara adelante. Junto a él bulle la obra de otro humanista sabio en filología y lenguas muertas: José Luis Ramos. El uno en Londres y el otro en Caracas supieron sentar las bases de lo que Fermín Toro, Rafael María Baralt, Juan Vicente González y Cecilio Acosta desarrollarían a partir de su irrupción en la década que va de 1830 a 1840. Sobre Fermín Toro, Mariano Picón Salas no ha escatimado elogios: «Nadie pintó mejor lo que ahora se llama la realidad de Venezuela que Toro en esos discursos». Se refiere, entre otros, a su Informe sobre la ley del 10 de abril de 1834 que, según el propio Picón: «es el más claro estudio sobre los problemas sociales y económicos de Venezuela en la época de la oligarquía conservadora».

Cercano amigo de Toro, fue el más polémico y controversial prosista del siglo XIX, el ditirámbico Juan Vicente González. Un espíritu romántico que la emprendió contra Antonio Leocadio Guzmán como si este fuese Lucifer. Además de su abundante prosa desparramada por la prensa de la época, González y sus pasiones atemperaban en escritos como el Manual de Historia Universal (1863). Quizás lo mejor de su obra sea la Biografía de José Félix Ribas, aunque otros prefieren la de José Cecilio Ávila, ambas escritas entre 1848 y 1858.

En las antípodas del carácter de González transcurría la personalidad de Rafael María Baralt, a quien la historia le viene reservando su puesto de preceptista, de meticuloso y hasta de excesivamente conservador en sus creaciones literarias. Sin embargo, su Resumen de la historia de Venezuela (1841) es un documento de indudable valor, así como su trabajo de lexicógrafo. Cecilio Acosta fue un académico en todo el sentido del término. No sólo por la ponderación de sus escritos sino porque encarnó el ideal de la academia venezolana que ponía las fuerzas encontradas en la balanza, buscando el equilibrio. Entre sus libros destaca la humilde y profunda sabiduría de Cosas sabidas y por saberse (1856). Su papel histórico y su magisterio se han perpetuado en el tiempo.

A estos continuadores del humanismo bellista se les sumaron los que hicieron del retablo costumbrista su mayor desvelo: Arístides Rojas, Nicanor Bolet Peraza, Francisco de Sales Pérez y Tulio Febres Cordero, pero no tardó mucho en llegar a la graciosa escena costumbrista y pastoril la lanza épica de Eduardo Blanco, quien con su Venezuela heroica (1881) retomaba el carácter guerrero de nuestros héroes de independencia. Pero, tanto la escena costumbrista como la escaramuza guerrera van a cederles el paso a los positivistas que vienen galopando en el corcel de la ciencia. Son estos, muy probablemente, los analistas más influyentes en la mirada que sobre sí mismo va a tener el venezolano. Luis López Méndez (fallecido a los 31 años), José Gil Fortoul, Julio César Salas, Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, Lisandro Alvarado, César Zumeta trajeron al debate nacional la visión sociológica, buscaron más razones para explicar los hechos que las meramente individuales, y vieron en el tejido social las causas de muchas de nuestra patologías. Gil Fortoul es el autor de la famosa Historia Constitucional de Venezuela (1907); Julio C. Salas, de Tierra Firme (1908) y Etnografía americana: los indios caribes: estudio sobre el origen del mito de la antropofagia (1920); Vallenilla Lanz, del ya legendario Cesarismo democrático (1919) y de Desintegración e Integración (1930); Arcaya, de Estudios de sociología venezolana (1928); Lisandro Alvarado, de Historia de la revolución federal (1909) y de los Glosarios del bajo español en Venezuela (1929) y el de (1921); Zumeta, de (1899). Estos autores fueron determinantes en la mirada que sobre Venezuela posaron sus contemporáneos y sus sucesores. Coparon la escena universitaria, académica y convivieron, al menos en espacio y tiempo, con el movimiento modernista que fue casi contemporáneo de la mirada positivista.